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viernes, 4 de enero de 2019

El Oriental

     


      Hace algunos años, cuando aún conservaba la espalda fuerte y las manos firmes, recorrí el litoral trabajando de siete oficios. Entonces los años eran pocos, podía domar un bagual o arrear una tropa días y días, durmiendo en grupa sin agobio ni cansancio; el mundo no tenía fronteras y yo era dueño del viento.
     Tiempos aquellos en que fui amo de mis horas, en los calientes veranos en que el sol reverberaba sobre los trigales maduros, o cuando la escarcha de los fríos inviernos se quebraba en los esteros  bajo los cascos de mi zaino malacara. Otros tiempos.
     En una oportunidad en que andaba desnortado, sin rumbo fijo, después de vadear el Río Negro entré en campos de la "heroica", cerca de Piedras Coloradas. Las tierras del litoral, de excelente pastura, se extienden a lo largo y a lo ancho en una planicie sin accidentes. A poco de llegar conocí a un cabañero que me contrató para trabajar en el Haras Amanecer, de su propiedad. Un establecimiento de unas doscientas hectáreas al sur de Paysandú, orillando el Queguay Grande.
      El cabañero y su familia se dedicaban a la cría de caballos de carrera y al perfeccionamiento de la raza. Ese año debido a la adquisición de Lucky Boy, un semental inglés gran campeón incorporado al Haras hacía un año, se esperaban con gran expectativa las pariciones de primavera. Aquella mañana de octubre se presentaba muy movida. Ya dos potrillos nacidos casi en la madrugada intentaban los primeros pasos junto a sus respectivas madres. 
      En uno de los box, asistida por el veterinario, el propietario del establecimiento y un capataz, la Estrellera, una yegua que había finalizado su campaña ganando varias carreras estampando tiempos records, aguardaba inquieta la llegada de su primogénito. El veterinario auscultaba a la yegua con el ceño fruncido, que dejaba entrever una velada preocupación. De todos modos, cerca del mediodía la Estrellera trajo al mundo un potrillo perfecto, oscuro como mi suerte, ágil y vivaz.
       Quienes presenciaron el nacimiento no pudieron, sin embargo, demostrar su alegría opacada por la seriedad del profesional que al revisar al puro anunció que le encontraba un  problemita en el corazón que lo imposibilitaría de todo esfuerzo, y sería por ese motivo exonerado de pisar las pistas de carreras. Fue bautizado con el nombre de El Oriental y dejado por el momento con su madre.
El cabañero tenía dos hijos de doce y catorce años que, al igual que su padre, tenían gran apego por los caballos. Desde muy temprano andaban esa mañana visitando a los recién nacidos  que eran, sin lugar a dudas, hermosos ejemplares. No era, por lo tanto, de extrañar que se encontraran presentes cuando el nacimiento de El Oriental y la comunicación de su dolencia. Ni tampoco fue extrañar que se sintieran apenados y decidiera que tal vez si ellos le proporcionaran un cuidado especial el problema no sería tan grave.
 Así se lo comunicaron al padre que a su vez les dijo que el potrillo no tenía futuro en el haras, que podían quedarse con él, pero que no sería criado para correr. Desde ese momento los muchachos adoptaron al potrillo, que permaneció junto a la madre unos seis meses durante los cuales se dedicaron a observar su desarrollo y a controlar su aparente buena salud.
 Cumplido los seis meses El Oriental fue destetado y con otros potrillos sacado al campo donde vivió con naturalidad corriendo y jugando hasta cumplir el año, tiempo en que los padrinos fueron alimentando el sueño de verlo correr en la pista de la capital.
     Ante el eminente encierre de los puros para comenzar a prepararlos para la venta o para el debut en pista, los muchachos insistieron al padre para que dejara al potro dentro del plantel. Sólo por darles  gusto a sus hijos, dejó el cabañero que El Oriental integrara el lote que entregó al cuidador, convencido de antemano, de que aquel hermoso animal no saldría nunca del Haras para lucirse en el Deporte de los Reyes.
     Los días se sucedieron. Para los dieciocho meses, cuando la doma de los Pura Sangre, El Oriental lucía magnífico sobresaliendo entre sus medios hermanos por su gran alzada, cabeza altiva y remos largos y finos. Su notable inteligencia y docilidad le permitieron en muy poco tiempo sortear las dificultades del aprendizaje y correr con gran elegancia y elasticidad. 
       Para la carrera del Primer Paso el Haras Amanecer anotó dos dosañeros: Tejano y Tropero. Los hijos del cabañero, al ver a su crédito relegado, volvieron al ataque con el argumento de que durante sus dos años el potrillo  demostró perfecta salud, su entrenamiento había sido más que satisfactorio y no merecía por lo tanto que se lo dejara de lado.
       —Muchachos —les dijo el padre, El Oriental no puede correr, el corazón no le va a dar. No tiene corazón para una carrera donde corren los mejores pingos. De todos modos ellos insistieron:
       —Tiene corazón, papá. ¡El Oriental tiene corazón y tiene alma! ¡Tiene alma, papá! Y el hombre, ante el entusiasmo de sus hijos decidió complacerlos y el potro fue anotado para la reunión tan esperada.
        A pesar de que aquella temporada El Oriental aparentaba ser el mejor producto entre los dosañeros del  Amanecer, la gente del haras no le tenía confianza. Se había desatado una polémica entre quienes esperábamos una buena performance del potrillo, y quienes opinaban que para la carrera en ciernes al potrillo le faltaba corazón.
      Sin embargo a mí, el hijo de la Estrellera me gustó desde el vamos. A penas nació le vi pasta de crack, y aunque nunca fui de mucho hablar, apoyé en todo a los hijos del patrón, aquellos muchachitos que lo apadrinaron y depositaron en él toda su esperanza, rodeándolo acompañándolo siempre, observando sus vareos cronómetro en mano. Cuidándolo como a un príncipe. Ellos eran los verdaderos dueños de El Oriental y pretendían esa sola carrera de debutantes. Después, le habían prometido al padre que lo retirarían de las pistas. Pero en esa carrera iban a demostrar que el puro tenía corazón y alma como para compartir la gloria de los grandes ganadores clásicos.
        Cuando llegaron a Maroñas ya se hablaba de El Sureño, un tordillo oscuro del Haras “Mi Ensueño” de Florida, que venía a debutar a Montevideo provisto de los mejores comentarios sobre sus últimos aprontes y que figuraba, entre los entendidos, como decidido líder. La tarde de la carrera esperada se presentaba serena y clara. Un sol tibio se recostaba sobre nubes esponjosas, mientras una brisa juguetona arremolinaba y elevaba en el aire cientos de boletos rotos.
     Al iniciar el paseo preliminar los potrillos levantaron voces de admiración. Principalmente aquel  Otelo, rey de reyes, llamado El Oriental que paseó su estampa despertando comentarios.
     Y se vino la carrera. A las cinco de la tarde estaban todos los potrillos en sus puestos. Sonó la campana, se abrieron las gateras y los pingos salieron agrupados como un malón. 
      El Sureño tomó la punta seguido a dos cuerpos por Tejano y a cuatro por El Oriental, a 300 metros el favorito superó a Tejano en cuatro cuerpos, mientras El Oriental corría achicando ventaja. Faltando 500 metros El Oriental se abre solo a tres cuerpos de Tejano peleando la punta con El Sureño. A 200 metros del Disco se le aparea y pasan juntos la perrera cabeza a cabeza presagiando un final de bandera verde.
       El Oriental se estira, no toca el suelo, rompe los relojes, como un Pegaso negro de alas invisibles cruza como un viento ante la multitud que grita su nombre:¡Oriental! Y a escasos 50 metros del Disco, en el supremo esfuerzo de dar el resto al noble bruto lo sorprende la huesa y rueda con el corazón partido, sin saber.
        Maroñas enmudece. Miles de ojos atónitos observan. Un silencio de plomo cae sobre la multitud que por un instante detiene la respiración. Y en ese milésimo de segundo y ante la vista azorada de los aficionados que no pueden  creer lo que está sucediendo, mientras rueda el heroico potrillo pura garra y corazón, su alma se desdobla, abandona el cuerpo y sigue en carrera con la misma elasticidad con que venía corriendo: altiva, valiente, poniendo clase y guapeza. 
        Y mientras los fanáticos reaccionan delirantes en la tribuna, envuelta en un solo grito de admiración, el alma de El Oriental cruza el Disco ovacionada y se esfuma, cubierta de gloria, en la media tarde maroñense.

Ada Vega, 
 2000 

jueves, 3 de enero de 2019

La muerte de Mariquena Vargas



Murió Mariquena Vargas. Su muerte repentina nos ha dejado atónitos. Estupefactos. No porque no tuviese edad para morir, que sus bien cumplidos ochenta años los tenía y muy bien llevados, por cierto. Sino por un pequeño detalle que ocultó durante toda su vida y que, al morir y enterarnos, nos dolió como un cachetazo en pleno rostro. No nos merecíamos esa burla de tu parte, Mariquena. Fuiste casi cruel. Casi. Cierro los ojos y creo oír tu risa burlona desde el infierno donde estarás. ¿O te habrá perdonado Dios...?
Mariquena era una mujer de ley. Conservó hasta el final de sus días la fortaleza y la presencia de una verdadera matrona. Que eso fue, sin lugar a dudas. Y al decir de quienes la conocimos de cerca: una gran mujer.
Una mujer fantástica, diría yo. De fantasía.
Cuando la conocí tendría algo más de cuarenta años. No muchos más. Conservaba una belleza poco común. Su cara y su pelo renegrido me recordaban a Soraya, quella princesa de los ojos tristes casada con el Sha de Persia, que fue obligada a abdicar del trono por no lograr concebir hijos que perpetuaran la dinastía del Sha. Como verán, salvando la distancia, Mariquena era una mujer hermosa.
Fue también, en aquel tiempo, una modista muy reconocida. Se acercaban señoras de otros barrios para hacerse la ropa con ella. Vivía por Bulevar Artigas en una de las últimas casas que Bello y Reborati construyeron allá por la década del treinta. Según cuentan los  vecinos más viejos del barrio, Mariquena tenía apenas diez años cuando vino a vivir con su tía, doña María Emilia Cufré, hermana de su madre, casada con un italiano de apellido Righetti directivo de la compañía Transatlántica de Tranvías. Era una niña delgada y alta, de cabello negro y ojos oscuros. Introvertida y con marcadas carencias de afecto.
No recuerdo, si es que alguna vez lo supe, el motivo que la llevó a abandonar su hogar, sus padres y hermanos, para venirse del todo con doña María Emilia. Lo cierto fue que con ella vivió en aquella hermosa casa como si su tía fuese su verdadera madre, y la acompañó hasta el final de sus días como si ella fuera su propia hija.
Cuando llegó Mariquena a la casa del señor Righetti doña María Emilia, que no tuvo hijos, recibió a su sobrina con mucho cariño y comprensión. La anotó para terminar primaria en la escuela Grecia, que estaba en aquellos años, en Miranda y Bulevar, frente el Campo de Golf. Terminada la escuela la chica no se inclinó por los estudios; cumplidos los catorce años quería trabajar, de modo que la tía le consiguió empleo en los talleres de confección de Aliverti, una prestigiosa casa de modas de la avenida 18 de Julio, y allí se mantuvo hasta mediados de los ochenta cuando la firma cerró. Entonces se quedó en su casa y trabajó como modista durante muchos años.
Mariquena nunca se casó ni tuvo hijos. Y a pesar de que en el barrio corrieron escabrosas infidencias sobre una turbulenta vida amorosa y sobre varios amores que en su juventud dejó por el camino, nunca le conocí novio ni hombre alguno. De modo que de las historias que de ella se contaron, la mitad no hay que creerla y a la otra mitad ponerla en duda. La recuerdo sí, como una mujer de carácter fuerte que no se dejaba avasallar. Justa. Honesta. Gran discutidora. Defendía sus ideas y los temas de su interés, de igual a igual, tanto con hombres como con mujeres.
Hacía varios años que el señor Righetti había fallecido cuando murió doña María Emilia. El matrimonio, papeles mediante, dejó la casa a Mariquena como herencia. La hermosa casa con torrecita y mirador de tejas. Entonces apareció Teiziña, una morenita de motas, de diez o doce años, que un invierno anduvo pidiendo comida puerta por puerta. Uno de esos días de lluvia y mucho frío Mariquena la entró en su casa, la alimentó, le dio ropa seca y la niña se quedó ese día y el otro y todos los días que siguieron.
La morenita contó que venía de la frontera con Brasil, donde había nacido. Su madre, sola y agobiada con la crianza de ocho hijos, la había puesto en un ferrocarril con destino a Montevideo para que ella misma se buscara la comida, pues la pobre mujer no tenía como alimentarla. La niña, por lo tanto, desde el mismo día que llegó a la capital andaba caminando y durmiendo en los portales. Desde entonces, Mariquena y Teiziña, vivieron juntas como madre e hija. Así las recuerdo yo.
Teiziña terminó de crecer y durante largos años se ocupó de la casa y de Mariquena; una obligación que se impuso a sí misma como modo de agradecimiento, hacia quien la sacó de la calle y le dio un hogar. Tampoco se casó nunca. Tuvieron, si se quiere, un destino común: la casa de bulevar, siendo niñas, las cobijó a las dos.
Fue ella quien encontró a Mariquena muerta. Dormida para siempre estaba la doña en su cama. En la misma posición que se durmió, la encontró la muerte.
La morena llamó una ambulancia, al doctor y a la Pompa Fúnebre. En el living de su casa nos reunimos algunos vecinos, para no dejarla sola. Allí estábamos, cuando del dormitorio de Mariquena salió uno de los empleados de la funeraria, que se encontraba arreglando el cuerpo para las exequias, y preguntó por algún pariente cercano. Pariente no había. La morena era lo más cercano que la difunta tenía en esta vida. No obstante Teiziñia, llorosa y muerta de miedo, se rehusaba a hacer acto de presencia en el dormitorio donde descansaban los restos mortales de Mariquena.
Los empleados de la empresa decidieron que hasta que no se presentara algún responsable del velatorio, ellos no seguirían preparando el cadáver. Ante tal premisa una vecina, aceptando el reto, se ofreció para acompañarla. De manera que, apoyada en la buena mujer, la morena accedió y las dos entraron juntas al dormitorio. Dos empleados de la funeraria esperaban, de pie, uno de cada lado de la cama. Nadie habló. No fue necesario.
Mariquena estaba tendida en su cama mostrando, sin ningún recato, su cuerpo desnudo de varón.
Firme aquí, —le dijo el empleado a Teiziña.
Tuvo que esperar a que volviera en sí del desmayo.
La vecina solidaria había huido espantada.
Aún me cuesta creerlo.

Ada Vega, 2oo4