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viernes, 28 de agosto de 2020

Amado Nervo



                       AMADO NERVO en Montevideo - Uruguay

         27 de agosto 1870, México - 24 de mayo de 1919, Montevideo



"Cuando Amado Nervo conoció al Uruguay y Uruguay conoció a Amado Nervo, ya habían acontecido en la vida del poeta, los dos mayores sucesos de su vida. El hallazgo de su amada y la partida definitiva de su gran amor.

En diciembre de 1918, luego de acreditarse en Buenos Aires, viajó a Montevideo y presentó aquí credenciales al entonces Presidente doctor Feliciano Viera, acreditándose como representante diplomático de México, con el rango de Ministro Plenipotenciario.

Por entonces nuestra ciudad tenía una vida intelectual activísima, y la llegada de una figura de renombre mundial, joven aún (tenía 48 años), agradable con dones de caballero sin excesos, centro de toda reunión, poseedor de una cultura excepcional, que atraía y mucho a las mujeres y todo eso en las vísperas del Congreso Americano del Niño, se le comprometió para una conferencia que se esperaba con ansiedad y cuyo producto tenía un destino benéfico.

Lamentablemente, nunca disfrutaría Montevideo de ese privilegio. Amado Nervo tomó un departamento en el lujoso Parque Hotel, inaugurado diez años antes. Se alojaba también en el Hotel, el Secretario de la Legación, Dr, Enrique F. Freysman. No había reunión importante donde Nervo no estuviese presente. En el campo literario, Montevideo vivía, merced a Amado Nervo, una temporada inolvidable en todo el verano de 1919

El pleno reinado del romanticismo, las mujeres no contenían las lágrimas cuando el eximio poeta recitaba:

“La cita”.

¿Has escuchado?

Tocan la puerta…

La fiebre te hace

Desvariar.

—Estoy citado

con una muerta,

y un día de estos ha de llamar…

Llevarme pronto me ha prometido;

A su promesa no he de faltar…

Tocan la puerta. ¿Qué? ¿No has oído?

—La fiebre te hace desvariar…

………………………

O aquella “Gratia Plena”:

Todo en ella encantaba, todo en ella atraía:

Su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar…

El ingenio de Francia de su boca fluía.

Era “llena de gracia” como el Avemaría:

¡Quién la vio no la pudo ya jamás olvidar!

………

……...

¡Cuánto, cuánto la quise! Por diez años fue mía;

Pero flores tan bellas nunca pueden durar!

Era llena de gracia como el Avemaría,

Y a la Fuente de gracia de donde procedía,

Se volvió…como gota de agua vuelve a la mar!

……………………………………….

O aquel grito de angustia, remordimiento y rebeldía del poema:

”Por miedo”.

La dejé marchar sola

…y sin embargo, tenía

Para evitar mi agonía,

La piedad de una pistola.

Tuve miedo, es la verdad;

Miedo sí, de ya no verla,

Miedo inmenso de perderla

Por toda una eternidad.

Y preferí no vivir,

Que no es vida la presente,

Sino acabar lentamente,

Lentamente de morir…



Mayo de 1919, en Montevideo se celebraba el Congreso Panamericano del Niño y Nervo era el delegado de su patria. Para el martes 20, estaba programada una conferencia del poeta con fines benéficos. Sin duda, el acto iba a constituir un acontecimiento cultural. Nervo estaba enfermo. Y hubo de postergarse la conferencia, que ya no se realizaría más. Su par, Rubén Darío, había muerto tres años atrás. La bien amada, Ana Cecilia aquella que le hizo exclamar: “La trenza que le corté y que celoso guardé…” reposaba desde el 8 de enero de 1912, en el cementerio madrileño, cerca del Guadarrama. En sus confidencias Nervo lo ha dicho, sufría el remordimiento de lo que él llamaba su cobardía. Por el largo período que fue desde el último día de agosto de 1902 en que la conoció hasta su muerte más de diez años después, casi nadie supo de aquellos amores; vivieron una intimidad en secreto. Nunca la sacó de la sombra. Fue solo de él. Pero la conciencia le reprochaba no haber tenido la decisión de colocarla en su plano social. Cuando dijo su secreto, fue gritándolo. Con desgarramiento. Y el eco fue un trueno y el perdón de ella vino en la inmortalidad de su confesión pública. Ese libro se llamó “La Amada Inmóvil”.

Y cada mañana los diarios informaban con pesimismo. Todos intuían que aquel hombre extraordinario, gloria de la poesía junto con Darío, en la Américas y en España, declinaba inexorablemente.

El secretario de la Legación no dejaba ni un momento solo al enfermo. Desde Buenos Aires había llegado un sobrino de Nervo. Cuenta el biógrafo del poeta, su compatriota Hernán Rosales, que cuando se acercaba inexorable la hora definitiva, un destacado artista uruguayo, muy católico, le propuso al enfermo la presencia de un sacerdote.

Nervo aceptaba siempre que no hubiera confesión. Insistió el uruguayo amigo y el secretario, ateo convencido, le solicitó que cesara en sus intentos. Cuando el Dr. Freysman se alejó buscando un medicamento que no se podía hallar, nuestro compatriota vino con un jesuita.

Nervo aceptó una imagen de la Virgen de Guadalupe. La mantuvo entre sus manos y en ese momento retornó el secretario de la Legación y exigió la terminación de la visita. El poeta pidió ver el mar, abrieron una ventana y desde el 2º piso del Parque Hotel contempló brevemente el río. Corría una brisa fría, de modo que comenzaron a cerrar la ventana. Eran las 9 y media de la mañana del sábado 24 de mayo de 1919. Amado Nervo había muerto.


Al conocerse el deceso del poeta, el Parlamento celebró una sesión urgente. Esa misma tarde, la Asamblea General, por unanimidad, aprobó un proyecto de ley disponiendo que las exequias se llevaran a cabo en la puerta de la Universidad, que los honores a tributarse fuesen los de Ministro de Estado, que se le llevara provisoriamente al Panteón Nacional y que en una nave de guerra se le trasportase a México. El presidente de la Asamblea era el Dr. César Miranda literariamente “Pablo de Grecia” poeta destacado, firmaba como Prosecretario el Dr, Raúl Jude. Y ese mismo día a las 8 de la noche, el Poder Ejecutivo con la firmas del Presidente de la República, Dr. Baltasar Brum y los Ministros, Dr. Daniel Muñoz y Gral. Guillermo Ruprechet, promulgaba la ley.

Toda la tarde y una noche, se veló el cadáver en las puertas de la Universidad, con las puertas de la Universidad orladas de negros crespones. Las banderas de Uruguay y de México, desde el piso alto, llegaban hasta el suelo de la vereda. El féretro totalmente cubierto de flores. Y los aspirantes navales, rindieron permanente guardia de honor.

En una cureña, el ataúd fue conducido al Cementerio Central. Y antes de depositarlo en el Panteón Nacional, hablaron don Juan Zorrilla de San Martín, el Ministro brasileño Dr. Cyro de Acevedo y por el Poder Ejecutivo el Dr. Daniel Muñoz. Terminada la ceremonia fúnebre, se comenzaron los planes para dar cumplimiento a la ley que mandaba llevar a su patria los restos del poeta.

Nuestro gran escultor propuso construir un gran ataúd de mármol nacional, el que tendría encima, en bronce, el rostro del poeta. La concepción era enorme, y de hecho aquello iba a ser ataúd y mausoleo. Aceptada la idea, se destinaron materiales y marmolistas del Palacio Legislativo, entonces en construcción, y bajo la dirección de Zorrilla, en jornadas multiplicadas, se finalizó obra tan inusual.

Entre tanto, por canales diplomáticos, se elaboró un plan a nivel continental. Y así fue como, llegado el momento de la zarpada, el crucero “Uruguay” recibió a bordo aquel féretro marmóreo de tonelada de peso, que fue embarcado con honores militares. Comenzó a navegar nuestro crucero, llevando a bordo a toda la Escuela Naval. Le prestaba escolta con la misma Escuela argentina, un crucero del país hermano. Al llegar a Río, el “Barroco”, con futuros marinos brasileños, se sumó al convoy. Ya frente a Cuba, el crucero “Patria”, con los cadetes navales cubanos, se unió a aquella quizá nunca vista escuadra naval. Y frente a las costas venezolanas, un barco de guerra de ese país, con la Escuela naval a bordo, siguió la estela de las otras naves.

En un reportaje que realizamos en 1941 al entonces Jefe de la Misión Diplomática Mexicana en nuestro país. Dr. Del Río, nos decía que “México nunca podría olvidar la apoteosis montevideana junto a los despojos del poeta Amado Nervo, y la grandiosidad de una travesía marítima sin antecedentes en el mundo, llevando en un buque de guerra uruguayo, que escoltaban naves de las Armadas de cinco naciones americanas, un gigantesco féretro de mármol con los restos de uno de los mayores poetas nacidos en tierras de habla española”.

De lo que fue aquello tan singular y memorable, los sucesivos encuentros con otros muchachos de las Armadas de Países sudamericanos, la llegada al puerto de Veracruz, en México, el viaje de las cinco Escuelas Navales, por tierra, rumbo a la capital, en convoyes ferroviarios que, en plena revolución de Zapata, tuvieron que ser protegidos, marchando delante en avanzada de un kilómetro, una locomotora – exploradora. De toda aquella peripecia tenemos relatos de algunos actores de la extraña expedición. A la hora de entregar definitivamente a su patria, al gran poeta, los mejicanos presenciaron un espectáculo de una naturaleza como quizá no existan parangones. Eran otros tiempos. Y la criatura humana tenía otras reacciones. Había sitio en el mundo para los poetas. Y había quien agonizaba de amor.

En el bosque de Chapultepec, reposa el poeta en el ataúd – mausoleo, construido de mármol uruguayo por José Zorrilla de San Martín y sus colaboradores, los marmolistas que en la época trabajaban en la obras del Palacio Legislativo. con la inscripción al pie: "Al poeta Amado Nervo- Uruguay”.



Texto extraído del libro·"Unas Crónicas Históricas." de Juan Carlos Pedemonte, periodista y escritor uruguayo. 1911 - 2003.

Ada Vega - 2020

jueves, 27 de agosto de 2020

En los tiempos del Zeppelin

 


El 30 de junio de 1934 quedó para siempre impreso en mi memoria. Aquel día de invierno de cielo translúcido, sin nubes, ni el viento que suele azotar la ciudad de Montevideo, vi al Graf Zeppelín al regreso de Buenos Aires, sobrevolar mi casa en la Villa del Cerro. Entonces la Villa era apenas un cerro agreste con algunas viviendas y comercios sobre la calle Grecia, y edificaciones ocupadas por saladeros, frigoríficos e industrias del ramo cárnico. Mi casa se encontraba en lo alto del Cerro. Sólo el faro cuya construcción en la cumbre había sido dispuesta por la corona española, cien años atrás, y la fortaleza, construida por los portugueses, la superaban en altura. En 1834 el gobierno de la época otorgó el permiso para crear una población con el nombre de Villa Cosmópolis, para recibir y dar lugar a los miles de inmigrantes que llegaban de Europa, adoptando luego el nombre de Villa del Cerro. Mi padre, que había sido peón en una estancia cimarrona del interior del país, se radicó en Montevideo cuando la estancia fue vendida a una familia de Estados Unidos con capitales en el Frigorífico Swift, quienes a su vez le dieron trabajo en dicha empresa. Se estableció por lo tanto en un alto de la Villa y se casó con una joven vecina descendiente de lituanos, quién luego sería mi madre.
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En el año del Zeppelín comencé la escuela. Crecí recorriendo el cerro. Fui un adolescente curioso, andariego y medio brujo. Puntual visitante de la fortaleza y testigo natural del crecimiento vertiginoso de la ciudad- puerto, que se extendía a los pies del monte. Desde mi atalaya observaba la entrada y salida de los barcos y lanchones al puerto de Montevideo; la llegada de los troperos desde el interior del país arreando ganado para los frigoríficos; observaba el movimiento de camiones en La Teja en los comienzos de la instalación de ANCAP y las chimeneas humeantes de las distintas fábricas de toda aquella zona industrial.
Solitario y hosco me crié entre los pájaros de los montes, la pasión de recorrer las playas y la costumbre de rezarle al sol. Incansable caminador bajaba hasta la costa y recorría la cadena de playas que se extendía interminable hacia el oeste, juntando tesoros que guardaba ocultos bajo un árbol centenario: puntas de flechas, casquillos de balas, cuchillos herrumbrados, la quijada de un puma, y un crucifijo de madera carcomida, con un cristo claveteado, de plata de ley.
Recogía objetos que las olas dejaban sobre la arena, de barcos naufragados del tiempo del coloniaje: monedas antiguas; enseres de metal; pedazos de tazas y platos de loza pintados con flores de colores; palos y restos de velamen.
Me cautivaba en los atardeceres, observar la entrada del astro rey en el mar, y contemplar en las noches, de espalda sobre la gramilla, el paso de la luna y su séquito de estrellas.
Criado en aquel otero cerril de animales montaraces y montes silvestres, conversaba con los animales del monte y también con los que se criaban en las chacras. Revolucionario y justiciero de alma, conocedor del destino de las aves de corral, solía reunir a las gallinas para disertar sobre el tema de ir a parar a la olla en cualquier momento, por lo que las alentaba a no pasarse el día picoteando el suelo, tragando todo lo que encontraban, sino tratar de perder peso e intentar vuelos cortos, a fin de volar un día como las garzas y las cigüeñas que cada primavera llegaban por miles a empollar en las riveras del Río de La Plata. Pero las gallinas fueron desde siempre muy haraganas, de modo que me escuchaban sin interés y se iban una tras otra pues se venía el atardecer y había que ir acomodándose en el palo del gallinero. Un día, Pedro, un gallo viejo de la familia D’Amore que tenían una quinta detrás del Cerro, cerca del Campo de Golf, me dijo que no gastara pólvora en chimango y dejara a las gallinas vivir su vida. Que las pobres no habían nacido para volar —puntualizó—, que ellas estaban conformes con su destino. No necesitaban emigrar pues todo lo que necesitaban lo encontraban en el gallinero: dormían bajo techo, recibían comida diaria sin necesidad de andar buscando por ahí, se acostaban temprano y nadie las obligaba a madrugar. Por lo tanto dejé la cátedra revolucionaria de lado y seguí haciendo nada, mientras recorría la costa y me bañaba en las aguas del río, entre las lisas plateadas que alegres y confiadas saltaban a mí alrededor.
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Aquel día de junio, al descubrir en el cielo el dirigible alemán, lo primero que se me ocurrió fue manotear la honda para bajarlo de una pedrada. Fue mi padre, que había salido de la casa para ver el pasaje de la nave, quien gritó a tiempo que me detuviera, pues podía dar en el blanco — dijo—, y hacerle un boquete que lo desinflaría forzándolo a aterrizar sobre el almácigo de cebollines, obligándolo de ese modo a permanecer allí hasta que lo emparcharan, mientras los extraños que llevaba en la barriga, quién sabe por cuánto tiempo deambularían por el Cerro y la fortaleza molestando a los vecinos. De todos modos yo estaba empecinado, quería bajarlo a tierra para ver qué había dentro del globo, no podía creer que, como decía mi padre, dentro de la nave hubiese gente de paseo por el mundo. Por lo tanto quedé refunfuñando mientras el Zeppelín sobrevolaba la bahía y el puerto, para perderse más allá del Centro de Montevideo sin haber pisado suelo uruguayo, ni a su ida ni a su vuelta de Buenos Aires. Me quedó una ojeriza que nunca pude ocultar. Esperé por años volver a ver el dirigible pues, si había venido una vez —le decía a mi padre— lo lógico sería que volviera como volvían los hidroaviones de Causa, que atravesaban el cielo dos veces por día, para acuatizar en el aeropuerto junto al Nacional de Regatas. Estaba convencido de que el globo con forma de cañón, volvería un día brillando al sol como aquel 30 de junio. Mi espera fue en vano. El Graf Zeppelín, orgullo de la Alemania nazi, nunca volvió. Según se dijo entonces, seis años después de su paso por Montevideo, fue desguazado por los alemanes para utilizar su metal en la construcción de armas bélicas.
El avistamiento del dirigible pautó en mí el principio de una vida plagada de aventuras sin salir de ese Cerro de Montevideo, que fue creciendo para convertirse en una ciudad dentro de otra ciudad. Una ciudad cosmopolita, con una enorme riqueza de costumbres, idiomas y religiones.
El pasaje del Zeppelín, me dio a conocer la existencia de otro mundo más allá del Río de la Plata, más allá del horizonte donde cada atardecer veía ocultarse el sol.
En mis correrías de niño, la curiosidad me llevó a visitar las casas de los vecinos que poco apoco iban poblando las laderas de la villa. Familias recién llegadas que no hablaban como nosotros, y se comunicaban con señas. Personas venidas de Dios sabe dónde que, chapuceando y a los golpes, comenzaron hablar español y comunicarse con bastante soltura. En ese intercambio de idiomas y costumbres fui conociendo historias y relatos de otras tierras, que enriquecieron mi mente y le abrieron caminos a mi imaginación.


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Un verano a la villa se mudó una familia árabe, el señor Farid con su esposa y tres niñas. El hombre usaba babuchas y zapatos con las puntas hacia arriba. Las niñas andaban de vestidos largos y pañoletas que les cubrían la cabeza. Al principio tuvieron problemas porque las más pequeñas debían ir a la escuela, pero no con la cabeza cubierta sino de túnica y moña. De manera que por la mañana se vestían con túnica y al regreso de la escuela volvían a sus vestidos largos y sus pañoletas. Cuando llegaron al barrio hice amistad con la familia y así me enteré que la hermana mayor había dejado un novio en Tabuk, que prometió venir a buscarla para formalizar el matrimonio. Los padres de la joven no estaban de acuerdo y esperaban que los dos olvidarán aquel amor. Pasó el tiempo, y una de esas noches en que recostado a la fortaleza observaba el flujo y reflujo de las olas, observé que volando sobre el mar se acercaba algo semejante a un pájaro enorme con las alas extendidas. No era un pájaro, al aproximarse comprobé que era una alfombra apenas iluminada. La alfombra aterrizó junto a la casa de Farid de donde descendió un joven de turbante y capa con pedrerías, ayudó a la hermana de las niñas árabes subir y ambos, abrazados, desaparecieron bajo el cielo y sobre el mar sin dejar rastro. Aunque me pareció extraño no me llamó la atención, ya sabía que desde el cielo a parte de la lluvia, se podía ver flotar, caer o pasar cualquier artefacto por extraño que pareciera. Al otro día, pese a que los padres estaban desesperados buscando a la joven, no di información sobre lo que había visto. Un tiempo después, ya casada, la joven volvió a su casa del Cerro a ver a sus padres y contó cómo su prometido había venido a buscarla una noche sobre una alfombra. Algo que a los vecinos les costó creer, pues si bien las alfombras mágicas eran conocidas surcando los cielos de Arabia, nunca supo nadie de que en Uruguay se usara esa modalidad habiendo en ese tiempo trenes, automóviles y aviones donde se podía viajar sentado, sin que a uno lo despeinara el viento.
                                             
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La cadena de playas que se extienden más allá del Cerro se encontraba en aquellos días cerrada de montes enmarañados. En esos montes a orillas de la playa, de la caza y de la pesca, vivía Athan un viejo asceta que según él mismo contaba, llevaba tantos años vividos que había perdido la cuenta. Habitaba esos montes —decía—, desde antes de la llegada de los españoles y antes de que los charrúa bajaran hasta el Río de la Plata. En mis caminatas por la costa me había hecho amigo del viejo que entre idas y venidas me contaba historias sorprendentes.
Cierto atardecer, sentados en la arena, mientras preparaba las redes que tiraba al anochecer, me contó que en la época de las colonias, muchos barcos cargados de monedas y oro del Perú, quedaron atascados en los arrecifes y se hundieron, llevándose con ellos sus tripulaciones. Me contó también que durante años, en las noches de tormenta entre truenos y relámpagos, más de una vez había visto los espíritus de viejos marinos que, cargando picos y palas, surgían del mar, atravesaban la arena y se internaban en los montes en busca de los tesoros que alguna vez enterraron. Llegaban en noches sin luna y regresaban al mar, antes de que el sol despuntara.
                                         

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Un diciembre, cinco años después del pasaje del Graf Zeppelín, volví a ver la esvástica desde mi puesto en la fortaleza del Cerro, entrando al puerto de Montevideo.
Fue en los inicios de la segunda Guerra Mundial, cuando el acorazado alemán Graf Spee, se enfrentó a tres cruceros ingleses en la llamada Batalla del Río de la Plata,
El Graf Spee, que había zarpado de Alemania en agosto de 1929, llevaba hundidos nueve barcos mercantes cuando se dirigió a las cercanías del Río de la Plata para atacar a los barcos británicos que se abastecían en esta costa. Los tres barcos ingleses lo persiguieron, lo encañonaron y le lanzaron torpedos antes de alejarse. De modo que el Graf Spee abandonó el combate y se dirigió al puerto de Montevideo a fin de reparar los daños. El gobierno uruguayo le dio un plazo de 72 horas. Mientras el Graf Spee era reparado. Su capitán enterró a sus muertos en el Cementerio del Norte, los heridos fueron llevados al hospital Británico y los más embarcaron en el Tacoma,  con destino a Buenos Aires, barco mercante alemán, que se encontraba en el puerto de Montevideo, quien escoltó al "acorazado de bolsillo" hasta apenas pasado el límite internacional. Allí, el Admiral Graf Spee viró al oeste y echó anclas entre el Cerro de Montevideo y Punta Yeguas donde se inmoló mediante la detonación de explosivos.
Durante 3 días, desde la fortaleza del Cerro, vi arder a quien fuera considerado el más moderno buque pesado de la Alemania Nazi.

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Poco tiempo después de la batalla del Río de la Plata, la familia D’Amore vendió la quinta y se fueron del Cerro. No volví a ver aquel gallo viejo y sabio que me enseñó tantas cosas de la vida. Era un gallo con una cresta grande y roja, un manto de plumas doradas sobre su plumaje colorado, y una cola de plumas grandes y arqueadas, azules, verdes y púrpuras, que brillaban tornasoladas al sol. Cuando lo dejé de ver tendría 9 años, no viven mucho más. Emitía un canto puro y potente. Cantaba al amanecer, al mediodía, al atardecer y a media noche. Él iniciaba el canto en el Cerro al amanecer y al atardecer, los gallos de los alrededores le contestaban uno a uno, pero ninguno cantaba con su potencia y musicalidad. El gallinero de la quinta de los D’amore, tenía un techo de chapas acanaladas con un alero más elevado, allí se subía a cantar. Cuando yo andaba por allí, de recorrida, él abandonaba el gallinero y conversábamos bajo los árboles del monte. Siempre supe, que mucho de lo que me contaba no era cierto, que era un gallo muy fantasioso y de inventar historias, de todos modos era agradable escucharlo. Cuando empecé el liceo, mis compañeros se burlaban de mí porque no creían que yo hablaba con los animales y además no sabía fumar. Esto me daba bronca y vergüenza. Un día se lo conté a Pedro y me dijo que llevara hojillas y tabaco que él me iba a enseñar. Así que un día llevé tres cigarros armados y se los mostré, me dijo cómo tenía que aspirar y tragar el humo, le expliqué que no sabía tragar el humo, opinó que tenía que aprender porque si no parecería una chimenea y eso no era fumar, dijo.
Me llevó un tiempo aprender a tragar el humo,, mientras tanto le pregunté un día por qué él no fumaba, me confesó que había fumado cuando joven, pero que había dejado el vicio porque le afectaba la garganta y le enronquecía el canto.

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Cuando en el 45 terminó la guerra en Europa, todo el Cerro festejó. Los árabes, los sirios, los lituanos, los armenios, los griegos, los italianos y los gallegos. Durante varios días el Cerro se vistió de fiesta. En esos día me enteré que la familia D’Amore, había vendido la chacra y se había mudado para Lezica. Fui corriendo a ver a Pedro, pero en el lugar no había gallinero, ni gallinas ni vi a Pedro nunca más.
Por mucho tiempo desde mi casa escuché su canto cuatro veces al día, aunque mi padre decía que el que cantaba sería otro gallo. Que era imposible que en el Cerro, se pudiera escuchar a un gallo cantando en Lezica. De modo que llegué a pensar que tal vez estuviera en los montes junto a la playa. Varias veces salí a buscarlo y a pesar de que nunca lo encontré, por mucho tiempo su canto llegó a mis oídos.

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Años después de avistamiento del Zeppelín, por las calles del Cerro conocí al Dios Verde, un solitario predicador vestido de túnica como Jesús, que descalzo y apoyado en un cayado recorrió por años todo el Uruguay predicando por la salvación del alma. Una tarde ascendiendo por la calle Viacaba me encontré con el místico que disertaba con una Biblia en la mano. Después, ya anochecido, subimos juntos hasta la fortaleza donde, recostado a un antiguo cañón, que apunta hacia la ciudad, me habló de Dios, de la salvación del alma, de los pecados de los hombres, de que, previo arrepentimiento, Dios perdona. Y me aseguró también, que el Cerro de Montevideo, es un volcán dormido.

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En los tiempos del Zeppelín, al norte del Cerro, donde en aquellos años existían grandes extensiones de campos y montes silvestres, se fueron construyendo chacras y casas de campo. En el año 1948, la hija de una de esas familias se casó en la Parroquia Santa María del Cerro, con un marino del Graf Spee. El día aquél de la batalla, cuando el capitán bajó a tierra a los heridos, varios marinos se ocultaron y lograron perderse entre las calles de la Villa.
Algunos estaban heridos, de modo que varios vecinos les prestaron ayuda, los albergaron hasta que  se recuperaron y les consiguieron alojamiento con  familias  que tenían  chacras al norte de Cerro.
Allí se quedaron, trabajaron y formaron sus familias  y nunca se fueron de Uruguay. Por las laderas de la Villa del  Cerro, en estos días, aún viven sus descendientes.
Ochenta años después del pasaje del Graf Zeppelín sobre Montevideo, pienso que somos hijos de un país cosmopolita, bajo cuya bandera no todos nacimos, pero donde sobre el mismo suelo, somos todos hermanos.
Ochenta años después, recostado a la Fortaleza, de espaldas a la Bahía y a la Ciudad de Montevideo, veo hundirse el sol en el horizonte.
Solo, en la cima del Cerro, mientras mi memoria arrea los recuerdos, pienso en mi padre y, por si acaso, sigo escudriñando el cielo.

Ada Vega, edición 2014 

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miércoles, 26 de agosto de 2020

Eulalia

 



    Eulalia era una niña negra nacida esclava en 1850, en una plantación de café propiedad del coronel Oliveira Iriarte, en Minas Gerais. Una plantación extensa, cerca de Belo Horizonte, donde se podía apreciar, por la gran cantidad de esclavos que allí trabajaban, que su propietario era un hombre de mucho poder. La niña desde su nacimiento había vivido junto a su madre, en las barracas de los esclavos. Fue arrancada de su lado el día que el amo decidió vender a su madre, al dueño de una plantación de caucho, al norte de Bahía.
Eulalia, entonces, con apenas ocho años, pasó a servir en la fazenda donde vivía la familia Oliveira Iriarte. Destinada a ayudar en los quehaceres de la casa, la niña gozaba de ciertos privilegios: como el de permitirle dormir en una despensa, cerca de la cocina, donde se guardaban el charque, las barricas de yerba mate y las bolsas de harina. De todos modos nunca dejó de sufrir el desarraigo que le produjo la separación de su madre, a quien ya no volvería a ver en esta vida.
Los años fueron pasando y a sus catorce años poseía la belleza innata de su raza. De piel renegrida, cuerpo estilizado y elástico, tenía los ojos como dos carbones, y la boca grande y voluptuosa.
El viejo coronel, antes que nadie, había puesto sus ojos en la niña. Asediándola. Hacía tiempo que se metía en su cama, cuando tuvo conocimiento de que Eulalia estaba esperando un hijo. Para evitar que las suspicacias de su esposa lo dejaran a la intemperie, cuando la viera embarazada, no demoró en enviarla con otros esclavos a servir en otra de sus fazendas, en Río Grande do Sul, a unas leguas de la frontera con Uruguay. Eulalia, ante tal decisión, sintió regocijo al pensar que se libraría del asedio del coronel, un hombre viejo y déspota, que trataba mejor a su perro que a ella.
Viajó pues hacia el sur, en un viaje interminable, encadenada a otros esclavos apretujados todos en una misma carreta y vigilados, durante el camino, por hombres fuertemente armados. Brasil vivía en esos momentos levantamientos y guerrillas continuas que asolaban de norte a sur y de este a oeste, todo su territorio. En la nueva fazenda la joven perdió todos los privilegios que tenía en Minas Gerais. Trabajó en el campo con los demás esclavos y durmió en la barraca de las esclavas. No le importó a la morena. Ella estaba elaborando planes de fuga. Por lo tanto, una vez instalada en la hacienda riograndense, Eulalia trató de recordar los comentarios oídos a unos farrapos que pasaron una tarde por el cafetal de Minas Gerais. Comentaban ellos que en el pequeño país, al sur del Brasil, llamado Uruguay, no existía la esclavitud. Pues había sido abolida hacía más de veinte años. De modo que, cuando el amo mandó a Eulalia a parir en la fazenda cerca de Bagé la morena sólo tuvo la idea de huir con su hijo, en cuanto naciera, a ese país donde los negros eran libertos.
En esos meses, mientras su vientre crecía, recorrió junto a los peones, a caballo o en carreta, el camino hasta la frontera; trayendo mercaderías varias y llevando cueros. Estudió el camino, grabándose en la memoria cada atajo.
Calculó, guiándose por la altura del sol, el tiempo que le llevaría hacerlo a pie y con el niño en brazos. No iba a ser fácil, pero valía la pena intentarlo aunque ella tuviese que volver y la castigaran. Su idea era cruzar la frontera y dejar allí a su hijo. Estaba segura que alguien lo recogería. Planeó todo con anticipación.
Para no extraviarse, el Río Negro a su derecha sería su guía.
Eulalia no parió un varón como pensaba. Dio a luz una niña hermosa como ella. Y como ella, negra. Con más razón sintió la necesidad de escapar. Esperó unos días hasta recuperar fuerzas y preparó la fuga. No comentó a nadie su decisión. Sola, sin ayuda ni tener en quien confiar, estaba dispuesta a intentar una hazaña suicida guiada solamente por el deseo de libertad.
Haría lo que fuese necesario para que la niña creciera libre.


Una noche de verano de 1865, ocultándose entre las sombras, abandona cautelosa la fazenda. Lleva en sus brazos, apretada junto al pecho, a la hija recién nacida. Sabe que cuenta con poco tiempo para llegar a la frontera. Pronto notarán su falta y saldrán en su busca hombres y perros. La joven no teme, corre entre los pajonales infestados de víboras y alimañas rastreras evitando los caminos trazados. El calor es sofocante. Cruza un pequeño monte y guiada por el Río Negro continúa la huida por las arenas de sus orillas. En el cielo falta la luna. Sólo las estrellas iluminan.

Un silencio, que asusta, se extiende sobre el campo brasileño. El rumor del río, que va en su misma dirección, la guía con certeza. Exhausta y bañada en sudor, deja un momento a su hija sobre la arena y entra en las aguas del río que la abraza y la reanima. Moja su cuerpo en el agua fresca. Lava su cara y su cabeza, y permite que el agua se deslice debajo de su vestido, moje sus senos calientes colmados de leche materna; que corra por su vientre y sus muslos tensos.
La niña se ha dormido, la toma en sus brazos y se sienta un momento a descansar en la ribera. A poco, oye a su espalda los gritos de los hombres y los ladridos de los perros que la olfatean.
Uno de ellos, el más feroz, el más tenaz, se aparta y sigue una huella. Mientras los hombres lo pierden de vista el animal se dirige al río. Ya está allí, a unos metros de Eulalia. Ya le gruñe con las fauces abiertas y va a avanzarle. Al advertir su presencia la joven, vuelve a correr con la hija en brazos. Ruega, como su madre le ha enseñado, a las almas de sus antepasados y a los espíritus de la naturaleza, que le permitan entrar, con su hija, en tierra uruguaya
De pronto, el espíritu del río se levanta en un viento sobre el agua. Sacude un viejo coronilla que deja caer una rama, retorcida y espinosa, sobre la arena. El perro trata de esquivarla. No lo consigue, se enreda en ella, y tras un gemido, queda sobre la arena húmeda abandonando la persecución. Eulalia no entiende qué sucedió con el perro que ha dejado de perseguirla. No tiene tiempo de mirar hacia atrás. La niña en sus brazos ha comenzado a llorar. Su llanto puede ser un señuelo. Decidida trata de calmarla y redobla el esfuerzo.
Es joven y fuerte, no obstante, ya comienza a sentir el cansancio. Sólo cuenta con su corazón fuerte y sus piernas largas y nervudas.
En su mente se agiganta el deseo de llegar a la frontera. Debe cruzarla antes que la alcancen. En la tierra castellana la espera el sol de la libertad. Su niña crecerá libre. Ya los perros la avizoran. Ladran enloquecidos fustigados por los hombres. Eulalia está agotada. El corazón le salta en el pecho. Ya casi llega. Con el último esfuerzo cruza la frontera. Y corre. Corre Eulalia.
Sigue corriendo en la tierra de los orientales.
Al grito de los hombres los perros se han detenido. Se arrastran ante los mojones de la Línea Divisoria. Ladran furiosos, las lenguas babeantes colgando, los hocicos levantados mostrando los afilados colmillos. Los hombres sacan sus armas y disparan. Las balas silban sobre la cabeza de la niña madre. De pronto cae. No sabe si de cansancio o de muerte. La noche del Uruguay la cubre con su silencio
Los hombres que la perseguían regresan. Descubren entonces que falta un perro y salen en su busca. Lo llaman y no aparece. Dudan que se haya perdido. Lo encuentran muerto, días después, a orillas del río Negro enredado en una rama de coronilla con la garganta desgarrada.
El sol de la aurora despunta sobre el campo oriental.
Junto a una barranca, debajo de un ceibo, unos peones que recorren el campo de la estancia El Pampero, encuentran a Eulalia.
Sobre su cuerpo sin vida, la niña mama en su seno.

Ada Vega, edición 2003 - Blog: https://adavega1936.blogspot.com/

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martes, 25 de agosto de 2020

Para que un hombre me regale rosas

 


Isabel fue la tercera de once hermanos de padres distintos. Había nacido en un barrio pobre, más allá de las veredas embaldosadas y las calles con asfalto de los barrios obreros.
Allí, donde se hacinan las casillas de lata como protegiéndose unas a otras de las lluvias, los fríos invernales y la indiferencia. En una faja de tierra ruin y agreste, buena para nada, con gurises barrigones jugando en las calles de tierra, y perros famélicos echados al sol.

A su madre, nacida en pueblo del interior, la trajo un día un matrimonio joven hijos de estancieros para trabajar en su casa de criada cuando aún no había cumplido los doce años. Antes de los catorce quedó embarazada de uno de los hijos del matrimonio, de modo que la familia, para evitar el escándalo, decidió que no podía tener en la casa una chica tan descocada. Solo por humanidad le permitieron quedarse en la pieza del fondo hasta que naciera el niño. Y una tarde, con el hijo envuelto en un rebozo y un atado con su ropa, subrepticiamente, la echaron a la calle. Allí empezó su peregrinación y su bajar de los barrios altos, con vista al Río de la Plata, hacia los barrios bajos más allá de la bahía.

Al principio le dio cobijo un muchacho muy joven que trabajaba en un almacén; le hizo una casilla y tres hijos, pero un día descubrió que el amor es efímero y que a la pasión la mata el llanto de cuatro gurises con hambre, cuando la plata brilla por su ausencia. Le faltó coraje para enfrentar la situación que ayudó a crear por lo que, antes de cumplir los veinte años, abandonó la casilla, su mujer, sus hijos y el barrio de las latas.

Después, mientras fue joven, sana y trabajadora, no le faltó quien se le arrimara con promesas o con embustes, y ella aceptara con cama adentro, o con cama afuera, con la ilusa esperanza de formar una familia estable.

Y así fue coleccionando hombres que pasaron por su cuerpo, y la sembraron de hijos que mamaron de sus pechos y la secaron en vida, consumiéndola, luego de vivir once años embarazada y cumplir sus veintiséis de vida rodeada de once hijos, pero sin hombre.

A la edad en que muchas mujeres comienzan a disfrutar de su maternidad ella ya estaba de vuelta, cansada de parir, de amar y ser usada. Harta de limpiar casas ajenas para darles a sus hijos de mal comer. Cansada de un cansancio que le nacía de adentro, de sus entrañas. Consciente de que, perdida su frescura y su juventud y con once hijos que alimentar, jamás encontraría un hombre que la amara por ella misma.

II

Así creció Isabel, ayudando a criar a sus hermanos entre las idas y venidas a la escuela, fregando pisos y haciendo mandados a las familias del barrio asfaltado. Y al igual que su madre, antes de que sus caderas se redondearan y los senos se pronunciaran bajo su blusa, ya el primer hijo se anunció en su vientre. Y cuando nació, el niño fue para ella un hermano más para criar y no se sintió ni triste ni contenta, porque todo era así en su mundo y ella lo veía natural. Hasta que un día conoció a un muchacho que por primera vez le habló de amor y, seducida, sin pensar en nada pues no tenía en qué pensar ni qué perder, se despidió de su familia y se fue a vivir con él.

Se hicieron una casilla de latas y vivieron ese amor que se vive solamente una vez. Con la pasión desbordada de la primera juventud, que aún sigue creyendo que el amor es eterno, y que para vivir alcanza con saber respirar. Aprendieron a conjugar el amor en todos los tiempos y con sana inexperiencia, intentaron formar una familia y recorrer juntos el arduo camino de la convivencia. Pero la vida es un castillo de naipes. Al soplar la primera brisa, dejó una huella amarga de sueños incumplidos.

No se sabía muy bien en qué trabajaba el muchacho. Vivieron juntos cuatro años y cuatro hijos. Un día se lo llevaron preso. Lo caratularon: Robo a mano armada. Los años de espera se hicieron largos, los niños tenían que comer y la vida llama. Cuando el muchacho salió de la prisión Isabel tenía dos hijos más y otro hombre. Aunque el nuevo compañero no pudo con la carga de siete hijos y la mujer. Una noche salió a dar una vuelta y no volvió. De tal modo que Isabel volvió a quedar sola.

Después, de cada amor que conoció tuvo un hijo, aunque nunca más con cama adentro. Y no porque no anhelara despertar en las noches con un hombre tendido a su lado para amarlo y ser amada. Ella tenía fibra y necesidad de un compañero que la contuviese. Solo que al fin comprendió que su destino era seguir sola, pues jamás encontraría en este mundo un valiente que cargara con ella y por añadidura con toda su prole. Abandonó la peregrina idea de conseguir un nuevo amor y se resignó, con sabiduría, a su viudez de afectos dedicándose por entero a la crianza de sus hijos y a trabajar para ellos con paciencia y hasta con cierto buen humor.

IIl

Mariana llegó a la sala de maternidad donde doce mujeres, unas a menor plazo que otras, aguardaban el momento de dar a luz. Recorrió las camas con la vista hasta que divisó a Isabel, al final del pasillo, conversando con un hombre joven que, sentado al borde de su cama, mantenía entre las suyas las manos de la muchacha. A Mariana no le gustó el aspecto del hombre quien, cubierto de cadenas y anillos, dejaba entrever cual era su profesión. Se acercó a ellos con cierta reserva para comprobar la felicidad reflejada en el rostro de su amiga. Indudablemente éste era el compañero de quien le hablara en los últimos tiempos y el padre del niño que esperaba. En ese momento, detrás de una camilla, llegaron los enfermeros para conducirla hasta la sala de partos. Él la besó, le dijo que la amaba, y ella, en medio de los dolores que la acuciaban, ensayó su mejor sonrisa.

lV

Los padres de Mariana pertenecían a familias de ganaderos del litoral. Familias muy católicas quienes, al llegar sus hijos a la edad escolar, los enviaban a Montevideo en calidad de pupilos a los mejores colegios religiosos. En esas condiciones vino Mariana apenas cumplidos los cinco años, al Instituto María Auxiliadora de las Hermanas Salesianas. Hecho que la salvó de seguir vestida de Santa Teresita, única vestimenta que por una promesa hecha por su madre a la Virgen María cuando nació, le fue dada usar. Por ese motivo, anduvo la criatura con un pañuelo atado en la cabeza, y envuelta en un rebozo negro que daba pena verla. Después del año fue peor pues la niña, que empezaba a caminar, estrenó su primer hábito y su toca blanca debajo del velo negro. Para los tres años le agregaron la pechera blanca, un cordón en la cintura y un tiento negro al cuello con el crucifijo de metal sobre el pecho. Tiento que se le enredaba en cuanta cosa de menos de un metro hubiera a su entorno.

De todos modos la promesa no se pudo cumplir hasta el final debido a que las monjas, cuando vinieron a anotarla como pupila con la condición de que se le permitiera seguir vestida de santa, lo prohibieron terminantemente argumentando que la cuota de santos y santas ya estaba cubierta. Pensaron acaso que a San Juan Bosco, fundador de la congregación, no le iba a hacer mucha gracia ver a la mística carmelita francesa recorriendo un convento salesiano. Fue así que Marianita colgó el hábito a los cinco años, y entró como pupila en el grupo de las más chiquitas. Con una Hermana muy joven de asistente que le enseñó a hacer su cama, a bañarse de camisa y estar presente con todas sus compañeras para la misa de seis.

Apenas cumplidos los siete años tomó la Primera Comunión. Completó la primaria, la secundaria y el magisterio. Salió a los diecinueve años llevando al cuello la cinta celeste de las Hijas de María Auxiliadora, con los Diplomas de Profesora de Piano, de francés y el Título de Maestra. Diplomas que nunca tuvo necesidad de usar pues la niña, claro está, no había sido enviada a estudiar con el fin de conseguir un buen empleo, sino solamente para adquirir cultura.

V

Mariana se casó a los veinte años con el hijo de unos vecinos, también ganaderos de sus pagos del litoral, que cursó estudios de Derecho en la Universidad de la República y, que al recibir su título de Abogado, decidió radicarse en la capital para ejercer su profesión con más comodidad. Se compraron una casa magnífica, en uno de los mejores barrios de Montevideo, frente al río color de león y el joven abogado abrió su estudio en los altos de un edificio de la Ciudad Vieja con enormes ventanales hacia el Puerto, la Bahía y el Cerro de Montevideo.

El matrimonio de Mariana fue programado con antelación por los padres de ambos, para unificar apellidos, fortunas y educación. Los muchachos criados en ese ámbito cumplieron al pie de la letra. Él se dedicó a su estudio y a sus relaciones, y ella a criar un par de hijos y regentar la casa. Y hasta fueron felices. Su marido no dejó pasar jamás un aniversario de boda sin regalarle la esclava de oro y en cada nacimiento de sus hijos le obsequió un anillo con un brillante. En su cumpleaños, en el Día de la Madre, en Navidad y Año Nuevo recibió flores de parte de su marido, enviadas por su secretaria, quien nunca dejó pasar fechas ni momentos especiales del matrimonio, sin la consabida atención. Sin embargo un día, con los hijos ya grandes a punto de terminar sus estudios terciarios y la casa llevada perfectamente por más empleadas de las necesarias, Mariana cayó en la cuenta de que nadie la necesitaba. Comprendió entonces que llevaba una vida ociosa y decidió buscar algo en qué emplear su tiempo.

Una tarde en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde concurría con cierta asiduidad, conoció al padre Antonio, cura de una parroquia de un barrio muy pobre, quien andaba siempre pidiendo ayuda, comida, ropa y todo lo que le pudieran dar pues sus pobres, como él mismo decía, apenas eran dueños del aire que respiraban.

Mariana se interesó por la obra del padre Antonio y quiso saber más de ella. El sacerdote la invitó entonces a visitar su parroquia y, una tarde Mariana recorrió las calles de un barrio desconocido. Primero las casas bajas con fondo y jardín al frente, con niños jugando en las veredas y vecinas conversando apoyadas en la escoba. Y después más allá, donde termina el asfalto, donde el agua se consigue en las canillas municipales y a la luz eléctrica hay que robarla del alumbrado público. Donde por las calles de tierra andan juntos buscando algo que comer, caballos, perros y niños; las casillas de latas guardan mujeres grises, hombres sin presente y niños sin futuro. Barrios apartados de la sociedad, abandonados, olvidados de Dios. Si es que Dios existe.

Vl

El padre Antonio le contó a Mariana de la actividad que desarrollaba su parroquia con los habitantes del lugar. Que no era mucha, le dijo. Las donaciones eran escasas y la Iglesia no tiene fondos (?). Por lo tanto, él trataba de brindarles a los niños una comida diaria hecha por las mismas madres en el comedor de la iglesia. Le dijo que necesitaría más gente que colaborara, para enseñarles cosas fundamentales como la higiene, por ejemplo, a pesar de que él entendía que si no tenían para comprar un pan, mal podían gastar en un jabón. Mariana empezó yendo a la iglesia una vez por semana a colaborar con el padre. Enseñó a cocinar, a usar los distintos utensilios de la cocina, a lavar y coser la ropa que les donaban. Les habló de la higiene diaria, de visitar al médico periódicamente y de la importancia de vacunar a los niños. Fue maestra de catequesis para darle una mano a Dios y de paso recordarle al Creador aquello de: “Dejad que los niños vengan a mí” que un día, en tierras de Judea, les dijera a sus discípulos. Y terminó siendo una Madre Teresa consultada para todo. Con el tiempo se hizo amiga de esas mujeres tan distintas a ella en su hacer y fue su confidente y consejera. Una de esas mujeres era Isabel, quien fue la primera en aceptarla como conductora del grupo así como en contarle su vida, con sus errores y desaciertos.

Cuando Mariana conoció a Isabel ésta tenía nueve hijos y no tenía ni quería compañero. Tenía un hijo en la Cárcel Central por rapiña, dos en el reformatorio, cuatro en la escuela donde, también, almorzaban y dos en la guardería que se había armado en la iglesia del padre Antonio para cuidar a los niños cuyas madres trabajaban. Entonces, Isabel, era cocinera de un restaurante. Buena cocinera. Había entrado para ayudar en la cocina y allí aprendió el oficio. Fue tal su dedicación y su deseo de aprender que, cuando la antigua cocinera se retiró para jubilarse, quedó ella en su lugar por mérito propio. Descansaba los mismos días que Mariana iba a la Parroquia, así que juntas ayudaban en la cocina, lavaban y cosían ropa que luego repartían. Cuando a mediatarde, finalizada la jornada, se iban todos los chicos y sus madres, ellas se sentaban en la cocina, tomaban té y conversaban. En esas tardes Isabel fue contándole a Mariana cómo había ido llevando su vida; similar a la vida de todas las mujeres del barrio de las latas.

Vll

Cuando la puerta de la sala de partos se cerró tras la camilla de Isabel, Mariana le comunicó al compañero de su amiga que iría a dar una vuelta por su casa y regresaría más tarde. Volvió a atravesar los pasillos del hospital y bajó las amplias escaleras de mármol. Caminó unos pasos hacia su auto y sintió con agrado, sobre el rostro, el viento fresco que soplaba del mar. Recordó entonces la primera vez que Isabel le hablara de su pareja. Ese día llegó con la mirada vivaz y más parlanchina que lo habitual. Se acercó a Mariana y le dijo:

¡Ni te imaginás lo que tengo para contarte! Mariana pensó que por lo menos no era una nueva tragedia. Cuando al fin pudieron conversar Isabel le dijo: No sabés Mariana, ¡conocí al hombre de mi vida! Mariana le contestó con un hilo de voz: —Isabel... —Ya sé, ya sé, no me digas nada—, se excusó Isabel. —No es lo que estás pensando. Esto es distinto, no sé como explicarte, mirá. Es algo que nunca me había pasado antes. Como un relámpago sabés, como un regalo. Eso, como un regalo. Lo conocí en el restaurante, viene siempre a cenar. Yo sabía que me miraba, pero los tipos siempre me miran. Yo no les doy bolilla. ¡Qué les voy a dar! Si llegan a saber que tengo nueve hijos, ni las propinas me dejan. Pero esto es otra cosa. Este hombre me empezó a mirar y a mirar, y a mí me empezó a gustar, pero pasaba el tiempo y no me decía nada. Y yo empecé creer que le gustaba mirarme no más. Pero la otra noche cuando salí me estaba esperando. ¡Cuando lo vi me dio una cosa...! Me habló con palabras tan lindas, si vieras. Como nunca me habían hablado antes. Nunca, de verdad... y bueno… ¡vos sabés cómo son estas cosas! ... bah, vos la verdad que se diga, no sabés mucho lo que son estas cosas. Pero bueno, yo le dije de entrada que tenía nueve hijos. ¡No sabés Mariana! ¡Se quedó helado el hombre! No hablaba. Pero yo no me iba a hacer la viva, vos sabés que a mí me gustan las cosas claras. Y yo a mis hijos no los voy a negar. Así que si había que cortar, cortábamos ahí no más y chau. Pero no, vos sabés que cuando reaccionó me dijo que qué suerte tenía yo de tener hijos, que él no tenía ninguno. Mirá vos. ¡Estoy tan contenta...!

¿Qué podía decirle Mariana, que la vida ya no se lo hubiese dicho con creces? ¿Tenía acaso el derecho de retacearle a su amiga la felicidad que estaba viviendo? Sólo pudo recomendarle: Cuidate Isabel, más hijos no, por favor. Ante lo cual la amiga le contestó sin dudar: ¿Qué hijos? ¿estás loca ? Esto es otra cosa te dije. ¡Otra cosa...!

VIII

A Mariana el aspecto del compañero de Isabel no la dejó muy tranquila. Y en cierto modo no se equivocó. Aunque ella mantuvo sus reservas, la realidad no demoró mucho en darle la razón. Según se supo después, el muchacho formaba parte de una banda de traficantes de alto vuelo con sede en Europa. Era soltero, no tenía hijos y sus domicilios figuraban en Montevideo, Buenos Aires y Munich. Su amor por Isabel fue sincero. Nunca vivieron juntos, tal vez para no comprometerla. Reconoció a su hija y ayudó a Isabel económicamente al punto de comprar, para ella y sus hijos, una casita de material en el barrio asfaltado. Y así hubiera terminado la historia si una noche, en Milán, no hubiese caído en un enfrentamiento con una banda contraria dejando sin su apoyo, en Montevideo, a Isabel y su hijita de seis años. Pero eso sucedió mucho después.

Mariana volvió esa misma noche al hospital. Cruzó los pasillos y llegó a la sala donde Isabel estaba con su beba. Se detuvo a la entrada. La niña dormía en la cuna. Isabel se encontraba sola sentada en la cama, abrazaba junto a su pecho, un ramo de rosas . Estaba hermosa, con el cabello negro sobre sus hombros, con un brillo de lágrimas en los ojos y una sonrisa flotando en su cara. Emocionada, al verla, Mariana comenzó a caminar hacia ella. Fue entonces que escuchó de su amiga aquel comentario que golpeó fuerte y que jamás olvidaría:
— ¿Te das cuenta Mariana? ¡Tuve que tener diez hijos, para que un hombre me regale rosas!

Ada Vega, edición: año 2001 

lunes, 24 de agosto de 2020

Con las manos sobre el Evangelio


 


Su verdadero nombre era María de los Milagros Reboledo Gamarra. De los Reboledo del norte y los Gamarra  del sur. Sus familiares, por lo tanto, se encontraban diseminados por toda la república. Ambos abuelos pelearon en las guerras intestinas de  1870. Antes y después. Y murieron de viejos uno al norte del Río Negro, y en  la capital  el otro.  
Los heredaron los hijos, los hijos de los hijos y los biznietos. Sin embargo nadie conocía a María de los Milagros Reboledo Gamarra que fue, por su libertina conducta, desheredada. Detalle del que nunca tuvo conocimiento, ni le importó. Pues a ella se la conoció en veinte cuadras a la redonda, como María la del río, por algo natural y lógico: vivía junto al río. Por lo tanto, fue hasta su muerte octogenaria María del Río. que así quiso que se la conociera y se la llamara.
Nadie sabe con certeza, ni recuerda, cuando vino a vivir María a su casa de la costa. Según ella misma contaba, había nacido en 1901 y tenía escasos trece años cuando se escapó de su casa siguiendo a un cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero. Lo conoció en la fiesta de cumpleaños de su hermana mayor, donde abrazado a una guitarra lo escuchó cantar y decidió, que ese sería su hombre para toda la vida.
Y fue el cantor su primer hombre. Al que amó con locura y desesperada desesperación su vida entera y a quien juró, con las manos sobre  el Evangelio, que amaría hasta el día de su muerte. Y así fue, lo amó hasta el mismísimo día de su muerte: pero lo engañó a la semana. 
Que una cosa nada tiene que ver con la otra, según su propio decir y entender. Que el amor es inasible y  sublime, decía, y lo bendice Dios.  Y el cuerpo es terreno, se pudre en la tierra y  Dios no tiene en él, el más mínimo interés.
 También es cierto que su cantor, bohemio y fachero, vivía la noche de juerga y  de día dormía igual que un lirón. Aunque, la verdad sea dicha, no fue ese el real motivo de que María lo engañara, pues si  el muchacho hubiese  sido un santo de altar, bendito y milagrero, lo hubiera engañado igual. Que María había nacido para enamorarse por  un rato de todos los hombres, fuesen buenos, fuesen malos o rebeldes o malvados.
Al igual que muchos hombres que les gustan todas las mujeres, solteras o casadas, lindas o no tanto, de vez en cuando aparece una mujer con los mismos vicios. A los hombres se los llama con  transigencia: mujeriegos. A las mujeres: putas.
Sin embargo, no se debe tomar a la ligera el modo en que María vivía la vida, pues ella proclamaba con orgullo, que nunca se prostituyó, puesto que hacía el amor por placer, que no por dinero.  Que si a ella le gustaban los hombres, también es cierto que los hombres morían por ella. Porque María era bonita a rabiar. 
Que no hace falta que se diga, pues todo el mundo lo supo siempre, que fue la mujer más hermosa, sensual y mejor plantada de los tres o cuatro barrios que crecieron junto al río. Que la mata de su pelo negro, decían,  le llegaba a la cintura. Que sus ojazos, de mirada pecadora, enardecía a los hombres cuando pasaba insinuante. Que su cintura fina, y su quiebre al caminar. Que su boca, a media risa, maliciosa y subyugante. 
Eso decían, y  era cierto. No hubo mujer más amada por los hombres y más odiada por las mujeres. Y esto último sin razón. Que ella no engañaba a nadie, decía y con propiedad. Que nunca le quitó el novio, ni el marido, a ninguna mujer. Pues los hombres para ella eran todos pasajeros. Pétalos de una flor que se los llevaba el viento. Sólo fuegos de artificio nacidos para morir. Que ninguno despertó en su pecho el más mínimo sentimiento de amor, ni de codicia. Pues ella tenía su hombre, su cantor, a quien había jurado amar hasta el fin de su vida.
 María la del río, era prolija y muy limpia. Su casa brillaba por dentro y por fuera. Ella misma pintaba las puertas y las paredes cuando era necesidad. Plantaba y cultivaba su huerto. Cosía su ropa. Amasaba su pan y hacía su vino con uvas morenas.
 Un invierno, su amante cantor le dejó la casa y  se fue de torero a recorrer, cantando,  los barrios, los puertos. Cada tanto volvía, borracho y enfermo, harto de mujeres y piringundines. Colgaba la guitarra en el ropero y le entregaba su cuerpo a María para que con él hiciera lo que quisiera. 
María lo único que podía hacer con aquel deterioro de cuerpo, era darle cristiana sepultura. Pero aquella mujer era una santa. Lo cuidaba y lo alimentaba.  De entrada, nomas, lo metía en la tina con agua caliente, lo dejaba un rato en  remojo y después  lo refregaba con fuerza, con jabón de olor, de la cabeza a los pies. Se untaba las manos con grasa de pella y se la pasaba por todo el cuerpo  para curarle heridas y mataduras.
Con santa paciencia le cortaba las uñas y el pelo. Luego lo afeitaba, lo metía en la cama y lo dejaba dormir días enteros mientras ella  le velaba el sueño.
 Al cabo de un tiempo, con tantos cuidados,  el mozo cantor se recuperaba. Quedaba lustroso, con la ropa limpia, gordo y oliendo a lavanda. Después, pasado unos días, una noche cualquiera después de cenar, descolgaba la guitarra, abrazaba y  besaba a María como un hijo besa y abraza a su madre  y se iba, silbando bajito, perdido en la noche. Siempre se llevaron bien. Nunca discutieron. Nunca una palabra de más. Nunca un improperio. Todo sabían el uno del otro. Y se respetaban.  De todos modos, si bien es cierto que él  siempre se iba y la abandonaba,  María sabía que era volvedor.
Un día, cuando el año cuarenta moría y  hacía seis o siete  que el cantor  no daba señales de vida, le avisaron  que en un boliche en un barrio del norte, en una trifulca, alguien lo había matado. Ella se vistió de negro, llamó a un carrero  vecino y con él  fue a buscarlo. De regreso, con el hombre muerto, lo bañó, le cambió la ropa, lo peinó con jopo y gomina y  lo veló toda la noche. Al otro día fue sola a enterrarlo. No quiso que nadie la acompañara. Que el muerto era sólo suyo, dijo. Después, de vuelta a su casa, siguió con su vida. Enamorándose de los hombres y dejando que los hombres se enamoraran de ella. Que no fueron pocos los  hombres de paso que quisieron quedarse con ella  del todo, sufriendo tras su negativa. Porque María nunca necesitó un hombre para vivir, pues se mantuvo siempre sola. Sola hasta el fin.

María la del Río murió el invierno lluvioso y frío. La casa se llenó de  ancianos. La velaron día y medio y al final la enterraron porque no podían seguir esperando que llegaran todos los que la amaron. Pues algunos no pudieron venir porque ya no caminaban o tenían  la mente perdida. Los más porque estaban muertos. Y otros porque sus mujeres, hasta muerta la celaron. Esto último sin razón. Que ella nunca le sacó el novio ni el marido a ninguna mujer. Que el amor que ella daba era sólo por un rato.  Que jamás quiso hombre alguno plantado en su casa. Porque María del Río, como ella quería que la llamaran, amó solamente a un hombre, aquel cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero, a quien le juró, a los trece años, con las manos sobre el Evangelio, que lo amaría hasta el día de su  muerte.
 Y fue verdad.  

Ada Vega.edición 2005  

domingo, 23 de agosto de 2020

A destiempo

 


   Maduraron a destiempo las frutas de aquel verano. Los duraznos jugosos y aterciopelados, las manzanas rojas y tentadoras. Los damascos, las sandías, las uvas y las naranjas.
Fue aquel un verano agobiante con un sol abrasador que mantenía a las personas tumbadas,  sin deseos de trabajar, esperando el refresco de la tarde.
 A la salida del pueblo, un camino bordeado de palmeras llegaba hasta la finca de don Emilio Acosta Píriz. Ubicada al norte de Treinta y tres, la  propiedad consistía en una amplia extensión de tierra dedicada a la labranza. Don Emilio junto a sus hijos y algunos peones, salían muy temprano a sus labores del campo y  volvían cuando el sol del mediodía caía vertical.
 Ese día, mientras un par de morenas preparaban la comida para todos, las muchachas que ayudaban en las tareas, volvían del monte de frutales con las canastas rebosantes.Bajo la sombra fresca de un bosque de paraísos, haciendo un alto para un pequeño descanso, se sentaron con las faldas remangadas y  se hartaron de comer.
 Con ellas también se encontraba Merceditas, la hija menor de la familia  Acosta Piriz, que acababa de cumplir sus quince años.
En la cocina doña Elvira, la esposa de Don Emilio, rodeada de latas de melaza y azúcar rubia, de canela y clavos de olor, iba preparando el almíbar y el caramelo a punto en ollas de cobre, donde se cocinarían los dulces y las mermeladas para consumir en el próximo invierno.
 Aquellas dulzuras eran  luego guardadas en frascos herméticos, y almacenadas en  las amplias alacenas de la despensa. Todos los veranos la casa se inundaba de aquel aroma a frutas y dulces caseros. 
Merceditas sentada bajo los árboles contaba muy entusiasmada a las muchachas,  que esa tardecita había retreta en la plaza del pueblo y que ella concurriría con sus padres.
 El paseo a la plaza  a escuchar las interpretaciones de la banda era para el pueblo un acto de importancia social.
Allí se congregaban los vecinos más relevantes del lugar con sus hijas y sus hijos casamenteros. Las señoras se ponían al   tanto sobre las tendencias de la moda, los caballeros se reunían a conversar de política y las chicas paseaban del brazo con sus primas y amigas alrededor de la pérgola donde se ubicaba la banda.  Al pasar junto a los jóvenes reunidos en grupos, cambiaban con  ellos saludos  y miradas cargadas de intención  animándolos, de ese modo, a que se les acercaran.
Aquella tarde la familia de don Emilio Acosta Piriz llegó a la plaza en una volanta. Doña Elvira tomó asiento  en un banco junto a unas señoras de su amistad, mientras don Emilio, en grupo de correligionarios, se ponía al día con las últimas noticias llegadas desde  la capital.
Mientras la banda interpretaba un vals de Strauss, Merceditas, con  un grupo de amigas, fue a dar una vuelta por la plaza. A un costado de la banda,  se encontraba un joven alto, de cabello y ojos oscuros, que la miró interesado. Ella también se sintió tocada. Quedó pensando en él  hasta el otro día en que  volvió a verlo en la esquina de la iglesia, cuando pasó con su madre para  la misa de once.
El joven volvió a mirarla con una mirada llena de ruegos y promesas. Ella le devolvió, en la media sonrisa, la seguridad de ser correspondido.
Para la próxima tarde de retreta ya sabían ambos quién era quién. Presos del destino, se habían enterado que nada podía ser posible entre los dos. La familia de don Emilio pertenecía al partido político que gobernaba el país. La familia del joven era gente de Saravia. De todos modos,  la primera tarde  en que volvieron a encontrarse en la plaza, el muchacho se acercó y le confesó su amor.  Ella lo aceptó de buen grado y le comunicó que pediría permiso a sus padres para que la visitara.
Merceditas no quiso esperar y esa misma noche habló con sus padres y les contó quién era su pretendiente.  Si una bomba hubiese caído en la casa de don Emilio, no hubiese hecho tanto daño ni causado tanto dolor.
La madre juró que nunca, bajo ningún concepto, permitiría ella que un “blanco” pisara su casa. Demasiados familiares habían enterrado, caídos en batallas a manos de los blancos saravistas.
El padre se puso rojo de ira y gritó que nunca. Ni sobre su cadáver. La joven lloró, imploró. Las batallas ganadas y perdidas habían quedado atrás. Ellos ni siquiera habían nacido cuando esos hechos luctuosos ensangrentaron al país. Pero los padres no tranzaron. Jamás lo harían.
Le prohibieron volver a las tardes de retreta en la plaza del pueblo. A misa iría  solamente acompañada de su madre.
Desde entonces Merceditas fue solo  una sombra recorriendo la casa. 
Un día recibió un mensaje.
El joven enamorado calculando la reacción de su padre, cuando se enterara a qué familia pertenecía su enamorada, intentó un armisticio por el lado de su madre. Le habló con el corazón abierto rogándole que intercediera ante su padre, a fin de que aceptara a la  joven que había elegido para madre de sus hijos. Le contó de su sincero amor por Merceditas y su deseo de casarse con ella. Su madre no reaccionó como el joven esperaba. Lo miró horrorizada sin poder creer lo que el hijo le decía.
No, jamás intercedería ante su marido por semejante despropósito. Aún lloraba a sus hermanos muertos en combate con los “colorados”.
Enterado el padre dijo que no  permitiría esa unión bajo su techo. Que no había nacido el “colorado” que tuviese la osadía de atravesar la puerta de su casa. Y que  si él se obstinaba en esos amores,  abandonara la casa y se olvidara de que alguna vez tuvo padres.
Nunca se supo con certeza quien le llevó el mensaje a Merceditas. Alguien dijo que fue un peón de don Emilio. Otros, alguna de las muchachas que ayudaban en las tareas. Pero es indudable que alguien le avisó que esa noche debía esperar a su enamorado en el monte de frutales.
La joven a medianoche estaba allí. El muchacho llegó y en ancas de su caballo se la llevó. Llegaron a la estación del ferrocarril y con los boletos en la mano corrieron por el andén.
 La campana del tren, que salía rumbo a la capital, amortiguó apenas el sonido seco de dos disparos. 
Mientras el ferrocarril arrastraba su  esqueleto de hierro y madera, los dos jóvenes quedaron sobre el andén.
Un viento porfiado intentó desprender de la mano del muchacho, los dos boletos marcados con destino a la gran ciudad del  sur.
Doña Elvira en la mesa de la cocina, entre mieles perfumadas, canela y clavo de olor, prepara el dulce de zapallo en cal, para que los trozos no se deshagan. Los pequeños boniatos, parejos, iguales, con azúcar y miel. Los duraznos Rey del Monte, cortados a la mitad, en almíbar. Las jaleas de cáscaras de manzana.
Maduraron a destiempo, las frutas de aquel verano.

Ada Vega, edición 2003