Hace algunos años, cuando aún conservaba la espalda fuerte y las manos
firmes, recorrí el litoral trabajando de siete oficios. Entonces los años eran
pocos, podía domar un bagual o arrear una tropa días y días durmiendo en grupa
sin agobio ni cansancio; el mundo no tenía fronteras y yo era dueño del viento.
Tiempos
aquellos en que fui amo de mis horas en los calientes veranos en que el sol
reverberaba sobre los trigales maduros, o cuando la escarcha de los fríos
inviernos se quebraba en los esteros
bajo los cascos de mi zaino malacara. Otros tiempos.
En una oportunidad en que andaba desnortado,
sin rumbo fijo, después de vadear el Río Negro entré en campos de la heroica,
cerca de Piedras Coloradas. Las tierras del litoral, de excelente pastura, se
extienden a lo largo y a lo ancho en una planicie sin accidentes. A poco de
llegar conocí a un cabañero que me contrató para trabajar en el Haras Amanecer,
de su propiedad. Un establecimiento de unas doscientas hectáreas al sur de
Paysandú, orillando el Queguay Grande.
El
cabañero y su familia se dedicaban a la cría de caballos de carrera y al
perfeccionamiento de la raza. Ese año debido a la adquisición de Lucky Boy, un
semental inglés gran campeón incorporado al Haras hacía un año, se esperaban
con gran expectativa las pariciones de primavera. Aquella mañana de octubrese
presentaba muy movida. Ya dos potrillos nacidos casi en la madrugada intentaban
los primeros pasos junto a sus respectivas madres.
En uno de los box asistida por el
veterinario, el propietario del establecimiento y un capataz, la Estrellera , una yegua
que había finalizado su campaña ganando varias carreras estampando tiempos
records, aguardaba inquieta la llegada de su primogénito. El veterinario
auscultaba a la yegua con el ceño fruncido que dejaba entrever una velada
preocupación. De todos modos, cerca del mediodía la Estrellera trajo al
mundo un potrillo perfecto, oscuro como mi suerte, ágil y vivaz.
Quienes presenciaron el
nacimiento no pudieron, sin embargo, demostrar su alegría opacada por la
seriedad del profesional que al revisar al puro anunció que le encontraba
un problemita en el corazón que lo
imposibilitaría de todo esfuerzo y sería por ese motivo exonerado de pisar las
pistas de carreras. Fue bautizado con el nombre de El Oriental y dejado por el
momento con su madre.
El cabañero tenía dos hijos de
doce y catorce años que, al igual que su padre, tenían gran apego por los
caballos. Desde muy temprano andaban esa mañana visitando a los recién
nacidos que eran, sin lugar a dudas,
hermosos ejemplares. No era, por lo tanto, de extrañar que se encontraran
presentes cuando el nacimiento de El
Oriental y la comunicación de su dolencia. Ni tampoco fue extrañar que
se sintieran apenados y decidiera que tal vez si ellos le proporcionaran un
cuidado especial el problema no sería tan grave.
Así se lo comunicaron al padre que a su vez
les dijo que el potrillo no tenía futuro en el haras, que podían quedarse con
él, pero que no sería criado para correr. Desde ese momento los muchachos
adoptaron al potrillo, que permaneció junto a la madre unos seis meses durante
los cuales se dedicaron a observar su desarrollo y a controlar su aparente
buena salud.
Cumplido los seis meses El Oriental fue
destetado y con otros potrillos sacado al campo donde vivió con naturalidad
corriendo y jugando hasta cumplir el año, tiempo en que los padrinos fueron
alimentando el sueño de verlo correr en la pista de la capital.
Ante el eminente encierre de los puros para comenzar a prepararlos para
la venta o para el debut en pista, los muchachos insistieron al padre para que
dejara al potro dentro del plantel. Sólo por darles gusto a sus hijos, dejó el cabañero que El
Oriental integrara el lote que entregó al cuidador, convencido de antemano, de
que aquel hermoso animal no saldría nunca del Haras para lucirse en el Deporte
de los Reyes.
Los días se sucedieron. Para los dieciocho meses, cuando la doma de los
Pura Sangre, El Oriental lucía magnífico sobresaliendo entre sus medios
hermanos por su gran alzada, cabeza altiva y remos largos y finos. Su notable
inteligencia y docilidad le permitieron en muy poco tiempo sortear las
dificultades del aprendizaje y correr con gran elegancia y elasticidad.
Para la carrera del Primer Paso el Haras Amanecer anotó dos dosañeros:
Tejano y Tropero. Los hijos del cabañero, al ver a su crédito relegado,
volvieron al ataque con el argumento de que durante sus dos años el
potrillo demostró perfecta salud, su
entrenamiento había sido más que satisfactorio y no merecía por lo tanto que se
lo dejara de lado.
—Muchachos —les dijo el padre, El Oriental
no puede correr, el corazón no le va a dar. No tiene corazón para una carrera
donde corren los mejores pingos. Pero ellos insistieron:
—Tiene corazón, papá. ¡El Oriental tiene corazón y tiene alma! ¡Tiene
alma, papá! Y el hombre, ante el entusiasmo de sus hijos decidió complacerlos y
el potro fue anotado para la reunión tan esperada.
A pesar de que aquella temporada El Oriental
aparentaba ser el mejor producto entre los dosañeros del Amanecer, la gente del haras no le tenía
confianza. Se había desatado una polémica entre quienes esperábamos una buena
performance del potrillo y quienes opinaban que para la carrera en ciernes al
potrillo le faltaba corazón.
Sin embargo a mí, el hijo de la Estrellera me gustó
desde el vamos. A penas nació le vi pasta de crack, y aunque nunca fui de mucho
hablar, apoyé en todo a los hijos del patrón, aquellos muchachitos que lo
apadrinaron y depositaron en él toda su esperanza, rodeándolo acompañándolo
siempre, observando sus vareos cronómetro en mano. Cuidándolo como a un
príncipe. Ellos eran los verdaderos dueños de El Oriental y pretendían esa sola
carrera de debutantes. Después, le habían prometido al padre que lo retirarían de
las pistas. Pero en esa carrera iban a demostrar que el puro tenía corazón y
alma como para compartir la gloria de los grandes ganadores clásicos.
Cuando llegaron a Maroñas ya se hablaba de El
Sureño, un tordillo oscuro del Haras “Mi Ensueño” de Florida, que venía a
debutar a Montevideo provisto de los mejores comentarios sobre sus últimos
aprontes y que figuraba entre los entendidos como decidido líder. La tarde de
la carrera esperada se presentaba serena y clara. Un sol tibio se recostaba
sobre nubes esponjosas, mientras una brisa juguetona arremolinaba y elevaba en
el aire cientos de boletos rotos.
Al iniciar el paseo preliminar los potrillos levantaron voces de
admiración. Principalmente aquel Otelo,
rey de reyes, llamado El Oriental que paseó su estampa despertando comentarios.
Y se vino la carrera. A las cinco de la tarde estaban todos los
potrillos en sus puestos. Sonó la campana, se abrieron las gateras y los pingos
salieron agrupados como un malón.
El Sureño tomó la punta seguido a dos cuerpos por Tejano y a cuatro por
El Oriental, a 300 metros
el favorito superó a Tejano en cuatro cuerpos, mientras El Oriental corría
achicando ventaja. Faltando 500
metros El Oriental se abre solo a tres cuerpos de Tejano
peleando la punta con El Sureño. A 200 metros del Disco se le aparea y pasan
juntos la perrera cabeza a cabeza presagiando un final de bandera verde.
El Oriental se estira, no toca el
suelo, rompe los relojes, como un Pegaso negro de alas invisibles cruza como un
viento ante la multitud que grita su nombre:¡Oriental! Y a escasos 50 metros del Disco, en
el supremo esfuerzo de dar el resto al noble bruto lo sorprende la huesa y
rueda con el corazón partido, sin saber.
Maroñas enmudece. Miles de ojos
atónitos observan. Un silencio de plomo cae sobre la multitud que por un
instante detiene la respiración. Y en ese milésimo de segundo y ante la vista
azorada de los aficionados que no pueden
creer lo que está sucediendo, mientras rueda el heroico potrillo pura
garra y corazón, su alma se desdobla, abandona el cuerpo y sigue en carrera con
la misma elasticidad con que venía corriendo: altiva, valiente poniendo clase y
guapeza.
Y mientras los fanáticos reaccionan delirantes en la tribuna, envuelta
en un solo grito de admiración, el alma de El Oriental cruza el Disco
ovacionada y se esfuma, cubierta de gloria, en la media tarde maroñense.
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