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miércoles, 16 de septiembre de 2015

Cartas para Lucía




        Si de algo careció  Lucía a los veinte años fue de  gracia, belleza. Sensualidad. No era, ni cerca, como las muchachas que al atardecer  paseaban del brazo por la plaza,  y al cruzarse con los jóvenes del pueblo bajaban los ojos con  recato.
Ni como las empleadas de la fábrica “Las Marías” seis cuadras después del puente, que en cada turno circulaban en grupos vestidas con overoles azules, comiendo maníes tostados en cucuruchos de papel de diario.  Siempre  alegres, y sonriendo con picardía a los muchachos que al pasar  las piropeaban.
Recién cumplidos los diez años  Lucía quedó huérfana de padre y con sólo quince años perdió a su madre quien al morir,  dejándole la casa de herencia y una pensión de por vida, le delegó  la  tarea de velar por sus hermanos.
En esos días de luto  —según dijo—,  para acompañarlos y darles una mano, llegó una tía a vivir con ellos hasta que pudieran arreglarse solos.
La tía que vino por un tiempo no aportó ni trabajó nunca, molestaba más que servir para algo, y recién se fue de la casa cuando años más tarde la parca se la llevó.
 De manera que Lucía con sus quince años  y mientras sus hermanos terminaban de criarse, cargó con la casa y se dedicó  a lavar, limpiar y cocinar para todos. Así lo hizo mientras la tía tejía y miraba televisión y los dos varones, terminados sus estudios, se pusieron a trabajar.
 Siempre había pensado en dedicarse un poco a ella cuando sus hermanos se casaran o se fueran de la casa. Pero los muchachos resultaron reacios al matrimonio y permanecieron aferrados a la casa paterna  y a  su alma.
Los años inclementes fueron pasando. Las hojas del almanaque se llevaron su juventud y con ella la esperanza de encontrar el amor. Si bien es cierto que nadie nunca le pidió matrimonio también es cierto que ella desde su ostracismo, nunca miró hombre alguno.
De modo que al cabo del tiempo se fue convirtiendo en una mujer gris. Con una grisura que afloraba desde su interior.
Despojada de toda coquetería, su feminidad se reducía a mantener la pulcritud de su persona. Ajena al uso del maquillaje, peinaba su  cabello  negro y lacio recogido en un moño sobre la nuca. Conciente o no, logró que su paso por la vida pasara inadvertido. Fue así que un día, a fin de vencer la soledad y el encono que le producía el haberse convertido en la solterona del pueblo, comenzó a recibir y contestar cartas de un misterioso enamorado creado por su imaginación.
Enamorado que fue perfeccionando  tanto en sus misivas que un día se le apareció en cuerpo y alma.
Sin darse cuenta  había dejado pasar la juventud, los días en que el Amor se respira en el aire. Lucía nunca se cruzó con él, y llegó a la plenitud de su vida sin amor y sin sexo. De todos modos un día entendió  que no era demasiado tarde y se dispuso a buscar y encontrar  al hombre que, según ella, estaba esperándola en alguna parte. Carente de afecto y de ternura necesitaba sentirse amada y deseada por un hombre. Entonces recibió la primera carta:

Srta. Lucía:
              Usted no me conoce. Soy un hombre que desde hace mucho tiempo está enamorado de usted. No he tenido oportunidad de hablarle a pesar de habernos cruzado muchas veces, por ese motivo le escribo esta carta.
Me llamo Albérico Alonso, tengo 58 años y soy viudo. No tengo hijos. Vivo en el Nº 3520 de su misma calle. Me gustaría que nos encontráramos  para conversar. Contésteme por favor. Déme la oportunidad de conocerla. Ya sabe mi dirección. Afectuosamente
                                           Albérico Alonso

La carta con su nombre y dirección se encontraba en el buzón de la entrada, cuando uno de los hermanos al volver del trabajo la encontró.
—De quién es  —le preguntó al entregársela.
—Cómo voy a saber si aún no la he abierto —le contestó
Leyó con tanta emoción como si aquella misiva fuese en realidad de un extraño, y sintió que el corazón latía  como alocado. Esperó un par de semanas y contestó:
  Sr. Albérico Aloso
De mi mayor consideración:
                                 Hace unos días recibí su carta. He dudado mucho en contestarla. No sé si es una broma o usted realmente existe. No sé quién es, no he intentado averiguarlo pese a dejarme sus dato y dirección.
Desconozco a qué o a quién estoy enfrentándome, pero créame que ha despertado mi curiosidad. No sé de qué pudo usted enamorarse, como dice.
Tengo en mi habitación un gran espejo que diariamente me recuerda que no soy joven ni hermosa. Le agradezco sus conceptos, pero no creo que vernos resuelva esta extraña situación. De todos modos lo saludo atte.
                                                                   Lucía Rivero

Cerró el sobre, escribió la dirección que le dejara Albérico y la guardó junto a la primera carta que hizo y recibió. A los pocos días una nueva carta  aguardaba en el buzón.
Cada carta que recibía iba transformando su carácter y su presencia. Se la veía más alegre, más cuidada. Feliz. Casi hermosa. Esa relación escrita se mantuvo poco más de un año. Los hermanos, que creían que efectivamente  las cartas las enviaba un admirador, no entendían por qué Lucía se negaba a conocer al hombre que, según ella misma contaba, era una persona de bien. Mientras las cartas, atadas con una cinta roja,  se fueron sumando guardadas en un cajón de la cómoda.
Un día Lucía comenzó a no saber con exactitud dónde dejaba los lentes, el monedero, los recibos para pagar las cuentas de la casa. A sentir inseguridad para caminar. De todos modos seguía escribiendo y recibiendo cartas. Hasta el día que Albérico se presentó en su casa.
Se encontraba preparando la cena para sus hermanos que aún no habían llegado, cuando oyó el timbre de la puerta de calle. Se apresuró a abrir y allí se encontraba Albérico.
—No podemos seguir así  —dijo el hombre—, no somos niños. No tenemos la vida por delante. ¡Quiero que vivamos juntos!
 Lucía lo invitó a entrar. Conversaron mucho, hasta la media noche. Desde entonces todos los días llegaba el hombre a conversar y hacer proyectos. A veces de mañana, otras al medio día. Y muchas veces de noche en que se escuchaba la voz de Lucía en continuo coloquio, hasta entrada la madrugada.
Decidieron vivir juntos y para siempre cuando los hermanos, luego de varias consultas médicas la internaron en un sanatorio para enfermos mentales. Albérico se fue con ella. Vivieron juntos hasta la mañana del invierno aquel,  en que Lucía no despertó.


Ada Vega - 2010

lunes, 14 de septiembre de 2015

Amor es un algo sin nombre


       Los sábados en el club de mi barrio se organizaban bailes entre los vecinos.
Don Pedro, el albañil que vivía en  la otra cuadra, traía  una victrola RCA con trompeta y una manivela que había que girar continuamente para poder escuchar unos discos de pasta,  que llevaban una grabación de cada lado. También era el encargado de pasar los temas y dar vuelta o cambiar los discos  tras cada  canción.
En aquellos años la música que  escuchábamos en la radio y que se bailaba, era de las Orquestas Típicas que interpretaban tangos, milongas y valses; las Orquestas Características con pasodobles y foxtrot,  y las Orquestas de Música Romántica Tropical también llamada música lenta.
Las personas que concurrían a esos bailes éramos siempre los mismos, matrimonios con sus hijos pequeños, y los jóvenes,  chicas y chicos, que habíamos crecido juntos. Rara vez llegaba al baile algún desconocido. Cuando sucedía era porque venía acompañado de algún vecino.
Las diversiones para nosotras  eran escasas, aparte de ir a la playa y los sábados a bailar, podíamos casi todos los domingos pasar la tarde en el  cine. Íbamos en barra y nos sentábamos todas en la misma hilera, siempre en las mismas butacas. Masticábamos chicles y comíamos Po acaramelado durante toda la función.
Un sábado de baile a  fines del invierno llegó el hermano de una de mis amigas, con un compañero de trabajo. El joven venía por primera vez, cuando entró recorrió con sus ojos todo el salón. Su presencia me impactó. Se quedó a un lado de la pista conversando con unos conocidos.
Al empezar la típica salí a bailar con Adolfo, un muchacho con el que siempre bailaba el tango, pasé  al lado del forastero y lo miré, él no me vio. Ni se enteró.
 Al finalizar la típica hubo un descanso, salí afuera con mis amigas y nos sentamos a conversar. Cuando volvimos había comenzado la música lenta. No volví a verlo  y no me importó. Di media vuelta al salón y me quedé junto a una amiga que no bailaba.
 Entonces lo vi venir se detuvo a mi lado y me invitó a bailar, antes de reaccionar ya estaba en sus brazos. En el disco Chavela Vargas cantaba: “yo estoy obsesionado contigo y el mundo es testigo de mi frenesí y por más que se oponga el destino serás para mi, para mí”.
 Sentí tal felicidad que pensé que Chavela cantaba  para mí. Me enamoré del forastero con  un amor de película. En el salón sólo estábamos él,  yo y Chavela: “y por más que se oponga el destino…” recosté mi cabeza en su hombro, él apretó mi cintura, y bailando me besó en la frente.
 Nos quedamos de ver al otro día en el cine.
Estrené el conjunto Bentley que la abuela me había regalado cuando cumplí los dieciséis, y el perfume que mi madre usaba para ocasiones muy especiales.
 Mientras el corazón brincaba dentro del pecho se lo conté a mis amigas. Cambié de butaca y dejé una libre para él. Lo esperé toda la tarde mientras avanzaba mi decepción. Pero no vino. Ni ese domingo, ni nunca.
 Durante muchos sábados de baile  esperé  verlo entrar al club donde nos conocimos. Después, los años pasaron y aquello  fue sólo un recuerdo de mi primera juventud.
Cuando mi sobrina más chica cumplió los quince años los padres hicieron una fiesta preciosa. Entre el bullicio, la gente y la alegría, por sobre las mesas de invitados, mis ojos se volvieron a encontrar con sus ojos. Quedamos mirándonos.
 Él estaba en una mesa con su esposa y sus hijos. Yo en otra mesa, con mi esposo y mis hijos. Éramos en la fiesta sólo dos desconocidos
Por un segundo interminable volví a escuchar la voz de Chavela Vargas en aquel bolero: “por más que se oponga el destino serás para mi, para mí” y volví a revivir la tarde aquella  en que un  forastero, bailando me besó en la frente.
 La fiesta estaba en su punto más alto. Todo el mundo bailaba y se divertía. Sacudí  la  cabeza para librarme de recuerdos inoportunos, suspiré, y le dije a mi marido:
—Adolfo, empieza la típica…¡vamos a bailar!!



Ada Vega, 2014