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sábado, 22 de agosto de 2020

PASIONAL

 











La casa de Parque del Plata  la alquilamos, el primer año de casados,  para pasar las vacaciones de verano. Era una casa de bajos, sobre la rambla, frente al arroyo Solís a cuatro cuadras de su desembocadura. Una linda casa, cómoda, de fondo con parrillero bajo los árboles. Durante dos o tres años pasamos allí,  con mi esposa Sonia, el mes de mi licencia anual. Después, cuando nacieron mis hijos Álvaro y Noelia, decidimos, en lugar de alquilar por un mes, hacerlo por los tres meses de verano para que los chicos disfrutaran por más tiempo de la playa y del sol. Ya había comprado el auto y viajaba todos los días hasta mi trabajo. En aquella época estaba empleado en los escritorios que unos  estancieros, concesionarios de lana, tenían  en Agraciada y Buschental.
Un día decidimos, con Sonia, alquilar la casa por todo el año. Hablamos con los dueños y comenzamos a pasar allá largas temporadas. Habíamos terminado de pagar la casa de Williman, los chicos estudiaban y llevábamos una vida feliz. Y creí que eso era todo.
¡Qué equivocado estaba! Eso fue sólo el principio.
 Recuerdo que  acababa de cumplir los cuarenta y dos años cuando en  la oficina decidieron tomar tres empleados más para agilizar un poco el papeleo, dijeron. Pusieron un aviso en el diario y se presentaron más de treinta jóvenes de ambos sexos. Seleccionaron  a tres de ellos: Aníbal, Elena y  Noel. Noel quedó en mi sector. Tenía dieciocho años y la belleza y el desparpajo de la propia juventud.  Su entrada a la oficina me inquietó. Traté, por lo tanto, de  enfrascarme en mi trabajo e ignorar su presencia. Fue inútil.
 Durante todo el tiempo que pude intenté negar el sentimiento que crecía y me ahogaba cada día más. Me lo negué a mí y lo oculté a los demás.
Noel revoloteaba todo el día  alrededor mío. Preguntaba mil cosas del trabajo que decía no entender. Me hablaba de su casa, de sus plantas. De su mamá. De la película que había visto el sábado y de la comida que comió el domingo.
 Su hostigamiento no conocía la piedad.

Yo no quería que me contara nada.  No quería que me hablara. Que me mirara, entrecerrando los ojos, mientras tamborileaba con los dedos  sobre su escritorio. Que  bebiera coca por el pico de la botella con sus ojos fijos en mí.  No quería. Que pasara la punta de la lengua sobre sus labios o jugara con la lapicera en la boca, haciéndola rodar sobre sus dientes. Que siguiera mirándome.  No quería. Que me sostuviera la mirada desafiante. Juro que no quería. Me resistí. Juro que me resistí.

Yo era feliz  en mi casa, con mi mujer, con mis hijos. Con mi perro.
 Empecé a ponerme irascible, nervioso. Discutía con Sonia por cualquier tontería, culpándola siempre a ella de nuestras continuas disputas. A no soportar a mis propios hijos a quienes amaba. No poder, por las noches, conciliar el sueño. Esperar que amaneciera el nuevo día para escapar de la cama y de la casa que me asfixiaban. Salir como un poseído, a caminar por la playa.  Caminar, caminar, aturdirme...caminar...
 Muchas veces íbamos solos para Parque del Plata. Mis hijos ya estaban grandes, tenían sus compromisos, sus amigos, y preferían quedarse en Montevideo. Yo me quería ir de cualquier manera. Necesitaba pasar todo el tiempo posible  junto al mar que siempre ha calmado mis nervios. Alejarme de aquel círculo agónico que cada día se cernía más sobre mi conciencia. Sonia, ajena, inocente, me acompañaba feliz. Iba conmigo adonde yo fuera. Ella fue siempre incondicional mía. Me amaba.
Una tarde Noel me preguntó si cuando saliéramos podía ir conmigo hasta Las Toscas, pues iba  a la casa de una amiga a pasar el fin de semana. Traté de inventar una excusa creíble y oí su voz que me urgía: ¿me llevás? Desconocí mi propia voz cuando le contesté: sí, te llevo. Subió conmigo en el auto. Llevaba su cabello largo atado con una gomita sobre la espalda. Un vaquero desflecado, una remera descolorida y una mochila negra enganchada al hombro. Parecía más joven de lo que era en realidad. Tomé la ruta sin hablar una palabra. Noel tampoco hablaba. De todos modos, no necesitaba mirar su rostro para imaginar la expresión de triunfo que reflejaba. La tardecita estaba fresca, pero no como para que se acercara tanto a mí. Casi me impedía manejar. Miré sus manos de uñas recortadas, casi rentes, jugar con los botones de la radio.
 Antes de llegar a Salinas dijo que tenía frío y se apretó a mí con impudicia. Había oscurecido. Entré por una de las calles deshabitadas del balneario y detuve el auto. Noel se soltó el pelo. Su boca se entreabrió en una sonrisa de dientes blancos. Perfectos.
Su boca hambrienta.
Lo que sucedió después fue un vértigo alucinante que nubló mis sentidos, mi razón. Borró de un soplo la vida pasada y dejó ante mí un abismo  como única opción. En el que caí. Vencido. Sin oponer resistencia. Que en un lapso  que  no puedo en este momento discernir,  me llevó a entregar la casa de Parque del Plata y alquilar en el Centro un apartamento para Noel. Pasé, desde entonces, a llevar una doble vida. Comencé a faltar noches enteras  de mi casa, algo que nunca había hecho antes. Inventé salidas al interior  por asuntos de trabajo. Horas extras, balances urgentes. El asunto era escapar, del que por años había sido mi hogar, para pasar unas horas en compañía de  Noel.
Mi mujer, que creía en  mí a  pie juntillas, jamás dudó con respecto a las distintas artimañas que yo fraguaba ante mis continuas deserciones. No obstante, estaban mis hijos. Ellos comenzaron a dudar. Anduvieron averiguando. Una tarde fueron a esperarme al trabajo y me siguieron hasta el apartamento. Como  demoraba  en  salir del edificio subieron y tocaron timbre.  Noel abrió la puerta. Llevaba sobre su cuerpo solamente un pequeño short con el botón de la pretina desprendido y los pies descalzos. Detrás estaba yo.  Los muchachos de una sola mirada entendieron todo. Recuerdo que intenté hablar con ellos, pero no  quisieron escucharme. Dieron vuelta y se fueron casi corriendo. Aún puedo ver sus rostros demudados, sus ojos empañados fijos en los míos.
 Aún siento el cimbronazo de su dolor.
 Le contaron todo a la madre. Volví a mi casa, después de varios días, a buscar mi ropa.  Mi mujer estaba destrozada. Fue una situación muy penosa. Yo tenía poco que decir y ella no quiso saber nada. Me fui consciente del dolor que infringía a mi familia. Pero no me importó. Por mucho tiempo no supe de ellos. Después me enteré que Sonia estuvo enferma, que cayó en un pozo depresivo del que le costó mucho reponerse. Hasta que hace unos años se fue del país. Mi hijo, Álvaro, había conseguido trabajo en España y en cuanto pudo alquilar una casa mandó buscar a la madre y a la hermana. Nunca más supe de ellos.
 Reconozco que para muchos es ésta una historia amarga, de la que soy único responsable, pero es la vida que elegí llevar. Tal vez usted  piense que soy un monstruo, un maldito. Sin embargo, no soy una mala persona. Me considero un hombre de bien. El daño que le hice a mi familia no lo pude evitar. Créame. Con Noel viví una maravillosa locura. Fuimos rechazados muchas veces por la gente. Vivimos recluidos. Cambié varias veces de trabajo. Pero nada de eso fue obstáculo que impidiera nuestra dicha. Nos bastaba con estar juntos. Nada más. Así transcurrieron veinte años.
 Una mañana despertó y se abrazó a mí. Voy a morir pronto,  me dijo, pero no quiero que sufras, yo te estaré esperando y volveremos a estar juntos. Al escuchar sus palabras sentí que se me helaba el corazón. ¿Qué dices? ¿Quieres volverme loco?, le grité. Noel  se apartó y comenzó a reír con aquella entrañable risa suya que calmaba mis enojos, mis dudas,  mis miedos. ¡Tonto, me dijo, es una broma! Yo no voy a morir nunca. ¡Jamás te dejaré! Seis meses después moría en el hospital  víctima de un virus, una enfermedad extraña que los médicos desconocían. Tenía treinta y ocho años.
Parecía dormido en la blanca cama del hospital. Tenía su mano entre mis manos, su mano aún tibia, con las uñas recortadas casi rentes.
No lloré, no grité ni maldije. Estaba vacío por dentro. Estaba más muerto que él. Y así sigo. Esperando que la parca venga a buscarme para volver con Noel. Mi Noel. El muchacho desfachatado que entró a mi  vida sin permiso y se quedó para siempre. Por quien no me importó perder a mi mujer,  mis hijos, mis amigos, mi trabajo. Por quien me vi obligado a  comenzar una nueva vida.
Afrontando  a  la gente. A mis prejuicios. Enfrentando a Dios.

Ada Vega, edición 2004 - 

jueves, 20 de agosto de 2020

La intrusa

 





Nos conocimos un verano de sol y arena. Éramos muy jóvenes y jugamos a amarnos. En el juego el Amor nos desbordó. Fue tan grande y tan pleno que no supimos qué hacer con él y se quedó confundiéndonos. Entendimos entonces que ya nunca otro, que eran sin final su rostro y mis manos. Su piel y mi piel.
Nos casamos casi niños en un juzgado de barrio. El juez, con la bandera de la patria atravesada en el pecho y los lentes apenas apoyados en su nariz, nos miraba muy serio sin entender nuestra risa, nuestra radiante felicidad, nuestro irresponsable amor. Rodeados de familiares y amigos juramos que sí. Recibimos besos, estrechamos manos, lanzamos al aire el blanco ramo de flores y huimos juntos bajo la nube de arroz que nos auguraba felicidad. 

En los primeros años de casados vivíamos en un hotel céntrico cerca de nuestros empleos. Yo trabajaba en una tienda en la Avenida 18 de Julio. Y él en una sastrería de la calle San José. Nos íbamos juntos por la mañana, casi corriendo. Él tironeándome de la mano, yo medio dormida siempre más atrás. Volaba la mañana y  apenas sonaba el timbre que anunciaba el final de la media jornada, salíamos apresurados para encontrarnos en un bar de la calle Convención. Almorzábamos mirándonos a los ojos, tocándonos a cada instante para comprobar que estábamos. Que éramos de verdad el uno del otro. Era una fiesta esperarlo a las siete de la tarde, cuando pasaba a buscarme. Nos íbamos abrazados por aquellas veredas angostas, llenas a esa hora de empleados de todos los comercios del Centro de aquel perdido, inocente Montevideo. Llegábamos a nuestra pequeña pieza del hotel donde hacíamos el amor descubriéndonos cada día. Afirmando aquel amor con la absoluta seguridad de que jamás, nada ni nadie lograría separarnos. Soñando después con la casa que algún día tendríamos y con los hijos que vendrían. Dos años nos llevó la espera. Un día alquilamos un departamento en Andes y Colonia. Fuimos construyendo nuestro hogar paso a paso.
Despreocupados y felices.

No sé bien qué pasó entonces. Tal vez lo nuestro era demasiado hermoso, demasiado perfecto. Los dioses nos envidiaron y apareció la intrusa. Surgió de la nada. De las sombras. Calladamente. Fijó en mi hombre sus ojos seductores y abriendo una brecha entre los dos, trató en vano de minar mi amor. Lo conquistó con astucia y comenzó a llevárselo lentamente.
Siempre supe que él no quería irse y dejarme sola. Que intentó resistirse. Pero ella es muy hábil. Desplegó ante él todo el poderío de su atracción. Lo envolvió quebrando su resistencia. Doblegándolo. Adueñándose de su vida que era mía. Cuando reconocí su existencia ya estaba instalada entre los dos. Intenté sacarla de mi terreno enfrentándola en una lucha desigual. Ella se ocultaba, no se dejaba ver. Siempre supo que triunfaría, que podía más. Yo no lo sabía y en una jugada desesperada puse sobre la mesa todo lo que tenía para alejarla. Para que lo olvidara. Le ofrecí mi vida a cambio. Mi presente, mi futuro. Pero no alcanzó. Más de una vez me dio esperanzas y me engañó. No me dio chance. Me cerró los caminos. Lo fui perdiendo sin saber, casi sin darme cuenta. Tampoco él se dio cuenta de que estaba dejándome, hasta el día que se fue para no volver. Me miró desde lo más profundo de sus ojos cansados y tristes. Intentó hablarme, despedirse, y no pudo. Ella ya estaba allí. Esperando.
Impotente lo vi partir. Me quedé con los brazos extendidos queriendo retenerlo. Se quebró en mi garganta su nombre mil veces repetido. Quise partir también mas, no era mi momento. Desafiante  la intrusa me hizo a un lado, condenándome a vivir sin él. Perdimos el futuro y nuestros hijos dibujados en el viento.
Caía la tarde cuando lo acompañé por el camino de los altos pinos. Junto a su nombre, dejé una flor.


Ada Vega, edición 1996 -

martes, 18 de agosto de 2020

Si vuelvo alguna vez

 



    Cuando tuve el primer síntoma no dije nada en casa. Esperé la evolución. Necesitaba estar segura para saber después a qué atenerme. No pensaba, en aquel momento, considerar con los míos un suceso que solo a mí me afectaba. No fue por temor o egoísmo. Creo que fue simplemente para preservar mi intimidad de alusiones compasivas, aunque estas fuesen vertidas por familiares muy queridos. Creía que encontrarme padeciendo un trastorno en mi salud, no era mérito para involucrarlos en una conversación que los alarmaría. Pues comentar el caso no traería alivio para mí y sí, preocupación o angustia para ellos. Además, para qué. Estaban tan acostumbrados a saberme sana que lo más probable sería que no le otorgaran, a mi enfermedad, la importancia que debían. Podrían pensar, tal vez, que mi malestar era causado por una gripe que, al fin, me daba por primera vez. Mi familia con respecto a mi persona fue siempre algo apática. No por falta de cariño, sino por haberse creído la fábula de que era yo una supermamá. Claro que la culpa de que pensaran así, fue mía. Aparte de haber sido muy sana nunca me quejé de dolores que sí, los tuve; ni hice cama por fiebres, ni gripes, ni reumas, ni ataques al hígado. La familia fue siempre mi prioridad: mi esposo que trabajaba mucho y mis hijos que crecían, estudiaban y comenzaban a irse de casa. Mi quehacer con ellos fue full time. Siempre estuve a la orden. Ahora que todo pasó, me doy cuenta de que no hice nada de provecho con mi vida. Ni maestra fui, que era la carrera mejor vista que hacían las jóvenes, en aquellos años. Solo mi madre reparó que mi destino se encaminaba por su mismo rumbo. Por lo tanto, trató de evitarlo y para ello, solía ponerme de ejemplo a su amiga Elena. Fui a ver al médico y le expliqué lo que me sucedía, con la casi seguridad de conocer el dictamen. Él me miró, me escuchó con mucha atención y después de examinarme y hacerme algunas preguntas me dio pase para el oncólogo. Conseguí número para la semana entrante y fui a verlo. Era un médico muy mayor, de pocas palabras. Pronunció las necesarias al entregarme una orden para una serie de estudios con fecha urgente. Cuando tendió su mano para despedirse dijo.
—Véame en cuanto los estudios estén prontos. La primera en irse de casa fue Laurita. Había terminado la Licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades, y quería ser escritora. De manera que con ese propósito se fue a vivir con su novio a un departamento del Centro. Desde pequeña Laurita supo que se dedicaría a las letras. Tenía en su haber todos los condimentos necesarios para lograrlo. Era una joven alegre, curiosa y apasionada. Mentía con la habilidad del más encumbrado escritor. Y lo hacía con tanta naturalidad que hasta ella misma creía sus propios embustes. No podía fracasar. Mamá y su amiga Elena crecieron en un barrio de las afueras de la ciudad. Fueron amigas desde niñas, hicieron juntas la escuela y el liceo. Mi madre se enamoró antes de terminar la secundaria. Cuando apenas cumplidos los veinte años contrajo matrimonio, Elena ya estaba en la Facultad de Medicina. Años después, ante de volar a Europa en el viaje de egresados, fue a despedirse de mamá que ya tenía tres hijos, dos gatos y un perro. Los estudios que mandó hacer el oncólogo confirmaron mi vaticinio. Me explicó que en lo inmediato iba a solicitar una consulta con un patólogo, para obtener un diagnóstico definitivo sobre el pronóstico y la selección del tratamiento. Por lo tanto, me realizaron una biopsia para que el facultativo estudiara el tejido y las células en su microscopio. Después se fue Analía. Analía era la mayor de los tres. Trabajaba como analista de sistema en una financiera. Fue, de mis hijos, la más aplicada. La más responsable. Se casó con un compañero de trabajo hecho a su medida: trabajador, serio y con un futuro planificado de ante mano con el cual armonizaban los dos. Se compraron primero el auto, después la casa, luego viajaron a Europa y por último tuvieron los hijos. Fue la única que se vistió de novia y se casó por la iglesia en una boda de campanillas. Elena volvió de Europa a los seis meses. La primera visita fue para mamá, le llevó de regalo una blusa de Florencia y perfumes de París. En esos meses se había convertido en una mujer elegante y sofisticada. Aunque comenzó a trabajar, siguió estudiando para especializarse en neurología. Para entonces mamá estaba embarazada de su cuarto hijo y había agregado a sus quehaceres, el cuidado del jardín que mantenía todo el año con flores y el de un jaulón lleno de pájaros que tenía mi padre y que ella sufría: no toleraba ver pájaros enjaulados. El resultado de la biopsia, que envió el médico patólogo, confirmó lo que el oncólogo y yo presumíamos. Antes de dar comienzo al tratamiento, que era un tanto largo y con medicación agresiva, el doctor quiso hablar con algún miembro de mi familia. Yo me opuse. Le dije que por el momento, mientras no fuese necesario, prefería que nadie se enterara de mi enfermedad. Ya habría tiempo más adelante. Jorge demoró más en abandonar la casa. Con el padre llegamos a pensar que nunca nos dejaría. Era ingeniero, oficial de la Marina Mercante, y pasaba la mayor parte del año embarcado. A la vuelta de cada viaje se quedaba con nosotros hasta que volvía a partir. Nos habíamos acostumbrado a su alternada compañía, cuando un buen día conoció a una chica que lo trastornó y antes del año, anunció su casamiento. El matrimonio se llevó a cabo una mañana en el Registro Civil. Concluido el mismo, con amigos y familiares compartimos un almuerzo en un restaurante céntrico. De allí se despidieron y se fueron de luna de miel. Mi madre tuvo cinco hijos, tenía cincuenta y pocos años cuando falleció papá. Lo primero que hizo cuando quedó sola fue abrir la puerta del jaulón y soltar los pájaros. Muchos salieron a volar enloquecidos, otros no se animaron y aún con la puerta abierta prefirieron quedarse al amparo. Algunos alcanzaron los tallos más bajos de los árboles y de a poco, volando de rama en rama fueron calentando las alas hasta que al fin se fueron y no volvimos a verlos. Pero otros muchos, sin experiencia, sucumbieron. No estaban acostumbrados a volar. Intentaron vuelos cortos y quedaron por allí, entre las plantas, sobre el muro, cansados, desorientados. No les dieron las alas. Y pese a los gritos de mi madre y a los ladridos del perro, los gatos los alcanzaron. Pobre mamá, ese dolor la acompañó siempre. Ella entendió demasiado tarde. Y nosotros aprendimos que existen los pájaros jauleros. Y existen los otros. Al principio la medicación era muy suave. Tolerable. El doctor pensaba abarcar todos los tratamientos posibles, antes de ir a la intervención quirúrgica en la que no confiaba demasiado. Pero yo comencé con mareos y pérdida de equilibrio, por lo tanto, decidió no esperar más. Ese mismo día, cuando fui a verlo, también me vio el cirujano. De manera que decidí hablar con mi familia. Reunirlos a todos no fue fácil. Cuando no era uno, era otro, que por distintas causas no podía venir. Al fin, después de idas y venidas, logré reunirlos. De los cinco hijos que tuvo mi madre, dos se radicaron fuera del país. Los otros tres nunca dejamos la ciudad. Murió de casi ochenta años. Los últimos los vivió sola en aquella casa donde de recién casada cultivaba un jardín. Su amiga Elena, la neuróloga, murió el mismo año. Nunca se casó ni tuvo hijos. Consagró la vida a su profesión. Murió unos meses después que mamá. Fueron amigas, hasta el fin de sus días. Mi esposo sabía que estaba enferma, que de algo me estaba tratando. No sabía bien de qué. Nunca le di muchas explicaciones. Mis hijos pusieron un poco en duda la historia de mi mentada enfermedad. Creyeron que el malestar que mencionaba era causado por desajustes propios de la edad. Tienes que cuidarte mamá. Ahora están solos, no trabajes demasiado. Hagan alguna excursión, váyanse de viaje a alguna parte. No tienes mala cara mami, te vemos bien. —El doctor tiene interés, a la brevedad, en hablar con alguno de ustedes —arriesgué durante la conversación. —Voy yo —se apresuró a decir mi esposo. —Analía —recuerdo que dije—, me gustaría que acompañaras a papá. —Sí, claro —me contestó—, mañana y pasado no puedo, ¿puede ser la semana próxima? No entendió que era urgente. Antepuso un par de asuntos suyos a la visita que pedía el doctor. Preferí no insistir. Mi esposo de golpe comprendió todo. Lo hablamos cuando se fueron y nos quedamos solos. Le pedí que me ayudara a pasar el trance. Laurita me atravesó con sus ojos de escritora que ve más allá, que todo lo sabe o lo presume. No necesitó decirme nada. La miré, y fuimos cómplices. Jorge asimiló el golpe lo mejor que pudo. Me miró como miran los varones a las madres, cuando tienen miedo. Mi fingida serenidad dio un respiro a su inquietud. Después, todo pasó tan rápido que aún me parece un sueño terrenal. No llegué a conocer a mis nietos. Si vuelvo alguna vez, me gustaría ser maestra. 

Ada Vega, año edición 2009-

domingo, 16 de agosto de 2020

La sombra de Juanjo

 



  
      El hábito de Juanjo de pelearse con su sombra, había dejado de ser un hábito para convertirse en una manía. Una manía obsesiva. Desde  la primera vez que su cuerpo se proyectó en la pared Juanjo  comenzó a comunicarse con su sombra. De manera que, al cabo del tiempo, solía mantener con ella  animadas pláticas que terminaban casi siempre en  discusiones. Y no por culpa de Juanjo, que  fue siempre un muchacho tranquilo, seguro de sí, a quien no le agradaba entrar en controversias con la gente manifestando su opinión  sobre éste o aquel asunto. Las discusiones las originaba siempre la sombra  que no disimulaba su agresividad y su resentimiento ante el mundo, vengándose en su transitorio dueño por el papel que en esta vida debía desempeñar de andar arrastrándose por calles y paredes. Sin poder huir. Unida irremediablemente a Juanjo, mientras el muchacho anduviese caminando por la vida.
      Según parece  así se habría decidido allá arriba, pues aquí  se comentó que en alguna vida anterior la sombra había sido un ser humano que, por no darle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, había caído en desgracia y el Creador, como castigo, lo mandó de vuelta al mundo a ser una sombra de lo que ayer fue.
      Cumplir esta sentencia de Dios hacía que a la sombra la llevara el diablo,  poniéndola de muy mal humor, y que Juanjo cada día la soportara menos. Por lo tanto comenzaban la jornada discutiendo para luego irse a las manos  y terminar revolcándose por el suelo a trompada limpia.
      En esos combates pugilísticos el que perdía siempre era Juanjo. Y no por puntos  precisamente. La sombra era una luchadora inteligente, de gran movilidad. Bailaba con los pies de Juanjo deslizándose hacia un costado y hacia el otro, haciendo fintas, corriéndose hacia atrás; superando dos y tres veces la altura de su  adversario o desapareciendo por completo bajo sus pies.
      Juanjo, tratando de alcanzarla con un gancho de Cross, se deshacía los nudillos contra la pared mientras la sombra se estiraba adelantándose, para esperarlo recostada en la vereda como sobrándolo. Mientras se desarrollaba la lucha  se insultaban con palabras de grueso calibre, imposibles de reproducir. Eran peleas desparejas: Juanjo era peso Welter y la sombra menos que Mosca.
        Las noches para Juanjo eran un verdadero suplicio. Su sombra se metía en todo lo que no le importaba vertiendo a su oído opiniones que nadie le pedía. Discutiendo  de imprudente las decisiones que él tomaba.  Y claro: ¡lo sacaba de quicio!
       Un día Juanjo llegó a la conclusión de que debía deshacerse de su sombra.  Sólo mediaba un recurso: asesinarla. Y lo decidió con gran firmeza y resignación. Borraría para siempre su vida noctámbula. Complicado. Pero no imposible. Comenzó por ir a Los Yuyos de tardecita, y cuando el boliche comenzaba a encender las luces se iba  para su casa cantando bajo. Prolijo. Cenaba temprano con los viejos se acostaba y escuchaba la radio a oscuras. La sombra permanecía quietecita bajo la cama. Pasó así un invierno y una primavera. A mediados de ese verano estaba un mediodía tomando sol  en la playa, cuando la sombra se estiró sobre la arena bajo un sol a plomo y con voz estrangulada le dijo: Juan, tenemos que hablar. Él no le contestó y ella le suplicó: Juanjo, este sol me está matando ¡hablemos por favor! Él le dio cita para esa noche y la sombra desapareció debajo de la sombrilla.
     Esa noche hicieron las paces. Ella le dijo que no podía seguir enterrada bajo su cama, pues la habían mandado a este mundo para ser sombras nada más y no podía seguir oculta, pues corría el riesgo de ser sancionada y enviada a quién sabe dónde a cumplir su penitencia. Quedaron en que no se dirigirían la palabra y que ella se comportaría como todas las sombras: sin voz ni voto  y sin inmiscuirse en su vida. Puestos de acuerdo cerraron el trato y por un tiempo marchó todo como una seda.
      De todos modos, como todo lo que comienza termina en esta vida,  llegó el día en que Juanjo se enamoró. Conoció a una chica que le voló la cabeza. Se veían todas las tardecitas. En una ocasión la noche los sorprendió abrazados en la vereda. La sombra de la joven quedó encima de la sombra de Juanjo. ¡Se armó un lío! Y él no tuvo más remedio que intervenir. La joven se asustó, quedó pensando que Juanjo era un brujo,  poco menos que el mismo diablo. No quiso verlo nunca más. Mientras la sombra, arrodillada, le pedía perdón y le juraba que nunca más. Y  mi amigo le volvió a creer y otra vez hicieron las paces.  Juanjo volvió por las noche al boliche y ella andaba enloquecida haciendo todo lo que  él hacía. Tomando copas, jugando al  billar, y hasta yendo con él a bailar. A la sombra le fascinaba la noche.
      No pelearon nunca más. Ni discutieron. Juanjo tiró la esponja. Empezó por tolerarla, por acostumbrarse a ella y pasó el resto de su vida arrastrando su sombra por el mundo, como una culpa. Y a pesar de que un día se casó y tuvo hijos, nadie se enteró jamás de las pláticas entre ellos dos.  Terminaron siendo amigos. Juanjo le contaba sus sueños, sus dudas, sus fracasos y ella con la experiencia de otras vidas lo aconsejaba bien.  Hoy  Juanjo se fue. Lo llamaron de allá arriba.  Y ante su   partida irremediable quiero agregar a esta historia que al final, y pese a todo,  Juanjo fue un tipo feliz.
        Mientras tanto yo estoy aquí, acompañándolo por última vez. Bajo los cirios encendidos me alargo sobre el piso y me detengo en la pared.
      Con él para mí, también terminó  otra vida.

Ada Vega , edición 2004