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sábado, 9 de julio de 2016

El collar de caracoles


  1. Era enero en Punta del Diablo. Habíamos llegado esa mañana y el tiempo no acompañaba. El cielo estaba nublado y hacia el medio día un  viento fresco encrespó las olas haciéndolas avanzar  sobre la arena erizada. De todos modos en cuanto llegamos salimos a caminar por la orilla de la playa, seguimos hasta más allá de las chalanas de los pescadores y subimos a las gigantescas piedras donde el océano se estrella, elevando olas a más de diez metros de altura.
  2.  Los cangrejos, barridos por el agua, se escabullían entre las grietas. Algunos peces pequeños, arrojados allí por el oleaje, quedaban presos coleteando entre los intersticios hasta quedar exánimes o hasta que otro golpe de la marea los rescatase y los devolviera al mar. El océano comenzó a rugir ensordecedor. Las olas, al golpear contra la pared de piedra que les hacía oposición, se deshacían en millones de gotas que  caían sobre nosotros con fuerza, como una lluvia granizada de invierno.  Estar allí, de pie, sobre las rocas, impresiona. Asusta. Reconoce uno  la pequeñez del ser humano frente a  la fuerza devastadora  del océano.
  3.  De pronto apareció el sol, las nubes se disiparon y el viento comenzó a calmarse. Andrés dijo que era hora de almorzar,  de modo que volvimos sobre nuestros pasos,  pasamos junto a las barcas de los pescadores donde algunos de ellos trabajaban con las redes, y  otros calafateaban o ajustaban  los motores. Las barcas anaranjadas, alineadas sobre la arena, brillaban al sol recién aparecido.
  4.  A fin de llegar a un almacén donde comprábamos comida hecha, a base de pescado, claro está, teníamos que atravesar por una serie de ranchos quinchados, donde los artesanos vendían sus trabajos realizados con caracoles, huesos de tiburón o estrellas de mar. Todos los veranos compraba algo para mí, y algo para regalar. Las compras las hacía por lo general en los últimos días antes de volver a casa.
  5. Ese medio día  pasamos por allí. Andrés se había adelantado un poco y  me detuve a curiosear en uno de los puestos. Entre las distintas artesanías que se exhibían, me llamó la atención  un collar  de caracoles. Eran seis caracoles nacarados  de distintas formas, pero de igual tamaño unidos a una cadena de plata.
  6.  En medio de los seis lucía, engarzado, un caracol negro con reflejos iridiscentes, bellísimo. No comenté nada, pero decidí volver por él después del almuerzo para  estrenarlo, esa misma noche,  en una cena especial que teníamos programada con Andrés.
  7. Me fue imposible ir a buscarlo, el tiempo empeoró, refrescó mucho y  a media tarde comenzó a llover. Decidí entonces ir por él al día siguiente. La tarde estaba propicia para quedarnos en la cabaña. Andrés encendió la estufa y salió a comprar una  botella de vino, agregó también un postre de frutas, según dijo, para endulzar  la medianoche. Almorzamos torta de pescado y mejillones a la provenzal. Tendimos una frazada frente a la estufa, mi marido descorchó una botella  y allí nos quedamos el resto de la tarde y toda la noche, borrachos de vino y de amor, festejando nuestros primeros cinco años de casados.
  8. Andrés y yo éramos asiduos visitantes del balneario. Desde antes de casarnos veraneábamos en las playas de Punta del Diablo. Pero ese año lo recuerdo especialmente por aquel collar que me impactó, que quise y no pude estrenar  aquella noche y que, cuando al día siguiente fui por él, ya no estaba. Lo habían vendido.
  9. Aquel collar de caracoles, que deseé tanto y nunca tuve, un día decidió el destino que estuviese presente en mí, hasta el final de mis días.
  10. El vínculo amoroso que me unía a Andrés, comenzó cuando éramos estudiantes. Yo abandoné la carrera, él se recibió de arquitecto. Nos casamos no bien recibió el título. Nuestra relación fue estable. Sin notorios altibajos. Andrés demostró siempre ser  un hombre mesurado, tranquilo. Compramos la casa cuando entendió que estábamos en condiciones de comprarla; de adquirir una deuda muy importante que pagamos en diez largos años. Le llevó quince meses buscar la zona y elegir la casa que quería. Y otros quince reformarla. Llevábamos seis años de casados cuando nació nuestro primer hijo, porque yo decidí un día no esperar más. A los ocho años de  casados nació el segundo varón y  a los diez años nació Camila. Nuestros amigos eran amigos de muchos años, casi todos matrimonios. Solíamos reunirnos a comer y comentar sobre nuestras vidas. Ayudarnos, si era necesario. Conocíamos, como propia, la vida de cada uno de  nosotros. Micaela era la esposa de un arquitecto amigo de Andrés. Teníamos la misma edad, pero ella era mucho más bonita. Fue siempre muy confidente conmigo. Tenía un amante llamado Atilio con quién mantuvo una relación de varios años. Ella se había enamorado, pero el hombre  estaba casado y  aunque no habló jamás de separarse de su mujer siempre pensó que la amaba. Micaela se desahogaba conmigo, me contaba todas las peripecias  de su amor prohibido. Al principio la aconsejaba era una relación que no le servía, le decía. Pero ella estaba muy enamorada y no aceptaba consejos.
  11.  Corrieron los años y para mí la situación de Micaela y sus dos hombres pasó a ser algo normal. Cómo manejó ella la realidad en su casa, no sé. No me lo imagino. De eso no hablábamos. Ni yo le pregunté más de lo que ella me contaba. Cuando Camila iba a cumplir los quince años, me encontré con Micaela en la casa de una amiga común y aproveché para comentarle del cumpleaños y que tenía la tarjeta para enviarle. Me contó, en un aparte, que había dejado del todo con Atilio. Que le devolvió unas pertenencias, unas tarjetas y un collar que una vez le regaló. —Un collar  —le pregunté. —Sí,  —me contestó—  un collar que me trajo  hace años al volver de unas vacaciones. No me acordaba si me contó o si se lo vi  alguna vez. Micaela tenía mucha bisutería que cambiaba constantemente. No recordaba ese collar.  Le comenté  que me alegraba  su decisión. Que había hecho bien. Que ella no tenía por qué ser la segunda de nadie y  le recordé que la esperaba a ella y a su marido para los quince de Camila.
  12. Esos días previos a la fiesta anduve muy  complicada. Con la casa revuelta. Deseando que pasara el cumpleaños de una vez para poder descansar.
  13. El mismo día de la fiesta buscando en casa una engrapadora, entré al estudio de Andrés. Revolví los cajones del escritorio y los estantes de la biblioteca, buscándola. Sé que tiene una engrapadora. La había visto más de una vez. Abrí la puerta de un mueble donde guardaba planos y proyectos y, semioculto, al fondo de un estante,  encontré un estuche azul. Nunca lo había visto. Hacía pocos días había estado ordenando los estantes y allí no estaba. Lo abrí por curiosidad. Sin siquiera imaginarme lo que podría encontrar.

  14.  Encontré un puñal que me desgarró el pecho, encontré una cruz, un salto al vacío: encontré el collar de los siete caracoles que un verano de amor y vino, deseé tanto y nunca tuve.

jueves, 7 de julio de 2016

Volvió una noche


—Norita.
—¡Negro!
—No llores más.
—Negro…
—Levántate de esa cama mujer, no llores más y ponte a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!
—Pará un poco. ¿A qué viniste, a consolarme o a reprenderme?
—Ni a una cosa ni a la otra. Vine para que reaccionaras. Yo ya no estoy, me fui. ¿Hasta cuando vas a estar tirada ahí?
—Te extraño.
—Ya lo sé, querida, pero hace un mes que las nenas comen pan y queso. Prepara la comida para que almuercen y cenen como siempre. ¿O no piensas cocinar más?
—Qué fácil lo ves vos.
—No, no lo veo fácil. Lo veo desde otra lógica.
—No sé qué hacer. Estoy desorientada.
—Haz lo que has hecho siempre: levántate, limpia la casa, cocina, lava la ropa, cuida a las nenas. ¿Piensas que eres la primera mujer que ha quedado viuda?
—Pero ¿y vos?
—Yo estoy bien. Estoy mejor que tú. Deseo irme, pero con tu llanto y tu tristeza me tienes atado a la tierra.
— ¿Te querés ir?
—Sí, Norita, ya no pertenezco a este mundo. Mi espacio es otro. Fue mi cuerpo terreno el que vivió y murió acá. Ahora tengo alas y…
—Y no tenés ropa. ¿Andás asi por la calle?
—No ando por la calle, vine a verte en un haz de luz.
—Sí, en realidad no sos el mismo, hablás como un doctor y vos, la verdad, siempre fuiste medio reo.
—Escúchame, Norita, enciende la radio y pon esa música que te agrada tanto y te levanta el ánimo.
—¿Que me gusta a mí?
—Si, esa música que escuchabas cuando yo estaba en casa.
—Ah, sí, la cumbia.
—Sí, la cumbia. Abre las ventanas, ventila la casa, arréglate, ve a la peluquería, sal de paseo. Tienes buenas amigas, ve a pasear con ellas. ¿No deseabas hacer un curso de cerámica? Pues hazlo, renuévate, eres joven, puedes rehacer tu vida.
—Sí, indudablemente sos un ser superior. El que fue mi marido era un guardabosque. Jamás me dejó salir con mis buenas amigas que según él me empuaban y me daban manija, y menos que me arreglara y me vistiera bien. Aquel que fuiste me acompañaba hasta al dentista, al guarda del ómnibus tenía que pagarle al tanteo porque no quería que lo mirara, en la feria tenía que andar como una loca con los ojos extraviados para no mirar a los puesteros. Nunca me dejó usar calzas ni pantalones porque decía que me marcaban mucho…
—Bueno, Norita, pero eso era antes, cuando yo vivía en este mundo.
—A ver, a ver, esperá un poco, no sé si entiendo bien. ¿Vos me estás queriendo decir que yo te importé mientras fuiste un simple humano con los pies sobre la tierra y ahora que vivís con los pies sobre una nube, por vos, que me parta un rayo?
—No tampoco es tan así. Pero tú tienes que entender que a mí me espera la Gloria, un cielo donde "vi unas cosas que no puede ni sabe repetir quien de allí baja " y donde debo entrar sin lastre ni ataduras de esta tierra.
—Entonces viniste por vos.
—Vine por los dos.
—¡Esto nadie me lo va a creer!
—Querida mía, tú de esto no puedes hablar con nadie. La gente no te entendería ni te creería. Esta visita, que hago con placer, es sólo entre tú y yo. Volví porque te vi desanimada, sin deseos de salir del pozo donde ibas cayendo. Sin intentar una salida. Vi a las nenas muy solitas, sin el padre y sin la madre. ¿Cómo explicarte? ¡Vine para que reaccionaras y yo me pueda ir de una vez!
—Pero ¿y la plata? ¿Qué hago yo sin tu sueldo? Porque siempre me creíste una tonta nunca me dejaste administrar la casa y junto a tus amigos, en noches libertinas, despatarraste todo lo que ganabas sin ahorrar jamás un peso; ignoraste los seguros de vida; la pensión que me dejaste es mísera; se te dio por morirte de golpe y nos dejaste en la lona y ahora me salís diciendo que estás mejor que yo y que me deje de llorar ¡que te querés ir de una vez!
—Bueno, la pensión no es tan chica, yo no estoy, si te sabes administrar, creo yo que no tendrás problemas.
—Nos tenemos que borrar de la sociedad médica y para el inglés de las nenas no alcanza.
—Trabaja, querida. Búscate un trabajo.
—Pero vos nunca quisiste que trabajara.
—Eso era antes, cuando yo estaba en casa.
—Mirá que bien, cuando yo quise trabajar y tuve oportunidad de hacerlo no me dejaste porque no iba a dejar la casa para “andar por ahí”. Y me quedé a cocinar, limpiar y criar hijos. Ahora que no hay trabajo para nadie, que no tengo práctica de nada, que tengo una carga de años encima, te venís del Paraíso para mandarme a trabajar. Ahora sí puedo “andar por ahí” haciendo lo que salga, porque para elegir no está la cosa. A tu cuerpo terreno ya no le molesta nada y tu espíritu superior está por encima de las miserias humanas. ¡Realmente sos un ser supremo!
—Norita, yo no puedo indicarte lo que tienes que hacer. Tú eres dueña de tu vida, tendrás que encontrarle una solución. De todos modos, por el dinero no te preocupes, en última instancia: Dios proveerá.
—¿Te parece que Dios me pague el alquiler? Vení, acercate, hace más de un mes…
—¡No te acerques!...no me puedes tocar.
—Negro, ¡cómo te han cambiado! Ya no sos el de ayer.
—Norita, yo estoy muerto para el mundo. No tengo sensaciones ni deseos humanos. Soy un espíritu. Estoy para cosas superiores. No para nimiedades terrenas.
—¿Nimiedades…?
—Sí. Todo eso ya no me interesa. Vivo en otra dimensión. Ahora soy sabio, etéreo, mi cuerpo es incorruptible. ¡Ay, mi querida! No sé para que insisto en explicarte. Es tal la diferencia que existe entre los dos que tú, pobre criatura humana, no puedes entender!
—Che, Negro, sabés una cosa, me revienta que hayas vuelto. Me revienta sí y no me mires con esa cara. ¿Sabés por qué me revienta? Porque a mí este estado de tristeza y decaimiento que me ha causado tu pérdida irreparable, se me iba a pasar. Un día se me iba a pasar. No iba a llorar cien años. Y entonces viviría mi vida como se me diera la real gana. Liberada de tus prescripciones y decretos. Que hacé así, que hacé asá; que vení aquí, que no vayas allá. ¡Por Dios! Más tarde o más temprano me daría cuenta de que al fin era libre. ¡Libre y soberana! Te mandaría hacer una tumba de lositas blancas allá en el Norte, al principio te llevaría flores cada 2 de noviembre y a otra cosa mariposa. Pero no, se te ocurrió venir para ver como había recibido yo tu sorpresivo deceso. ¡Nadie vuelve! Por más que supliquen ¡nadie vuelve! Pero vos sí. Vos tenías que volver. Antes de partir, definitivamente, desnudo y alado a los campos celestiales, tenías que venir a impartir tus últimas órdenes, para que yo no me salvara de tu mandato ni aunque estuvieras muerto. ¡No quiero ni saber las artimañas que habrás empleado con San Pedro para que te permitiera venir por un par de horas! ¿Vos te podés imaginar cuánta gente se habrá ido de este mundo dejando metas por la mitad? ¿Objetivos sin alcanzar? Sueños. Aspiraciones. Y no pudieron volver. Escuchame, ¡no volvió Gardel! a confirmar su nacimiento en Tacuarembó, para ver si terminamos de tironear sus raíces con los argentinos ¡y volviste vos! Vos tenías que volver o volver. Y lo primero que me decís cuando me ves tirada en la cama llorando tu ausencia es que me levante a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni estar!, que salga del pozo, que me ponga a cocinar, que lave la ropa, que abra las ventanas, que ventile la casa, que prenda la radio, que escuche cumbias, que busque trabajo, que haga un curso de cerámica, que me compre ropa, que vaya a la peluquería, que salga a pasear con mis amigas, que me arregle, que cuide a las nenas, decime Negro: me quedará tiempo para bañar al perro. Escúchame vida mía, si ya dijiste todo lo que tenías que decir, por favor vete, por donde viniste amor mío, por donde viniste, vuélvete a ir. Que el muerto eres tú, no yo. Y vete volando derecho a la Gloria que te espera, no sea que en la ida te encuentres con "Carón con ojos de fuego "y te arrastre hacia "la fosa de los círculos concéntricos." Lamento tu decepción, yo tampoco soy aquella que dejaste en este valle de lágrimas y no querría, te juro, herir tu susceptibilidad al pedirte de favor que me dejes en paz. No te ofendas, que no es mi intención ofenderte, ¿te digo algo? No sé para qué viniste, habría salido más barato si te hubieras ahorrado el viaje. Y te digo más: no me gusta como te quedan las alas. ¡Mucho mejor te quedaban el vaquero gastado y la remera azul! 


Ada Vega, visítamehttp://adavega1936.blogspot.com/