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sábado, 14 de marzo de 2020

El Oriental




      Hace algunos años, cuando aún conservaba la espalda fuerte y las manos firmes, recorrí el litoral trabajando de siete oficios. Entonces los años eran pocos, podía domar un bagual o arrear una tropa días y días, durmiendo en grupa sin agobio ni cansancio; el mundo no tenía fronteras y yo era dueño del viento.
     Tiempos aquellos en que fui amo de mis horas, en los calientes veranos en que el sol reverberaba sobre los trigales maduros, o cuando la escarcha de los fríos inviernos se quebraba en los esteros  bajo los cascos de mi zaino malacara. Otros tiempos.
     En una oportunidad en que andaba desnortado, sin rumbo fijo, después de vadear el Río Negro entré en campos de la "heroica", cerca de Piedras Coloradas. Las tierras del litoral, de excelente pastura, se extienden a lo largo y a lo ancho en una planicie sin accidentes. A poco de llegar conocí a un cabañero que me contrató para trabajar en el Haras Amanecer, de su propiedad. Un establecimiento de unas doscientas hectáreas al sur de Paysandú, orillando el Queguay Grande.
      El cabañero y su familia se dedicaban a la cría de caballos de carrera y al perfeccionamiento de la raza. Ese año debido a la adquisición de Lucky Boy, un semental inglés gran campeón incorporado al Haras hacía un año, se esperaban con gran expectativa las pariciones de primavera. Aquella mañana de octubre se presentaba muy movida. Ya dos potrillos nacidos casi en la madrugada intentaban los primeros pasos junto a sus respectivas madres. 
      En uno de los box, asistida por el veterinario, el propietario del establecimiento y un capataz, la Estrellera, una yegua que había finalizado su campaña ganando varias carreras estampando tiempos records, aguardaba inquieta la llegada de su primogénito. El veterinario auscultaba a la yegua con el ceño fruncido, que dejaba entrever una velada preocupación. De todos modos, cerca del mediodía la Estrellera trajo al mundo un potrillo perfecto, oscuro como mi suerte, ágil y vivaz.
       Quienes presenciaron el nacimiento no pudieron, sin embargo, demostrar su alegría opacada por la seriedad del profesional que al revisar al puro anunció que le encontraba un  problemita en el corazón que lo imposibilitaría de todo esfuerzo, y sería por ese motivo exonerado de pisar las pistas de carreras. Fue bautizado con el nombre de El Oriental y dejado por el momento con su madre.
El cabañero tenía dos hijos de doce y catorce años que, al igual que su padre, tenían gran apego por los caballos. Desde muy temprano andaban esa mañana visitando a los recién nacidos  que eran, sin lugar a dudas, hermosos ejemplares. No era, por lo tanto, de extrañar que se encontraran presentes cuando el nacimiento de El Oriental y la comunicación de su dolencia. Ni tampoco fue extrañar que se sintieran apenados y decidiera que tal vez si ellos le proporcionaran un cuidado especial el problema no sería tan grave.
 Así se lo comunicaron al padre que a su vez les dijo que el potrillo no tenía futuro en el haras, que podían quedarse con él, pero que no sería criado para correr. Desde ese momento los muchachos adoptaron al potrillo, que permaneció junto a la madre unos seis meses durante los cuales se dedicaron a observar su desarrollo y a controlar su aparente buena salud.
 Cumplido los seis meses El Oriental fue destetado y con otros potrillos sacado al campo donde vivió con naturalidad corriendo y jugando hasta cumplir el año, tiempo en que los padrinos fueron alimentando el sueño de verlo correr en la pista de la capital.
     Ante el eminente encierre de los puros para comenzar a prepararlos para la venta o para el debut en pista, los muchachos insistieron al padre para que dejara al potro dentro del plantel. Sólo por darles  gusto a sus hijos, dejó el cabañero que El Oriental integrara el lote que entregó al cuidador, convencido de antemano, de que aquel hermoso animal no saldría nunca del Haras para lucirse en el Deporte de los Reyes.
     Los días se sucedieron. Para los dieciocho meses, cuando la doma de los Pura Sangre, El Oriental lucía magnífico sobresaliendo entre sus medios hermanos por su gran alzada, cabeza altiva y remos largos y finos. Su notable inteligencia y docilidad le permitieron en muy poco tiempo sortear las dificultades del aprendizaje y correr con gran elegancia y elasticidad. 
       Para la carrera del Primer Paso el Haras Amanecer anotó dos dosañeros: Tejano y Tropero. Los hijos del cabañero, al ver a su crédito relegado, volvieron al ataque con el argumento de que durante sus dos años el potrillo  demostró perfecta salud, su entrenamiento había sido más que satisfactorio y no merecía por lo tanto que se lo dejara de lado.
       —Muchachos —les dijo el padre, El Oriental no puede correr, el corazón no le va a dar. No tiene corazón para una carrera donde corren los mejores pingos. De todos modos ellos insistieron:
       —Tiene corazón, papá. ¡El Oriental tiene corazón y tiene alma! ¡Tiene alma, papá! Y el hombre, ante el entusiasmo de sus hijos decidió complacerlos y el potro fue anotado para la reunión tan esperada.
        A pesar de que aquella temporada El Oriental aparentaba ser el mejor producto entre los dosañeros del  Amanecer, la gente del haras no le tenía confianza. Se había desatado una polémica entre quienes esperábamos una buena performance del potrillo, y quienes opinaban que para la carrera en ciernes al potrillo le faltaba corazón.
      Sin embargo a mí, el hijo de la Estrellera me gustó desde el vamos. A penas nació le vi pasta de crack, y aunque nunca fui de mucho hablar, apoyé en todo a los hijos del patrón, aquellos muchachitos que lo apadrinaron y depositaron en él toda su esperanza, rodeándolo acompañándolo siempre, observando sus vareos cronómetro en mano. Cuidándolo como a un príncipe. Ellos eran los verdaderos dueños de El Oriental y pretendían esa sola carrera de debutantes. Después, le habían prometido al padre que lo retirarían de las pistas. Pero en esa carrera iban a demostrar que el puro tenía corazón y alma como para compartir la gloria de los grandes ganadores clásicos.
        Cuando llegaron a Maroñas ya se hablaba de El Sureño, un tordillo oscuro del Haras “Mi Ensueño” de Florida, que venía a debutar a Montevideo provisto de los mejores comentarios sobre sus últimos aprontes y que figuraba, entre los entendidos, como decidido líder. La tarde de la carrera esperada se presentaba serena y clara. Un sol tibio se recostaba sobre nubes esponjosas, mientras una brisa juguetona arremolinaba y elevaba en el aire cientos de boletos rotos.
     Al iniciar el paseo preliminar los potrillos levantaron voces de admiración. Principalmente aquel  Otelo, rey de reyes, llamado El Oriental que paseó su estampa despertando comentarios.
     Y se vino la carrera. A las cinco de la tarde estaban todos los potrillos en sus puestos. Sonó la campana, se abrieron las gateras y los pingos salieron agrupados como un malón. 
      El Sureño tomó la punta seguido a dos cuerpos por Tejano y a cuatro por El Oriental, a 300 metros el favorito superó a Tejano en cuatro cuerpos, mientras El Oriental corría achicando ventaja. Faltando 500 metros El Oriental se abre solo a tres cuerpos de Tejano peleando la punta con El Sureño. A 200 metros del Disco se le aparea y pasan juntos la perrera cabeza a cabeza presagiando un final de bandera verde.
       El Oriental se estira, no toca el suelo, rompe los relojes, como un Pegaso negro de alas invisibles cruza como un viento ante la multitud que grita su nombre:¡Oriental! Y a escasos 50 metros del Disco, en el supremo esfuerzo de dar el resto al noble bruto lo sorprende la huesa y rueda con el corazón partido, sin saber.
        Maroñas enmudece. Miles de ojos atónitos observan. Un silencio de plomo cae sobre la multitud que por un instante detiene la respiración. Y en ese milésimo de segundo y ante la vista azorada de los aficionados que no pueden  creer lo que está sucediendo, mientras rueda el heroico potrillo pura garra y corazón, su alma se desdobla, abandona el cuerpo y sigue en carrera con la misma elasticidad con que venía corriendo: altiva, valiente, poniendo clase y guapeza. 
        Y mientras los fanáticos reaccionan delirantes en la tribuna, envuelta en un solo grito de admiración, el alma de El Oriental cruza el Disco ovacionada y se esfuma, cubierta de gloria, en la media tarde maroñense.

Ada Vega, edición 2000 - 

viernes, 13 de marzo de 2020

La casa


—Me voy —dijo—, y se fue.
Sin un beso, sin abrazo, sin siquiera una caricia. Un hasta luego. Un adiós.
Y me quedé sola en aquella habitación. Sola. Pensé si al salir se acordaría de pagar la casa. Terminé de vestirme, descolgué el abrigo del perchero, tomé la cartera y pedí un taxi. Tres minutos, dijeron. Llegó en dos.

Subí al taxi, la Piaf cantaba aquel Himno al Amor de cuando éramos jóvenes estudiantes, la universidad era un castillo y el otoño caía en hojas secas sobre la ciudad. Entonces el amor era Dios, una panacea y el único motivo de vivir.

Parecía una burla, una incongruencia: “mientras el amor inunde mis mañanas —decía la Piaf— mientras mi cuerpo se estremezca bajo tus manos poco me importan los problemas, mi amor, porque tú me amas”.

El conductor me observaba por el espejo retrovisor.
—Qué pasa, le pregunté.
—¿Está sola?
—¿No me ve?
—Creí que había que levantar a alguien.
—No tengo que levantar a nadie.
—Mm..., contestó, no se enoje, no crea que es la primera dama que dejan abandonada por estas latitudes.
—No me diga.
—Le estoy diciendo. Una vez llevé una muchacha que se peleó con el novio y el tipo se fue y la dejó sola.
—¿Y?
—Y nada, él dejó la casa paga y en ese mueble antiguo que está a la entrada, vio, junto a la lámpara, le dejó el dinero para el taxi.
—¡Qué delicadeza!
—Sí. Otra vez a una señora mayor la dejó el compañero que se fue sin pagar y ella tuvo que dejar la cédula de identidad y la alianza de matrimonio para poder retirarse. A mí me pagó con un dinero que tenía para la feria.
—¿Cómo sabe usted que era el dinero para la feria?
—Porque era de mañana, día de feria, y ella andaba con un bolso de hacer mandados.
—Usted tiene mucha imaginación.
—Imaginación no, hace veinte años que manejo un taxi.
—¡Oh! En ese momento recién me di cuenta que no me preguntó a dónde iba, ni yo le avisé. Como no tenía apuro lo dejé seguir y además, por extraña coincidencia mientras conversaba, había tomado el camino que llevaba hacia mi casa.
—Una vez llevé de ahí a una muchacha rubia muy bonita. Subió al taxi nerviosa me dio la dirección de su casa y me pidió que la esperara para llevarla al aeropuerto. Mientras tanto me contó que había matado al hombre que estaba con ella.
—¿Y usted?
—Y yo acá, sentado manejando. No sabía qué hacer. Pensé detener el taxi y pedirle que se bajara, puesto que en mi vida lo menos que necesitaba en ese momento era un problema nuevo. La miré por el espejo y me dio lástima. Era muy joven y estaba llorando.
—¿Y cómo lo mató?
—Eso le pregunté yo, ¿cómo lo mató? Le dije.
—Le pegué cuatro tiros, contestó llorando.
—¡Pobre chica, lloraba arrepentida!
—Eso también le dije. ¿Está arrepentida?
—No, se apresuró a decirme.
—¿Y por qué llora entonces?
—Porque en el apuro por salir de la habitación, dejé el reloj y los anillos sobre la mesa de luz. ¡Qué rabia!
—¿Y el revólver? le pregunté. Abrió la cartera y sacó el arma.
—Lo tengo acá, dijo y me apuntó.
—¿Qué hace?, apunte para otro lado, le grité.
—No tiene más balas, contestó, mientras lo guardaba.

Estaba tan interesante la conversación que no me di cuenta que había detenido el taxi. Pero yo quería saber más: por qué tantos tiros, quién era el hombre, qué clase de relación tenían. Qué pasó después, si la llevó al aeropuerto.

Y el taxista seguía contando: el hombre que mató era el novio, hacía tres años que llevaban una relación, lo mató porque se enteró que era casado y tenía tres hijos. Le pegó cuatro tiros porque eran los que tenía el arma. No, no la llevó al aeropuerto, la joven le dijo que no lo quería comprometer más, que tomaría un coche cualquiera que pasara libre. Nunca más la vio ni supo de ella.

—Llegamos, me dijo.
—Yo no vivo acá, vivo dos cuadras más adelante.
—Su compañero dijo que la dejara acá.
—¿Cómo?
—Cuando pagó la casa dejó la dirección y el dinero para el viaje.
—¡Qué delicadeza!
—Sí, parece un buen tipo.
Mientras me bajaba y saludaba al conductor, en la radio del taxi Charles Aznavour y La Bohème. Y aquel amor de locos. De los veinte años del pintor pobre y la modelo, viviendo del aire en el Montmartre parisino de cuando “París era una fiesta”.


¡Cómo se repite el amor! Quién no vivió un amor a los veinte años y creyó que era para siempre. Sin embargo el camino que andaban juntos, un día se dividió en dos y ambos se perdieron por distintas veredas. Luego pasaron veinte, treinta años, y un día, porque sí, recuerdan aquel amor apasionado de la juventud que los hizo enfrentar al mundo, por defender lo que estaba destinado a morir. Y volvieron al lugar del amor en busca de no saben qué. Y no encontraron nada. Nada. Porque ya no había nada más. Ni las lilas cayendo sobre las ventanas del atelier, ni el amor de locos, ni la juventud. La juventud…¡la bohemia! "La juventus es una flor, y al fin murió"

—Me voy —dijo—, y se fue.
Sin un beso, sin un abrazo. Sin un adiós.


Ada Vega, edición 2014 
http://adavega1936.blogspot.com/

jueves, 12 de marzo de 2020

Un árbol junto a la medianera


Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza, deteniéndose a trechos.
Entonces vivía con mis padres y mis hermanos a la orilla de un pueblo esteño, cerca del mar. Mi casa era un caserón antiguo, del tiempo de la colonia, de habitaciones amplias y patios embaldosados. Con jardín al frente y hacia el fondo, una quinta con frutales. A ambos lados de la casa una pared de piedra que hacía de medianera, nos separaba de la casa de los vecinos. El resto de la quinta lo rodeaba un tejido de alambre cubierto de enredaderas.
Uno de los vecinos era don Juan Iriarte, un hombre que había quedado viudo muy joven, con tres niños, empleado del Municipio. La casa y los niños se hallaban al cuidado de la abuela y una tía, por parte de madre, que fueron a vivir con ellos ha pedido de don Juan, cuando faltó la dueña de casa.

En los días de esta historia yo tenía dieciocho años y un novio alto y moreno que trabajaba en el ferrocarril, que hacía el recorrido diario del pueblo a la capital. Se llamaba Enrique y venía a verme los sábados pues era el día que descansaba. Enrique era honesto y trabajador. Nos amábamos y pensábamos casarnos.
Mi padre y mis hermanos trabajaban en el pueblo y mi madre y yo nos entendíamos con los quehaceres de la casa ayudadas por Corina, una señora mayor que se dedicaba principalmente a la cocina y que vivió toda su vida con nosotros. Yo era la encargada de lavar la ropa de la familia. Tarea que realizaba en el fondo de casa, en un viejo piletón, una o dos veces por semana.

Cierto día, la mirada azul del mayor de los hijos de don Juan empezó a inquietarme. Comencé por intuir que algo no estaba bien en el fondo de mi casa. Como si una entidad desconocida estuviese, ex profeso, acompañándome. Hasta que lo vi subido a un árbol junto a la medianera. Era un niño que sentado en una rama me miraba muy serio, entrecerrando los ojos como si la luz del sol le molestara.
Pese a comprobar que la ingenua mirada de aquel niño sentado en una rama no merecía mi inquietud, no alcanzó a tranquilizarme lo suficiente. Traté por lo tanto de restarle importancia. Sin embargo al pasar los días no lograba dejar de preocuparme su obstinada presencia pues, por más que fuera un niño, me molestaba sentirme observada. De modo que me dediqué a pensar que algún día se aburriría y dejaría de vigilarme.
Pasaron los meses. Por temporadas lo ignoraba, trataba de olvidarme de aquel muchachito subido al árbol con sus ojos fijos en mí. Un día hablando con mi madre de los hijos de don Juan, me dijo que el mayor estaba por cumplir catorce años. ¿Catorce años?, dije, creí que tendría diez. —Los años pasan para todos, dijo mi madre. — La mamá ya hace ocho años que murió y el mayorcito hace tiempo que va al liceo.

Desde el día que vi a Fernando por primera vez encima del árbol, habían pasado algo más de dos años. Nunca lo comenté con nadie. A pesar de que alguna vez lo increpé duramente: 
---¡Qué mirás tarado! ---le decía con rabia---, ¿no tenés otra cosa que hacer que subirte a un árbol para ver qué hacen tus vecinos? 
Nunca me contestó ni cambió de actitud, de todos modos su fingida apatía lograba sacarme de quicio y alterar mis nervios.
Finalmente llegó el día en que su presencia dejó de preocuparme. Cuando salía a lavar la ropa ya sabía yo que él estaba allí. Algunas veces dejaba mi tarea y lo miraba fijo. Él me sostenía la mirada, siempre serio. Yo me reía de él y volvía a mi trabajo. Hasta que una tarde pasó algo extraño: había dejado la pileta y con las manos en la cintura enfrenté, burlándome, como lo había hecho otras veces, su mirada azul. Entonces sus ojos relampaguearon y me pareció que su cuerpo entero se crispaba. Aparté mis ojos de los suyos y no volví a enfrentarlo. Sentí que el corazón me golpeaba con fuerza y comprendí que aquella mirada azul, no era ya la mirada de un niño.

Ese verano cumplí veinte años y fijamos con Enrique la fecha para nuestro casamiento. Yo había estado siempre enamorada de él, sin embargo, aquella próxima fecha no me hacía feliz, como debiera. Un sábado al atardecer salimos juntos al fondo, para poner al abrigo unas macetas con almácigos, pues amenazaba lluvia.
Cuando volvíamos Enrique me arrimó a la medianera de enfrente a la de don Juan y comenzó a besarme y acariciar mi cuerpo. Mientras lo abrazaba levanté la cabeza y vi a Fernando que nos observaba desde su casa. Arreglé mi ropa nerviosamente y me aparté de Enrique que, sin saber qué pasaba, siguiendo mi mirada vio al muchachito en el árbol.
—¿Qué hace ese botija ahí arriba?, me preguntó. 
—No sé, le contesté, él vive en esa casa. 
—¿Y qué hace arriba del árbol? 
—No sé. ¿Qué otra cosa podía decirle, si ni yo misma sabía qué diablos hacía el chiquilín ahí arriba? Salí caminando para entrar en la casa seguida por Enrique que continuaba hablándome, enojado: 
— ¡Habría que hablar con el padre, no puede ser que el muchacho se suba a un árbol para mirar para acá! ¡Está mal de la cabeza! 
—¡Es un chico! —le dije para calmarlo un poco, son cosas de chiquilín. 
—¡Es que no es un chiquilín, es un muchacho grande!, me contestó, ¡es un hombre!

¡Un hombre! pensé, y mi mente fue hacia él, hacia aquellos ojos azules que, sin poder evitarlo, habían comenzado a obsesionarme. A perseguirme en los días y en las noches de mí desconcierto. Un desconcierto que crecía en mí, ajeno a mi voluntad, creando un desbarajuste en mis sentimientos. No podía entender por qué me preocupaba ese chico varios años menor que yo, que solo me miraba.
Al día siguiente salí al fondo de casa con la ropa para lavar. No miré para la casa de al lado. No sé si el vigía se encontraba en su puesto. Enjuagué la ropa y fui a tenderla en las cuerdas que se encontraban al fondo de la quinta. Me encontraba tendiendo una sábana cuando oí unos pasos detrás de mí. Al darme vuelta me encontré de frente con Fernando que, sin decir una palabra, me tomó con energía de la cintura, me atrajo hacia él y me besó con furia. Sus ojos de hundieron en los míos y sentí su hombría estremecerse sobre la cruz de mis piernas. 

—No te cases con Enrique —me dijo—, espérame dos años. 
—Dos años, para qué —le pregunté. 
—Porque en dos años cumplo dieciocho, estaré trabajando y podremos vivir juntos. 
—Pero Fernando, tienes apenas dieciséis años, y yo tengo veinte...yo...no es esperarte, ¡esto no puede ser!
—No siempre voy a tener dieciséis años, un día voy a tener veinte y vos vas a tener veinticuatro y un día voy a tener treinta y vos vas a tener treinta y cuatro ¿cuál es el problema? 
—Después no sé, pero ahora es una locura, yo no puedo... ¡voy a casarme! 
—Vos no te podés casar con Enrique porque ahora me tenés a mí. ¿Dudás de que yo sea un hombre? 
—No, no dudo, es que yo no... Vos estás confundido, no te das cuenta, ¡estás confundido! Pero, por favor, ahora vuelve a tu casa, no quiero que alguien te encuentre acá, ¡por favor! 
—Me voy, pero esta noche quiero verte, te espero a las nueve. 
—No, no me esperes —le dije—, porque no voy a venir. 
—Vas venir —me contestó.


Pasé el resto del día nerviosa, preocupada, asustada. Feliz. Era consciente de que aquella situación no era correcta. Pero no podía dejar de pensar en lo sucedido esa mañana. No había, siquiera, intentado resistirme. Dejé que me abrazara y me besara, y sentí placer. Hubiera querido seguir en sus brazos. ¿Qué significaba eso? Abrigaba sentimientos desencontrados. En mi cabeza reconocía que no era honesto lo sucedido, pero en mi pecho deseaba volver a vivirlo. No sabía cómo escapar de la situación que se me había planteado, y a la vez rechazaba la idea de escapar. De lo que no dudaba era que aquello no tendría buen fin. Que si alguien se enterase, sería un terrible escándalo. Para mi familia y para la de él. Entendía que para Fernando era una aventura propia de su edad. Pero yo era mayor, era quien tenía que poner fin a esa alocada situación antes de que pasara a mayores. Decidí por lo tanto no salir esa noche a verlo y conseguir, cuando fuese a lavar la ropa, que mamá o Corina me acompañaran.

La firme decisión de no concurrir a la cita de las nueve de la noche se fue debilitando en el correr de las horas. A las nueve en punto en lo único que pensaba era en encontrarme con Fernando en el cobijo de la quinta. La noche estaba cálida y estrellada. La luna en menguante se asomaba apenas, entre los árboles. Salí, sin encender la luz, por la puerta de la cocina como una sombra.

Estaba esperándome. Me condujo de la mano hasta la parte más umbría de la quinta. Me besó una y mil veces. Y me hizo el amor como si todo el tiempo que estuvo observándome desde su casa, hubiese estado juntando deseo y coraje.
Y yo lo dejé entrar en mí, deseando su abrazo, como si nunca me hubiesen amado o como si fuese esa la última vez.


Después pasaron cosas. No muchas. Cuando Fernando cumplió dieciocho años nos vinimos a vivir a la capital. Cada tanto volvemos al pueblo a ver a mis padres y a mi suegro. Mis hermanos se casaron y se quedaron a vivir por allá. La abuela de Fernando murió hace unos años y el padre se casó con la tía que vino a cuidarlos cuando eran chicos. Enrique vive en EE.UU. La quinta de mi padre está un poco abandonada. El viejo piletón aún se encuentra allí. Cuando voy a la casa entro a la quinta hasta la parte más umbría, que fue refugio de nuestro amor secreto. Allí vuelvo a ver a aquel chico de dieciséis años empeñado en demostrarme que era todo un hombre. Aquel chico de la mirada azul que por su cuenta decidió un día trocar mi destino, trepado a un árbol junto a la medianera.

Ada Vega, edición 2012. 

Cartas para Lucía



  Si de algo careció Lucía a los veinte años fue de gracia, belleza. Sensualidad. No era, ni cerca, como las muchachas que al atardecer paseaban del brazo por la plaza, y al cruzarse con los jóvenes del pueblo bajaban los ojos con recato.
Ni como las empleadas de la fábrica “Las Marías” seis cuadras después del puente, que en cada turno circulaban en grupos vestidas con overoles azules, comiendo maníes tostados en cucuruchos de papel de diario. Siempre alegres, y sonriendo con picardía a los muchachos que al pasar las piropeaban.
Recién cumplidos los diez años Lucía quedó huérfana de padre y con sólo quince años perdió a su madre quien al morir, dejándole la casa de herencia y una pensión de por vida, le delegó la tarea de velar por sus hermanos.
En esos días de luto —según dijo—, para acompañarlos y darles una mano, llegó una tía a vivir con ellos hasta que pudieran arreglarse solos.
La tía que vino por un tiempo no aportó ni trabajó nunca, molestaba más que servir para algo, y recién se fue de la casa cuando años más tarde la parca se la llevó.
De manera que Lucía con sus quince años y mientras sus hermanos terminaban de criarse, cargó con la casa y se dedicó a lavar, limpiar y cocinar para todos. Así lo hizo mientras la tía tejía y miraba televisión y los dos varones, terminados sus estudios, se pusieron a trabajar.
Siempre había pensado en dedicarse un poco a ella cuando sus hermanos se casaran o se fueran de la casa. Pero los muchachos resultaron reacios al matrimonio y permanecieron aferrados a la casa paterna y a su alma.
Los años inclementes fueron pasando. Las hojas del almanaque se llevaron su juventud y con ella la esperanza de encontrar el amor. Si bien es cierto que nadie nunca le pidió matrimonio también es cierto que ella desde su ostracismo, nunca miró hombre alguno.
De modo que al cabo del tiempo se fue convirtiendo en una mujer gris. Con una grisura que afloraba desde su interior.
Despojada de toda coquetería, su feminidad se reducía a mantener la pulcritud de su persona. Ajena al uso del maquillaje, peinaba su cabello negro y lacio recogido en un moño sobre la nuca. Consciente o no, logró que su paso por la vida pasara inadvertido. Fue así que un día, a fin de vencer la soledad y el encono que le producía el haberse convertido en la solterona del pueblo, comenzó a recibir y contestar cartas de un misterioso enamorado creado por su imaginación.
Enamorado que fue perfeccionando tanto en sus misivas que un día se le apareció en cuerpo y alma.
Sin darse cuenta había dejado pasar la juventud, los días en que el Amor se respira en el aire. Lucía nunca se cruzó con él, y llegó a la plenitud de su vida sin amor y sin sexo. De todos modos un día entendió que no era demasiado tarde y se dispuso a buscar y encontrar al hombre que, según ella, estaba esperándola en alguna parte. Carente de afecto y de ternura necesitaba sentirse amada y deseada por un hombre. Entonces recibió la primera carta:

Srta. Lucía:
Usted no me conoce. Soy un hombre que desde hace mucho tiempo está enamorado de usted. No he tenido oportunidad de hablarle a pesar de habernos cruzado muchas veces, por ese motivo le escribo esta carta.
Me llamo Albérico Alonso, tengo 58 años y soy viudo. No tengo hijos. Vivo en el Nº 3520 de su misma calle. Me gustaría que nos encontráramos para conversar. Contésteme por favor. Déme la oportunidad de conocerla. Ya sabe mi dirección. Afectuosamente
                                                   Albérico Alonso

La carta con su nombre y dirección se encontraba en el buzón de la entrada, cuando uno de los hermanos al volver del trabajo la encontró.
—De quién es —le preguntó al entregársela.
—Cómo voy a saber si aún no la he abierto —le contestó
Leyó con tanta emoción como si aquella misiva fuese en realidad de un extraño, y sintió que el corazón latía como alocado. Esperó un par de semanas y contestó:


Sr. Albérico Aloso
De mi mayor consideración:

Hace unos días recibí su carta. He dudado mucho en contestarla. No sé si es una broma o usted realmente existe. No sé quién es, no he intentado averiguarlo pese a dejarme sus dato y dirección.
Desconozco a qué o a quién estoy enfrentándome, pero créame que ha despertado mi curiosidad. No sé de qué pudo usted enamorarse, como dice.
Tengo en mi habitación un gran espejo que diariamente me recuerda que no soy joven ni hermosa. Le agradezco sus conceptos, pero no creo que vernos resuelva esta extraña situación. De todos modos lo saludo atte.
                                                       Lucía Rivero


Cerró el sobre, escribió la dirección que le dejara Albérico y la guardó junto a la primera carta que hizo y recibió. A los pocos días una nueva carta aguardaba en el buzón.
Cada carta que recibía iba transformando su carácter y su presencia. Se la veía más alegre, más cuidada. Feliz. Casi hermosa. Esa relación escrita se mantuvo poco más de un año. Los hermanos, que creían que efectivamente las cartas las enviaba un admirador, no entendían por qué Lucía se negaba a conocer al hombre que, según ella misma contaba, era una persona de bien. Mientras las cartas, atadas con una cinta roja, se fueron sumando guardadas en un cajón de la cómoda.

Un día Lucía comenzó a no saber con exactitud dónde dejaba los lentes, el monedero, los recibos para pagar las cuentas de la casa. A sentir inseguridad para caminar. De todos modos seguía escribiendo y recibiendo cartas. Hasta el día que Albérico se presentó en su casa.
Se encontraba preparando la cena para sus hermanos que aún no habían llegado, cuando oyó el timbre de la puerta de calle. Se apresuró a abrir y allí se encontraba Albérico.
—No podemos seguir así —dijo el hombre—, no somos niños. No tenemos la vida por delante. ¡Quiero que vivamos juntos!
Lucía lo invitó a entrar. Conversaron mucho, hasta la media noche. Desde entonces todos los días llegaba el hombre a conversar y hacer proyectos. A veces de mañana, otras al medio día. Y muchas veces de noche en que se escuchaba la voz de Lucía en continuo coloquio, hasta entrada la madrugada.

Decidieron vivir juntos y para siempre cuando los hermanos, luego de varias consultas médicas la internaron en un sanatorio para enfermos mentales. Albérico se fue con ella. Vivieron juntos hasta la mañana del invierno aquel, en que Lucía no despertó.



Ada Vega - edición 2010 
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Añoranzas




                 De un tirón firme en la chaura dejó al trompo bailando sobre la cuadriculada vereda gris. Permaneció un momento observando sus giros y balanceos luego se arrodilló, arrimó su mano con el dorso hacia abajo hasta lograr que el trompo subiera entre los dedos y se durmiera bailando en la palma de su mano. Entonces se puso de pie  levantó la mano a la altura de los ojos mostrando, a los otros chiquilines que lo rodeaban, su pericia en el arte de dominar aquel pequeño trozo cónico de madera que seguía bailando frenéticamente  ante su cara risueña.

   Erguido como un rey ante sus súbditos, mostrando su trofeo. Orgulloso como un dios pagano allí estaba de pie, con sus nueve años avasallantes, sus pantalones cortos y la honda en el bolsillo de atrás; riéndose con su cara toda, su boca de dientes pequeños, sus ojos  verdosos y  aquel mechón de pelo rebelde que le caía sobre la frente. Era un capo entre los botijas del barrio. El que remontaba más alto las  cometas.  El que mejor jugaba al fútbol. Había que verlo pelear a la salida de la escuela, cuando cortaba en el recreo con  alguno de sexto. Era inteligente, pero muy diablo. Aquel año no terminó quinto. Un día que por segunda vez no llevó los deberes,  la maestra le dijo imbécil y él  le tiró con un tintero. Lo expulsaron.
  Dijo la señora Directora que era un niño muy díscolo. Que su comportamiento era un mal ejemplo para sus condiscípulos. Que perdone señora, pero su chico necesita un colegio especial donde lo puedan  reeducar. Que era un niño muy malo y usted no va a poder con su vida. Adiós señora  y que Dios la ayude, lo va a necesitar. La mamá no le contestó, ella sabía que no era malo. Era bandido. Callejero. Pero no era malo.
   Se fueron juntos de la escuela, callados los dos. Ella cada tanto suspiraba, él la miraba a hurtadillas queriendo abrazarla y decirle cosas como: mamá te quiero mucho no te pongas triste, yo, yo a veces no sé por qué  me porto mal, no sé, yo quisiera ser el mejor de la clase, el mejor del mundo para que vos estés contenta, pero no sé que me pasa mamá, de repente me entra como una viaraza... ¿me vas a poner en un  colegio especial?¿qué es un colegio especial, mamá?
    Todo eso hubiera querido decirle a la madre, pero caminaba callado con la moña desatada y la cartera colgada al hombro. Cuando llegaron a la casa  la madre le acarició la cabeza y le dijo: andá,  sacate el guardapolvo y lavate la cara y las manos que vamos a comer. Hice un guiso con dedalitos y le puse choclos,  como a vos te gusta, andá. Y él se puso a llorar. La madre mientras ponía la mesa pensó en voz alta: ¡pobre señora directora, sabrá mucho de alumnos, pero de hijos no sabe nada!
  Empezó a repartir diarios porque no tenía edad para entrar  a la fábrica. Recorría las calles al grito de: ¡Acción, Plata, Diariooo! Pero al año siguiente la madre lo puso en la escuela de varones, porque la escuela hay que terminarla, para no ser un burro, sabés. Hizo quinto y sexto. Cuando estaba en sexto una tarde lo llevaron preso. Estaba jugando al fútbol en la calle  con otros gurises, algún vecino rasqueta llamó a la policía y vino un guardia civil en una moto con sidecar. Lo encontró justo  a él con la pelota en la mano.
    Cuando la madre se enteró y llegó a la comisaría  ya lo habían pasado para el asilo. Ella le preguntó al comisario si los milicos de esa comisaría no tenían  más nada que hacer, habiendo tantos ladrones sueltos, que  llevar preso a un menor que iba a la escuela de mañana y vendía diarios de tarde. El comisario pasó por alto el comentario y le dijo que fuese a buscarlo al asilo, que un policía la iba a acompañar. Ella desde su dignidad le  dijo: no se moleste, yo voy sola, no necesito acompañamiento.
    El tranvía la dejó ante la puerta donde se leía: “Mi padre y mi madre me arrojan de sí, la piedad cristiana me recoge aquí”. Habló con el director  y sin darle tiempo a solucionar el problema, salió nerviosa de su oficina, cruzó un patio embaldosado, buscó al hijo con premura y cuando lo encontró lo tomó de un brazo y lo sacó en vilo, ¡manga de energúmenos! murmuró al pasar, pero al llegar a la puerta de salida se dio cuenta que el personal del asilo no tenía nada que ver y antes  de salir le dijo al director: disculpe, estoy muy nerviosa. Vaya señora, vaya, le dijo el director, y  a él: portate bien.
  Se volvieron en el tranvía, la madre preocupada porque tenía que terminar un vestido para el día siguiente y él abrazado a ella  prometiéndole el oro y el moro y  antes de llegar, recostado a su hombro, se quedó dormido. 
 Una tarde de ese verano, mientras le probaba una blusa a una clienta  él entró de la calle por la puerta del fondo, llegó al comedor y le dijo a  la madre: mamá, y cayó desmayado. Traía un brazo chorreando sangre y un hueso blanqueando salido para afuera. Se había caído jugando al fútbol en el campito y así se vino  agarrándose el brazo y perdiendo sangre por el camino.
    Cuatro cuadras corrió la madre hasta el teléfono más próximo para pedir una ambulancia. Esa noche lo operaron de urgencia. Lleva desde entonces una cicatriz con forma de T en su brazo izquierdo. Siguió jugando al fútbol por todos los barrios de Montevideo y también  en el interior.  La madre quería que estudiara, hay que prepararse para el futuro. Lo anotó en la Escuela Industrial. Pero él era wing derecho. ¡Qué sacrificio  Dios mío! ¿Qué voy a hacer con este muchacho? ¿Qué te va a dar el fútbol me querés decir? ¡Te vas a morir de hambre, yo no voy a vivir para siempre!
   Una tarde paró un auto frente a la casa, golpearon a la puerta y un señor le entregó a la madre una tarjeta con el escudo de Peñarol. Lo habían visto jugar y lo esperaban para practicar el jueves de mañana. Ella no entendía ni quería saber  de cuadros de fútbol. Le bastaba con saber que debido a ello, el hijo había estado preso, se había quebrado un brazo, y vaya a saber cuantas cosas más que mejor que ella ignorara.
   Cuando llegó el muchacho la madre le dio la tarjeta y le comunicó lo que había dejado dicho el hombre. Que hiciera lo que a él le pareciera. El miró la tarjeta amarilla y negra y dijo: ¡ta  loco! ¿A Peñarol voy a ir  a practicar?  ¡Ta loco!  Y la tiró a un costado. La madre no opinó. ¿Qué te va a dar el fútbol, qué te va a dar...?
             De los cuatro hermanos eras el más arraigado al barrio, el más madrero, el que tuvo siempre más amigos. Y el predilecto de mamá.
Sin embargo un día fuimos todos a despedirte al aeropuerto. Un pájaro enorme  te llevó al otro lado del mundo. Aquí se quedaron tus Cancioneras de Gardel, y las fotos de Atilio García. Y tu niñez y mi niñez, y tu adolescencia y mi adolescencia, y nuestra casa en el viejo barrio. Y allí estás, rodeado de chiquilines, con tus nueve años y el trompo de madera bailando en tu mano. Yo también estaba con ellos. Y me sentía orgullosa de mi hermano. ¡Qué  inteligente! Qué hábil. Qué alto remontaba las cometas .Qué bien jugaba al fútbol.
¡Qué lejos te fuiste un día...!
 Y hoy, que aquella  niñez se ha perdido en el tiempo, que la juventud nos ha dejado de lado y disfrutamos ambos la alegría de ser abuelos, recuerdo tu primer pantalón largo y como tosías aprendiendo a fumar, escondido tras los transparentes del fondo.
Hubiese querido que envejeciéramos juntos. Pero sabés, la vida no logró separarnos, siempre fuiste mi ídolo, mi compinche... mi hermano.  

Ada Vega - edición 1995 

El fantasma de la calle Ariosto






   El viento que esa noche soplaba desde la rambla silbó una funesta melodía entre los altos muros del presidio. Era invierno y amenazaba lluvia. Se apagaron las luces y el silencio cubrió los pabellones. Un sueño pesado y profundo mitigaba apenas tanta soledad y sufrimiento encerrados en el alma de aquellos hombres confinados. Dentro de la institución, los guardias dormitaban. Afuera, los guardias vigilaban. En la penumbra de la celda se animaron sombras que nadie vio, se arrastraron. Treparon.

Hacia la calle García Cortinas saltaron tres hombres.

El primero tras el revolcón corrió hacia la rambla y se perdió en la oscuridad. Detrás, el segundo se enredó al caer y al no lograr ponerse de pie, quedó inerte sobre la vereda. Saltó el tercero vio a su compañero caído, lo cargó sobre su hombro cruzó García Cortinas y entró en Ariosto.

Las luces del penal se encendieron. El penado que corría cargando a su compañero tuvo que decidir entre abandonarlo o ser apresados los dos. Mientras una lluvia inoportuna se descolgaba entorpeciendo la huida, se detuvo frente a una casa de techo a dos aguas con jardín al frente y abrió el portón. Recostado a la verja junto a unos arbustos dejó a su compañero, no sin antes advertirle que permaneciera oculto hasta que él viniera a buscarlo. Luego corrió por Parva Domus, hacia Boulevar.

Los silbatos y sirenas se multiplicaron. Los guardias empuñando sus armas corrían rastrillando el barrio. En la noche somnolienta de Punta Brava los ecos de los disparos retumbaban como truenos. En medio de la calle con los ojos fijos bajo la lluvia, quedó el penado que huía alcanzado por la balacera. Mientras confiado, el herido seguía esperando al amigo que prometió volver.

Nunca volvió. Sin embargo, el que sí volvió a aquella casa de la calle Ariosto fue Felisberto Hernández, quien en aquellos años vivía en el barrio. El músico – escritor, y bohemio hombre de la noche al volver a su casa esa madrugada, se encontró con el convicto y al comprobar que se encontraba herido, le brindó su ayuda. Compartió con él su cena y le dio una cama. Al otro día consiguió que un médico amigo atendiera la pierna fracturada.

Casi tres meses estuvo el penado compartiendo la casa de Felisberto, sin que nadie advirtiera su presencia. Hasta que una noche, ya completamente restablecido, vistiendo ropas del escritor, y después de abrazarlo, continuó la fuga que iniciara tres meses antes con dos compañeros de cautiverio.

Por aquellos años Punta Carretas tenía otra fisonomía. El propio penal le infundía al barrio un rasgo peculiar. Era entonces una zona muy tranquila, habitada en su mayoría por emigrantes y sus descendientes. Emigrantes que llegaban a nuestro país trayendo en las manos la diversidad de sus oficios que aquí desarrollaron como medio de vida. Entre ellos se encontraban sastres, peluqueros, carpinteros, zapateros y albañiles. Y también músicos, pintores y poetas. Pero fue el penal, aquel bloque austero y gris, quien le dio al barrio y a sus lugareños una vivencia especial. Precisamente en esos días cuando la fuga de los tres convictos, los vecinos de la calle Ariosto comenzaron a murmurar.

Primero una vecina dijo haber visto el fantasma de un penado en la misma puerta de la casa de Felisberto. Con su traje a rayas. Sí, —aseguró. Aunque en ese momento no se le dio demasiada importancia a lo dicho por la buena mujer pues, se adujo que, como era una señora de avanzada edad, podrían quizá ser solo divagues.

De todos modos, un tiempo después, cuando otro vecino del barrio afirmó que había visto un fantasma, en más de una oportunidad, recorrer la calle Ariosto, tuvieron que reconocer que la señora estaba en lo cierto.

Después de esta aseveración varios vecinos reconocieron que ellos también lo habían visto y afirmaron que dicho fantasma visitaba la cuadra y aunque nunca supieron quién era ni por qué venía, se acostumbraron a verlo. Durante mucho tiempo el espíritu del penado apareció frente a la casa de Felisberto. Algunos vecinos que lograron verlo de cerca comentaron que tenía un rictus de amargura en la boca y una mirada extraña.

En 21 de setiembre y Ellauri, donde hoy se encuentra Mc Donald´s,  estaba entonces el Bar de Añón. Allí Felisberto Hernánez solía reunirse con amigos, en las escasas noches que sus múltiples ocupaciones se lo permitían. Una noche al pasar junto al reloj de La Curva se encontró de improviso con el prófugo que una noche cobijó en su casa y ambos se reconocieron. Entraron juntos al bar y al calor de una copa amiga recordaron viejos tiempos. El recién llegado quería saber qué había sido de sus dos compañeros de fuga. Felisberto le contó que al primero nunca lo encontraron y que el amigo que lo dejó en la entrada de su casa, no volvió a buscarlo porque le habían dado muerte apenas lo dejó. Que aunque él lo supo esa misma noche, prefirió no comentarlo. El epílogo de aquella aventura desconcertó al ex presidiario. Se sintió culpable del trágico fin de su amigo. Dedujo que el tiempo que perdió en ayudarlo le faltó para escapar y salvarse. Fue entonces que el músico- escritor le contó del fantasma, que desde aquellos días visitaba la cuadra. Le contó que aquel espíritu vestido como un penado, era sin dudas, el de su amigo que venía a cumplir la promesa que le hiciera cuando lo dejó. Y que posiblemente ahora —le dijo, que se enteraba de la verdad, podría al fin descansar en paz. Dicen que esa noche, en el bar de Añón, se despidieron por última vez y no volvieron a verse.

El ex presidiario salió atribulado del bar. Tomó por Ellauri y pasó por la puerta del penal de Punta Carretas dobló por García Cortinas, se demoró un momento en el lugar donde cayera años atrás, cruzó la calle y entró en Ariosto. Era noche cerrada y hacía frío. Al llegar a la casa donde su amigo lo dejara aquella noche, se detuvo, sintió en ese momento una presencia a su espalda y se volvió. Frente a él su viejo compañero de fuga, con su traje de presidiario, le sonreía. Intentó abrazarlo, pero el fantasma con los brazos extendidos hacia él se fue alejando hasta perderse en las sombras.

Nunca más vieron los vecinos, el espíritu del presidiario recorrer  su calle. 
Nunca más su rictus de dolor y sufrimiento. Aquella noche, al fin, el fantasma de la calle Ariosto, se fue en paz,  para no volver.

Ada Vega, edición 2003 -

martes, 10 de marzo de 2020

Nadia



Un verano la vi por primera vez. Martes y jueves, a las tres de la tarde, pasaba caminando por la puerta de mi casa, con un estuche de violín bajo el brazo, apretado junto al pecho. Era una ninfa, una diosa. Una princesa. Llevaba un pedazo de cielo en sus ojos y el sol anidado en su pelo. Se llamaba Nadia, vivía en una mansión en el barrio de Los Manantiales, y estudiaba en un colegio privado.
Yo había terminado la escuela. Por la mañana trabajaba en un comercio del Centro y por la tarde jugaba al fútbol con mis amigos del barrio, en un baldío que había a la vuelta de mi casa. Los martes y los jueves la esperaba para verla pasar. Algunas veces la seguía hasta el Conservatorio de música de la calle Roosevelt, una callecita corta que desemboca en la plaza del General, donde estudiaba violín. Otras veces la esperaba a la salida y la seguía hasta su casa. Nunca me acerqué para hablarle. Era muy joven, inepto, no hubiese sabido qué decirle. Mi vida no tenía nada que ver con su vida. Aunque en esto nunca me detuve a pensar. Mi intención no era hablar con ella, yo solo quería verla, tenerla cerca. ¡No sé qué quería, en realidad! Nadia había despertado en mí un sentimiento desconocido que no supe manejar. Sentía estallar en mi pecho adolescente, un deseo ardiente de verla, de estar con ella. De ser su amigo.
Ella sabía que la rondaba. Siempre lo supo. Me veía. Pero nunca me miró. De modo que no tuve oportunidad de acercarme y tampoco lo intenté.
El tiempo pasó y un día decidí volver a estudiar. Como ya trabajaba en horario completo, me inscribí en el turno de la noche. Y dejé de ver a mi ninfa. Creo que por un tiempo la olvidé.
Años después, me enteré que se había casado y vivía en la capital. Guardé entonces su recuerdo, como el primer amor de mi juventud. El que no se olvida. Nunca.
Mientras cursaba secundaria decidí seguir la carrera de magisterio. Y así lo hice. No bien obtuve mi título me asignaron una escuela en las afueras de la ciudad, al borde de una campaña que se extiende verde y luminosa hasta más allá del horizonte, en una llanura que aparece y desaparece entre hondonadas y colinas.
Los alumnos eran chicos de los alrededores, hijos de peones de estancias y de pequeños chacareros. La escuela, y aquellos niños sanos, humildes, con deseos de aprender, me conquistaron y durante años les dediqué mi vida.
Una tarde al regresar a mi casa volví a ver a Nadia. Pasó en un automóvil con su esposo y dos niños. No me extrañó, sabía que las vacaciones de verano las pasaba con su familia, en la casa de sus padres.
Un año, antes de terminar las clases, el director de la escuela me llamó para decirme que el matrimonio de la mansión de Los Manantiales, le había pedido que le recomendara un maestro para preparar a sus hijos en las vacaciones, pues ese año comenzaban el liceo. Me dijo también, que él creía que yo era la persona adecuada que el matrimonio pretendía, debido a mi demostrada afinidad con los estudiantes. De modo que agradecí su deferencia y una tarde me dirigí a Los Manantiales, a presentarme como maestro, ante el matrimonio Serkin Ivanov.
Me recibieron con mucha cordialidad. Cuando Nadia me tendió la mano para saludarme le dije:
— ¡Hola! Ella me dijo:
—Perdón, ¿nos conocemos? Me descolocó.
—No. —Le contesté, turbado.
Ese verano concurrí a la mansión tres veces por semana, a preparar a los niños: dos varones mellizos simpáticos y alegres. Buenos estudiantes. Al término de las vacaciones, el matrimonio y sus hijos volvieron a la capital.
Pasado unos años, me enteré que la señora Nadia Ivanov había enviudado y vuelto a la ciudad para instalarse definitivamente en su casa de Los Manantiales.
La volví a ver casi a diario. Para ir al Centro, donde están los Bancos y los comercios importantes, desde su casa, el camino más directo era pasar por mi calle. De modo que verla otra vez, pese a los años que habían pasado, fue retrotraerme al tiempo en que fui un párvulo, que al verla por primera, vez sintió esa atracción arrolladora que no se puede ocultar, ni evadir, que puede desaparecer cuando menos se piensa o puede durar toda la vida.
Nadia seguía siendo una mujer hermosa, pero ya no era aquella ninfa, aquella princesa que encandiló mi adolescencia. Solo reviví al verla, mi primer encuentro amoroso con el sexo opuesto que resultó ser un rotundo fracaso. Una atracción ambivalente no correspondida, que dejó en mí un sabor amargo, que me costó años vencer y superar. Durante mucho tiempo el recuerdo de la ninfa y mi pasión inclaudicable, ocuparon mi mente y perturbaron mi vida honesta y sencilla de maestro de escuela.
Cuando cumplí 20 años de ejercer magisterio en la escuela del Zorzal, recibí una notificación del Consejo de Primaria donde se me asignaba, para el año entrante, el cargo de Director de una escuela en la capital. Estuve unos días pensando. Dejar mi escuela era como dejar mi casa. Aceptar el nombramiento era despedirme de mi familia, mis amigos. Dejar mi departamento, mi ciudad, mis alumnos. El director de la escuela me convenció.
La tarde que emprendí el camino hacia mi nuevo cargo, al salir de mi casa me crucé con Nadia. Cuando nos cruzamos me saludó:
— ¡Hola, maestro! ¿Cómo le va?
—Perdón, —le dije— ¿nos conocemos?
—Soy Nadia Ivanov, de Los Manantiales, usted un verano preparó a mis hijos para entrar al liceo! Estoy viviendo otra vez en la casa de mis padres. Mi esposo falleció y quise volver. Venga a verme una tarde, tomamos té y conversamos.
— ¡Cómo no! —Le contesté— La llamo por teléfono y arreglamos.
—Bueno, espero su llamada. ¡No se olvide!


Mi ninfa rubia con ojos de cielo, me invitaba a tomar el té en su casa. No invitaba al muchachito embobado que la seguía martes y jueves cuando pasaba para ir al conservatorio, y que ella siempre ignoró. Ni al joven maestro, que un año preparó a sus hijos para entrar al liceo, y que era consciente de que una vez estuvo muy enamorado de ella. Invitaba al hombre apuesto, educado, bien vestido, en quien se había convertido 
aquel muchachito.

——Adiós —le dije---, y le tendí la mano.

Seguí sin volver la cabeza , y con paso firme entré por la callecita Roosevelt, camino a la estación frente a la plaza del General.
Allí me esperaba el ómnibus cargado de sueños, que un verano esplendente, me trajo a la capital.


Ada Vega - 2018  

lunes, 9 de marzo de 2020

Por mano propia


Hacia la orilla de la ciudad los barrios obreros se multiplican. La ciudad se estira displicente marcando barrios enhacinados proyectados por obra y gracia de la necesidad. La noche insomne se extiende sobre el caserío. Un cuarto de luna  alumbra apenas. Los vecinos duermen. Un perro sin patria ladra de puro aburrido mientras revuelve tachos de basura. Por la calle asfaltada los gatos cruzan saltando charcos y desaparecen en oscuros recovecos, envueltos en el misterio. En una de las casas del barrio comienza a germinar un drama.
Clara no logra atrapar el sueño. Se estira en la cama y se acerca a su marido que también está despierto. Intenta una caricia y él detiene su mano. Ella siente el rechazo. Él gira sobre un costado y le da la espalda. Ya han hablado, discutido, explicado. Clara comprende que el diálogo se ha roto, ya no le quedan palabras. Ha quedado sola en la escena. Le corresponde sólo a ella ponerle fin a la historia.
 Los primeros rayos de  un sol que se esfuerza entre nubes, comienza  a filtrarse hacia el nuevo día. Pasan los primeros ómnibus, las sirenas de las fábricas atolondran, aúlla la sierra del carnicero entre los gritos de los primeros feriantes. Marchan los hombres al trabajo, los niños a la escuela y las vecinas al almacén. 
Hoy, como lo hace siempre, se levantó temprano. Preparó el desayuno que el marido bebió a grandes sorbos y sin cambiar con ella más de un par de palabras, rozó apenas su mejilla con un beso y salió apresurado a tomar el ómnibus de las siete que lo arrima hasta su trabajo.  Clara quedó frustrada,  anhelando el abrazo del hombre que en los últimos tiempos le retaceaba.
 La pareja tan sólida de ambos había comenzado a resquebrajarse. No existía una causa tangible, un hecho real, a quién ella pudiera enfrentar y vencer. Era más bien algo sórdido, mezquino, que la maldad y la envidia de algunos consigue infiltrar, con astucia, en el alma de otros. Algo tan grave y sutil como la duda.
 Clara sabe que ya hace un tiempo, no recuerda cuánto, en la relación de ambos había surgido una fisura causada por rumores maliciosos que fueron llegando a sus oídos. Primero algunas frases entrecortadas oídas al pasar en coloquios de vecinas madrugadoras que, entre comentar los altos precios de los alimentos, intercambiaban los últimos chimentos del barrio. Claro que más de una vez se dio cuenta que hablaban de ella, pero nunca les prestó  demasiada atención.
Dejó la cocina y se dirigió a despertar a sus hijos para ir a la escuela. Los ayudó a vestirse y sirvió el desayuno. Después, aunque no tenía por costumbre, decidió acompañarlos .Volvió sin prisa.
El barrio comenzaba su diario ajetreo.
Otro día fue Carolina, una amiga de muchos años, quien le contó que Soledad, su vecina de enfrente, cada vez que tenía oportunidad hablaba mal de ella. Que Clara engañaba al marido con un antiguo novio con quien se encontraba cada pocos días, comentaba la vecina a quien quería escucharla.
 Comenzó por ordenar su dormitorio. Tendió la cama como si la acariciara. Corrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara el aire mañanero. Después, el dormitorio de los dos varones. Recogió la ropa para lavar y  encendió la lavadora. Puso a hervir una olla con la carne para el puchero y se sentó a pelar las verduras mientras, desde la ventana, el gato barcino le maullaba mimoso exigiéndole su atención.
El sol había triunfado al fin y brillaba sobre un  cielo despejado. Las horas se arrastraban lentas hacia el mediodía. Colocó las verduras en la olla del puchero y lo dejó hervir, a fuego lento, sobre la hornalla de la cocina. Tendió en las cuerdas la ropa que retiró de la lavadora.
Cuando estuvo segura y al tanto de los comentarios que la involucraban, increpó duramente a la vecina quién dijo no haber hablado ni a favor ni en contra de su persona, sin dejar de advertirle, de paso, que cuidara su reputación si le molestaba que en el barrio se hablara de ella. Clara quedó indignada. Aunque el vaso se colmó cuando, unos días después, su marido regresó enojado del trabajo pues un compañero lo alertó sobre ciertos comentarios tejidos sobre su mujer. Clara le contó entonces lo que su amiga le dijo y su conversación con la vecina. Le aseguró que todo  era una patraña,  una calumnia creada por una mujer envidiosa y manipuladora.
—Por qué —preguntó el hombre. —No sé —contestó ella. Entonces la duda. Y la explicación de ella. Su amor y su dedicación hacia él y  hacia los hijos. Le juró que no existía, ni había existido jamás, otro hombre.  —Por qué motivo esta mujer habla de vos. Por qué te odia —quiso saber. —No sé. No sé. Y la duda otra vez.         Quizás hubiese podido soportar el enojo de su marido. No tenía culpa de nada. Algún día todo sería aclarado, quedaría en el olvido, o preso del pasado. Pensaba que su matrimonio no  iba a destruirse por habladurías, sin imaginar siquiera que faltaba un tramo más.
Cuando se hecha a correr una calumnia nunca se sabe hasta donde puede llegar. El marido no está enterado,  pero ayer se acabó su tolerancia. Su corazón se llenó de odio. Cuando volvieron los hijos de la escuela le contaron que un compañero, en el recreo, les dijo que la madre de ellos tenía un novio.
Fue el punto final.  No más.
Entró en el baño a ducharse y se demoró complacida bajo la lluvia caliente. Se vistió con un vaquero, un buzo de abrigo y calzado deportivo. Tendió la mesa para el almuerzo con tres cubiertos. Dio una mirada en derredor. Comprobó que estaba todo en orden. Salió a la vereda y se quedó a esperar junto a en la verja de su casa. Pasaron algunos vecinos que la saludaron: el diariero,  el muchacho de la otra cuadra que vende pescado, el afilador de cuchillos, la vecina que quedó viuda y vende empanadas a diez. Es lindo el barrio. Y tranquilo, nunca pasa nada. Todo el mundo se conoce. En la esquina, sobre la vereda de enfrente, hay un almacén. Los clientes entran y salen durante todo el día.  En ese momento una mujer joven abandona  el negocio y se dirige a su domicilio situado  frente a la casa de Clara.
La joven la ve venir y cruza la calle. Se detiene ante la mujer que al principio la mira irónica, aunque  pronto comprende que el asunto es más serio de lo que imagina. Evalúa con rapidez una salida. Pero ya no hay tiempo. El arma apareció de la nada y el disparo sonó en la calle tranquila como un trueno. La mujer cayó sin salir de su asombro, en la puerta de su casa.
Volvió a cruzar con la misma calma. Entró en su casa, dejó el arma sobre la mesa del televisor,  tapó la olla del puchero, apagó la cocina, se puso una campera y guardó la Cédula de Identidad en el bolsillo. Cuando oyó la sirena de la patrulla salió.
La vecina de enfrente permanecía caída en la puerta de su casa rodeada de curiosos. En la vereda de la casa de Clara, el barrio se había reunido en silencio. Alguna vecina lloraba. Una amiga vino corriendo y la abrazó. Un viejo vecino le dijo tocándole el hombro: no valía la pena m´hija. Ella le sonrió, siguió caminando entre los curiosos y entró sola al patrullero. El policía que venía a esposarla desistió.
Siete años después volvió al barrio. El esposo fue a buscarla. En su casa la esperaban los dos hijos, uno casado. La casa había crecido hacia el fondo estirándose en  otro dormitorio. Junto a la cama matrimonial del  hijo,  había una cuna  con un bebé. Otro puchero hervía sobre la cocina. La mesa estaba puesta con cinco cubiertos. Desde la ventana, el gato barcino le maulló un saludo largo de bienvenida 


Ada Vega, edición 2013

domingo, 8 de marzo de 2020

Blanquita por siempre



Blanquita era una morena de manos chiquitas y risa contagiosa. Blanquita era el guiso canario y el arroz con leche, el mate con tortas fritas y el dulce de boniatos. Blanquita era el sol. La inquieta llamita que calentaba los inviernos, cuando el viento golpeaba las ventanas de mi casa, junto a un arroyo Miguelete todavía no contaminado y la calle Islas Canarias se llamaba Ganaderos.

Blanquita era la ternura habitando mi casa. La que nos bañaba cantando, nos limpiaba los mocos, nos amenazaba con una alpargata y nos contaba cuentos de negros guerreros, nos hacía merengues al horno y buñuelos de manzana. Blanquita era nuestra infancia y nuestra adolescencia. Nuestra compinche. Inapelable juez de nuestras disputas de hermanos y abogado defensor a muerte de todas nuestras diabluras, cuando enfrentábamos alguna penitencia o pérdida de postre.

Blanquita con olor a canela. Blanquita nuestra. Única. Blanquita por siempre, así en la tierra como en el cielo.

Blanquita era mamama. Así le decía Andrés el más chico de mis hermanos. Y creo que fue ese mamama lo que la hizo quedarse para siempre con nosotros, ponerle una tranca a su corazón para el resto del mundo y entregarnos su amor, su tiempo y su vida.

Por aquellos años vivíamos en el Prado Norte, del otro lado del arroyo Miguelete, en una vieja casa con jardín enrejado al frente y un enorme fondo con frutales. En ese fondo pasó nuestra infancia. Mi padre era un médico pobre. Trabajaba en el Hospital de Niños y atendía en casa cobrando poco y nada, en un consultorio armado con sencillez en una de las piezas del frente.

Había comprado esa casa con el dinero de la venta de un campito que su padre le dejara como herencia. Allí nacimos y crecimos mis hermanos y yo; en aquella vieja casa por cuyas paredes se entrelazaban las enredaderas, las santarritas y las madreselvas, envueltas en el perfume de la dama de noche, el canto de los grillos y el titilar de los bichitos de luz.

Blanquita vino de Florida mandada por mis abuelos, los padres de mamá para que le diera una mano con mi hermana Elenita recién nacida. Y mamá, que aún no había cumplido los dieciocho años, le pasó el mando del hogar. Blanquita gobernaba con equidad salvaguardando siempre el lugar de mi madre, obligándola muchas veces a ocupar su sitio de señora de la casa que ella descuidaba.

Para no pagar una enfermera, mi madre había hecho un curso de enfermería en la Cruz Roja y trabajaba mucho con mi padre. Además, no le interesaban los compromisos sociales con el fin de figurar. De modo que Blanquita nos adoptó a todos. Formó parte de nuestra familia y pasando por alto que mi padre se reconociera ateo, nos enseñó a rezar, nos leía la Historia Sagrada y en su momento, opinó que deberíamos concurrir a un colegio católico. Y así fue, alrededor de los siete años fuimos cada uno tomando la Comunión. Mis hermanos con sus trajecitos azules, moña blanca en el brazo y guantes. Mis hermanas y yo, con largos y muy trabajados vestidos blancos y velos como de novias. Los preparativos eran todo un acontecimiento. Principalmente para Blanquita que acompañaba a mi madre al London – Paris a elegir y comprar nuestros vestidos y trajes. Pero fue cuando nació Andrés que Blanquita se hizo imprescindible.

Mamá tuvo un parto prematuro muy complicado que la hizo quedarse en cama casi tres meses. Por lo tanto, mi padre puso a Andrés en los brazos de Blanquita. Brazos que se hicieron cuna y muralla, creándose entre ellos una comunicación mágica. Sus corazones y sus mentes se fundieron. Se entendían con sólo mirarse. Blanquita sabía de antemano todo lo que le iba a suceder a mi hermano. Y Andrés, que fue un niño muy travieso, era protegido, defendido y adorado por Blanquita, detrás de quien se escondía cuando mamá lo rezongaba por alguna de sus bandidiadas. De manera que cuando empezó a hablar, la llamó mamama y ella, a su vez, le decía: mi niño.

Recuerdo una tarde en que estábamos jugando en el fondo de casa. Andrés, que se había subido a un árbol, se le quebró la rama donde estaba a caballo y se cayó. Un instante antes de quebrarse la rama Blanquita salió de la cocina corriendo y gritando: ¡Andrés! Yo era muy chica pero noté algo extraño. La oí gritar y la miré, antes de que se quebrara la rama y mi hermano se cayera. Andrés no se lastimó pero aprovechó la oportunidad para mimosear, dejar que Blanquita lo llevara en brazos y lo consolara en la cocina con algún dulce. Esas cosas, incomprensibles para nosotros, pasaban muy seguido y naturalmente entre ellos. 

Un día, siendo todavía un niño de pocos años, mientras almorzábamos reunidos en la mesa del comedor, Blanquita al dirigirse a mi hermano le dijo: padre Andrés. Todos la miramos. Él no la oyó o no entendió y nadie le dio importancia al hecho. Años después, cuando casi al finalizar sus estudios secundarios anunció su deseo de ser sacerdote, mis padres se sorprendieron. Nosotros no entendimos mucho y Blanquita se sonrió. Creo que supo de la vocación de mi hermano antes de despertarse, en él, el llamado de Cristo.

Andrés se ordenó sacerdote y estuvo dos años en Neuquén en la República Argentina. Cuando volvió nos dijo que lo habían designado para un pueblito en Italia por unos cinco años. La tarde que vino a despedirse Blanquita le dijo que volverían a verse antes de que ella muriera. Andrés la abrazó y le dijo: mamama, me voy por cinco años, no para siempre. Ella le contestó que lo esperaría.

Mi hermano no volvió a los cinco años. Hacía ocho años que se había marchado cuando Blanquita se enfermó. Fue una enfermedad larga y sin esperanza. Todas las noches ella y mamá rezaban el Rosario. En los últimos días mamá rezaba sola y en voz alta, pues Blanquita ya casi no hablaba. Una noche, en medio de un Ave María, llamaron a la puerta. Blanquita abrió los ojos y le dijo a mamá: Andrés. Mamá fue corriendo a abrir y allí estaba él. Como obedeciendo a un llamado, había volado desde un lejano pueblito de Italia sólo para despedir a su mamama.

Mi hermano entró al dormitorio de Blanquita. Se arrodilló junto a la cama, besó la cara mojada de lágrimas de la morena que guardó el último suspiro para esperarlo y, en un susurro decirle: 

—Bendición mi niño. 
—Mamama, mamama —le dijo mi hermano, apretando entre las suyas las manitas chiquitas de aquella negra que tantas veces lo acariciaron, aquellas manitas que lo recibieron cuando nació, las manitas que se despedían para siempre de su niño Andrés. 
—Ego te absolvo, de los pecados que nunca cometiste y te bendigo, en el nombre del Padre, vas a conocer la gloria de Dios primero que yo, y del Hijo, espérame en el cielo, mamama, y del Espíritu Santo, como me esperaste en la tierra. Amén.

Ada Vega , edición 2004 - https://adavega1936.blogspot.com/