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sábado, 7 de mayo de 2016

Hombres!!




        Conocí a Jorge en la boda de una compañera de trabajo. La invitación fue para toda la oficina, de manera que estuvimos todo un  mes preparándonos para el acontecimiento. Por lo que contaba la novia la fiesta prometía ser maravillosa. Y  realmente lo fue. Se realizó en  un salón espléndido con buena música, linda gente  y mucha  alegría.
 En esa época yo estaba viviendo una juventud frenética. Tenía veintitrés años, era hermosa, tenía un buen empleo y muchos amigos.  Recuerdo que la fiesta de esa noche había despertado en mí una gran expectativa.  Para la ocasión me había hecho un vestido largo  de raso negro con un escote más que generoso y un tajo en la falda, sobre la pierna izquierda, más arriba del medio muslo.

Los compañeros de la oficina nos habíamos reunido alrededor de cuatro mesas. Los novios bailaron toda la noche y recorrieron, compartiendo, las mesas de todos los invitados. La noche se estaba yendo y yo lo estaba pasando fantástico. Me sentía admirada y feliz.

Jorge llegó casi al final de la fiesta. Lo vi entrar al salón tan serio y distante que casi desentonaba ante tanta algarabía. Me impactó su presencia. Y quise conocerlo. Entró sin mirar a nadie  y  se sentó con unos conocidos, de espaldas a nuestra mesa. Tenía que obrar con rapidez, si  pretendía que se fijara en mí, pues la noche tenía prisa. Dejé el grupo de  amigos y me acerqué a la puerta por donde acababa de entrar.  Allí me detuve, a  un par de metros de su mesa. Comencé a mirarlo fijamente como si quisiera hipnotizarlo. Y debo de haberlo hecho pues  de pronto dio vuelta la cabeza, me miró un instante y volvió a su conversación. Yo seguí porfiada con mis ojos fijos en su perfil. Él volvió a mirarme, se puso de pie, y me invitó a bailar.

Esa noche hablamos de la fiesta, la noche hermosa. Me preguntó como me llamaba si era amiga de la novia y por dónde vivía. Se quedó conmigo hasta el final de la fiesta.  Me acompañó hasta mi casa, me dio un beso en la mejilla —aunque yo esperaba otro tipo de beso,— y se fue. Al día siguiente, cuando salí de mi empleo, estaba esperándome.

Cruzamos a un barcito a media luz que había frente a la agencia. Mientras tomábamos un café  me dijo que tenía veintiocho años, una inmobiliaria con un socio, y vivía con los padres y un hermano menor. Hablaba pausado, sin dejar de mirarme a los ojos. Aunque parezca extraño su serenidad y su aplomo lograron ponerme nerviosa. Yo le dije que vivía con mis padres, mis abuelos y una hermana mayor. En las semanas  siguientes fue a esperarme varias veces a mi trabajo. Me acompañaba hasta mi casa y se despedía con un beso en la mejilla.

 Empezamos una relación seria. Una noche, en el barcito, me dijo que quería ir a mi casa y conocer a mi familia. También me dijo que quería saber más de mí. Que quisiera conocer a mis padres me dio  cierta tranquilidad sobre lo que él pensaba acerca de nuestra relación. Sin embargo, no dejó de inquietarme  su interés en saber más de mí. ¿Qué querría saber de mí? Tendría acaso que  rendir  un examen aprobatorio. Le interesaría saber que a los cinco años tuve sarampión y varicela. Qué nunca aprendí a andar en bicicleta. Que en la escuela no fui buena alumna y en el liceo tampoco. Qué  prefiero los tallarines a la carne asada,  y  el mate lo tomo dulce.

           Siempre me pareció una lata el hecho de que los hombres en aquellos años, al relacionarse  con una mujer con intenciones de continuidad, comenzaran a indagar sobre su vida pasada. No le preguntaban si habían asesinado a alguien. Si tenía la graciosa  costumbre de robar en los comercios.  O, simplemente, si practicaba  el hobby  de asaltar  a los viejitos cuando iban a cobrar la jubilación.  Esos detalles no llegaban a molestarlos.  Lo que  necesitaban saber, antes de hablar de matrimonio, era si en algún descuido habías perdido la virginidad. Saber con seguridad si con la llegada de ellos a tu vida, por lo menos, ibas a parar de fichar. Debemos reconocer que los hombres de entonces, aunque se enamoraran de mujeres hechas, para presentarla a la madre o llevar al altar   preferían vírgenes. Éstas no necesariamente debían ser santas, conque fuesen vírgenes alcanzaba.

 Y si fuese posible pisando una víbora.

Hoy ya no es así. Hoy el varón entiende que la vida pasada de la mujer que acaba de conocer, le pertenece solamente a ella. En este punto por lo menos, respecto a la mujer, debemos aceptar que el hombre ha evolucionado.

  De todos modos a esas alturas me encontraba profundamente enamorada de Jorge y  no estaba dispuesta a perderlo, nada más ni nada menos, que por una simple declaración de honor. De manera que me jugué y,  a partir del segundo parto de mi madre, le conté mi vida hasta donde le podía contar. Y él me creyó hasta donde prejuzgó que debía creerme. Y punto.

 Desde ese día, dos por tres,  me pregunta si alguna vez lo engañé.  No sé si tiene dudas o si necesita que le reafirme mi lealtad. La verdad es que nunca lo engañé. No porque no haya tenido oportunidad. Si no porque nunca quise arriesgar, por temor a perderlo. Esta aclaración se la debo. Como compensación  siempre le juro que nunca le mentí. Y es cierto, nunca le mentí.

 También es cierto que nunca le cuento todo. Esto, sí,  lo sabe y no le importa. Siempre me ha subestimado. Está convencido de que por el sólo hecho de ser mujer, soy algo tonta. Sé que me ama, pero no me conoce como tendría. No sabe, morirá sin saber, que soy mucho más inteligente que él. Más perspicaz, más intuitiva. Muchos dolores de cabeza se hubiese ahorrado, si más de una vez me hubiera hecho caso.  Pero yo, según él: no sé nada, no entiendo nada.

De todos modos, al cabo de tantos años de convivencia, suele descubrir rasgos de mi personalidad que lo descolocan. Sé que nunca, aunque vivamos mil años juntos, terminará de conocerme. Pero mientras le sea fiel, lo que le pueda ocultar, no le interesa. Debe  pensar que lo que no le cuento no tiene importancia. ¿Qué puede haber de importancia en la vida de “su”  mujer?  Es parte de su machismo. Y es más fuerte que él.

 Me casé a los veinticinco años, muy enamorada, en la iglesia de los Carmelitas en el barrio del Prado. Vestida de novia, para no levantar sospechas, con traje blanco de cola y una mantilla de Valencia que mis abuelos me trajeron de regalo en uno de sus viajes a España. Hicimos una reunión para amigos y familiares en el Club Español y nos fuimos de luna de miel a San Pablo, pero no  me pregunten como es porque nunca volví.


Ada Vega, 2010 - http://adavega1936.blogspot.com/   

jueves, 5 de mayo de 2016

Las gemelas



La tía Pilar vivía a unas cuadras de mi casa. En una casa oscura, antigua y romántica; con paredes muy altas y techos de bovedilla. Tenía diez habitaciones, varias salitas diseminadas entre ellas, un comedor enorme con balcones cargados de plantas con flores que daban al jardín y un sótano de gran tamaño, donde habitaban los espíritus de los familiares muertos, que olía a un sahumerio dulce y picante que revolvía el estómago, alteraba la cabeza y hacía correr por las venas voraces sensaciones prohibidas. El sótano tenía una puerta de doble hoja que permanecía arrimada y sin llave donde sólo, cada tanto, entraba la abuela. Era ella la encargada de dejar en ese territorio místico algún mueble fuera de uso, juguetes de alguien que creció, cartas viejas, documentos vencidos. Espejos.
A pesar de que los niños teníamos la entrada prohibida, mi hermana Ester vivía fascinada por aquella puerta entreabierta la cual intentó, mil veces, cruzar arrastrándome a mí y por la cual estoy segura, logró, en aquellos días, pasar más de una vez.
Como dije, era una casa antigua y romántica. Con aquel romanticismo escondido en los patios con glicinas, hacia donde abrían sus ventanas la mayoría de las habitaciones. Patios con aljibes, azulejos asturianos y bebederos con cabezas de león. Rodeaban la casona viejos jardines franceses, con canteros delineados, donde florecía la más variada selección de rosas, aterciopeladas dalias y las pequeñas violetas escondidas siempre bajo el verde intenso de sus hojas.
En esa casa de fines del siglo XIX, habían vivido mis abuelos y criado a sus hijos. Pilar era una de las hijas menores. Nunca se casó. Cuando murieron mis abuelos a pesar de que mamá le pidió que viniese a vivir con nosotros, ella prefirió quedarse sola en aquel caserón.
También dije que la casa de los abuelos era oscura. Varias de sus habitaciones tenían ventanas hacia los patios interiores dónde no llegaba el sol. Además, los árboles del jardín eran muy frondosos y sus ramas le robaban la luz del día.
Esto no alcanzó a preocupar a la tía Pilar que nunca hizo buenas migas con la solana, ella prefería la penumbra, por eso entornaba los postigos de las ventanas como temiendo que entrara la luz y la cegara.
Mi hermana Ester y yo íbamos casi a diario a ver a la tía. Mamá nos mandaba con un pan casero, un bollón de dulce de frutas o una bandeja de pasteles con crema. Cada vez que cocinaba algo especial le llevábamos a la tía. Al llegar nos quedábamos junto al portón de la vereda y la llamábamos a gritos: ¡tíaaa...! El portón tenía un candado y cuando nos oía desde la casa, venía sonriendo a recibirnos. Era bonita la tía Pilar. Tenía breve la cintura, las piernas largas y los pies pequeños. La piel de nácar, los ojos como la miel y peinaba su cabello oscuro en un moño trenzado sobre la nuca. Con su vestido de pana azul, de manga larga y cuellito de encaje blanco, sentada en su salita junto al ventanal, semejaba una pintura barroca de siglos pasados.
Cuando entrábamos a la casa nos sentábamos en la sala donde ella bordaba. Usaba sobre su falda un redondo bastidor de pie y sobre él sus delicadas manos entretejían los hilos formando preciosos dibujos.
En una de las paredes de la sala había un espejo muy grande con el marco dorado, formado de flores y hojas en relieve —que según mi madre nunca había visto antes, ni sabía cuándo ni quién lo había puesto allí—, en el que veíamos a la tía reflejada sobre su bastidor. Nosotras, sentadas frente a ella, tomábamos guindado casero en unas copitas de cristal tallado y comíamos unas galletitas que la tía sacaba de una caja cuadrada que estaba sobre el piano. Un piano recto, color borra de vino, que nunca supimos si tenía teclas o no, pues jamás lo vimos abierto.
Mi madre nos contó una vez que Pilar había tenido una hermana gemela llamada Analí que había muerto a los diecisiete años, y que la tía nunca logró reponerse de esa pérdida. Contaba mi madre, que las gemelas se adoraban, que tocaban el piano a cuatro manos y que Analí escribía versos.
En aquellos años las jóvenes comenzaban a preparar su ajuar, aún antes de tener novio. Según decía, a Pilar le encantaba bordar, de manera que para que su hermana gemela escribiera sus poemas, ella bordaba los ajuares de las dos.
La muerte inesperada de Analí enlutó y llenó de congoja a toda la familia. Principalmente a Pilar que sintió que la hermana gemela se llevaba con ella la mitad de su ser. Sin embargo, a pesar de que desde entonces vivió recluida, sin salir más allá de los límites del jardín, conservó siempre el carácter afable y nunca descuidó su persona.
Una tarde, con mi hermana Ester, fuimos a llevarle un bollón de dulce de ciruelas. Mamá había estado un rato antes y al irse, el candado del portón no quedó bien cerrado, por lo que, al encontrarlo abierto, entramos sin llamar. Atravesamos el jardín y, al acercarnos a la puerta de entrada, oímos voces. Extrañadas miramos por el ventanal entreabierto: la tía Pilar, sentada ante su bastidor bordaba como siempre. El espejo reflejaba su imagen. ¡No! No era su imagen. Aquella Pilar no bordaba. Leía poemas de un libro que sostenía entre sus manos. Pilar, mientras bordaba, la escuchaba sonriendo...
Nos volvimos con el bollón de dulce. Desconcertadas. Mamá no nos quiso creer cuando se lo contamos con lujo de detalles. Asumió que éramos unas aparateras que nos imaginábamos cosas. Que vivíamos en la luna, nos dijo medio enojada, que no servíamos ni para hacer un mandado. Que, aunque hubiésemos encontrado el portón abierto deberíamos haber llamado igual. Y que, en resumidas cuentas, no habíamos visto lo que creímos ver. Tanto énfasis puso mi madre en convencernos de que estábamos equivocadas, que al pasar el tiempo llegamos a creer que en realidad, como ella decía, no vimos lo que vimos. Pasaron los años, nosotras crecimos y, un día, la tía Pilar murió. Nosotras la acompañamos hasta el final.
Después del entierro, pasados unos días, volvimos a la casa de los abuelos con mamá. No me gustó ir. Al abrir el portón sentí como si un gran desamparo saliera a nuestro encuentro. Tanta soledad y silencio. No sé por qué, sentí que entrar en aquella casa era como una profanación. Mamá entró con gran serenidad, Ester y yo la seguimos. En la pared de la salita donde antes había un espejo, se encontraba un cuadro con el marco dorado formado de flores y hojas en relieve. En él, semejando una antigua postal, las dos gemelas con sus vestidos de pana azul y cuellitos de encaje blanco. Una bordando, la otra leyendo. Las dos sonriendo.
Mi madre no conocía la existencia de ese cuadro, jamás lo había visto. No encontró una explicación razonable, y si la encontró evitó comentarla. Ordenó algunas cosas, trancó puertas y ventanas y, sin mencionar el cuadro de las gemelas, nos fuimos.
La casona permaneció cerrada mucho tiempo, de todos modos, los vecinos comenzaron a murmurar. Decían que se oían ruidos en la vieja casa, risas, voces y el sonido de un piano. En mi casa no le ponían atención a esas murmuraciones, sin embargo mi hermana Ester decidió, un buen día, ponerse a investigar —creo que ella sabía de qué se trataba—. Mamá guardaba los dos rosarios de cuando las gemelas hicieron su primera comunión. Dos rosarios de cuentas blancas que mi hermana encontró revolviendo entre antiguos recuerdos.
Todas las acciones que emprendía mi hermana Ester, las hacía conmigo. Hacíamos los mandados, estudiábamos, íbamos a pasear y al cine, siempre las dos juntas. A pesar de que éramos muy distintas. Ester era muy movediza, muy curiosa, muy lanzada. Por el contrario yo, soy sumamente tranquila, no soy curiosa, no pregunto. No me gusta arriesgar. De todos modos, en todo lo que ella hacía me involucraba. Yo la seguía por costumbre o porque ya estaba establecido, quizá desde antes de nacer, que fuese así. Una tarde, con el sol todavía alto, me puso un rosario de collar, se colocó ella el otro y me dijo muy seria: vení. Y salimos las dos, rumbo a la casa de la tía Pilar. Mi hermana caminaba muy decidida, yo la seguía sin muchas ganas dos o tres pasos más atrás. Llegamos a la casa, abrimos el portón —que chirrió como quejándose—, y atravesamos el jardín. Ester abrió la puerta y entramos. Se acercó al ventanal y, casi con violencia, abrió de un golpe los postigos. Un rayo de sol, como un puñal, rasgó la oscuridad de la habitación clavándose, con atrevida arrogancia, en el cuadro de las gemelas. La luz inundó el recinto. Mi hermana frente a las gemelas, con una firmeza que no le conocía, más que hablar les ordenaba: ¡Bueno, Pilar, Analí, es suficiente! Ha llegado la hora. Deben irse, esta casa ya no les pertenece. Abandonen el mundo terreno. Asustan a los vecinos. ¡Les ordeno en el nombre de Dios que se vayan!
Dejó los dos rosarios sobre el piano, cerró el ventanal y nos fuimos. Yo no sé si las gemelas la escucharon, lo que sí sé es que cuando al mes volvimos, los ruidos y los murmullos habían cesado. Todo estaba en calma, los rosarios habían desaparecido de encima del piano y en la pared, impasible, brillaba el antiguo espejo.
Esto que cuento sucedió hace ya muchos años. Mis padres fallecieron y también mi hermana Ester. Me he quedado sola. Por eso vine a vivir a la casa de los abuelos. Hice limpiar el jardín y dejé en el sótano, muebles que ya no volverán a usarse, juguetes de niños que crecieron, cartas viejas, documentos vencidos...
Todo está como antes. He retomado en el bastidor los bordados que al morir dejó sin terminar la tía Pilar. Estoy bien, soy feliz, no estoy sola.
Ester, mi hermana gemela, me acompaña desde el espejo.
Ada Vega,2005 - Blog: http://adavega1936.blogspot.com.uy/