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viernes, 28 de febrero de 2020

El último taita





Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, de pelo renegrido y lacio peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. 

Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz.
Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él. negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelin. Tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que pasó sobre Montevideo, y el nombre se le habría grabado.
El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando sólo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho.
Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su facón. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡quién sabe!
El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos de esos ciertos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera.
Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa.
Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el sol de La Teja. Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron. Un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador.
Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el facón del taita. Pero, ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil. Ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa, el último que se entera, es el que se tiene que enterar último.
Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo. Pero quiso hablar con el hombre, contarle ella lo que pasaba, explicarle. Y esa noche cuando él llegó, trató, de la mejor manera, de explicar la situación. Él escuchó, y sin pronunciar una palabra, salió de la casilla rumbo a la casa del muchacho. 

Arriba la luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa, se escondió tras una nube cuando el hombre, ya en la calle, vio al joven que venía decidido a su encuentro. A jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas.
El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él mirándolo directamente a los ojos, sin temblar.
Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al taita. Soltó el mango del puñal sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y lo supo.
 No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche a encontrarse con su destino. 

Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Ángel Salvo aullara su largo y macabro silbido.

Ada Vega, edición 1997

La abuela Gaby


  La abuela Gaby está completamente sorda. Más sorda que una tapia. Me da pena, a veces. La veo a diario  recorrer la casa diligente, tratando siempre de ayudar a mi madre en los quehaceres. Activa, sigilosa. Su paso breve por las habitaciones trasunta paz. Seguridad. Desde que está sorda ha dejado de hablar. Se ha acostumbrado a permanecer callada y nosotros respetamos su decisión.
           Algunos vecinos creen que también ha perdido la voz. Pero no está muda. Cuando quiere, y tiene ganas,  nos endilga algún discurso. Cada vez que le dirigimos la palabra nos colocamos frente a ella pronunciando lentamente y exagerando el movimiento de los labios, para que lea en ellos lo que  queremos decirle. Entonces ella, si lo considera necesario, nos contesta con gran solvencia y soltura, pues su mente, gracias a Dios, se conserva nítida y fresca como un amanecer de estío. De lo contrario, si cree que no vale la pena contestar, apoya apenas una mano en su cabeza y con la otra hace señas de que no oye, de que no entiende,  da media vuelta y se va.
Es hermosa la abuela Gaby. Es delgada y menuda. Tiene blanca la cabeza. Los ojos celestes y la risa pronta. Las manos pequeñas y un conocimiento de la vida como pocas personas tienen. Un conocimiento adquirido por percepción  más que por vivencia propia. Pues la abuela –—es de justicia decirlo— no ha salido de esta casa desde que la entró en los brazos,  al año de estar casados, Heriberto Villafañe, un mocetón alto y fuerte que fue su amante, su compañero y  su marido por más de cincuenta años. También el padre de sus cinco hijos y el gran amor de su vida.
Los pormenores de la vida romántica de la abuela no los conozco por mi madre, quien se ha resistido siempre a hablar del tema por considerarlo demasiado escandaloso.  Ha sido la propia abuela  quien, desde que era niña, en las largas siestas de verano, sentadas bajo los árboles del jardín, me ha contado su historia de amor y cómo y por qué se casó con el abuelo Heriberto.
 La abuela Gabriela  —que así se llama—  nació un día de setiembre de 1924, en una casa quinta, cerca del Parque Hotel. Su madre fue una francesa nacida en el valle del Ródano,  que había venido con sus padres a radicarse en Uruguay  hacia 1910.  
Su padre fue un criollo nacido en pleno Centro, empleado administrativo del Banco de Seguros, quien conoció a la francesita, una tarde de domingo de 1920, en el Rosedal del Prado, casándose con ella dos años más tarde en la Catedral de Montevideo.
 Según me ha contado tuvo una linda niñez, hizo sus estudios en un colegio privado, y a los veinte años estaba pronta para casarse con Antoine Prévert, un pariente lejano por parte de la madre, muy elegante, muy correcto y  muy francés, dueño de una gran fortuna, residente en París, con quien supo desde siempre que se casaría.
            Conociendo, pues, a su futuro esposo llevó con él un noviazgo  de poco más de un año hasta la fecha elegida para la boda. Un noviazgo serio, respetuoso, tal como correspondía a un caballero del linaje de  Antoine Prévert.
Gabriela estaba feliz con la idea del próximo matrimonio. Su prometido era  apuesto, cordial. La trataba con gentileza y amabilidad. Con dicha unión se abría ante ella un mundo de lujo y bienestar.
Faltando poco más de un mes para la boda, mientras se realizaban los últimos preparativos conoció, en la casa de unos amigos, a Heriberto  Villafañe. un joven de  veintidós años que trabajaba como operador en un cine de la ciudad. Nacido en un barrio pobre  hijo de un mecánico y  una costurera, sin más fortuna que su juventud y sus dos manos para trabajar, era Heriberto  la antítesis de su novio francés. Sin embargo, desde que  se vieron por primera vez, ambos, se sintieron atraídos.
El muchacho, más apasionado, comenzó a perseguirla. A hostigarla, casi. Ella sorprendida, profana en el juego del amor, haciendo alarde de mujer fatal, peligrosamente, le seguía el juego. Nunca pensó que, en ese juego, podría peligrar su ya anunciado  matrimonio.
 Mientras se probaba el traje de novia una y otra vez, con su velo blanco,   comenzaron a encontrarse a escondidas, algunas veces en el parque, otras en el cine y  las más vaya a saber dónde. Lo cierto es que Gabriela una o dos tardes por semana desaparecía de su casa  para volver al atardecer feliz y contenta, sin aclarar demasiado el motivo de sus  reiteradas deserciones. En esos días cercanos a la boda ayudaba a su madre a escribir las tarjetas, opinaba sobre las exquisiteces que se servirían en el bufete, y festejaba entusiasmada cada regalo recibido.
La relación con Heriberto pensó ella que sería algo pasajero, apenas una travesura  como para despedirse de la soltería. No creyó que llegaría a incidir sobre la realización de su próxima boda. Ni le pasó jamás por la  mente, que pudiese existir  algún motivo por el cual  suspenderla. De todos modos, unos días antes de casarse los continuos mareos,  las náuseas que le provocaban ciertos  alimentos  y  los antojos que de pronto le atacaban, comenzaron a preocuparla. Preocupación que llegó al paroxismo al comprobar que su regla mensual se había suspendido.
Estaba embarazada y no de Antoine precisamente,  con quien  nunca  había  tenido relaciones íntimas. El caso era grave y no se vislumbraba solución. Pudo quizá  haberse casado, como estaba decidido, y el niño pasaría por ser hijo del francés. Pudo practicarse un aborto. Calladamente. Sin que la sociedad pacata de entonces  llegara a enterarse.  Pudo, pero no quiso.
 La abuela Gaby  renunció al casamiento programado con años de anticipación,  despreció  la fortuna  en  francos  franceses, que la esperaba, y se fugó con el operador de cine a vivir en un apartamento, con claraboya,  en el barrio de La Aguada.
 La familia jamás la perdonó. Mi madre tampoco.
El abuelo Heriberto abandonó su trabajo de operador de cine y subsidiado por  la empresa argentina Glucgsman, abrió en el centro una sala cinematográfica.
Antes de nacer el niño se casaron sin ostentación por el civil, dejaron el apartamento con claraboya y se mudaron para una casa preciosa en La Blanqueada. Mientras el abuelo, ya diestro empresario, inauguraba  la segunda sala en el barrio de Pocitos. Para entonces la abuela ya había dado a luz los dos primeros varones de los cuatro que tuvo, más mi madre que fue la última en nacer y la única mujer.
 Antes de inaugurar la tercera y última sala de cine, el abuelo le compró a la abuela la casa de La Blanqueada  que es ésta donde vivimos mi madre, mi padre, la abuela y yo. El abuelo Heriberto falleció hace ya algunos años, pero la abuela sigue recordándolo  y hablándome de él. Le he preguntado, últimamente, que fue del  novio francés.  Cree que volvió a Francia y allá se quedó.
En aquellos días de la vergonzosa fuga, la madre y el padre se enojaron mucho con ella, pero cuando dio a luz al segundo varón vinieron  los dos a verla y a conocer a los nietos. Y aunque nunca le perdonaron el papelón que, por su culpa,  hicieron ante los  demás parientes, llevaron una moderada relación. Lo cierto es que la abuela nunca se arrepintió de la elección que hizo.
Pocas veces he hablado de este tema con mi madre. De todos modos  sé como piensa al respecto. Para mamá la abuela fue una inconsciente al rechazar a Antoine  y  su  boato.  Pudo, le ha dicho más de una vez,  haber sido una mujer rica. Mamá ciertas cosas no las entiende. Por eso  soy más amiga de la abuela que de ella. Amo  a la abuela Gaby, a su lado he aprendido muchas cosas de la vida. Mamá se preocupa cuando nos ve conversar a las dos y  le dice que no me llene la cabeza de pajaritos. La abuela la mira,  frunce el entrecejo,  le hace señas de que no oye, de que no entiende, da media vuelta y se va refunfuñando.
Creo que mamá desconfía de la sordera de la abuela.
A veces... yo también.

Ada Vega, 2012

miércoles, 26 de febrero de 2020

Jaque Mate


   Serían poco más de las diez, aquella noche de mediados de agosto, había en el aire un anticipo de primavera. Terminaba de dictar clases y me iba abrazado a un montón de escritos para corregir. Bajaba las escaleras de la Universidad y vos subías apresurado. Al cruzarnos, casi sin detenerte, me dijiste que te esperara en el bar donde solíamos reunirnos, pues tenías que hablar conmigo.
Esa noche yo había programado no acostarme hasta terminar de corregir las pruebas. De todos modos entré al bar, encontré una mesa libre junto a la ventana que da a la avenida me senté y pedí un cortado. Nuestra amistad databa de muchos años y si tenías algo urgente que decirme mi deber de amigo era escucharte. No habían pasado diez minutos cuando entraste al bar.
Te sentaste frente a mí y el mozo te alcanzó un café. Estabas alterado. Gesticulabas nervioso. Traté de adivinar el problema que, sin dudas te acuciaba, pero mi imaginación se estrelló ante tu seriedad para revolver el café. Encendí un cigarrillo y esperé a que hablaras. De pronto abriste la boca y de ella las palabras salieron a borbotones.
—Manuel —dijiste sin preámbulo—, voy a dejar a Yanina. No hice ningún comentario y continuaste. —Es una situación difícil, pero no me queda otra salida. Me voy con Estela. Quería contártelo yo antes que te enteraras por otra persona.
Comenzaste a beber tu café. Al principio no supe qué decir. No sé qué se acostumbra en estas circunstancias. Traté de salir del paso con lo primero que se me ocurrió.
—¿Lo pensaste bien?
—Sí Manuel —me contestaste—, Estela me gusta, me siento bien con ella y no quiero perderla ¿entendés? Me sentí confundido y —no, no te entiendo —te dije. Entonces el que no supo qué contestar fuiste vos. Aproveché el lapsus y te pregunté por tu mujer.
— ¿Yanina no está esperando su primer hijo en estos días? —Sí —afirmaste. —¿Y la vas a abandonar ahora, cuando más te necesita? —Manuel —te apresuraste a contestar—, mi relación con Yanina llegó a su fin, no puedo quedarme a su lado porque va a tener un hijo. No te pido que me comprendas, pero las cosas se dieron así. Estela apareció de golpe en mi vida. Estas cosas pasan. No tienen explicación.
Me di cuenta entonces que lo tenías resuelto, que no tenía caso lo que yo pudiera opinar. —Decime, Juan, ¿vos la querés a Yanina? —La quiero, sí, pero no la amo. Te voy a explicar... —No, no me expliques, yo sé la diferencia que existe entre querer y amar. Espero que vos también la sepas y no te equivoques. De todos modos si ya decidiste cómo resolver la situación yo, como amigo ¿qué puedo decirte? —No digas nada. Ya renuncié a mi puesto en la facultad y mañana nos vamos del país. —¿Te vas del país? ¿Para dónde se van Juan? —No me preguntes —me contestaste—, después te escribiré. —Pero ¿y tu hijo? —insistí — ¿no te importa lo que pueda ser de él? —Yanina tiene pasta de madraza — afirmaste—, no va a necesitar de mí para criarlo.
En ese momento hubiese querido decirte muchas cosas, hasta de moral te hubiese hablado. De hombría. Pero entendí que sólo deseabas informarme, no pedirme una opinión. Te miré a los ojos y te desconocí. Me sentí caer en un pozo profundo donde las palabras y mis sentimientos se entremezclaban. Traté de poner mi mente en orden hilvanando una buena frase que te hiciera recapacitar, pero permanecí mudo. Ausente. Te pusiste de pie y nos estrechamos las manos. Chau Manuel. Hasta siempre Juan. Te fuiste sin mirar atrás. Yo pedí otro cortado y me quedé en el bar donde, un par de años atrás, habíamos conocido a Yanina.
Estrenábamos nuestros títulos de Profesores de Español. Siempre fuiste ganador, simpático, entrador. Te sobraban las mujeres. Yanina apareció una tarde con una amiga. Eran estudiantes de la Facultad de Humanidades. Nos impactó a los dos, pero yo no tuve oportunidad vos ya te le habías acercado. Al poco tiempo ella dejó de estudiar y se fueron a vivir juntos. A veces la amistad no nos da tregua. No sólo a Yanina le fallabas, al fallarle a ella me fallaste a mí. Te vi salir del bar y perderte entre la gente. Y por veinte años no te volví a ver.

Hoy llamaste a la puerta de mi casa y a mi hija menor le preguntaste por mí. Te invité a pasar. Ni siquiera me extrañó tu presencia en mi casa. Siempre supe que un día u otro nuestros caminos volverían a cruzarse. Estás igual. Más veterano, como yo, pero al verte se nota que la vida te ha mimado. Conversamos de tu vida y te pregunto por Estela. Que sí, me decís, seguís con ella. Las cosas no resultaron como esperabas, pero bueno, a veces las cosas no se dan. No, no tuvieron hijos. La maternidad nunca estuvo en los planes de Estela. Por lo demás te ha ido bien. Estás radicado en Caracas, viniste por unos días a Uruguay pero ya te volvés. Encontrás hermoso a Montevideo. Todavía lo extrañás. Querés saber de mí. —Me casé —te digo—, tengo tres hijos. Quedate a almorzar así conocés a mi familia. ¿Económicamente? Con dificultades, porque la situación en el país está muy complicada. Sigo de profesor en la universidad y doy clases en dos liceos. ¿De mis hijos? Los dos mayores son varones y están en la facultad. La más chica todavía no terminó la secundaria. Mi familia es toda mi riqueza. --—Vamos —te digo—, pasemos al comedor, mi familia ya está reunida.
—¿Ves, Juan? Estos son mis tres hijos. ¡Yanina! vení amor, acércate, tal vez te acuerdes de este amigo que tuve hace muchos años. Hoy va a almorzar con nosotros.


Ada Vega, edición 2007.
http://adavega1936.blogspot.com/

La última carta


—Vos no te podes ir así como si no pasara nada.
—Y si no pasa nada.
—¿Cómo que no pasa nada? Me estás dejando.
—No te estoy dejando. Nos estamos separando de común acuerdo.
—De común acuerdo no. Vos me dejás para irte con otra.
—No empecemos otra vez, Carina. Hace mucho tiempo que sabías que yo me iba a ir. Lo hablamos más de una vez y  llegamos a un acuerdo.
—Vos lo hablaste. Vos dijiste que te querías separar. Yo nunca hablé de separarnos.
—No importa quién lo dijo. ¿Lo hablamos o no lo hablamos más de una vez?
—Lo hablamos, sí. Porque vos te calentaste con esa puta que habrás conocido por ahí y yo, como una idiota, pensé que se te iba a pasar. Y ahora resulta que querés irte a vivir con ella y dejarme a mí que soy tu mujer.
—No hables así. Esa no es tu manera de hablar.
—Yo hablo como se me da la gana, qué joder. Me metiste los cuernos, te vas con otra y querés que yo cuide mi lenguaje. Sos un hijo de puta.
—Nosotros llegamos a un acuerdo. ¿O ya te olvidaste?
—No llegamos a nada.
—Llegamos, sí. Quedamos en que vos te quedás con la casa y yo te paso una pensión hasta que consigas un trabajo.
—Yo no quiero trabajar.
—Bueno, qué sé yo, no trabajes si no querés.
—¿Y de qué voy a vivir si no trabajo, me querés decir?
—No sé Carina, no sé. Yo me llevo sólo mi ropa. Los papeles de la casa están en la notaría. Cualquier problema que tengas hablá con el abogado.
—Que se vaya a la mierda el abogado.
—Escuchame Carina, no quiero que te quedes mal. Vos sabés bien que el amor entre nosotros se perdió hace mucho tiempo. Que vivimos peleando. No era vida lo nuestro.
—Claro, entonces encontraste a esa desgraciada que es mejor que yo.
—No es mejor ni peor que vos. No quiero tocar ese tema. Ella no tiene nada que ver.
—¿Que no tiene nada qué ver? ¿Deshizo mi matrimonio y no tiene nada qué ver?
—No exageres. Vos sabés que nuestro matrimonio se deshizo hace mucho tiempo.
—No me vengas ahora con que encontraste por ahí lo que no tenías en casa.
—Pensá lo que quieras, estoy cansado, no quiero discutir más. Me voy que se hace tarde y no quiero perder el barco. Acá te dejo las llaves.
—Qué hacés. Pará un poco. Estamos hablando, ¿no?
—Ya hablamos todo lo que teníamos que hablar.
—Cerrá esa puerta. Vos no te podés ir. ¡Cerrala, te digo!
—¿Y ahora qué pasa?
—Que vos no te podés ir porque estoy embarazada. Estoy esperando un hijo tuyo.
—Eso no es cierto.  Me lo decís para que no me vaya.
—¡Es cierto! Y si no te quedás te juro que jamás vas a conocer a tu hijo. Desaparezco con él  y nunca lo vas a encontrar.
—Es mentira.
—Es verdad.
—Es mentira. ¡No puede ser verdad!
—Bueno, si te parece que es mentira…andate.
—¿…?
—Entrá, hacé el favor. Cerrá la puerta…dame esa valija. Afuera está refrescando.

                                                     II

     El hotel se encontraba en la Avenida 9 de Julio y Corrientes. Aquella tarde del 10 de julio de 1963 era una tarde fría y  tormentosa. Una densa neblina le daba  a la ciudad un aspecto borroso. Delia llegó pasada la media tarde. Vestía gabardina, llevaba botas largas y un bolso grande de mano. El cabello largo y oscuro le daba a su rostro un marco perfecto. La joven venía a encontrarse con el hombre que amaba. Tenía una gran noticia que comunicarle y el mal tiempo no sería obstáculo que les impidiera festejar con alegría.
 Como siempre, había reservado la habitación 402. No bien hubo retirado su llave se dirigió al ascensor. Aquel cuarto del hotel, pequeño e impersonal, ya era parte de su vida. Hacía tres años que cada quince días se encontraba allí con Joaquín. Pero ésta sería la última vez. Se acercó al amplio ventanal desde donde se podía observar el Obelisco, en el centro de la avenida más ancha del mundo.

 Siempre le agradó contemplar la vasta avenida y ese bullir de autos y gente en la gran ciudad. Dejó el bolso sobre la cama y antes de que oscureciera salió a hacer unas compras. Su compañero se embarcaría en Montevideo en el vapor de la  carrera  “Ciudad de Asunción”, aproximadamente a las diez de la noche, para llegar al puerto bonaerense alrededor de las siete de la mañana. Ella estaría de regreso en un par de horas, se ducharía, se cambiaría de ropa y bajaría a cenar. Dormiría sola por última vez y en la mañana desayunarían juntos.
Delia era maestra. Nacida en la provincia de Córdoba, había llegado a la ciudad de Buenos Aires para trabajar en una escuela de la  capital. Con Joaquín se conocieron en una reunión de amigos y no les costó nada enamorarse. El joven era uruguayo, viajante de un laboratorio con sede en Argentina, vivía en Uruguay  y estaba casado. Hecho que no trató de ocultar pese a lo cual le declaró su amor en varias oportunidades, bajo la promesa de que un día se separaría de su esposa para vivir con ella. Y ese momento había llegado.
Volvió cargada de  bolsos. Decidió no bajar al comedor; pidió un cortado y una medialuna y antes de las diez de la noche estaba en la cama. Sobre la mesa de luz de Joaquín había dejado,  con mucha ternura, un babero y un par de zapatitos de bebé. Al día siguiente, como ya lo habían acordado, se irían a vivir al sur. Ella había conseguido empleo en una escuela y él seguiría como viajante, en el mismo laboratorio.
 De todos modos, esa noche se sentía inquieta, deseaba dormirse pero el sueño se escabullía y no lograba atraparlo. Pensó en Joaquín que a esa hora estaría embarcando.
Para él no sería sencillo dejar a su esposa para venirse con ella. Las separaciones son siempre difíciles. Al fin se durmió con un sueño exaltado. A la mañana siguiente se despertó sobre las ocho, Joaquín estaría próximo a llegar. Bajó al comedor donde sólo un par de mesas estaban ocupadas. Le extrañó que hubiese tan poca gente para el desayuno.
El aroma del café y las medialunas recién horneadas despertaron su apetito y decidió comenzar a desayunar mientras esperaba el arribo de Joaquín. Pronto se hicieron las diez de la mañana. Inquieta volvió a la habitación y trató de entretenerse ordenando las compras que había hecho el día  anterior.  No intentaba especular, pero su preocupación a cada segundo iba en aumento. Se preguntaba qué pudo haber sucedido en Montevideo.  Si Joaquín se habría arrepentido o si tal vez, llegó tarde al puerto. Pero no, él era muy meticuloso,  si algo hubiese sucedido  se lo habría comunicado al hotel.  Decidió bajar a la recepción para averiguar si había algún mensaje para ella.
Al bajar del ascensor observó que varias personas se  encontraban reunidas en el hall comentando algo con mucha seriedad. Se acercó al mostrador donde el encargado leía los títulos de los diarios mientras hablaba por teléfono. Al ver que se acercaba, el empleado le alcanzó un ejemplar. Delia tomó el periódico en sus manos y leyó, aterrada, los titulares:
“Terrible tragedia en el Río de la Plata. Esta madrugada el vapor de la carrera “Ciudad de Asunción” que cumplía la travesía Montevideo – Buenos Aires,  debido a la niebla reinante, chocó con el casco del carguero griego Marionga Cairis, semihundido en las aguas del Río de la Plata, a 77 Km. de la entrada al Puerto de Buenos Aires. El buque se hundió en veinticinco minutos con gran pérdida de vidas.”
Nunca  recordó lo sucedido en las horas siguientes. Sólo que despertó en la habitación 402. En el hotel, después de mucho insistir, lograron comunicarse con Montevideo desde donde recibieron  una concisa información:
Sí, Joaquín Salvo Ramírez estaba en la lista de pasajeros. Lamentamos informar que no se encuentra entre los sobrevivientes.
          Delia permaneció unos días en el hotel. Dudó entre quedarse en Buenos Aires o volverse a  Córdoba. Luego, como un homenaje a Joaquín, tal como lo habían decidido cuando proyectaban juntos el futuro, se fue al sur. Allí, ocho meses después, nació su hija. Nunca volvió a Buenos Aires. 

                                             III

        Las ciudades son como su gente. O tal vez, la gente se mimetiza con  su ciudad. Y Montevideo es una ciudad cálida, amigable,  abierta al cielo y rodeada de mar. Pasear por su rambla no tiene precio. Visitar sus barrios de calles arboladas,  los parques y  plazas. Las playas. Todo ahí, al paso.
La gente es sencilla,  vive sin  apuro, siempre tiene tiempo para escuchar a un amigo, para tender una mano.
        Viví a 1.500 Ks. de Montevideo y siempre supe que un día vendría a conocer la ciudad. Se lo prometí a mi madre que me hablaba mucho de Uruguay. Mi padre era uruguayo y ella nunca lo olvidó.
        Me llamo María Belén. Nací en 1964 en Rawson, capital de Chubut, en la Patagonia. Llegué a Uruguay para quedarme hace más de veinte años. A esta tierra me atan raíces profundas y una historia de desencuentros, de equívocos y de muerte.
Mi madre falleció en el invierno de 1980. Me contó que mi padre fue un joven uruguayo llamado Joaquín Salvo Ramírez,  desaparecido en el naufragio del ”Ciudad de Asunción”, en el Río de la Plata, el 11 de julio  de 1963. Soy maestra de niños con capacidades distintas. Cuando quedé sola acepté la ayudantía para una escuela de niños ciegos en Montevideo. Me despedí de Rawson con mucha pena, sin saber si alguna vez volvería a recorrer sus calles.
       Cuando desembarqué en el Aeropuerto de Carrasco, sentí el abrazo de la ciudad y supe que aquí encontraría mi nuevo hogar. En la escuela me recibieron con mucho cariño y logré adaptarme de inmediato. Pasado el tiempo me enamoré de un compañero y al año me casé. Tengo dos hijos, una casa muy linda cerca de la escuela y a una cuadra de la playa. No podía, en este país, encontrar más felicidad.
       Un diciembre, antes de Navidad, me pidió la Directora de la escuela, que fuese a retirar el cheque que todos los años nos donaba un laboratorio muy prestigioso. Una vez allí me derivaron al primer piso, donde se encontraba la gerencia.
      Mientras subía la escalera sentí a mi lado, la presencia de mi madre que me acompañaba. Me detuve a la entrada de la oficina. Ante mi sorpresa, sobre una chapa dorada, en letras de molde, alcancé a leer:
Sr. Joaquín Salvo Ramírez - Gerente

Ada Vega,  2012