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viernes, 2 de febrero de 2018

Selenne




Alejandro de Luca volvió al barrio una tarde, de gafas oscuras y bastón. 
El taxi lo dejó en la puerta del bar.
Bajó seguro, caminó dos pasos al entrar, y se detuvo. Se acercó un mozo y él le preguntó:
—¿Este bar está igual a como estaba hace 20 años?
—¡Este bar no ha cambiado en 70 años! le contestó el mozo
—A mi derecha, ¿cuántas mesas hay?
—Tres mesas.
—¿Alguna está libre?
—La tercera.
Comenzó a caminar.
—Lo acompaño —ofreció el mozo.
—¡No! Quiero llegar solo. Tráigame un café.

Se fue guiando con el bastón: en la primer mesa dos hombres conversaban; la segunda la ocupaba una pareja, un hombre y una mujer. En la tercera retiró una silla, desarmó el bastón, lo dejó sobre la mesa y se sentó junto a la ventana, de frente a las mesas por las que acababa de pasar.

Veinte años atrás había sido un parroquiano habitual. Solía llegar en la tarde con Selenne, su novia primera, su novia de siempre. Sentados en alguna de esas mesas, junto a la ventana, entretejian proyectos de futuro. Pero el país atravesaba momentos difíciles. Escaseaba el trabajo. 

Después de pensarlo mucho decidió emigrar, volar a los Estados Unidos donde todos hablaban de lo bien que se vivía. Juntó dinero para el viaje, consiguió direcciones de amigos y sacó el pasaporte. Quedó de acuerdo con  Selenne. que en cuanto consiguiera trabajo y vivienda, le enviaría el pasaje para que fuera a reunirse con él.
La joven lloró, tuvo miedo, pero confió en él. Y una tarde con la esperanza de un pronto reencuentro, extrañándola antes de partir, inició esperanzado, el camino hacia el remoto país del norte. 

Con amigos que lo esperaban a su llegada, consiguió trabajo y vivienda para él. Se encontraba en el proceso de conseguir un mejor empleo que le permitiese llamar a su novia, cuando un joven estudiante universitario, armado con un rifle, atacó a niños de una escuela.

Se acercaba la Navidad. Nevaba en Nueva York. Alejandro caminaba feliz por una de las avenidas de la Gran Manzana cuando una bala sin destino, se alojó en su cabeza. Los médicos salvaron su vida, pero estuvo años internado en distintos hospitales pues había perdido la vista y la memoria. 

Fue un caso muy estudiado por los facultativos de Estados Unidos, que entendían que la lesión no había sido tan grave, como para causar tanto daño a su cerebro. De modo que pasado unos años, y sin secuelas que impidiesen recuperar la visión y la memoria, comenzaron a tratarlo en hospitales psiquiátricos donde al cabo, a los veinte años del accidente, fue poco a poco rescatando la memoria, aunque no así la visión. Debido a dicha mejoría, los médicos coincidieron en que la ceguera era un caso de psiquiatría y que posiblemente como recuperó la memoria, recuperaría un día la visión.

Cuando Alejandro recordó quién era, porqué se encontraba en Estados Unidos, y recordó a Selenne, solo pensó en el regreso. Lo asaltaron mil dudas y preguntas, de todos modos tenía urgencia por saber que había sido de ella durante esos años, y aunque hubiese perdido su amor sentía la necesidad de volver a encontrarla y contarle lo que había sucedido. De modo que en cuanto le dieron el alta y le permitieron viajar, juntó sus pertenencias y abordó el primer avión con destino a Montevideo. Al llegar se alojó en un hotel céntrico, dejó su valija en la habitación y pidió un taxi.

Ahora se encontraba en el viejo bar recordando su vida pasada. La pareja de la mesa dos pidió la cuenta y se fue. Apoyó los dedos en la esfera de su reloj para saber la hora, las agujas marcaban las 19 y 10. Llegó una persona y ocupó la mesa donde antes estuvo la pareja del hombre y la mujer. El mozo se acercó y saludó amable:

—Buenas tardes, Selenne, cómo está?

—Bien, José, ¡viviendo!

—¿Te con limón como siempre?

—Como siempre, José, ¡gracias!

El corazón golpeó con fuerza el pecho de Alejandro de Luca. Se puso de pie, tomó el bastón, se acercó a la mesa dos, retiró la silla desocupada. Preguntó: 

—¿Puedo? Ella no contestó y él se sentó. Dejó el bastón recostado a la mesa.

La mujer miró a aquel hombre de gafas oscuras, se fijó en el bastón blanco. Pasó un minuto interminable. Ella seguía sin hablar. El hombre extendió un brazo sobre la mesa y oprimió con su mano la mano temblorosa de la mujer.

—No llores, Selenne —le dijo—, soy yo, y estoy aquí.

Ada Vega, edición 2016

miércoles, 31 de enero de 2018

En el valle del Lunarejo


Cerca de Tranqueras, en el valle del Lunarejo, había nacido Ezequiel Montoya séptimo hijo varón de Luz Marina Inzaurralde, abnegada mujer hecha para el trabajo, casada con Antenor Montoya, un quilero fronterizo medio sabandija dueño de unas cuadras de campo al costado del Cerro Bonito. 
Allí habían poblado, junto a una chacra que trabajaba Luz Marina. Campo inhóspito, no porque fuera mala tierra sino porque hervía de víboras. Para la serpiente de Cascabel el valle era una feria por donde solía lucirse haciendo sonar su cencerro, o silbando al pasar de refilón junto a la gran Ñacaniná, su pariente pobre, con quien no hacía buenas migas. 
Al ser la región poco habitada por el hombre, las víboras dominaban todo el espacio, eran fuertes y poderosas. Luz Marina las enfrentaba a machetazos cuando le invadían su campito consiguiendo, a duras penas, mantenerlas a distancia. Tenía, sin embargo,  un extraño poder frente a la ponzoña de los reptiles. Tal vez, a fuerza de recibir tanta mordedura, estaba inmunizada contra su veneno pues las afrontaba sin temor. 
Las serpientes le reconocían el poder, teniéndole cierta consideración, no exenta de un rencor a duras penas disimulado. De todos modos era una lucha diaria cuidar a las gallinas y a los patos, a la lechera y hasta a los perros. 
Pero el mayor problema lo acarreaban los días de lluvia cuando el Lunarejo crecía y se desbordaba, entonces el bicherío se desparramaba por el valle, se llegaba hasta las casas y se metía en las habitaciones huyendo del agua que, en su descontrol, los arrastraba fuera de sus madrigueras. Luz Marina luchaba sola contra las inclemencias del lugar. Antenor no era hombre de querencia. Los hijos —decía—, eran cosa de la madre. 
Le arrimaba ropa y algunos comestibles cuando bajaba del norte y se largaba otra vez a contrabandear. Recorría establecimientos y pequeños pueblos llevando y trayendo mercaderías varias,  mientras, entreverado en fiestas, comilonas y chupandinas dejaba correr la vida sin mayores  preocupaciones. 
Cuando Ezequiel cumplió siete años la madre comenzó a notarle actitudes impropias. Al principio pequeñas facultades de entendimiento con los animales, que se fueron acentuando con el tiempo. A pesar de ser un gurí manso como el apereá, poseía la sagacidad del puma y la vista aguzada del águila. 
En sus recorridas por el valle los animales se apartaban para darle paso, bajaban la cabeza cuando él los miraba y las aves detenían  el vuelo, quietas en las ramas, al verlo pasar. Ante su presencia las víboras permanecían arrolladas sobre sí mismas, quietas las cabezas, observándolo quisquillosas con sus ojos oblicuos. 
El dominio que Ezequiel ejercía sobre los animales del monte, era sólo comparable con el que ostentaba sobre ellos, el gran lobo negro, que en noches de luna llena recorría el valle del Lunarejo hasta la Cascada del Indio y más allá, imponiendo su presencian ante todas las alimañas rastreras o voladoras que habitaban el intrincado monte. Un lobo hermoso, de gran talla, de pelaje reluciente y ojos como brasas, que la gente de Tranqueras asociaba con Ezequiel, por aquello de: séptimo hijo varón,  en fija lobizón. Nadie pudo afirmar con certeza que el séptimo y último hijo de Luz Marina y Antenor era en realidad lobizón, a pesar  de que los vecinos de los alrededores así lo afirmaban. Lo cierto es que cuando Ezequiel cumplió los dieciocho años se fue del valle, no se supo si para el norte o para el sur, lo que sí supieron en Tranqueras es que el lobo negro que en noches de luna llena recorría el monte, también desapareció en esos días.
En los años que siguieron poca cosa se conoció de Ezequiel. Sólo que había andado por Fraile Muerto, por Cardona, que lo habían visto por el Yí, por Dolores y un día desembocó en la capital. Y en Montevideo lo conocimos nosotros. Trabajaba de albañil y vivía en una pensión. Era un hombre tranquilo, taciturno, vivía solo. Nunca le conocimos compañera. De vez en cuando desaparecía por unos días y volvía sin dar explicaciones. En una oportunidad nos contó que había nacido en Rivera, en el valle del Lunarejo, que hacía fácil unos veinte años que se había ido y que nunca había vuelto. Y un día, porque sí no más, dejó el trabajo y dijo que se iba. Adónde —le preguntamos. Por ahí —nos contestó. No volvimos a verlo.
Por aquel entonces contaba  gente que vivía en Tranqueras, que la casa de los Montoya estaba muy abandonada. Los hijos de Luz Marina y Antenor fueron, poco a poco, abandonando la casa paterna. Antenor hacía años que no bajaba hasta el valle. Se había conchabado en el Brasil y allá se quedó con nueva mujer y otros hijos. Luz Marina  estaba sola, vieja y cansada. Dicen que una noche sintió que la  muerte venía reptando a buscarla y no tuvo fuerzas ni ganas de salir a pelear. Las víboras, envalentonadas, habían rodeado el campito. Hacía mucho tiempo que nadie las dominaba, serpientes y culebras se acercaban en apretado círculo. Ya habían pasado los hilos del alambrado cuando un extraño refucilo, las detuvo en seco. Un lobo negro de ojos luminiscentes, con las garras arañando la tierra, estaba  esperándolas a la entrada de las casas. 
Los filosos colmillos relampagueaban  iluminados por la luna llena. Atropelladas, envueltas en un sonido sibilante, las víboras huyeron por los cuatro rumbos. 
Al otro día comentaban los vecinos, que Ezequiel, el hijo más chico de Luz Marina y Antenor, había vuelto con su madre. Alguien lo había visto arreglando el alero de la casa que se había vencido.
El bicherío del valle del Lunarejo, junto al Cerro Bonito, volvió a mantener distancia. 
Ada Vega, edición 1997 - 

martes, 30 de enero de 2018

Como debe ser




Dicen los que estaban que a Rudesindo Ordóñez lo mataron mal. A traición, dicen. Por la espalda. Que esa es mala manera de matar y de morir. No se debe. No señor. Es por eso que en las noches sin luna, cuando al campo lo abruma la oscuridad y sólo se escuchan las lechuzas chistando al pasar, más de uno comenta que ha visto al Rudesindo montando un tubiano con ojos de fuego, cruzar al galope y perderse en la nada. Justo por donde uno menos quisiera encontrarlo. También dicen, los que saben de muertos y aparecidos, que mientras vivan los hermanos Gomensoro su pobre alma en pena andará en la huella como una luz mala. Rondando.
Rudesindo era un mozo indómito. Negado para el trabajo. Vivía en el trillo carneando ajeno. Libre y solo sin marca ni lazo que lo sometiera. Hábil para el juego y buen jinete; bailarín, payador y mujeriego hasta el tuétano. Su fama de orejano, viviendo al filo de la ley, era reconocida por aquellos hombres trabajadores del campo, con poco tiempo para la diversión y menos para los sueños. Nunca ocultaron que sentían por Rudesindo cierta mezcla de envidia y desprecio. Fama exaltada, sin embargo, por las mujeres que veían en él al trovador de buena estampa a quien todas querrían amar. Y en esa mixtura de odios y amores encubiertos, de amores robados y amores ofrecidos, transcurría la vida de aquel mozo guitarrero y cantor. De todos modos, acostumbrados en el pago a la presencia del muchacho que había quedado huérfano desde muy chico, los vecinos toleraban su vagancia y era, junto a su guitarra, el convidado de piedra en cuanta reunión hubiese por los alrededores.
Es sabido que en casi todos los enfrentamientos entre hombres, las mujeres han tenido algo que ver. Y en esta ocasión parece que también por faldas fue el asunto. Así cuentan los que cuentan en pagos de Treinta y Tres.
Al norte de Valentines, tirando para Cerro Chato, tenían los Gomensoro una hacienda bastante próspera dedicada a la cría de merinos. El matrimonio tenía cuatro hijos, tres varones y Adelina, la menor. Una muchacha muy bonita y avispada. Ese año, para la zafra de primavera, el patrón había contratado una comparsa de gente del lugar muy baqueana para el trabajo de yerra y esquila. Junto a esa gente se encontraba Rudesindo Ordóñez que, al final de la jornada, entre mate y caña, cantaba valsecitos y vidalas con voz ronca y bien entonada. Adelina, la hija de los Gomensoro, ya había oído ciertos comentarios sobre la vida disipada que llevaba el muchacho, y no pudo resistir la curiosidad de conocerlo. Una mañana, con el pretexto de cebarle unos mates al padre, se acercó a la gente que estaba en plena faena y allí lo vio. Según dicen los que estaban Rudesindo ni se fijó en ella. Tal vez la vio como la gurisa que era no más y ni corte que le dio. Sin embargo ella, por el contrario, quedó con la cabeza llena de pájaros y prendada del mozo y, mujer al fin, comenzó a maquinar el modo de atraer al muchacho para que se fijara en ella. El asunto fue que una vez terminada la zafra, después de una fiesta de asado con cuero, vino y empanadas, los contratados se fueron cada cual por su lado. También se fue el cantor, que con unos pesos en el cinto y su guitarra requintada, salió en su flete a recorrer el pago, visitar boliches y refistolear mujeres. Entre guitarreada y copas fueron transcurriendo las horas. Era ya pasada la media noche cuando llegó a su rancho. Recostada en los eucaliptos una luna amarilla lo observaba distraída. No había abierto la tranquera cuando el galope de un caballo, que se acercaba, lo puso en guardia. Quedó a la espera junto al alambrado, hasta que un tordillo oscuro se detuvo y de un salto desmontó Adelina con un lío de ropas colgando del brazo. Rudesindo no la dejó llegar a la portera, la paró ahí no más, y le preguntó asombrado:
—¿Y vos qué andás haciendo a estas horas?
—Me vine, le contestó ella.
—¿Cómo que me vine? ¿A qué te viniste?
—A quedarme con vos, afirmó la muchacha.
—¿A quedarte conmigo? ¿Estás loca vos?
—Vine pa´ser tu mujer. Pa´quedarme en tu rancho.
Si la situación no hubiese sido tan seria, Rudesindo habría pensado que aquello era una broma. De todos modos, no quiso seguir escuchando y le gritó enojado:
—¡Caminá gurisa, andá a terminar de criarte que, en su momento, algún mozo te va a pedir pa´casarse contigo como se debe. ¡En menudo lío me metés si tu padre y tus hermanos te encuentran aquí! Y no te aflijas porque vivo solo. El día que quiera mujer en mi rancho, yo mismo la voy a traer. Ahora subí a tu caballo que te voy a llevar de vuelta, no está la noche como pa´que andés sola por ahí... ¿Y ahora qué te pasa? ¿Por qué te ponés a llorar?...¡Muchacha del diablo!...¡Mocosa mal criada!
Llegaron a la hacienda de los Gomensoro entrada la madrugada. El sol empujaba un montón de nubes, que se iban deshilachando, para darle lugar. De lejos se veía en la estancia mucho movimiento. Rudesindo dejó a Adelina junto a la portera grande y se fue en un trote lento. El padre y los hermanos fueron a alcanzarla. Ella seguía llorando, a moco tendido, como si la hubiesen violado. Los cuatro muchachos se quedaron mirando al jinete que se alejaba...
Esa noche, en el boliche, el Rudesindo acodado en el mostrador tomaba su caña. Conversando con el turco le había dicho que andaba con ganas de levantar vuelo, dejar Valentines por un tiempo, subir hasta el norte, cruzar el Olimar, llegarse hasta Tupambaé y quién sabe tal vez, largarse hasta Cerro Largo. Y no estaba lejos, no más, de que lo hiciera en los próximos días.
Los hermanos de Adelina llegaron antes de la medianoche, se detuvieron en la puerta, vieron al Rudesindo fueron hacia él y lo cosieron a puñaladas. Por la espalda fue. A traición. Sin que el hombre se pudiera defender. Lo mataron para vengar la honra de una mujer a la que él, ni llegó a conocer.
Muchos en el pago piensan que Adelina fue la excusa, no la causa, de la muerte de Rudesindo Ordóñez. Que aquellos hombres atados al trabajo de la tierra y a sus costumbres, mataron en Rudesindo lo distinto. La libertad de pájaro, su estampa y su fama. Ahora podían dormir tranquilos. Ya no había guitarrero enamorando mujeres, ni ganador en el juego, ni orejano viviendo al costado de la ley. Estaba cada cosa en su debido lugar. Como siempre había sido. Como debe ser.


Ada Vega, 2005