Powered By Blogger

sábado, 7 de noviembre de 2020

Con las manos sobre el Evangelio

 


 


Su verdadero nombre era María de los Milagros Reboledo Gamarra. De los Reboledo del norte y los Gamarra  del sur. Sus familiares, por lo tanto, se encontraban diseminados por toda la república. Ambos abuelos pelearon en las guerras intestinas de  1870. Antes y después. Y murieron de viejos uno al norte del Río Negro, y en  la capital  el otro.  
Los heredaron los hijos, los hijos de los hijos y los biznietos. Sin embargo nadie conocía a María de los Milagros Reboledo Gamarra que fue, por su libertina conducta, desheredada. Detalle del que nunca tuvo conocimiento, ni le importó. Pues a ella se la conoció en veinte cuadras a la redonda, como María la del río, por algo natural y lógico: vivía junto al río. Por lo tanto, fue hasta su muerte octogenaria María del Río. que así quiso que se la conociera y se la llamara.
Nadie sabe con certeza, ni recuerda, cuando vino a vivir María a su casa de la costa. Según ella misma contaba, había nacido en 1901 y tenía escasos trece años cuando se escapó de su casa siguiendo a un cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero. Lo conoció en la fiesta de cumpleaños de su hermana mayor, donde abrazado a una guitarra lo escuchó cantar y decidió, que ese sería su hombre para toda la vida.
Y fue el cantor su primer hombre. Al que amó con locura y desesperada desesperación su vida entera y a quien juró, con las manos sobre  el Evangelio, que amaría hasta el día de su muerte. Y así fue, lo amó hasta el mismísimo día de su muerte: pero lo engañó a la semana. 
Que una cosa nada tiene que ver con la otra, según su propio decir y entender. Que el amor es inasible y  sublime, decía, y lo bendice Dios.  Y el cuerpo es terreno, se pudre en la tierra y  Dios no tiene en él, el más mínimo interés.
 También es cierto que su cantor, bohemio y fachero, vivía la noche de juerga y  de día dormía igual que un lirón. Aunque, la verdad sea dicha, no fue ese el real motivo de que María lo engañara, pues si  el muchacho hubiese  sido un santo de altar, bendito y milagrero, lo hubiera engañado igual. Que María había nacido para enamorarse por  un rato de todos los hombres, fuesen buenos, fuesen malos o rebeldes o malvados.
Al igual que muchos hombres que les gustan todas las mujeres, solteras o casadas, lindas o no tanto, de vez en cuando aparece una mujer con los mismos vicios. A los hombres se los llama con  transigencia: mujeriegos. A las mujeres: putas.
Sin embargo, no se debe tomar a la ligera el modo en que María vivía la vida, pues ella proclamaba con orgullo, que nunca se prostituyó, puesto que hacía el amor por placer, que no por dinero.  Que si a ella le gustaban los hombres, también es cierto que los hombres morían por ella. Porque María era bonita a rabiar. 
Que no hace falta que se diga, pues todo el mundo lo supo siempre, que fue la mujer más hermosa, sensual y mejor plantada de los tres o cuatro barrios que crecieron junto al río. Que la mata de su pelo negro, decían,  le llegaba a la cintura. Que sus ojazos, de mirada pecadora, enardecía a los hombres cuando pasaba insinuante. Que su cintura fina, y su quiebre al caminar. Que su boca, a media risa, maliciosa y subyugante. 
Eso decían, y  era cierto. No hubo mujer más amada por los hombres y más odiada por las mujeres. Y esto último sin razón. Que ella no engañaba a nadie, decía y con propiedad. Que nunca le quitó el novio, ni el marido, a ninguna mujer. Pues los hombres para ella eran todos pasajeros. Pétalos de una flor que se los llevaba el viento. Sólo fuegos de artificio nacidos para morir. Que ninguno despertó en su pecho el más mínimo sentimiento de amor, ni de codicia. Pues ella tenía su hombre, su cantor, a quien había jurado amar hasta el fin de su vida.
 María la del río, era prolija y muy limpia. Su casa brillaba por dentro y por fuera. Ella misma pintaba las puertas y las paredes cuando era necesidad. Plantaba y cultivaba su huerto. Cosía su ropa. Amasaba su pan y hacía su vino con uvas morenas.
 Un invierno, su amante cantor le dejó la casa y  se fue de torero a recorrer, cantando,  los barrios, los puertos. Cada tanto volvía, borracho y enfermo, harto de mujeres y piringundines. Colgaba la guitarra en el ropero y le entregaba su cuerpo a María para que con él hiciera lo que quisiera. 
María lo único que podía hacer con aquel deterioro de cuerpo, era darle cristiana sepultura. Pero aquella mujer era una santa. Lo cuidaba y lo alimentaba.  De entrada, nomas, lo metía en la tina con agua caliente, lo dejaba un rato en  remojo y después  lo refregaba con fuerza, con jabón de olor, de la cabeza a los pies. Se untaba las manos con grasa de pella y se la pasaba por todo el cuerpo  para curarle heridas y mataduras.
Con santa paciencia le cortaba las uñas y el pelo. Luego lo afeitaba, lo metía en la cama y lo dejaba dormir días enteros mientras ella  le velaba el sueño.
 Al cabo de un tiempo, con tantos cuidados,  el mozo cantor se recuperaba. Quedaba lustroso, con la ropa limpia, gordo y oliendo a lavanda. Después, pasado unos días, una noche cualquiera después de cenar, descolgaba la guitarra, abrazaba y  besaba a María como un hijo besa y abraza a su madre  y se iba, silbando bajito, perdido en la noche. Siempre se llevaron bien. Nunca discutieron. Nunca una palabra de más. Nunca un improperio. Todo sabían el uno del otro. Y se respetaban.  De todos modos, si bien es cierto que él  siempre se iba y la abandonaba,  María sabía que era volvedor.
Un día, cuando el año cuarenta moría y  hacía seis o siete  que el cantor  no daba señales de vida, le avisaron  que en un boliche en un barrio del norte, en una trifulca, alguien lo había matado. Ella se vistió de negro, llamó a un carrero  vecino y con él  fue a buscarlo. De regreso, con el hombre muerto, lo bañó, le cambió la ropa, lo peinó con jopo y gomina y  lo veló toda la noche. Al otro día fue sola a enterrarlo. No quiso que nadie la acompañara. Que el muerto era sólo suyo, dijo. Después, de vuelta a su casa, siguió con su vida. Enamorándose de los hombres y dejando que los hombres se enamoraran de ella. Que no fueron pocos los  hombres de paso que quisieron quedarse con ella  del todo, sufriendo tras su negativa. Porque María nunca necesitó un hombre para vivir, pues se mantuvo siempre sola. Sola hasta el fin.

María la del Río murió un invierno lluvioso y frío. La casa se llenó de  ancianos. La velaron día y medio y al final la enterraron porque no podían seguir esperando que llegaran todos los que la amaron. Pues algunos no pudieron venir porque ya no caminaban o tenían  la mente perdida. Los más porque estaban muertos. Y otros porque sus mujeres, hasta muerta la celaron. Esto último sin razón. Que ella nunca le sacó el novio ni el marido a ninguna mujer. Que el amor que ella daba era sólo por un rato.  Que jamás quiso hombre alguno plantado en su casa. Porque María del Río, como ella quería que la llamaran, amó solamente a un hombre, aquel cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero, a quien le juró, a los trece años, con las manos sobre el Evangelio, que lo amaría hasta el día de su  muerte.
 Y fue verdad.  

Ada Vega.edición 2005  - 

Las gemelas

 



La tía Pilar vivía a unas cuadras de mi casa. En una casa oscura, antigua y romántica; con paredes muy altas y techos de bovedilla. Tenía diez habitaciones, y pequeñas salas diseminadas entre ellas. Un comedor enorme con balcones cargados de  flores que daban al jardín, y un  sótano de gran tamaño, donde habitaban los espíritus de los familiares muertos, que olía a un sahumerio dulce y picante que revolvía el estómago, alteraba la cabeza y hacía correr por las venas voraces sensaciones prohibidas. 
El sótano tenía una puerta de doble hoja,  que permanecía arrimada y sin llave, donde sólo cada tanto, entraba la abuela. Era ella la encargada de dejar en ese territorio místico, algún mueble fuera de uso, juguetes de niños que crecieron, cartas viejas,  documentos vencidos. Espejos.
A pesar de que los niños teníamos la entrada prohibida, mi hermana Ester vivía fascinada por aquella puerta entreabierta, que intentó mil veces cruzar, arrastrándome a mí, y  la cual estoy segura,  logró, en aquellos días,  sortear más de una vez.
Como antes dije, era una casa antigua y romántica. Con aquel romanticismo escondido en los patios con glicinas, hacia donde abrían sus ventanas la mayoría de las habitaciones. 
En esa casa  de fines del siglo XIX, habían vivido mis abuelos y criado a sus hijos. Pilar era una de las hijas menores. Nunca se casó. Cuando murieron mis abuelos a pesar de que mamá le pidió que viniese a vivir con nosotros, ella prefirió quedarse  sola en aquel caserón.
También dije que la casa de los abuelos era oscura. Varias de sus habitaciones tenían ventanas hacia los patios interiores  dónde no llegaba el sol. Además, los árboles del jardín eran muy frondosos y sus ramas le robaban la luz del día.
Esto no alcanzó a preocupar a  la tía Pilar que nunca hizo buenas migas con la solana, ella prefería la penumbra, por eso entornaba los postigos de las ventanas como temiendo que entrara la luz, y la cegara.
Mi hermana Ester y yo íbamos casi a diario a ver a la tía. Mamá nos mandaba con  pan casero, un bollón con mermelada o pasteles de dulce membrillo. Cada vez que cocinaba algo especial le llevábamos a la tía. Al llegar nos quedábamos junto al portón  de la vereda y la llamábamos a gritos: ¡tíaaa...! El portón tenía un candado y cuando nos oía desde la casa, venía sonriendo a recibirnos. Era bonita la tía Pilar. Tenía breve la cintura, las piernas largas y los pies pequeños.  Los ojos como la miel y peinaba su cabello oscuro, en un moño trenzado sobre la nuca. Con su vestido de pana azul, de manga larga y cuellito de encaje blanco, sentada en su salita junto al ventanal, semejaba una pintura barroca del siglo XVII.
Cuando entrábamos a la casa nos sentábamos en la sala donde ella bordaba. Usaba sobre su falda un redondo bastidor de pie y sobre él sus delicadas manos entretejían los hilos formando preciosos dibujos.
En una de las paredes de la sala había  un espejo  muy grande con el marco dorado, formado de flores y hojas en relieve  —que según mi madre nunca  había visto antes, ni sabía cuándo ni quién lo había puesto allí—,  en el que veíamos a la tía reflejada sobre su bastidor. Nosotras, sentadas frente a ella, tomábamos guindado casero en unas copitas de cristal  tallado y comíamos unas galletitas que la tía sacaba de una caja cuadrada que estaba sobre el piano. Un piano recto, color borra de vino, que nunca supimos si tenía teclas o no, pues jamás lo vimos abierto.
Mi madre nos contó una vez que Pilar había tenido una hermana gemela llamada Analí, que había muerto a los diecisiete años, y que la tía  nunca logró reponerse de esa pérdida. Contaba mi madre que las gemelas se adoraban, que tocaban el piano a cuatro manos y que Analí escribía versos.
En  aquellos años las jóvenes comenzaban a preparar su ajuar, aún antes de tener novio. Según decía, a Pilar le encantaba bordar de manera que para que su hermana gemela escribiera sus poemas, ella bordaba el ajuar de las dos.
La muerte inesperada de Analí enlutó y llenó de congoja a toda la familia. Principalmente a Pilar que sintió que la hermana gemela se llevaba con ella la mitad de su ser. Sin embargo, a pesar de que desde entonces vivió recluida, sin salir más allá de los límites del  jardín, conservó siempre el carácter afable y  nunca descuidó su persona.
Una tarde, con mi hermana Ester, fuimos a llevarle un bollón de dulce de ciruelas, que mi madre había preparado. Mamá había estado un rato antes; parece que al irse el candado no quedó bien cerrado y, al encontrarlo abierto, entramos sin llamar. Atravesamos el jardín y, al acercarnos a la puerta de entrada, oímos voces. Extrañadas miramos por el ventanal entreabierto: la tía Pilar, sentada ante su bastidor bordaba como siempre. El espejo reflejaba su imagen. ¡No! No era su imagen. Aquella Pilar no bordaba, leía poemas de un libro que sostenía entre sus manos. Pilar, mientras bordaba, la escuchaba sonriendo...
Nos volvimos con el bollón de dulce. Desconcertadas. Mamá no nos quiso creer cuando se lo contamos con lujo de detalles. Asumió que éramos unas aparateras que nos imaginábamos cosas. Que vivíamos en la luna, nos dijo medio enojada, que no servíamos ni para hacer un mandado. Que, aunque hubiésemos encontrado el portón abierto deberíamos haber llamado igual. Y que, en resumidas cuentas, no habíamos visto lo que creímos ver. Tanto énfasis puso mi madre en convencernos de que estábamos equivocadas, que al pasar el tiempo llegamos a creer que en realidad, como  ella decía, no vimos lo que vimos. Pasaron los años, nosotras crecimos y, un día, la tía Pilar murió. Nosotras la acompañamos hasta el final.
Después del entierro, pasados unos días, volvimos a la casa de los abuelos con mamá. No me gustó ir. Al abrir el portón sentí como si un gran desamparo saliera a nuestro encuentro. Tanta soledad y silencio. No sé por qué, sentí que entrar en aquella casa era como una profanación. Mamá entró con gran serenidad, Ester y yo la seguimos. En la pared de la salita donde antes había un espejo, se encontraba un cuadro con el marco dorado formado de flores y hojas en relieve. En él, semejando una antigua postal, las dos gemelas con sus vestidos de pana azul y cuellitos de encaje blanco. Una bordando, la otra leyendo. Las dos sonriendo.
Mi madre no conocía la existencia de ese cuadro, jamás lo había visto. No encontró una explicación razonable, y si la encontró evitó comentarla. Ordenó algunas cosas, trancó puertas y ventanas y, sin mencionar el cuadro de las gemelas, nos fuimos.
La casona permaneció cerrada mucho tiempo, de todos modos, los vecinos comenzaron a murmurar. Decían que se oían ruidos en la vieja casa, risas, voces y el sonido de un piano. En mi casa no le ponían atención a esas murmuraciones, sin embargo mi hermana Ester decidió, un buen día, ponerse a  investigar —creo que ella sabía de qué se trataba—.
 Mamá guardaba los dos rosarios de cuando las gemelas hicieron su primera comunión. Dos rosarios de cuentas blancas que mi hermana encontró revolviendo entre antiguos recuerdos.
 Todas las acciones que emprendía mi hermana Ester, las hacía conmigo. Hacíamos los mandados, estudiábamos, íbamos a pasear y al cine, siempre las dos juntas. A pesar de que éramos muy distintas. Ester era muy movediza, muy curiosa, muy lanzada. Por el contrario yo, soy sumamente tranquila, no soy curiosa, no pregunto. No me gusta arriesgar. De todos modos, en todo lo que ella hacía me involucraba. Yo la seguía por costumbre o porque ya estaba establecido, quizá desde antes de nacer, que fuese así. Una tarde, con el sol todavía alto, me puso un rosario de collar, se colocó ella el otro y me dijo muy seria: vení. Y salimos las dos, rumbo a la casa de la tía Pilar. Mi hermana caminaba muy decidida, yo la seguía sin muchas ganas dos o tres pasos más atrás. Llegamos a la casa, abrimos el portón —que chirrió como quejándose—, y atravesamos el jardín. Ester abrió la puerta y entramos. Se acercó al ventanal y, casi con violencia, abrió de un golpe los postigos. Un rayo de sol, como un puñal, rasgó la oscuridad de la habitación clavándose, con atrevida arrogancia, en el cuadro de las gemelas. La luz inundó el recinto. Mi hermana frente a las gemelas, con una firmeza que no le conocía, más que hablar les ordenaba: ¡Bueno, Pilar, Analí, es suficiente! Ha llegado la hora. Deben irse, esta casa ya no les pertenece. Abandonen el mundo terreno. Asustan a los vecinos. ¡Les ordeno en el nombre de Dios que se vayan!
Dejó los dos rosarios sobre el piano, cerró el ventanal y nos fuimos. Yo no sé si las gemelas la escucharon, lo que sí sé es que cuando al mes volvimos, los ruidos y los murmullos habían cesado. Todo estaba en calma, los rosarios habían desaparecido de encima del piano y en la pared, impasible, brillaba el antiguo espejo.
Esto que cuento sucedió hace ya muchos años. Mis padres fallecieron y también mi hermana Ester. Me he quedado sola. Por eso vine a vivir a la casa de los abuelos. Hice limpiar el jardín y dejé en el sótano, muebles que ya no volverán a usarse, juguetes de niños que crecieron, cartas viejas, documentos vencidos...
Todo está como antes. He retomado en el bastidor los bordados que al morir dejó sin terminar la tía Pilar. Estoy bien, soy feliz, no estoy sola.
Ester, mi hermana gemela, me acompaña desde el espejo. 

Ada Vega,edición 2005

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Mujer irónica y mal pensada

 


Desde que la conoció Aníbal le había dicho a Clemencia que era irónica y mal pensada; y que esos eran atributos que él no soportaba en una mujer. Que la mujer usaba la ironía para sentirse inteligente y superior, le decía, y eso de que una mujer se creyera inteligente y superior a un hombre, era algo que en la vida no se podía soportar. Y menos él. Igual se hicieron novios porque él pensó que un día se tendría que casar con alguien, y que la casa de ella quedaba de paso para ir al trabajo y para el boliche donde noche a noche se reunía con amigos a jugar a las cartas.
De modo que un día, después de pasar varios inviernos aburriéndose en el bar con los pocos amigos que iban quedando solteros, decidió comprar una televisión a color y casarse con Clemencia. Y Clemencia, que ya había pasado los treinta, aceptó casarse con Aníbal, aún sabiendo que el muchacho no era lo que se dice un buen partido, ni la sacaría jamás de pobre, pero que, sin embargo, le permitiría al fin ser dueña de casa y manejar su vida como le viniera en ganas.

La pareja llevaba largos años de novios, el ajuar comenzaba a ponerse amarillento, de manera que dejando a un lado el formulismo, se casaron un sábado de Semana Santa con el altar de la iglesia en penumbras y los santos tapados con trapos negros.
—Arrancamos mal, dijo ella, cuando se enteró lo de los santos y que las arañas de caireles no se encenderían por ser Sábado de Gloria, el día elegido para la boda.
—Pará con la ironía, le dijo Aníbal.
—Ironía es casarnos vos y yo, le contestó ella, y para colmo: un sábado de gloria. Se casaron, al fin, con la bendición de Dios, consientes que se aceptaban pero no se amaban como deberían; y se fueron a vivir a una casa de bajos que alquilaron en el mismo barrio donde ambos habían crecido.

La televisión la colocó Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama. Al volver del trabajo venía derechito a acostarse y encender el aparato. Ella cocinaba, hacía las compras, ordenaba la casa. No miraba televisión. Se acostumbraron a vivir él en el dormitorio y ella en el resto de la casa. Por la noche dormían entrelazados después de hacer el amor. En ese tiempo no tuvieron hijos porque los hijos no estaban en el propósito de ninguno de los dos.

Como a Clemencia le empezó a sobrar el tiempo, pues fue siempre una mujer muy dinámica y laboriosa decidió, por su cuenta, abrir un negocio que pudiera atender ella sola. Por lo tanto desocupó una pieza del frente, hizo colocar unos estantes, un mostrador con cajonera y organizó una pequeña mercería para vender botones, hilos, puntillas y esas cosas. Aníbal no opinó ni a favor ni en contra. Confiaba plenamente en Clemencia y lo que ella decidiera hacer con su tiempo contaba, desde el vamos, con su aprobación. La joven ya había demostrado que era voluntariosa y emprendedora. Así que la dejó hacer. Y el negocio poquito a poco comenzó a rendir.
No obstante su nueva actividad, Clemencia no dejó de atender su casa y su marido. Mientras, él seguía con su trabajo en el Ministerio y su televisión a color. Cuando se encontraban de noche en la cama matrimonial ella le contaba los progresos de su negocio, y los proyectos. Él la escuchaba durante las tandas y la apoyaba en todo. Después, apagaban la televisión, se entregaban a alimentar el amor y se dormían entrelazados. Aníbal nunca hacía preguntas. Ella dedujo entonces que a él no le interesaba lo que hacía ella con su vida. Por lo tanto dejó de contarle lo que hacía y le sucedía. Y él, entusiasmado con la programación de los ochenta canales, ni cuenta se dio.
Un día Clemencia decidió mudar la mercería para un lugar más grande y más céntrico. Encontró sobre la avenida principal un: “local con pequeña vivienda”. Contrató a una persona para que la ayudara a organizarse y una radiante mañana de enero inauguró la nueva: Mercería del Centro.
Se empezaron a ver menos con Aníbal. Al principio, al mediodía salía corriendo de la mercería para cocinarle algo de apuro. Después, le traía directamente comida hecha. Al final la pedía por teléfono y del restaurante de la esquina se la alcanzaban. Fue cuando empezaron a verse solamente por la noche cuando ella venía a dormir. Entonces Clemencia, como tenía lugar en el local de la mercería, y para no perder tiempo en idas y venidas, comenzó a llevarse la ropa, sus cosas personales y algunos enseres como para cocinarse algo rápido mientras atendía el negocio.
Y un día se fue del todo. Se separaron sin pelear. Sin discutir. Sin motivo. Ella dejó de venir a la casa a encontrarse por las noches con su marido. Él comenzó a extrañarla pero, justo, en esos días, los canales de la tele anunciaron en la nueva programación el Campeonato Mundial de Fútbol.
Clemencia dejó de ir a su casa casi sin darse cuenta. Terminaba las horas de trabajo cansada, tenía que cocinar algo para ella, aprontar cosas para el día siguiente. Decidió tomar una empleada para que la ayudara en la mercería. De todos modos, lamentó que su marido no hubiese venido nunca a acompañarla, o a buscarla para regresar juntos al hogar. Una noche se encontraron en el mismo restaurante comprando comida.

¿Cómo hiciste para levantarte de la cama y dejar sola la televisión? —le preguntó Clemencia. 
—Sabés que no me gustan las mujeres irónicas —le contestó Aníbal—Sos un delirante —afirmó ella.
—Nunca me lo dijiste cuando de noche venías a dormir conmigo —respondió él.
—¿Me extrañás? —quiso saber ella.
—No —le contestó él—, y al mozo:
—Milanesas con fritas para llevar.
—Para dos — agregó Clemencia—, con ensalada mixta y una botella de vino.
Siguieron viviendo separados, Aníbal en la casa de ambos y Clemencia en la mercería. Volvieron, sin embargo, a dormir por las noches juntos y entrelazados hasta pasados los ocho meses, cuando ella dejó de trabajar y se quedó en la casa para esperar el nacimiento de su primer hijo.
Luego, pasaron quince años. En el ínterin tuvieron tres hijos. Clemencia aún mantiene la mercería sobre la avenida. La ayuda una empleada. No volvió por las noches a quedarse en su negocio. Aníbal y los chicos la necesitan más que nunca en la casa. Los tiempos cambiaron. Son otros tiempos.
Tampoco conserva Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama, aquella televisión a color de los primeros años de casados. Ahora, allí, al firme y encendido, se encuentra un Plasma de alta gama, con retroiluminación LED, 98”, HD, pantalla de alta definición, 1980 canales activos y sonido estéreo SRS WOW. Con resolución Full HD, Wi-Fi Integrado, control por voz y movimiento, conexión USB. SRS WOW. 


Ada Vega. edición 2007 -

Los pumas del Arequita

 




     Hace muchos años en las sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones y un día,  ciertos descendientes, se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas.

 Por aquel entonces en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un rancho de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía,  un caballo pampa y un  montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila, o a participar en alguna yerra. Poca cosa le bastaba para tirar el año entero.
 Gran caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Sólo a primera luz o a la caída de la tarde, armaba tabaco y mateaba bajo el ombú ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de dónde había venido. Cuando lo conocieron en el lugar ya estaba aquerenciado en su campito.
Era un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Y cuentan que de tanto vivir solo en aquellas serranías, sin tener humano con quién hablar, se había hecho amigo de una yara que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los chismes de todo  lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya se sabe que las víboras son muy de llevar y traer.
Una tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros,  mientras el indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había visto a la mujer- puma por las costas del Penitente. El  indio mientras  daba vuelta  el  amargo le dijo:
 —Una  hembra de puma, será.      La yara se molestó por la corrección del hombre y desenroscándose le contestó, mientras se retiraba ofendida:
—Si digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo grisáceo entre el yuyal. El muchacho  quedó pensando  que la yara era muy ignorante.
Aquel año los fríos del invierno pasaron y la primavera recién nacida, lucía radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo.
De lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían  entre las piedras, aunque al acercarse sólo vio a un puma que desaparecía entre los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver y en parte, por comprobar con alegría, que aún quedaba   algún puma por el lugar.
Desde la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol sobre las piedras del cerro. La yara lo vio venir y no se inmutó. El muchacho se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado.
 —Vi un puma —le dijo.
 —Mirá, ¿y es linda? —le contestó la yara.
 —Vi un puma  —le repitió él.  
  —Es una mujer —le insistió ella.
 —¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo.
  La yara, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo la cabeza le dijo al hombre:
 —En las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles y antes del  amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar.
        
    —¿Y qué mal les hace un puma?
    —Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y que pronto los cerros se van a llenar  de cachorros.
   —¡Ojalá!
   —Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia que ande un puma de visita por los potreros!
   Una noche, mientras  meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera  —recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo,  ladraban y gruñían avanzando y reculando expectantes.
 El indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros,  yacía una joven desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos la envolvió en una manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder.
  Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la yarará. Vio a la  muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al indio. Cuando Abel regresó le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar con la yara que le dijo: 
   —La mujer-puma es la que duerme en tu catre.
  —¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en fiebre. Yo la curé y ahí está.
  —Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta, desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa.
 El indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido hombre, se entregó sin reservas, con la mansedumbre de la hembra que se siente amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas duró el romance  del indio con la extraña muchacha. Una mañana al despertar se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta que encontró a la yara que dormitaba junto a una cachimba.
  —No la busques más  —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así será siempre. Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer cuando el sol declinaba y volvía del valle de andar sin rumbo, vio reflejarse a contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los arbustos del cerro.
No volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó  el calor de  la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor esperó día y noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo alto del Arequita. Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a recorrer las sierras en busca de su  compañera. La encontró a orillas del Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a cuidar a su hombre  y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las praderas orientales.
         El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera  sólo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta junto al brocal del pozo, a una vieja hembra de puma.


         Desde entonces por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por el Pan  de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los hombres. Sólo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja, tienen el privilegio de ver a los pumas dueños y señores, otear el aire de la serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay.

Ada Vega, edición 1999  - 

martes, 3 de noviembre de 2020

La mesa de roble

 



Era una mesa de roble, oscura y tosca, con cuatro patas torneadas y un cajón para guardar los cubiertos, que el abuelo Jeremías, que era carpintero, le regalara a su nieta Carmela, cuando supo que luego de su boda con el Julián, se vendrían para  América.

—Llévatela, le había dicho su abuelo, —que nunca te falte una mesa donde compartir el pan con tu familia.

De modo que la mesa de roble, fue lo único que junto con un baúl de ropa y algunos utensilios de cocina, trasladó la Carmela de su casa en Lanzarote, cuando junto a su esposo, llegó al puerto de Montevideo, aquella tarde de primavera de 1910. 
En aquel entonces Uruguay gozaba de estabilidad económica, su población formada casi en su totalidad por inmigrantes, vivía en paz y de frente a un futuro prometedor. Por lo que Carmela y Julián no tuvieron dificultad para instalarse y comenzar a trabajar en la ciudad.

Al principio vivieron en una casa de inquilinato, que el gobierno, en aquellos años, ofrecía a los inmigrantes que llegaban al país en busca de trabajo, hasta que pudieran pagar un alquiler e independizarse.

Y allí, cerca del puerto, se instalaron previamente. Con la mesa del abuelo, como mueble principal, tendida siempre con uno de los manteles traídos de “la isla de los volcanes”, junto a las sábanas del ajuar de novia de Carmela.

Sentados a la mesa, la pareja tejía sueños y forjaba proyectos, mientras los años se sucedían, les iban naciendo los hijos y las sillas se multiplicaban en derredor.

Un día, Carmela y su familia se mudaron a una casa amplia y soleada, con jardín al frente y fondo arbolado. Para entonces tenían tres hijos. Marcos, Isabel y Melisa. Después llegaron Gustavo y Eloísa.

La mesa española seguía formando parte de la familia, absorbiendo todo lo que ocurría dentro de la casa. Compartiendo con ellos las fiestas de cumpleaños, la alegría de las bodas y la bendición de la llegada de los nietos

Pero el tiempo no da licencias, y al pasar arrastra, lleva, sepulta. De manera que la vieja mesa del abuelo Jeremías, que durante años se vio rodeada de sillas que la llenaron de amor y orgullo, soportó el dolor de ir perdiéndolas una a una, hasta quedar sola,  envuelta en la penumbra de aquella casa que un día, desaparecidos sus habitantes, fue cerrada y abandonada. 

Marcos, el mayor de los hermanos,  se casó muy joven  y se instaló con su familia en un balneario del Este.

Isabel, se enamoró de un chico peruano, compañero de la facultad, se casó y se fue a vivir a Perú.

Melisa, que  era maestra,  fue  nombrada directora de  una escuela rural en la frontera con Brasil, y no volvió.

Gustavo, curioso y andariego, anduvo visitando países de América para establecerse, al final, en Argentina. 

Y Eloísa, la menor,  se fue un invierno a conocer el verano de Lanzarote, se enamoró de un lugareño y se quedó a vivir en las islas.

Después, los años pasaron, Julián enfermó y fue el primero en dejar este mundo. Eloísa, en la Gran Canaria, falleció muy joven, dejando dos hijos, y al cabo, Carmela la siguió.

La casa permaneció cerrada mucho tiempo. Mientras tanto la mesa no podía soportar más la oscuridad y el abandono. Solo ansiaba  el momento de reunirse con su familia española. 

Un día vinieron los nietos, abrieron las puertas y las ventanas, vendieron la casa y mandaron todo el mobiliario a remate.

La mesa la compró una pareja joven de recién casados. La llevaron a un departamento céntrico donde estaba sola todo el día, pues los jóvenes se iban a la mañana y volvían a la noche. En tanto, conmovida,  sentía palpitar a su alrededor, las vidas de su familia desaparecida. Los espíritus de los seres que amó la rodeaban. Se sentaban en las nuevas sillas a su entorno. Cuchicheaban entre ellos, y se reían como antes cuando era jóvenes indolentes.

Mientras, ella solo deseaba ser un espíritu más para reunirse con ellos. No aceptaba la nueva casa ni a la joven pareja. Toda esa energía negativa que emanaba de la mesa, comenzó a filtrarse a las habitaciones del departamento, creando un ambiente maligno.

Los esposos dejaron de comunicarse y las noches fueron perdiendo la pasión de los primeros días.

La joven señora fue la que primero advirtió que dentro de la casa existía algo perturbador; que un ambiente hostil se estaba instalando en el hogar. Lo presentía sin saber qué era en realidad.

Una noche en que no conseguía conciliar el sueño, le pareció oír rumores de voces y risas. Se levantó y comenzó a recorrer el apartamento. Las voces cesaron. Pensó que tal vez fuesen suposiciones suyas. Llegó al comedor, se detuvo al entrar, encendió la luz y dijo: Es la mesa.

Se acercó, apoyó las palmas de las manos sobre el viejo roble y le habló:

— ¿No nos quieres, verdad? No te apenes. Le encontraremos solución.

Al día siguiente le dijo a su esposo que quería deshacerse de la mesa, le explicó que era ella, la causante del momento difícil que la pareja estaba atravesando.

No se sabe si el joven entendió, si creyó o no, lo que su esposa le comentaba. Reconocía, sin embargo, que su matrimonio comenzaba a desmoronarse, y no tenía intenciones de perder a su esposa por culpa de una mesa  hechizada. Por lo tanto, pensó  volverla al remate de donde había venido, o regalársela a alguien que la necesitara. Pero la joven ya había decidido el destino de la mesa: la desarmarían y la quemarían como leña en la estufa  del comedor. Y eso hicieron.  


De modo, que la mesa tosca de roble, que el abuelo Jeremías le regalara a la Carmela para su boda allá en Lanzarote, una noche de invierno, convertida en humo, volvió feliz, a reencontrarse  con su familia.

Ada Vega, edición 2017 -  

domingo, 1 de noviembre de 2020

Hotel Empire

 





El Empire estaba en la Ciudad Vieja, cerca del puerto. Era un hotel de principios del siglo XX de dos plantas y ventanas mirando el mar.
A la entrada, junto a la recepción, había un juego de sala tapizado en brocato celeste y dorado, una mesa con tapa de mármol, un televisor y una biblioteca. Hacia el fondo, en el segundo patio, se encontraba el comedor con una mesa oval, doce sillas de estilo, tapizadas en gobelino, y un trinchante de cuatro puertas de vidrios biselados y fondo de espejos, donde se guardaban la loza fina y las copas de cristal.

Todas las habitaciones quedaban en el primer piso, hacia donde se subía por una escalera de mármol blanco con barandal de hierro forjado. Eran habitaciones muy amplias: con juego de dormitorio, cortinados, alfombras, cuadros en las paredes y lámparas.
Desde las ventanas se veía el mar y la escollera, y en las noches de verano todo el cielo enorme y estrellado. En los días de tormenta el mar crecía y se elevaba en olas que sepultaban la escollera, como si quisieran llevársela consigo. Después, cuando la lluvia amainaba, comenzaba a surgir hacia la superficie como el lomo de una enorme ballena.

Era, aquel, un barrio de inmigrantes donde  en la calle jugaban juntos, niños judíos, negros y criollos. Hijos de gallegos, de armenios y de italianos. 

En la cuadra había un almacén, una panadería y un taller de calzado. Una escuela cerca y el Mercado del Puerto, donde se compraban la carne, el pescado del día, y las frutas y verduras.

II 

En aquellos días nosotros vivíamos en un barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos. Teníamos una casa espaciosa con jardín al frente y terreno hacia el fondo con una glorieta bajo los árboles, rodeada de rosales y maceteros con flores. 
Cuando murió mi madre, después de acompañarla al cementerio, mi padre no quiso volver a la casa y decidió irse conmigo a pasar unos días en algún hotel. Así llegamos al Empire por unos días, y nos quedamos seis años.

El dueño del hotel se llamaba Genaro vivía allí con su esposa María, encargada de la cocina, y una hija llamada Angelina que llevaba los libros y atendía en la recepción.
Los primeros días en el hotel fueron una novedad para mí que vivía en una casa hermosa, pero no tenía amigos. Tampoco teníamos perro, ni gato ni pájaros. 


La tarde que llegamos al Empire caía una llovizna aburrida y triste. A penas entramos al vestíbulo a la primera persona que vi fue a David, un niño de mi edad, sentado en un sillón de la sala mirando la televisión. Nos miró sin interés y siguió viendo la pantalla. Mi padre pidió una habitación por una semana y luego de firmar un libro subimos con Angelina y David, que también nos acompañó.

Al llegar, la joven abrió la habitación nos dejó instalados y anunció que en media hora servirían la merienda. Mi padre le explicó que iba a descansar un rato y que bajaría para la cena, entonces ella me tomó de la mano y dijo que tomaría la merienda con David y me cuidaría hasta que él bajara.

III

David vivía frente al hotel con sus padres y el abuelo Adad, que tenía una tienda en la calle Colón donde también trabajaban sus padres. Todos los días, después de almorzar, cruzaba la calle y se quedaba con Angelina hasta que ellos regresaban.
Teníamos la misma edad, pero como él había cumplido seis años en febrero ese marzo pudo entrar a primero en la escuela del barrio. En cambio yo, como cumplo en mayo, comencé un año después. De modo que en la escuela siempre me llevó un año de ventaja. 

Cuando llegué a sexto grado David entraba al liceo. Y cuando terminé sexto nos fuimos con mi padre de la Ciudad Vieja, y volvimos a nuestra casa del barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos. No obstante, en los seis años vividos en el Hotel Empire, David estuvo siempre presente. Fueron años de una infancia feliz, donde compartimos juegos mientras nos asomábamos confiados a un mundo desconocido.

IV



Dos días después de nuestra llegada al hotel mi padre me dejó con Angelina para dar una vuelta por nuestra casa, a fin de recoger algunas cosas que necesitábamos. Ese próximo lunes debía volver a su empleo y había descubierto que desde el hotel, el Banco le quedaba solo un par de cuadras. De manera que sin pensar nos fuimos quedando. Yo, porque me sentía feliz con la novelería de vivir en un hotel, y con el montón de amigos que en pocos días había hecho. Y él porque se encontraba cómodo, distendido. 
Todos los días salía a caminar. A veces por la rambla, otras veces se dirigía directamente a Linardi & Risso a revolver libros, para volver siempre con algún texto bajo el brazo.
 Y el tiempo fue dejando caer, en aquel barrio, las hojas de los otoños.

Un día, para hacer nuestra estadía más interesante, sucedió un hecho imprevisto. En una de las habitaciones al fondo del corredor de la planta alta, se alojaba un alemán que había llegado una noche en el Julio César, que al desembarcar se dirigió directamente al Hotel Empire.

Como equipaje traía una valija y una caja con libros. Era un hombre fornido, de estatura mediana. Canoso. Usaba lentes y vestía siempre de traje. Un hombre común que pasaba inadvertido. Sin embargo una noche, cuatro hombres irrumpieron en el hotel. Dos quedaron abajo y dos subieron hasta su habitación y se lo llevaron, a punta de revólver, en un auto que los esperaba en la puerta. Cuando llegó la policía revisó la habitación, se llevó algunas cosas y cerró con llave prohibiendo abrir hasta nueva orden.

Nunca más se supo de él. Ni los diarios, ni la televisión dieron cuentas del hecho. Sólo los padres y el abuelo de David fueron indagados más de una vez, quienes aseguraron no conocerlo ni saber de su existencia.

V


Los únicos datos aportados por el alemán a su llegada al hotel, fueron su nombre: Egbert Krumm y que esperaba a alguien que vendría desde Europa. Por lo demás, todos coincidieron en que era un hombre muy callado, no se relacionaba con nadie, sus salidas eran para recorrer librerías y volver con dos o tres volúmenes cada vez. También opinaron que, para evitar encontrarse con los demás huéspedes, era el primero en bajar al comedor. Algo que tampoco llamaba la atención pues los habitantes del hotel eran cambiantes, con excepción de mi padre y yo, nadie se alojaba por más de un mes. De modo que ningún huésped llegó a conocerlo, y menos aún hacer amistad.

Como la habitación había quedado desordenada, Angelina preguntó a los policías qué hacía con los libros, y le contestaron que ella se hiciera cargo. Por lo tanto llamó a mi padre para que la ayudara a buscarles una ubicación. Cuando comenzaron a ordenarlos les llamó la atención que todos versaban sobre viajes. Viajes al Mato Groso y el Amazonas; a la Cordillera de los Andes; a Bolivia; al Paraguay y su parte selvática y así. De modo que decidieron  dejarlos en la biblioteca de la sala.

Y allí quedaron, con excepción de los libros de la caja, seis libros de tapa dura escritos en alemán, que Angelina acomodó tal como vinieron del viejo mundo, debajo del mostrador de la recepción.

VI

Mi inserción en la familia de Angelina fue natural e inmediata. Mi padre desayunaba muy temprano, luego se quedaba en la sala a leer el diario y ver algún informativo en la televisión y después subía a despertarme.
Al principio, para que no desayunara solo, Angelina me llevaba a la cocina donde estaba María y desayunaba con ella. Después, a medida que se sucedían los días, bajaba solo y me dirigía a la cocina por mi cuenta.

Ese invierno pasó sin sentirlo, todas las tardes venía David o iba yo a su casa. En esas idas y venidas fui conociendo a sus amigos, y para cuando llegó la primavera sabía los nombres de todos. Pero fue ese diciembre, cuando terminaron las clases de la escuela y todos los chiquilines salían a jugar, que me alegré de verdad por haber ido a vivir a ese barrio.

Jugábamos al fútbol en la calle, y algunas veces íbamos a la casa de inquilinato de la otra cuadra a ver a los morenos que, cada tarde al ponerse el sol, cantaban y tocaban tambores.

VII

Al acercarse la Navidad toda la cuadra era alegría. Desde la mañana nos reuníamos a jugar en la vereda, mientras los vecinos iban y venían haciendo las compras para esperar la Noche Buena.

Aquellas fiestas navideñas donde los judíos comían Pandulce y festejaban con los cristianos el nacimiento de Jesús. Porque en el barrio, era sabido, que para las fiestas de fin de año éramos todos iguales. Sin embargo los cristianos, no recuerdo que alguna vez hayamos festejado con ellos, en los primeros días de septiembre, el comienzo del año judío.

La mamá de David horneaba para esos días un pan delicioso con miel, que se llama Jalá. Otras veces lo he comido con amigos en distintas partes del mundo, pero en ninguno he encontrado el sabor de la Jalá que comíamos con David, sentados en el pretil de la ventana de su casa, en la noche de Rosh Hashana.

VIII

En esos años que viví en el Empire conocí muchísima gente de paso. La mayoría del interior del país, personas que venían al Hospital Maciel por enfermedad, o a visitar algún pariente internado. También los que llegaban de vacaciones a visitar Montevideo y se alojaban por unos días.

Recuerdo que un invierno llegaron Sixto y Raquel, un matrimonio del interior del país. La señora, que se encontraba próxima a dar a luz, venía para el Maciel, pero al llegar le comunicaron que en maternidad no había cama disponible hasta el día siguiente, de modo que se instalaron en el hotel. Sobre la madrugada bajó Sixto a pedir que se quedara alguien con su esposa, pues se sentía mal, mientras él iba hasta el hospital a pedir ayuda. María y Angelina subieron de inmediato y comenzaron las subidas y bajadas por la escalera hasta que oímos el llanto del bebé que había nacido.

Cuando al fin llegó una enfermera, la beba se encontraba dormida en los brazos de la madre. Se quedaron una semana en el hotel. Antes de volver al campo la bautizaron en la capilla del Maciel y de nombre sus padres le pusieron: María Angelina.

 Varias veces vimos a la niña y a sus padres, de visita. Muchos años después, supimos que María Angelina había venido a estudiar a Montevideo y se encontraba hospedada en el Empire. También supimos que fue profesora de la Facultad de Medicina y desde hace unos años, Directora de Pediatría del Hospital Maciel.

IX

Cuando estaba en quinto de escuela, un viernes de tarde llegaron al hotel una chica y un muchacho que venían de Buenos Aires, por el fin de semana. 

Jóvenes, hermosos y enamorados. Pidieron una habitación, subieron, y no los volvimos a ver. El lunes Genaro les golpeó la puerta. Tanteó el pestillo. Creyó que dormían abrazados cuando, recostado a la lámpara, vio el sobre con la carta. Hubo una gran conmoción. Otra vez la policía, otra vez la indagatoria. Como en el caso de Egbert Krumm, nadie pudo aportar datos. Solo quedó entre los huéspedes del hotel un gran desconcierto y el dolor por aquella juventud que, vaya a saber porqué, no encontró otro camino, y eligió Montevideo para cometer suicidio.

X

El episodio del alemán nunca le terminó de cerrar a Angelina. Ella creía entrever un enigma entre el rapto y sus libros. Durante años buscó y rebuscó entre aquellos textos una marca, una palabra escrita al dorso, una señal que la llevara a descubrir vaya a saber qué. Los leía una y otra vez, revisaba minuciosamente las hojas, releía los títulos tratando de descifrar un oculto acertijo, que nunca encontró. Mientras tanto se casó, tuvo hijos, y los hijos le dieron nietos.

También yo terminé de estudiar, me casé y me fui a vivir a Barcelona. Mi padre no volvió a casarse, vivió solo en la casa rodeado al fin, de libros, perros y gatos.

XII

La amistad con David se profundizó con los años, también él se casó y se fue de aquel barrio de la Ciudad Vieja. Cuando voy a Montevideo es con quién primero me encuentro, cuando él viaja y viene a España no se va sin venir a mi casa. Hoy David es un señor importante en el mundo de los negocios, pero para mi nunca dejó de ser aquel niño que conocí el día que enterramos a mi madre, sentado en la recepción del Hotel Empire mirando dibujitos en la televisión.

Fue él quien me contó que Angelina después de buscar signos en los libros que compraba el alemán, decidió revisar los que trajo de Alemania. Un día se puso a observar con detenimiento uno de aquellos tomos y, como siguiendo un instinto, con la punta de un cuchillo, fue cortando todo el borde de la encuadernación.
Nuevos, como recién salidos de máquina, encontró miles de dólares americanos repartidos en las tapas y contratapas, de los seis libros. Una verdadera fortuna que estuvo allí, esperándola, más de cincuenta años.

XIII

El hotel ya no existe. Hace muchos años lo derrumbaron para levantar un edifico de apartamentos de diez pisos y enormes ventanales.

Cada tanto, cuando nos encontramos con David, recordamos nuestros días en aquel barrio de inmigrantes que habían llegado del viejo mundo, cargando sus dioses y sus idiomas. Huyendo de guerras, ultrajes y miserias. 

 En la calle angosta donde en primavera remontábamos cometas, jugábamos con los trompos y la pelota de goma. Que cada diciembre recorríamos pidiendo un vintén para el Judas que quemábamos en Noche Buena, en el campito junto la rambla.
La calle del Hotel Empire, refugio de mi niñez sin mamá, que guardo como el más entrañable capítulo de mi vida en aquel Montevideo lejano, que siempre espera mi vuelta bajo el amparo de la Cruz del Sur.



Ada Vega, edición 2014 -