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viernes, 4 de septiembre de 2015

Para que un hombre me regale rosas


  Mientras atravesaba los pasillos del hospital, el deseo de llegar cuanto antes a la sala de maternidad le trajo vívido el recuerdo de su amiga Isabel. Sus vidas tan opuestas se habían cruzado un día y sólo la sensibilidad de ambas pudo trenzar un camino de amistad y cariño, que las uniría mientras anduviesen por la vida.

Isabel fue la tercera de once hermanos de padres distintos. Había nacido en un barrio pobre, más allá de las veredas embaldosadas y las calles con asfalto de los barrios obreros.

Allí, donde se hacinan las casillas de lata como protegiéndose unas a otras de las lluvias, los fríos invernales y la indiferencia. En una faja de tierra ruin y agreste, buena para nada, con gurises barrigones jugando en las calles de tierra, y perros famélicos echados al sol.

A su madre, nacida en pueblo del interior, la trajo un día un matrimonio joven hijos de estancieros para trabajar en su casa de criada cuando aún no había cumplido los doce años. Antes de los catorce quedó embarazada de uno de los hijos del matrimonio, de modo que la familia, para evitar el escándalo, decidió que no podía tener en la casa una chica tan descocada. Solo por humanidad le permitieron quedarse en la pieza del fondo hasta que naciera el niño. Y una tarde, con el hijo envuelto en un rebozo y un atado con su ropa, subrepticiamente, la echaron a la calle. Allí empezó su peregrinación y su bajar de los barrios altos, con vista al Río de la Plata, hacia los barrios bajos más allá de la bahía.


Al principio le dio cobijo un muchacho muy joven que trabajaba en un almacén; le hizo una casilla y tres hijos, pero un día descubrió que el amor es efímero y que a la pasión la mata el llanto de cuatro gurises con hambre, cuando la plata brilla por su ausencia. Le faltó coraje para enfrentar la situación que ayudó a crear por lo que, antes de cumplir los veinte años, abandonó la casilla, su mujer, sus hijos y el barrio de las latas.

Después, mientras fue joven, sana y trabajadora, no le faltó quien se le arrimara con promesas o con embustes, y ella aceptara con cama adentro, o con cama afuera, con la ilusa esperanza de formar una familia estable.

Y así fue coleccionando hombres que pasaron por su cuerpo, y la sembraron de hijos que mamaron de sus pechos y la secaron en vida, consumiéndola, luego de vivir once años embarazada y cumplir sus veintiséis de vida rodeada de once hijos, pero sin hombre.

A la edad en que muchas mujeres comienzan a disfrutar de su maternidad ella ya estaba de vuelta, cansada de parir, de amar y ser usada. Harta de limpiar casas ajenas para darles a sus hijos de mal comer. Cansada de un cansancio que le nacía de adentro, de sus entrañas. Consciente de que, perdida su frescura y su juventud y con once hijos que alimentar, jamás encontraría un hombre que la amara por ella misma.

II

Así creció Isabel, ayudando a criar a sus hermanos entre las idas y venidas a la escuela, fregando pisos y haciendo mandados a las familias del barrio asfaltado. Y al igual que su madre, antes de que sus caderas se redondearan y los senos se pronunciaran bajo su blusa, ya el primer hijo se anunció en su vientre. Y cuando nació, el niño fue para ella un hermano más para criar y no se sintió ni triste ni contenta, porque todo era así en su mundo y ella lo veía natural. Hasta que un día conoció a un muchacho que por primera vez le habló de amor y, seducida, sin pensar en nada pues no tenía en qué pensar ni qué perder, se despidió de su familia y se fue a vivir con él.

Se hicieron una casilla de latas y vivieron ese amor que se vive solamente una vez. Con la pasión desbordada de la primera juventud, que aún sigue creyendo que el amor es eterno, y que para vivir alcanza con saber respirar. Aprendieron a conjugar el amor en todos los tiempos y con sana inexperiencia, intentaron formar una familia y recorrer juntos el arduo camino de la convivencia. Pero la vida es un castillo de naipes. Al soplar la primera brisa, dejó una huella amarga de sueños incumplidos.

No se sabía muy bien en qué trabajaba el muchacho. Vivieron juntos cuatro años y cuatro hijos. Un día se lo llevaron preso. Lo caratularon: Robo a mano armada. Los años de espera se hicieron largos, los niños tenían que comer y la vida llama. Cuando el muchacho salió de la prisión Isabel tenía dos hijos más y otro hombre. Aunque el nuevo compañero no pudo con la carga de siete hijos y la mujer. Una noche salió a dar una vuelta y no volvió. De tal modo que Isabel volvió a quedar sola.

Después, de cada amor que conoció tuvo un hijo, aunque nunca más con cama adentro. Y no porque no anhelara despertar en las noches con un hombre tendido a su lado para amarlo y ser amada. Ella tenía fibra y necesidad de un compañero que la contuviese. Solo que al fin comprendió que su destino era seguir sola, pues jamás encontraría en este mundo un valiente que cargara con ella y por añadidura con toda su prole. Abandonó la peregrina idea de conseguir un nuevo amor y se resignó, con sabiduría, a su viudez de afectos dedicándose por entero a la crianza de sus hijos y a trabajar para ellos con paciencia y hasta con cierto buen humor.

IIl

Mariana llegó a la sala de maternidad donde doce mujeres, unas a menor plazo que otras, aguardaban el momento de dar a luz. Recorrió las camas con la vista hasta que divisó a Isabel, al final del pasillo, conversando con un hombre joven que, sentado al borde de su cama, mantenía entre las suyas las manos de la muchacha. A Mariana no le gustó el aspecto del hombre quien, cubierto de cadenas y anillos, dejaba entrever cual era su profesión. Se acercó a ellos con cierta reserva para comprobar la felicidad reflejada en el rostro de su amiga. Indudablemente éste era el compañero de quien le hablara en los últimos tiempos y el padre del niño que esperaba. En ese momento, detrás de una camilla, llegaron los enfermeros para conducirla hasta la sala de partos. Él la besó, le dijo que la amaba, y ella, en medio de los dolores que la acuciaban, ensayó su mejor sonrisa.

lV

Los padres de Mariana pertenecían a familias de ganaderos del litoral. Familias muy católicas quienes, al llegar sus hijos a la edad escolar, los enviaban a Montevideo en calidad de pupilos a los mejores colegios religiosos. En esas condiciones vino Mariana apenas cumplidos los cinco años, al Instituto María Auxiliadora de las Hermanas Salesianas. Hecho que la salvó de seguir vestida de Santa Teresita, única vestimenta que por una promesa hecha por su madre a la Virgen María cuando nació, le fue dada usar. Por ese motivo, anduvo la criatura con un pañuelo atado en la cabeza, y envuelta en un rebozo negro que daba pena verla. Después del año fue peor pues la niña, que empezaba a caminar, estrenó su primer hábito y su toca blanca debajo del velo negro. Para los tres años le agregaron la pechera blanca, un cordón en la cintura y un tiento negro al cuello con el crucifijo de metal sobre el pecho. Tiento que se le enredaba en cuanta cosa de menos de un metro hubiera a su entorno.

De todos modos la promesa no se pudo cumplir hasta el final debido a que las monjas, cuando vinieron a anotarla como pupila con la condición de que se le permitiera seguir vestida de santa, lo prohibieron terminantemente argumentando que la cuota de santos y santas ya estaba cubierta. Pensaron acaso que a San Juan Bosco, fundador de la congregación, no le iba a hacer mucha gracia ver a la mística carmelita francesa recorriendo un convento salesiano. Fue así que Marianita colgó el hábito a los cinco años, y entró como pupila en el grupo de las más chiquitas. Con una Hermana muy joven de asistente que le enseñó a hacer su cama, a bañarse de camisa y estar presente con todas sus compañeras para la misa de seis.

Apenas cumplidos los siete años tomó la Primera Comunión. Completó la primaria, la secundaria y el magisterio. Salió a los diecinueve años llevando al cuello la cinta celeste de las Hijas de María Auxiliadora, con los Diplomas de Profesora de Piano, de francés y el Título de Maestra. Diplomas que nunca tuvo necesidad de usar pues la niña, claro está, no había sido enviada a estudiar con el fin de conseguir un buen empleo, sino solamente para adquirir cultura.

V

Mariana se casó a los veinte años con el hijo de unos vecinos, también ganaderos de sus pagos del litoral, que cursó estudios de Derecho en la Universidad de la República y, que al recibir su título de Abogado, decidió radicarse en la capital para ejercer su profesión con más comodidad. Se compraron una casa magnífica, en uno de los mejores barrios de Montevideo, frente al río color de león y el joven abogado abrió su estudio en los altos de un edificio de la Ciudad Vieja con enormes ventanales hacia el Puerto, la Bahía y el Cerro de Montevideo.

El matrimonio de Mariana fue programado con antelación por los padres de ambos, para unificar apellidos, fortunas y educación. Los muchachos criados en ese ámbito cumplieron al pie de la letra. Él se dedicó a su estudio y a sus relaciones, y ella a criar un par de hijos y regentar la casa. Y hasta fueron felices. Su marido no dejó pasar jamás un aniversario de boda sin regalarle la esclava de oro y en cada nacimiento de sus hijos le obsequió un anillo con un brillante. En su cumpleaños, en el Día de la Madre, en Navidad y Año Nuevo recibió flores de parte de su marido, enviadas por su secretaria, quien nunca dejó pasar fechas ni momentos especiales del matrimonio, sin la consabida atención. Sin embargo un día, con los hijos ya grandes a punto de terminar sus estudios terciarios y la casa llevada perfectamente por más empleadas de las necesarias, Mariana cayó en la cuenta de que nadie la necesitaba. Comprendió entonces que llevaba una vida ociosa y decidió buscar algo en qué emplear su tiempo.

Una tarde en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde concurría con cierta asiduidad, conoció al padre Antonio, cura de una parroquia de un barrio muy pobre, quien andaba siempre pidiendo ayuda, comida, ropa y todo lo que le pudieran dar pues sus pobres, como él mismo decía, apenas eran dueños del aire que respiraban.

Mariana se interesó por la obra del padre Antonio y quiso saber más de ella. El sacerdote la invitó entonces a visitar su parroquia y, una tarde Mariana recorrió las calles de un barrio desconocido. Primero las casas bajas con fondo y jardín al frente, con niños jugando en las veredas y vecinas conversando apoyadas en la escoba. Y después más allá, donde termina el asfalto, donde el agua se consigue en las canillas municipales y a la luz eléctrica hay que robarla del alumbrado público. Donde por las calles de tierra andan juntos buscando algo que comer, caballos, perros y niños; las casillas de latas guardan mujeres grises, hombres sin presente y niños sin futuro. Barrios apartados de la sociedad, abandonados, olvidados de Dios. Si es que Dios existe.

Vl

El padre Antonio le contó a Mariana de la actividad que desarrollaba su parroquia con los habitantes del lugar. Que no era mucha, le dijo. Las donaciones eran escasas y la Iglesia no tiene fondos (?). Por lo tanto, él trataba de brindarles a los niños una comida diaria hecha por las mismas madres en el comedor de la iglesia. Le dijo que necesitaría más gente que colaborara, para enseñarles cosas fundamentales como la higiene, por ejemplo, a pesar de que él entendía que si no tenían para comprar un pan, mal podían gastar en un jabón. Mariana empezó yendo a la iglesia una vez por semana a colaborar con el padre. Enseñó a cocinar, a usar los distintos utensilios de la cocina, a lavar y coser la ropa que les donaban. Les habló de la higiene diaria, de visitar al médico periódicamente y de la importancia de vacunar a los niños. Fue maestra de catequesis para darle una mano a Dios y de paso recordarle al Creador aquello de: “Dejad que los niños vengan a mí” que un día, en tierras de Judea, les dijera a sus discípulos. Y terminó siendo una Madre Teresa consultada para todo. Con el tiempo se hizo amiga de esas mujeres tan distintas a ella en su hacer y fue su confidente y consejera. Una de esas mujeres era Isabel, quien fue la primera en aceptarla como conductora del grupo así como en contarle su vida, con sus errores y desaciertos.

Cuando Mariana conoció a Isabel ésta tenía nueve hijos y no tenía ni quería compañero. Tenía un hijo en la Cárcel Central por rapiña, dos en el reformatorio, cuatro en la escuela donde, también, almorzaban y dos en la guardería que se había armado en la iglesia del padre Antonio para cuidar a los niños cuyas madres trabajaban. Entonces, Isabel, era cocinera de un restaurante. Buena cocinera. Había entrado para ayudar en la cocina y allí aprendió el oficio. Fue tal su dedicación y su deseo de aprender que, cuando la antigua cocinera se retiró para jubilarse, quedó ella en su lugar por mérito propio. Descansaba los mismos días que Mariana iba a la Parroquia, así que juntas ayudaban en la cocina, lavaban y cosían ropa que luego repartían. Cuando a mediatarde, finalizada la jornada, se iban todos los chicos y sus madres, ellas se sentaban en la cocina, tomaban té y conversaban. En esas tardes Isabel fue contándole a Mariana cómo había ido llevando su vida; similar a la vida de todas las mujeres del barrio de las latas.

Vll

Cuando la puerta de la sala de partos se cerró tras la camilla de Isabel, Mariana le comunicó al compañero de su amiga que iría a dar una vuelta por su casa y regresaría más tarde. Volvió a atravesar los pasillos del hospital y bajó las amplias escaleras de mármol. Caminó unos pasos hacia su auto y sintió con agrado, sobre el rostro, el viento fresco que soplaba del mar. Recordó entonces la primera vez que Isabel le hablara de su pareja. Ese día llegó con la mirada vivaz y más parlanchina que lo habitual. Se acercó a Mariana y le dijo:

¡Ni te imaginás lo que tengo para contarte! Mariana pensó que por lo menos no era una nueva tragedia. Cuando al fin pudieron conversar Isabel le dijo: No sabés Mariana, ¡conocí al hombre de mi vida! Mariana le contestó con un hilo de voz: —Isabel... —Ya sé, ya sé, no me digas nada—, se excusó Isabel. —No es lo que estás pensando. Esto es distinto, no sé como explicarte, mirá. Es algo que nunca me había pasado antes. Como un relámpago sabés, como un regalo. Eso, como un regalo. Lo conocí en el restaurante, viene siempre a cenar. Yo sabía que me miraba, pero los tipos siempre me miran. Yo no les doy bolilla. ¡Qué les voy a dar! Si llegan a saber que tengo nueve hijos, ni las propinas me dejan. Pero esto es otra cosa. Este hombre me empezó a mirar y a mirar, y a mí me empezó a gustar, pero pasaba el tiempo y no me decía nada. Y yo empecé creer que le gustaba mirarme no más. Pero la otra noche cuando salí me estaba esperando. ¡Cuando lo vi me dio una cosa...! Me habló con palabras tan lindas, si vieras. Como nunca me habían hablado antes. Nunca, de verdad... y bueno… ¡vos sabés cómo son estas cosas! ... bah, vos la verdad que se diga, no sabés mucho lo que son estas cosas. Pero bueno, yo le dije de entrada que tenía nueve hijos. ¡No sabés Mariana! ¡Se quedó helado el hombre! No hablaba. Pero yo no me iba a hacer la viva, vos sabés que a mí me gustan las cosas claras. Y yo a mis hijos no los voy a negar. Así que si había que cortar, cortábamos ahí no más y chau. Pero no, vos sabés que cuando reaccionó me dijo que qué suerte tenía yo de tener hijos, que él no tenía ninguno. Mirá vos. ¡Estoy tan contenta...!

¿Qué podía decirle Mariana, que la vida ya no se lo hubiese dicho con creces? ¿Tenía acaso el derecho de retacearle a su amiga la felicidad que estaba viviendo? Sólo pudo recomendarle: Cuidate Isabel, más hijos no, por favor. Ante lo cual la amiga le contestó sin dudar: ¿Qué hijos? ¿estás loca ? Esto es otra cosa te dije. ¡Otra cosa...!

VIII

A Mariana el aspecto del compañero de Isabel no la dejó muy tranquila. Y en cierto modo no se equivocó. Aunque ella mantuvo sus reservas, la realidad no demoró mucho en darle la razón. Según se supo después, el muchacho formaba parte de una banda de traficantes de alto vuelo con sede en Europa. Era soltero, no tenía hijos y sus domicilios figuraban en Montevideo, Buenos Aires y Munich. Su amor por Isabel fue sincero. Nunca vivieron juntos, tal vez para no comprometerla. Reconoció a su hija y ayudó a Isabel económicamente al punto de comprar, para ella y sus hijos, una casita de material en el barrio asfaltado. Y así hubiera terminado la historia si una noche, en Milán, no hubiese caído en un enfrentamiento con una banda contraria dejando sin su apoyo, en Montevideo, a Isabel y su hijita de seis años. Pero eso sucedió mucho después.

Mariana volvió esa misma noche al hospital. Cruzó los pasillos y llegó a la sala donde Isabel estaba con su beba. Se detuvo a la entrada. La niña dormía en la cuna. Isabel se encontraba sola sentada en la cama, abrazaba junto a su pecho, un ramo de rosas . Estaba hermosa, con el cabello negro sobre sus hombros, con un brillo de lágrimas en los ojos y una sonrisa flotando en su cara. Emocionada, al verla, Mariana comenzó a caminar hacia ella. Fue entonces que escuchó de su amiga aquel comentario que golpeó fuerte y que jamás olvidaría:

— ¿Te das cuenta Mariana?,
¡Tuve que tener diez hijos, para que un hombre me regalara rosas...!


Ada Ve
ga, 2001

lunes, 31 de agosto de 2015

Como debe ser


     Dicen los que estaban que a Rudesindo Ordóñez lo mataron mal. A traición, dicen. Por la espalda. Que esa es mala manera de matar y de morir. No se debe.  No señor. Es por eso que en las noches sin luna, cuando al campo lo abruma la oscuridad y sólo se escuchan las lechuzas chistando al pasar, más de uno comenta que ha visto al Rudesindo montando un tubiano con ojos de fuego, cruzar al galope y perderse en la nada. Justo por donde uno menos quisiera encontrarlo. También dicen, los que saben de muertos y aparecidos, que mientras vivan los hermanos  Gomensoro su pobre alma en pena andará en la huella como  una luz mala. Rondando.
Rudesindo era un mozo indómito. Negado para el trabajo. Vivía en el trillo carneando ajeno. Libre y solo sin marca ni lazo que lo sometiera. Hábil para el juego y buen jinete; bailarín, payador y mujeriego hasta el tuétano. Su fama de orejano, viviendo al filo de la ley, era reconocida por aquellos hombres trabajadores del campo, con poco tiempo para la diversión y menos para los sueños. Nunca ocultaron que sentían por Rudesindo cierta mezcla de envidia y desprecio. Fama exaltada, sin embargo, por las mujeres que veían en él  al trovador de buena estampa a quien todas querrían amar. Y en esa mixtura de odios y amores encubiertos, de amores robados y amores ofrecidos, transcurría la vida de aquel mozo guitarrero y cantor. De todos modos, acostumbrados en el pago a la presencia del muchacho que había quedado huérfano desde muy chico, los vecinos toleraban su vagancia y era, junto a su guitarra, el convidado de piedra en cuanta reunión hubiese por los alrededores.
Es sabido que en casi todos los enfrentamientos entre hombres, las mujeres han tenido algo que ver. Y en esta ocasión parece que también por faldas fue el asunto. Así cuentan los que cuentan  en pagos de Treinta y Tres.
Al norte de Valentines, tirando para Cerro Chato,  tenían los Gomensoro una hacienda bastante próspera dedicada a la cría de merinos. El matrimonio tenía cuatro hijos, tres varones y Adelina, la menor. Una muchacha muy bonita y avispada. Ese año, para la zafra de primavera,  el patrón había contratado  una comparsa de gente del lugar muy baqueana para el trabajo de yerra y esquila. Junto a esa gente se encontraba Rudesindo Ordóñez que, al final de la jornada, entre mate y caña, cantaba valsecitos  y vidalas con voz ronca y bien entonada. Adelina, la hija de los Gomensoro,  ya había oído ciertos comentarios sobre la vida disipada que llevaba el  muchacho, y  no pudo resistir la curiosidad de  conocerlo.  Una mañana, con el pretexto de cebarle unos mates al padre, se acercó a la gente que estaba en plena faena y allí lo vio. Según dicen los que estaban  Rudesindo ni se fijó en ella. Tal vez la vio como la gurisa que era no más y ni corte que le dio. Sin embargo ella, por el contrario, quedó con la cabeza llena de pájaros y prendada del  mozo y, mujer al fin, comenzó a maquinar el modo de atraer al muchacho para que se fijara en ella.  El asunto fue que una vez terminada la zafra, después de una fiesta de asado con cuero, vino y empanadas, los contratados se fueron cada cual por su lado. También se fue el cantor, que con unos pesos en el cinto y su guitarra requintada,  salió en su flete a recorrer el pago, visitar boliches y refistolear mujeres. Entre guitarreada y copas fueron transcurriendo las horas. Era ya pasada la media noche cuando llegó a su rancho. Recostada en los eucaliptos una luna amarilla lo  observaba distraída. No había abierto la tranquera cuando el galope de un caballo, que se acercaba, lo puso en guardia. Quedó a la  espera junto al alambrado, hasta que un tordillo oscuro se detuvo y de un salto desmontó Adelina con un lío de ropas colgando del brazo. Rudesindo no la dejó llegar a la portera, la paró ahí no más, y le preguntó asombrado: ¿Y vos qué andás haciendo a estas horas? Me vine, le contestó ella. ¿Cómo que me vine? ¿A qué te viniste? A quedarme con vos, afirmó la muchacha. ¿A quedarte conmigo? ¿Estás loca vos? Vine pa´ser tu mujer. Pa´quedarme en tu rancho. Si la situación no hubiese sido  tan seria, Rudesindo habría pensado que aquello era una broma. De todos modos, no quiso seguir escuchando y le gritó enojado: ¡ Caminá gurisa, andá a terminar de criarte que, en su momento, algún mozo te va a pedir pa´casarse contigo como se debe. ¡En menudo lío me metés si tu padre y tus hermanos te encuentran aquí! Y no te aflijas porque vivo solo. El día que quiera mujer en mi rancho, yo mismo la voy a traer. Ahora subí a tu caballo que te voy a llevar de vuelta, no está la noche como pa´que andés sola por ahí... ¿Y ahora qué te pasa? ¿Por qué te ponés a llorar?...¡Muchacha del diablo!...¡Mocosa mal criada!
Llegaron a la hacienda de los Gomensoro entrada la madrugada. El sol empujaba un montón de nubes, que se iban deshilachando, para darle lugar. De lejos se veía en la estancia mucho movimiento. Rudesindo dejó a Adelina junto a la portera grande y se fue en un trote lento. El padre y los hermanos fueron a alcanzarla. Ella seguía llorando, a moco tendido, como si la hubiesen violado. Los cuatro muchachos se quedaron mirando al jinete que se alejaba...
Esa noche, en el boliche, el Rudesindo acodado en el mostrador tomaba su caña.  Conversando con el turco le había dicho que andaba con ganas de levantar vuelo, dejar Valentines por un tiempo, subir hasta el norte, cruzar el Olimar, llegarse hasta Tupambaé y quién sabe tal vez, largarse hasta Cerro Largo. Y no estaba lejos, no más, de que lo hiciera en los próximos días.
Los hermanos de Adelina llegaron antes de la medianoche, se detuvieron en la puerta, vieron al Rudesindo fueron hacia él y lo cosieron a puñaladas. Por la espalda fue. A traición. Sin que el hombre se pudiera defender. Lo mataron para vengar la honra de una mujer a la que él, ni llegó a conocer.
Muchos en el pago piensan que Adelina fue la excusa, no la causa, de la muerte de Rudesindo Ordóñez. Que aquellos hombres atados al trabajo de la tierra y a sus costumbres, mataron en Rudesindo lo distinto. La libertad de pájaro, su estampa y su fama. Ahora podían dormir tranquilos. Ya no había guitarrero enamorando mujeres, ni ganador en el juego, ni orejano viviendo al costado de la ley. Estaba cada cosa en su debido lugar. Como siempre había sido. Como debe ser.

Ada Vega - 2003 - Garúa: http://adavega1936.blogspot.com/