sábado, 6 de julio de 2019
Satchmo
viernes, 5 de julio de 2019
Vincent
lunes, 1 de julio de 2019
La cruz de la Serrana
La gente del pago es mañera de pasar de día por ese lugar. Le tiene recelo a la cruz. Tal vez porque a través de los años muchas historias se han contado sobre quien yace o a quien recuerdan esos palos crucificados. Historias de amores truncos, de muertos y aparecidos, de luces malas y espíritus andariegos. Pero han de saber quienes narran, que sólo existe una historia verdadera. Se la contó a mi padre un descendiente de indios charrúas una noche después de unas pencas, mientras churrasqueaban en descampado.
Arriba, la noche se había cerrado como un poncho negro sobre el campo. Abajo, las brasas eran rubíes desperdigados al calor del fuego. Cuando el indio empezó a contar, la luna, sabedora de la historia, se fue escondiendo despacito detrás de los cerros; las almas en pena pararon rodeo para escuchar al indio; el viento en las cuchillas se fue aquietando; y sólo se oía el silencio cargado de preguntas y de porqués. Después, la luna brilló hacia el este, el viento chifló con bronca y mi padre guardó por años la historia que hoy me contó.
Habíamos salido temprano. Andábamos a caballo, al paso, de recorrida por el valle junto a la Sierra de las Ánimas. El sol de la mañana de enero empezó a picar. El alazán de mi padre tironeó para el arroyo, y nos detuvimos para que los animales bebieran. A un costado del arroyo junto a unos talas, había una cruz. Papá, ¿es ésta la cruz de la Serrana? pregunté bajándome del caballo. Sí, m´hija. Déjela tranquila, no la moleste, me contestó. Me detuve junto a ella con intención de limpiarla de maleza y descubrí que no había allí ninguna mala hierba, sólo los cardos de flores azules, le habían hecho un resguardo para que nadie se le acercara. Protegiéndola. Sobre su cimera blanqueaban los panaderos. Nos volvimos en silencio y al llegar a las casas puso a calentar el agua para el mate, armó un cigarro, nos sentamos en unos bancos de cuero crudo junto a la puerta de la cocina y con la vista perdida en las serranías, mi padre se puso a contar.
Me dijo que siendo muchacho anduvo un tiempo de monteador por Mariscala y las costas del Aceguá, que por allá conoció al indio Goyo Umpiérrez. Joven como él, versado y guitarrero. Animoso para el trabajo y conocedor de rumbos, de quien se hizo amigo, saliendo en yunta más de una vez en comparsa de esquiladores por el centro y sur del país.
En una ocasión haciendo noche en Puntas de Pan de Azúcar, salió a relucir la mentada Cruz de la Serrana y las distintas historias que de ella se contaban.
Fue entonces que el Goyo le contó a mi padre la verdadera historia. Según supo el indio de sus mayores por 1860, llegaron a nuestro país varias familias de ricos hacendados europeos con intención de invertir en campos y ganado. Colonos que en su mayoría se establecieron sobre el litoral. Una familia vasca compuesta de un matrimonio y una hija de dieciséis años, enamorada del lugar, se instaló en el valle que descansa junto a la Sierra de las Ánimas. Parece ser que la hija del matrimonio era muy hermosa, belleza comentada entre los lugareños que al nombrarla la apodaron: la Serrana. Afirman que tenía la tez muy blanca, el cabello largo y oscuro y grandes ojos grises.
La casa de los vascos era una construcción fuerte de paredes de piedra, techos de tejas y ventanas enrejadas. Casi a los límites del campo cruzaba un arroyo de agua clara que bajaba de los cerros, con playas de arena blanca y cantos rodados, donde la familia en las tardes de verano solía bajar a pescar y bañarse, permaneciendo allí hasta el atardecer.
Por aquellos días entre las cuchillas verdes y azules, vivía a monte, una tribu de indios charrúas ocultos como intrusos en su propia tierra. Diezmados en Salsipuedes sólo unos pocos recorrían los campos, aún sin alambrar, en busca de caza para su sustento. Una tarde un joven indio que andaba de cacería, al seguir el curso del arroyo, se acercó a la familia que se encontraba a sus orillas. Sólo la joven lo vio acercarse. Al indio lo turbó la belleza de la Serrana. Se cruzaron sus miradas y el indio desapareció.
La joven no comentó su presencia pues sus padres, que eran profundamente católicos, tenían a los indígenas por herejes, sintiendo por ellos desconfianza y temor, no permitiéndoles el más mínimo trato. A la joven europea la impresionó el indio oriental y tal vez por curiosidad ansiaba volver a verlo. Por eso en las tardes, sin que sus padres supieran, se llegaba sola hasta el arroyo con la secreta esperanza de encontrarlo otra vez. También el charrúa bajaba de las sierras sólo para ver a la Serrana, permaneciendo oculto entre los árboles. Así una tarde y otra y otra, llegaba la Serrana a la playa y se sentaba a esperar.
Una tarde decidió salir en su busca y comenzó a recorrer el arroyo. El indio, que la observaba, al verla ir hacia él quedó sorprendido y permaneció muy quieto. El encuentro de los dos fue natural. Ese día la niña blanca y el indio se enamoraron con ese amor que no sabe de tiempo, edades ni razas. Así cada día, en las pesadas horas de la siesta, llegaba la joven a encontrarse con su enamorado indio, ocultando aquel amor que les había nacido sin querer. Todo ese verano se vieron a escondidas.
Una tarde de otoño con un tibio sol acariciando las hojas doradas, caminaban los dos enamorados a la vera del arroyo. En la mano morena del indio oriental se cobijaba la blanca manita de la niña vasca. Caminaban un mundo de luz y felicidad. De pronto el sol de oscureció. En la orilla opuesta, atónito, los observaba el padre de la joven.
Vaya a saber qué sentimiento perverso nubló su mente, cegó su raciocinio y permitió que un ramalazo de odio convirtiera en mármol su corazón, para que sin mediar palabra, ciego de ira, desenfundara el arma que llevaba en su cintura y de un balazo abriera una boca en el pecho del indio, por donde, hacia las remotas praderas indígenas, se le fue la vida.
El grito desgarrador de la Serrana retumbó en ecos por la Sierra de las Ánimas, alertando a la tribu, que presagiaba el final. Horrorizada la joven corrió a su casa y se encerró en su habitación. Esa noche mientras todos dormían fue hasta los galpones, descolgó una coyunda y llegó hasta el arroyo. Sólo en lo alto una luna blanca la acompañaba. Buscó al indio que había caído a sus pies, sin encontrarlo. Ya la tribu al caer la tarde se lo había llevado monte adentro. Y allí, donde cayó herido de muerte, la Serrana se ahorcó.
Contó Goyo que al encontrarla su padre al otro día, la enterró allí mismo y con sus manos hizo una cruz. Al poco tiempo vendieron los animales, abandonaron la casa y se volvieron a Europa. Y la cruz quedó y permanecerá para siempre, mientras ande el Amor de paso por la tierra. Como símbolo quizá, de nuestras propias raíces. Mezcla de sangre europea tenaz y emprendedora y la de nuestros indígenas, rebeldes y libertarios. De todos modos la Serrana y el indio cumplieron su destino y estuvieron al fin, juntos para
El cigarro se había apagado entre los dedos de mi padre que retornó su mirada de la lejanía. Los pollos picoteaban en el ante patio, el perro se desperezó y volvió a dormirse. Mi madre nos llamaba para almorzar.
Esta es la historia que una noche el indio Goyo Umpiérrez le contó a mi padre, que hoy mi padre me contara a mí, y que yo les cuento a ustedes. Desde entonces dicen los lugareños, que por las noches han visto a la Serrana vestida de blanco, como una novia, con su largo cabello suelto, y sus asombrados ojos grises, recorriendo la Sierra de las Ánimas en busca de su amado indio. Llamándolo con la voz del viento que se filtra entre los cerros como un desgarrado lamento. Vaga sola por las noches sin que nadie conteste a su llamado; sólo el aullido lejano de un lobo que nunca han visto acompaña a la Serrana en su vagar. Es por eso que la gente del pago es mañera de pasar de día por la cruz de la Serrana.
Y de noche por la Sierra de las Ánimas, ¡ni Dios pasa...!
Ada Vega, edición 2004 -
La casa encantada de Punta Brava
Hacía mucho tiempo que tenía indicios, no
corroborados, sobre hechos sorprendentes ocurridos alguna vez en una casa de
Punta Carretas y una tarde, sin pensar, me encontré con el tema sobre la mesa.
Renzo, que nació y se crio cerca del Faro,
me contó que por aquellos años cuando la segunda Guerra Mundial estalló en el
Río de la Plata, solía acompañar a su abuelo Vittorio cuando llevaba a
pastar a los caballos a un potrero ubicado en Solano García y Bulevar
Artigas, donde ahora están levantando un edificio. Ya en aquel entonces
el abuelo le hablaba de la extraña casa, por cuya puerta pasaban de ida y de
vuelta, y de las lenguas de fuego que corrían a quien intentara poner un
solo pie dentro del predio
Renzo observaba aquella casa, con
reminiscencias de castillo medieval, y la encontraba hermosa rodeada de plantas
y pájaros y aunque le llamaba la atención que nadie viviera en ella no creyó
demasiado en su encantamiento hasta la tarde en qué, por su cuenta, decidió
investigar qué había de cierto en la historia que le repetía su abuelo.
Esa tarde esperó a que el anciano estuviese
ocupado y salió sigilosamente hacia la casa misteriosa. Al llegar, no bien
abrió el portón, una enorme lengua de fuego salió chisporroteando de la casa y
lo empujó hacia fuera. Volvió con el pelo y la ropa chamuscada y un julepe que
le duró toda su vida. De todos modos no le contó a nadie lo sucedido, por temor
a que no le creyeran o lo tomaran por tonto. Tampoco se lo contó a su abuelo,
que al verlo con el jopo quemado y sin pestañas, no necesitó de palabras para
comprender lo sucedido.
Sin embargo no fue sólo la aventura de
Renzo, la ocurrida en aquellos tiempos. Según se supo y se comentó, aquellas
fatídicas lenguas de fuego corrieron a más de un despistado y curioso
visitante.
Pasado el tiempo sin contar los numerosos
gatos de todo tipo y color y algún par de perros sin domicilio conocido, que se
habían hecho dueños de la mansión, ningún ser humano osó violar el portón de la
casa de los Henry.
Más de medio siglo después, ya sin temor al
escarnio, de sobremesa un mediodía en Noa – Noa y observando el mar tras los
ventanales, Renzo se animó a contarme aquella historia que llevaba atragantada.
Míster Henry era un inglés nacido en
Londres, que había venido al Uruguay por negocios a principios del siglo XX.
Después de cruzar el Atlántico más de una vez, entre el nuevo y el viejo
mundo, el inglés decidió un día establecerse definitivamente en nuestro país.
Fue así que contrajo matrimonio con una joven uruguaya con quien tuvo cuatro
hijos, compró campos en Soriano sobre el “Río de los pájaros pintados” y para
allá se fueron a vivir. De todos modos no se quedaron en el campo mucho tiempo
pues, cuando los niños en edad escolar requirieron ampliar sus estudios, la
familia decidió mudarse a Montevideo, eligiendo para ello el paisaje de Punta
Carretas donde mandó edificar una casa frente a “el campo de los ingleses”,
hoy: Campo de Golf.
Se puso de acuerdo con los arquitectos
señalando gustos personales, acentuando la realización de un gran hogar a leña
en el comedor de la planta baja. Su esposa y sus cuatro hijos rechazaron la
idea de plano Preferían estufas eléctricas en cada habitación. Les molestaba el
humo, el olor a leña quemada, no lo veían práctico y opinaron que para
alimentar esa enorme boca tendrían que vivir acarreando troncos. Por lo que le
pidieron al inglés que desechara la idea de la estrafalaria estufa con la cual
ellos no estaban para nada de acuerdo.
Míster Henry, pese a sentirse decepcionado,
aceptó por el momento la petición de los suyos. Luego, pasado un tiempo y
sin volver a consultar ordenó hacer la estufa a leña en el amplio comedor.
Pesó, acaso, que una vez que la vieran encendida, prodigando desde su rincón
calor a toda la casa, la aceptarían de buena gana.
Cuando la mansión estuvo terminada, con sus
muebles nuevos, alfombras y cortinados, fue a Soriano en busca de su familia.
Llegaron una tarde cuando el sol caía detrás del Parque Hotel y desde el mar un
viento fuerte soplaba encrespando las olas.
A pesar del mal tiempo la vista de la
hermosa casa llenó a todos de alegría. Entraron al gran comedor y subieron las
escaleras hacia sus dormitorios, observando complacidos hasta los mínimos
detalles.
El padre, en la planta baja, aprovechó el
momento para encender la estufa. Llamó entonces a toda la familia y los reunió
ante la cálida lumbre.
La esposa y los niños cambiaron de humor.
Mientras las brasas se encendían y la llamas comenzaban a elevarse, ellos
vociferaban enojados menospreciando aquel hogar donde las lenguas de fuego
lamían cálidamente los troncos.
Míster Henry, los escuchaba herido,
lamentando la actitud de su familia que rechazaba tan cruelmente aquel deseo
suyo hecho realidad.
Las llamas no soportaron más el mal trato.
Ofendidas y humilladas crecieron como enormes lenguas de fuego. Se estiraron, salieron
de entre los troncos encendidos y fueron uno a uno envolviendo y llevándose
hacia el centro del hogar a los niños y a la madre, que desaparecieron ante los
ojos aterrados del padre. Luego la estufa comenzó a apagarse quedando apenas
unas pocas brasas encendidas.
Al ver la malvada reacción del fuego el
padre comenzó a gritarle encolerizado, exigiéndole la devolución de su familia.
Maldiciendo a las llamas que se habían llevado a sus hijos y a su mujer. Tanto
maldijo e insultó ante la desdentada boca de la estufa que en el instante de
apagarse totalmente, brotó una llama rebelde y roja que estirándose fue hacia
él y envolviéndolo se lo llevó con ella para desaparecer entre las cenizas,
mientras se apagaba la última brasa.
El verano comenzaba a insinuarse. Mientras
Renzo le daba término a la vieja historia de la casa encantada, me quedé
pensativo observando el sol que declinaba en el horizonte, camino al faro de
Punta Brava.