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viernes, 25 de octubre de 2013

Ofelia Bromfield

      


Ofelia  Bromfield nació en la Ciudad Vieja, en una mansión que sus antepasados construyeron a  principios del siglo XX. El primero de los Bromfield había llegado al país a fines de la Guerra Grande, con intención de invertir en la industria textil. A su  llegada se instaló en la sitiada ciudad de Montevideo, en una casa de paredes muy altas y balcones con barandales de hierro, cerca del Templo Inglés hoy: Catedral de la Santísima Trinidad y sede de la Iglesia anglicana. Templo que fue construido dentro de las murallas, de espaldas al mar. Luego demolido, al comenzar la construcción de la rambla sur en la década del 20 y vuelto a construir en  los años treinta, en una réplica del mismo, frente al mar, sobre la calle Reconquista.
El señor Bromfield se afincó en Montevideo y contrajo nupcias con una señorita londinense radicada en la ciudad. Fue uno de los hijos de este matrimonio quien hizo construir en la primera década del siglo XX,  la mansión de la Ciudad Vieja. Heredada, por lo tanto, en línea directa, la mansión pasó a constituirse en propiedad de los padres de Ofelia Bromfield. Para ese entonces la fortuna de los Bromfield, debido a la poca visión para los negocios, había comenzado a declinar. De todos modos, Ofelia llevó allí una infancia y una adolescencia feliz. Concurrió al British School, aprendió a montar a caballo, a jugar al tenis y a nadar en todos los estilos. Se casó con un joven que fue con el tiempo copropietario de una empresa naviera y tuvo dos hijos: un hijo atorrante y una hija lesbiana. El joven atorrante era reconocido por su padre como un vago, un holgazán. Su madre, en cambio, entendía que el muchacho era un chico alegre y bohemio viviendo a pleno su juventud.
Con la hija al principio no se enteró. No se dio cuenta que los años pasaban y nunca la vio en compañía de un varón; con un compañero de clase o un posible enamorado. Comenzó a llamarle la atención cuando, ya en la universidad, la veía siempre en compañía de una chica  un poco mayor que ella. Aunque no profundizó ni averiguó sobre dicha relación. Hasta que un día su hija le comunicó que se iría a vivir con su amiga.
—En pareja, le dijo.  Ofelia creyó no entender, de todos modos, era una mujer inteligente.
—Cómo en pareja, le preguntó.
—Sí mamá, le contestó la joven muy segura de sí. Somos pareja hace mucho tiempo y por lo tanto resolvimos vivir juntas.
—¿Pero como...? Atinó a decir Ofelia. La chica no la dejó terminar de hablar y le dijo con cierta superioridad:
—Mamá, a mí los hombres no me atraen. No los quiero a mi lado como novios ni como esposos. No quiero que me toquen. No quiero que me violen en nombre del amor. Que me lastimen. Que con su simiente  me hagan un hijo en la barriga. No quiero tener hijos, mamá. No quiero que me hagan daño. Una mujer jamás me haría daño. ¿Comprendés, mamá?
Ofelia comprendía a su hija. Comprendía lo que le estaba diciendo. Pero no la entendía. No la entendió nunca. Aceptó que se fuera a vivir en pareja con su amiga, con la esperanza, quizá, de que algún día  recapacitara  y se volviera una mujer “normal” que le diera nietos. Y vaya si algo así sucedió.
Habían pasado dos años cuando una tarde llegó  Fernanda a ver a su madre. Llegó feliz a contarle la buena nueva:
 —Vamos a tener un hijo, mamá.
Ante tal aseveración, Ofelia llegó a pensar que su cabeza comenzaba a sentir el cruel paso de los años. Que su mente ya no coordinaba como debería.
Es cierto, se dijo casi con resignación, estamos transitando el siglo XXI: todo puede ser posible. La ciencia avanza en estos tiempos con una celeridad como nunca antes. Habrá algo que no se pueda lograr en los próximos años, se preguntaba. Dejarán los hombres de ser necesarios para engendrar las nuevas generaciones. Será  posible un mundo sin hombres, sin  amor, sin sexo entre un hombre y una mujer. ¿No sería ya tiempo de que la Ciencia parara un poco...? 
Ofelia en su confusión sólo acertó a preguntar:
—Cómo que van a tener un hijo.
—Sí, mamá, vamos a adoptar un bebé. Una chica que está embarazada y no lo puede criar, me lo va a dar.
—Y por qué no lo puede criar, quiso saber Ofelia, en parte tranquilizada.
 —Porque es muy pobre y tiene otros hijos y fijate que nosotras lo podemos criar sin ningún problema. Pensamos adoptar una nena y un varón.
Ofelia no pudo disimular su contrariedad.
 —Pero, Fernanda, no me dijiste un día,  antes de irte a vivir con tu compañera, que no querías saber nada de los hombres. Que no querías ser violada ni lastimada, que no querías llevar un niño nueve meses en la barriga ni sufrir los dolores de parto.  
—Claro que te lo dije. Y sigo pensando igual.
 —Seguís pensando igual pero tenés intenciones de criar dos niños ajenos como hijos propios.
 —Sí, mamá, pero yo no necesito un hombre para tenerlos. 
—Tú no, pero la chica que lo va a dar a luz, sí lo necesitó. Ella para tenerlo pasó por todo lo que tú no quisiste pasar.
—Y bueno mamá, alguien tiene que tener a los bebés, no crecen en los árboles ¿no? 
—No, no crecen en los árboles, por eso no es justo que una mujer tenga que dar a sus hijos  para que una pareja, como la de ustedes, juegue con ellos a las madres.
—No vamos a jugar a las madres, los vamos a alimentar y a educar. Los vamos a querer mucho. No van a andar en la calle  pasando frío y hambre.
—Y cuando crezcan cómo les van a decir que no tienen padre pero que, en cambio, tienen dos madres.  
—No sé, mamá, no sé. Eso lo veremos después. Cuando crezcan.
Hoy, iniciado el nuevo siglo, Fernanda y su pareja tienen tres chicos. Tres varoncitos que criaron de bebés como propios. Tres varoncitos que las muchachas consiguieron legal o ilegalmente, nunca supo la abuela cómo,  pero que los aceptó y los amó desde el mismísimo día en que, recién llegados, se los pusieron en los brazos.
Tres niños felices que van a la escuela, tienen un hogar con dos mamás, un tío atorrante y dos abuelos que los aman. ¿Qué pasará mañana? Qué les dirán sus madres sobre sus nacimientos. Ya se verá cuando el momento llegue.
Desde que el hombre de ciencia comenzó a intervenir en la concepción de los seres humanos por medio de la Fecundación in Vitro, la Reproducción Asistida y sin llegar a dar, por el momento, mucho asidero a la Clonación Humana no sería de extrañar que los niños, en los tiempos venideros,  nacieran de un repollo.
Con seguridad para entonces no habrá necesidad de explicaciones. La vida en su andar distorsiona y da vuelta las cosas. Las cambia de rumbo. Pone al sur lo que antes estuvo al norte.
Ante estas cavilaciones Ofelia recuerda una historia que de niña le contara su abuelo paterno, sobre el Templo Inglés que los emigrantes británicos construyeron en la Ciudad Vieja allá por  1800, de espaldas al mar y frente a la ciudad y que un día lo dieron vuelta y quedó como está ahora: de espaldas a la ciudad y frente al mar.
Durante años dudó de  que esa historia fuese cierta. Mire si un Templo va a girar como una noria. Sin embargo, al pasar los años y ante la evidencia del Templo Inglés construido en la Ciudad frente al mar, y unas antiguas fotos del mismo Templo de espaldas al mar, debe reconocer que lo que hoy parece imposible puede un día por astucia, por magia o por amor, convertirse en la  más pura realidad.


miércoles, 23 de octubre de 2013

La rueca

                     

       Hace unos años en el pueblo de pescadores de Cabo Polonio, vivían felices Jesús Lamas con su mujer Eleonora y su pequeña hija Gredel.
Apena el sol despuntaba, Jesús salía al mar con su barca marinera en busca de la comida diaria. Así un día y otro, un  año y otro, y todos los días y todos los años. Hasta que el mar se cansó de dar y dar y una tarde, a su  regreso el viento del este sopló encolerizado, el mar se levantó en olas que  sacudieron, golpearon y dieron vuelta la barca, hundiéndola con Jesús y su carga de peces.
         Mientras Eleonora en la playa, al ver que su marido no regresaba, subió decidida a un bote y remó mar adentro para ver si lo divisaba. Remó sin tino y sin guía, se hizo la noche y no supo regresar, de modo que  la pequeña Gredel quedó  sola,en esta vida sin familia ni protección.
         En aquel entonces vivía en el pueblo una anciana llamada Cloto, que tenía una rueca donde hilaba día y noche. Por piedad, ante la tragedia,  Cloto recogió a la niña que terminó de criarse junto a ella. De modo que la pequeña Gredel pasó feliz su niñez y su adolescencia en aquel paraje idílico del  Polonio, con su antiguo faro y sus enormes arenales.
Cada tanto, a devanar el hilo que hilaba Cloto, llegaba una hermana anciana  llamada Láquesis. Y la niña  fue para las  dos mujeres la felicidad que los dioses les habían negado, pues vivían prodigándole cuidados, y el amor que guardaban íntegro, pues nunca antes habían tenido  a quién ofrendarlo.
Mientras tanto la niña fue convirtiéndose en una hermosa joven, para quién llegó un día el Amor en una barca pesquera que vino del Brasil.
 El joven marino se llamaba Augusto quien, al conocer a la joven huérfana que vivía con la anciana Cloto, se enamoró de ella y decidió llevársela con él a su país.
        Una vez enteradas las dos ancianas de la decisión del joven Augusto, no pudieron contener su desconsuelo.
En esos días de tanto dolor se presentó Átropos,  quien llegaba cada tanto con sus tijeras, a cortar el hilo que devanaban e hilaban sus hermanas.
Gredel se fue una tarde con Augusto. Y el halo del Destino ensombreció la playa. Las tres ancianas quedaron solas en la casa del Cabo Polonio.
Dicen que por mucho tiempo, los vecinos del pueblo comentaron, que la barca de  Augusto y Gredel, no llegó nunca al país del norte.

Ada Vega, edición 2001