Era invierno y casi noche. Apagué la
computadora, las luces de la oficina, crucé la bufanda debajo del sobretodo y
bajé a la calle. Los transeúntes, envueltos en sus abrigos, cruzaban
apresurados. Subí por Sarandí hacia la Plaza Independencia
rumbo a mi casa. Caminaba abstraído, con la mente en blanco, sin prisa, sin
tiempo.
La vi venir hacia mí, al cruzar la
puerta de la Ciudadela. Era una muchacha alta y delgada de ojos oscuros y cabello claro; vestía un tapado rojo fuego y
botas altas de taco fino. La miré sin querer y me encontré con sus ojos. La
seguí mirando porque ella no apartaba su mirada de la mía. Al cruzarnos se
detuvo.
—Voy bien para llegar a Río Negro —me preguntó
en un español afrancesado.
—No —le contesté sorprendido—, vas al revés.
Río Negro queda cinco cuadras para
atrás.
—Es por tu camino —quiso saber.
—Sí —le respondí obligado—, yo vivo un poco
más adelante.
—Te molesta si vamos juntos.
—No, no. Por favor... vamos.
Comentó —mientras atravesábamos la plaza—, que
hacía poco más de un año vivía en Montevideo. Era francesa y había venido
enviada por su gobierno para suplir en la embajada de Francia, a una empleada
que se retiraba. La noche abrazaba la
ciudad, no quise ser descortés y la invité a tomar un coñac en el bar Rex. Subimos
al piso de arriba. El ambiente era agradable. Ella conversaba como si fuésemos
viejos conocidos, se llamaba Madelein. Me contó que vivía con sus padres en un
barrio de los suburbios de París en una casa antigua, con sótano y bohardilla,
con balcones pequeños y enrejados
hacia la calle y un jardín, al fondo, con
rosas y magnolias. Que, si bien extrañaba a su país, se había enamorado
de Montevideo desde el mismo día que llegó. Dijo también que acababa de cumplir veinticinco años y estaba
acostumbrada a viajar por el mundo desde muy pequeña, por eso tenía la
facilidad de adaptarse a los distintos lugares donde tuviese que vivir.
Hablaba con gran soltura. Cautivaba oírla. Su
voz tenía ese suave acento que da la mezcla del idioma francés con el español. Dijo,
entre otras cosas, que vivía en un departamento con la sola compañía de una gata mimosa,
de tres colores, que tenía un ojo
verde y otro amarillo. Una gata que encontró una noche dentro de una caja de
zapatos, al volver de la embajada, maullando de hambre en la puerta del
edificio. Que al verla allí tan chiquita e indefensa se la llevó con caja y
todo a su departamento. Recordó que al tomarla en los brazos le llamaron la atención sus patas tan largas,
con relación a su cuerpo y que al verla caminar se le ocurrió llamarla
Mistinguett, como una actriz y bailarina francesa muy famosa, dijo, de la primera mitad del
siglo pasado, que había asegurado sus piernas en un millón de francos.
Al oír esto, yo que soy gardeliano,
pude añadir un vocablo a la historia: conozco la existencia de La Mistinguett, le
dije, fue una bailarina del Paris cabaretero
del siglo XX, cuyo verdadero nombre era Jeanne Bourgeois. Sé de ella porque en el año 1929 Carlos
Gardel, que se encontraba en Paris,
intervino en un festival donde actuaron
figuras relevantes como, La
Mistinguett y Maurice Chevalier. También compartió cartel
con ella en Niza, donde Gardel conoció a Charles Chaplín.
Al comprobar que yo tenía
conocimiento de la existencia de su coterránea y había agregado a su relato un
pequeño detalle, se le iluminó la cara, la vi reír abiertamente y sin dejar de
mirarme dijo:
—¡Sabía que eras capaz de hablar más de cuatro
palabras! También yo me sorprendí. Hacía mucho tiempo que nada me conmovía,
nada me llamaba la atención. De todos modos esa noche, en el bar de 18 de Julio
y Julio Herrera y Obes, junto a aquella
muchacha veinteañera que hablaba sin
parar, contándome su vida, como si fuese
yo un joven como ella y no un viudo que había pasado los cincuenta, sentí como
si algo en mí volviera a renacer. Volviera a tener presencia.
En ese primer encuentro hablamos
mucho, Madelein me contagió su magnetismo y yo también le conté parte de mi
vida. La noche se alargaba y seguía su curso, fue entonces cuando ella me
invitó a tomar un café en su departamento.
—Vamos —
dijo—, me gustaría que conocieras a
Mistinguette. Yo no quería ir, ni quería
quedarme. Me di cuenta entonces que el vivir aferrado a un recuerdo me había
hecho perder la seguridad en mí mismo, que siempre había ostentado frente a las
mujeres. También pensé que el hecho en sí, no
comprometía en nada mi decisión de vivir solo. De modo que acepté y nos
fuimos caminando a su departamento que,
extrañamente, estaba ubicado en uno de
los edificios de la circunvalación de la plaza Zabala, en plena Ciudad Vieja.
Creo que mientras caminábamos me
pregunté hacia dónde pensaba ir cuando me interceptó en la plaza para
preguntarme por la calle Río Negro. De todos modos, ella a mi lado hablaba
tanto que me distraje y no le pregunté. Después, ya no tuvo importancia.
Cuando llegamos al apartamento era
pasada la medianoche. Hacía mucho frío y un viento huracanado soplaba sin tregua desde el mar. El apartamento
de Madelein era pequeño pero muy confortable. Tenía un solo dormitorio y un
living muy espacioso con muebles, alfombras y muchos adornos. La joven encendió
la calefacción, puso un disco con música lenta y preparó café. El ambiente
estaba dado. Ya nos conocíamos. Nos encontrábamos solos en la penumbra de
aquella habitación. No cabían las
palabras.
Esa noche inauguramos una relación apasionada. Yo,
reacio, seguro de que esa relación no
perduraría. No sucedió así y ella, con el tiempo, fue enamorándose de mí.
Deseaba casarse conmigo y que fuésemos a vivir a Francia, cuando ella cumpliera
el plazo de su estadía en Uruguay. Yo no sé si llegué a amarla realmente, si la
amé y no quise perjudicarla o si simplemente tuve miedo y no me animé a seguir
la vida con ella. Madelein era muy joven, muy hermosa, alegre y llena de vida.
Vivía la vida soñando con el futuro, con hijos. Yo ya era el futuro, le llevaba más de veinticinco años, no albergaba venideras
expectativas. Se lo decía. Que
necesitaba a su lado un hombre joven como ella, con sueños, con
esperanzas. Pero no ponía atención, no creía lo que le decía. Entendía que la
felicidad no está en la edad que pueda uno tener, sino en desear o no ser
feliz.
Vivimos poco más de un año juntos y
separados. Un poco en mi casa y un poco en la casa de ella. Un día le avisaron
de Francia que tenía que volver a su anterior empleo en París. Lloró como una
niña rogándome que fuera con ella. Diciéndome que si prefería, renunciaba a su
empleo y se quedaba conmigo, que estaba
segura de que yo la amaba, que no me cerrara al amor. Más de una vez
estuve a punto de pedirle que se quedara conmigo. Más de una vez, por no verla
llorar, estuve en un tris de decirle que iba con ella. Más de una vez. Y me
contuve.
Madelein se fue una primavera llevándose a Mistinguett y yo
me hundí en la soledad y en la amargura.
Durante mucho tiempo me escribió cartas desde Francia, que nunca contesté. Hace
unos años recibí la última donde me anunciaba su próxima boda. No volvió a
escribir. Nunca más.
Hoy que han pasado tantos años de aquellos días de amor
apasionado, sigo pensando que hice bien en no permitir que Madelein se atara a
mi amargura. No hubiera sido feliz a mi lado. Ella fue una lucecita que alumbró
mi vida en el momento en que más solo y perdido me encontraba. Yo no cambié, no
hubiese cambiado nunca. Soy un tipo triste, solitario. Me regodeo con mi
soledad. Sigo añorando la esposa que perdí, rehúso que otra mujer borre su
recuerdo. Ni siquiera una mujer que me amó y pude haber amado. Vivo solo, no
acepto a nadie a mi lado. No necesito a nadie. En mi casa sólo tengo una gata
que apareció hace un tiempo. Una gata negra, con el bigote y las patitas
blancas. Al principio traté de echarla, de dejarla afuera, pero se empecinó
tanto, tanto, en quedarse, que al final la dejé. Por un recuerdo querido que
guardaré para siempre, de nombre le
puse: Mistinguett.
Ada Vega, 2011 - Garúa: http://adavega1936.blogspot.com/
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