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viernes, 11 de mayo de 2018

Por mano propia



Hacia la orilla de la ciudad los barrios obreros se multiplican. La ciudad se estira displicente marcando barrios enhacinados proyectados por obra y gracia de la necesidad. La noche insomne se extiende sobre el caserío. Un cuarto de luna  alumbra apenas. Los vecinos duermen. Un perro sin patria ladra de puro aburrido mientras revuelve tachos de basura. Por la calle asfaltada los gatos cruzan saltando charcos y desaparecen en oscuros recovecos, envueltos en el misterio. En una de las casas del barrio comienza a germinar un drama.
Clara no logra atrapar el sueño. Se estira en la cama y se acerca a su marido que también está despierto. Intenta una caricia y él detiene su mano. Ella siente el rechazo. Él gira sobre un costado y le da la espalda. Ya han hablado, discutido, explicado. Clara comprende que el diálogo se ha roto, ya no le quedan palabras. Ha quedado sola en la escena. Le corresponde sólo a ella ponerle fin a la historia.
 Los primeros rayos de  un sol que se esfuerza entre nubes, comienza  a filtrarse hacia el nuevo día. Pasan los primeros ómnibus, las sirenas de las fábricas atolondran, aúlla la sierra del carnicero entre los gritos de los primeros feriantes. Marchan los hombres al trabajo, los niños a la escuela y las vecinas al almacén. 
Hoy, como lo hace siempre, se levantó temprano. Preparó el desayuno que el marido bebió a grandes sorbos y sin cambiar con ella más de un par de palabras, rozó apenas su mejilla con un beso y salió apresurado a tomar el ómnibus de las siete que lo arrima hasta su trabajo.  Clara quedó frustrada,  anhelando el abrazo del hombre que en los últimos tiempos le retaceaba.
 La pareja tan sólida de ambos había comenzado a resquebrajarse. No existía una causa tangible, un hecho real, a quién ella pudiera enfrentar y vencer. Era más bien algo sórdido, mezquino, que la maldad y la envidia de algunos consigue infiltrar, con astucia, en el alma de otros. Algo tan grave y sutil como la duda.
 Clara sabe que ya hace un tiempo, no recuerda cuánto, en la relación de ambos había surgido una fisura causada por rumores maliciosos que fueron llegando a sus oídos. Primero algunas frases entrecortadas oídas al pasar en coloquios de vecinas madrugadoras que, entre comentar los altos precios de los alimentos, intercambiaban los últimos chimentos del barrio. Claro que más de una vez se dio cuenta que hablaban de ella, pero nunca les prestó  demasiada atención.
Dejó la cocina y se dirigió a despertar a sus hijos para ir a la escuela. Los ayudó a vestirse y sirvió el desayuno. Después, aunque no tenía por costumbre, decidió acompañarlos .Volvió sin prisa.
El barrio comenzaba su diario ajetreo.
Otro día fue Carolina, una amiga de muchos años, quien le contó que Soledad, su vecina de enfrente, cada vez que tenía oportunidad hablaba mal de ella. Que Clara engañaba al marido con un antiguo novio con quien se encontraba cada pocos días, comentaba la vecina a quien quería escucharla.
 Comenzó por ordenar su dormitorio. Tendió la cama como si la acariciara. Corrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara el aire mañanero. Después, el dormitorio de los dos varones. Recogió la ropa para lavar y  encendió la lavadora. Puso a hervir una olla con la carne para el puchero y se sentó a pelar las verduras mientras, desde la ventana, el gato barcino le maullaba mimoso exigiéndole su atención.
El sol había triunfado al fin y brillaba sobre un  cielo despejado. Las horas se arrastraban lentas hacia el mediodía. Colocó las verduras en la olla del puchero y lo dejó hervir, a fuego lento, sobre la hornalla de la cocina. Tendió en las cuerdas la ropa que retiró de la lavadora.
Cuando estuvo segura y al tanto de los comentarios que la involucraban, increpó duramente a la vecina quién dijo no haber hablado ni a favor ni en contra de su persona, sin dejar de advertirle, de paso, que cuidara su reputación si le molestaba que en el barrio se hablara de ella. Clara quedó indignada. Aunque el vaso se colmó cuando, unos días después, su marido regresó enojado del trabajo pues un compañero lo alertó sobre ciertos comentarios tejidos sobre su mujer. Clara le contó entonces lo que su amiga le dijo y su conversación con la vecina. Le aseguró que todo  era una patraña,  una calumnia creada por una mujer envidiosa y manipuladora.
—Por qué —preguntó el hombre. —No sé —contestó ella. Entonces la duda. Y la explicación de ella. Su amor y su dedicación hacia él y  hacia los hijos. Le juró que no existía, ni había existido jamás, otro hombre.  —Por qué motivo esta mujer habla de vos. Por qué te odia —quiso saber. —No sé. No sé. Y la duda otra vez.         Quizás hubiese podido soportar el enojo de su marido. No tenía culpa de nada. Algún día todo sería aclarado, quedaría en el olvido, o preso del pasado. Pensaba que su matrimonio no  iba a destruirse por habladurías, sin imaginar siquiera que faltaba un tramo más.
Cuando se hecha a correr una calumnia nunca se sabe hasta donde puede llegar. El marido no está enterado,  pero ayer se acabó su tolerancia. Su corazón se llenó de odio. Cuando volvieron los hijos de la escuela le contaron que un compañero, en el recreo, les dijo que la madre de ellos tenía un novio.
Fue el punto final.  No más.
Entró en el baño a ducharse y se demoró complacida bajo la lluvia caliente. Se vistió con un vaquero, un buzo de abrigo y calzado deportivo. Tendió la mesa para el almuerzo con tres cubiertos. Dio una mirada en derredor. Comprobó que estaba todo en orden. Salió a la vereda y se quedó a esperar junto a en la verja de su casa. Pasaron algunos vecinos que la saludaron: el diariero,  el muchacho de la otra cuadra que vende pescado, el afilador de cuchillos, la vecina que quedó viuda y vende empanadas a diez. Es lindo el barrio. Y tranquilo, nunca pasa nada. Todo el mundo se conoce. En la esquina, sobre la vereda de enfrente, hay un almacén. Los clientes entran y salen durante todo el día.  En ese momento una mujer joven abandona  el negocio y se dirige a su domicilio situado  frente a la casa de Clara.
La joven la ve venir y cruza la calle. Se detiene ante la mujer que al principio la mira irónica, aunque  pronto comprende que el asunto es más serio de lo que imagina. Evalúa con rapidez una salida. Pero ya no hay tiempo. El arma apareció de la nada y el disparo sonó en la calle tranquila como un trueno. La mujer cayó sin salir de su asombro, en la puerta de su casa.
Volvió a cruzar con la misma calma. Entró en su casa, dejó el arma sobre la mesa del televisor,  tapó la olla del puchero, apagó la cocina, se puso una campera y guardó la Cédula de Identidad en el bolsillo. Cuando oyó la sirena de la patrulla salió.
La vecina de enfrente permanecía caída en la puerta de su casa rodeada de curiosos. En la vereda de la casa de Clara, el barrio se había reunido en silencio. Alguna vecina lloraba. Una amiga vino corriendo y la abrazó. Un viejo vecino le dijo tocándole el hombro: no valía la pena m´hija. Ella le sonrió, siguió caminando entre los curiosos y entró sola al patrullero. El policía que venía a esposarla desistió.
Siete años después volvió al barrio. El esposo fue a buscarla. En su casa la esperaban los dos hijos, uno casado. La casa había crecido hacia el fondo estirándose en  otro dormitorio. Junto a la cama matrimonial del  hijo,  había una cuna  con un bebé. Otro puchero hervía sobre la cocina. La mesa estaba puesta con cinco cubiertos. Desde la ventana, el gato barcino le maulló un saludo largo de bienvenida 


AdaVega - 2013  

jueves, 10 de mayo de 2018

El arte de desaparecer



       ---Mirá, Ángel, a mi nadie me saca de la cabeza que la culpa de lo que le pasa al flaco Garmendia, la tiene el armenio Pedro. La gente del barrio podrá decir muchas cosas que pegan en el palo, no voy a decir que no. Vos también podrás decir que ya va a aparecer como aparece siempre porque sos amigo del armenio. Ta, yo te entiendo. Pero para mí que esta vez se mandó mudar en serio. Creeme. Lo dejó al flaco y se fue a la mierda.

Era sábado de tardecita y varios parroquianos se encontraban, en el bar La Alborada esperando una partida de Casin que se iba a dar esa noche entre dos contrincantes muy expertos. Uno de ellos era Osvaldo, un muchacho del barrio que paraba hacía mucho tiempo en aquella esquina del Pueblo Victoria, gran jugador de Casin. Había sido retado por un veterano, llamado Ocampo, que llegó un día de paso y lo vio jugar. La cita era para esa noche y el boliche estaba lleno de gente que había venido, vaya a saber de dónde, a presenciar la partida.

—¿Qué me querés decir?¿Qué la mujer del flaco se fue con el armenio?
—Sí, eso te quiero decir.
—Pero vos tenés que estar loco. ¿De dónde sacaste esa historia?
—Al armenio siempre le gustó la mujer del flaco.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Tiene que ver que desaparecieron los dos.
—¿Quién dijo que el armenio desapareció? Yo estuve con él ayer o anteayer, no me acuerdo bien.
—La mujer del flaco desapareció ayer o anteayer.
—Pero vos sabés bien que ella desaparece dos por tres y después aparece y no pasa nada.
—Pero esta vez es distinto. Yo me estoy maliciando otra cosa.
—¡Aflojale que colea, Beto! Dejate de embromar. El armenio es un tipo bien. Yo lo conozco. Es incapaz de una fulería de esas.
—Bueno, ta, vos siempre tenés razón. Dejala por ahí. Dejala. 

Todos en el barrio conocíamos a la mujer de Garmendia. Se llamaba Maribel y era hija de un matrimonio húngaro que había venido al Uruguay en la época de la guerra y se quedó a vivir en el barrio. Era una pelirroja preciosa, con la cabeza llena de rulos, la cara llena de pecas y los ojos azules. Fue una niña normal hasta los cuatro años, cuando empezó a desaparecer en el aire a ojos vistas. Una fea costumbre, si se quiere, que no hablaba bien de ella pues desaparecía caminando por la vereda, en medio de una conversación dejando al interlocutor hablando solo, o simplemente cuando le venía en gana.

Al principio esos desplantes a los vecinos les caían muy mal. Después fueron acostumbrándose y llegaron más o menos a tolerarla. Aunque al paso de los años, ante la tal rareza de la muchacha, nunca, la maldita manía de desaparecer ante la gente dejó de fastidiarlos. Cuando era niña los otros chicos del barrio no querían jugar con ella, principalmente si jugaban a la escondida. En la adolescencia desaparecía ante cualquier circunstancia complicada que le tocara vivir. Cuando llegó la hora de conseguir novio, a pesar de ser muy bonita, no lograba que los posibles candidatos aceptaran sus fugas manifiestas. A los muchachos los dejaba en evidencia cuando desaparecía en una fiesta, mientras bailaban o al caminar abrazados por la rambla.

De todos modos, a pesar del hábito de esconderse, Maribel y Garmendia se entendieron de entrada. Salvo algunas deserciones de parte de ella, que a él nunca llegaron a molestarlo demasiado, puede decirse que tuvieron un noviazgo casi normal. Pese a que el día de la boda, vestida de novia ante el altar, cuando el sacerdote le preguntó si aceptaba al novio para amarlo hasta que la muerte los separara, no supo qué contestar y se desvaneció en el aire provocándole al cura un paro cardíaco del que luego, gracias a Dios, se recuperó. Claro que no le sirvió de mucho desvanecerse en la iglesia, pues ya estaba casada ante la Ley, así que para no perderse la fiesta apareció esa noche a presidir la reunión.

Con su traje blanco de novia, comió, bailó, arrojó el ramo a sus amigas y a las tres de la mañana se fue con su flamante marido. Y no, parece que esa noche no desapareció de la cama matrimonial. Porque ya conté que Maribel era escapista, no tonta. De todos modos, cuando a los nueve meses los dolores de parto comenzaron a ser insoportables, desapareció de la cama, de la sala y del sanatorio y apareció a los dos días con su hermosa niña en brazos a continuar su vida mundana.

Los vecinos más viejos del barrio comentaban que el arte de desaparecer le venía de herencia, pues su madre, decían, solía desaparecer dos por tres dejando a su marido solo por varios días al cuidado de la niña, para luego reaparecer fresca como una lechuga fresca. Aunque algunos escépticos afirmaban que esas desapariciones de la señora, eran debido a otros motivos non tan sanctos. Tal vez eran habladurías de gente envidiosa, porque, convengamos, que desaparecer es algo que todos querríamos lograr en más de una oportunidad a lo largo de nuestras vidas. Sin embargo, lo más acertado es creer en la teoría de quienes opinan que la mujer del flaco Garmendia, la madre y tal vez la abuela que quedó en Hungría, eran descendientes directos de los Hobbits, artífices en el arte de desaparecer, que vivieron en la “Tercera Edad de la Tierra Media”, según el viejo Tolkien. Aunque esto no es tampoco muy seguro, pues lo que nos cuenta el señor Tolkien en el “Libro Rojo de la Frontera del Oeste” es una leyenda y de este caso, que cuento, doy fe.

A nosotros las desapariciones de Maribel no nos causaban ninguna extrañeza. Éramos más o menos de la misma edad y sabíamos que desde que tuvo uso de razón, el escapismo para ella era algo normal. Por el contrario, cuando desaparecía y volvía a aparecer, nosotros nos sentábamos en rueda para oír sus relatos sobre los lugares que había visitado. Los primeros relatos fueron muy confusos. Ella no sabía muy bien donde había ido, ni tenía un orden para contar, por lo que nosotros nos quedábamos en ascuas. Después, ya un poco más grande, cuando aprendió a hilvanar mejor un relato, nos contó un día que venía de vuelta de una de sus desapariciones, que había estado por la Represa Gabriel Terra y el Embalse de Rincón del Bonete, en aguas del Río Negro. Otra vez por el Arroyo Tres Cruces y el pueblo Javier de Viana en el departamento de Artigas. Y otra, por el Bañado de la India Muerta en el departamento de Rocha. Que con ella, dicho sea de paso, aprendimos más geografía de nuestro país que la que nos enseñó la maestra en la escuela. 

Era aún muy joven, cuando logró un dominio bastante certero del poder que había nacido con ella. Poseía la capacidad de elegir, por lo menos, un lugar en el mundo donde aparecer en cada escape. Así fue conociendo países americanos, africanos y asiáticos. Y lógicamente la vieja Europa. Pues en aquellos tiempos en que muchos uruguayos vacacionaban en el viejo continente, no conocer Paris, el barrio latino y la Torre Eiffel; Madrid, La Puerta de Alcalá y el Palacio de la Moncloa; y Roma, la Fuente de Trevi y la Ciudad del Vaticano, significaba algo así como no existir. Pero para nosotros, sus amigos del barrio, que las vacaciones no pasaban de un domingo en el Parador Tajes, los relatos a propósito de sus viajes nos maravillaban. Le preguntábamos cómo hacía para lograr ese misterioso hechizo que la trasladaba de un lugar a otro. Ella nos explicaba entonces, que el deseo de escapar de donde se encontraba le aparecía de pronto, cerraba los ojos, se concentraba en ese deseo y cuando volvía a abrirlos se encontraba en sabe Dios qué lugar. Si se sentía bien en ese sitio se quedaba un día o dos, de lo contrario volvía a concentrarse y cambiaba de lugar. Cuando quería volver a su casa lo pedía específicamente.

Durante años en múltiples oportunidades me he concentrado, he cerrado los ojos con fuerza y pedido con toda la fe del mundo desaparecer de donde me encontraba y aparecer donde Dios quisiera. A fuerza de desengaños he tenido que reconocer al fin que escapista, como actriz, se nace.

Esa noche el bar estaba muy animado esperando la partida de Casin. Las apuestas en su mayoría se inclinaban hacia Osvaldo, el crédito del barrio. Un rato antes de la hora establecida llegó Ocampo. Traía consigo un estuche de cuero  negro con herrajes plateados. El hombre había sido federado y contaba con más de un título. Abrió el estuche dejando ver en su interior, sobre el acolchado de un rojo vino, un taco desarmable estupendo, de una madera valiosísima y mango con incrustaciones de marfil., y con mucha calma comenzó a armarlo. Unos minutos antes de empezar el partido llegó el armenio Pedro. Se detuvo un momento en el mostrador para saludar a Ángel y fue a sentarse en una mesa frente al billar, desde donde lo llamaban unos conocidos. Ángel no supo muy bien por qué se alegró de verlo, pero le dirigió una mirada irónica al amigo chimentero, que estaba a su lado, quien prefirió no abrir la boca.

Osvaldo tenía una gran hinchada, todo el boliche estaba con él. Poco antes de empezar la partida se acercó a la taquera y retiró el taco que consideró en mejor estado. No había mucho para elegir. Estaban casi todos torcidos, algunos astillados y otros mochos. De todos modos lo revisó y le puso tiza. Encendió un cigarrillo y esperó a que Ocampo terminara de armar su taco profesional. El partido era a ocho rayas. El primero lo ganó Osvaldo. Ocampo ganó el segundo. El “bueno” lo robó Osvaldo. Ocampo insistió en seguir jugando. Osvaldo, como buen anfitrión aceptó. Jugaron toda la noche. Ocampo ganó algún partido. Hubo quien dijo que Osvaldo le dio changüí. De todos modos, al final, como se esperaba, el ganador absoluto fue el crédito del barrio.

Ocampo esa madrugada se fue confundido, sin alcanzar a entender cómo su contrincante le pudo haber ganado, durante toda la noche, con aquel taco revirado.
En el boliche alguien lo dijo al pasar: el que sabe, sabe.

Maribel apareció al otro día, venía de Londres, demoró un poco más de lo habitual porque se quedó para ver el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham.
¡No se lo iba a perder...! 


Ada Vega, 2006 

lunes, 7 de mayo de 2018

Las sandalias rojas de Simone



     Cuando era niña me gustaba vestirme con la ropa de  mamá. Principalmente calzarme los zapatos de tacos altos. Pero mamá, que llevaba luto por mi padre, no me dejaba poner sus vestidos pues toda su ropa era negra y no quería verme vestida de ese color. Recuerdo que  para salir usaba un sombrero con caída de gasa hacia la espalda y un velo que le cubría la cara. Al año y medio de su luto cerrado le quitó la caída, después el velo y luego dejó de usar sombrero. Eran los años de la segunda Guerra Mundial y las mujeres se había liberado de algunas prácticas  tradicionales.
 Un verano mi hermana, que ya estaba casada, le trajo de regalo un corte de tela blanca para que empezara su medio luto. Y mamá se hizo una blusa tipo camisa con la manga al codo para usar en casa pues, según dijo, no iba a salir a la calle vestida con tanto blanco.  Olvidada de los colores en su ropa no pudo aunque lo intentó, abandonar del todo su vestimenta negra que siguió usando hasta el final de sus días.
Más de una vez me he detenido a pensar por qué mi madre me dejaba usar sus zapatos que no sólo me quedaban grandes, sino que podía en cualquier momento quebrarles un taco. Recién lo supe, muchos años después, cuando vi a mi hija recorrer la casa arrastrando mis vestidos y subida en mis propios zapatos de tacos altos.
Los zapatos de mamá eran cerrados, de punta fina y tenían una pequeña plataforma. A mí me encantaban. Caminaba haciendo sonar los tacos sobre las baldosas de toda la casa. Como no me permitía usar su ropa, ante mi insistencia,  en una oportunidad me hizo con una cortina floreada una falda que me llegaba al suelo y de un mantel que ya no usábamos, cortó un triángulo  de donde salió un chal con flecos y todo. Nunca volví a sentirme tan elegante y orgullosa de mi prestancia como en aquellos días.
Mamá era la modista del barrio, pero con eso de que una clienta trae otra, una vecina le dio la dirección de una señora que vivía en el Centro para que fuese a su casa a confeccionarle la ropa.  De modo que comenzó a ir una vez por semana  a la casa de una familia de apellido Barragué. Esa señora fue quien la recomendó a Simone, una francesa que vivía en un apartamento del décimo piso de un edificio de la Ciudad Vieja. 
Un día mi madre me contó que desde los balcones  de aquel departamento los automóviles se veían  así de chiquitos, también se veía el Cerro de Montevideo, en cada piso vivía una familia y había que subir por un ascensor.
Nosotros vivíamos en La Teja y el edificio más alto que yo llevaba visto en mi corta existencia, era una casa con altillo.
Por aquellos años las casas de mi barrio eran todas bajas, con jardín al frente, y fondo con gallinero y parral. Así que un día, con la lógica curiosidad de saber cómo vivían diez  familias una  encima de otra, salí de mi casa de la mano de mi madre hacia el apartamento de la francesa.
No bien llegamos al edificio mi madre se dirigió hacia una puerta, la abrió y entramos las dos a una pieza chiquita y cuadrada como una caja, donde apenas cabíamos las dos.
 —Este es el ascensor —dijo.
Mientras subíamos en el ruidoso artefacto creí que el corazón se me saldría por la boca. De repente se trancaba y parecía que se iba a quedar, pero daba  un respingo y seguía como haciendo un esfuerzo. No me gustó.
Cuando llamamos en el departamento nos abrió la puerta una mujer todavía joven que  vestía un quimono y llevaba el cabello oscuro partido al medio, recogido en rodetes uno a cada lado de la cabeza.  De baja estatura, regular belleza y piel muy blanca.
El apartamento estaba abarrotado de alfombras, cortinados, muebles y  adornos; se oía  una música que saldría de alguna parte  y mientras un perfume dulzón  me impregnaba la nariz, pasamos a su dormitorio.
En el medio de la habitación atestada de mesitas cargadas de bibelots,  portarretratos,  y almohadones diseminados sobre las alfombras, había una cama de reina. Enorme. Con acolchado capitoneado y almohadones de pluma, todo  en raso blanco. La francesa abrió el ropero —un ropero con seis puertas de espejos biselados—  y comenzó a sacar vestidos que fue dejando sobre la cama.
 A un costado de la habitación, recostado a la pared, había un aparato parecido a una radio gigante. Emitía sonidos extraños y en una pantalla como de cine,  en blanco y negro, se podía ver un tremendo rayerío. Después supe que era una televisión. Pero tendrían que pasar muchos años para que dicho aparato se hiciera conocido en Uruguay  y, mediante antenas, pudiésemos ver algo en él. De manera que me acerqué al balcón para ver si los automóviles, desde aquella altura, se veían chiquitos así. Entonces la francesa, para probarse los vestidos, se quitó el quimono quedando completamente desnuda.
Yo no podía creer lo que estaba viendo. Miré a mi madre para ver si se escandalizaba, pero le oí preguntar, sin inmutarse, si los botones los quería al tono o los prefería dorados. Mi madre era una mujer muy ubicada y prudente. Yo tendría que haber aprendido de ella.
Me senté en la cama de reina entre los vestidos y los almohadones de raso mientras Simone, seis veces repetida en los espejos, permanecía de pie “desnuda como el tallo de una rosa”. Fue entonces que mis ojos se detuvieron en sus pies, y no tuve ojos para nada más. Ya no me importaron los autos que se veían chiquitos así, el haber visto un aparato de televisión mucho antes del 50, ni la blanca desnudez por seis de la francesa; sólo tuve ojos para aquellas sandalias rojas que calzaban los pequeños pies de Simone, que realmente me habían deslumbrado.
Eran unas sandalias de tiras cruzadas, de tacos altísimos y de un color rojo, tan rojo y tan hermoso,  que me dejaron sin respiración. Me moría por ponérmelas. Mientras tanto Simone,  para estar más cómoda, se la quitó y las dejó a mis pies. Yo las quería tocar y no sabía cómo hacer. Ensimismada en ellas creo que comencé a descalzarme, entonces mi madre (ojos largos) que adivinó mis intenciones,  me tomó de una mano y me dijo:
 —Vení, sentate acá. —y me sentó a su lado en un sofá.
Esa tarde la francesa apartó un par de vestidos  que —según dijo— no usaba y se los dio a  mamá para que aprovechara la tela y me hiciera algo a mí. Mi madre se lo agradeció, pero yo me fui muy enojada porque en lugar de regalarme dos vestidos  pudo haberme regalado las sandalias, con las que soñé mientras fui niña. Recuerdo que solía decirle a mi madre que cuando fuese grande y trabajara me compraría unas sandalias rojas como aquellas.
No sucedió así. En los años que siguieron  y mientras fui estudiante no tuve oportunidad de usar sandalias y luego, cuando comencé a trabajar y pude al fin comprarlas, tal vez no estarían de moda o quizá habré tenido otras prioridades. Y a pesar de que las sandalias rojas tuvieron en mi corazón un privilegiado lugar, nunca llegué a tenerlas en mis pies.
Sin embargo la vida que nunca termina de sorprenderme, me ha demostrado hoy que la moda —al igual que la historia— siempre se repite.
He visto las sandalias rojas de Simone rematando las piernas de una joven modelo en una iluminada propaganda callejera. Y he sonreído al recordar aquel departamento de la Ciudad Vieja. En mi larga existencia he visto automóviles desde edificios mucho más altos que aquel que un día asombrara mi infancia. Las mujeres desnudas aparece en la pantalla de mi televisor —que veo y oigo con nitidez— como el pan nuestro de cada día. Los niños saben como vienen al mundo pues ven los nacimientos  desde las mágicas pantallas, igual que los adolescentes que mientras meriendan o cenan aprenden a hacer el amor antes de terminar la primaria.
Todo en estos tiempos gira y pasa vertiginosamente y mientras superando el Internet las armas nucleares amenazan con el exterminio total, descubrimos que ante el advenimiento del clon ya no necesitamos al Creador.
Sin embargo las niñas aún conservan su encantadora ternura y siguen soñando mientras juegan, disfrazándose con los vestidos de sus madres y taconeando sus zapatos de tacos  altos, porque antes de que este mundo de hombres que habitamos, pierda del todo la cordura, la llama de la esperanza no debe apagarse. Y alguien tiene que llevar la antorcha.

Ada Vega, 2001