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viernes, 14 de julio de 2017

Como las sirenas

                       
          La ventana del primer piso de la casa de enfrente tenía,  en invierno, los postigos siempre abiertos. Detrás de los cristales, entre las cortinas de hilo, una niña rubia nos miraba jugar. A veces, en verano, la abrían totalmente. Entonces la niña apoyaba sus brazos cruzados sobre el marco de la ventana y sus ojos claros recorrían la calle angosta. Sirena se llamaba. Como las sirenas de los cuentos marineros. La casa de Sirena tenía dos pisos, un jardín muy grande, un muro de ladrillos y un portón de hierro con candado.
Los niños del barrio nos reuníamos por las tardes a jugar. Los varones en la calle, las niñas en la vereda. Era aquel un barrio muy tranquilo por donde rara vez pasaba un auto. En aquel tiempo vivía con mi madre y mi hermano Carlos, en una casa de tres piezas y un fondo con parral.
De tanto ver a la niña que nos miraba desde su ventana, una tarde le pregunté a mi madre por qué Sirena no bajaba a jugar en la vereda. Mi madre me explicó que ella no jugaba con los niños del barrio. No entendí porqué no quería jugar con nosotras si éramos todos vecinos y vivíamos en la misma calle y se lo comenté a mi madre, que agregó:
 —Tal vez los padres no le permitan bajar a jugar porque son una familia bien, y no se dan con los vecinos del barrio.
—¿Qué es una familia bien, mamá?
—Una familia que tiene mucho dinero.
—¿Nosotros tenemos mucho dinero?
—No, mi amor, nosotros no tenemos dinero.
—¿No somos una familia bien ?—mi madre sonrió:
—Somos una familia bien, sin dinero.
 Recuerdo que quedé pensando que sería muy triste tener mucho dinero. Y aquellos niños fuimos creciendo. Los años se precipitaron. De los cinco años de pronto llegué a los ocho; tenía diez años cumplidos cuando una tarde observé a mi hermano que miraba fijo la ventana de la casa de enfrente y a Sirena que le sonreía. A partir de ahí, muchas veces los vi intercambiar miradas y sonrisas. Un día mi hermano, que ya había cumplido los catorce años y estaba en el liceo, decidió cruzar a la casa de la familia bien a conocer a la joven Sirena y se lo dijo a mi madre.
— ¡Hijo, cómo vas a ir a esa casa si no tenemos relación! Si apenas nos saludamos.
 —No importa —le contestó decidido—, yo quiero conocer a Sirena.
—Querido,  no te van a recibir —insistió.
De todos modos ese fin de semana mi hermano se acicaló un poco más que de costumbre, le dio un beso a mamá —que quedó angustiada—, cruzó la calle y por primera vez golpeó las manos frente al portón de la casa de enfrente. Una morena gritó desde una ventana.
—Qué desea.
—Hablar con la señora de la casa.
—Para qué —quiso saber la morena.
—Quiero conocer a Sirena.
La morena no contestó. Lo miró de arriba a abajo y entrecerró la ventana. Mi hermano permaneció incólume. Al poco rato volvió la morena, abrió el portón y lo condujo a una salita donde se encontraba la mamá de la joven. La señora le tendió la mano. Quiso saber como se llamaba.
—Carlos —le dijo.
 —Donde vivís, Carlos —le preguntó.
—Vivo enfrente, soy el hijo de la modista.
—Y por qué querés conocer a Sirena.
—Porque la veo siempre asomada a la ventana y quiero hablar con ella.
La señora, después de un momento, le pidió que la acompañara. Subieron una escalera, llamaron a una puerta y entraron. En una habitación llena de libros, muñecas, y osos de peluche, se encontraba Sirena. Se conocieron al fin.
—¡Es linda mamá! Linda, linda. ¡No sabés cuánto! Tiene el pelo rubio y largo, muy largo, y los ojos claros como tus ojos, mamá. Y una risa grande y unas manos blancas y suavecitas. La mamá me dijo que los sábados de tarde puedo ir a verla. ¡Cuando termine de estudiar y me reciba, voy a casarme con ella…! Mi madre lloró esa tarde abrazada a mi hermano, que a los catorce años había decidido que hacer con su futuro.
—No llores, mamá. Está todo bien. Yo la quiero y ella también me quiere, ¿entendés, mamá?
—Hijo, pero ella…
—No importa mamá, no importa.
Mamá entendía, cómo no iba a entender. Los años al pasar, la vida que se empeña siempre en mostrarnos todo lo bueno, todo lo malo, tendrían la última palabra. Mientras tanto mi hermano estaba de novio  con la hija de la familia bien, aquella niña rubia que asomada a la ventana nos miraba jugar.
 Pasaron seis años y una tarde de abril, se casaron en la parroquia del barrio. Todos los vecinos estaban allí.
Cuando sonaron los primeros acordes de la Marcha Nupcial y se  abrieron las puertas de la iglesia, entró Carlos con Sirena vestida de novia en los brazos. Atravesó la nave principal y la bajó frente al altar mayor. La sostuvo todo el tiempo, mientras el sacerdote los unía en matrimonio. Después, volvió a salir con ella en los brazos.
Las amigas, en una ronda, habían rodeado el auto que los esperaba.
 Antes de partir, Sirena arrojó al aire su ramo de novia.

Ada Vega, 2008

jueves, 13 de julio de 2017

A destiempo



   Maduraron a destiempo las frutas de aquel verano. Los duraznos jugosos y aterciopelados,  las manzanas rojas y tentadoras, las uvas rosadas del dios Baco. Los damascos, las sandías y las naranjas.
Fue aquel un verano agobiante con un sol abrasador que mantenía a las personas tumbadas,  sin deseos de trabajar, esperando el refresco de la tarde.
 A la salida del pueblo un camino bordeado de palmeras llegaba hasta la finca de don Emilio Acosta Piriz. Ubicada sobre un otero, al norte de Treinta y tres, la  propiedad consistía en una amplia extensión de tierra dedicada a la labranza. Don Emilio junto a sus hijos y algunos peones, salían muy temprano por las mañanas a sus labores del campo y  volvían cuando el sol del mediodía caía vertical.
 Ese día, mientras un par de morenas preparaban la comida para todos, volvían del monte de frutales, con las canastas rebosantes, las muchachas que ayudaban en las tareas. Bajo la sombra fresca de un bosque de paraísos, haciendo un alto para un pequeño descanso, se sentaron con las faldas remangadas y  se hartaron de comer.
 Con ellas también se encontraba Merceditas, la hija menor de la familia  Acosta Piriz, que acababa de cumplir sus quince años.
En la cocina doña Elvira, la esposa de Don Emilio, rodeada de latas de melaza y azúcar rubia, de canela y clavos de olor, iba preparando el almíbar y el caramelo a punto, en ollas de cobre, donde se cocinarían los dulces y las mermeladas para consumir en el próximo invierno.
 Aquellas dulzuras eran  luego guardadas en frascos herméticos, y almacenadas en  las amplias alacenas de la despensa. Todos los veranos la casa se inundaba de aquel aroma a frutas y dulces caseros. 
Merceditas sentada bajo los árboles contaba muy entusiasmada a las muchachas,  que esa tardecita había retreta en la plaza del pueblo y que ella concurriría con sus padres.
 El paseo a la plaza  a escuchar las interpretaciones de la banda era para el pueblo un acto de importancia social.
Allí se congregaban los vecinos más relevantes del lugar con sus hijas y sus hijos casamenteros. Las señoras se ponían al   tanto sobre las tendencias de la moda, los caballeros se reunían a conversar de política y las chicas paseaban del brazo con sus primas y amigas alrededor de la pérgola donde se ubicaba la banda.  Al pasar junto a los jóvenes reunidos en grupos, cambiaban con  ellos saludos  y miradas cargadas de intención  animándolos, de ese modo, a que se les acercaran.
Aquella tarde la familia de don Emilio Acosta Piriz llegó a la plaza en una volanta. Doña Elvira tomó asiento  en un banco junto a unas señoras de su amistad, mientras don Emilio, en grupo de correligionarios, se ponía al día con las últimas noticias llegadas desde  la capital.
Mientras la banda interpretaba un vals de Strauss, Merceditas, con  un grupo de amigas, fue a dar una vuelta por la plaza. A un costado de la banda, un joven alto, de cabello y ojos oscuros, que la miró interesado. Ella también se sintió tocada. Quedó pensando en él  hasta el otro día en que  volvió a verlo en la esquina de la iglesia, cuando pasó con su madre para  la misa de once.
El joven volvió a mirarla con una mirada llena de ruegos y promesas. Ella le devolvió, en la media sonrisa, la seguridad de ser correspondido.
Para la próxima tarde de retreta ya sabían ambos quién era quién. Presos del destino, se habían enterado que nada podía ser posible entre los dos. La familia de don Emilio pertenecía al partido político que gobernaba el país. La familia del jovenera gente de Saravia. De todos modos,  la primera tarde  en que volvieron a encontrarse en la plaza, el muchacho se acercó y le confesó su amor.  Ella lo aceptó de buen grado y le comunicó que pediría permiso a sus padres para que la visitara.
Merceditas no quiso esperar y esa misma noche habló con sus padres. Les contó quién era su pretendiente.  Si una bomba hubiese caído en la casa de don Emilio, no hubiese hecho tanto daño ni causado tanto dolor.
La madre juró que nunca, bajo ningún concepto, permitiría ella que un “blanco” pisara su casa. Demasiados familiares habían enterrado, caídos en batallas a manos de los blancos saravistas.
El padre se puso rojo de ira y gritó que nunca. Ni sobre su cadáver. La joven lloró, imploró. Las batallas ganadas y perdidas habían quedado atrás. Ellos ni siquiera habían nacido cuando esos hechos luctuosos ensangrentaron al país. Pero los padres no transaron. Jamás lo harían.
Le prohibieron volver a las tardes de retreta en la plaza del pueblo. A misa iría  solamente acompañada de su madre.
Desde entonces Merceditas fue solo  una sombra recorriendo la casa. 
Un día recibió un mensaje.
El joven enamorado calculando la reacción de su padre, cuando se enterara a qué familia pertenecía su enamorada, intentó un armisticio por el lado de su madre. Le habló con el corazón abierto rogándole que intercediera ante su padre, a fin de que aceptara a la  joven que había elegido para madre de sus hijos. Le contó de su sincero amor por Merceditas y su deseo de casarse con ella. Su madre no reaccionó como el joven esperaba. Lo miró horrorizada sin poder creer lo que el hijo le decía.
No, jamás intercedería ante su marido por semejante despropósito. Aún lloraba a sus hermanos muertos en combate con los “colorados”.
Enterado el padre dijo que no  permitiría esa unión bajo su techo. Que no había nacido el “colorado” que tuviese la osadía de atravesar la puerta de su casa. Y que  si él se obstinaba en esos amores,  abandonara la casa y se olvidara de que alguna vez tuvo padres.
Nunca se supo con certeza quien le llevó el mensaje a Merceditas. Alguien dijo que fue un peón de don Emilio. Otros, alguna de las muchachas que ayudaban en las tareas. Pero es indudable que alguien le avisó que esa noche debía esperar a su enamorado en el monte de frutales.
La joven a medianoche estaba allí. El muchacho llegó y en ancas de su caballo se la llevó. Llegaron a la estación del ferrocarril y con los boletos en la mano corrieron por el andén.
 La campana del tren, que salía rumbo a la capital, amortiguó apenas el sonido seco de dos disparos. 
Mientras el ferrocarril arrastraba su  esqueleto de hierro y madera, los dos jóvenes quedaron sobre el andén.
Un viento porfiado intentó desprender de la mano del muchacho, los dos boletos marcados con destino a la gran ciudad del  sur.
Doña Elvira en la mesa de la cocina, entre mieles perfumadas, canela y clavo de olor, prepara el dulce de zapallo en cal, para que los trozos no se deshagan. Los pequeños boniatos, parejos, iguales, con azúcar y miel. Los duraznos Rey del Monte, cortados a la mitad, en almíbar. Las jaleas de cáscaras de manzana.
Habían madurado a destiempo, las frutas de aquel verano.

Ada Vega 2001

miércoles, 12 de julio de 2017

Amor es un algo sin nombre


       Los sábados en el club de mi barrio se organizaban bailes entre los vecinos. Don Pedro, el albañil que vivía en  la otra cuadra, traía  una victrola RCA con trompeta y una manivela que había que girar continuamente para poder escuchar unos discos de pasta,  que llevaban una grabación de cada lado. También era el encargado de pasar los temas y dar vuelta o cambiar los discos  tras cada  canción.
En aquellos años la música que  escuchábamos en la radio y que se bailaba, era de las Orquestas Típicas que interpretaban tangos, milongas y valses; las Orquestas Características con pasodobles y foxtrot,  y las Orquestas de Música Romántica Tropical también llamada música lenta.
Las personas que concurrían a esos bailes éramos siempre los mismos, matrimonios con sus hijos pequeños, y los jóvenes,  chicas y chicos, que habíamos crecido juntos. Rara vez llegaba al baile algún desconocido. Cuando sucedía era porque venía acompañado de algún vecino.
Las diversiones para nosotras  eran escasas, aparte de ir a la playa y los sábados a bailar, podíamos casi todos los domingos pasar la tarde en el  cine. Íbamos en barra y nos sentábamos todas en la misma hilera, siempre en las mismas butacas. Masticábamos chicles y comíamos Po acaramelado durante toda la función.
Un sábado de baile a  fines del invierno llegó el hermano de una de mis amigas, con un compañero de trabajo. El joven venía por primera vez, cuando entró recorrió con sus ojos todo el salón. Su presencia me impactó. Se quedó a un lado de la pista conversando con unos conocidos.
Al empezar la típica salí a bailar con Adolfo, un muchacho con el que siempre bailaba el tango, pasé  al lado del forastero y lo miré, él no me vio. Ni se enteró.
 Al finalizar la típica hubo un descanso, salí afuera con mis amigas y nos sentamos a conversar. Cuando volvimos había comenzado la música lenta. No volví a verlo  y no me importó. Di media vuelta al salón y me quedé junto a una amiga que no bailaba.
 Entonces lo vi venir se detuvo a mi lado y me invitó a bailar, antes de reaccionar ya estaba en sus brazos. En el disco Chavela Vargas cantaba: “yo estoy obsesionado contigo y el mundo es testigo de mi frenesí y por más que se oponga el destino serás para mi, para mí”.
 Sentí tal felicidad que pensé que Chavela cantaba  para mí. Me enamoré del forastero con  un amor de película. En el salón sólo estábamos él,  yo y Chavela: “y por más que se oponga el destino…” recosté mi cabeza en su hombro, él apretó mi cintura, y bailando me besó en la frente.
 Nos quedamos de ver al otro día en el cine.
Estrené el conjunto Bentley que la abuela me había regalado cuando cumplí los dieciséis, y el perfume que mi madre usaba para ocasiones muy especiales.
 Mientras el corazón brincaba dentro del pecho se lo conté a mis amigas. Cambié de butaca y dejé una libre para él. Lo esperé toda la tarde mientras avanzaba mi decepción. Pero no vino. Ni ese domingo, ni nunca.
 Durante muchos sábados de baile  esperé  verlo entrar al club donde nos conocimos. Después, los años pasaron y aquello  fue sólo un recuerdo de mi primera juventud.
Cuando mi sobrina más chica cumplió los quince años los padres hicieron una fiesta preciosa. Entre el bullicio, la gente y la alegría, por sobre las mesas de invitados, mis ojos se volvieron a encontrar con sus ojos. Quedamos mirándonos.
 Él estaba en una mesa con su esposa y sus hijos. Yo en otra mesa, con mi esposo y mis hijos. Éramos en la fiesta sólo dos desconocidos
Por un segundo interminable volví a escuchar la voz de Chavela Vargas en aquel bolero: “por más que se oponga el destino serás para mi, para mí” y volví a revivir la tarde aquella  en que un  forastero, bailando me besó en la frente.
 La fiesta estaba en su punto más alto. Todo el mundo bailaba y se divertía. Sacudí  la  cabeza para librarme de recuerdos inoportunos, suspiré, y le dije a mi marido:
—Adolfo, empieza la típica…¡vamos a bailar!!



Ada Vega, 2014 

Y los tigres, las siguieron.





Al principio las Sirenas, consideradas en los tiempos sin huellas deidades de menor jerarquía, venían a descansar a la Bahía de Monte vide eu. Debido a desavenencias con Afrodita, un día abandonaron los mares de Grecia y en busca de una playa digna de sus divinidades encontraron esta ensenada en nuestras costas, y aquí comenzaron a reunirse. En aquel entonces las aguas de la bahía, verdes y cristalinas, llegaban mansas hasta las arenas tibias que recibían sedientas la penetración milenaria del mar sobre la tierra virgen.
Las hijas de Nereo llegaban desde las profundidades de todos los mares. Siguiéndolas,  fascinados,  los marinos de barcos perdidos de antiguas civilizaciones, naufragaban y se hundían entre traicioneros arrecifes y ocultos bancos de arena, en fallidos intentos por alcanzarlas.
Cuando Apolo, fatigado de andar la ruta de los dioses, se perdía en el horizonte, y la fría palidez de Artemisa resplandecía en el firmamento con toda su belleza, emergían de las aguas ceñidas las sienes con diademas de oro, collares de perlas y pulseras de coral. Extendían sobre la arena sus colas escamadas que brillaban a la luz de la diosa con reflejos encantados y peinaban sus cabellos con peines de nácar.
Aguardaban pacientes a que el astro lunar presidiera el cenit, y entonaban sus cantos terribles y hechiceros, que se expandían sobre los mares hasta los más lejanos confines.
Entonces la Bahía era un cálido remanso, junto a una selva virgen rematada en un cerro agreste y vigilante.
Las Sirenas llegaban al anochecer. Ocultos entre el follaje, los tigres las observaban. Sanguinarios y feroces félidos, de mirada aguda y afilados colmillos, permanecían expectantes con los ojos fijos y las narices vibrantes, subyugados ante la visión de aquellas ninfas marinas ante quienes perdían su fiereza, doblegados como gatos, prudentes y sometidos.
Noche a noche se acercaban los tigres a observar a las Sirenas.

Un día, el pie de la criatura humana holló la tierra intocada y con ciega persistencia comenzó a bajar hacia la bahía. Se estremeció la selva, Se inquietaron los tigres. El mar se oscureció. Y ante la presencia del Hombre, las diosas comprendieron que habían perdido su refugio marino. De las noches paganas en la Bahía de Monte Vide Eu, aún persisten los restos de barcos hundidos y las sombras gimientes de aquellos marinos en la eterna búsqueda de sus sirenas. Y está escrito en el agua que una noche fatídica  entonaron sus cantos de despedida, abandonaron la playa para siempre y se hundieron en las aguas del Río como mar rumbo a los grandes océanos. Y los tigres,  las siguieron. 
Ada Vega, 2000

lunes, 10 de julio de 2017

África, agente de la KGB







Desde José María Montero hasta 21 de septiembre, se extiende el repecho adoquinado de la calle Claudio Williman. A mano derecha tres cuadras apenas, a mano izquierda solo una. Hermosa calle del barrio Punta Carretas que lleva el nombre de quien ejerciera la presidencia de la República entre 1907 y 1911, donde aún no ha llegado el vértigo de la edificación moderna de los altos edificios que trepa desde la rambla avasallando mansiones y casas antiguas.
En sus una/tres cuadras perdura un pasado que se resiste a morir. Lo dicen sus casas edificadas a principios del siglo XX, sus veredas angostas, sus árboles añejos. Sus adoquines. Viejas casas que ocultan entre sus paredes, la vida y la muerte de quienes las habitaron, seres en sombras que vuelven del pasado a contarnos historias que quedaron truncas.


Hace algunos años, Baltasar Villamide, el asturiano dueño de Covadonga, una provisión ubicada en Williman y Montero, me contó que en los años de la guerra fría había conocido personalmente a María Luisa de las Heras, la española agente de la KGB y vecina de la calle Williman, sin saber quién era realmente.

Según me contó, en el año 1960 siendo un joven de poco más de 20 años, vino a trabajar a los “Almacenes Toledo” que estaba en Williman y Suárez, en la misma cuadra y misma acera de su actual provisión. Enfrente, cruzando la calle, en el Nº 551 vivía María Luisa de las Heras con su esposo, un italiano llamado Valentín.

Recordaba que la señora María Luisa era muy guapa y muy simpática y que conversaban con asiduidad porque eran coterráneos y siempre encontraban tema para hablar de su tierra.
Villamide, que había venido a Uruguay con 17 años, tuvo dificultades y contratiempos para insertarse en las costumbres del país. De modo que encontró en María Luisa, quien le había confiado que era nacida en Cádiz, una compatriota que lo escuchaba con atención y lo aconsejaba con criterio. Al esposo no llegó a tratarlo y lo vio muy pocas veces. Sabía, además, que tenían un comercio de venta de cuadros y antigüedades en la Ciudad Vieja.

A pesar de que cruzó varias veces a llevarle pedidos a su casa, nunca vio entrar ni salir a ninguna otra persona que no fuesen ellos dos. Recuerda que cuando el esposo falleció, ella se fue por un tiempo y un día regresó, vendió la casa, y no la volvió a ver.
Según recordaba todo esto sucedió entre 1960 y 1965. Después pasaron los años él hizo su vida, se casó y abrió la provisión Covadonga. Y un día se enteró, por un periodista que publicó en España la historia de África de las Heras, la verdadera identidad de la señora María Luisa, que al principio no creyó. Hasta que entendió que sí, que María Luisa, aquella señora guapa, dulce y simpática que sabía escucharlo, y le dio sabios consejos para enfrentar la vida, era en realidad, África de las Heras Gavilán, nacida en 1910 en Ceuta, ciudad autónoma española, situada en la orilla africana del estrecho de Gibraltar, conocida como Patria, dentro de la KGB, y una de las principales agentes soviéticas en Sudamérica.

II




La misma Patria, que bajo el nombre de María Luisa de las Heras, fue enviada a Paris por orden del Kremlin, con la misión de conocer, enamorar y casarse con el músico y escritor uruguayo Felisberto Hernández, para luego establecerse en Montevideo y organizar desde allí, una red de espionaje para América Latina.


A fines de 1946, disfrutando de una beca otorgada por el gobierno de Francia, el ya reconocido músico y escritor Felisberto Hernández se encontraba viviendo en París. Allí, en 1947 Hernández escribió su cuento "Las hortensias" y editó en Buenos Aires "Nadie encendía las lámparas" uno de sus cuentos más elogiados. En abril de 1948, ya con el pasaje de vuelta a Uruguay, durante una conferencia que dio en La Sorbona, conoció a África de las Heras.

De modo que se conocieron en París y se casaron en Montevideo en 1949. Se establecieron en el Centro, donde María Luisa ejercía como modista de alta costura,  e iniciaba sus contactos directamente con la Embajada  de la Unión Soviética. Mientras tanto,  comenzó a relacionarse  con la sociedad montevideana y las familias de los políticos importantes del momento. 

De todos modos el matrimonio duró poco tiempo, a principio de 1952 se separaron legalmente. Y se cree que Felisberto falleció sin saber que estuvo casado con una espía.

Según cuenta la historia, al quedar sola después de la separación, María Luisa de las Heras amplió su círculo de amistades concurriendo a veladas y tertulias con personas de distintas ideas políticas, ya entonces tenía instalado  un equipo de radiocomunicación mediante el cual se comunicaba directamente con Moscú.

En 1956, después de viajar a Rusia, María Luisa volvió a Uruguay por orden de la KGB, casada con Valentín Marchetti Santi, un agente ruso nacido en Italia, cuyo verdadero nombre era Giovanni Antonio Bertoni. Se presentaron en la calle Williman 551, esquina Suárez, como un matrimonio comerciante en cuadros y antigüedades, con comercio instalado en la Ciudad Vieja, y allí vivieron hasta 1965.

La vida de África de las Heras como agente de la Unión Soviética, fue extensa y comprometida. En setiembre de 1964 muere su esposo, Valentín Marchetti.
De Uruguay se fue en 1965, y por mucho tiempo sus amistades no supieron de ella. Regresó en 1966 a vender su casa y nunca volvió. De todos modos, en Moscú la esperaban otras misiones de riesgo.


"África de las Heras Gavilán fue una militante comunista española nacionalizada soviética y una destacada espía del KGB ", que vivió en mi país y en mi ciudad 20 años y nadie supo quién era sino 30 años después de haberse ido.

Por ese motivo quise narrar su paso por la calle Williman, contado por alguien que la conoció personalmente, y conserva de ella un buen recuerdo.

Fue condecorada en ocho ocasiones. Murió en Moscú, con el grado de coronel en 1988. Fue enterrada con honores militares en medio de una solemne ceremonia.


Tal vez, oculta en estas casas de ayer, surja alguna otra historia plausible de contar. Mientras tanto seguiremos paseando por Claudio Williman, por sus veredas angostas, junto a su arcaico empedrado, que evoca un tiempo lejano, que ya pasó.


Ada Vega, 2016.

domingo, 9 de julio de 2017

Ofelia Bromfield




Ofelia  Bromfield nació en la Ciudad Vieja, en una mansión que sus antepasados construyeron a  principios del siglo XX. El primero de los Bromfield había llegado al país a fines de la Guerra Grande, con intención de invertir en la industria textil. A su  llegada se instaló en la sitiada ciudad de Montevideo, en una casa de paredes muy altas y balcones con barandales de hierro, cerca del Templo Inglés hoy: Catedral de la Santísima Trinidad y sede de la Iglesia anglicana. Templo que fue construido dentro de las murallas, de espaldas al mar. Luego demolido, al comenzar la construcción de la rambla sur en la década del 20 y vuelto a construir en  los años treinta, en una réplica del mismo, frente al mar, sobre la calle Reconquista.
El señor Bromfield se afincó en Montevideo y contrajo nupcias con una señorita londinense radicada en la ciudad. Fue uno de los hijos de este matrimonio quien hizo construir en la primera década del siglo XX,  la mansión de la Ciudad Vieja. Heredada, por lo tanto, en línea directa, la mansión pasó a constituirse en propiedad de los padres de Ofelia Bromfield. Para ese entonces la fortuna de los Bromfield, debido a la poca visión para los negocios, había comenzado a declinar. De todos modos, Ofelia llevó allí una infancia y una adolescencia feliz. Concurrió al British School, aprendió a montar a caballo, a jugar al tenis y a nadar en todos los estilos. Se casó con un joven que fue con el tiempo copropietario de una empresa naviera y tuvo dos hijos: un hijo atorrante y una hija lesbiana. El joven atorrante era reconocido por su padre como un vago, un holgazán. Su madre, en cambio, entendía que el muchacho era un chico alegre y bohemio viviendo a pleno su juventud.
Con la hija al principio no se enteró. No se dio cuenta que los años pasaban y nunca la vio en compañía de un varón; con un compañero de clase o un posible enamorado. Comenzó a llamarle la atención cuando, ya en la universidad, la veía siempre en compañía de una chica  un poco mayor que ella. Aunque no profundizó ni averiguó sobre dicha relación. Hasta que un día su hija le comunicó que se iría a vivir con su amiga.
—En pareja, le dijo.  Ofelia creyó no entender, de todos modos, era una mujer inteligente.
—Cómo en pareja, le preguntó.
—Sí mamá, le contestó la joven muy segura de sí. Somos pareja hace mucho tiempo y por lo tanto resolvimos vivir juntas.
—¿Pero como...? Atinó a decir Ofelia. La chica no la dejó terminar de hablar y le dijo con cierta superioridad:
—Mamá, a mí los hombres no me atraen. No los quiero a mi lado como novios ni como esposos. No quiero que me toquen. No quiero que me violen en nombre del amor. Que me lastimen. Que con su simiente  me hagan un hijo en la barriga. No quiero tener hijos, mamá. No quiero que me hagan daño. Una mujer jamás me haría daño. ¿Comprendés, mamá?
Ofelia comprendía a su hija. Comprendía lo que le estaba diciendo. Pero no la entendía. No la entendió nunca. Aceptó que se fuera a vivir en pareja con su amiga, con la esperanza, quizá, de que algún día  recapacitara  y se volviera una mujer “normal” que le diera nietos. Y vaya si algo así sucedió.
Habían pasado dos años cuando una tarde llegó  Fernanda a ver a su madre. Llegó feliz a contarle la buena nueva:
 —Vamos a tener un hijo, mamá.
Ante tal aseveración, Ofelia llegó a pensar que su cabeza comenzaba a sentir el cruel paso de los años. Que su mente ya no coordinaba como debería.
Es cierto, se dijo casi con resignación, estamos transitando el siglo XXI: todo puede ser posible. La ciencia avanza en estos tiempos con una celeridad como nunca antes. Habrá algo que no se pueda lograr en los próximos años, se preguntaba. Dejarán los hombres de ser necesarios para engendrar las nuevas generaciones. Será  posible un mundo sin hombres, sin  amor, sin sexo entre un hombre y una mujer. ¿No sería ya tiempo de que la Ciencia parara un poco...? 
Ofelia en su confusión sólo acertó a preguntar:
—Cómo que van a tener un hijo.
—Sí, mamá, vamos a adoptar un bebé. Una chica que está embarazada y no lo puede criar, me lo va a dar.
—Y por qué no lo puede criar, quiso saber Ofelia, en parte tranquilizada.
 —Porque es muy pobre y tiene otros hijos y fijate que nosotras lo podemos criar sin ningún problema. Pensamos adoptar una nena y un varón.
Ofelia no pudo disimular su contrariedad.
 —Pero, Fernanda, no me dijiste un día,  antes de irte a vivir con tu compañera, que no querías saber nada de los hombres. Que no querías ser violada ni lastimada, que no querías llevar un niño nueve meses en la barriga ni sufrir los dolores de parto.  
—Claro que te lo dije. Y sigo pensando igual.
 —Seguís pensando igual pero tenés intenciones de criar dos niños ajenos como hijos propios.
 —Sí, mamá, pero yo no necesito un hombre para tenerlos. 
—Tú no, pero la chica que lo va a dar a luz, sí lo necesitó. Ella para tenerlo pasó por todo lo que tú no quisiste pasar.
—Y bueno mamá, alguien tiene que tener a los bebés, no crecen en los árboles ¿no? 
—No, no crecen en los árboles, por eso no es justo que una mujer tenga que dar a sus hijos  para que una pareja, como la de ustedes, juegue con ellos a las madres.
—No vamos a jugar a las madres, los vamos a alimentar y a educar. Los vamos a querer mucho. No van a andar en la calle  pasando frío y hambre.
—Y cuando crezcan cómo les van a decir que no tienen padre pero que, en cambio, tienen dos madres.  
—No sé, mamá, no sé. Eso lo veremos después. Cuando crezcan.
Hoy, iniciado el 2012, Fernanda y su pareja tienen tres chicos. Tres varoncitos que criaron de bebés como propios. Tres varoncitos que las muchachas consiguieron legal o ilegalmente, nunca supo la abuela cómo,  pero que los aceptó y los amó desde el mismísimo día en que, recién llegados, se los pusieron en los brazos.
Tres niños felices que van a la escuela, tienen un hogar con dos mamás, un tío atorrante y dos abuelos que los aman. ¿Qué pasará mañana? Qué les dirán sus madres sobre sus nacimientos. Ya se verá cuando el momento llegue.
Desde que el hombre de ciencia comenzó a intervenir en la concepción de los seres humanos por medio de la Fecundación in Vitro, la Reproducción Asistida y sin llegar a dar, por el momento, mucho asidero a la Clonación Humana no sería de extrañar que los niños, en los tiempos venideros,  nacieran de un repollo.
Con seguridad para entonces no habrá necesidad de explicaciones. La vida en su andar distorsiona y da vuelta las cosas. Las cambia de rumbo. Pone al sur lo que antes estuvo al norte.
Ante estas cavilaciones Ofelia recuerda una historia que de niña le contara su abuelo paterno, sobre el Templo Inglés que los emigrantes británicos construyeron en la Ciudad Vieja allá por  1800, de espaldas al mar y frente a la ciudad y que un día lo dieron vuelta y quedó como está ahora: de espaldas a la ciudad y frente al mar.


Durante años dudó de  que esa historia fuese cierta. Mire si un Templo va a girar como una noria. Sin embargo, al pasar los años y ante la evidencia del Templo Inglés construido en la Ciudad frente al mar, y unas antiguas fotos del mismo Templo de espaldas al mar, debe reconocer que lo que hoy parece imposible puede un día por astucia, por magia o por amor, convertirse en la  más pura realidad.  

Ada Vega, 2009