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jueves, 18 de enero de 2018

Mi abuelo Pedro


Después que murió mi padre, mi hermano y yo íbamos en vacaciones a la casa de mis abuelos paternos que vivían en Lavalleja, en un paraje llamado Solís, 20 Kilómetros antes de llegar a Minas. 



Mi hermano se iba apenas terminaban las clases de la escuela. Viajaba solo. Tomaba el tren en la Estación Yatay y se bajaba en el Kilómetro 96, en la parada que había en los campos de mi abuelo.



Yo iba en febrero, mi madre me mandaba con un agenciero amigo de la familia que vivía en Minas. Se llamaba Evaristo, y llevaba y traía encomiendas de Minas a Montevideo y de Montevideo a Minas. Mi madre me llevaba a la estación, me sentaba junto a la ventanilla y acomodaba mi valija, arriba, donde iba el equipaje, nos despedíamos y bajaba, yo le hacía adiós desde la ventanilla, el tren partía, ella se quedaba en la estación y yo comenzaba a extrañarla.



De todos modos, a mí me gustaba ir a la casa de mis abuelos, porque siempre había algún cachorro para jugar, algún cordero guacho y mimoso que mi tía Bonifacia alimentaba, y que andaba todo el día husmeando en la cocina o en el ante patio. También había en el brete un petizo para hacer mandados cortos. Y otros primos, que vivían en Minas, y pasaban allí las vacaciones.

Tenía 5 años cuando comencé a ir en vacaciones. La abuela María ya había fallecido y mi abuelo, Pedro, le había pedido a mamá que me dejara ir a pasar unos días con ellos. La casa estaba en lo alto de un estero. Se entraba por la cocina, una cocina muy grande con dos mesas largas y bancos a los lados, una alacena, al fondo, que ocupaba toda una pared y varias cocinas a leña. Frente a la puerta de la cocina, allá abajo, estaba la parada del tren. Cuando íbamos llegando el maquinista tocaba el pito y salían mis parientes a recibirme pues sabían que yo llegaba. Todos eran muy buenos conmigo. Mi tía entonces me llevaba de la mano a ver al abuelo, que estaba siempre en su dormitorio. Lo recuerdo sentado en una silla de respaldo muy alto, con una manta sobre sus piernas, frente a una ventana alta y enrejada que llegaba casi hasta el suelo. Desde allí miraba el campo, los potreros de los novillos y la vía del ferrocarril que daba una vuelta atravesando el campo,  por donde lo veía venir y regresar hacia Montevideo, dejando a su paso una nube de humo negro. Era lindo mi abuelo. Tenía la cabeza y la barba blanca, el bigote entrecano y los ojos claros.

Cuando llegábamos con mi tía, las dos de la mano, nos deteníamos en la puerta. Él me miraba, abría los brazos, y me decía: 
—Venga, m´hijita. Y yo me acercaba y él me abrazaba y sus ojos se llenaban de lágrimas, y lloraba despacito y sin consuelo, aunque yo sabía que no quería llorar. Entonces mi tía le decía: 
—No se ponga triste papá, ¿no está contento que vino a verlo la nieta de Montevideo? 
—Sí m’hija, como no voy a estar contento, le contestaba. Y yo me quedaba con él que acariciaba mi cabeza, pero no pensaba en mí. Yo sé que me acariciaba pensando en mi padre. El hijo mayor, el primogénito, el hijo amado, el único hijo que dejó el campo y se fue a vivir a la capital. Donde murió, a poco de llegar, en un accidente de trabajo dejando sola a su mujer y sus cuatro hijos. Y yo estaba allí, sentada a sus pies, sin entender por qué lloraba. 

La familia de mi padre y la de mi madre eran vecinos. Ambas familias vivían una a cada lado de la vía del ferrocarril. Cuando mis padres se casaron, poblaron en el kilómetro 100, junto a la estación Solís. Allí tenían la casa, la quinta y un almacén con billar donde expendían bebidas. También tenían, carnicería y matanza.

Allí nacieron cuatro hijos. En 1933 uno de los hijos, un varón de 5 años se enfermó de una enfermedad extraña. Lo llevaron a Minas y de Minas Montevideo. Falleció en el Hospital de Niños de Quiste Hidático. 

Fue un duro golpe para mis padres. Mi madre no quería vivir más allí. Al volver terminaron con la matanza y no volvieron a vender carne. Se encontraban en la disyuntiva de irse a vivir a Minas o mudarse a otro sitio. Mis abuelos tenían una casa grande y querían que mi padre se fuera a vivir allí con su familia. Pero eso no sucedió. 

Un día un político amigo de mi padre, que vivía en Minas, le ofreció venirse a vivir a Montevideo para trabajar en ANCAP, el Ente Autónomo que estaba en construcción en el barrio de La Teja. Y mi padre se vino con mi hermano, el mayor de los varones, que tenía 8 años, bajo la promesa de casa y trabajo. En 1935 se vino mi madre con mi hermana mayor que tenía 11 años y el menor de 2 años.

Yo nací en La Teja en 1936.

Cuando en 1940 mi padre murió en ANCAP, en un accidente de trabajo, mi abuelo mandó a buscar a mi madre para que fuese a vivir con sus hijos a su casa. Pero mi madre nunca volvió al campo. Nos crio sola a los cuatro hermanos y nunca volvió a casarse. Mi hermana se casó muy joven, mi hermano mayor entró en Ancap, y mi abuelo solo veía a mi hermano menor, que iba todas las vacaciones, pero que no paraba en la casa, salía de mañana a caballo y visitaba a los tíos que vivían cerca y se iba con mis primos a pescar y a bañarse en un arroyo que pasaba cerca. De aquel hijo amado y perdido, solo le quedaba mi presencia unos días de cada febrero. 

Pasaron los años


Después, cuando mi abuelo falleció, ni yo ni mi hermano volvimos a aquella casa sobre el otero. 


Ada Vega, 2018

domingo, 14 de enero de 2018

Condiscípulos


Hoy lo volví a ver. Pasó caminando por la puerta de mi casa. 
Éramos niños cuando un día su familia vino a vivir a mi barrio y lo inscribieron en mi escuela. Entró a cuarto año. Yo estaba en quinto. Nos mirábamos en el recreo. El me esperaba a la salida y me acompañaba hasta mi casa, no hablábamos, creo, solo caminábamos juntos. En las vacaciones nos vimos pocas veces porque él pasaba el verano en el campo, en la casa de los abuelos. Al año siguiente él entró a quinto yo a sexto. Nos seguimos mirando en el recreo y él esperándome a la salida. Un día al llegar a mi casa me besó en la mejilla, junto a la boca, y se fue corriendo. Quedé mirándolo y pensé que éramos novios. Esas vacaciones no nos vimos porque su mamá se enfermó y pasó, con ella, todas las vacaciones en el campo. Cuando comenzaron otra vez las clases en la escuela, él fue a sexto, pero yo entré al liceo. Los meses pasaron y nos dejamos de ver. De todos modos, siempre pensé que trataría de verme. Que algún día iría a esperarme a la salida del liceo. Pero nunca sucedió. Durante años lloré por dentro aquel amor de adolescentes. Nunca me fui de mi barrio, pero ya no vivo en aquella casa de mi niñez. Supe que estudiaba en la facultad de Agronomía, que un día se recibió y se fue a vivir al departamento de Río Negro. No sé si se casó. Si tuvo hijos. Hoy, detrás de los cristales de mi ventana, lo volví a ver. Mi hija menor se parece a mí, salía por la puerta de calle y se cruzaron en la vereda.  Se entre paró al verla, ella no se dio cuenta y siguió de largo. Él miró hacia la puerta, miró hacia la ventana y nos volvimos a ver. Por unos segundos fuimos aquellos dos condiscípulos. El tiempo apenas antes que mis ojos se llenaran de lágrimas. Las lágrimas que no lloré nunca. Las lágrimas que lloré por dentro durante tanto tiempo. Hice al fin mi duelo por aquel primer amor que caló muy hondo en mí, que pudo haber sido y no fue. Y me sentí libre de carga, liviana de bagaje. Sé, ahora, que si lo encuentro un día en la calle lo podré saludar, y reírme de aquellos niños que un día tan solo, jugaron a amarse.


Ada Vega,  2018