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sábado, 19 de mayo de 2018

Katy mi perrita rubia


Katy  era una perra amarilla de pelo largo y sedoso. Hocico fino. Mediana de estatura y ojos color caramelo. Su linaje se había perdido en el tiempo. Era, simplemente,  una perra de razas cruzadas. Y yo la amaba. Creo que nadie me ha vuelto a mirar con  la dulzura, entrega y sometimiento, con que miraban aquellos ojitos de miel, mientras ladeaba la cabeza en un gesto comprador.
Mi infancia dibujaba rayuelas y acunaba muñecas, cuando mi padre me la trajo un día de regalo. Llegó un sábado de la fábrica con una caja de zapatos bajo el brazo, la dejó sobre mi cama y me llamó:¡Anita! Yo llegué corriendo desde el  fondo, arrastrando mi muñeca renga y me dijo: ¡Mirá lo que te traje! Dentro de la caja, la cachorrita de poco más de un mes, peluda y redondita, dormía con hipos y quejidos como soñando. Fue un amor cantado. Cuando la tomé en mis brazos y ella me lamió la cara, nos juramos un amor eterno.
Katy llegó a casa a fines de febrero,  y el entusiasmo de mis seis años con empezar la escuela se diluyó de golpe. Pasé a ser la mamá de la perrita más linda y más buena que jamás había tenido ni tendría. Ella aceptó mi tutela de bastante buen grado, y nos dispusimos a emprender el arduo camino de convivir.
A una casa por medio vivía, en aquel entonces, un matrimonio sin hijos. Los Peralta. La casa de ellos, como la nuestra, tenía un jardín al frente, con  una verja de ladrillos y un pequeño portón. Yo iba mucho a esa casa. Los Peralta tenían una gata barcina, enorme y mimosa, con unos ojos verdes ladinos y cautivadores, un pelaje suave como el terciopelo y el andar sigiloso de su estirpe. Se llamaba Rita y éramos muy amigas. Por las tardes ella me esperaba echada al sol en la verja de su casa. Al verme llegar se desperezaba y arqueando el lomo y ronroneando venía hacia mí. Yo la tomaba en los brazos y me sentaba en el escalón, a la entrada de su casa. La acariciaba y ella se adormecía en mi falda, mientras yo conversaba con una amiga imaginaria “de la carestía de la vida, señora, y de los problemas que traen los hijos”. Siempre tuve mucha imaginación.
 El día que llegó Katy, la abandoné. No estuve feliz: corté por lo sano y cambié un amor por otro. Mi antigua amiga no comprendía, y al verme pasar para el almacén o para la escuela, me llamaba con un maullido lastimero. Pero yo no podía quedarme. Estaba muy ocupada. Tenía la responsabilidad de cuidar a mi perrita. ¿Cómo decirle que la dejaba por la novelería de un nuevo amor? ¿Cómo explicárselo?
Y Katy comenzó a crecer y a correr por la vereda jugando conmigo. Y en la verja Rita, al conocer a la causante de mi traición y su abandono, comenzó a pergeñar un odio encarnizado hacia su rival.
La perrita no sabía los sentimientos que despertaba en su vecina que, al verla pasar corriendo por la vereda, refunfuñando, se erguía amenazante con los pelos de punta.
Un día mi perra, cansada de sus malos modos, se paró con las manos apoyada en la verja donde descansaba la gata, y le pegó un par de ladridos. La pobre salió despavorida. Y comenzaron a odiarse como el diablo manda.  Con un odio, mutuo, acérrimo y mortal.
 Mientras, los años  fueron pasando sin dar tregua al rencor.
Yo ya estaba en sexto grado, se acercaban las vacaciones de primavera y las dos enemigas, como si se hubiesen puesto de acuerdo, recibieron la visita de la cigüeña. Katy tuvo tres cachorros divinos de distintos colores. Rita tres gatitos barcinos como ella. Así estaban las cosas cuando una tarde mi perra fue a ladrarle a la gata, que alimentaba a sus hijitos en el jardín de su casa. La gata furiosa le hizo frente y se trenzaron a pelear. Katy llevó las de perder. Con el hocico sangrando por los terribles arañazos, aullaba de dolor y de odio, y en un desesperado arranque, se abalanzó sobre los gatitos y los mató. Rita, enceguecida, saltó sobre la cabeza de la perra y,  a arañazos le dio muerte.
La lucha se desarrolló en breves minutos. El intento de apartarlas fue abortado por el terrible desenlace. El horror nos sobrecogió a todos. Papá enterró a Katy sin comentarios. Los Peralta a sus gatitos. Rita sobre el alero de su casa, lloró dos días y dos noches con aullidos que calaban el alma. Nuestros perritos amenazaban con morirse de hambre. Mamá intentó alimentarlos sin mucho éxito.
Al tercer día de la tragedia me encontraba arrodillada junto a la cucha de Katy, acariciando a los perritos que ya casi no tenían calor, cuando vi a Rita entrar al jardín de mi casa. Maullaba despacito, como cuando éramos amigas. Se acercó a mí cautelosa, restregó su cabeza y el costado de su cuerpo en el mío, después el otro lado una y otra vez con gemidos, como lamentos. Sentí el impulso de correrla ¡maldita gata, mataste a mi perra! Pero sentí que mi mano se alargaba en una caricia y, sin lograr perdonarle la muerte de mi Katy. Comprendí también su dolor.
Fue entonces que sucedió algo extraño, y que es la razón de contar esta historia. Mientras la acariciaba la culpé de la suerte de los cachorros: mala, mala, los dejaste solitos, ahora se nos van a morir. Rita de pronto dejó de maullar, se apartó de mi lado y se echó en la cucha junto a  ellos, los reanimó a lambetazos y les dio de mamar.
Desde ese día Rita pasó a vivir en mi casa y crió a los cachorros hasta que  aprendieron a comer solos. Los perritos creyendo que era la madre andaban todo el día atrás de ella, se le echaban encima aplastándola. A veces la fastidiaban tanto que ella se escapaba y se subía al techo de la casa y desde allí los vigilaba.
 Nos quedamos con uno, los otros los regalamos. Rita no volvió a tener cría y murió en mi casa muy viejita.
Y cuando en el andar del tiempo me siento cansada y abatida, y quisiera bajar los brazos, me parece que la oigo maullar desde el alero dándome fuerzas. Yo adoraba a mi perrita de los ojos color caramelo.
Su recuerdo y el de Rita,  dormirán por siempre en mi corazón.

Ada Vega, edición 2009

miércoles, 16 de mayo de 2018

Amor de hombre




¿En qué pensaba Magela, tan llorosa, aquella noche de verano tendida en la cama junto a su marido, mientras lo miraba dormir con la placidez de un santo? Cuántas noches de cuantos años habían pasado desde aquella primera, sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años. Quién era ese hombre que dormía boca arriba, un brazo doblado sobre el pecho y las piernas ligeramente abiertas y estiradas. Con una cara de yo no fui, vistiendo apenas un calzoncillo de lino azul tan breve, que apenas lograba contener al pájaro de la lujuria causante de su desasosiego. Pájaro altanero, engañoso y cruel que, conociendo su desconsuelo, trataba de atisbarla, siempre curioso, desde la puerta apenas entreabierta de su escondrijo.
 Y ella no merecía ese oprobio.
 ¿Quién era ese hombre con quién hizo el amor hasta ayer? Con quién engendró sus hijos  y compartió su vida, hacía  más de veinte años. A quien amó con vehemencia, cada día y cada minuto de esos años. Y  a  quien estaba dispuesta a arrancar de su vida al enterarse  que ese hombre, que siempre creyó suyo,  la engañaba con otra mujer.
  Lloraba, Magela, en silencio y sin consuelo abrazada a la almohada. 
Al verlo dormir con tanta beatitud  pensó cuantas veces la habría engañado y ella,  en el limbo, ignorándolo como una tonta. Se sentía humillada. Burlada.  No pudo dominar el ramalazo que  la dominó. Su pecho se llenó de odio.  Lo odiaría por el resto de su vida. Lo arrancaría de su corazón. Ya no existía para ella.
 Volvió la cara llorosa hacia ese hombre que dormía  a su lado semidesnudo. ¡Por Dios! Y que  guapo era. Qué bien se conservaba el desgraciado, ¡mal  rayo lo parta! No representaba los años que cargaba encima. Conservaba el vientre plano y el cuerpo recio de cuando era un muchacho. Sólo las canas recordaban  los años que llevaba vividos. Pero las canas les sientan a todos los hombres y él no iba a ser la excepción, por cierto.  Sintió el impulso de matarlo. Clavarle  un puñal en el pecho. Pegarle un par de tiros. Ponerle los cuernos con el vecino de la otra cuadra que, según él,  siempre la miraba.
 Había dejado de llorar y seguía pensando en distintos tipos de venganzas con los ojos fijos en el cuerpo de su marido que dormía, ahora, con la boca abierta y despatarrado sobre la sábana de flores celestes. Le agradaba el cuerpo de su marido. Siempre le agradó. Era hermoso y deseable, maldito sea.  Ese cuerpo que besara mil veces, apasionada, de la cabeza a los pies. Ese cuerpo que no tenía misterios para ella. Su pecho fuerte donde adoraba, después del amor,  recostar la cabeza. Sus piernas firmes enredadas en las suyas en las noches de invierno. Sus manos que eran pájaros curiosos recorriéndola entera y su boca, su boca húmeda sobre su piel.
¡Santo Dios! ¿Por qué tenía ella que apartarlo de su vida? ¿Por qué tenía que dejar de amarlo y convertir su amor en odio, si fue él quien la ofendió?
Si ella era inocente de toda inocencia. Si jamás le había faltado ni con  el pensamiento. ¡No era justo!
Ya esa noche ambos habían tratado el tema. Magela, atando cabos, había llegado a la conclusión de que su marido tenía una amante. Hilando fino, juntando datos, aparentemente sin importancia, como llegadas tarde a  la  vuelta del trabajo. Desganos u olvidos para el amor, en noches febriles en que ella estuvo impaciente y urgida de él. Pequeños detalles. Simples, tal vez.  Que hubieran pasado desapercibidos en otra mujer que no fuese Magela: cuida estricta de su hogar y conocedora de su compañero hasta en sus pensamientos. Detalles  que la fueron   llevando hacia una realidad no esperada.
Eso le sucedió a Magela. Descubrió que su marido tenía una amante  y se lo dijo.
—Oscar, vos tenés otra mujer, le había dicho esa noche cuando terminaron de cenar.        
  —¿Qué decís? —le contestó él.   —Lo que oíste, y no me lo niegues  que lo sé bien.
—¡Estás loca de remate! —trató de cortar él.
Empezaron un ping pong de preguntas sin mucho asidero y respuestas esquivas.  El le juró que no tenía, ni nunca había tenido una  amante. 
—Esta semana vos te acostaste con otra mujer —le insistió Magela.
— Eso no es tener una amante —le contestó Oscar, seguro de lo que decía.
---¿Qué decís?
 —¡Que no tengo ninguna amante!
—¡Pero te acostaste con otra!
— ¿Y qué tiene eso?
—¿Cómo que tiene? ¡Me engañaste, te burlaste de mí! 
—¡Por favor Magela, no dramatices! vos sos mi mujer, yo te quiero a vos, vos sos la única mujer  que tuve siempre. ¡Lo demás no tiene nada que ver! Son cosas que pasan. ¡Nada que ver!
Quiso tomarla por la cintura y besarla como la besaba siempre, pero ella estaba muy enojada, recogió los platos y se fue a la cocina. Y él se fue al dormitorio.
 Ahora Magela lo mira dormir con la beatitud y la inocencia de un ángel bueno. Y no sabe qué hacer. Si pedirle que se vaya de la casa e iniciar el divorcio,  irse ella a  pasar mil penurias,  con sus hijos, vaya a saber dónde,  o  aceptar que su marido la  siguiera engañando cada dos por tres.
Entrada la madrugada la venció el sueño se cubrió con la sábana de flores celestes mientras su marido, dormido profundamente, roncaba con entusiasmo como roncan los hombres justos,  felices y satisfechos.
A la mañana siguiente Oscar se levantó como siempre para ir al trabajo,  tomó el café de pie en la cocina y antes de irse pasó por el dormitorio y le dijo a Magela: mamá, no te olvides que hoy Charito tiene hora para el dentista y que tenés que pagar el recibo de la luz porque hoy es el último día. Se inclinó le dio un beso en la mejilla y le dijo: me voy que se me hace tarde, chau. Portate bien.
 Para Oscar, la conversación de la noche anterior no había dejado ni rastro. Pero Magela estuvo días y días con la mente aturdida buscando una solución a su problema. Hasta que una tarde llegó de visita su madre: la abuela Ernestina. Mujer cabal, si las hay. De una sensatez y un dominio de las más difíciles situaciones, que pocas personas pueden esgrimir. Magela contó a su madre el momento que estaba viviendo y las posibles situaciones  que estaba procesando a fin de separarse de su marido. Hasta de matarlo habló. Doña Ernestina la escuchó atentamente sin pronunciar palabra. Cuando su hija terminó de contar su peripecia le dijo muy calma: —Si yo hubiese matado a tu padre cuando, como vos, me enteré que me engañaba ustedes serían huérfanos y se hubiesen criado en un orfanato. Y hoy yo no tendría a tu padre a mi lado que fue mi contención, mi compañero, quien sin dejar nunca de trabajar me ayudó a criarlos, a educarlos y mandarlos a estudiar, en años largos  y  difíciles.
Si yo, en lugar de matarlo, me hubiese ido abandonando la casa. Pregunto: ¿dónde hubiese ido con tres niños chicos, sola, sin trabajo y sin dinero? ¿Qué familiar, qué amiga me hubiese ofrecido su casa para mí y mis hijos por tiempo indeterminado?  ¿Crees que hubiese sido justa con ustedes al dejarlos sin padre y sin casa? Yo también entonces pensé muchas cosas. Yo también, como vos ahora, me sentí humillada, dolorida. Y no tuve a nadie que me aconsejara para bien ni para mal. Sin embargo, de lo que hice no me arrepentí nunca. Sabés, Magela, vos ahora no te das cuenta, tal vez pase mucho tiempo para que comprendas que lo que dice tu marido es cierto: lo que hizo no tiene importancia. Entendeme, no tiene para los hombres, la importancia que le damos las mujeres.  No importa lo que oigas por ahí, no importa lo que te digan, vos no podés poner en riesgo tu casa y tu familia. Tus hijos necesitan al padre y a la madre, y vos sabés bien que tu marido es un buen padre. Tu caso no es para una separación. Haceme caso, olvidate y seguí como si  no hubiera pasado nada.
—Mamá, ¿vos me estás diciendo que lo perdone?
— Sí, si olvidar es perdonar, te digo que lo perdones.

¿En qué pensaba Magela, tendida en la cama después de hacer el amor, apoyada la cabeza en el pecho de su esposo,  aquella noche de verano, mientras dormía con la beatitud de un santo en la paz de un monasterio? 
Desnudo como Dios lo trajo al mundo. Ángel  de pecado. Con la cabeza ladeada, las piernas  apenas entreabiertas y estiradas, con un brazo a lo largo del cuerpo y el otro rodeando su espalda.
¿Cuántas noches de cuántos años habían pasado desde aquella primera, sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años?
No sabe, Magela, cuantas noches de amor han  pasado ni  cuantas restan por venir, sólo sabe que junto a su hombre, el padre de sus hijos, seguirá compartiendo lo bueno y lo malo que la vida le depare, solamente por amor, el resto que le quede por vivir.

Ada Vega,  edición 2006 -

domingo, 13 de mayo de 2018

Ofelia Bromfield




Ofelia  Bromfield nació en la Ciudad Vieja, en una mansión que sus antepasados construyeron a  principios del siglo XX. El primero de los Bromfield había llegado al país a fines de la Guerra Grande, con intención de invertir en la industria textil. A su  llegada se instaló en la sitiada ciudad de Montevideo, en una casa de paredes muy altas y balcones con barandales de hierro, cerca del Templo Inglés, hoy: Catedral de la Santísima Trinidad y sede de la Iglesia anglicana. Templo que fue construido dentro de las murallas, de espaldas al mar. Luego demolido, al comenzar la construcción de la rambla sur en la década del 20, y vuelto a construir  en una réplica del mismo en  los años treinta, frente al mar, sobre la calle Reconquista.
El señor Bromfield se afincó en Montevideo y contrajo nupcias con una joven londinense radicada en la ciudad. Fue uno de los hijos de este matrimonio quien hizo construir en la primera década del siglo XX,  la mansión de la Ciudad Vieja. Heredada, por lo tanto, en línea directa, la mansión pasó a constituirse en propiedad de los padres de Ofelia Bromfield. Para ese entonces la fortuna de los Bromfield, debido a la poca visión para los negocios, había comenzado a declinar. De todos modos, Ofelia llevó allí una infancia y una adolescencia feliz. Concurrió al British School, aprendió a montar a caballo, a jugar al tenis y a nadar en todos los estilos. Se casó con un joven que fue con el tiempo copropietario de una empresa naviera y tuvo dos hijos: un hijo atorrante y una hija lesbiana. El joven atorrante era reconocido por su padre como un vago, un holgazán. Su madre, en cambio, entendía que el muchacho era un chico alegre y bohemio viviendo a pleno su juventud.
Con la hija al principio no se enteró. No se dio cuenta que los años pasaban y nunca la vio en compañía de un varón; con un compañero de clase o un posible enamorado. Comenzó a llamarle la atención cuando, ya en la universidad, la veía siempre en compañía de una chica  un poco mayor que ella. Aunque no profundizó ni averiguó sobre dicha relación. Hasta que un día su hija le comunicó que se iría a vivir con su amiga.
—En pareja, le dijo.  Ofelia creyó no entender, de todos modos, era una mujer inteligente.
—Cómo en pareja, le preguntó.
—Sí mamá, le contestó la joven muy segura de sí. Somos pareja hace mucho tiempo y por lo tanto resolvimos vivir juntas.
—¿Pero como...? Atinó a decir Ofelia. La chica no la dejó terminar de hablar y le dijo con cierta superioridad:
—Mamá, a mí los hombres no me atraen. No los quiero a mi lado como novios ni como esposos. No quiero que me toquen. No quiero que me violen en nombre del amor. Que me lastimen. Que con su simiente  me hagan un hijo en la barriga. No quiero tener hijos, mamá. No quiero que me hagan daño. Una mujer jamás me haría daño. ¿Comprendés, mamá?
Ofelia comprendía a su hija. Comprendía lo que le estaba diciendo. Pero no la entendía. No la entendió nunca. Aceptó que se fuera a vivir en pareja con su amiga, con la esperanza, quizá, de que algún día  recapacitara  y se volviera una mujer “normal” que le diera nietos. Y vaya si algo así sucedió.
Habían pasado dos años cuando una tarde llegó  Fernanda a ver a su madre. Llegó feliz a contarle la buena nueva:
 —Vamos a tener un hijo, mamá.
Ante tal aseveración, Ofelia llegó a pensar que su cabeza comenzaba a sentir el cruel paso de los años. Que su mente ya no coordinaba como debería.
Es cierto, se dijo casi con resignación, estamos transitando el siglo XXI: todo puede ser posible. La ciencia avanza en estos tiempos con una celeridad como nunca antes. Habrá algo que no se pueda lograr en los próximos años, se preguntaba. Dejarán los hombres de ser necesarios para engendrar las nuevas generaciones. Será  posible un mundo sin hombres, sin  amor, sin sexo entre un hombre y una mujer. ¿No sería ya tiempo de que la Ciencia parara un poco...? 
Ofelia en su confusión sólo acertó a preguntar:
—Cómo que van a tener un hijo.
—Sí, mamá, vamos a adoptar un bebé. Una chica que está embarazada y no lo puede criar, me lo va a dar.
—Y por qué no lo puede criar, quiso saber Ofelia, en parte tranquilizada.
 —Porque es muy pobre y tiene otros hijos y fijate que nosotras lo podemos criar sin ningún problema. Pensamos adoptar una nena y un varón.
Ofelia no pudo disimular su contrariedad.
 —Pero, Fernanda, no me dijiste un día,  antes de irte a vivir con tu compañera, que no querías saber nada de los hombres. Que no querías ser violada ni lastimada, que no querías llevar un niño nueve meses en la barriga ni sufrir los dolores de parto.  
—Claro que te lo dije. Y sigo pensando igual.
 —Seguís pensando igual pero tenés intenciones de criar dos niños ajenos como hijos propios.
 —Sí, mamá, pero yo no necesito un hombre para tenerlos. 
—Tú no, pero la chica que lo va a dar a luz, sí lo necesitó. Ella para tenerlo pasó por todo lo que tú no quisiste pasar.
—Y bueno mamá, alguien tiene que tener a los bebés, no crecen en los árboles ¿no? 
—No, no crecen en los árboles, por eso no es justo que una mujer tenga que dar a sus hijos  para que una pareja, como la de ustedes, juegue con ellos a las madres.
—No vamos a jugar a las madres, los vamos a alimentar y a educar. Los vamos a querer mucho. No van a andar en la calle  pasando frío y hambre.
—Y cuando crezcan cómo les van a decir que no tienen padre pero que, en cambio, tienen dos madres.  
—No sé, mamá, no sé. Eso lo veremos después. Cuando crezcan.
Hoy, iniciado el 2012, Fernanda y su pareja tienen tres chicos. Tres varoncitos que criaron de bebés como propios. Tres varoncitos que las muchachas consiguieron legal o ilegalmente, nunca supo la abuela cómo,  pero que los aceptó y los amó desde el mismísimo día en que, recién llegados, se los pusieron en los brazos.
Tres niños felices que van a la escuela, tienen un hogar con dos mamás, un tío atorrante y dos abuelos que los aman. ¿Qué pasará mañana? Qué les dirán sus madres sobre sus nacimientos. Ya se verá cuando el momento llegue.
Desde que el hombre de ciencia comenzó a intervenir en la concepción de los seres humanos por medio de la Fecundación in Vitro, la Reproducción Asistida y sin llegar a dar, por el momento, mucho asidero a la Clonación Humana no sería de extrañar que los niños, en los tiempos venideros,  nacieran de un repollo.
Con seguridad para entonces no habrá necesidad de explicaciones. La vida en su andar distorsiona y da vuelta las cosas. Las cambia de rumbo. Pone al sur lo que antes estuvo al norte.
Ante estas cavilaciones Ofelia recuerda una historia que de niña le contara su abuelo paterno, sobre el Templo Inglés que los emigrantes británicos construyeron en la Ciudad Vieja allá por  1800, de espaldas al mar y frente a la ciudad y que un día lo dieron vuelta y quedó como está ahora: de espaldas a la ciudad y frente al mar.


Durante años dudó de  que esa historia fuese cierta. Mire si un Templo va a girar como una noria. Sin embargo, al pasar los años y ante la evidencia del Templo Inglés construido en la Ciudad frente al mar, y unas antiguas fotos del mismo Templo de espaldas al mar, debe reconocer que lo que hoy parece imposible puede un día por astucia, por magia o por amor, convertirse en la  más pura realidad.  

Ada Vega, edición 2009