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viernes, 30 de octubre de 2020

Al final del otoño

 


 Era extraño que aquel rosal trepador, se cubriera de pimpollos al final del otoño. No era época de florecer. Y más extraño ese rosal, por el que el viejo Leonidas pasó tantos desvelos.  Pese a su apariencia de árbol débil tenía una raíz fuerte y sana, de modo que lo trasplantó contra el muro sobre el que cruzó hilos para ayudarlo a extenderse. Sin embargo, aunque fue creciendo firme y arrogante no acababa  de mostrar el más mínimo atisbo de florecer. 
Leonidas, que conversaba con sus plantas como si fuesen sus hijas, no entendía por qué el bendito rosal se negaba a dar rosas. Y aunque cada año que pasaba seguía desdeñoso, siempre tuvo la certeza de que una primavera, a fuerza de paciencia y de cuidados, se le entregaría en racimos de pimpollos. No sucedió así. No en primavera. Sucedió en el mes de junio, cuando ya nadie espera que florezcan los rosales. 
Aquella mañana de fines de junio mientras podaba y retiraba maleza de los canteros, Leonidas escuchó una animada conversación desde la casa y detuvo su trabajo para mirar hacia el patio exterior que daba al jardín. Recordó entonces que Marcela, la directora de Casablanca, le había comentado que ese día ingresaba a la residencial una nueva compañera. Observó un momento al grupo que conversaba y alcanzó a divisar el rostro de la nueva. Por un instante se sintió desconcertado. No podía ser ella. Tal vez la vista comenzaba a traicionarlo. Su vida había dejado muy atrás los años primeros y ese rostro que acababa de vislumbrar, lo retrotrajo a un tiempo lejano. A un recuerdo triste, que guardaba dormido, del tiempo aquel de los verdes años. Regresó a una época casi olvidada. Volvió a recorrer los patios de la vieja casa donde pasó su infancia. Vinieron a su memoria sus padres y sus hermanos. Y se vio él, entonces estudiante, en la ardiente primavera de su vida. 
La casa de Leonidas se encontraba en un barrio fabril en los suburbios de la ciudad. Casas bajas con chimeneas, calles adoquinadas y faroles en las esquinas de ochavas. Barrio con olor a madreselvas y cielos enormes de lunas blancas.
A unas cuadras de su casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir. Los vecinos, gente toda de trabajo, no la aceptaba. La conformaba una pareja con siete u ocho hijos que andaban todo el día en la calle, pidiendo o robando. Cuando los padres lograban reunir algunos pesos compraban alcohol, se emborrachaban, se insultaban, se castigaban entre ellos y castigaban a los hijos. Temprano por las mañanas los mandaban a pedir, a robar y no volver sin dinero.
Una de las niñas se llamaba Caterina. Era rubia, triste y sucia. Tenía doce años y andaba siempre llorando por la calle. Caterina le dolía en el corazón a Leonidas. Ansiaba crecer de una vez para protegerla. A veces se encontraban a la vuelta del puesto de verduras y él le decía que la quería. Que no llorara. Que cuando fuera más grande y consiguiera trabajo iban a vivir juntos. Entonces ella lloraba con más ganas.
En aquellos días Leonidas tenía apenas catorce años y aunque lo intentó no llegó nunca a definir el real sentimiento, aparte de una gran ternura, que lo ataba a la muchacha. De lo que en cambio estuvo siempre seguro, fue de su firme deseo de protegerla. Protegerla de la maldad de la gente. De los hombres que la asediaban. De la ignominia de sus padres que la vendían por una botella de alcohol. Entonces pensó que la amaba. Y tal vez la amó. Tal vez. Con ese amor compasivo que despierta un cachorro apaleado, abandonado en la calle una noche de lluvia.
Los padres comenzaron a preocuparse por el joven. Lo notaban desganado, sin deseos de comer ni de estudiar. Fue el padre quién enfrentó la situación. Indagó. Quiso saber qué le estaba pasando. No pudo aceptar la explicación que dio Leonidas. No quiso. Su hijo se había enamorado de la única persona de la cual no podía enamorarse. Caterina era una chica de la calle. Todo el mundo lo sabía. ¿No se daba cuenta él? No era amor, no, lo que sentía por ella. Era solamente lástima. Lástima, Leonidas. ¿Cómo te vas a enamorar de esa muchacha? ¡No, no vuelvas ni a mencionarlo! Ya te vas a olvidar. Sacátela de la cabeza. Sos muy chico todavía. ¡Qué podés saber vos de amores y mujeres! Ya vas a encontrar, cuando termines los estudios, una buena chica de familia bien, como nosotros, de quien enamorarte. ¡Te pido por favor que te olvides de ese asunto! Sos muy chico para entender ciertas cosas. Ella no es una muchacha para casarse. ¿Entendés? Ningún hombre honesto se casa con una mujer de esas. ¡Vamos, Leonidas! No querrás que tu madre se enferme del disgusto, ¿no? 
Y Leonidas no supo qué contestar
Caterina no tuvo tiempo de terminar la escuela. Era la mayor de los hermanos y aprendió, junto con los primeros pasos, a extender la manita por una limosna. Vestida siempre de túnica y moña, subía y bajaba sola de los ómnibus desde antes de cumplir los cinco años. Al principio pedía una moneda y la gente le daba, porque era bonita. En la calle aprendió a robar. Con amigos de la calle. Entraban a los comercios dos o tres juntos, ellos entorpecían a los que estaban comprando y ella, que era la más ágil, manoteaba lo que podía y salía corriendo. Tenía diez años cuando una noche, borrachos, los padres la vendieron a un fulano por cincuenta pesos. Después, cuando se les pasó la borrachera, lloraron los padres por lo que habían hecho.
Al otro día la volvieron a vender.
Caterina, por primera vez, siente un poquito de felicidad. Les cuenta a sus padres que el joven Leonidas le prometió que cuando trabaje van a vivir juntos. La madre gritó desaforada: ¡¿qué te dijo ese atorrante?! ¡¿Qué te va a llevar con él?!
Insultó el padre como un demente: ¡la puta madre que lo parió! ¡Decile a ese guacho que no se meta con nosotros si no quiere que le parta la cabeza de un fierrazo! Decile que digo yo, no más. ¡Guacho de mierda! Mal parido ¡V´ia tener que hablar con el padre pa´que lo ponga en vereda, al hijo de puta! ¿Te fijaste vos como se mete la gente en lo que no le importa? ¿No se da cuenta el guacho que vos tenés hermanos que mantener? Y nosotros. Tu madre y yo. ¿De qué vamos a vivir? Ahora que los tipos te empiezan a pagar bien, te quiere llevar. Mirá, ¡si me dan ganas de salir ahora y cagarlo a patadas! Desgraciado. Guacho hijo de mil putas. Lo v´ia matar, mirá. Más vale que nunca lo vea contigo porque lo mato. ¡Te juro que lo mato!
Al mediodía la vio en el almuerzo. Era ella, no cabía dudas. La pequeña Caterina del barrio olvidado. La Caterina con doce años llorando por la calle. Su primer amor. Amor delirante al que ella misma lo obligó una noche a renunciar. Leonidas la miró para saludarla. Ella le sonrió sin reconocerlo. ¡Habían pasado tantos años! Cómo podía reconocer en el viejo que era ahora, a aquel adolescente que una vez le dijo que la amaba y que un día se irían a vivir juntos.
Y él, por tercera vez, permaneció callado.
Las matas de cartuchos, con sus hojas grandes y lustrosas, los bulbos de gladiolos trasplantados, las dalias dobles y los crisantemos, iban a su tiempo floreciendo en el jardín de Casablanca. Leonidas en su oficio de jardinero fue haciéndose cada vez más eficiente. Aprendió que según la luz que necesitan para desarrollarse pueden las plantas dividirse en: plantas de solana y plantas de umbría. Que si se multiplican por semillas, injertos o bulbos, requerirán más o menos riego. Que es necesario abonar la tierra periódicamente, combatir los insectos que las dañan y podar algunas de ellas.
Leonidas hace ya varios años que es jardinero de la Residencial Casablanca para el Adulto Mayor. Comenzó después de haberse jubilado, por el deseo de hacer algo con su vida, pues entendió que el tiempo le sobraba y el cuidado de las plantas fue algo que siempre le atrajo. De hecho, siempre había tenido en su casa un muy cuidado jardín. Cuando se enteró que la residencial necesitaba un jardinero, se ofreció sin pretensiones. Presentó referencias sobre su persona y fue aceptado de inmediato. Un par de años después, cuando falleció su esposa, se dio cuenta de la soledad que lo esperaba cada tarde al volver a su hogar. De manera que un día decidió quedarse a vivir en la residencial, donde se sintió realmente acompañado, entrando a formar parte de aquella familia. La vida para Leonidas no ha tenido demasiados altibajos. A veces, en las tardecitas, se sienta bajo los árboles a tomar mate. Entonces los recuerdos lo invaden. Examina, sopesa los años vividos. Y aunque reconoce logros y desaciertos no puede, no pudo nunca, arrancar de su pecho, una espina que lo ha acompañado desde siempre y lo hiere todavía.
Hace días que Leonidas no ve a Caterina. Cuando vuelve del liceo camina unas cuadras más, para pasar por la casa de ella. El padre lo vio un día y le gritó: ¡Hijo de puta! ¿qué andás haciendo por acá? ¡Si te veo con la Caterina te v´ia matar! 
Pensó que podría estar enferma y no tenía a quién preguntarle. Después supo que no. Alguien dijo que la habían visto por el Centro. Trabajando. Él no lo podía creer. Los vecinos del barrio no la querían, eso lo sabía bien. Tendría que verlo con sus propios ojos. La gente a veces se ensaña, inventa cosas. 
Al cabo de unos meses la vio una noche salir de su casa. La encontró más linda. Maquillada y bien vestida parecía de dieciocho. No dudó en seguirla. Ella tomó un ómnibus para el Centro. Allí se paró en una esquina con otras mujeres. No demoró en irse. Se le acercó un hombre, habló dos palabras y se fue con él. Pasó junto de Leonidas sin advertir su presencia. Con la cabeza apenas inclinada, presa todavía de un poco de vergüenza. Vergüenza que irá, poco a poco, perdiendo para siempre y hasta nunca en ese submundo aberrante del que no puede, no podrá ya salir. Evadirse. Donde deberá seguir, sin salvación posible, arrojada allí como en una pesadilla. Convencida de que, aunque logre un día apartarse de esa vida, será ya hasta el fin y para todos: una mujer de la calle. Recién entonces Leonidas comprendió que la había perdido. Entendió que Caterina no podía esperar a que él finalizara los estudios y consiguiera trabajo; terminara de criarse y se hiciera un hombre. Ella ya era una mujer. Los tiempos de ambos no eran los mismos. Los tiempos de él no tenían prisa. Pero a ella la vida la venía empujando hacia un abismo al que no tuvo más remedio que saltar.
Volvió al barrio con una herida que le laceraba el pecho. Por mucho tiempo se culpó de no haber podido ayudarla. Después prefirió pensar que la vida de ellos dos, tenía marcados caminos opuestos. Y decidió no volver a verla. 
Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al IPA. Era entonces un joven callado e introvertido. Estudiaba historia y filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica del interior, que había venido a estudiar a la capital. Compañeros de estudios, se hicieron primero amigos y luego, más enamorada ella que él, formalizaron el noviazgo. Marlene vivía en Montevideo en una casa para estudiantes con la idea de que, una vez recibido el título, volvería a su ciudad. Por lo tanto, a partir del noviazgo, la joven le propuso a Leonidas, irse a vivir con ella a su departamento. Él aceptó, pues era una forma de desprenderse del recuerdo de Caterina, que continuaba mortificándolo. Pues en su pensamiento la veía niña, llorando por las calles del barrio, y otras veces hecha una mujer pintados los ojos y la boca, vendiendo por las esquinas del Centro su belleza fugaz.
En esos años, más de una vez, la buscó e intentó hablarle. Ella no quería escucharlo. Una noche, sin embargo, conversaron. Él estaba terminando el profesorado. Ese verano se casaba con Marlene y se iba a vivir al litoral. Sintió deseos de verla, de hablar con ella. Tal vez, nunca más volverían a encontrarse.
Una noche pasó por la esquina donde sabía que podía encontrarla. Se fueron juntos a tomar un café por la Ciudad Vieja. Las luces aburridas de los faroles estiraban sombras sobre las veredas cuadriculadas. El país arrastraba sinsabores. Poca gente y poca plata en la calle. Entraron a un boliche esquinero alumbrado por una magra lamparilla que regaba su luz moribunda sobre el mostrador. Mientras el mozo se empeñaba con las palabras cruzadas de El Diario, el patrón, sentado frente a la registradora, descabezaba el sueño de la media noche.
En la radio: Magaldi el sentimental.
Se sentaron al fondo, donde casi no llegaba la luz. El muchacho no sabía cómo empezar a hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus avezados veinte años y sonrió.
—Bueno, Leonidas, hablá ¿qué querés decirme? Conseguiste trabajo. Me vas a llevar a vivir con vos. Cuanto ganás. Podrás bancarme. Sabés la guita que hago yo por noche. Vas a trabajar vos para mí. ¿O voy a trabajar yo para vos?
¡Hablá! ¿Qué querías decirme?
Volvió a sonreír con una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver a través de aquella hermosa muchacha que lo miraba desafiante, a la frágil Caterina que un día amó y que todavía le dolía. La buscó detrás de los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña. Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por vestidura. En las preguntas de la joven encontró las respuestas que había ido a buscar. Se sintió torpe. Fuera de lugar. Avergonzado de estar allí. De haberla buscado. Si él ya había resuelto su vida. No tenía derecho a perturbar a la muchacha que estaba, tan solo, intentando sobrevivir.
Ella tomó el bolso, se puso de pie y dijo con preeminencia: 
—Viví tu vida Leonidas, y dejame a mí vivir la mía. Olvidate. No quiero volver a verte... gracias por el café.
Le palmeó el hombro y lo miró con unos ojos que hablaban de un tiempo pasado. —Chau, pibe —le susurró casi con ternura maternal al despedirse.
Colgó su bolso al hombro. Sacudió la cabeza y la mata de su cabello cayó sobre la espalda, como el telón de un trágico final. Se fue haciendo equilibrio sobre unos tacos increíbles. Luciendo una falda demasiado corta y un escote demasiado largo.
Leonidas quedó impávido sentado en el boliche. Caterina había tomado la palabra y en cuatro frases marcó el tablero. Colocó las fichas de cada lado y esperó a que él moviera. Sabía que él no se iba a animar. Por experiencia lo supo. Y comenzó ella a jugar. Cada pregunta era una jugada. Lo apabulló ante la destreza con que llevó la conversación. Y él, por segunda vez, no pudo hablar. No se animó. La joven comenzó y terminó el juego. Dijo todo lo que había que decir y se retiró poniéndole fin a la ajetreada relación que, alguna vez, pudo haber existido entre los dos.
Y Leonidas supo esa noche que Caterina lo había marcado a fuego y que esa marca la llevaría mientras viviera.
Habían pasado ya varios días desde la llegada de la nueva a Casa del Parque. No dejó de llamar la atención de todos los residentes, lo pronto que se adaptó a la vida en la residencial. No era común. Por lo general, a las señoras les cuesta un poco acostumbrarse a la convivencia con personas ajenas a su entorno familiar. Extrañan y es comprensible, dejan su casa, sus muebles, recuerdos, afectos que las han acompañado durante toda su vida. A los señores también les cuesta integrarse. Por lo menos al principio. Deben hacer un esfuerzo, hasta que se conozcan, luego la camaradería surge sola. De modo que esta señora que desde el primer día de su ingreso se sintió como en su casa, les ha llamado gratamente la atención a todos. Ha entablado una amistad franca con los residentes y con el personal. Tan cómoda y feliz se encuentra que pareciera que nunca hubiese vivido tan bien. Tan acompañada. Tan protegida.
Con Leonidas conversan asiduamente. Ella baja al jardín y se sienta en un banco a conversar con el jardinero. Le encanta hablar. Cuenta cosas agradables de su vida pasada. Leonidas le hace preguntas directas. Si era casada. Si tuvo hijos. En qué barrio nació. Y ella complacida ha comenzado a contarle su vida.
Nací, dice, en un barrio muy lindo. Por el Parque Rodó. ¿Conoce señor Leonidas ese barrio? Mi madre nos llevaba todos los días a pasear por el parque. En otoño íbamos para el lado de las canteras a tomar sol. Por el campo de Golf. ¿Conoce el campo de Golf? En verano nos llevaba a la playa y a pasear por la rambla. Nosotros éramos dos hermanos, nada más. Mi mamá y mi papá eran muy buenos y nos querían mucho. Mi padre trabajaba. Era muy trabajador. Le compró una casa preciosa a mi madre. Ahí nací yo. Por el Parque Rodó. A los dos hermanos nos mandaron a estudiar. Fuimos a la escuela y al liceo. Nos cuidaban mucho, sabe. Yo nunca trabajé porque a mi padre no le gustaba que anduviese por la calle. Él decía que no tenía ninguna necesidad de salir a trabajar. Yo salí de mi casa para casarme.
Me casé de vestido blanco...con un velo largo, muy largo. Y flores. Llevaba flores en las manos. Un ramo de rosas. Como esas. Esas chiquitas. Las del muro. Como las rositas del muro. Sí, iguales a las rositas del muro. Sí, señor Leonidas, gracias a Dios, yo tuve una vida muy linda.
—¿Con quién se casó señora Caterina? Cómo se llamaba su esposo ¿Se acuerda?
—Si, como no me voy a acordar. Se llamaba Leonidas. Como usted. Qué casualidad ¿no? Fue mi único novio. Lo conocí cuando iba a la escuela. O al liceo. No me acuerdo bien. Fuimos novios y después nos casamos. Yo me casé con un vestido blanco...y un velo largo, muy largo... Después nos fuimos del barrio.
—¿Se mudaron del Parque Rodó?
—¿Del Parque Rodó?
—¿No me dijo que vivía por el Parque Rodó?
—Ah, sí, creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso no me acuerdo muy bien.
—¿Y tuvieron hijos?
—¿Hijos? Sí, creo que sí. Muchos hijos. O pocos. Uno o dos. No me acuerdo cuantos hijos tuvimos. De algunas cosas me olvido, sabe. De algunas cosas. De otras no. De otras no me olvido. Creo.
Mientras cuenta, Leonidas comprueba el deterioro que ha sufrido la mente de Caterina. No sabe, la anciana, quién es en realidad. Vive en un estado de semi locura habitando un mundo de personajes irreales que la hacen engañosamente feliz.
Marcela le ha contado a Leonidas que la señora Caterina no está del todo bien. Que ha perdido la memoria y que confunde las cosas y las personas. También le ha dicho que la dejó en la residencial una señora muy católica, quien se hizo cargo de todos sus gastos. La señora, contó Marcela, la había sacado de la calle como un acto de caridad, una tarde muy fría en que la pobre se había cobijado en su portal.
Leonidas comprende que la casualidad o el destino han hecho que volvieran a encontrarse cuando las vidas de ambos, están ya al final del otoño.
No sabe, aunque se imagina, la vida que ella llevó todos esos años en que no supieron el uno del otro. Mientras tanto Caterina sigue contando, cuenta la vida que le hubiese gustado vivir. Y la cuenta como si realmente la hubiera vivido.
Ha conseguido dejar a un lado de su memoria, la vida de oprobio que llevó. Ha inaugurado un mundo propio. Mágico. En el que se ha instalado a vivir con todo el derecho del mundo y donde, ella misma, construirá la felicidad que durante toda su vida le fue negada. Edificará su vida desde los cimientos. Le contará a este viejo jardinero, que escucha con atención sus relatos, sobre su niñez en una hermosa casa junto a dos padres que la amaron y la cuidaron. Le contará de Leonidas, su primer y único amor, con quien se casó un día. De su juventud dichosa, de los hijos adorados y sus viajes por el mundo, junto a un marido que la amó y fue su apoyo. Le contará una historia fantástica donde ella será la única protagonista. Un hermoso cuento de Hadas en el que será, al fin, inmensamente feliz.
—Estuve en España y en Francia. Estuve en París. En el Sena...
—¿Con su esposo, estuvo?
—¿Mi esposo...?
—¿No fue a París con su esposo?
—No sé... creo que sí...
—¿Y cómo es París?
—París... no sé.... no sé cómo es París...nunca fui a París...

Ada Vega, edición 2006 -



jueves, 29 de octubre de 2020

Mis perros y yo

 





                     
En el año 1919 Thomas Mann escribió una novela que tituló “Amo y Perro”. La novela consta de cinco capítulos donde, en una prosa romántica, el escritor se dedica casi con exclusividad a hablar de su perro. Yo era una joven estudiante cuando leí este relato y recuerdo que no dejó de llamarme la atención que alguien pudiese escribir más de dos páginas hablando de un perro. Pues, aparte de comentar cómo era su tamaño, el color de su pelo, la raza, su condición de cachorro o adulto, si era obediente o no, ¿qué otra cosa —pensaba entonces—  se puede decir de un perro? Tal vez que es una grata compañía, que nos provoca ternura. Exaltar su nobleza y lealtad.
De todos modos, para todo este relato, sólo nos bastaría una carilla. Sin embargo Mann dejó impresas en dicha narración  más de  cien  páginas.
Muchas lluvias han caído desde aquellos días en que fui estudiante. Los años agazapados, se fueron dejando huellas. Se acaba de morir una perra que fue mi amiga y  compañera durante doce años. La he llorado, no por ella  que ya no sufre su reuma ni su ceguera. La he llorado por mí. Porque no la tengo y la extraño. Porque he quedado sola y no sé qué  voy a hacer sin ella echada a mis pies, mientras escribo, o estirada junto a  mi cama. Tendré que aprender a vivir en completa soledad, pues no deseo más compañía de perros ni gatos. Estoy harta de llorar y enterrar mascotas y no sé cuánto  más me quedará por vivir, ni qué pueda ser de ellos si me voy y los dejo solos. Por ese motivo, al recordar a Thomas Mann en aquella novela que escribió hace casi un siglo, he decidido contar cómo llegaron a mí y cómo me abandonaron los perros que amé y me amaron, en estos porfiados  años que llevo vividos.
II
Cuando abrí los ojos por primera vez ya en mi casa había un perro. Un cachorro Fox Terrier que Antonia y Casio, unos amigos de mis padres, les obsequiaran en esos días de mi nacimiento. Mi madre le puso Terry  y crecimos juntos. Terry fue mi primer juguete, mi primer amigo. Mi recuerdo más lejano. Era un perro pequeño, de pelo corto, manchado en blanco y negro. Rabón. Con los ojos marrones, brillantes e inquietos. Un perro fuerte, veloz, inteligente. Ratonero de oficio. Lo recuerdo, a partir de mis tres años, apretado junto a mi pecho, mientras mi madre me decía que no lo fastidiara tanto que podía morderme. Nunca me mordió, a pesar de haber sido un perro genioso y obstinado. No le gustaban las caricias ni que lo tuvieran en brazos. Él era “muy perro”: no soportaba las zalamerías de la gente.
En aquellos días vivíamos en el barrio del Prado, sobre la calle Lucas Obes, en una casa quinta de paredes de piedra y techo de tejas azules que había sido de mis abuelos maternos. Mi madre era una mujer muy hermosa, dueña de un carácter afable y conciliador. Era quien realizaba  los quehaceres de la casa ayudada por Benigna, una señora, encargada de la cocina que vivía  con nosotros.  En los últimos años más que madre hija fuimos amigas a pesar de no haber sido todo lo sinceras que debimos la una con la otra. Nos quedaron muchos detalles sin aclarar y aunque éramos conscientes de ello nunca permitimos que los mismos  llegaran a perturbarnos.       
A mi padre lo recuerdo como un hombre apuesto, dinámico y benévolo que  a pesar de trabajar mucho y estar poco en casa, fue siempre un buen esposo y un padre protector. Durante cinco años fui única hija. Después nacieron Bernarda y Carolina con quienes, a pesar de la diferencia de edad, tuvimos siempre una buena relación. Mientras crecieron y estudiaron vivieron rodeadas de amigas y amigos que iban y venían por la casa entre voces y risas que perdimos cuando se casaron y se fueron.    
Durante  mi niñez,  todas las tardes,  mi madre me llevaba a pasear por el Prado. Allí nos encontrábamos con Antonia y Casio. Los tres paseaban por la rosaleda, mientras yo jugaba con Terry. Mantenían extensas y animadas conversaciones, pues tenían mucho en común: Casio era escultor y mi madre que había sido modelo de una escuela de pintores fue también, en una oportunidad, modelo suya. Sus charlas, por lo tanto, giraban sobre exposiciones y pinturas. Mi padre estaba exento de esas conversaciones. Era en aquellos días un fuerte comerciante de plaza y  no transaba mucho con el arte, opinando que éste era una vacuidad, algo que no merecía su atención ocupada en pagos, transacciones y recaudos.       
Una tarde cuando volvíamos del Prado tuve la impresión de que Casio, al despedirse, retenía demasiado  tiempo la mano de mi madre entre las suyas.                                                                 
III
El tiempo siguió su curso. En ese andar, también llegaron  los años de túnica blanca y moña azul. Había cumplido los seis años y esperaba llena de ansiedad el primer día de clase. No lo supe entonces. No me di cuenta. Pero en esos días comencé a separarme de mi amigo Terry. Entusiasmada con mi cartera nueva, los lápices de colores, la cartuchera con dibujos, lo fui apartando sin querer de mi lado. Él, que me seguía a todas partes, que dormía a los pies de mi cama,  no me acompañó en mi  primer día de escuela. Nunca me acompañó a la escuela. Se quedaba solo toda la tarde, sentado a la entrada del jardín, aguardando mi regreso. Cuando llegaba saltaba a mi alrededor, daba pequeñas corridas, ladraba, como hablándome. Quería jugar conmigo, pero yo venía cansada, no tenía deseos de jugar. Terry comenzó a ponerse triste. Mi madre se dio cuenta y me decía que jugara un poco con él. Que el pobre me extrañaba. Yo nunca lo rechacé, pero  los libros y los cuadernos me fueron apartando de Terry que dejó de esperarme, al volver de la escuela, sentado a la entrada del jardín.
Había terminado sexto grado cuando ese verano mi perro Terry, el amigo leal que me acompañara desde mi nacimiento, murió mientras dormía a los pies de mi cama.
Aquel Fox Terrier de mi infancia no pudo acompañarme en mi adolescencia. Cuando lo llamé y no se movió ni levantó la cabeza comprendí que se había ido. Lo levanté del suelo, donde yacía, y lo mantuve en mis brazos  mientras él me miraba con sus ojitos turbios. Él me había entregado su fidelidad y yo, en cierto modo, lo había traicionado. Lo había dejado a un lado de mi vida. Lloré tanto con él en mis brazos que sentía oprimido el pecho y apretada la garganta. Mi padre me lo quitó y lo llevó a la quinta para enterrarlo y yo me abracé a mi madre que lloró conmigo, la pérdida del primer perro que me acompañó en la vida.
Atravesé mi luto con un arraigado sentimiento de culpa. Desde entonces cada vez que me acuerdo de Terry, siento el dolor de no haber sido más buena con él. Con aquel pequeño amigo que me  enseñó que el amor no debe ser egoísta. Que debemos cuidar, proteger, no abandonar al ser que amamos.  A partir de su muerte comencé a comprender muchas cosas que hasta ese momento habían permanecido veladas  para mí. Con Terry se fue mi infancia y me enfrenté recelosa con la adolescencia.
Un atardecer de ese mismo verano antes de empezar el liceo, vi a mi madre besarse con Casio  en el claroscuro del comedor.
IV
Entrar al liceo significó una experiencia  asombrosa que me abrió caminos interiores. Siempre me gustó estudiar y las distintas  y nuevas materias despertaron en mí una gran expectativa. No fue así con mi actividad social: no hacía amistades. No me interesaba hacerlas.  Fui poco a poco convirtiéndome en una joven retraída. Encerrada en mí misma. 
Una tarde al volver a casa encontré un perro callejero. Al pasar junto a él  movió la cola, yo lo miré,  golpeé  mi pierna con la palma de mi mano y  me siguió. Era un perro de raza indefinida, de cruzas perdidas en el tiempo. Mediano de tamaño, de pelo negro, tenía los ojos tristes y las orejas caídas. Estaba sucio y con hambre.  Lo entré a mi  casa y en el fondo le  acerqué un balde con agua. Le  llevé de la cocina un plato con restos sobrantes del mediodía y fui  a buscar alguna ropa en desuso para hacerle una cucha donde pudiera echarse a dormir, pero cuando volví él ya estaba durmiendo, hecho un ovillo, junto a la casilla que fuera de Terry. Entonces entendí que a ese perro de la calle, sin dueño, que comía de la basura y dormía en cualquier parte, Terry lo había puesto en mi camino para que fuese mi compañero, para que me cuidara y yo lo cuidara, porque los dos estábamos solos y ambos nos necesitábamos.
Le conté a mi madre de mi nueva adopción. Ella lo aceptó, de nombre le puse Arapey  y  comenzó a acompañarme al liceo. Cuando yo entraba,  él se volvía a casa. A la salida andaba siempre merodeando mientras me esperaba para acompañarme en el trayecto de vuelta. Sin embargo, no dejó nunca de ser un perro solitario, independiente y callejero. 
Pese a  tener casa y comida, pasaba largas horas vagando por las calles. Regresaba cuando le parecía, entonces se dirigía hacia donde yo estaba estudiando y  se echaba a mi lado. Con él conocí otras facetas del amor. Arapey era reacio a las demostraciones exageradas de afecto. Él daba y recibía amor sin ostentación. Me enseñó a amar a la distancia. A confiar en lo que amamos. A no avasallar al ser amado.
Los años del liceo no cambiaron mi vida ni mi carácter. Tuve muchos compañeros, pero no hice amigos.                  
V
Aún no había decidido qué carrera seguir en la universidad, cuando se desató en el país un conjuro cívico que dio a los militares la oportunidad de implantar una nueva dictadura.
En mi casa no sufrimos los atropellos y violaciones que sufrieron muchas familias, que como nosotros, no estuvieron  implicadas. Pocas veces oí a mis padres hablar de política. A pesar de que ambos tenían ideas claras sobre la situación que vivía el país, nunca los oí explayarse sobre ellas. Sin embargo, un día mi madre gritó y lloró como nunca la había visto hacerlo. Mi padre, enojado,  trataba de calmarla. El motivo  era  que  la noche anterior los militares se habían llevado a Casio  de su casa y nadie sabía donde se encontraba. Mi padre no entendía por qué ese hecho la ponía tan fuera de sí. Sin embargo yo, aunque un poco confundida, creí  intuir el porqué.  Fue entonces que le oímos aquel comentario que destruyó a mi padre, que deshizo la familia y terminó de moldear mi vida de eremita. ¡Casio es el padre de Verónica! dijo. Yo llamé a gritos a mi perro y fui corriendo a encerrarme en mi cuarto. Y allí hubiese querido quedarme para siempre; sin comer,  sin oír,  sin saber. Morirme, hubiese querido.  Pero la vida es un río caudaloso que a nuestro pesar, nos arrastra y nos lleva en sus remolinos. Decidí seguir respirando.
Casio desapareció y la familia no volvió a saber de él. Mi padre, o el que creí mi padre por muchos años, se fue de casa esa misma noche. No obstante, siempre estuvo cuando lo necesitamos. Siempre nos apoyó y nos ayudó y a pesar de que nunca dejó de venir a vernos, a vivir con nosotras nunca volvió. 
Yo no quise, en aquel momento, que mi madre me explicara nada. La concepción que tenía yo de mi vida, dio esa noche un giro de campana. El que creí mi padre desde que tuve conciencia no era mi padre, mis hermanas eran medio hermanas y mi verdadero padre era un amigo de mi madre. Después, de a pedazos, fui yo misma reconstruyendo la historia: ellos se habían amado cuando mi madre era modelo y él un hombre casado. Nunca supe por qué no se separó de su mujer y se fue a vivir con ella, si es que de verdad la amaba. Lo que sí supe es que para mi madre él fue su gran amor. Después conoció a mi padre que se enamoró de ella y le ofreció matrimonio. Dejó de modelar y se casó. Pero Dios o el destino quiso que, un verano, viniera Casio a vivir al barrio con su familia y se volvieron a encontrar. Lo demás: el epílogo de una historia de  amor prohibido y yo su lógica consecuencia.
Cuando terminé el liceo fui a la universidad, allí conocí a Leandro, un joven del interior del país que había venido a estudiar a Montevideo. Fuimos primero amigos, compañeros de clase. Después, novios. Él alquilaba un departamento cerca de la facultad. Allí nos encontrábamos para estudiar y hacer el amor. Leandro se enamoró de mí y a mí me gustaba estar con él. No sé si realmente lo amé o si sólo apreciaba su compañía. Siempre fui muy introvertida, ni yo misma he llegado a conocer a fondo mis propios sentimientos. Lo cierto fue que, pasado un tiempo, se aburrió de mi ostracismo y una tarde decidió poner fin a nuestra relación ambivalente. No sentí pena, Leandro dejó en mí sólo el recuerdo de haber sido mi primer hombre.
VI
En quinto año de facultad estuve de novia con un joven de Montevideo que estaba terminando la carrera. Se llamaba Asdrúbal. Trabajaba  y estudiaba. Era unos años mayor que yo. Nos conocimos en la Biblioteca  y casi en seguida comenzamos a salir. Congeniábamos y teníamos buena química. Yo me esforzaba por mejorar mi carácter. Por ser más receptiva. Más confiada. Con la ayuda de Asdrúbal, con quien hablábamos mucho sobre mi personalidad, creo que lo hubiese conseguido.
Hasta que una noche, mientras tomábamos un café en un bar del Centro,  apareció una joven que según dijo era la prometida de Asdrúbal  y  le increpó duramente el estar en mi compañía. Yo no quise saber nada. Me levanté, me fui y  lo dejé a él que solucionara su problema de pareja. No quise volver a verlo. Creo que él tampoco lo intentó.
Un verano, dos años antes de recibirme de Doctora en Derecho, murió Arapey.
Hacía tiempo que estaba enfermo. Comenzó por abandonar sus correrías. Y de andar vagando por el barrio. Después fue dejando de comer. 
El veterinario lo había examinado sin encontrar nada grave. Una tomografía reveló, al final, la existencia de un tumor maligno en la cabeza. No existía una intervención quirúrgica que diera cierta seguridad de cura. Lo fuimos tratando con calmantes, hasta que un día dejaron de hacerle efecto. El veterinario aconsejó sacrificarlo. Lo inyectaron y yo me quedé junto a él, con una de sus manos entre mis manos, hasta que sus ojos quedaron fijos en la nada y su mano rígida entre las mías. No se quejó. Simplemente se fue apagando. No sé cuánto tiempo me quedé sola con él. Mi padre ya no estaba en casa, mi madre me  acompañó y yo misma lo enterré en el fondo de la quinta.
                                               VII
Unos meses después de recibir mi título en la Universidad de la República, mi padre se despidió de mí y de mis hermanas y se fue  a vivir a España. No lo volvimos a ver. Falleció en Barcelona cinco años después de haber llegado a la península.
El verano aquel, cuando terminé mis estudios de Derecho, mi madre colocó junto a la puerta de  entrada una chapa que decía: VERÓNICA CARABAJAL, ABOGADA. No se veía desde la calle. Las santarritas y las glicinas entrelazadas cubrían las vetustas paredes de la casa.
En esos días, con mi flamante título en la mano, comencé a trabajar en el estudio de un abogado muy respetado, amigo de mi padre. Allí trabajaba el hijo, también abogado, un poco mayor que yo. Se llamaba Guillermo, era soltero y buen mozo. Estaba de novio con la hija de un juez de la Suprema Corte de Justicia. De todos modos, simpatizamos en cuanto nos vimos y comenzamos a salir. Al pasar el tiempo, nuestra relación se afianzó y estuvimos juntos casi dos años. Entonces él anunció su matrimonio y, sin más, se casó con la novia hija del juez de la Corte. Siguió, sin embargo, afirmando que me amaba y me propuso continuar nuestra relación. Pero para mí, él ya no existía. Durante mucho tiempo intentó un acercamiento, tratando de explicarme hechos irreversibles que no tenían explicación. Jamás transé. Nunca me detuve a escucharlo. Él ya era en mi vida, una historia acabada.
Cuando el padre de Guillermo se jubiló, nos dejó el estudio a ambos. Fuimos socios varios años. En los últimos tiempos fui también la encargada de explicarle a su hijo, tercera generación de abogados de la familia, el funcionamiento del estudio. Hacía ya unos meses había decidido dejarle mi puesto al muchacho y retirarme. Tenía pensado  dedicar mi tiempo a escribir y así lo hice un fin de año, ante la sorpresa de Guillermo y la alegría del hijo.
Cuando murió Arapey decidí no tener más perro. Mi madre no estaba de acuerdo. Ella, como yo, era muy “perrera”. Cada pocos días me traía noticias de alguien que regalaba un “cachorro divino”. En esa época Bernarda y Carolina se pusieron de novias y se casaron ambas,  en el mismo año. Bernarda se casó con un joven argentino que conoció en La Pedrera donde, aún hoy, tenemos una cabaña que nos dejó mi padre junto con otros bienes. Se casó y se fue a vivir a Córdoba, en Argentina. Carolina se casó con un compañero de estudios, vecino del barrio. Con mala suerte pues, al poco tiempo de casados, el joven murió en un accidente  automovilístico donde ella salvó su vida de milagro. Cuando se recuperó se fue a vivir a Córdoba con Bernarda, que tuvo tres hijos. Allí,  hace unos años, volvió a casarse.        
VIII
Para entonces doña Benigna, la cocinera que vivió con nosotras tantos años, se había jubilado y se había ido a vivir con una hija. Nos quedamos solas, mi  madre y yo,  en aquella casa tan grande. Le propuse entonces  que podríamos mudarnos a una casa más chica, donde no tuviese que trajinar tanto todo el día y la manutención no fuera tan gravosa. Le pareció una buena idea y decidió vender la casona y comprar un apartamento en un barrio más céntrico, cerca de  mi trabajo. Al poco tiempo consiguió una transacción beneficiosa. Vendió la casona y  compró un departamento en el Centro, frente a la plaza de los Treinta y Tres Orientales.
En esos meses, antes de dejar la casa, entró una tarde de la calle muy alterada. Le pregunté que le sucedía y me contó una historia “enternecedora”. Según le contó una vecina, en el Miguelete algún desalmado había dejado, adentro de una caja, una perrita con cuatro cachorritos recién nacidos. 
—Es de raza — me decía—, que parece que se enamoró de un perro cualquiera y los dueños al ver esa camada sin pedigrí, la sacaron con su cría para la calle y la dejaron en el  arroyo. 
—Bueno mamá —le dije—,  qué vamos a hacer, no es asunto nuestro. 
—Vos sabés que son preciosos —me dijo—, mientras con sus manos alisaba las arrugas del mantel sobre la mesa. 
—Cómo sabés que son preciosos —pregunté. 
—Porque  fui a verlos —me contestó con un suspiro. 
—¡Mamá! ¿Fuiste hasta el arroyo?  
—¡Claro! Para ver si era cierto. Y es cierto, están allí. ¿No querés ir a verlos...? Alguna vez me pregunté por qué no me resistí. Por qué no dije: 
—¡No! ¡No quiero ir! Nos vamos a un departamento. ¡No hay lugar para un perro…! 
Los cachorros eran divinos. Dos de ellos todavía tenían los ojos cerrados y la madre, la joven expulsada de un hogar de humanos inhumanos,  una pequinesa de pelo dorado y nariz chata, que nos miraba suplicante con sus ojos redondos y lacrimosos. Demoramos un poco en mudarnos. Desmantelar aquella casa y preparar la mudanza nos llevó mucho tiempo.
La pequinesa es una de las razas más antiguas del mundo.  Alguien nos contó que estos perros fueron, durante siglos, venerados como propiedad exclusiva de las Cortes Imperiales de China. Volvimos con la caja, la madre, a la que llamamos Tarita y los cuatro cachorros. Le dije con firmeza a mi madre que los tendríamos hasta que nos mudáramos y ellos estuvieran, por lo menos, con los ojos abiertos. Fue un trato.
IX
Habían pasado dos meses y estaba todo pronto para hacer la mudanza. Como nos estábamos enamorando de los cachorros decidimos comenzar a regalarlos. También decidimos, de común acuerdo, quedarnos con uno.  De modo que nos acercamos a donde Tarita dormía con su cría y mi madre se inclinó para retirar un cachorro. Mamá y yo andábamos siempre con los perritos en los brazos,  porque eran preciosos y parecían de juguete. Sin embargo, parece que Tarita hubiese adivinado que le íbamos a quitar uno, pues se puso a llorar con hipos y todo, de tal manera, que no podíamos calmarla. Se había incorporado y parada en las  patitas de atrás se apoyó en mi madre que tenía el perrito en los brazos. Lloraba como una desaforada. Las lágrimas le caían por la cara hasta el piso. Así que le dije : ¡Por favor, devuélvele el hijo a esta escandalosa!
Ella se apresuró a dejarle el cachorro junto a los otros,  Tarita se echó con ellos y siguió llorando. Aunque más tranquila, de todos modos, siguió llorando. En una oportunidad le comenté al veterinario de “la lágrima siempre pronta”, en los ojos de Tarita. El facultativo me contó que los pequineses  suelen contraer una enfermedad que les deja los ojos lacrimosos, por lo que aparentan que lloran. Eso dijo el veterinario. Pero yo puedo asegurar que Tarita lloraba, y lloraba de verdad.
Dos días después nos mudamos al departamento frente a la Plaza de los Treinta y Tres Orientales, con  los cuatro cachorros bastardos  y  la pequinesa de lujo venerada en el imperio chino, metidos todos en un cajón de cebollas que el domingo anterior mi madre le había  comprado a un puestero de la feria.
X
El apartamento estaba en el octavo piso, tenía una terraza amplia al frente y otra al fondo, hacia donde se abría la puerta de la cocina. En esa terraza le hicimos  a Tarita y sus vástagos una cucha amplia donde pudiesen pasar el mayor tiempo posible. Los cachorros se aquerenciaron  en seguida a su nueva vivienda y recorrían olfateando y ensuciando toda la terraza: trabajo extra para mi madre.  En esos días contratamos a Onilda, una señora que ya conocíamos, que vino a vivir con nosotras pues el apartamento tenía habitación y baño de servicio. Los cachorros pasaban bien en la terraza. Jugaban y comían todo el día y de noche dormían y soñaban felices como niños.
Pero Tarita descubrió la puerta de la cocina el mismo día de la mudanza y cada tanto abandonaba la camada y se colaba al interior del departamento. Lo recorría, estaba un poco con nosotras y se volvía con sus hijos.
Después, el tiempo pasó, los chicos crecieron y ella un día no los toleró más. En realidad estaban grandes, comían solos, andaban por todos lados pero seguían chupando teta. Había llegado el momento de regalarlos. Tenían casi cuatro meses y se habían convertido en unos perritos preciosos. Entre los diez pisos del edificio quedaron los cuatro. Algunos vecinos que nos habían visto llegar con ellos, sabían que cuando crecieran los íbamos a regalar. No tardaron en venir a verlos y dejarlos encargados.
En una tarde se llevaron a los cuatro. Tarita ni se despidió de ellos. Tanto que lloró cuando le quisimos sacar uno y,  sin embargo, al ver  que se los llevaban a todos,  ni parpadeó. Ella quedó con nosotras. Eligió el mejor sofá donde apoltronarse y así recuperar su antigua jerarquía china. Verla allí,  recostada en los almohadones, daba la impresión de tener en casa una  diminuta y peluda emperatriz.
XI
Nos acostumbramos a vivir en el Centro antes de lo que creímos. El apartamento era muy cómodo, tenía una hermosa vista hacia la plaza y sabemos que en el centro de la ciudad todo queda cerca. Teníamos los cines, los teatros, las grandes tiendas, los restaurantes, todo a mano. Nunca fuimos tanto al cine y al teatro como en los primeros años de vivir en el apartamento. Mi madre estaba contenta. Todas las mañanas bajaba con Tarita a la plaza, se sentaba en un banco  y en seguida entablaba conversación con alguien, que como ella, no tuviese nada que hacer. De tarde bajaba a hacer compras o a mirar vidrieras. Mamá fue siempre muy sociable, le encantaba la gente. Conversaba con todo el mundo. Es indudable que no heredé su histrionismo. Yo salgo de mi casa para ir a un lugar determinado y regresar. Salir porque sí, a caminar o a sentarme en la plaza, nunca se me ocurriría.
Hacía tres años que vivíamos en el apartamento cuando me retiré del escritorio que compartía con Guillermo. A partir de  entonces quedarme en casa: levantarme más tarde, terminar con las corridas a los juzgados, los juicios, las sentencias, el papeleo, fue, para mí, un placer enorme.
De todos modos, nada en esta vida es perfecto ni gratuito. Mamá empezó con  arritmias y problemas en el corazón. Yo la cuidaba mucho y ella también se cuidabaLe habían diagnosticado insuficiencia cardiaca, dolencia que  llevó varios años. Hasta que sucedió un hecho que trastocó mi vida y aceleró el final de la suya.
Habían pasado ya seis años desde nuestra mudanza al Centro. Tarita estaba preciosa. La habíamos hecho socia de una veterinaria de la zona donde, aparte de darle las vacunas y alguna medicina que necesitara, la bañaban, tenía peluquería y corte de uñas. Mamá, frente a mi pedido de que no bajara todos los días, había dejado de llevarla a la plaza. Ese trabajo lo hacía Onilda.
Un atardecer que Onilda no se encontraba bajé  y crucé al quiosco  que estaba  en la esquina de la plaza, para comprar una revista. Mamá quedó arriba con Tarita que se puso a llorar y a ladrar, porque yo había bajado. Como no la pudo calmar, mamá la tomó en los brazos y bajó con ella a esperarme. Cuando bajaron yo estaba en la acera de enfrente esperando  que pasaran unos autos, para cruzar. Mamá me vio, dejó a Tarita en el suelo y se quedó en la vereda a esperarme. Tarita también me vio y cruzó la calle corriendo. En ese momento un auto que venía le pasó por arriba. Yo grité, mi madre se puso una mano en el corazón,  el auto siguió y Tarita salió corriendo de entre las ruedas de atrás hacia donde yo estaba y cayó muerta a mis pies.
XII
Fue tan cruel, tan injusta esa muerte que aún al recordarla siento dolor. Al principio no me di cuenta que estaba muerta. Mientras, algunas personas que vieron lo que sucedió se acercaron. Entonces yo me agaché  junto a ella y la llamé. A mí alrededor nadie hablaba. Un señor se acercó y me dijo: 
—El perrito está muerto señora. Me acuerdo que le dije: 
—No, si el auto no le hizo nada, ¿no vio que salió por la parte de atrás y vino corriendo? 
 — Sí señora —me contestó—, pero el auto lo golpeó, debe haberle golpeado la cabeza. Yo no podía conformarme, la tomé en los brazos y crucé con ella hasta donde mi madre se encontraba llorando.
Cuando llegamos al apartamento la dejé sobre los almohadones donde ella dormía. Tenía los ojos llorosos y abiertos. No tenía sangre ni marca de golpe alguno. Llamamos a la veterinaria que estaba de turno y vino un doctor que comprobó su fallecimiento y dijo lo mismo que me dijera el señor en la esquina de la plaza: el auto la había golpeado, ella salió y corrió ya sin  vida, porque el  sistema nervioso aún estaba activo o, tal vez, debido a que el corazón aún le latía. 
—Pero si el golpe que recibió en la cabeza la mató y corrió solamente por la acción del sistema nervioso o del corazón que aún le latía ¿por qué no corrió para otro lado? ¿Por qué corrió hacia mí? —le pregunté.  
—La ciencia aún no tiene explicación para esos casos extraños   —dijo el veterinario.
Nos llevó meses empezar a conformarnos de la pérdida de Tarita. A mí, aquello de verla caer a mis pies, me trajo infinidad de conflictos emocionales. Hasta hoy sigo buscando una explicación. A veces creo encontrarla. La explicación sería muy simple. Bastaría con creer en la existencia de Dios .
Ese día mamá empeoró de su deficiencia cardíaca. A la mañana siguiente le dio un infarto, se recuperó pero ya no fue la misma. Se levantaba de la cama y se sentaba en un sillón, junto al escritorio donde escribo y miraba para afuera. Pasaba horas en silencio, mientras yo escribía. A las cinco Onilda nos servía el té, yo dejaba de escribir o de leer, conversábamos un rato, hablábamos de mis hermanas, de los nietos que tenía en Córdoba, mirábamos juntas alguna película o alguna novela y cuando ella quería irse para su dormitorio y se acostaba, yo volvía a mi trabajo.
Una tarde  estábamos tomando el té y tocaron timbre. Nos llamó la atención, puesto que si es alguien que llama de afuera lo hace por el portero eléctrico. Onilda fue a abrir:
 —Es Guida, la nena del apartamento de arriba, anunció.
 —Que pase —le contesté.
Entró Guida con una perra doberman preciosa, con las orejas y el rabo cortado. Cuando entró, la niña le quitó la correa y la dejó sólo con el collar. Mi madre y yo no atinamos a decir una palabra. La perra entró y ni siquiera nos miró, dio unas vueltas por el living donde estábamos y se echó sobre la alfombra entre mi madre y yo, con el hocico apoyado en mi pie. Guida se había instalado en un sofá frente a nosotras. La perra, en lugar de quedarse junto a la niña se acomodó con nosotras, como si ella también fuese la dueña de casa y su dueña la visita.
Muchas veces las personas cuentan  lo que hacen sus mascotas y la gente no cree. Es necesario convivir, principalmente, con los perros para saber a qué grado de inteligencia han llegado esos animales, desde que conocieron al Hombre y se convirtieron en su sombra.
XIII
Guida comenzó hablando de su próximo viaje a la ciudad de Hamburgo. Allí se iba en los próximos días con sus padres y hermanos en un plan de dos años,  y perspectivas de quedarse del todo.
El padre de Guida era un ingeniero que había venido contratado al Uruguay, a dirigir una empresa naviera. En el transcurso de ese contrato conoció en Montevideo a la madre de Guida, descendiente de alemanes, se casó con ella y se estableció en Uruguay. En esos días volvía a su país a interiorizarse sobre ciertos trabajos realizados, en áreas del operativo portuario, en el  puerto de Hamburgo. El ingeniero se iba con toda su familia: esposa, hijos y perros. 
—Nos vamos dentro de dos día —dijo Guida—, y nos llevamos las dos perras, a Dagma, la madre, y Érika, la hija. Tuvimos que sacarles pasaportes a las dos. Pero hoy mi padre nos dijo que trajéramos a Érika para ustedes. Tiene seis meses, es muy dócil y muy buena. Será una buena compañía para ustedes que son mujeres solas. Que se queden con ella, que no se van a arrepentir — dijo.
Ni yo ni mi madre sabíamos qué decir. Era una perra demasiado grande para un departamento. ¿Cómo íbamos a manejarla? ¿Y un perro Doberman...? Yo pensaba en  aquella boca con semejantes colmillos cruzados y  le dije la verdad a la chica:
—Muchas gracias querida, pero no, no podemos aceptar. Yo no me animo a tenerla en casa. Ella no nos conoce. Y tú sabes que ésta es una raza con muy mala fama.
     —Si —dijo ella—, tienen mala fama, pero los perros son como uno los cría. Nosotros   siempre   tuvimos perros Doberman y nunca nos causaron problemas. Son vigilantes y muy compañeros
De acuerdo, le contesté, pero no creo que ella…y miro a la perra que, echada entre mi madre y yo...se había dormido. 
—¡Érika! —la llamé—, abrió un ojo y me miró. Ni levantó la cabeza. Se quedó un momento con el ojo abierto y como no dije  nada más, lo volvió a cerrar. Confundida miré a mi madre y  la vi reír. Cubrió su  boca con una mano y siguió riéndose. 
—¡Mamá! —dije emocionada, ¡hacía tanto que no la veía reír!
—¿Estás riéndote?  
—¡Sí! me contestó. Guida se puso de pie: 
—¿Se animan a quedarse con ella hasta mañana? Mañana de mañana vengo, si no se quedan con ella, me la llevo. Miré a mamá y me dijo que sí con la cabeza. Me puse de pie para acompañarla mientras pensaba en qué haría  la perra cuando viera que su dueña la dejaba y se iba sola. Comenzamos a caminar las tres hacia la puerta de entrada. Abrí la puerta, Guida se adelantó y salió al pasillo. Se despidió hasta el otro día y dejó la correa de Érika en mi mano. Yo seguía expectante esperando la reacción de la perra. Guida comenzó a caminar hacia el ascensor. Yo continuaba con la puerta abierta. Érika no esperó más, dio media vuelta y fue a echarse a los pies de mi madre…y  volvió a dormirse. Con los ojos húmedos mi madre me sonreía, ¿qué podía hacer yo?
Antes de irse al aeropuerto pasaron por casa todos los miembros de la familia de Guida. Menos la madre de Érika, a Dagma ya la habían embarcado. Nos dejaron la documentación de nuestra hija adoptiva: la partida de nacimiento con su ascendencia y nombre verdadero y su inscripción al Kennel  Club del Uruguay. Se despidieron de la joven doberman, que les movió un poco el rabo y se fueron.
XIV
Doce años vivió Érika conmigo. Nunca la oí ladrar. Fue la perra más limpia, más prolija y más educada  de cuantos perros tuve. Se adaptó con tanta facilidad a nosotras como nosotras a ella. A mí me había adoptado como madre. Donde yo iba, iba ella. Si entraba al baño se sentaba junto a la puerta a esperarme. Cuando me sentaba a escribir en mi escritorio se echaba a mis pies y allí permanecía las horas perdidas.
La llegada de Érika reavivó un poco el espíritu de mamá, pero siguió muy delicada de salud. En los días  en que ya no se levantaba, la doberman me abandonó para acompañarla. Se quedaba, echada de perfil, al costado de la cama día y noche. Cuando falleció, fue Érika la que anunció su deceso. Se puso a lloriquear y a dar vueltas, con la cabeza gacha,  entre el dormitorio y el living. Cuando llegué junto a la cama de mamá ella se fue a la cucha en la terraza, y por dos días no volví a verla. Mamá murió una noche de invierno de hace  cuatro años.
Después, la soledad sólo fue mi compañía. Qué hacer de mi vida sin mi madre, sin ella, mi compañera de todas las horas. Mi amiga. Todo lo que realmente me importaba. Todo lo que tenía, que tuve siempre. Me quedé sola. Entonces redescubrí a Érika. Mi sombra. Mi otro yo caminando a mi lado. El refugio de mi soledad y mi tristeza. Érika y yo, juntas en el apartamento frente a la plaza comunicándonos, cada día más, en una simbiosis perfecta. Donde yo estaba, estaba ella. Sentada con su cabeza sobre mi pierna; acostada con el hocico sobre mi pie. De pie las dos, tan pegada a mí que me empujaba casi. Sus ojos renegridos mirándome, mirándome siempre. Tan tristes al final. Tan tristes. ¿Sabía ella, como yo sabía, que se estaba yendo, que estaba abandonándome?

 Me quedé sin su mirada mansa, su hocico húmedo, sin su sombra junto a mi sombra. Y sigo, porque la vida es eso. Un continuo caminar.  Hoy he dado vuelta la hoja y cerrado el libro de los recuerdos. 
Comienzo a acostumbrarme al silencio. 
Algunas veces, al caer la tarde, me detengo a observar la plaza desde el ventanal  como lo hacía mi madre. 
Estos días he visto que, entre los jardines, anda un perro perdido. Debe tener hambre. 

Ada Vega, edición 2005 - 
 

martes, 27 de octubre de 2020

Las campanas de la Catedral

 



A las siete de la tarde las campanas de la Catedral llamaban al Ángelus. Las señoras piadosas de la ciudad se acercaban con sus niños pequeños y sus hijas adolescentes, a rezar el Ave María. Montevideo aún conservaba vestigios de aldea, aunque las cúpulas de sus edificios se elevaban en el inútil impulso de acariciar el cielo. A esa hora, las escasas luces de la Ciudad Vieja, comenzaban a encenderse.

El arbolado de la Plaza Matriz, plantado tardíamente, a lo largo de sendas pavimentadas, mostraba árboles escuálidos atados a sus tutores. En el medio de la plaza, donde confluían las sendas, se encontraba la fuente de mármol, en homenaje a la primera Constitución de 1830, y en derredor se alineaban bancos y faroles.

Yo iba de la mano de mamá.

En el camino se unía a nosotras mi madrina, la tía que nunca se casó, que se llamaba Gloria y vivía con mis abuelos en una casona del barrio de La Aguada

Atravesábamos la plaza al sesgo, para desembocar en las puertas de la Iglesia Mayor. Al finalizar el Ángelus el sacerdote elevaba el Santísimo y bendecía a todos los feligreses. Luego nos retirábamos y volvíamos a cruzar la plaza, pero entonces dábamos una vuelta alrededor de la fuente. 

A mí me encantaba ese paseo, porque la tía y mamá se sentaban en algún banco a conversar y yo me quedaba junto a la fuente a observar a los niños y a los querubines, a los faunos y a los delfines entrelazados, jugando bajo el agua de la vertiente.

Por un rato, después del Ángelus, la escalinata y la calle de la Catedral se veían colmadas de gente que se saludaba y conversaba, mientras enfrente, la plaza se convertía en un sarao.

Gloria fue la primera en nacer y designada por ello, a quedarse con los abuelos para cuidarlos en su vejez. Fue también, en compensación, la madrina de todos sus sobrinos. Estuvo en mi bautismo y en la fiesta de mis 15, pero no pudo venir a mi boda porque el abuelo es esos días no se encontraba bien de salud. Al poco tiempo cuando el abuelo falleció, siguió solícita, cuidando a la abuela.

Un día las campanas de la Catedral dejaron de llamar a oración y las campanas de todas las parroquias de la ciudad, dejaron de doblar.

En esos días falleció la abuela, y mi madrina, la tía solterona, la madrina de todos sus sobrinos, la que no se casó nunca, no tuvo hijos, ni conoció hombre alguno, se quedó sola. Sin serenatas, ni cartas de amor. Entonces comencé a ir a verla todos los domingos.


 Había en la casa una cocina a leña que en invierno estaba siempre encendida, y allí nos sentábamos las dos a conversar. Tomábamos mate con café, en un mate de porcelana, con flores de colores y filetes dorados, con una bombilla de plata y oro, que había sido un regalo de boda de mis abuelos. Comíamos unos bizcochos con azúcar negra y pasas de uvas, que ella horneaba para mí, porque sabía que desde niña me encantaban.

Cuando nació mi primer hijo, no quise pedirle que fuese la madrina, porque siempre creí que cada niño que amadrinaba era como una nueva condena, un nuevo dolor.

Al principio iba sola los domingos y mi esposo iba a buscarme al atardecer. Después comencé a ir con mi hijo pequeño, después con el segundo y luego con los tres.

Las tardes de los domingos fueron una obligación que nunca tuve el valor de abandonar. A mis hijos les gustaba ir, pues había en la casa un fondo grande, donde podían jugar sin peligro y sin molestar.

Durante mucho tiempo fui a verla los domingos.Sé que ella esperaba mi visita como algo preestablecido, y la hacía feliz.

Después, los años pasaron, mis hijos crecieron y yo comencé a quedarme los domingos en mi casa junto a mi esposo.

Los años también pasaron para ella que envejeció en soledad, sin pedir nunca nada a nadie.

Y una tarde fría de invierno, a la hora en que antaño, las campanas de la Catedral llamaban al Ángelus, se fue en silencio. Abandonó este mundo impiadoso, en aquel caserón del barrio de La Aguada.


Ada Vega, edición 2017  -