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viernes, 4 de diciembre de 2015

Ofelia Bromfield




Ofelia Bromfield nació en la Ciudad Vieja, en una mansión que sus antepasados construyeron a principios del siglo XX. El primero de los Bromfield había llegado al país a fines de la Guerra Grande, con intención de invertir en la industria textil. A su llegada se instaló en la sitiada ciudad de Montevideo, en una casa de paredes muy altas y balcones con barandales de hierro, cerca del Templo Inglés hoy: Catedral de la Santísima Trinidad y sede de la Iglesia anglicana. Templo que fue construido dentro de las murallas, de espaldas al mar. Luego demolido, al comenzar la construcción de la rambla sur en la década del 20 y vuelto a construir en los años treinta, en una réplica del mismo, frente al mar, sobre la calle Reconquista.
El señor Bromfield se afincó en Montevideo y contrajo nupcias con una señorita londinense radicada en la ciudad. Fue uno de los hijos de este matrimonio quien hizo construir en la primera década del siglo XX, la mansión de la Ciudad Vieja. Heredada, por lo tanto, en línea directa, la mansión pasó a constituirse en propiedad de los padres de Ofelia Bromfield. Para ese entonces la fortuna de los Bromfield, debido a la poca visión para los negocios, había comenzado a declinar. De todos modos, Ofelia llevó allí una infancia y una adolescencia feliz. Concurrió al British School, aprendió a montar a caballo, a jugar al tenis y a nadar en todos los estilos. Se casó con un joven que fue con el tiempo copropietario de una empresa naviera y tuvo dos hijos: un hijo atorrante y una hija lesbiana. El joven atorrante era reconocido por su padre como un vago, un holgazán. Su madre, en cambio, entendía que el muchacho era un chico alegre y bohemio viviendo a pleno su juventud.
Con la hija al principio no se enteró. No se dio cuenta que los años pasaban y nunca la vio en compañía de un varón; con un compañero de clase o un posible enamorado. Comenzó a llamarle la atención cuando, ya en la universidad, la veía siempre en compañía de una chica un poco mayor que ella. Aunque no profundizó ni averiguó sobre dicha relación. Hasta que un día su hija le comunicó que se iría a vivir con su amiga.
—En pareja, le dijo. Ofelia creyó no entender, de todos modos, era una mujer inteligente.
—Cómo en pareja, le preguntó.
—Sí mamá, le contestó la joven muy segura de sí. Somos pareja hace mucho tiempo y por lo tanto resolvimos vivir juntas.
—¿Pero como...? Atinó a decir Ofelia. La chica no la dejó terminar de hablar y le dijo con cierta superioridad:
—Mamá, a mí los hombres no me atraen. No los quiero a mi lado como novios ni como esposos. No quiero que me toquen. No quiero que me violen en nombre del amor. Que me lastimen. Que con su simiente me hagan un hijo en la barriga. No quiero tener hijos, mamá. No quiero que me hagan daño. Una mujer jamás me haría daño. ¿Comprendés, mamá?
Ofelia comprendía a su hija. Comprendía lo que le estaba diciendo. Pero no la entendía. No la entendió nunca. Aceptó que se fuera a vivir en pareja con su amiga, con la esperanza, quizá, de que algún día recapacitara y se volviera una mujer “normal” que le diera nietos. Y vaya si algo así sucedió.
Habían pasado dos años cuando una tarde llegó Fernanda a ver a su madre. Llegó feliz a contarle la buena nueva:
—Vamos a tener un hijo, mamá.
Ante tal aseveración, Ofelia llegó a pensar que su cabeza comenzaba a sentir el cruel paso de los años. Que su mente ya no coordinaba como debería.
Es cierto, se dijo casi con resignación, estamos transitando el siglo XXI: todo puede ser posible. La ciencia avanza en estos tiempos con una celeridad como nunca antes. Habrá algo que no se pueda lograr en los próximos años, se preguntaba. Dejarán los hombres de ser necesarios para engendrar las nuevas generaciones. Será posible un mundo sin hombres, sin amor, sin sexo entre un hombre y una mujer. ¿No sería ya tiempo de que la Ciencia parara un poco...?
Ofelia en su confusión sólo acertó a preguntar:
—Cómo que van a tener un hijo.
—Sí, mamá, vamos a adoptar un bebé. Una chica que está embarazada y no lo puede criar, me lo va a dar.
—Y por qué no lo puede criar, quiso saber Ofelia, en parte tranquilizada.
—Porque es muy pobre y tiene otros hijos y fijate que nosotras lo podemos criar sin ningún problema. Pensamos adoptar una nena y un varón.
Ofelia no pudo disimular su contrariedad.
—Pero, Fernanda, no me dijiste un día, antes de irte a vivir con tu compañera, que no querías saber nada de los hombres. Que no querías ser violada ni lastimada, que no querías llevar un niño nueve meses en la barriga ni sufrir los dolores de parto.
—Claro que te lo dije. Y sigo pensando igual.
—Seguís pensando igual pero tenés intenciones de criar dos niños ajenos como hijos propios.
—Sí, mamá, pero yo no necesito un hombre para tenerlos.
—Tú no, pero la chica que lo va a dar a luz, sí lo necesitó. Ella para tenerlo pasó por todo lo que tú no quisiste pasar.
—Y bueno mamá, alguien tiene que tener a los bebés, no crecen en los árboles ¿no?
—No, no crecen en los árboles, por eso no es justo que una mujer tenga que dar a sus hijos para que una pareja, como la de ustedes, juegue con ellos a las madres.
—No vamos a jugar a las madres, los vamos a alimentar y a educar. Los vamos a querer mucho. No van a andar en la calle pasando frío y hambre.
—Y cuando crezcan cómo les van a decir que no tienen padre pero que, en cambio, tienen dos madres.
—No sé, mamá, no sé. Eso lo veremos después. Cuando crezcan.
Hoy, iniciado el 2012, Fernanda y su pareja tienen tres chicos. Tres varoncitos que criaron de bebés como propios. Tres varoncitos que las muchachas consiguieron legal o ilegalmente, nunca supo la abuela cómo, pero que los aceptó y los amó desde el mismísimo día en que, recién llegados, se los pusieron en los brazos.
Tres niños felices que van a la escuela, tienen un hogar con dos mamás, un tío atorrante y dos abuelos que los aman. ¿Qué pasará mañana? Qué les dirán sus madres sobre sus nacimientos. Ya se verá cuando el momento llegue.
Desde que el hombre de ciencia comenzó a intervenir en la concepción de los seres humanos por medio de la Fecundación in Vitro, la Reproducción Asistida y sin llegar a dar, por el momento, mucho asidero a la Clonación Humana no sería de extrañar que los niños, en los tiempo venideros, nacieran de un repollo.
Con seguridad para entonces no habrá necesidad de explicaciones. La vida en su andar distorsiona y da vuelta las cosas. Las cambia de rumbo. Pone al sur lo que antes estuvo al norte.
Ante estas cavilaciones Ofelia recuerda una historia que de niña le contara su abuelo paterno, sobre el Templo Inglés que los emigrantes británicos construyeron en la Ciudad Vieja allá por 1800, de espaldas al mar y frente a la ciudad y que un día lo dieron vuelta y quedó como está ahora: de espaldas a la ciudad y frente al mar.
Durante años dudó de que esa historia fuese cierta. Mire si un Templo va a girar como una noria. Sin embargo, al pasar los años y ante la evidencia del Templo Inglés construido en la Ciudad frente al mar, y unas antiguas fotos del mismo Templo de espaldas al mar, debe reconocer que lo que hoy parece imposible puede un día por astucia, por magia o por amor, convertirse en la más pura realidad.

Ada Vega, 2009 - Sígueme: http://adavega1936.blogspot.com.uy

lunes, 30 de noviembre de 2015

Para bellum


                 La Luger, apostada sobre el anaquel de la armería, observaba al hombre que acababa de entrar. De pie a cabeza. De la cabeza a los pies, lo observaba. El hombre se dirigió al encargado de ventas. Pidió ver rifles para caza mayor. Para caza de jabalíes, especificó. Bien dispuesto el vendedor se dirigió hacia una vitrina reservada, de donde retiró dos rifles excepcionales. Tomó uno de ellos con mira telescópica y culata estilo Europeo, lo apoyó sobre el amplio mostrador y sin soltarlo de sus manos le fue explicando. 
—Este es un rifle excelente para todo tipo de cacería ya sea de batida, montería, espera y hasta de rececho. Es un Steyr – Mannlicher Classic, con culata de cerrojo  en madera de nogal seleccionada.
           Lo dejó en las manos del hombre para que le tomara el peso y lo observara al detalle. El cliente colocó el rifle bajo su brazo derecho, dejó que su mano acariciara el gatillo con el dedo mayor  apoyado apenas en la cola del disparador, mientras su mano izquierda recorría lentamente el caño desde la recámara hasta la boca de fuego. Lo tomó luego con sus dos manos, lo observó de ambos lados, apoyó la culata en el hombro, la cara al costado y elevó el cuerpo del arma hasta dejar la mira a la altura de sus ojos, como un experto cazador. Luego, casi morosamente, lo devolvió.
      La Luger, desde el anaquel, continuaba observando al hombre, las manos, le observaba y se estremecía. Percibía sobre su propio cuerpo  las caricias que el  hombre le prodigaba al rifle y una ola de fuego  comenzó a devorarla. Las pasiones más ocultas afloraron y los ardores despertaron sus ansias. Y deseó a aquel hombre con desespero.
Anhelaba el calor de sus manos sobre su cuerpo frío, cobijándola en  la ternura de una caricia.  Pero estaba allí, en aquel estante alejado del mostrador, sin posibilidad de acercarse ni llamarle la atención. Sólo su mente, el alma acaso. El espíritu de la Luger con su poder diabólico. Si él se fijara en ella. Bastaría con que la mirara una sola vez y ese hombre sería suyo, y ella de él, en cuerpo y alma, hasta el final de los días.
         El vendedor dejó a un lado el rifle y tomó el segundo mientras le explicaba: —Este es también un excelente rifle para caza mayor especialmente para caza de jabalí.  Es un Rémington semiautomático modelo 750 de cerrojo, con mira telescópica  y  calibre 35 whelen. 
         Fíjese —continuó diciendo—, que tiene la culata moldeada con una carrillera elevada para un rápido alineamiento del ojo con el visor. Ideal para los cazadores que buscan tiros rápidos y seguros.
          Igual que con el rifle anterior, el cazador examinó minuciosamente el Rémington que le alcanzaba el vendedor. Apoyó luego la culata en el hombro y al levantarlo para alinear su ojo con la mira telescópica  lo distrajo, por un segundo, un brillo intenso y fugaz surgido sobre uno de los anaqueles a un costado del mostrador. Bajó el rifle y quedó atento al punto exacto donde le pareció ver una chispa  de luz. Victoriosa, desde el anaquel, la Luger lo seguía observando. Aquel hombre ya era suyo. Su espíritu siniestro  había logrado entrar en  la mente del cazador.
El segundo rifle, el Rémington semiautomático fue el preferido. El precio le pareció aceptable pidió que se lo enviaran y pagó con un cheque. Antes de retirarse, intrigado, intentó descubrir qué exhibía  el estante donde le pareció ver una luz. De modo que consultó al vendedor  quien lo acompañó solícito.
 —Son armas  cortas —le indicó mientras las recorría con la vista— revólveres, pistolas antiguas. Algunas originales.
—Esa es un Luger alemana  —se interesó el comprador, al reconocer el arma.
—Sí, está aquí hace unos días —afirmó el vendedor—, perteneció a una familia alemana. El dueño murió y los deudos  quieren deshacerse de ella. Es una Luger Parabellum 9mm, original —y agregó—, la pistola semiautomática más célebre de todos los tiempos. Los dueños no quieren promoción  —continuó diciendo—,  desean que se venda sin dar demasiada información sobre ella.  Si fuese posible a algún comprador que no le interese su pasado bélico.
Tomó entonces el arma en sus  manos y se la pasó al cazador mientras le explicaba su estructura y funcionamiento. Le comentó que el  9mm  Luger, o la Parabellum  9mm,  era un cartucho para pistolas  de uso militar creado en 1902 por el ingeniero austríaco Georg Luger.
—Actualmente —agregó—,  es el calibre adoptado por la OTAN, y por varios ejércitos del mundo. Y, además, usada también  como  arma  deportiva, se la considera muy adecuada para cierta cacería menor y en algunos casos especiales,  para caza mayor de montaña.
El cazador escuchaba las referencias del vendedor sin apartar la vista de la Luger que tenía en sus manos. Nunca le habían interesado las armas cortas, no entendía entonces por qué sentía una especie de atracción por esa pistola de tan mala fama. Sin aclarar demasiado sus ideas decidió devolvérsela al empleado que lo atendía, a fin de que volviera a colocarla en su lugar. Sin embargo, en el preciso momento de entregarla, cambió de parecer  y resolvió llevársela consigo.  Firmó un nuevo  cheque y  pidió que no se la enviaran a su casa con el rifle pues  —según explicó—,  él mismo la llevaría.
Un empleado colocó la Luger en su canana y luego en un estuche de cuero. Después de envolverlo con mucho cuidado, como si fuese una joya de gran valor, se lo entregó al cazador.
Si bien, esa tarde, la venta se había realizado sin tropiezos para la armería que se deshacía con rapidez del arma, como esperaban sus anteriores dueños;  no sucedió lo mismo con el cazador que subió al auto y en una  acción  imprevista abrió el estuche, retiró la pistola,  la colocó  junto a su pecho en el bolsillo interior de su chaqueta  y resuelto, hundió a fondo el acelerador. Después de hacer 200 Km sin detenerse, desde la ciudad hasta su casa de campo, Adriano Sabatini llegó a punto para la cena donde lo esperaban su esposa y sus hijos.
La familia Sabatini era dueña de una estancia ganadera herencia de Edmundo Sabatini, padre de Adriano, quien, aunque llegó de Italia a mediados del siglo XX con la idea de comprar tierras para sembradío; una vez establecido decidió consultar con sus vecinos linderos, quienes le informaron que era éste un país netamente ganadero, debido a la buena pastura y al agua abundante de sus ríos y arroyos. Por lo tanto, el recién llegado, decidió cambiar su visión y dedicarse a la empresa ganadera. Al principio organizó una estancia tradicional o cimarrona que luego,  ante los avances científicos y tecnológicos, se convirtió en una moderna estancia ganadera.
La propiedad constaba de extensas zonas de pastoreo como también de espesos montes cerriles, cruzados de arroyos, donde se albergaban  feroces familias de jabalíes que diezman constantemente las majadas.
 Fue debido a dichos cerdos salvajes, y a algún puma que dos por tres se avistaba por los cerros, que Adriano, desde niño, se había formado cazador.
Esa noche, después de su regreso de la ciudad y antes de cenar con su familia, Adriano dejó oculta en un cajón de su escritorio la pistola Luger  que comprara en la armería. No habló de ella. No la mencionó. Sí, comentó del rifle y avisó  que lo enviarían en breve.
 De todos modos, esa misma noche antes de retirarse a su dormitorio entró  a su oficina y se detuvo un momento con la Luger en sus manos, acariciándola, mimándola como si hubiese nacido entre ambos el hechizo de un amor prohibido.
Los días y los meses se fueron sucediendo y Adriano  fue poco a poco apartándose de su mujer. Rechazándola sin llegar, él mismo, a entender el real motivo de su actitud. En los últimos tiempos solía permanecer largas horas  encerrado solo en su oficina.
 Nina, la esposa de Adriano, percibió el alejamiento de su marido mucho antes de que él mismo se percatara. Trató en varias oportunidades de hablar con él, pero  Adriano estaba obnubilado. Rehuía hablar del tema con su mujer. Nina entendió  que la causa del alejamiento de Adriano debía de encontrarse en su oficina, pues era allí donde, cada día, pasaba más tiempo. De modo que, en  la primera oportunidad que se le presentó, se dirigió a la oficina de su esposo. Lo primero que hizo, una vez que estuvo dentro, fue abrir el cajón del escritorio. Y encontró la pistola.  No dejó de llamarle la atención encontrar allí un arma. Una pistola tan antigua —pensó—Tan vieja. Tan fea. Usada, parecía. La dejó a un costado casi con desprecio. Nina no buscaba un fierro viejo. Nina buscaba algo distinto, fino, delicado, perfumado tal vez. Algo que le hablara de otra mujer. Sólo por ese motivo —creía—, su marido dejaría de amarla. Ella  le había dado tres hijos, lo había amado y lo amaba todavía. Si había llegado el fin de aquel amor necesitaba  conocer a su rival. Saber quién era la otra, como era, por quién la estaba dejando. Saber  si era más joven, más inteligente,  más hermosa.
      —Y esta pistola ordinaria molestando —se dijo—, y  desdeñosa la tiró al fondo del cajón.
La Luger, cegada por el odio, leía los pensamientos de la mujer. Maldita, maldita —pensaba—, y la envidia la corroía. Sabía que con una mujer no podría nunca. Jamás lograría invadir la mente de una mujer. Son fuertes —se decía— ven mucho más allá de lo que ven los hombres. Saben conquistarlos, seducirlos, enamorarlos, poseerlos. Maldita —y dejó de mirarla—: Nina había cerrado el cajón.
En los días que siguieron Adriano no modificó ni un ápice su modo de vida, la situación ya establecida con su pareja se tornaba cada momento más tensa y él no intentaba una solución. Permanente, en su conciencia, la imagen de la Luger le hablaba sin voz y sin palabras. Ordenaba,  decidía por él, su vida y su futuro.
Poco a poco abandonó el trabajo en el campo y últimamente  había delegado en el administrador de la hacienda todo lo concerniente a su heredad, a su patrimonio. Se había despojado de sus bienes y pertenencias que no eran sólo suyos, sino de su esposa y de sus hijos, para que el administrador se encargara de manejarlos. Fue así perdiendo interés en todo lo que lo rodeaba.  Enfocadas las cosas de esa manera Nina pensó intervenir por última vez. Una tarde en que Adriano se encontraba encerrado en su oficina, Nina entró decidida a poner punto final a la historia.
Adriano se encontraba sentado. Sostenía en sus manos aquella vieja pistola que encontrara ella una tarde en un  cajón de su escritorio.
La sostenía no como se toma un arma para limpiarla o  cometer suicidio. La sostenía como…con afecto.  Casi… ¿con amor...? Adriano le hablaba muy despacio, muy lento. ¿Qué le decía su marido a aquel pedazo de fierro viejo?  Intuía que, el hombre, se estaba volviendo loco. No sabía que ya había enloquecido del todo. Decidida se acercó al escritorio.
—Adriano, qué haces con esa arma en la mano. Te has vuelto loco —le gritó enojada. Y trató de quitársela de entre las manos. Pero él no se lo permitió. — No la toques  —le gritó. Y la apretó junto a su pecho.
—Adriano, has perdido la razón, te has enamorado de una pistola vieja y arruinada —le dijo más calmada.
—No es una pistola vieja ni arruinada. Es una  Luger, legítima. De colección. Y es mía y me necesita.
—Ella te necesita. Hazme caso: si no quieres perder  tu casa y tu familia apártate de esa pistola diabólica que te está volviendo loco. Reacciona, por favor.  Desde cuándo las armas tienen sentimientos. No te das cuenta que está maldita. Que la han convertido en un instrumento de Satanás, vaya a saber cuándo y por qué.  Tienes que tirarla al mar para que se entierre en la arena y nadie la vuelva a encontrar.
—Nina, tú no entiendes,  no puedo separarme de ella porque  la necesito y ella me necesita a mí. No puedo.
La esposa de Adriano no quiso esperar más y esa misma tarde se fue con los niños para la capital y decidió que lo único que podía hacer era pedir el divorcio. Volvió a los pocos días a buscar sus  pertenencias y la de los chicos y cargó todo en la camioneta. Antes de partir  se dirigió a la oficina de Adriano. No había nadie. Abrió el cajón y tomó el arma: —No te vas a salir con la tuya pedazo de fierro viejo —le dijo a la Luger—  voy a llevarte conmigo y  voy a tirarte al fondo del mar.
 La Luger la observaba con odio: no podía influirla, ni manipularla no podía entrar en la mente de la mujer. Sintió que el odio la consumía, hubiese querido huir, esconderse, escapar de las manos de la mujer. Llamó al hombre con gritos mudos y desesperados para que la librara de las garras de la mujer. Entonces entró Adriano que al ver a Nina trató de quitarle el arma. La voy a tirar al mar —dijo ella— y se trabaron para ver quién se la quitaba a quién. Se enfrentaron, cara a cara, Adriano y Nina con la Luger en  medio de los dos. Y en el forcejeo sonó un disparo que atravesó el aire y el corazón de Nina.
         La noche vistió de luto la arena y el agua del río. Sólo el rumor de las olas al morir una tras otra,  junto a la orilla. Sobre la rambla los automóviles, con sus luces encendidas, se cruzaban, en un ir y venir de vértigo, ajenos al submundo que habita en cada ciudad.  Inmutables anónimos de los  dramas que, por las noches, acechan en cada esquina,  en cada rincón.
        El hombre abandonó su escondrijo. Caminó a tumbos sobre la arena húmeda.  Subió por la primera escalera de la playa hacia las luces que, como luciérnagas salvajes, cruzaban impiadosas ante sus ojos alucinados. Qué buscaba el hombre. Hacia donde iba. Intentó cruzar  la calzada y un auto lo atropelló. Su cuerpo, boca arriba, quedó tirado sobre la banquina. Los coches que pasaban  no se detuvieron. El hombre que lo atropelló viajaba solo. Descendió del auto y fue hacia el que estaba caído para comprobar que ya no necesitaba auxilio.
 Observó que sobre el pecho del hombre la chaqueta desgarrada dejaba ver el cuerpo de un arma de fuego. Se detuvo un momento a observarla. Parece una Luger —se dijo. La  tomó en sus manos y comenzó a examinarla sin pestañar. —Es una Luger Parabellum, de colección. Qué  hacía este vagabundo con una Luger de colección —se preguntó extrañado. Sin perder tiempo la colocó en el bolsillo superior de su chaqueta deportiva,  volvió subir al auto y hundió a fondo el acelerador.
 Mientras la Luger, arrebujada junto al pecho del hombre, se encaminaba, maligna y victoriosa, hacia un nuevo destino. 

  Ada Vega, edición 2010