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viernes, 26 de junio de 2020

Mi vecina de enfrente






Estimada vecina de enfrente:
                            Yo soy la Lita la vecina suya que vive enfrente a su casa en la casa que tiene el limonero en el jardín vio ese que tiene siempre los limones verdes porque  en cuanto quieren empezar a ponerse pintones ya los gurises del barrio me los empiezan a arrancar y al final yo que soy  propiamente la dueña cuando preciso limones  los tengo que comprar  en el puestito de la esquina ¡me da una rabia le garanto! Soy la madre del Richard y del Anthony los mellizos. Se da cuenta quién soy ¿no? Bueno resulta que yo tendría que hablar con usted pero como no la veo nunca porque usted se la pasa metida adentro de su casa que no sale ni a tirar la basura que ahora habrá visto que tenemos en el barrio unos contenedores muy vistosos en cada esquina que ya por suerte están las veredas y las calles más limpias por lo que ir a tirar la basura es más bien un paseo  que a usted le vendría muy bien porque así tomaría un poco de aire y estiraría un poco las piernas que buena falta le estará haciendo. Porque eso de vivir sola y encerrada como una presa debe ser bastante fulero en una casa tan grande llena de ventanas y habitaciones y escaleras para arriba y escaleras para abajo. Está bien que viene todas las mañanas la muchacha que limpia y barre la vereda y los sábados  llega su hija en el auto con bolsos del super. Pero no es lo mismo estar sola a vivir con gente. Yo la pura verdad no sé como usted aguanta. Yo no podría y eso que yo hay veces que a mi familia la mandaría al carajo le juro porque  le puedo asegurar que los componentes de mi familia son una manga de rompe bolas de primera categoría.  Empezando por mi marido que llega  todos los días del trabajo con un problema nuevo: que el capataz sólo le da viáticos  a los de la comandita de él, que entre esos reparte siempre las extras, que les permite llegar tarde o los manda en comisión para cualquier lado para beneficiar siempre a los  mismos mientras que a  los que trabajan  en la sección  no los deja hacer extras ni los manda en comisión ni les da beneficio alguno. El asunto es que se calienta al santo botón y vuelve siempre a casa con bronca y se la agarra conmigo que yo como usted  verá no tengo vela en ese entierro que con los problemas que estoy obligada a resolver cada día para poder cocinar con los precios  por las nubes como están lo que menos me preocupa son los acomodos en el trabajo de mi marido imagínese. Y no se le puede decir ni  ¡ay!, porque se pone como un ogro y le da de patadas a la puerta y se va para el boliche y vuelve peor. Y para colmo los mellizos que aunque consiguieron trabajo los dos los tenemos que bancar igual, porque con el sueldo de hambre  que tienen, si se pagan el boleto todo el mes y se comen un refuerzo al mediodía  no les sobran  ni cien pesos  para vestirse y salir a algún lado, así que al padre y a mí, sinceramente, nos saldría más barato que no trabajaran pero si no trabajaran se pasarían en casa escuchando cumbias a todo lo que da que a mí me tienen la cabeza loca. Yo algunas veces querría desaparecer por un tiempo le juro que la tierra me tragase aunque más no sea por un tiempo y después volver otra vez porque ¿qué van a hacer ellos sin mí si no saben hacer nada? Ellos me necesitan y yo los  requiero por eso  sola como vive usted no podría vivir. No. Yo pienso que usted tendría que tener un perro.  Un perro no es un hijo pero es una compañía. Por lo menos no escucha cumbias ni pega portazos y se va al boliche. Si usted quiere yo le puedo conseguir uno. Un perro, digo, no un boliche. Dígame no más que perros es lo único que hay de sobra en el barrio. Si  me va a hacer caso y se decide ir a tirar la basura al  contenedor de la esquina tenga cuidado  no sea que encuentre algún hurgador adentro y se asuste porque yo el otro día fui con una bolsa de basura y cuando me acerco salen de adentro del contenedor tres gurisitos  con unas bolsas con sobras y se sientan a comer en el cordón de la vereda. Eran dos varoncitos y una nena tapados de mugre. Yo quedé paralizada créame. Sentí una impotencia y una rabia. Porque sabe yo no supe qué hacer me los hubiese llevado para mi casa los hubiera bañado y les hubiera dado comida pero si en mi casa andamos a los tirones con la plata este mes no pudimos pagar la luz no puedo comprar fruta ni carne así que me fui y ellos quedaron allí comiendo las sobras que tira la gente. Y por días he tenido esa imagen  de los chiquilines saliendo del contenedor de la basura y no me la puedo sacar. No sé para qué le cuento esto, vio, es que esa imagen me viene continuamente a la cabeza. De todos modos como ya le dije yo tendría que hablar con usted pero como también ya le dije que  no la puedo ver nunca le escribo esta carta. Resulta que vino una señora a mi casa el martes pasado con unos papeles diciéndome que era no me acuerdo bien si del B. P. S., de la Caja Notarial o no sé  de dónde. El asunto era que la señora quería saber si yo conocía  a  Evangelina Gadea o sea si la conocía  a usted y quería que le diera unos  datos suyos. Yo le dije la verdad que yo en mi vida la habré visto cuatro veces subiendo o bajando del auto de su hija así que yo datos no podía dar.  O sea que yo a usted no la conozco. Le quería hacer saber esto que pasó por si es de su interés y para que esté enterada de que en  el barrio anduvieron  preguntando sobre su persona. Aprovecho para decirle que como usted vive sola y puede caerse y lastimarse o se le puede romper la cisterna o quemársele un fusible o cualquier cosa que le pase estamos mi esposo mis hijos y yo a sus órdenes. No le ofrezco limones porque están verdes pero mi teléfono es el  777 –77 -77, no dude en llamarme si necesita algo. Empiece a cerrar las ventanas que está anunciada una tormenta que mientras las cierra todas tiene para rato. Que pase buen día y si en otra oportunidad quiere que yo dé informes sobre usted  porque se quiere jubilar o algo avíseme y dígame lo que tengo que decir  para no meter la pata.  Atte. Su vecina de enfrente
                                                Lita  Pérez de Rodríguez


Montevideo, 15 de marzo de 2004
Sra. Lita Pérez de Rodríguez
 De mi mayor consideración:
                                   Hace un par de días recibí su carta. Le confieso que la he leído varias veces, más aún, la tengo aquí sobre el escritorio haciéndome compañía. Es una  carta hermosa  y muy tierna que ha removido en mí el deseo de volver a  escribir. Hace muchos años que no recibo ni escribo cartas. Ha sido mi decisión. Lo mismo que vivir sola, en esta, que ha sido mi casa desde siempre. Hecho que he notado le llama la atención. Pero sabe, Lita, yo soy una persona muy mayor. He vivido mucho, he sido feliz y también he sufrido. Toda mi vida ha transcurrido aquí entre las paredes de este caserón. Esta casa perteneció a mis abuelos, los padres de mi madre. Cuando mi abuelo la hizo construir  toda esta zona era campo, sólo había unas pocas calles delineadas. Mi madre fue la última de seis hijos, y la última en casarse, por ese motivo mis padres quedaron viviendo aquí para acompañar a mis abuelos. Y aquí me crié junto a mis hermanos. Los recuerdos más lejanos de mi niñez me muestran un barrio muy distinto al que es ahora. Recuerdo que la manzana donde está su casa y varias manzanas más pertenecían a un señor italiano que criaba ovejas. Era un campo muy grande con montes de eucaliptos y una aguada.  Yo estaba en la escuela cuando el italiano murió, los herederos vendieron y se fue armando el barrio poco a poco. Mis hermanos se casaron y abandonaron la casa, y yo que fui la última en casarme, al igual que mi madre, me quedé aquí para acompañar a mis padres. Cuando mis hijos se casaron yo no acepté que ninguno de ellos se quedara con mi esposo y conmigo. Preferí que  hicieran su vida y vivieran donde eligieran. Mi esposo falleció ya hace unos años y  yo decidí seguir sola mientras pudiera valerme por mí misma. Nunca me arrepentí. Soy una persona muy sana y estoy muy cuidada y protegida, créame. Como bien dice usted, salgo en contadas excepciones. Mi vida transcurre plácida entre estas paredes  y los muros del jardín. Los espíritus de mis seres queridos me rodean, me acompañan. Me esperan. Querida vecina de enfrente, aunque vivo recluida, estoy al tanto de lo que sucede afuera. Miro televisión y manejo la computadora y el Internet. No salgo afuera, no porque no pueda caminar, estoy perfectamente bien, no salgo a la calle porque no quiero salir, ese es el único motivo. Con respecto a la señora que anduvo preguntando por mí, debe de haber sido una empleada de la oficina de Catastro, creo yo, desconozco los datos que andaría recabando, de todos modos le di debida cuenta del hecho a mi hija que es quien maneja mis intereses. Con respecto a su familia, creo querida,  que tiene usted una familia hermosa. Que están muy unidos y se aman, lo demás amiga mía, no tiene importancia. El dinero va y viene. Son otros los valores que nos dan felicidad. Y ustedes van por buen camino. Los problemas del país se van a ir solucionando. Ya verá. Los que tienen muchos años como yo, recordarán momentos, no solamente difíciles sino trágicos, vividos otrora en nuestra patria, y en cada ocasión  fuimos saliendo  hacia años de bonanza. De todos modos, lo que me cuenta de los pequeños hurgadores en  el  contenedor de la basura, es terrible y comprendo su rabia y su impotencia. Nunca, ni en situaciones límites, se había visto algo así en nuestro Uruguay. Tengo la esperanza de que se encuentre pronto una solución para toda esa gente que está sufriendo y pasando hambre. Creo que todos debemos cooperar  para que así sea.  Querida, me gustaría que  volviera a escribirme  contándome cosas, como lo hizo en esta carta que guardo con afecto. Sabe que con ella se ha abierto un universo nuevo para mí. Tal vez podamos inaugurar una cadena epistolar de afecto. La invito a lograrlo. Le deseo toda la  felicidad que se merece junto a su familia. Cariños      
                                                        Evangelina Gadea

 Montevideo, 26 de marzo de 2004
Sra. Evangelina Gadea
De mi mayor consideración:
                            Hace unos días cuando salí afuera a barrer la vereda encontré una carta en el buzón. Cuando vi que era para mí entré y me senté a leerla en un banquito de la cocina y descubrí que era suya. No le voy a negar que  me llamara la atención el que usted se moleste en contestarme una carta a mí.  Y cuanto más la leía más me asombraba  por lo lindo que escribe y las palabras tan finas que usa. Yo sé que soy medio atravesada para hablar así que escribiendo reconozco que brillante no soy por cierto. Para mejor que escribir no escribo nunca. No tengo a quién escribir. Pero ahora la tengo a usted que quiere que yo le escriba. Yo le dije al Cholo que usted me había contestado la carta y no me podía creer y cuando se la di para que la leyera se quedó asombrado como yo pero él no entendía mucho de qué me habla usted porque él no leyó la carta que yo le mandé. Así que  más o menos se la expliqué. Mi marido sabe es más inteligente que yo él fue al liceo y todo y aunque de eso hace muchos años siempre un poco de cultura le queda a uno. Digo yo que le queda porque yo no fui al liceo. Yo terminé la escuela y tuve que trabajar. Primero acompañé a una señora que vivía en mi barrio que le hacía mandados y la acompañaba a la caja a cobrar y a veces al doctor. Ella era una maestra jubilada y vivía sola porque era solterona nunca se había casado pobre. Conmigo era buenísima ella sabía que a mí me gustaba la escuela y quería que yo fuera al liceo pero en mi casa no me podían mandar porque ya dos hermanos míos  más grandes estaban estudiando y después estaban los más chicos que iban a la escuela y el único que trabajaba era mi papá que trabajaba  en el ferrocarril. Entonces la maestra me daba libros para que yo leyera y como  a mí las matemáticas no me entran ella me hacía hacer copias para que tuviera buena letra y no tuviera faltas de ortografía. Todos los días me hacía hacer una carilla de copia de los libros que estaba leyendo. También ella me leía cosas de la historia del Uruguay  y de los ríos y los arroyos.  Me leía poemas de Juana de Ibarbouroú  y el Tabaré de Zorrilla. Yo aprendí mucho con ella. Estuve casi tres años pero después se enfermó y se murió. A mí me dio mucha pena cuando se murió. Bueno ese mismo año entré en la fábrica y trabajé muchos años. Como diez o más no sé bien. Después conocí al Cholo que era el hermano de una compañera de la fábrica y nos hicimos novios y a los cuatro años nos casamos. Cuando nacieron  los mellizos tuve que dejar de trabajar para cuidarlos y no trabajé más. Aunque sí trabajo en mi casa desde la mañana a la noche pero sin sueldo, claro. Que no es lo mismo porque siempre es mejor trabajar y cobrar un sueldo a fin de mes. A mí ahora que los mellizos son grandes me gustaría trabajar en algo si hubiera aunque el Cholo me dice que me deje de embromar que con la casa ya tengo bastante. Y no crea el Cholo un poco de razón tiene.  Aunque a mí en la tarde me sobran unas horas en las que podría agarrar algo para hacer. Nosotros al  Richard y al Anthony los mandamos al liceo. Ellos hicieron los seis años en el liceo Zorrilla. Y en el comunal hicieron un curso de computación. A mí me gustaría que aprendieran  inglés porque lo van a precisar pero es muy caro y no lo podemos pagar.  Sabe que dice el Cholo que él se acuerda cuando en el barrio había puros campitos. Porque  el Cholo es de este barrio, nació como a cinco cuadras de acá pasando Bulevar vio. Yo yo  nací en el barrio Sur, por el Gas. Dice que cuando era chico jugaba al fútbol en las canchas que había en los campitos de por acá.  A mí me sorprendió que usted manejara la computadora y el Internet porque vio que no es muy común que una persona mayor sepa manejar una computadora. Las señoras mayores que yo conozco tejen o hacen crochet no tienen interés en aprender computación. Yo voy al Centro Comunal de acá del barrio a clases de cocina porque me encanta cocinar. En el Comunal enseñan cantidad de cosas y los salones están llenos porque va mucha gente a aprender y no hay que pagar nada. El año pasado en el curso de cocina hicimos solamente tortas y postres nos enseñaron algunos dulces de frutas y distintos baños para las tortas. Y también trufas y bombones. Siempre que puedo hago algo rico para nosotros pero lo que pasa es que aunque lo haga una, igual sale caro. Este año nos toca pastas caseras y carnes. Son unos cursos muy interesantes. Para el año que viene tengo ganas de ir a clases de tejido. Yo sé tejer pero allá enseñan  a dar la forma de lo que una quiere hacer que es lo que a mí me cuesta y también puntos nuevos. También enseñan inglés y portugués pero es justo a la hora en  que los mellizos están trabajando.  Bueno  ya le conté muchas cosas y le hice una carta larga ahora más tarde se la paso por debajo de la puerta así la muchacha cuando viene la ve y se la alcanza. Espero que  pase bien, cuídese del  frío que este invierno viene cruel.  
                                                        Cariños  de  Lita          


Montevideo, 10 de abril de 2004
Sra. Lita Pérez de Rodríguez
De mi mayor consideración:
                                       Querida amiga, parece que este año el invierno se ha adelantado. Y yo soy muy friolenta. Le diré que tengo por costumbre levantarme temprano y desayunar antes  que llegue Natalia. Pero hoy estuve muy remolona y me quedé un rato más. Cuando ella llegó, aún me encontraba en la cama, así que me subió el desayuno al dormitorio. Un lujo que no suelo permitirme, prefiero levantarme temprano y prepararme yo misma algo para comer. De todos modos, hoy me gustó quedarme calentita  un rato más. Natalia hace mucho tiempo que está conmigo, es muy trabajadora y buena persona. Ella es nuera de una amiga de Mabel, mi hija menor, la que viene los sábados en el auto y me trae el pedido del supermercado. Natalia es casada y tiene una hija adolescente que concurre al liceo. Hace unos años se compraron con el marido una casa que están pagando y trabaja para poder  cumplir con la cuota, porque el sueldo del marido no les alcanza  y se estaban atrasando en los pagos. A ellos la suba del dólar los perjudicó muchísimo, pues, lo que les iba quedando para terminar de pagar la casa se les triplicó y también la cuota. De manera que tuvo que salir a trabajar para, más o menos, paliar los gastos de la casa. Ya ve, Lita, que en todos lados existen los problemas. Unos,  tal vez,  más acuciantes que otros, pero nadie se ha salvado. Me dice en su carta, fechada el 26 de marzo, que su esposo es más inteligente que usted y no lo creo. Usted es muy inteligente. Piense que sólo una persona inteligente puede administrar una casa. Darle prioridad a lo que tiene realmente prioridad y con pocos recursos sacar la familia a flote. No se subestime. Sabe, Lita, me alegró mucho saber que hizo un curso de cocina, que está haciendo otro y que piensa seguir el año próximo. Me parece realmente elogiable, que pese a todo el quehacer de su casa tenga tiempo y ganas de aprender cosas nuevas. Realmente la  felicito. Lo que usted  hace es encomiable. Creo que la maestra con la que trabajó cuando dejó la escuela, ha tenido una gran influencia sobre su personalidad. Tal vez no se dé cuenta, pero lo que ella le enseñó permanece en su subconsciente y aflora, en distintos momentos de su vida. Todo lo que usted logre superarse va a redundar, no sólo en su persona, sino también en su familia y en el círculo de sus amigos con quienes va a compartir, sin duda, toda la riqueza de sus nuevos conocimientos. Y es así como uno crece como persona, como ser humano. En especial las mujeres, amas de casa, esposas y madres. Tenemos, yo casi diría, la obligación de ser valientes, emprendedoras, saber discernir con inteligencia cuando la vida lo demande. Querida Lita, si me permito hablarle de esta manera es porque a través de sus cartas la he llegado a conocer más de lo que usted pueda creer  y la aprecio de verdad. Créame que le hablo a usted, como si fuese una hija. A propósito, no le he hablado de ellos, pero tengo tres hijos.  Dos varones y una mujer. Los dos varones viven en Europa. El mayor, Gerardo, vive  en Sevilla, una de las provincias de Andalucía, al sur de España.  Mi esposo era andaluz, nacido en Sevilla y antes de nacer los chicos fuimos a pasear. Le aseguro que es un lugar hermosísimo. Años después Gerardo tuvo oportunidad de ir a  España, cuando se recibió de arquitecto y decidió vivir allá. Así que cuando se casó se fue con su mujer. Tiene dos hijas andaluzas preciosas. Miguel, el segundo, vive en Roma. Se fue soltero y se casó allá con una chica italiana, trabaja  en una  empresa metalúrgica muy grande, tiene dos varoncitos y la esposa está esperando el tercero.  Y Mabel, la menor, que también está casada, vive en Parque del  Plata, es odontóloga y tiene una hija de dieciséis años y un varón de doce años. Es la que siempre anda en la vuelta conmigo. Todo esto que le cuento, es para comunicarle que a  Gerardo se le casa  la hija mayor, y  me ha escrito pidiéndome  que vaya a España para el casamiento. Mabel no puede acompañarme, debido a sus ocupaciones, así que voy a viajar acompañada por Natalia. Nos embarcamos el martes de la semana próxima. Pienso estar allá unos veinte días más o menos.  Cuando vuelva le contaré todo lo relativo al viaje y al  casamiento. Le diré que no tengo muchas ganas de viajar, pero me ilusiona el sólo pensar que voy a reencontrarme con mis hijos. Querida, en cuanto vuelva, continuaremos con nuestra comunicación  por carta que a mí me ha hecho tanto bien. Me despido con un fuerte abrazo. Cariños  para usted y los suyos y hasta la vuelta
                                                                                 .         Evangelina Gadea 


Sevilla, 29 de abril de 2004
Sra. Lita  Pérez de Rodríguez
De mi mayor consideración:
                                     Querida Lita, creo que ya es tiempo de que empiece a tutearte ¿no crees? No sabes los deseos que tengo de reiniciar nuestra correspondencia. Te aseguro que extraño tus cartas afectuosas. Les he hablado mucho a mis hijos de nuestra amistad epistolar. Ellos se alegran por mí y te envían sus cariños. Te diré que el viaje ha sido muy tranquilo y sin inconvenientes. Gerardo y su esposa Lola, nos estaban esperando a nuestra llegada, como prometieron. El casamiento ha sido hermoso y  muy emotivo. Se realizó en la Catedral de Sevilla, donde estuvo  por los años 1190 una mezquita árabe  y que conserva, aún, su minarete o torre llamada la Giralda, remozada al estilo  renacimiento en 1568. Me gustaría mucho que la conocieras. Sabes que los árabes ocuparon  España durante ocho siglos, dejando aquí su cultura y sus conocimientos en el campo de la arquitectura, de la filosofía y la medicina. Te diré que Sevilla es una fiesta. De permanente alegría de música y de flores. Es la cuna del flamenco y del arte taurino. Querida, más que contarte, querría que pudieras ver todo esto. Tengo la esperanza de que así sea. La novia estaba preciosa, tenía un traje de raso blanco y una mantilla valenciana. Se fueron de Luna de Miel a Paris. Hacía casi cinco años que no veía a mis nietas. Me dio una gran emoción volver a verlas. Miguel vino desde Roma con su esposa Sofía y sus hijos. Mi nuera está muy pesada, ya llegando a los últimos días de su embarazo. A Sofía la conocí cuando se casó con Miguel, pues, para la ceremonia,  fuimos a Roma con mi marido.  A los niños, en cambio, los conocí en Montevideo  hace dos veranos, cuando fueron a pasar unos días. Te diré que estoy feliz de haber venido y comprobar que toda mi familia se encuentra bien. Lita, tengo muchísimas cosas para contarte, pero antes necesito pedirte un favor encarecidamente. Mis hijos me piden que me quede unos días más con ellos. Pero Natalia no puede quedarse conmigo para acompañarme de regreso a nuestro país.  Yo te pido que vengas tú a buscarme. No te asustes. Vendrías como mi dama de compañía. Es un empleo que te ofrezco. Yo te mandaría los pasajes y aquí te esperaríamos a tu llegada. Mabel va a ir a verte para  hablar sobre más detalles. Mis hijos no pueden  acompañarme en estos momentos y no quieren que viaje sola. A mí me gustaría  quedarme unos días más, pues, quién sabe si volveré a reunirme con ellos otra vez. Miguel quiere que pase unos días en su casa de   Italia, y de allí me volvería a Uruguay. Para todo eso te necesito acá.  Consulta con tu esposo y tus hijos. Faltarías de tu casa unos veinte días. No te sientas obligada, si no puedes venir yo me vuelvo con Natalia. Les he dicho a mis hijos que al  no venir Mabel, sólo quiero viajar contigo. Querida, piénsalo mucho y lo que decidas estará bien para mí. En los próximos días irá  Mabel por tu casa. Como siempre, el deseo de que te encuentres bien con tu familia. Un cariño grande, grande de una amiga que te quiere como a una hija. Ya te lo he dicho.  
        
                                                                                      Evangelina   

 Montevideo, 10 de mayo de 2004
Sra. Evangelina Gadea
De mi mayor consideración:
                                       No se imagina la alegría que me dio recibir su carta desde España. Es la primera vez que recibo correspondencia del extranjero. Me alegro que esté pasando bien junto a sus hijos y  sus nietos. Con respecto a lo que me pide sobre viajar a  Sevilla para acompañarla a su regreso lo lamento mucho no sé como decírselo, pero no me animo. Yo señora Evangelina nunca he salido de Montevideo. Imagínese viajar a Europa y sola.  Es imposible créame. Nunca subí a un avión. Me da miedo. Yo como usted me pide lo comenté en casa con mi esposo y mis hijos. Ellos me dicen que debo ir. Mi esposo no obstante me dice que es una oportunidad  de viajar que es imposible  se me  vuelva a repetir. Que debo aprovecharla. Mis hijos igual. Me reiteran que no me preocupe por la casa que ellos se van a arreglar bien esos días que yo falte. Pero no yo le juro que lo siento mucho pero no me atrevo a viajar tan lejos. Le agradezco la   confianza que deposita en mí, y   no crea que no me sienta frustrada al reconocer que no soy valiente y emprendedora como usted me dice debe ser un ama de casa esposa y madre para ser un ejemplo  de vida para sus hijos. No se enoje conmigo yo aquí en Montevideo la acompaño a dónde usted quiera le hago mandados o lo que usted necesite pero de sólo pensar en tener que ir al aeropuerto y despedirme de mi esposo y mis hijos para tomar un avión, me aterra. Yo voy a hablar con su hija si viene y le voy a explicar bien mi situación. Perdóneme. Disfrute estos días con sus hijos y nietos y… espere un poco que está llamando el cartero 
  

       Montevideo, 9 de mayo de 2004
Sra. Lita Pérez de Rodríguez
De mi mayor consideración:
                                          Acabo de recibir una carta de mi madre que me escribe desde España.  En ella me  pide  que trate de comunicarme contigo a fin  de ultimar detalles sobre tu posible viaje a Sevilla. Yo, a más tardar  mañana alrededor de las 18 hrs. estaría por tu casa. Mientras, te adelanto  que mis hermanos y yo te agradeceríamos muchísimo que  nos hicieras el favor de realizar ese viaje. En estos momentos, a mí, me es imposible dejar mi casa pues tengo a mi esposo con problemas serios de salud. Como sabrás, mamá es una persona muy mayor y queremos que viaje acompañada. Te diré que me ha hablado mucho de la linda  amistad que ha nacido entre ustedes. A mí, particularmente, y me consta que también a mis hermanos, nos alegra mucho ese correo  de afecto que las dos han sabido crear. No te puedes imaginar, Lita, lo bien que le ha hecho a mi madre recibir tus cartas y contestarlas. A pesar de que nunca me las ha dado a leer, ni las suyas al contestarte, desde la primera vez que le escribiste noté en ella una disposición ante la vida, que hacía tiempo había abandonado.  Un interés nuevo ante las cosas, una curiosidad, un querer seguir  estando. Yo les  he contado a mis hermanos cuando hablo por teléfono y puedes creerme que si mamá te ha adoptado como una nueva hija, nosotros te adoptamos como una nueva hermana. El sólo hecho de que mamá haya  dejado su casa para viajar a España es casi un milagro. Mamá hace años que no iba a ninguna parte.  Desde que murió papá  decidió quedarse sola en esa casa tan grande pudiendo vivir aquí conmigo o en Europa con cualquiera de mis hermanos que siempre la han querido llevar.  Te diré que mamá fue siempre muy activa y alegre, sin embargo, veíamos que cada día se iba  apagando  y perdiendo interés en todo lo que la rodeaba. A nosotros nos  preocupaba y nos dolía ese rechazo, porque en cierto modo, su manera de vivir, era un rechazo hacia nosotros. Pero de pronto un día comenzó a cambiar. Yo noté que tu primer carta la sacudió. Ella me comentó algo. Y me sorprendió  su deseo de contestarte enseguida.  Después  su cambio fue evidente y el aceptar viajar  para el casamiento de mi sobrina, lo máximo. Mamá siempre me habla de ti y según  me comentan mis hermanos, a ellos también les habla. Con respecto al viaje, te diré que te ha mandado un  cheque para que te compres lo que necesites para viajar. Mañana te lo alcanzaré. Me dice que no lleves mucha ropa pues en España es verano. Que lo que necesites lo comprarás allá. El viaje es sencillo. Sales  por  Pluna, del Aeropuerto de Montevideo,  en un vuelo directo hasta el Aeropuerto Internacional  de Barajas, en Madrid, que te llevará unas doce horas de vuelo. De allí harás un trasbordo  en un avión  de línea, hasta el Aeropuerto de Sevilla, que  te llevará una hora aproximadamente. No tienes de qué preocuparte,  la compañía se encargará de todo  y te indicará lo que debes hacer. En el Aeropuerto de Sevilla te estarán esperando. De ahí en más, estoy segura que vas a pasar unos días espléndidos.  Si mañana concertamos todo, pasado pides el pasaporte de trámite urgente, y en cuanto esté pronto ya retiro los pasajes. Espero que te animes a realizar el viaje. Verás que no te vas a arrepentir.
Con mucho afecto
                           Mabel


Montevideo,10 de mayo de 2004
Sra. Evangelina Gadea
De mi mayor consideración:
         
                                          No sabe la alegría que me dio recibir su carta desde España. Es la primera vez que recibo correspondencia desde el extranjero, imagínese. Me alegra que esté pasando bien con sus hijos y sus nietos. Y me gusta las cosas que me cuenta del casamiento y de la Catedral de Sevilla. Con respecto a su pedido de viajar  para acompañarla a su regreso le diré la verdad: me llené de miedos y de dudas. Usted sabe que yo nunca salí de Montevideo. Mi mundo es muy chiquito nunca me imaginé  que algún día podría subir a un avión y cruzar el océano. Estoy  nerviosa y tengo miedo. De todos modos quiero que sepa que sí, voy a ir a buscarla. Necesito conocerla. Porque usted me ha dado alas, me ha ayudado a crecer  y yo quiero demostrarle que soy valiente y emprendedora,  como usted bien dice debe ser una  ama de casa, esposa y madre, para dar ejemplo a sus hijos. Y si para conocerla personalmente tengo que ir  hasta el viejo mundo, allá voy. A conocer la  Giralda y  acompañarla a  Roma. Quiero que sepa que mis hijos, que están entusiasmados con mi viaje, me han traído folletos y me han leído en libros que hablan de España, y sobre la Provincia de Andalucía.  De la  Sierra NevadaLa Alambra de Granada, La Mezquita de Córdoba y también de Jaén “la malquerida”. Han desplegado mapas ante mis ojos para que vaya sabiendo, por lo  menos, a dónde voy. Mi esposo también me anima, y me repite que es una oportunidad que no debo dejar pasar. Mañana voy con él por el pasaporte, lo voy a pedir urgente. Recibí carta de su hija Mabel en la que me dice que viene mañana de tarde. En cuanto tenga más noticias le escribo otra vez. Quédese tranquila y disfrute junto a los suyos, que se va a  poder quedar un tiempo más junto a ellos y, si Dios quiere, (en el nombre del padre del hijo y del espíritu santo) no tendrá que volver sola. Espero verla pronto, mientras tanto reciba un fuerte abrazo de su vecina de enfrente que la aprecia de verdad. (Amén.) 
                               La Lita, su vecina de enfrente.
P.D. El limonero del frente está cargado de limones pintones...



Ada Vega, edición 2007.

jueves, 25 de junio de 2020

Amor virtual


Se llamaba Anton Sargyán. Era un armenio alto y moreno,  que siendo un niño logró huir con sus padres del Imperio Otomano y llegar a Uruguay, después de peregrinar por el mundo, huyendo del genocidio armenio de 1923.
 En aquel tiempo después de navegar más de cuarenta días en un barco de carga, la familia desembarcó en Montevideo y se alojó en una casa de inquilinato en la Ciudad Vieja para luego establecerse en el barrio del Buceo. Allí aprendió hablar en español  fue a una escuela del estado y en el liceo se enamoró de Alejandrina, una chica descendiente de turcos cuyos abuelos llegaron a Uruguay  a fines del siglo XIX.
 Los chicos se conocieron se enamoraron y vivieron un amor de juventud, sincero y pleno. Hasta que las familias de ambos se enteraron.
A los dos les prohibieron ese amor, pero para Anton no existían prohibiciones posibles. El joven amaba a Alejandrina y estaba resuelto a continuar con ese amor pese a las prohibiciones de ambas familias. De modo que siguieron viéndose  a escondidas hasta que los padres de  Alejandrina decidieron irse del país.
Fue entonces que Anton ideó un plan audaz para impedir esa mudanza.

La novela de Anton Sargyán avanzaba con interés cuando un día Anton adquirió vida propia, no necesitó más de mí, se fue de mi imaginación y mientras yo escribía en la computadora,  la historia de amor de Anton y Alejandrina comenzó a hablarme borrando mis frases e insertando las suyas:   
—Necesito hablar contigo. No quiero seguir siendo el personaje de esta historia. No estoy enamorado de Alejandrina. Es a ti a quién amo. Quiero ser parte de tu vida. Sé que puedo hacerte feliz. Sácame de la historia  y llévame contigo.
Al principio pensé que todo era una broma del equipo de Google. No obstante envié mensajes explicando lo que sucedía, que nunca  contestaron.
La  novela iba avanzando fluida,  yo estaba entusiasmada en como se iban dando los hechos, no tenía intenciones de abandonarla. Anton por días no se comunicaba,  entonces yo adelantaba la historia pues creía que se había terminado la odisea,  pero al rato volvía con sus frases de amor cada vez más audaces.
Pensé que podría ser alguno de los webmaster de los sitios donde yo participaba, algún contacto de la página de Facebook, hasta que al final desistí de seguir averiguando porque pensé que creerían que  estaba volviéndome  loca.
Mientras tanto Anton no cejaba en su intento de conmoverme, de llamar mi atención hacia su persona inexistente. Entonces decidí seguirle el juego. Le dije que estaba casada, que ya tenía un hombre a mi lado a quien amaba. Me contestó que a él no le importaba que estuviese casada. Que el mundo que me rodeaba no existía para él. No conocía este mundo ni quería conocerlo. Estaba apasionado conmigo  —decía—, conocía mi alma y quería habitar en mí.
 Le contesté, siguiendo el juego, que no lo conocía, no sabía quién era, qué se proponía, ni qué era eso de habitar en mi.
 Me contestó que si lo liberaba y le permitía entrar en mi mente estaríamos unidos para siempre. Que no necesitaría más  a mi esposo ni a mis amigos ni a nadie, pues él colmaría todos mis deseos más íntimos, todos mis deseo humanos. Todos mis deseos.
Además me dijo que yo lo conocía, que lo había creado paso a paso, no era entonces un desconocido. Soy el hombre que creaste. Un hombre. Llévame contigo —imploró—  si no lo haces mátame en tu historia, de lo contrario mientras escribas estaré comunicándome.
En ese momento decidí abandonar la novela. Dejarla con otros cuentos sin final que fueron acumulándose mientras fui escritora. Pero él  no sólo leía lo que yo escribía en la computadora, también leía mi mente y se apresuró a decirme:
—No intentes abandonar la novela porque me dejarás penando en ella hasta el final de los tiempos. ¡Por favor, si no me dejas habitarte, mátame!
Nunca tuve el valor de matarlo. Abandoné sin terminar la historia de amor de Anton y Alejandrina y la guardé en el fondo de un cajón de mi escritorio junto a cuentos que nunca puse fin.
 Algunas noches entrada la madrugada cuando la inspiración se niega, recuerdo aquel amor virtual que sólo pidió habitar en mí y que  dejé encerrado en un cuento inacabado.
Muchas noches entrada la madrugada cuando el cansancio me vence, entre mis libros y mis recuerdos, suelo escuchar desde el fondo de un cajón de mi escritorio, el llanto aciago y pertinaz, de un hombre que implora.

Ada Vega - edición 2013 . Blog: http://adavega1936.blogspot.com/ 

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Mujer irónica y mal pensada


Desde que la conoció Aníbal le había dicho a Clemencia que era irónica y mal pensada; y que esos eran atributos que él no soportaba en una mujer. Que la mujer usaba la ironía para sentirse inteligente y superior, le decía, y eso de que una mujer se creyera inteligente y superior a un hombre, era algo que en la vida no se podía soportar. Y menos él. Igual se hicieron novios porque él pensó que un día se tendría que casar con alguien, y que la casa de ella quedaba de paso para ir al trabajo y para el boliche donde noche a noche se reunía con amigos a jugar a las cartas.
De modo que un día, después de pasar varios inviernos aburriéndose en el bar con los pocos amigos que iban quedando solteros, decidió comprar una televisión a color y casarse con Clemencia. Y Clemencia, que ya había pasado los treinta, aceptó casarse con Aníbal, aún sabiendo que el muchacho no era lo que se dice un buen partido, ni la sacaría jamás de pobre, pero que, sin embargo, le permitiría al fin ser dueña de casa y manejar su vida como le viniera en ganas.

La pareja llevaba largos años de novios, el ajuar comenzaba a ponerse amarillento, de manera que dejando a un lado el formulismo, se casaron un sábado de Semana Santa con el altar de la iglesia en penumbras y los santos tapados con trapos negros.
—Arrancamos mal, dijo ella, cuando se enteró lo de los santos y que las arañas de caireles no se encenderían por ser Sábado de Gloria, el día elegido para la boda.
—Pará con la ironía, le dijo Aníbal.
—Ironía es casarnos vos y yo, le contestó ella, y para colmo: un sábado de gloria. Se casaron, al fin, con la bendición de Dios, consientes que se aceptaban pero no se amaban como deberían; y se fueron a vivir a una casa de bajos que alquilaron en el mismo barrio donde ambos habían crecido.

La televisión la colocó Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama. Al volver del trabajo venía derechito a acostarse y encender el aparato. Ella cocinaba, hacía las compras, ordenaba la casa. No miraba televisión. Se acostumbraron a vivir él en el dormitorio y ella en el resto de la casa. Por la noche dormían entrelazados después de hacer el amor. En ese tiempo no tuvieron hijos porque los hijos no estaban en el propósito de ninguno de los dos.

Como a Clemencia le empezó a sobrar el tiempo, pues fue siempre una mujer muy dinámica y laboriosa decidió, por su cuenta, abrir un negocio que pudiera atender ella sola. Por lo tanto desocupó una pieza del frente, hizo colocar unos estantes, un mostrador con cajonera y organizó una pequeña mercería para vender botones, hilos, puntillas y esas cosas. Aníbal no opinó ni a favor ni en contra. Confiaba plenamente en Clemencia y lo que ella decidiera hacer con su tiempo contaba, desde el vamos, con su aprobación. La joven ya había demostrado que era voluntariosa y emprendedora. Así que la dejó hacer. Y el negocio poquito a poco comenzó a rendir.
No obstante su nueva actividad, Clemencia no dejó de atender su casa y su marido. Mientras, él seguía con su trabajo en el Ministerio y su televisión a color. Cuando se encontraban de noche en la cama matrimonial ella le contaba los progresos de su negocio, y los proyectos. Él la escuchaba durante las tandas y la apoyaba en todo. Después, apagaban la televisión, se entregaban a alimentar el amor y se dormían entrelazados. Aníbal nunca hacía preguntas. Ella dedujo entonces que a él no le interesaba lo que hacía ella con su vida. Por lo tanto dejó de contarle lo que hacía y le sucedía. Y él, entusiasmado con la programación de los ochenta canales, ni cuenta se dio.
Un día Clemencia decidió mudar la mercería para un lugar más grande y más céntrico. Encontró sobre la avenida principal un: “local con pequeña vivienda”. Contrató a una persona para que la ayudara a organizarse y una radiante mañana de enero inauguró la nueva: Mercería del Centro.
Se empezaron a ver menos con Aníbal. Al principio, al mediodía salía corriendo de la mercería para cocinarle algo de apuro. Después, le traía directamente comida hecha. Al final la pedía por teléfono y del restaurante de la esquina se la alcanzaban. Fue cuando empezaron a verse solamente por la noche cuando ella venía a dormir. Entonces Clemencia, como tenía lugar en el local de la mercería, y para no perder tiempo en idas y venidas, comenzó a llevarse la ropa, sus cosas personales y algunos enseres como para cocinarse algo rápido mientras atendía el negocio.
Y un día se fue del todo. Se separaron sin pelear. Sin discutir. Sin motivo. Ella dejó de venir a la casa a encontrarse por las noches con su marido. Él comenzó a extrañarla pero, justo, en esos días, los canales de la tele anunciaron en la nueva programación el Campeonato Mundial de Fútbol.
Clemencia dejó de ir a su casa casi sin darse cuenta. Terminaba las horas de trabajo cansada, tenía que cocinar algo para ella, aprontar cosas para el día siguiente. Decidió tomar una empleada para que la ayudara en la mercería. De todos modos, lamentó que su marido no hubiese venido nunca a acompañarla, o a buscarla para regresar juntos al hogar. Una noche se encontraron en el mismo restaurante comprando comida.

¿Cómo hiciste para levantarte de la cama y dejar sola la televisión? —le preguntó Clemencia. 
—Sabés que no me gustan las mujeres irónicas —le contestó Aníbal—Sos un delirante —afirmó ella.
—Nunca me lo dijiste cuando de noche venías a dormir conmigo —respondió él.
—¿Me extrañás? —quiso saber ella.
—No —le contestó él—, y al mozo:
—Milanesas con fritas para llevar.
—Para dos — agregó Clemencia—, con ensalada mixta y una botella de vino.
Siguieron viviendo separados, Aníbal en la casa de ambos y Clemencia en la mercería. Volvieron, sin embargo, a dormir por las noches juntos y entrelazados hasta pasados los ocho meses, cuando ella dejó de trabajar y se quedó en la casa para esperar el nacimiento de su primer hijo.
Luego, pasaron quince años. En el ínterin tuvieron tres hijos. Clemencia aún mantiene la mercería sobre la avenida. La ayuda una empleada. No volvió por las noches a quedarse en su negocio. Aníbal y los chicos la necesitan más que nunca en la casa. Los tiempos cambiaron. Son otros tiempos.
Tampoco conserva Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama, aquella televisión a color de los primeros años de casados. Ahora, allí, al firme y encendido, se encuentra un Televisor con retroiluminación LED, 98”, HD, pantalla de alta definición, 980 canales activos y sonido stéreo SRS WOW. Con resolución Full HD, Wi-Fi Integrado, control por voz y movimiento, conexión USB. SRS WOW. 


Ada Vega. edición 2007 - http://adavega1936.blogspot.com/


martes, 23 de junio de 2020

Dale, que va!



Cuando sonó el despertador hacía rato que Antonio estaba despierto. Corrían los años noventa y la preocupación de perder el empleo, que se cernía sobre los trabajadores, había logrado que perdiera el sueño y pasara las noches en vela.

María, a su lado, aún dormía. Se levantó tratando de no despertarla. Un frío intenso acosaba. Ante los primeros intentos del sol la noche se resistía. Puso a hervir el agua para el mate y se sentó junto a la mesa con los ojos fijos en la llama celeste del gas que lamía los costados de la caldera.

Hacía un par de días que el jefe de su sección les había comunicado, a él y a varios compañeros, que dejarían de hacer horas extras. Las extras, para Antonio eran esenciales, significaban otro sueldo que así, sin más ni más, le quitaban de un día para el otro. Este recorte en su salario se venía a sumar a la controvertida Ley de Puertos que, un tiempo atrás, lo dejara sin un ascenso importante en su carrera. Ahora, ante el cierre sistemático de las secciones de operativa portuaria que, una a una, iban dando paso a la temida privatización con su consabida pérdida de puestos de trabajo, la preocupación pasaba a ser un problema grave. Antonio, con más de cincuenta años de edad sabía con certeza que si perdía su empleo, no conseguiría otro.

Dejó el mate, se afeitó y terminó de vestirse. Cruzó la bufanda bajo la campera y subió el cierre. Apagó la luz, cerró con dos vueltas de llave y salió. Comenzaba a amanecer. Un viento helado soplaba desde el río. Mientras la Villa del Cerro dormía bajo el faro vigilante de la Fortaleza, caminó por Grecia hacia la salida del 125 frente a la playa. Tomó asiento junto a la ventanilla aferrado a sus pensamientos. Llegaron el chofer y el guarda a ocupar sus puestos. El ómnibus se puso en movimiento.
Un hombre viejo pidió permiso y se sentó a su lado.
—Buen día, saludó. Antonio lo miró con fastidio. Interrumpía su intimidad.

La cabeza blanca enfundada en un gorro de lana. Dibujado en la cara un mapa de arrugas. De cuerpo enjuto. Se restregaba las manos para calentarlas.
—Buen día, masculló. Subió el cuello de la campera y se arrellanó en el asiento, pegado a la ventanilla.
—Cuando levante la helada va hacer más frío, pienso. Antonio no se dignó contestar. El viejo siguió hablando. Antonio no quería escuchar, ni hablar con nadie. Necesitaba sufrir, torturarse, enojarse con todo el mundo porque tenía problemas económicos. Intentó no oírlo volviendo a su problema: (los portuarios estamos liquidados, hasta que no nos refundan no van a parar…)

—... y nos vinimos del norte con los gurises chicos pa´ver si en la capital repuntábamos un poco. Los del interior del país venimos todos con la misma ilusión, sabe. En la campaña cada día hay menos trabajo. Acá es más fácil. Siempre alguna changa sale. Aunque sea pa´la comida ¿no?...yo me vine hace muchos años. Con la patrona, me vine. Con la patrona y los gurises. Trabajé en el frigorífico. En el Nacional. Más de veinte años trabajé. Sí, más de veinte años. Nos habíamos comprado una casita con un campito atrás del Cerro y lo trabajábamos lindo no más. Pero la capital nos empezó a cobrar. ¡Demasiado se sabe que nada viene de regalo! Fue cuando se nos murió el más chico. Andaba gateando y se nos cayó en un pozo que estábamos haciendo para el agua. Una infamia, mire. Sí, una infamia (y Antonio, vencido, se puso a escuchar). Al final criamos tres, dos machitos y una niña. La mujercita en cuanto cumplió quince años entró en amores con un mocito que yo le dije a mi patrona que no me gustaba. Usaba el sombrero requintado, golilla blanca, siempre fumando andaba. De mirada huidiza el mozo. No me gustaba no. Un día la gurisa se fue con él. Después supimos, se dio a la mala vida. Nunca dejó de venir a vernos, pero del todo no volvió más. Hizo plata. Sí. Mucha plata. Se compró una casa por el Hipódromo con un terreno grande. Yo vivo allá, sabe. Lo tengo plantado, buena tierra, lo que usted plante viene, fíjese. Buena tierra. Tuvo un hijo, se lo criamos con la patrona hasta que terminó la escuela. Después ella lo puso en los Talleres Don Bosco para que aprendiera un oficio. Salió como a los dieciocho años, con oficio y con trabajo. Buenísimo el gurí. De ley. ¡Sí señor! Lindo muchacho, alto y fuerte. Toca la guitarra, sabe. ¡Si lo viera...! Vive conmigo, es lo que me queda. Gana buena plata, muy trabajador, en eso de la electrónica, sabe, en eso trabaja. La madre murió, se agarró una peste y se fue en menos de un mes. Él casi no la conoció, mire usted. Tengo un hijo que se fue para la Argentina hace años. Cuando la dictadura, sabe. No supimos más de él. Pero no se fue por la política, no, era demasiado vago para que le interesara la política. Él se desapareció solito, no más. Se fue de mochilero con otros dos. Cosa de muchachos.
El tercero sí, una desgracia, las malas juntas, terminó en la cárcel; vendimos la casita y el campito del Cerro para pagar un abogado. Al poco tiempo en un ajuste de cuentas, lo mataron. Sí, así fue. No tuvimos suerte con los gurises. Mi patrona decía que la capital nos había castigado por dejar el campo solo. Pobrecita. Ella también me dejó hace dos años. Las vueltas de la vida, ¿no? mire usted. Ahora vengo del Cerro. Fui a visitar a un hermano. Fui ayer, querían que me quedara, pero ya me voy para casa. Le prometí al nieto que llegaba temprano. Siempre almorzamos juntos. Me espera con el amargo. ¡Abuelo!, me dice cuando me abraza. Es muy pegado conmigo. Se me tenía que dar una buena ¿no le parece?... ¡mi nieto, carajo! Es lo que me queda.

Entrecerró los ojos para mirar hacia fuera, por la Estación Central se puso de pie. Me bajo en ésta, dijo. Se quitó la gorra, le tendió una mano. —Adiós, que le vaya bien. Antonio también se puso de pie, estrechó con fuerza, con sus dos manos de hombre joven, fuerte, vital, la callosa mano de aquel viejo desconocido que en menos de una hora le contara su vida.
—¡Suerte, don!
—Gracias, m´hijo.
—¡Y gracias! —le gritó Antonio, y el viejo quedó mirándolo desde la vereda...

Se bajó del 125 en el Neptuno, cruzó el empedrado de la rambla y entró al Puerto por Yacaré. Se dirigió a su puesto de trabajo por la senda. Se puso a silbar.
—¿Te sacaste el Cinco de Oro, flaco?
—Casi... (Al lado de este viejo yo soy Gardel). ¡Dale, que va...!


Ada Vega, edición 1997 

La muerte de Mariquena Vargas



Murió Mariquena Vargas. Su muerte repentina nos ha dejado atónitos. Estupefactos. No porque no tuviese edad para morir, que sus bien cumplidos ochenta años los tenía y muy bien llevados, por cierto. Sino por un pequeño detalle que ocultó durante toda su vida y que, al morir y enterarnos, nos dolió como un cachetazo en pleno rostro. No nos merecíamos esa burla de tu parte, Mariquena. Fuiste casi cruel. Casi. Cierro los ojos y creo oír tu risa burlona desde el infierno donde estarás. ¿O te habrá perdonado Dios...?
Mariquena era una mujer de ley. Conservó hasta el final de sus días la fortaleza y la presencia de una verdadera matrona. Que eso fue, sin lugar a dudas. Y al decir de quienes la conocimos de cerca: una gran mujer.
Una mujer fantástica, diría yo. De fantasía.
Cuando la conocí tendría algo más de cuarenta años. No muchos más. Conservaba una belleza poco común. Su cara y su pelo renegrido me recordaban a Soraya, quella princesa de los ojos tristes casada con el Sha de Persia, que fue obligada a abdicar del trono por no lograr concebir hijos que perpetuaran la dinastía del Sha. Como verán, salvando la distancia, Mariquena era una mujer hermosa.
Fue también, en aquel tiempo, una modista muy reconocida. Se acercaban señoras de otros barrios para hacerse la ropa con ella. Vivía por Bulevar Artigas en una de las últimas casas que Bello y Reborati construyeron allá por la década del treinta. Según cuentan los  vecinos más viejos del barrio, Mariquena tenía apenas diez años cuando vino a vivir con su tía, doña María Emilia Cufré, hermana de su madre, casada con un italiano de apellido Righetti directivo de la compañía Transatlántica de Tranvías. Era una niña delgada y alta, de cabello negro y ojos oscuros. Introvertida y con marcadas carencias de afecto.
No recuerdo, si es que alguna vez lo supe, el motivo que la llevó a abandonar su hogar, sus padres y hermanos, para venirse del todo con doña María Emilia. Lo cierto fue que con ella vivió en aquella hermosa casa como si su tía fuese su verdadera madre, y la acompañó hasta el final de sus días como si ella fuera su propia hija.
Cuando llegó Mariquena a la casa del señor Righetti doña María Emilia, que no tuvo hijos, recibió a su sobrina con mucho cariño y comprensión. La anotó para terminar primaria en la escuela Grecia, que estaba en aquellos años, en Miranda y Bulevar, frente el Campo de Golf. Terminada la escuela la chica no se inclinó por los estudios; cumplidos los catorce años quería trabajar, de modo que la tía le consiguió empleo en los talleres de confección de Aliverti, una prestigiosa casa de modas de la avenida 18 de Julio, y allí se mantuvo hasta mediados de los ochenta cuando la firma cerró. Entonces se quedó en su casa y trabajó como modista durante muchos años.
Mariquena nunca se casó ni tuvo hijos. Y a pesar de que en el barrio corrieron escabrosas infidencias sobre una turbulenta vida amorosa y sobre varios amores que en su juventud dejó por el camino, nunca le conocí novio ni hombre alguno. De modo que de las historias que de ella se contaron, la mitad no hay que creerla y a la otra mitad ponerla en duda. La recuerdo sí, como una mujer de carácter fuerte que no se dejaba avasallar. Justa. Honesta. Gran discutidora. Defendía sus ideas y los temas de su interés, de igual a igual, tanto con hombres como con mujeres.
Hacía varios años que el señor Righetti había fallecido cuando murió doña María Emilia. El matrimonio, papeles mediante, dejó la casa a Mariquena como herencia. La hermosa casa con torrecita y mirador de tejas. Entonces apareció Teiziña, una morenita de motas, de diez o doce años, que un invierno anduvo pidiendo comida puerta por puerta. Uno de esos días de lluvia y mucho frío Mariquena la entró en su casa, la alimentó, le dio ropa seca y la niña se quedó ese día y el otro y todos los días que siguieron.
La morenita contó que venía de la frontera con Brasil, donde había nacido. Su madre, sola y agobiada con la crianza de ocho hijos, la había puesto en un ferrocarril con destino a Montevideo para que ella misma se buscara la comida, pues la pobre mujer no tenía como alimentarla. La niña, por lo tanto, desde el mismo día que llegó a la capital andaba caminando y durmiendo en los portales. Desde entonces, Mariquena y Teiziña, vivieron juntas como madre e hija. Así las recuerdo yo.
Teiziña terminó de crecer y durante largos años se ocupó de la casa y de Mariquena; una obligación que se impuso a sí misma como modo de agradecimiento, hacia quien la sacó de la calle y le dio un hogar. Tampoco se casó nunca. Tuvieron, si se quiere, un destino común: la casa de bulevar, siendo niñas, las cobijó a las dos.
Fue ella quien encontró a Mariquena muerta. Dormida para siempre estaba la doña en su cama. En la misma posición que se durmió, la encontró la muerte.
La morena llamó una ambulancia, al doctor y a la Pompa Fúnebre. En el living de su casa nos reunimos algunos vecinos, para no dejarla sola. Allí estábamos, cuando del dormitorio de Mariquena salió uno de los empleados de la funeraria, que se encontraba arreglando el cuerpo para las exequias, y preguntó por algún pariente cercano. Pariente no había. La morena era lo más cercano que la difunta tenía en esta vida. No obstante Teiziñia, llorosa y muerta de miedo, se rehusaba a hacer acto de presencia en el dormitorio donde descansaban los restos mortales de Mariquena.
Los empleados de la empresa decidieron que hasta que no se presentara algún responsable del velatorio, ellos no seguirían preparando el cadáver. Ante tal premisa una vecina, aceptando el reto, se ofreció para acompañarla. De manera que, apoyada en la buena mujer, la morena accedió y las dos entraron juntas al dormitorio. Dos empleados de la funeraria esperaban, de pie, uno de cada lado de la cama. Nadie habló. No fue necesario.
Mariquena estaba tendida en su cama mostrando, sin ningún recato, su cuerpo desnudo de varón.
Firme aquí, —le dijo el empleado a Teiziña.
Tuvo que esperar a que volviera en sí del desmayo.
La vecina solidaria había huido espantada.
Aún me cuesta creerlo.


Ada Vega, edición 2oo4 -  
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lunes, 22 de junio de 2020

Por mi barrio

  


  La muerte anda siempre jodiendo por mi barrio. Te hace zancadillas y te asusta todo el tiempo.  Al principio, cuando el barrio empezó a formarse, se paseaba de vez en cuando haciéndose la disimulada, dragoneándo a la gente con ojos de víbora, esperando, esperando. Pero eso era antes, cuando le quedaba un poco de vergüenza. Ahora se florea ¡con un descaro! Como si fuese una reina. Se disfraza de frío, de hambre, de droga o de sida. A veces llega en una bala o en un cuchillo. Fastidiosa como una novia, te sigue, te vigila, te espera. Tropezás con ella a cada rato. Hasta que al final te acostumbrás, y ya no te importa.
La muerte convive con nosotros. Pasa rasando por las veredas de tierra, se mete en las casas de bloques desparejos y ventanas ciegas, vichando, buscando siempre donde arañar y llevarse a viejos resignados al despojo o a gurises pasados de hambre. Rueda por las calles y se para en las esquinas con los guachos que fuman pasta o inhalan disolventes de las bolsitas de plástico. Recorre y aguarda las madrugadas, cuando se reúnen las pesadas para salir de choreo. Y espera la vuelta, la llegada de las bandas, las broncas, los repartos, y algún ajuste de cuentas.
La muerte anda siempre jodiendo por mi barrio. 
Cuando mataron al Rubito, el segundo de los hijos del flaco Arnoldo, él no hizo nada. No podía tampoco. No cabía. Lo mataron los de la banda del Toño. Dicen que fue el Carlitos. El Rubito tenía aguante y era duro, cargaba el fierro a la izquierda. De compadre no más, ¡si no era zurdo! El corte lo llevaba a la derecha. Pero al corte ni llegó. Yo creo que se demoró, la zurda es más lenta. Si hubiese tenido el fierro a la derecha no lo hubiesen madrugado. ¡Estoy casi seguro!
Con el Arnoldo conversamos la otra tarde,  creo que tiene razón. Estaba fumando recostado en la puerta de su casa,  pasé y me quedé un rato con él. Mirá —me dijo— el Rubito estaba jugado. Ya había tenido varios encontronazos con el Carlitos, se llevaban mal desde que eran gurises chicos. En la escuela tuvieron que separarlos en clase más de una vez, porque se agarraban a trompadas a cada rato. Yo pensé que con el tiempo cambiarían, que aunque nunca llegasen a ser amigos, al menos se ignoraran; muchachos criados juntos en el mismo barrio, conociéndose las familias como nos conocemos, ¡qué sé yo! Nunca creí que la bronca que se tenían llegara tan lejos. Los dos andaban acelerados. Entre ellos siempre había algo que aclarar, siempre había algún desbarajuste.
No sé esta vez por qué habrá sido. No quise preguntar . Tampoco le dije nada a la policía. Yo sé bien que fue el Carlitos, pero si nadie vio nada, nadie vio y yo tampoco vi. Los asuntos de acá tenemos que arreglarlos acá, en el barrio. Entre nosotros, sabés. Los de afuera son de afuera y no entienden que nosotros nos manejamos con otros códigos. Los milicos sí lo saben, por eso con ellos hay que cuidarse más, si es posible. Voy a esperar un poco, con el tiempo tal vez hable con el Carlitos. Por saber no más. ¡Una lástima! Un muchacho tan joven, veinte años había cumplido no hacía ni un mes, fijate vos. Pero era muy violento, tenía un carácter del demonio, la merca los termina enloqueciendo, pero andá a decírselo, una vez que se meten con esa mierda no salen más. El comisario me lo dijo, la última vez que estuvo preso: primero sáquelo de la droga don, si puede, si no, en poco tiempo lo tenemos acá de vuelta y no va a ser tan fácil que se lo lleve. El Rubito estaba jugado.
Todo eso me dijo la otra tarde. Pobre Arnoldo, tan buen tipo y todo lo que le ha pasado. Ahora sí se metió a hablar, por el Juan, el hijo mayor. Lo mató un milico, sabés. El Juan no tenía banda. Andaba solo. Había caído varias veces por rapiña y lo habían soltado. Dicen que una noche, el milico ese que vive frente al baldío, se encontró con él y le pasó un dato para un afane. A medias era. El Juan tenía que entrar a una casa y él quedaba afuera de campana. Parece que el botón no era trigo limpio, y les había hecho no sé que mejicaneada a los milicos de la otra seccional, que lo tenían en la mira.
Justo esa noche, o a propósito vaya a saber, uno de esos milicos los ve a los dos frente a la casa en actitud sospechosa, les da el alto, les pide identificación, reconoce al milico socio del Juan y le pega un tiro. De paso y para no dejar testigos, también mata al muchacho. Él dijo que fue en defensa propia, pero el Juan estaba desarmado. Nunca usó armas. No tenía. El Arnoldo anduvo averiguando, pero todo quedó quieto. Los milicos taparon todo y ni en los diarios salió. En la comisaría le dijeron que se dejara de preguntar cómo y quién fue que le mató al hijo, porque él sabía muy bien que el Juan andaba en el choreo. Que un día iba a caer mal y cayó, que qué iba a hacer. Que mejor se fuera para su casa a cuidar a los otros botijas chicos que le quedaban, y se dejara de andar molestando, o lo pasaban al calabozo por desacato a la autoridad. Así no más le dijeron. No le dieron mucho para elegir, por lo que no tuvo más remedio que meter violín en bolsa y venirse para el barrio con los hijos chicos.
El Arnoldo hace años que está solo. La mujer se le fue cansada de pasar hambre. Era una linda mujer. Ahora anda yirando.
Un día se puso el único vestido que tenía, se soltó el pelo, se pintó los labios de rojo y se fue del barrio con sus zapatos chuecos y una cartera vieja. Se fue con la idea de volver y comprar comida. Dicen que esa madrugada contó la plata que había hecho, desayunó como nunca en un boliche y se fue a dormir a una pensión. En la tarde se compró una tanga y un corpiño colorado, medias negras y un perfume. Esa noche redobló la guita. Después de desayunar recorrió vidrieras, se compró zapatos y un vestido nuevo, tiró la cartera vieja y se colgó al hombro una flamante cartera de charol. Y no volvió más. ¡Qué querés! Desde entonces el hombre está solo con los hijos, a veces hace alguna changa con la pandilla, pero como hay poco laburo les compró a los morenos del pasaje un carro con un matungo que todavía tira,  de madrugada sale y más o menos se revuelve. Y bueno, como estaba contando, esa tarde cuando volvió de la comisaría, empezó a dar las vueltas para enterrar al Juan. La mujer que ayuda al cura en la iglesia donde dan de comer, le dio una mano bárbara. Consiguió que la Intendencia se hiciera cargo de los dos entierros. Lo acompañaron al cementerio y cuando se despidieron el cura le dejó dobladito en la mano un billete de quinientos pesos. Para el hombre era una fortuna.  Alguno le reprochó al cura la donación. Que mire, darle plata para que se la gaste en vino. ¡Nunca falta un real pa´ yerba, ya se sabe! Pero cuando llegó del cementerio, el Arnoldo fue a la carnicería y compró un asado con chorizos, del almacén llevó leche, azúcar, fideos, arroz, querosén, un pedazo grande de dulce de membrillo y pan. Una fiesta se hicieron los botijas. Hasta caramelos les llevó. Y él se compró un litro de vino, sí. ¿Y qué? ¿Usted el asado no lo acompaña con vino?  Eso le contestó el cura al que le reprochó su buena acción. ¡Un pingazo el cura! Al final el entierro terminó en una fiesta porque en mi barrio, cuando hay una oportunidad de festejo, no se puede dejar pasar, y tener comida en la mesa es más que motivo. Cuando se festeja comiendo la alegría llena la casa y echa a la muerte a la calle. Y la muerte se va sin resentimiento en busca de otra vereda, de otra esquina donde quedar a la espera. Ella no tiene apuro, no tiene otra cosa que hacer, ¡te puede esperar una vida! Pero eso sí, mientras tanto, por si las moscas:
¡la muerte anda siempre jodiendo por mi barrio!

Ada Vega - edición 1998 -  http://adavega1936.blogspot.com/

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Las sandalias rojas de Simone



     Cuando era niña me gustaba vestirme con la ropa de  mamá. Principalmente calzarme los zapatos de tacos altos. Pero mamá, que llevaba luto por mi padre, no me dejaba poner sus vestidos pues toda su ropa era negra y no quería verme vestida de ese color. Recuerdo que  para salir usaba un sombrero con caída de gasa hacia la espalda y un velo que le cubría la cara. Al año y medio de su luto cerrado le quitó la caída, después el velo y luego dejó de usar sombrero. Eran los años de la segunda Guerra Mundial y las mujeres se había liberado de algunas prácticas  tradicionales.
 Un verano mi hermana, que ya estaba casada, le trajo de regalo un corte de tela blanca para que empezara su medio luto. Y mamá se hizo una blusa tipo camisa con la manga al codo para usar en casa pues, según dijo, no iba a salir a la calle vestida con tanto blanco.  Olvidada de los colores en su ropa no pudo aunque lo intentó, abandonar del todo su vestimenta negra que siguió usando hasta el final de sus días.
Más de una vez me he detenido a pensar por qué mi madre me dejaba usar sus zapatos que no sólo me quedaban grandes, sino que podía en cualquier momento quebrarles un taco. Recién lo supe, muchos años después, cuando vi a mi hija recorrer la casa arrastrando mis vestidos y subida en mis propios zapatos de tacos altos.
Los zapatos de mamá eran cerrados, de punta fina y tenían una pequeña plataforma. A mí me encantaban. Caminaba haciendo sonar los tacos sobre las baldosas de toda la casa. Como no me permitía usar su ropa, ante mi insistencia,  en una oportunidad me hizo con una cortina floreada una falda que me llegaba al suelo y de un mantel que ya no usábamos, cortó un triángulo  de donde salió un chal con flecos y todo. Nunca volví a sentirme tan elegante y orgullosa de mi prestancia como en aquellos días.
Mamá era la modista del barrio, pero con eso de que una clienta trae otra, una vecina le dio la dirección de una señora que vivía en el Centro para que fuese a su casa a confeccionarle la ropa.  De modo que comenzó a ir una vez por semana  a la casa de una familia de apellido Barragué. Esa señora fue quien la recomendó a Simone, una francesa que vivía en un apartamento del décimo piso de un edificio de la Ciudad Vieja. 
Un día mi madre me contó que desde los balcones  de aquel departamento los automóviles se veían  así de chiquitos, también se veía el Cerro de Montevideo, en cada piso vivía una familia y había que subir por un ascensor.
Nosotros vivíamos en La Teja y el edificio más alto que yo llevaba visto en mi corta existencia, era una casa con altillo.
Por aquellos años las casas de mi barrio eran todas bajas, con jardín al frente, y fondo con gallinero y parral. Así que un día, con la lógica curiosidad de saber cómo vivían diez  familias una  encima de otra, salí de mi casa de la mano de mi madre hacia el apartamento de la francesa.
No bien llegamos al edificio mi madre se dirigió hacia una puerta, la abrió y entramos las dos a una pieza chiquita y cuadrada como una caja, donde apenas cabíamos las dos.
 —Este es el ascensor —dijo.
Mientras subíamos en el ruidoso artefacto creí que el corazón se me saldría por la boca. De repente se trancaba y parecía que se iba a quedar, pero daba  un respingo y seguía como haciendo un esfuerzo. No me gustó.
Cuando llamamos en el departamento nos abrió la puerta una mujer todavía joven que  vestía un quimono y llevaba el cabello oscuro partido al medio, recogido en rodetes uno a cada lado de la cabeza.  De baja estatura, regular belleza y piel muy blanca.
El apartamento estaba abarrotado de alfombras, cortinados, muebles y  adornos; se oía  una música que saldría de alguna parte  y mientras un perfume dulzón  me impregnaba la nariz, pasamos a su dormitorio.
En el medio de la habitación atestada de mesitas cargadas de bibelots,  portarretratos,  y almohadones diseminados sobre las alfombras, había una cama de reina. Enorme. Con acolchado capitoneado y almohadones de pluma, todo  en raso blanco. La francesa abrió el ropero —un ropero con seis puertas de espejos biselados—  y comenzó a sacar vestidos que fue dejando sobre la cama.
 A un costado de la habitación, recostado a la pared, había un aparato parecido a una radio gigante. Emitía sonidos extraños y en una pantalla como de cine,  en blanco y negro, se podía ver un tremendo rayerío. Después supe que era una televisión. Pero tendrían que pasar muchos años para que dicho aparato se hiciera conocido en Uruguay  y, mediante antenas, pudiésemos ver algo en él. De manera que me acerqué al balcón para ver si los automóviles, desde aquella altura, se veían chiquitos así. Entonces la francesa, para probarse los vestidos, se quitó el quimono quedando completamente desnuda.
Yo no podía creer lo que estaba viendo. Miré a mi madre para ver si se escandalizaba, pero le oí preguntar, sin inmutarse, si los botones los quería al tono o los prefería dorados. Mi madre era una mujer muy ubicada y prudente. Yo tendría que haber aprendido de ella.
Me senté en la cama de reina entre los vestidos y los almohadones de raso mientras Simone, seis veces repetida en los espejos, permanecía de pie “desnuda como el tallo de una rosa”. Fue entonces que mis ojos se detuvieron en sus pies, y no tuve ojos para nada más. Ya no me importaron los autos que se veían chiquitos así, el haber visto un aparato de televisión mucho antes del 50, ni la blanca desnudez por seis de la francesa; sólo tuve ojos para aquellas sandalias rojas que calzaban los pequeños pies de Simone, que realmente me habían deslumbrado.
Eran unas sandalias de tiras cruzadas, de tacos altísimos y de un color rojo, tan rojo y tan hermoso,  que me dejaron sin respiración. Me moría por ponérmelas. Mientras tanto Simone,  para estar más cómoda, se la quitó y las dejó a mis pies. Yo las quería tocar y no sabía cómo hacer. Ensimismada en ellas creo que comencé a descalzarme, entonces mi madre (ojos largos) que adivinó mis intenciones,  me tomó de una mano y me dijo:
 —Vení, sentate acá. —y me sentó a su lado en un sofá.
Esa tarde la francesa apartó un par de vestidos  que —según dijo— no usaba y se los dio a  mamá para que aprovechara la tela y me hiciera algo a mí. Mi madre se lo agradeció, pero yo me fui muy enojada porque en lugar de regalarme dos vestidos  pudo haberme regalado las sandalias, con las que soñé mientras fui niña. Recuerdo que solía decirle a mi madre que cuando fuese grande y trabajara me compraría unas sandalias rojas como aquellas.
No sucedió así. En los años que siguieron  y mientras fui estudiante no tuve oportunidad de usar sandalias y luego, cuando comencé a trabajar y pude al fin comprarlas, tal vez no estarían de moda o quizá habré tenido otras prioridades. Y a pesar de que las sandalias rojas tuvieron en mi corazón un privilegiado lugar, nunca llegué a tenerlas en mis pies.
Sin embargo la vida que nunca termina de sorprenderme, me ha demostrado hoy que la moda —al igual que la historia— siempre se repite.
He visto las sandalias rojas de Simone rematando las piernas de una joven modelo en una iluminada propaganda callejera. Y he sonreído al recordar aquel departamento de la Ciudad Vieja. En mi larga existencia he visto automóviles desde edificios mucho más altos que aquel que un día asombrara mi infancia. Las mujeres desnudas aparece en la pantalla de mi televisor —que veo y oigo con nitidez— como el pan nuestro de cada día. Los niños saben como vienen al mundo pues ven los nacimientos  desde las mágicas pantallas, igual que los adolescentes que mientras meriendan o cenan aprenden a hacer el amor antes de terminar la primaria.
Todo en estos tiempos gira y pasa vertiginosamente y mientras superando el Internet las armas nucleares amenazan con el exterminio total, descubrimos que ante el advenimiento del clon ya no necesitamos al Creador.
Sin embargo las niñas aún conservan su encantadora ternura y siguen soñando mientras juegan, disfrazándose con los vestidos de sus madres y taconeando sus zapatos de tacos  altos, porque antes de que este mundo de hombres que habitamos, pierda del todo la cordura, la llama de la esperanza no debe apagarse. Y alguien tiene que llevar la antorcha.

Ada Vega,  edición 2001 -  
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