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jueves, 24 de abril de 2014

Qué visión mi vieja

          

Y la vieja me lo decía... ¡qué visión, mi vieja!, ¡las calaba en el aire! Si llegué soltero a los cuarenta y dos años, fue solo gracias a mi vieja. Fue la que siempre me abrió los ojos, tate tranquilo. ¡No me dejaba ensartar así no más! Desde chico, fijate vos.


Me acuerdo en la escuela con la María del Carmen. ¿Te acordás vos de la María del Carmen? Vivía por Heredia pasando el almacén de Abediz, dos o tres casas más arriba. Estábamos en cuarto año de la escuela Yugoslavia. ¡Qué linda era la María del Carmen! Tenía el pelo negro y unos ojos grandotes. Nos sentábamos en el mismo banco, me prestaba el sacapuntas, los lápices de colores. Era la hija de don Fermín, el peluquero que tenía la peluquería frente a la plaza Lafone. Íbamos juntos a la escuela, ella me esperaba en la puerta de la casa yo pasaba y nos íbamos los dos.

Un día cuando volvíamos le agarré la mano, y bueno, desde ese día se sobreentendía que éramos novios. Veníamos siempre de la mano. Hasta que mi vieja se enteró. Le tomaron el pelo en el almacén. Le dijeron que en cualquier momento yo me casaba con la María del Carmen. ¡Para qué se lo habrán dicho! Me acuerdo que estaba haciendo un mapa en la mesa de la cocina, me agarró de sorpresa y me empezó a dar como quien lava y no plancha. Yo pensé: — ¡zás, se dio cuenta de la maceta que rompí con la pelota! Después que me curtió a sopapos me dijo: 

— ¡Yo te vi´a dar amores a vos! No entendí nada y no quise preguntar, no fuera que empezara la biaba de vuelta. Recién cuando vino el viejo supe por qué me la había ligado. Le contó entre mate y mate, de mis “amores” con la hija del peluquero. El viejo canchero se reía:

—Hijo e’ tigre, dijo. No pudo seguir hablando porque la vieja le tiró con un repasador por la cabeza, que era lo que en ese momento tenía en la mano, porque si hubiera tenido la plancha... 

— ¡Tigre!, le dijo ofendida, ¡si querés mate sebátelo vos! En la cocina de mi casa vino a terminar mi romance con la María del Carmen. Me tuve que cambiar de banco en la escuela, y así perdí mi primer amor.

De ahí en adelante gurisa con la que me veía, gurisa que me la sacaba limpita de la cabeza. Que, ¡mirá como se pintarrajea! Que, ¡qué gurisa más flaca, debe ser enferma! Que, ¡mirá esos pelos! ¿La madre no la ve cómo anda? Que, ¡si ya anda fumando, lo que no hará después...! Se ve que yo no sabía elegir, vos sabés que yo para las mujeres siempre fui medio tronco. ¡Menos mal que siempre tuve a la vieja! 

Una vez como a los dieciocho años me había corrido a una novia y el viejo, ¡pobre viejo! se enojó, vos sabés, y le gritó: 

— ¡Dejá a ese muchacho que se arregle solo con las mujeres, querés!¡ Ya es un hombre, caramba! ¡Así no se va a casar nunca! Y la vieja le dijo: 

— ¿Ah sí? ¿Y si se clava? Y él le contestó: 

— ¡Si se clava, que se clave, no va a ser el primero ni el último, ¡qué embromar! La vieja lo retrucó al vuelo: 

— ¡Callate mirá!, mientras me tenga a mí no se va a clavar, ¡eso te lo garanto! Una santa mi vieja. Si yo le hubiese hecho caso ahora no andaría penando por una mina... ¡ay Alicia, Alicia...!

Si llegué soltero a los cuarenta y dos años fue gracias a mi vieja, pero todo se termina en la vida. Una noche en la cantina de los “gauchos” me encontré solo. Le pregunté al cantinero: 

— ¿Dónde están todos? 

— ¿Todos quienes? Me dijo. 

—Los muchachos, mis amigos. 

—Pero Julio, ¿vos no te diste cuenta que se casaron? Se fueron casando, tienen hijos, ¡los gurises atan mucho! De tu barra el único que queda todavía es el solterón ese que trabaja en la Aduana. 

— ¿Solterón? Si el flaco no tiene ni cuarenta años. 

—Y bueno, si pasó los treintaicinco y no se casó, es un solterón. Los muchachos se casan jóvenes, si se casan muy veteranos ¿cuándo van a tener los hijos?
Recién ahí se me cayó el telón ¿podrás creer? Yo podría tener hijos terminando la escuela. Podría ir al Paladino con un varón que llevara puesta la camiseta amarilla y roja de los Gauchos del Pantanoso, una hija de quince años o de dieciocho, ¡un punterito debutando en la Primera de Progreso! ¿Te das cuenta? 

Me olvidé de mi vieja y me puse a buscar novia de apuro. Fue cuando conocí a la Alicia. Viajábamos en el 126 cuando íbamos a laburar. Siempre la vichaba. Yo lo tomaba acá en Humboldt, y ella subía en Berinduague y José Castro. Una mañana tuve flor de bronca en el laburo por llegar tarde. Me había bajado con ella en Uruguay y Andes y la acompañé hasta el trabajo. Laburaba en un taller en Andes y Canelones, caminamos, conversamos y quedé en esperarla a las siete cuando saliera. ¡Qué mina bárbara la Alicia! Buena de verdad y linda. ¡Qué linda que es la Alicia!... A mi vieja no le dije nada ¡no fuese que me la corriera! Como el asunto iba en serio ¡yo me quería casar! 

Una noche fui a la casa a conocer a la familia. ¡El padre macanudo! Jubilado de la ANCAP. Tenía una hermana más chica que estudiaba y un hermano casado que vivía por Belvedere. La madre, no te cuento, una doña buenísima que cocina como los dioses. ¡Hace unos ravioles caseros...! Me trataron como a un rey. Antes del año estaba todo pronto para el casorio. El padre de la Alicia dijo que nos quedáramos a vivir allí, que la casa era muy grande y que había lugar de sobra. Bueno, un par de meses antes le dije a mi vieja que me casaba y me iba. Le costó un poco entender, se lo repetí tres veces: no me habló por un mes.

Un día rompió el silencio para decirme que nos quedáramos a vivir en casa, que si no se quedaba muy sola, que allá en lo de la Alicia éramos muchos, que...El viejo con los ojos muy abiertos me hacía que no con la cabeza y trató de decirme algo, yo no entendí y la vieja no lo dejó hablar. A mí me dio no sé qué, sabés, porque la vieja se puso a lloriquear; y bueno, yo por no irme así de golpe le dije a la Alicia de quedarnos a vivir en casa, y la piba que es de oro y me quiere de verdad me dijo que sí. Nos casamos y nos vinimos a vivir con los viejos.

Iba todo chiche bombón. La vieja nunca le vio nada malo a la Alicia. Nunca me habló mal de ella. ¿Qué iba a decir? ¡Si la Alicia es oro en polvo! Es lo mejor que he tenido en la vida. Yo no sé cómo pude vivir tantos años sin ella. Y la otra noche... ¡me dejó!

Cuando vine del laburo no estaba. Fui a la pieza y faltaba la valija de la luna de miel y toda la ropa de ella.... 

— ¡Vieja!... ¿y la Alicia? 

—No sé. Hoy juntó sus cosas y se fue. No me dijo ni una palabra. 

— ¿Que se fue? ¿Cómo que se fue? ¿Por qué? ¿Qué pasó vieja? 

—No sé. Yo no sé nada. 

—Pero ¿vos le dijiste algo? ¿Discutieron? 

—Yo no le dije nada. A mí no me metás en líos con tu mujer. Pero yo esto lo veía venir. ¡No se habrá podido adaptar...! 

—A mí nunca me dijo nada, nunca se quejó. Yo pensé que estaba todo bien. —Vos nunca pensás. Si pensaras un poco más te darías cuenta de muchas cosas. Siempre te he dicho que las mujeres son astutas, arteras,... ¡decí que vos me tenés a mí! 

— (¿Tendrá razón la vieja? ¿Se habrá aburrido? ¿Extrañaría su casa? ¿Y por qué no me lo dijo? Si yo vivo para ella. Hago lo que ella quiera. ¿Quiere vivir en la casa de ella? Y vivimos allá, ¿qué problema hay?...¡Y se fue llevándose los hijos que no me dio! Los hijos que soñamos, que pudo darme. ¿Y yo qué hago ahora sin ella? ) 

—Y bueno, si se cree que voy a ir a buscarla, no me conoce. Ya va a volver. El que se va sin que lo echen vuelve sin que lo llamen. 

—Sentate en este banquito, por si demora, dijo el viejo. Y la vieja me lo decía... ¡qué visión, mi vieja! Yo por no hacerle caso... ¡mire que son retorcidas las mujeres!... ¡qué te tiró!

Mala suerte ¿qué le voy a hacer? Y decía que me quería... ¡y se fue! 

Está bien. Mejor así. Que se vaya con la madre...si allá está mejor... ¡que me importa! Yo me quedo con mi vieja. ¡Ella sí que me entiende! Paciencia, si no era para mí, no era para mí y chau. ¿Qué le voy a hacer...?

¡Pero mirá vos lo que son las cosas, salí a caminar sin rumbo y estoy a una cuadra de la casa de la Alicia! ¡Pucha digo, tengo unas ganas de verla…! 

Y bueno vieja, vos sabés que yo con las mujeres nunca supe, que soy medio tronco. Sí, también sé que vos me querés más que nada en el mundo. Que tenés miedo de perderme. Pero yo ya no soy un botija, soy un hombre, ¿entendés?, quiero tener mi vida. A mí nunca me vas a perder. Yo voy a ser siempre tu hijo, pero ahora soltame un poco, dejame ir con la Alicia, porque yo sin ella vieja, no puedo, no quiero vivir. Perdoname...

¡Aliciaaaa...



Ada Vega, 1995 

lunes, 21 de abril de 2014

La glorieta de los Magri Piñeyrúa



    
La noche es fría y lluviosa. Bajo el ulular de la sirena, la ambulancia devora calles solitarias. Sentada junto a mi compañero, que maneja atento al tránsito, leo la ficha que me acaban de alcanzar. Miro el  nombre del paciente y recuerdo.
 Fue un diciembre, unos días antes de Navidad, cuando la familia Magri Piñeyrúa  se mudó a una casa de dos plantas rodeada de un bonito jardín. Jugaba con mis amigas, en la vereda, cuando vimos llegar  aquellos enormes camiones y bajar bultos, baúles y muebles. Le dimos la importancia del momento y seguimos jugando. Los camiones se fueron y quedaron un par de hombres para ayudar a ordenar la casa. La tarde se cerraba cuando comenzaron a armar algo  en el jardín que llamó mi atención y comencé a caminar hacia la casa para ver mejor.  Me detuve al llegar a la verja de hierro, de varillas altas y finas, de la que quedé aferrada con mis dos manos extasiada ante aquella casita que armaban los obreros.
 Era blanca, de forma hexagonal. Las paredes caladas formaban arabescos y flores. Tenía la abertura del marco de una puerta y el techo repujado en cuyo centro, como una banderita al viento, un gallito blanco giraba sin cesar. Los hombres terminaron de armarla, le colocaron dentro una mesita y cuatro silloncitos también blancos y se fueron a seguir con la mudanza. Deslumbrada, me quedé mirando la casita. Nunca había visto nada tan lindo. Sólo volví a la realidad cuando mi hermano me puso una mano en el hombro y me dijo:
-—Anita, ¿qué estás haciendo, qué mirás?
—La casita —le dije,  ¡mirá la casita que trajeron!
 —Vamos para casa Anita, eso no es una casita. Eso se llama glorieta.
—¿Glorieta? ¿ y vos como sabés?
—Porque en el Prado mucha gente tiene una en el jardín. ¿Viste esos botijas rubios que viven frente a la casa de la abuela? Bueno, ellos tienen una en el jardín del fondo, las paredes forman cuadraditos y está pintada de gris.
—¿Y vos como sabés lo que hay en el fondo de esa casa?
—Bueno, bueno, menos pregunta Dios y a veces nos perdona.
— ¿A veces? ¿ no nos perdona siempre?
 Mi hermano no me contestó y nos fuimos de la mano para casa.
     La familia de los Magri Piñeyrúa estaba formada por el matrimonio y dos hijos. El señor Magri era un ingeniero que había venido a trabajar en  ANCAP contratado y el Ente le cedió la casa de la esquina para que viviese allí, con su familia, mientras durara el contrato. Era un hombre alto, medio calvo, fumaba en pipa y andaba siempre de traje y corbata. Su esposa era delgada y rubia,  usaba el cabello recogido y vestía faldas y  preciosas blusas de manga larga. Pasaba el día tejiendo como Penélope, aunque creo que no deshacía de noche lo que adelantaba de día. Usaba sobre la falda un delantal con un  bolsillo muy grande donde, si en alguna oportunidad tenía que usar las manos, guardaba agujas, lana y tejido. El matrimonio tenía dos hijos. Marcia, una niña mayor que yo, rubia, de rulos largos, que lucía hermosos vestidos con volados y cintas. Era bonita y dulce. Y Martín, menor que la hermana, pero mayor que yo. Era un pelirrojo flaco y pecoso,  que usaba unos pantalones ni cortos ni largos, digamos que a media asta, y chupaba siempre unos enormes chupetines de color rojo, azul y verde. Usaba lentes, tenía un ojo torcido y, cada vez que nos miraba a mí y a mis amigas, nos sacaba la lengua en tres colores. En la casa vivían también una señora que gobernaba y hacía de niñera y una morena gorda y sonriente vestida de negro con cuello blanco, que cocinaba.
 No pegaban en el barrio.
Para mí, que había nacido y vivía en La Teja donde más o menos éramos todos económicamente iguales, esa familia me desequilibró. Estaba llena de preguntas.
-Mamá ¿por qué los Magri Piñeyrúa tienen dos apellidos?
-Vos también tenés dos apellidos, el de papá que es el que usamos y el mío que no usamos.
-Pero mami ¿por qué no lo usamos?seríamos Fulanez Fulanoz.
-No lo usamos porque no es necesario. A nosotros con un solo apellido nos alcanza.
-¿Y a ellos?
-A ellos no les alcanza.
-Mami,  ¿por qué teje y teje, la señora de los Magri Piñeyrúa?
-Porque no tiene nada que hacer.
-¿Y usted por qué no teje como ella?
Mi mamá no me contestó, pero parece que le causó mucha gracia lo que dije, pues suspendió un momento su trabajo en la máquina de coser, para reírse.
-Andá a jugar – me dijo entre risas.
Me llevó mucho tiempo entender por qué los Magri Piñeyrúa necesitaban  una persona para limpiar y ordenar la casa, más una niñera y una cocinera, más un jardinero y una señora que iba dos veces por semana a lavar y planchar la ropa. Mi mamá regentaba la casa, a nosotros, lavaba, planchaba y cocinaba. Sabía podar las rosas, en el fondo de casa tenía plantado perejil, lechugas y cebollines y matizaba sus ratos de ocio cosiendo para todo el barrio en su vieja máquina a pedal.
    Los Magri Piñeyrúa se quedaron en el barrio unos seis años. Lo recuerdo porque cuando fueron a vivir yo no había empezado la escuela y cuando se fueron entraba al liceo. Ya para entonces me había dejado de interesar la glorieta que seguía blanca y cuidada como el primer día, sólo que al final se había cubierto de una enredadera de campanillas azules.
     Cuando se fueron del barrio los hermanos todavía estudiaban. Andaban siempre cargados de libros. Martín ya no nos sacaba la lengua tricolor pero se había convertido en un joven arrogante que nos ignoraba por completo. Usaba unos gruesos anteojos y seguía con su ojo torcido. A Marcia la recuerdo con cariño. Nunca hablé con ella pero me sonreía y me saludaba.
    Una vez, que como siempre, yo esta aferrada a la reja de su casa mirando su jardín, ella, que tomaba el té con su mamá y su hermano, se acercó a mí y me ofreció una masita. Yo no la quise y le dije que no con la cabeza. Lo que yo miraba era la glorieta. La chica, al verme  observándolos, habrá pensado que yo deseaba su comida. No, a mí no me interesaban ni su comida ni ellos.
 ¡Yo sólo soñaba con entrar a la glorieta y sentarme a jugar...!
     No se cumplió mi sueño. Nunca me invitaron los Magri Piñeyrúa a entrar a su casa ni a su jardín. Y un día, así como vinieron, se fueron de mi barrio y se llevaron la glorieta. A esa casa vino a vivir un matrimonio con muchos hijos y varios perros. Nos hicimos todos amigos, niños y perros y me olvidé de los Magri Piñeyrúa...hasta hoy...
-Doctora, doctora, llegamos.
-¿Eh?...ah, sí, ¡vamos Néstor, vamos!
Hermoso barrio. Hermosa casa.
Entramos. Al cabo de un rato el paciente ha reaccionado. Se encuentra estable, con el medicamento suministrado pasará la noche sin complicación. Mañana deberá ver a su médico tratante. El enfermo abre los ojos lentamente. Me observa con su ojo torcido. Sonríe y me ofrece su mano agradeciéndome. Yo la estrecho con firmeza y, refrenando el impulso de sacarle la lengua, acepto su agradecimiento.
  Nos volvemos a la ambulancia. Llueve la nostalgia sobre la ciudad.
Ada Vega, 2004 -