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sábado, 8 de diciembre de 2018

La Rocío


No había cumplido los 18 años, cuando la Rocío saltó de La Teja al bajo. Nacida en cuna de avería empezó a caminar de chica y, caminando, llegó a Juan Carlos Gómez y Piedras. Y se quedó.

Era hija de Floreal Antúnez, apodado el Manso, un cafiolo fracasado, chorro de poca monta que una noche, en una batida, terminó en gayola y con un balazo en la canilla debido a que el botón que lo corría tropezó con una baldosa floja y se le escapó un tiro. Quedó rengo de por vida y sin posibilidad de escalar muros, ni de salir rajando ante el grito de: ¡araca, la cana! Sin laburo y maltrecho recién logró subir un escalón entre el malandrinaje que empezó a tenerle un poco de respeto, cuando se casó con la lunga Aurora Cortés. Una mechera de abolengo. ¡Ligera como ninguna! Se daba el lujo de entrar a las tiendas del Centro vestida de sierva y salir como la esposa de un doctor. Nunca la pescaron in fraganti, ni visitaba dos veces el mismo comercio. ¡Sabía su oficio la flaca Aurora!

Enemistada con las fábricas donde laburaban sus hermanas, odiaba los telares y las ollas populares. Siempre creyó que su intelecto estaba para algo más redituable que las ocho horas, hacia donde nunca se dejó arrastrar. Rechazó de plano el yiro, que no iba con su decencia, despreciando a los macrós verseros que viven del cuerpo de una mujer. No tuvo sin embargo la suerte de encontrar en su camino a un guapo yugador que le arrastrara el ala, con quien vivir sin sobresaltos. De modo que, sin mucho espamento, se dedicó a perfeccionar el arte del afano hasta llegar a dominarlo. Y hubiese podido llegar lejos y hacer mucho vento si hubiera seguido sola. Pero un día conoció al Manso que le chamuyó de ternura —único hombre de su vida a quien amó de verdad—, y se perdió.

Juntaron sus desventuras, se casaron, y se dedicaron a criar hijos con la esperanza de verse reflejados en ellos. Y así les nacieron cinco, cuatro varones y la Rocío. Para entonces el Manso no pasaba de robar morrones en la feria y a la Aurora las alarmas de los supermercados, le truncaron la carrera. Fue así que, sin abandonar por completo el choreo, pasó el resto de su vida al servicio de su marido y de los varones que trajo al mundo, muchachos pintunes, bien empilchados: asiduos visitantes a la seccional del barrio.

Tres de ellos eran carteristas cualunques. Lanzas. Rateros. Hacían la diaria. Pero el más chico, gran visionario, se interesó por la importación y la exportación. Su familia afanaba para no trabajar. Él trabajaba para afanar. Consiguió entrar a la estiva del Puerto y en poco tiempo se hizo tan hábil, que en el barrio llegamos a pensar que se estaba trayendo el Puerto de a poco y que un día veríamos un par de buques anclados en el frente de su casa.

Y en ese ambiente nació la Rocío, que para sacar a flote su existencia hizo lo que mejor sabía hacer. Gurisa muy bonita, supo desde muy chica que la plata está en la calle y que sólo hay que salir a buscarla. Y ella salió. Y la encontró. Paraba los relojes cuando llegaba al barrio vestida de vampiresa, con zapatos altos de pulserita, cartera plateada colgada al hombro a lo guarda y la boca pintada en forma de corazón. Se bajaba de un Citroen negro en la puerta de su casa, revoleando la cartera y acompañada de un facha encadenado, que lucía semejante sarzo en el anular derecho y reloj con cadena, del cinto al bolsillo del pantalón. Rufián de medio pelo, pulido y aceitado gracias a la Rocío.

El fiolo arrugaba trajes de alpaca y camisas de seda, desprendidas hasta la mitad del pecho, para poder lucir su terrible cadenaje de oro, que en el barrio dejaron boquiabiertos a más de un pinta. Usaba botas de punta fina y taquito, patillas, y en el índice de la zurda tintineaba un llavero con tres llaves: la del Citroen, la del bulín y la de una celda del primer piso de la cana de Miguelete, donde alternaba sus estadías por hurto y rapiña con la de trata de blancas y afines.

El camba, que tenía cierto cartel entre el ambiente del escolazo, copó la banca el día que empezó a administrarle los bienes a la Rocío. Pasó del conventillo a vivir en telo de superlujo por 18 y Cuareim. A fumar extra largos L. y M. y a desayunar Ballantines on the rocks. Un día la Rocío se dio cuenta que su administrador la estaba timando. Que la que yugaba era ella y que el fiolo vivía encurdelado y encima la engañaba con otras minas. Ni corta ni perezosa le tocó la polca del espiante y se quedó solari. Dueña y administradora de su propio negocio. Y pelechó. Cambió el Citroen por un Cadillac descapotable y ante la envidia de todos nosotros, llegaba al barrio manejando y acompañada de un perro peludo de Afganistán. Llena de brillos y pedrerías.

Las vecinas que criaban a sus niñas en el más puro recato, la ponían como ejemplo del mal. A la espera de que una vuelta de tuerca la volviese a dejar en la vía. Para que las niñas aprendieran que: en la vida lo que vale es la decencia; que quien mal anda mal acaba; que quien vive en pecado termina mal. O sea: que el crimen no paga.

Los hombres no opinaban. Se babeaban disimulando y la miraban con ojos lascivos, sin poder ocultar que la deseaban, conscientes, sin embargo, de que sus haberes no les permitían ni acercarse a la naifa. No pasaba lo mismo con los muchachos de su edad, de quienes fue compañera de escuela. Ellos la aceptaban como era y la trataban como a una más.

Por años la Rocío bancó a sus padres a quienes jamás dejó a la deriva. Que yo recuerde nunca perdió su belleza ni su posición. Cuando los viejos murieron dejó de venir al barrio y no la volvimos a ver. Se empezaron entonces a correr mil rumores que se daban por ciertos y que todos creímos: que una noche en el bajo un chino la asesinó; que en un accidente quedó con la cara desfigurada; que vivía en Italia, vieja y en la ruina; que la habían visto pidiendo limosna en la Catedral; que...

Por eso me alegré y me reí a carcajadas cuando anoche vi en la tele recibir con todos los honores, a un ministro que llegaba al país acompañado de su esposa: la Señora Rocío Antúnez Cortés.

Ada Vega, 1996

Una mujer para recordar


El hombre había tenido una mujer. Una mujer a la que había amado — eso decía. Cuándo. Cuántos años hacía — preguntaban los habitué.
       No sabía. No se acordaba. Sólo recordaba que, una vez, había tenido una mujer. De ella no se olvidaría nunca.
Aquel hombre había llegado una noche, como perdido, y se aquerenció en un boliche de la ribera. De estatura regular, tenía la cabeza cana, los ojos claros y las manos finas. Manos de pianista, decían algunos; de cirujano, decían otros. O tal vez de tallador.
Tendría en esa época alrededor de sesenta años. Vestía trajes pasados de moda con camisa blanca y corbata  que le daban cierto aire de  distinción.
        Todas las noches venía al café. Tarde, todas las noches, y se quedaba hasta que el patrón bajaba la cortina. Tomaba solo, de pie, acodado al mostrador con la mirada fija en la heladera de diez puertas, sobre la que descansaba la estantería abarrotada de botellas de whisky, de ron, de ginebra. 
          De espaldas a las mesas de truco, a la mesa de billar. Ajeno al ruido. Y se iba, entrada la madrugada, tambaleándose por la vereda.
        En la noche furtiva, cuando los gatos salen a defender sus territorios por las azoteas y los últimos trasnochados apuran de un trago la del estribo, el hombre hablaba de la mujer.
          Que fue la mejor hembra que en la vida tuvo ---decía como hablando solo. Que tenía la piel de seda y el cuerpo de nácar, la boca seductora y los ojos...los ojos negros y profundos que lo trastornaban. Que lo enloquecían.
           ¿Quién era ella? Qué pasó con ella —los otros querían saber.
  Y el hombre se hundía en un mutismo umbroso, su mente se perdía en un sin fin de recuerdos de los que se negaba a salir.
          Volvía entonces a su obstinado silencio, con la mirada fija en la heladera de las diez puertas.
Así, en varias oportunidades cuando  el alcohol lo obnubilaba le habían oído contar pedazos de su vida, reminiscencias de un pasado sombrío. Hasta que una noche, vaya a saber por qué causa, el hombre contó la historia de aquella mujer que había tenido hacía muchos años. No sabía cuántos. No se acordaba.
La conoció una noche en una cena empresarial —contó. Se la presentó un amigo. El se impactó al verla y los ojos de ella lo obligaron.
En aquel tiempo era gerente en una firma de plaza —recuerda y entrecierra los ojos  —tenía esposa y tres hijos.
 —Todo lo dejé por ella. Para amar a aquella mujer abandoné mi casa, mi mujer y mis hijos. Por seguirla día y noche, enfermo de celos, perdí mi empleo. Un día descubrí que me engañaba, y la maté.
Largos años estuvo privado de libertad. No sabe para qué salió.
—Si de todos modos sigo preso de aquella mujer —sigue diciendo, —ella continúa burlándose de mí.
Y su familia. ¿Qué pasó con su familia?  —todos preguntaban.
 —No sé —decía el hombre—,  nunca quise saber.
Mi mujer —insistía— la mujer que tuve  es aquella,  la que maté con mis propias manos. La que sigue viva en mí. La que continúa atormentándome. La mujer maldita, que nunca dejaré de amar.
         Había llegado una noche, como perdido, a aquel boliche de la ribera.

Ada Vega, 2013 

martes, 4 de diciembre de 2018

Vacaciones de enero

   Parecía inevitable. Todos los años en los primeros días de diciembre, antes de terminar las clases de la escuela, mi madre y mi padre empezaban la misma discusión: dónde íbamos a pasar las vacaciones. Mamá comenzaba la polémica en cuanto mi padre dejaba sobre la mesa del comedor todo su equipo de pesca y  se concentraba en revisarlo. Era el pie. Arremetía cautelosa pero tenaz.

 —El verano pasado me prometiste que este año iríamos a Piriápolis.

—Mirá, Laurita, vos sabés que en Piriápolis se gasta mucho. Mejor vamos a Valizas. Es más barato para nosotros y más sano para los chiquilines. El agua tiene más yodo y el aire es más puro.

—Yo me aburro en Valizas. Sólo hay arena y agua. ¡Y ese viento!

—Podés ir al Chuy y comprar todo lo que necesites.

—Yo no necesito nada del Chuy. Tenemos suficientes sábanas y toallas y en la despensa todavía guardamos  aceite y ticholos de hace dos años.

Imposible. No se ponían de acuerdo. Mi madre insistía en ir a Piriápolis porque allí pasaron su luna de  miel y el balneario le encantó. Pero por una u otra causa nunca habían vuelto.

—Yo quiero volver a aquel hotel y pasear con los chiquilines por donde paseábamos nosotros. ¡Vos me lo prometiste!

Mi padre, entusiasmado con las cañas y los anzuelos, no le prestaba mucha atención. De todos modos, cuando mi madre arreciaba con su deseo de revivir aquellos días de luna de miel, abandonaba por un momento su tarea y con sus brazos le rodeaba la cintura.

—Mi amor, no necesitamos ir a Piriápolis para rememorar nuestra luna de miel. La luna de Valizas es también muy romántica y se refleja como una moneda de plata sobre el negro manto del océano.

Poeta y pico mi padre. Cuando había que serlo. 

Entonces la besaba y, creyendo que ponía fin al debate, seguía ordenando los anzuelos. Su pasión era veranear en un lugar solitario. Con todo el mar sólo para él; enfrentando el oleaje que lo golpeaba con furia como si quisiera echarlo de sus dominios.

Mi madre, en cambio, prefería hacer sociabilidad. Variar sus conjuntos de ropa y por las noches salir juntos a cenar y a bailar. Eran los dos polos. Por lo menos para elegir donde pasar las vacaciones que siempre las determinó mi padre, pues, aunque todos los años le prometía que las próximas serían en Piriápolis, esas vacaciones no llegaron nunca. De todos modos, ella insistía:—Los chiquilines pasarían mejor en Piriápolis. Hay muchos lugares para visitar, andarían en bicicleta y la playa no es tan peligrosa.

Y papá hacía cintura:

—Yo no quiero salir de una ciudad y meterme en otra. Quiero unos días de paz y tranquilidad. Necesito descansar, Laura. Entendeme.

—¡Pero aquello es más que tranquilo! ¡Es un desierto de arena agreste y salvaje! ¡Si hasta da la impresión de que en cualquier momento vamos a estar rodeados de charrúas!

Total, perdido por perdido, un poco de sarcasmo no venía mal. De más está decir que ese año, como los anteriores, terminamos los cuatro en Valizas. Pero fue el último. El último verano que pasamos juntos.

Valizas, es una de las playas más hermosas al este de nuestro país.  Agreste, sí, pero con enormes arenales de arena blanca y fina salpicados de palmeras Butiá, a cuyas orillas ruge el Océano Atlántico.

En aquellos años había en el paraje un pequeño pueblo de pescadores, con ranchos de techos quinchados y paredes de paja, y tres o cuatro casitas modestas, distribuidas aquí y allá entre las dunas. Una de ellas la había hecho mi padre con unos  amigos para, justamente, ir en vacaciones a pasar unos días. 

Tenía un viejo Ford, que cargaba con algunas cosas personales, sus cañas y sus anzuelos y en las vacaciones de enero enderezaba rumbo al balneario.

En los primeros años de casados mamá se quedaba con nosotros, que recién empezamos a ir cuando cumplimos tres y cuatro años. Creo que fue durante nuestro primer veraneo cuando supe que Fede y yo éramos un casal. Eso le oí decir  a un compañero de papá, la tarde que nos conoció. 

Aquellos fueron  buenos tiempos.Un año las discusiones comenzaron mucho antes. Como a principios de octubre. La discusión sonaba distinta. Como siempre la que se quejaba era mi madre.

—Vos sos un sinvergüenza. ¡Con esa mosquita muerta!

—Estás loca, ¿qué decís? ¿qué te contaron?

—No me contaron nada. ¡Yo los vi!

—Vos tenés que estar mal de la cabeza. ¿ Qué viste?

—No te hagas el inocente, yo te vi con esa mosquita muerta, ¡no soy ciega ni estúpida.

Tampoco esa vez lograron ponerse de acuerdo. Hasta que un buen día dejaron de discutir. No se hablaron más. Y una tarde, ya casi al final de la primavera, mi padre cargó sus cosas en el viejo Ford y se fue con esa “mosquita muerta”.

Nos quedamos sin padre, sin auto y sin vacaciones.

En los años que siguieron veíamos regularmente a papá que un día, sin más trámite, nos comunicó que se casaba. No le dijimos nada a mamá: que igual se enteró. 

Nunca pisamos la casa de papá. Mientras fuimos chicos él venía a vernos. Cuando fuimos más grandes íbamos nosotros a verlo al Banco donde trabajaba, para su cumpleaños y para Navidad. También algunas veces fue a esperarnos al liceo, nos llevaba a comer algo, dábamos una vuelta en el auto y nos dejaba en la puerta de casa. Después, no recuerdo cuando, ni en qué momento, poco a poco nos dejamos de ver.

Un verano mamá nos anunció que había reservado alojamiento en un hotel de Piriápolis, para pasar juntos las vacaciones de enero. Con nosotros iba también una amiga de ella. El hotel quedaba a dos cuadras de la rambla. Fueron unas vacaciones inolvidables. Subimos al Cerro del Toro, al de San Antonio, comimos los famosos mejillones de Don Pepe, y nos bañamos en las verdes aguas de Piriápolis.

Una tarde salimos con Fede a pasear en bicicleta junto con unos amigos y en el jardín de una casa, un poco retirada de la rambla, vimos a papá conversando con su esposa. Ella no parecía “una mosquita muerta”, era una señora como cualquier señora, con el físico parecido al de mamá y un rostro agradable. Fede y yo no  lo comentamos hasta que estuvimos solos, preocupados porque mamá también los viera alguna de esas tardes en que salía a pasear con su amiga. Así que desde ese momento las empezamos a cuidar. Averiguábamos a dónde iban y por qué camino. Hasta que una tarde, del modo más inesperado, nos cruzamos los cinco por la rambla. La amiga de mamá estaba en la peluquería y  habíamos salido los tres a tomar un helado.

Yo iba del brazo de mamá y Fede, que ya la pasaba casi una cabeza de altura, le apoyaba su brazo sobre los hombros. Mamá hizo una broma y Fede le dio un beso. Justo en ese momento nos cruzamos con papá y su esposa. 

Ella, sin advertir nuestra presencia, siguió caminando. Él se entre paró, abrió la boca para saludar o decirnos algo, pero no dijo nada. Me miró a mí, a Fede, a mamá. Se le llenaron los ojos con nuestra imagen. A mí me hubiese gustado saludarlo y hablar con él. Hasta extendí una mano para tocarlo. Pero al verlo titubear, no me animé. Sólo le dije: chau. Y seguí caminando. Nunca pude descifrar lo que pasó en aquel momento por el semblante de mi padre: ¿dolor, asombro, ansiedad, alegría? Nunca pude descifrarlo, pero me dolió su reacción. Aún me parece verlo en la rambla con todo aquel mar a su espalda, mirando sorprendido el paso de aquella familia que un día formó, luego abandonó y en aquel momento veía pasar a su lado como ante un extraño.

Para mamá el impacto no fue tan grande. Si bien nunca había dejado de imaginar su regreso, estaba empezando a convencerse de que él nunca volvería con nosotros. Nos sonrió, quedó un momento pensativa y luego dijo:

—Al fin papá vino de vacaciones a Piriápolis.

Mientras la tarde moría en un cielo celeste y rosa de enero, y nos alejábamos caminando por la rambla, yo pensé en Valizas. 

En Fede y en mí corriendo por los arenales. En mamá, con el cabello al viento, descalza en la orilla, mirando el mar. En papá colocando dos, tres cuatro cañas en hilera, revisando las tanzas, curtido de sol y arena. Feliz. Siempre los recuerdo bañándose juntos en el mar, abrazados, o besándose bajo la redonda luna de Valizas, que según mi padre: es muy romántica. 

Mamá nunca volvió a casarse. Estuvo siempre alrededor nuestro. En este momento me mira distraída, ajena por completo a lo que escribo, sentada frente a la tele. En sus brazos, cansado de corretear, se ha dormido Darío, mi hijo menor.

En fin, ya llega enero, es tiempo de empezar los preparativos. En pocos días Fede, su esposa y sus hijos, yo, mi esposo, mis hijos y mamá, con los autos abarrotados de cañas, riles y cajas con anzuelos, nos vamos de vacaciones.

 ¿Qué  adónde vamos?

¡ A Valizas!... ¿Dónde, si no?

Ada Vega. edición 2002

domingo, 2 de diciembre de 2018

Jugar con la muerte



Aquella tarde  de domingo el bar se encontraba  desierto. Jugaban los dos grandes en el estadio y desde temprano, los fanáticos aguardaban en las tribunas.
 Yo caí  a Los Yuyos como a las tres de la tarde. Arnoldo, sentado en la caja, estaba pendiente de una película sueca de  los años sesenta llamada Adorado John,  una película que dio que hablar en aquellos años.  En el otro extremo del mostrador, Dante leía el diario. Me servía un café cuando entró la muerte restregándose las manos.
 Dos por tres venía la fulana a jugar  a las cartas con Guillermo,   un muchacho motoquero que le gustaba jugar con ella. A mí nunca me gustó jugar con la muerte. No porque le tenga miedo, le tengo respeto por vieja, y desconfianza por tramposa.
 Se sentó en una mesa junto a una de las ventanas que da sobre Luis Alberto de Herrera,  pidió un mazo de cartas y me hizo señas invitándome a jugar.
—No quiero jugar —le dije.
—¿Me tenés miedo? —me contestó.
—Sabés que no me gusta jugar con tramposos.
—A veces hay que transar para conseguir una tregua.
Tenía razón. Guillermo demoraba, estaría en el estadio. Me senté a jugar.
—¿Por qué tan temprano por el boliche?
—Yo no tengo horario.
—Por lo general venís de noche.
—Porque es cuando hay más trabajo, hoy terminé temprano.
—Trabajo ingrato el tuyo.
—Cortá. Trabajar es ingrato, no se debería.
— Pero tu trabajo es inhumano.
—Jajaja, ¡tal vez!
Jugamos dos partidos y ganamos uno cada uno. No quise jugar el bueno por no darle chance.
En el estadio había terminado en empate. El bar comenzó a llenarse de parroquianos.
Dejé a la muerte y me acerqué al grupo a escuchar los comentarios del partido. En medio del revuelo, las opiniones a los gritos y las risas, llegó un vecino  a contar que Guillermo había muerto en un accidente. Me di vuelta hacia la mesa donde minutos antes había estado jugando a las cartas.  La muerte se había ido.
—¿Cuándo pasó? ¿A qué hora fue?
—Chocó con la moto  cuando iba para el estadio a ver el partido.
Me quedé pensando en la muerte.
—Hoy terminé temprano —había dicho.
“…esa puta vieja y fría, nos tumba sin avisar.”

Ada Vega, edición 2014