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sábado, 7 de diciembre de 2019

La Rueca

                     

       Hace unos años en el pueblo de pescadores de Cabo Polonio, vivían felices Jesús Lamas con su mujer Eleonora y su pequeña hija Gredel.
Apena el sol despuntaba, Jesús salía al mar con su barca marinera en busca de la comida diaria. Así un día y otro, un  año y otro, y todos los días y todos los años. Hasta que el mar se cansó de dar y dar y una tarde, a su  regreso el viento del este sopló encolerizado, el mar se levantó en olas que  sacudieron, golpearon y dieron vuelta la barca, hundiéndola con Jesús y su carga de peces.
         Mientras Eleonora en la playa, al ver que su marido no regresaba, subió decidida a un bote y remó mar adentro para ver si lo divisaba. Remó sin tino y sin guía, se hizo la noche y no supo regresar, de modo que  la pequeña Gredel quedó  sola,en esta vida sin familia ni protección.

         En aquel entonces vivía en el pueblo una anciana llamada Cloto, que tenía una rueca donde hilaba día y noche. Por piedad, ante la tragedia,  Cloto recogió a la niña que terminó de criarse junto a ella. De modo que la pequeña Gredel pasó feliz su niñez y su adolescencia en aquel paraje idílico del  Polonio, con su antiguo faro y sus enormes arenales.
Cada tanto, a devanar el hilo que hilaba Cloto, llegaba una hermana anciana  llamada Láquesis. Y la niña  fue para las  dos mujeres la felicidad que los dioses les habían negado, pues vivían prodigándole cuidados y el amor que guardaban íntegro, pues nunca antes habían tenido  a quién ofrendarlo.
Mientras tanto la niña fue convirtiéndose en una hermosa joven, para quién llegó un día el Amor en una barca pesquera que vino del Brasil.
 El joven marino se llamaba Augusto quien, al conocer a la joven huérfana que vivía con la anciana Cloto, se enamoró de ella y decidió llevársela con él a su país.
        Una vez enteradas las dos ancianas de la decisión del joven Augusto, no pudieron contener su desconsuelo.
En esos días de tanto dolor se presentó Átropos,  quien llegaba cada tanto con sus tijeras, a cortar el hilo que devanaban e hilaban sus hermanas.
Gredel se fue una tarde con Augusto. Y el halo del Destino ensombreció la playa. Las tres ancianas quedaron solas en la casa del Cabo Polonio.
Por mucho tiempo, los vecinos del pueblo comentaron, que la barca de  Augusto y Gredel, no llegó nunca al país del norte.

Ada Vega, edición 2001

jueves, 5 de diciembre de 2019

A contramano

    


"...Conquistarán  nuestra tierra,con risa pura , los negros;
     con risa que es solo risa, Dios les aguarda riendo; 
magia de risa les cría, negra noche, Dios sin ceño...
Dichosos los que se ríen, que dormirán si ensueños!"
          Miguel de Unamuno a Nicolás Guillén - Madrid 1932



El Wáshington Souza era un negro "usted" ¡Que digo "usted" era más que "usted" se había pasado para el otro lado. Era un negro racista. Pero no de los negros que le tienen bronca a los blancos, no. Él era racista en contra: le tenía bronca a los negros. Fijate lo que te digo,  ¡no bancaba a los negros! En su fuero más íntimo él era blanco, un blanco negro o un negro blanco ¿vas agarrando?
    El color de su piel era un detalle  sin importancia, un simple error de impresión, nada más. El Wáshington tenía un corso a contra mano. Siempre le fastidiaron los negros que tomaban vino y tocaban el tambor.
El padre nada que ver, don Souza era un tipo bárbaro, le decían "el negro jefe” porque era igual  a Obdulio Varela. Trabajaba en una barraca de lana de la calle Rondeau, ¡flor de laburante! Le había conseguido laburo a los hermanos más grandes y el Wáshington, viéndosela venir, le dijo  un día que él a hombrear bolsas no iba, que tenía otras aspiraciones y pretendía otro tipo de trabajo.
        El padre lo mandó al diablo y él se puso a estudiar no sabemos bien qué; pero andaba siempre con libros bajo el brazo. Se había comprado un traje y un par de camisas de segunda mano y empilchado y con los libros, se las tomaba todos los días pa’l centro. Un día lo vimos con un guardapolvo blanco y dijimos: ¡pa! estudia en serio. El no daba explicaciones, pero dejaba flotando en el aire que sus estudios lo iban a llevar lejos.
   En aquella época paraba en la barra el negro Leo ¿te acordás? un botija macanudo ¡gran  amigo! Jugaba en el Banfield de entreala, una gloria verlo jugar, ¡un dominio de la pelota y una seguridad! Llegó a jugar una temporada en el Tellier, pero no tuvo suerte, se quebró dos o tres veces y no jugó más.
  En una final,  jugando en el Tellier en la cancha que tenían en  José Luis de la Peña, en una trancada, un back del Marconi que era grande como un ropero, lo dejó tirado con doble fractura. Que atrás de ese foul, se armó flor de gresca, porque vos te acordás que el Marconi con el Tellier se tenían cierta inquina. Y bueno,  al pobre Leo le costó meses recuperarse.
   Una tardecita en que estábamos tomando mate con el Rana, el Santiago, el Venus y el Pocho Linares, pasa el Wáshington de traje y corbata, con su guardapolvo en el brazo y sus libros. Ve al Leo con la pata enyesada sobre una silla y sin pararse le dice:
—Otra vez quebrado vos. ¡Canilla de negro!
El Leo lo quería pelear.
—¡Negro barato! –le gritó.
Nosotros lo corrimos y se la juramos:
—¡Por acá no pasás más! ¡La próxima te desfiguramos! ¡Qué vas a ser hijo del “negro jefe” qué vas a ser! ¡Doctorcito hijo de puta!
   El más chico de los Silva, aquellos que vivían por Rivera Indarte, trajo un día la noticia. Una mañana se fue a sacar la Cédula de Identidad para entrar al liceo, y lo vio al Wáshington por la Ciudad Vieja, de guardapolvo blanco, en una bicicleta llevando encargos de una farmacia. ¡Mirá el doctor! ¡Repartidor de farmacia! Te podrás imaginar que lo gastamos al negro usted. El se ofendió, nos borró de su agenda y los negros y los blancos del barrio fuimos historia.
   Pero La Teja no era para el Wáshington, y un día se fue, desapareció del barrio. Y nunca más supimos de él. Por eso cuando el otro día lo encontré y nos reconocimos, nos abrazamos. Cuando pasan los años uno se asienta, recapacita, corrige errores, se ven las cosas desde otra óptica: viviendo se aprende a vivir. Y yo, te juro que me alegré de volver a encontrarlo después de tantos años.
 Lo vi bien, pero me contó que fue difícil para él, que lo agotaron sus problemas de identidad. Que los negros no lo aceptaban porque él se sentía un blanco, y los blancos no lo querían porque él era negro. Tuvo que lucharla. Y fue duro. De trabajo andaba bien. Hacía años que era conserje de un edificio en Pocitos, donde tenía un pequeño departamento. Se había casado con una mujer blanca y tenía tres hijos ni negros ni blancos, mulatos. Buenos gurises, que estudiaban en serio. Me dijo que añoraba el barrio pero que no había vuelto, que no tenía a quien visitar.
   Yo le dije que nunca me fui de La Teja, que también me casé, que soy abuelo, que La Teja está linda, que el Rana ya no está, que el Pocho tampoco,  que el Santiago se había ido, pero que volvió al barrio, que el Venus se fue para Australia y nunca más volvió. Que el Leo se jubiló de la Ancap y que tiene un hijo doctor. Le dije que viniera un día a la cantina del Banfield, que siempre es bueno volver al barrio. Que todavía quedaban muchos amigos de antes a quienes tal vez querría ver. Me dejó hablar sin interrumpirme, me escuchó como emocionado, casi te diría que como aceptando la invitación. Después me puso una mano en el hombro y como perdonándome la vida me dijo que vendría, sí, pero que no, que en La Teja...¡ hay muchos negros "che"!
Decime, ¿no es pa’ matarlo…?


Ada Vega, edición 1995

Desde el Laptop



Era invierno. A las cinco de la tarde ya era noche. En aquellos días habia comenzado a ver una novela brasileña que emitía un canal de televisión, precisamente a esa hora. Impropia para mí , que me encontraba en plena faena en el quehacer de la casa. Pero la novela había logrado interesarme, porque, aparte de mostrar al mundo la belleza paisajística de Brasil, tenía un reparto de actores muy interesante . De modo que decidí seguirla desde el laptop, directamente de Youtube donde se encontraban todos los capítulos. Elegí las seis de la tarde y seguí viéndola sin cortes de publicidad sentada en mi escritorio.

Una tarde mi hija al volver del liceo, colocó su laptop sobre una mesa a mi espalda, y se puso a ver una serie española ambientada en los años cuarenta, a la misma hora en que yo veía mi novela.
Su ordenador quedaba de frente a mi monitor.
Mi novela se iba desarrollando en una trama compleja que me mantenía en vilo esperando el desenlace, cuando en uno de los últimos capítulos, sin motivo aparente, desapareció una actriz que participaba con un papel secundario, pero muy sugestivo. A pesar de que el suyo no era el papel protagónico, el que representaba era necesario para el desarrollo de la obra, de modo que su imprevista cesación solo podía ser debido a un hecho fortuito.
 Pasaron tres capítulos y subsanaron el hecho cambiando el parlamento de algunos actores, y así quedó hasta el fin de la obra.
Una tarde abandoné un momento mi novela para ir a la cocina a prepararme un café. Al pasar junto a mi hija miré distraída el monitor de su laptop, y me detuve un momento pues me pareció ver a la actriz desaparecida de mi novela brasileña, actuando junto a un actor en la serie española. Aunque vestía la misma ropa se veía deslucida.
Le pregunté a mi hija qué hacía esa joven en la novela con la ropa y el peinado tan fuera de época. Me contestó que no sabía, que hacía dos capítulos que había aparecido en la pantalla y que no habían dado ninguna explicación.
—Es un engendro, me dijo. Está siempre pegada a ese actor. Aunque parece que él no la ve, no la mira ni le habla.
Entonces le conté lo sucedido en mi telenovela, me miró escéptica y me dijo:
—¡Ay mami, por favor! ¡No pensarás que la actriz se enamoró desde tu monitor del actor de mi novela y se cambió como quien se cambia de vestido!
—No pienso ni creo nada, solo que tampoco entiendo como logran que las personas hablen y se muevan en la televisión o en la computadora y nosotros lo aceptemos como lo más natural.
—Bueno, mamá —me contestó—, nosotros no tenemos porqué saber cómo y de qué manera se logra. Para eso están los técnicos y la ciencia que avanza.
—¿En eso sí creemos?
—Si lo estamos viendo, ¡cómo no vamos a creer!
—La actriz de mi novela, también la vi y la viste.
—Mamá, ¡mañana tengo un examen!
--(Mutis por el foro)

De todos modos, pensándolo bien, mi hija tenía razón. A veces creo que estas máquinas nos están invadiendo para volvernos locos y llegar un día a esclavizarnos.
Mi novela brasileña terminó unos días antes que la española que veía mi hija. La actriz que cambió de novela fue día a día transformándose en otro ser. Ya no tuvo ropa ni cuerpo humano, se convirtió en un ser irreal, un robot. Una mujer digital.
Siguió, de todos modos, abrazada, besando y acariciando al actor español sin que el joven se enterara.
Desde ese momento quedé pendiente del final de la serie. Mi hija se conformó pensado que la actuación misteriosa de la actriz brasileña, era solo una parte fantástica que le habrían agregado a la historia española.
Las dos telenovelas empezaban y terminaban en el mismo horario. Unos minutos antes de terminar el último capítulo, la actriz digital trató de volver a la novela de mi computador.
De manera que viajó en la luz del monitor de mi hija y se insertó en el haz de luz del mío, pero no logró introducirse en su novela, pues la misma había finalizado hacía dos días. Quedó, por lo tanto, fuera del monitor.
Suspendida en el aire, entre el visor y yo, parecía una pequeña muñeca de finos hilos de cristal que, como un prisma se tornasolaba en un sinfín de colores brillantes.
Se había detenido un momento sobre la luz que la había traído de regreso, cuando mi hija cerró su laptop.

Fue entonces que en medio de un gemido semejante a una nota musical desconocida, tal vez a la música que, según dicen, emiten los astros al girar en el espacio, la vi desintegrarse. Y en el zigzaguear de un rayo eléctrico, delante de mis ojos, se desvaneció en el aire.


Ada Vega, edición 2013

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Después del café


Era invierno. Recostado a la puerta de calle miraba llover. El viento silbaba austero entre las copas de los sauces. Pasó la muerte y me miró.
—A la vuelta paso por vos —me dijo.
Seca, sin mojarse, pasó la muerte bajo la lluvia.
—Por mí no te apures —le contesté resignado.
Ella volvió a mirarme desdeñosa y siguió de largo sin contestar.
Se venía la noche. Entré, cerré la puerta y encendí la luz. Busqué en derredor algo en qué ocupar el tiempo que me quedaba. Demoré buscando un libro en la biblioteca. Recorrí la estantería sin leer los títulos. Mis manos iban acariciando los lomos sin decidirse. Arriba, en la estantería más alta, junto a una vieja Biblia, un libro encuadernado en blanco y negro, de tapas envejecidas, se recostaba en el anónimo y antiquísimo: Las Mil y Una Noches. Lo reconocí en el momento de retirarlo. Se llamaba: Huéspedes de paso, del francés André Malraux. Esa novela autobiográfica la había leído muchos años atrás. Relata gran parte de la vida del autor. Cuenta que vivió las dos guerras mundiales. Como corresponsal recorrió Europa, vivió en África, volvió a Francia y fue ministro de cultura del presidente De Gaulle.
Observo el libro en mis manos. En la tapa, la foto del escritor sentado en su escritorio. La cabeza apoyada en su mano derecha. Viste traje. Lleva corbata y camisa de doble puño con gemelos. Abro el libro al azar.
“—Creo probable la existencia de un dominio de lo sobrenatural —dice—en el sentido en que creía en la existencia de un dominio de lo inconsciente antes del psicoanálisis. Nada más usual que los duendecillos. Rara vez son los que uno cree ver; se domestican poco a poco, y luego desaparecen. Otrora los ángeles estaban por doquier. Pero ya no se los ve. Me inclino a mirar con buenos ojos el misterio; protege a los hombres de su desesperanza. El espiritismo consuela a los infortunados.”
Afuera seguía lloviendo. Pensé en la muerte que quedó de pasar. —A la vuelta —dijo. Mientras esperaba me dirigí a la cocina a preparar café. Siempre me gustó el café: fuerte, sin azúcar. Los médicos, entre otras muchas cosas, me lo habían prohibido. Parece que mi corazón no quería más. Siempre cuidé de mi salud, pero en ese momento, ya no tenía caso.
La muerte demoraba. Pasó caminando. Muy lejos no iría. Dejé el libro en su lugar. Yo también creía en el misterio, en el espiritismo. En los espíritus que cohabitan entre nosotros. El café me cayó de maravilla. Lo disfruté. Se hizo la media noche y el sueño comenzó a rondarme. Preferí quedarme en el living, cerca de la puerta. Me arrellané en el sofá con la luz de la lámpara encendida, por si alguien venía a buscarme. Dormí sin soñar y desperté en la mañana como si nunca hubiese estado enfermo. No sentía cansancio ni fatiga. Salí a la calle a caminar entre la gente. Desde ese día volví a ser el hombre sano que había sido. Pensé en volver a mi casa. Me fui, aconsejado por el médico, cuando la dolencia de mi corazón se agudizó.
Cambié de ciudad para estar más cerca del hospital donde me atendían. Mi esposa quedó con los niños. Son muy pequeños y no podíamos mudarnos todos. Ella venía a verme los fines de semana. No quise esperar y tomé el primer ómnibus para mi ciudad. Me bajé en la plaza principal. No vi a nadie conocido. Caminé hasta mi casa y llamé a la puerta. Esperé un momento, como no me contestaron volví a llamar. No obtuve respuesta. Busqué la llave en el bolsillo del saco y entré. Mi esposa estaba en la cocina, no me oyó entrar, me detuve en la puerta y la llamé. —Elena. Estaba de espaldas preparando el almuerzo. Volví a llamarla. —Elena. Me asusté. Ella se dio vuelta, no me miró, abrió la heladera retiró una bolsa de leche y volvió a darme la espalda. Fui al dormitorio donde oí jugar a los niños. Me acerqué a acariciarlos. Los llamé por sus nombres. No me miraron, no me oyeron. No me vieron.
No sé si la muerte vino antes o después del café.


Ada Vega,edición 2010 

domingo, 1 de diciembre de 2019

Volver a Salto

         
         Tenía veinte años cuando, por primera vez, llegué a Montevideo desde la ciudad  de Salto. Entonces vivía con mis padres y mis hermanos en una casa junto al río Uruguay,  cerca del puerto desde donde salen y llegan durante todo el día, las lanchas que cruzan el río hasta y desde Concordia, la hermana ciudad entrerriana. Aún guardo en mi memoria la visión de los últimos rayos del sol, al caer detrás de los árboles en la costa argentina; las vacaciones de verano a caballo con mi padre de recorrida por los campos salteños; las mañanitas en el río de pesca con mis hermanos, con el agua hasta las rodillas que corría mansa sobre las piedras. El perfume de los naranjales en flor.
         Pero la infancia es breve como el viento de verano. A los dieciséis años empecé a trabajar, en las Termas del Daymán,  en una casa de comidas ligeras que dos muchachos montevideanos habían  instalado allí un par de años antes. Era un trabajo agradable, dinámico. Atendíamos a turistas que llegaban desde  los distintos departamentos de Uruguay y también de Argentina y Brasil. Como la distancia de las termas hasta mi casa  era de unos cuantos kilómetros, el recorrido diario  lo hacía  en un ómnibus de línea. Un verano, ya había cumplido los dieciocho años, conocí a  Diana. Una chica argentina que vivía en Concordia con sus padres y un hermano menor que,  según supe después, hacía varios años  pasaba con su familia, las vacaciones en Daymán.  En realidad,  no  recordaba haberla visto antes y puedo decir que recién ese verano puse atención en ella. Me sentí atraído en cuanto la vi y comenzamos a vernos. Como  estaba limitado al área donde funcionaba mi trabajo era ella quien se acercaba  a comprar algo y se quedaba a conversar conmigo. Una tarde vino y me dejó un papelito doblado en cuatro, con un número de teléfono. Me dijo que se iban al día siguiente que  podía llamarla,  pero que lo hiciera solamente de mañana que era cuando ella estaba.
En aquel tiempo trabajaba cinco días y descansaba el sexto. Esa misma semana el primer día de descanso la llamé por teléfono de mañana, como me advirtió, y de tarde fui a verla. A las tres de la tarde bajé de la lancha en el puerto de  Concordia. Subí  corriendo las escaleras con temor de no encontrarla. Pero estaba allí, junto al barandal de hierro. Llevaba puesta una falda gitana y una blusa con puntillas. El viento jugaba con su pelo y la despeinaba. Al verme sonrió y comenzó  a caminar hacia mí. Creo que esa tarde comencé a amarla. Nos  fuimos juntos a caminar por la costanera. A partir de ese encuentro nos vimos cada cinco días durante un año. Estábamos juntos un par de horas. Algunas veces íbamos al cine. Si hacía frío o  llovía entrábamos en algún bar a tomar algo. No sé donde vivía. Nunca conocí su casa. Nunca me invitó.
Yo tenía las mejores intenciones y deseaba, de una vez por todas, hablar  con los padres  para formalizar nuestra relación y no tener que  seguir viéndonos  por la calle como si  tuviésemos que escondernos de alguien. Sin embargo, ella siempre me decía que esperara un poco que en la casa, por el momento, no le permitían tener novio.  No obstante me prometió hablar con sus padres para que me recibieran. Encuentro que no llegó a cristalizar. Si bien es cierto que yo estaba muy enamorado, y ella decía sentir lo mismo por mí, tuvo la habilidad de mantenerme  alejado de los suyos.
La familia de Diana tenía por costumbre llegar a las termas en el mes de febrero. A mediados de enero le pregunté en qué fecha tenían pensado cruzar para hacer las reservaciones. Me contestó que todavía no lo habían decidido. A la semana siguiente,  cuando fui a verla, no la encontré. La esperé más de una hora y no vino. Me volví extrañado. Durante el año que estuvimos viéndonos nunca había faltado. Cuando yo llegaba al puertito de Concordia, ella siempre estaba esperándome. Cuatro días después, en las termas,  vi llegar a sus padres con el hermano. Diana no venía con ellos. Me llamó la atención, de manera que en cuanto pude me acerqué al hermano y le pregunté por ella.  No vino —me dijo—, Diana no vino porque se casó. Creí que había oído mal. Por qué no vino —insistí. Porque se casó —me repitió—,  y  se fueron por quince días a Buenos Aires. El muchacho no me dio más corte y se tiró en la piscina. Lo que sentí en ese momento no es fácil de explicarlo. No podía ser cierto. Tenía que ser un error. Tal vez una broma del hermano. Pero, por qué. No había motivo para una broma así. Pensé que debía aclarar cuanto antes la situación por lo tanto busqué a los padres, que se encontraban junto a una de las piscinas. Me acerqué, los saludé y les pregunté por los hijos. Nito anda por ahí —me dijo la mamá—, y Diana se casó el sábado. No creo que venga más con nosotros. Al escuchar a la madre me invadió un tremendo desconcierto. Hubiese querido desaparecer. Me sentí estafado. Burlado. No podía reaccionar y por un momento no supe qué hacer. Mi cabeza era una olla donde hervían mil preguntas. Preguntas  que no tenía a quién hacérselas. Preguntas sin respuestas. Respuestas que nadie me dio.
Por un tiempo seguí yendo a Concordia los días de mi descanso con la esperanza de volver a verla. Recorría la peatonal, entraba en los comercios y bares, buscándola. Nunca la encontré. Concordia es mucho más grande que Salto donde nos conocemos todos. Comenzó a cegarme una mezcla de dolor y de rabia. Se había burlado de mí. Quería matarla. Asesinarla. Durante varios días planee varias muertes distintas: estrangularla con mis propias manos; clavarle un puñal en la espalda; ahogarla en la piscina. Sin embargo tuve que abandonar mis ideas criminales porque yo, debo reconocerlo, nunca pude matar un pollo del gallinero de mi madre, para comerlo al mediodía. Ni jamás acompañé a mi padre, cuando salía al campo, dispuesto a carnear una oveja. Las yerras y las carneadas, nunca fueron mi fuerte. Por lo tanto la venganza por muerte, poco a poco, fui dejándola de lado. No así, mi rabia y mi resentimiento.
  En mi casa sabían que yo tenía una novia en Concordia. Mis amigos también. Cómo decirles a mis padres y a mis amigos que mi novia se había casado con otro. No podía disimular mi bronca y mi humillación. Así que, sin pensarlo dos veces, decidí irme de Salto. Les conté a mis patrones lo que pasaba y les dije que  me iba para Montevideo a buscar trabajo. Ellos me entendieron y me dieron una mano.  Hablaron por teléfono con unos amigos y me consiguieron trabajo en  la plaza de comidas del Shopping Center  Montevideo y la dirección de un hotel familiar de unos parientes de ellos,  en la calle San José, en el Centro de la capital.
Hablé con mis padres y les conté mi decisión de irme a Montevideo.
Mi madre lloró. Mi padre me habló como les hablan los padres a los hijos cuando éstos pierden el primer amor. Que son cosas  que pasan. Que pronto me olvidaría. Que en cuanto menos lo esperara me volvería a enamorar. Que no era necesario que saliera huyendo para Montevideo, como si me hubiesen echado los perros. Mi madre seguía llorando.  Mi  padre dijo entonces que si estaba decidido a bajar a  la capital a probar fortuna, que no era él quien se opondría. Pero que tuviese  presente, que si no me adaptaba a la vida en la capital recordara que mi casa en Salto siempre estaría esperándome. Mi madre lloró mientras me hizo la valija, mientras  me acompañaron a la terminal y cuando la abracé y la besé antes de subir al ómnibus. Mi padre no me hizo recomendaciones. Me abrazó emocionado y me dejó ir. Llegué de noche a la capital del país, después de viajar seis horas en un ómnibus interdepartamental. Me bajé en la terminal de Tres Cruces, atravesé el salón de pasajeros, salí afuera y en la puerta tomé un taxi. Le di la dirección al taxista y le dije que tomara por 18 de julio.  Así me advirtieron mis amigos que le dijera al hombre del volante. El taxista me preguntó si yo era del interior, le contesté que sí y que era la primera vez que venía a la ciudad. Él tomó Bulevar Artigas, a las dos o tres cuadras se detuvo un momento y  me dijo: ese es el Obelisco, y entró en la Avenida 18 de Julio.
La avenida fue, para mí, un espectáculo grandioso. Me pareció tan amplia, tan iluminada, con tanto tránsito. Llena de comercios, vidrieras y  gente que iba y venía por las veredas. La recorrimos toda. Casi al final, el taxi dio una vuelta y me dejó en la puerta del hotel. Subí con mi mochila al hombro, me dieron la llave de una habitación, dejé la mochila y salí a la calle a presentar mis respetos a la gran Montevideo. Subí hasta 18 de Julio  caminé  un par de cuadras y llegué a la Plaza Independencia. No podía creer lo que tenía ante mí. El Palacio Salvo conocido sólo en postales y alguna vez en televisión se elevaba iluminado hacia mi izquierda. Crucé la calle y me encontré frente al Monumento del General Artigas, detrás el Mausoleo, y al fondo la puerta de la Ciudadela. Estaba cansado del viaje y quería comer algo, sin embargo me senté en un banco de la plaza a observar la gente que pasaba. Y me sentí feliz al entender que yo, era uno de ellos. Que también  pertenecía a la ciudad. Que  desde ese momento era un ciudadano más de la capital. Al volver entré en un bar, pedí pizza y  una cerveza. Después regresé al  hotel. Me tiré en la cama vestido y me dormí  pensando en mi madre y en mi padre. Ellos tenían razón. Yo volvería a ser feliz. Por lo pronto, lo iba a intentar.
Mi  empleo en la pizzería fue bueno. Ya estaba acostumbrado a ese tipo de trabajo y no tuve ningún inconveniente. Enseguida me hice amigo de Santiago, un muchacho que era también del interior, que vivía en una pensión a cinco cuadras del Shopping Center Montevideo,  para donde  me mudé a los seis meses de haber llegado a  la capital. Vivía más cerca y me ahorraba el boleto del ómnibus. Por desgracia, para mí, en esos días Santiago resolvió irse para Nueva York, donde tenía un hermano que lo mandaba buscar. Lo extrañé cuando se fue, aunque ya estaba más baqueano y tenía también otros amigos. De todos modos Santiago me escribía seguido y me mandaba fotos. Había conseguido un buen trabajo y al mes de llegar ya estaba de novio con una muchacha peruana. En las cartas me decía que sacara el pasaporte y fuese arreglando los papeles para viajar que,  en cuanto pudiera, me iba a mandar el pasaje para que me fuera a vivir con ellos.  En mis cartas yo no le decía ni que si ni que no, en realidad,  me sentía  muy bien en Montevideo y no tenía la más mínima intención de viajar a los Estados Unidos. De todos modos, nunca dejamos de escribirnos y contarnos nuestras historias. Y para mí, su ofrecimiento no dejaba de ser una puerta de entrada al país del norte, por si un día decidía aceptar  la invitación. Así pasó un año largo.
Un día en la pizzería se presentó Diana. Se dirigió directamente a mí.  Me dijo que quería volver conmigo, que la perdonara, que se había equivocado. Que su matrimonio no había resultado. Y varios detalles más. Le dije que no podía hablar, que estaba trabajando. También le dije que no volviera porque  yo no quería saber nada más con ella. Que por favor se fuera y me dejara en paz. Insistió un poco, pero al final se fue. Me quedé pensando en mi propia reacción al verla: yo había amado,  odiado y  olvidado a esa muchacha con la misma intensidad. Recordé que quise morirme cuando me dejó, que pensé en matarla. Sin embargo, lo que murió fue  solamente el amor. Creí que no volvería a verla nunca más. Un par de semanas después, cuando salí  de la pizzería a las dos de la mañana,  me estaba esperando. Había traído un bolso con su ropa y me dijo que venía para quedarse conmigo. Le repetí que no quería seguir con ella, que lo nuestro  pertenecía al pasado: ella estaba casada y  yo la había olvidado. Se abrazó a mí y me besó como solía hacerlo cuando yo  creía que éramos novios y nos amábamos.  Sentí su cuerpo junto al mío y por un momento reviví  la  pasión que un día sentí por ella. Mis brazos rodearon su cintura y la atraje hacia mí. Nos besamos y cuando nos separamos, y la aparté de mí, su marido estaba frente a ella. Supuse que era su marido, pues solo el marido podía haberla seguido y estar, en ese momento, apuntándole con un revólver. El muchacho la miraba fijo. Se notaba sereno. No pronunció una palabra. Ella tampoco habló, creo que ni se asustó. En ese momento pensé que nos mataba a los dos. Pero a mí  ni siquiera me miró. Yo no podía apartar mis ojos de los ojos del hombre cuando sonó  el primer disparo y vi a Diana caer a mis pies. Me incliné para tratar de levantarla, cuando oí el segundo disparo y el cuerpo del muchacho cayó a lo largo junto a ella. Todo pasó en segundos. De todos modos, lo sucedido aquella noche dejó en mí una impresión tan amarga y tan cruda, que mil veces mi mente la siguió reproduciendo  y otras tantas, en sueños, la vuelvo a revivir. La locura, la insania, la tragedia, había estallado a mi lado, involucrándome, pero  sin llegar a rozarme. Por varios días estuve en vueltas con la policía, los testigos, el juzgado y el juez. Otra vez mi vida se complicaba. El dueño de la pizzería me pidió que tomara unas vacaciones para evitar las murmuraciones de la gente y a la policía que entraba y salía del local. Pensé que era tiempo de volver a mudarme. Y le escribí a mi amigo de Nueva York.
Volví a Salto a despedirme de mis padres, de mis hermanos y de algunos familiares y amigos, a quienes les aseguré que no me iba para siempre. Mamá, como cada vez que me veía, lloró cuando llegué y lloró cuando me fui. Mi padre me abrazó al despedirse y me pidió que no dejara nunca de escribirle a mi madre. Me fui para Estados Unidos un domingo, a fines de noviembre de 1997,  en un avión de American Airlines con destino:  Montevideo – San Pablo – Nueva York,  en un vuelo que llevó doce horas. En el Aeropuerto Internacional Kennedy me esperaba  Santiago. A los pocos días de llegar al gran país del norte me encontraba de paseo con mi amigo, por el corazón de Nueva York en la isla de Manhattan. Por la Quinta Avenida. Por Brodway. Visitando el Empire State. Ya era parte de aquel mundo extraño, desconocido y sofisticado al cual, con el tiempo, también me adapté.
Comencé a trabajar  con Santiago, en una empresa  de mantenimiento de interiores: mampostería, sanitaria, pinturas, etcétera. Visitaba clientes haciendo  trámites administrativos,  cobros, entregando facturas y demás. El 11 de septiembre de 2001, poco antes de las 9 de la mañana, dejé unos presupuestos en una oficina del  piso 70  de World Trade Center. Una de las Twins Towers (Torres Gemelas) de Nueva York, bajé por uno de los ascensores  y salí por la puerta central. En ese momento, a mis espaldas, un avión chocaba con la torre de la que acababa de salir. Al momento, otro avión impactó en la segunda torre. A un par de cuadras presencié  el derrumbe de ambas. El horror, las nubes de polvo, y los gritos de la gente,  los tendré grabados en mi cabeza hasta el día de mi muerte.
Viví  nueve años en Estados Unidos con la idea, siempre, de volver un día a mi país. Desde hace unos años  estoy en pareja con Mirna, una joven chilena, en quien volví a encontrar el Amor. Con ella habíamos acordado que nuestros hijos nacerían en Uruguay. Por lo tanto, estos años trabajamos mucho los dos, juntamos un dinero y a mediados de 2006 decidimos el regreso.
Soñaba con  volver a mi país. Volver a Salto. A encontrarme con mis padres, mis hermanos. Volver a mi río y a mis amigos.  Establecerme, criar allí a mis hijos y quedarme para siempre. En un país como el nuestro donde hay paz, donde la gente es amable y solidaria. Donde no nos separan las ideas políticas, raciales ni religiosas. Nos despedimos de los amigos y preparamos las valijas. Nos embarcamos la mañana del 4 de noviembre de 2006 en un vuelo de American  Airlines:  Nueva York – San Pablo – Montevideo. Sabía que al llegar a Uruguay nos encontraríamos, en Montevideo,  con la XVI Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado. No obstante, pese a que  la capital había recibido en esos días, algo más de cinco mil visitantes, la ciudad se encontraba en calma. Al llegar fuimos a la Terminal de Tres Cruces a sacar pasajes para Salto. Siempre estuvimos al tanto de los problemas que existían con los habitantes de Gualeguaychú, por la instalación de las papeleras en Río Negro, pero allí en la terminal nos enteramos que los entrerrianos habían levantado un muro a la entrada del  puente internacional, sobre el río Uruguay. Mientras el ómnibus avanzaba hacia el litoral, la noche de principios de noviembre se cerraba sobre la campiña dormida. Recordé que dos veces la tragedia  me había  rozado sin herirme. ¿Sería  que la tercera me estaba esperando? Decidí no pensar en ello. Me sentía demasiado feliz.  Por lo tanto  me dije: aquí vamos. Aquí nacerán mis hijos, en el Salto oriental, junto al río de los pájaros pintados. Llegamos justo para los festejos, del  8 de noviembre de 2006, por los 250 años del proceso fundacional de la ciudad de Salto. Era un buen  augurio. Nos bajamos en la terminal. Toda mi familia nos estaba esperando. Mi padre me abrazó muy fuerte. Mi madre, como siempre, me besó llorando.
Ada Vega, edición 2010