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viernes, 20 de noviembre de 2020

Betinotti - Cuento del absurdo




Atilio Rivera tocaba la guitarra. De chico la tocaba. El Atilio vivía en la calle Juramento. No sé por qué se llamaba Juramento, ni quién le puso el nombre.
Un viejo, vecino de la otra cuadra y amigo del padre, un día le regaló una guitarra. Desde entonces el Atilio andaba siempre con la guitarra al hombro o amarrada a la espalda. Cuando creció los vecinos le empezaron a decir “Betinotti”, por lo del Betinotti aquel, amigo de Gardel, vio. Y por Betinotti lo conoció el barrio por diez cuadras a la redonda.
El Atilio era caminador. Yo vivía frente de su casa y lo veía pasar calle arriba y calle abajo, siempre por la misma acera, con la viola requintada. No conoció nunca el barrio, porque nunca salió de su calle.
Una vez fue a doblar una esquina, pero no pudo doblarla. Así que la dejó como estaba.
Betinotti tocaba la guitarra en cualquier parte. En la esquina, en la plaza, o en el cordón de la vereda.
A una cuadra de su casa, en la misma calle y en la misma acera, había un boliche de copas donde también daban de comer. Como la comida la daban, la gente del barrio iba y comía. Betinotti era asiduo. Un día le dijo al dueño si podía tocar la guitarra. Para amenizar, dijo. El dueño le preguntó:
—¿Y qué tocás?
—La guitarra, le contestó.
—Y bueno, dijo el dueño.
Durante mucho tiempo Betinotti tocó la guitarra en el Boliche del dueño.
Una noche al boliche llegó un argentino. Usted sabe cómo son los argentinos. Saben todo, conocen todo. Hablan hasta por los codos y preguntan. Por eso siempre están enterados de todo lo que pasa en su país y en el nuestro. Porque preguntan, averiguan. Quieren saber para ser los primeros en contar lo que les contaron. Son distintos a nosotros. Los uruguayos, por no hablar, dejamos que se nos caiga el rancho encima. A nosotros no nos importa cómo, quién, ni de qué manera.
El argentino cuando llegó al boliche vio a Betinotti tocando la guitarra. Lo miró y lo miró. Y no pudo con su condición.
—¿Por qué toca así la guitarra?, le preguntó al Betinotti.
—Porque me gusta tocarla así, —le contestó el Beti.
Pero el argentino no quedó conforme con la contestación. Insistió:
—¿Por qué no la da vuelta y la toca del lado donde están las cuerdas?
Betinotti levantó los hombros y le dijo:
—Cada cual…
El argentino se fue rascándose la cabeza. Betinotti siguió tocando la guitarra como si nada.
Y un día se murió.


Ada Vega, edición 11/20 

miércoles, 18 de noviembre de 2020

¡Qué quiere que le diga!

 





Fue a principios de la década del sesenta. Los tranvías con los rieles aferrados al hormigón hacía tiempo que habían dejado de recorrer las calles montevideanas, abriéndole paso a los modernos trolebuses de rieles aéreos que resultaron sólo espejismos en su primera y en su segunda etapa.
Las grandes tiendas del Centro fueron cerrando las puertas al público dejando sin trabajo a miles de empleados para apostar a las modernas "Galerías" que no alcanzaron nunca a colmar las expectativas de los quiméricos empresarios de aquellos días. Cerraban los cines y los grandes bares, y el clásico paseo de los sábados al Centro desapareció.
En esa década, a partir de aquel abril de 1959 cuando las inundaciones causadas por treinta días de lluvia continua, produjeron una catástrofe nacional, dejando al país con carreteras cortadas y prolongados cortes de luz, los empleados del comercio obtuvimos algo favorable: dejamos de viajar cuatro veces por día pues se decretó, para ese ramo, el horario continuo. Los comercios del Centro abrían sus puertas   de diez de la mañana a seis de la tarde, con un descanso, para el personal, de una hora al medio día.
En la calle Río Negro entre 18 de Julio y San José había, en aquel entonces, un bar llamado Támesis. Allí íbamos varias compañeras, en la hora de descanso, a conversar y tomar un cortado largo con una medialuna de jamón y queso. En ese bar muchas de nosotras aprendimos a fumar con los Marlboro y los L & M americanos, extralargos con filtro, que comenzaban a aparecer en todos los quioscos del Centro. En esos días también íbamos a comer la famosa pizza con mozzarella que ofrecía, como una novedad, El Subte, la pizzería de Ejido frente a la Intendencia, que era un local chiquito, sin mesas ni sillas, donde había que comer de pie y de apuro, para dar lugar a otras personas que esperaban afuera.
El Támesis tenía un mostrador largo en el medio del local, desde la puerta de entrada hacia el fondo. La caja estaba adelante y a ambos lados y también hacia el fondo, se alineaban las mesas. Entrando, a la derecha, las mesas estaban separadas del mostrador por un tabique que les daba cierta privacidad. Nosotras íbamos ahí y en esa hora ocupábamos todas las mesas.
Un medio día una compañera llamada Abril, encontró debajo de una mesa un monedero rojo. Era un monedero grande con boquilla dorada. Mi compañera lo puso sobre la mesa y lo abrió. Adentro tenía unas monedas sueltas y un pañuelo rojo de mano, envolviendo una foto. Era una foto vieja en sepia, cinco por ocho, sacada en un estudio. Es Gardel, dijo extrañada al mostrarla. Atrás tenía una dedicatoria: “Para mi amiga Juanita con mucho cariño, Carlos Gardel. Montevideo junio de 1933”.
Yo miré la foto con la cara sonriente de Carlos Gardel en aquella muy famosa foto de perfil y gacho gris que le sacara, entre muchas otras, el fotógrafo Silva en su estudio de la calle Rondeau. Y no le di importancia pues para mí Gardel —en aquel entonces—, era un cantor argentino, uruguayo, francés, de tangos que había muerto en un accidente antes de que yo naciera. Y que la gente, no entendía por qué, lo seguía escuchando por la radio como si no estuviese muerto y enterrado. En esa época yo estaba entusiasmada con las canciones de Sandro y Leonardo Fabio y, a pesar de que siempre me gustó el tango, Gardel no estaba entre mis ídolos del momento. Después los años me enseñaron muchas cosas, entre ellas: que Carlos Gardel es inmortal y que es cierto que cada día canta mejor. Pero eso lo aprendí a medida que fueron pasando los años.
Aquel mediodía en el Támesis nos encontrábamos opinando sobre el monedero y su contenido cuando entró la dueña a buscarlo. Era una mujer que todas conocíamos de vista. Tal vez alguien que la haya conocido, si lee esta historia, la recuerde. Era una mujer de unos cuarenta años, alta, delgada, de piel muy blanca y cabello negro. Que tenía la particularidad de vestir siempre de rojo. Toda de rojo. Zapatos, medias, vestido, tapado, guantes, cartera y en la cabeza un pañuelo, que cruzaba adelante y ataba detrás.
Solía andar con un bolso haciendo compras. Vivía por ahí cerca. No mendigaba ni hablaba con nadie, pero todo el mundo la conocía. Por años vi. a esa mujer andar en la vuelta. Ese mediodía cuando entró y vio a mi compañera con el monedero abierto y la foto en la mano le dijo:
 —Ese monedero es mío, se me cayó y no me di cuenta.
Abril se apresuró aguardar la foto y alcanzarle el monedero mientras nosotras le explicamos que lo habíamos encontrado en el suelo y lo abrimos para ver de quién era. Ella no nos escuchaba. Miraba atentamente a la chica que lo encontró que aún mantenía la foto en la mano. Entonces le hizo una pregunta extraña. Le dijo en voz baja y pausada:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás preocupada? Abril se puso nerviosa.
 —Nada —le contestó—, a mí no me pasa nada.
 —Estás asustada, ¿de qué tenés miedo? —insistió la mujer de rojo. Entonces Abril más tranquila dijo:
—Mi mamá está internada, hace una semana que está en coma.
—Sí, —dijo la mujer—, por algo perdí el monedero para que vos lo encontraras. Quedate con esa foto, pedile a Carlitos por tu madre. No te separes de esa foto. Mañana vengo a buscarla.
 Cuando se fue nos quedamos comentando que aquella mujer estaba loca. ¡Mire que rezarle a Gardel!
Según Abril, ella no le pidió ni le rezó al Mago. No se sintió motivada. No creyó que Gardel fuera un santo como para pedirle un milagro. De todos modos no se separó de la foto, la tuvo en la mano y la miró varias veces. Esa noche pasó con la madre en el Hospital, y a la mañana siguiente como todos los días vino a trabajar. Ese mediodía regresó la mujer de rojo a buscar la foto. Abril se la devolvió y le dijo que la mamá seguía igual. Que los médicos no daban esperanzas. Ella le contestó:
—¡Qué saben los médicos! ¡Carlitos es un santo! ¡Ya vas a ver!
Esa tarde casi al cierre llamaron a Abril del hospital para decirle que la mamá había vuelto del coma y comenzaba a recuperarse. Diez días después dejaba el hospital completamente curada.
La señora salió del coma y se recuperó debido a la atención de los médicos, a la medicación o porque no era su hora. Pero para Abril y algunas de mis compañeras fue un milagro de Gardel y sé que hasta el día de hoy le rezan y le hacen peticiones que, según ellas, él les concede. No había transcurrido un mes cuando un mediodía vino al bar la mujer de rojo a preguntarle a mi compañera por su madre. Abril le contó la novedad de la feliz recuperación y ella nos contó la historia de la foto de Gardel. Que parece que no sólo es mago. Desde su trágica muerte, hay quienes piensan que el morocho del Abasto se recibió de santo. Esa foto, nos dijo, perteneció a Juanita Olascoaga, una morena que vivió en su juventud el esplendor del Montevideo de los años veinte. Muy conocida en la noche montevideana. Las dos mujeres se habían conocido casualmente, hacía unos años, y cultivaron una cierta amistad. Tal vez las unió la soledad, o aquel modo de vivir en un mundo propio que ambas habían elegido. Lo cierto fue que la morena le contó parte de su vida que fue, sin duda, muy interesante y entre esos recuerdos cómo una noche de lluvia de 1933, en que andaba caminando por 18 de julio, tropezó sin querer con Gardel que bajaba de un taxi en la puerta de su hotel protegiéndose bajo un paraguas. La morena trastabilló y Gardel la tomó de un brazo para que no cayera. Entonces ella lo reconoció y le dijo:
—¡Carlitos! Y él la invitó a tomar un café en un bar de la calle San José. Juanita esa noche le pidió una foto y él le dio una muestra que se había sacado en esos días en el estudio Silva de la calle Rondeau y se la dedicó. Era octubre y Carlos había venido, en esos días, a cantar al teatro 18 de julio. Fue la última vez que vino a Montevideo. Murió trágicamente, a la vuelta de una gira, en junio de1935.
Nos contó la señora de rojo que Juanita siempre tuvo esa foto con ella y que en los últimos años le rezaba a Carlitos como si fuera un santo, pidiéndole que la llevara con él de este mundo. También contó que se habían encontrado las dos, hacía unos días, por 18 de julio y la morena se la dio para que la conservara —le dijo—, porque no se estaba sintiendo bien y no quería que cuando ella faltara, esa foto que era milagrosa, se perdiera.
Yo sigo pensando que Carlos Gardel fue un súper dotado. Que cantaba como un zorzal y las letras que cantó hace cien años, aún hoy están vigentes. Que no hubo ni habrá nadie que lo iguale en su voz y su carisma y que fue, según dicen, un gran tipo. Acepto que fue un mago. Pero de lengue y gacho gris en un altar de la iglesia…¡qué quiere que le diga! 

Ada Vega, edición 2010 -

domingo, 15 de noviembre de 2020

Satchmo

 


      Una vez finalizada su visita a Buenos Aires, Louis Armstrong  llegó a Montevideo en noviembre de 1957 con sus All – Stars. Ese año, después de recorrer Europa, el músico había iniciado una gira por América del Sur que incluyó  Argentina, Uruguay, Brasil y Venezuela.  
    Su estadía en Uruguay fue muy breve, pero no tan breve como muchos creen. Dos días después de la última  actuación de la banda en Montevideo, tuve la fortuna  de conocer  a Satchmo, en persona, en el Hotel San Rafael de Punta del Este. Nuestro encuentro fue imprevisto. 
       Mi padre fue durante muchos años  gerente del San Rafael, debido a lo cual yo pasaba allí largas temporadas, por lo general en vacaciones. Durante el año iba dejando trabajos suyos, referentes al Hotel, para que los pasara a máquina. Con esa premisa, al terminar las clases en la universidad,  ese noviembre viajé hacia Maldonado.
       La primera noche de mi estadía, ya próximo al amanecer, llegué hasta el comedor principal que tenía un bar adosado a la pared del fondo. El salón se encontraba a oscuras.  Sólo en el bar, una luz agónica se desparramaba sobre el mostrador. El encargado concentrado en su trabajo, reponía botellas en la estantería. Sentado a un costado de la barra,  Satchmo fumaba y bebía un whisky, mientras secaba su rostro con un pañuelo blanco.
          Me sorprendió ver a Louis Armstrong allí. Yo había llegado esa tarde y no estaba al tanto de su alojamiento en el Hotel. Le pedí un café al encargado y le pregunté al músico si podía sentarme a su lado. Él sonrió con su boca repleta de dientes y me hizo señas con la mano para que me sentara.
         Pese a que mi inglés no era óptimo entendí perfectamente su acento sureño. Sin embargo, pienso que él debió haber hecho un gran esfuerzo para entenderme a mí. De todos modos,  sólo le hice un par de preguntas. En un momento dado tomó la palabra y comenzó a contarme parte de su vida. Los sueños perdidos  y los que le quedaban por realizar. La esperanza de un mundo mejor, la paz  que encontró en Uruguay  y la belleza de Punta del Este donde quisiera —opinó—, comprar un rancho y quedarse para siempre. Fue un comentario simpático que yo acepté,  pues él sabía que lo dicho era sólo una quimera.
       A modo de pequeña biografía me contó que había nacido en Nueva Orleáns el 4 de julio de 1900. Su familia era muy pobre —dijo—  y su padre lo había abandonado cuando era un niño muy pequeño. Fue entonces  a vivir con su abuela materna, de quien llevaba el  apellido.  Desde los cinco  años vivió con su madre y su hermana en  la más absoluta pobreza. A los siete años con tres amigos formaron un conjunto vocal para cantar en las esquinas por monedas.  A los ocho años compró su primer corneta con el dinero que le pagaba un matrimonio ruso-judío  con quien trabajaba vendiendo baratijas. Tenía cumplidos los once años cuando, en vísperas de año nuevo, disparó una pistola al aire,  fue arrestado y  recluido hasta los catorce años en un reformatorio para chicos negros abandonados.
       Le pregunté si en su familia  existían antecedentes musicales, me contestó que no. Él comenzó a expresarse por medio de la música  a través de  la corneta, en la banda del  reformatorio.
       A su salida trabajó como vendedor de carbón, repartidor de leche, estibador de barcos bananeros y también en los cabarets de Storyville donde se concentraban los locales nocturnos de la ciudad. En uno de esos locales conoció a Charlie Beeker, un viejo trompetista que lo maravilló. De continuo, en sus correrías nocturnas, iba a escucharlo.
        El jazz surgió en 1900, pero el viejo músico tocaba Blues, una música melancólica, “música negra” que nace  a mediados del siglo XIX.
       Satchmo —según me contó—, pasaba horas observando al músico y con su corneta trataba de imitarlo. Un día Beeker le aconsejó que comenzara a usar la trompeta en lugar de la corneta, pues le aseguró que para el jazz —la música que comenzaba a imponerse—, el sonido de la trompeta era más adecuado.
      Mientras tanto el  trompetista Joe Oliver, considerado uno de los más finos trompetistas de Nueva Orleáns, vislumbró en Satchmo a un gran trasformador y pasó a ser su mentor y su profesor. Y ambos comenzaron a tocar juntos en bares de baja categoría acompañando grupos vocales. Tenía diecisiete años cuando Joe Oliver, su mentor y profesor se mudó para Chicago.
Armtrong llegó a tocar en varias orquestas de Nueva Orleans y también en las que viajaban a lo largo del Mississippi A principios de los años 20 viajó a Chicago contratado por Joe Oliver, como segundo cornetista de su banda.
—La noche previa al  viaje  a Chicago —continuó recordando—,  el viejo trompetista de Storyville, Charlie Beeker,  vino a verme y me trajo su trompeta de regalo. Volvió  a recomendarme  que cambiara la corneta  por la trompeta. Que la trompeta me llevaría a sitiales inimaginables donde él no pudo llegar  —me confesó—, porque  en sus comienzos no era momento de cambios. Pero que, en cambio,  en esos días se estaban dando las condiciones como para intentar una revolución en la música del jazz  y que esa revolución  tenía que realizarla  yo. No quería aceptar la trompeta de Charlie —continuó diciéndome Satchmo, con sus manos abiertas extendidas en un además de afirmación—, es muy difícil para un músico desprenderse de un instrumento que lo ha acompañado durante toda su vida.  Charlie me aseguró que estaba cansado que no quería tocar más, pero no podía permitir que ella callara para siempre. Por ella,  por amor a su compañera de toda la vida,  me pedía que la aceptara.
 Satchmo encendió un cigarrillo y tras un breve silencio continuó. 
—Desde ese día la trompeta de Charlie me acompaña. Hemos viajado juntos por el mundo. Es una compañera fiel. Sabe guardar secretos. Jamás la he dejado sola. No podría tampoco. He descubierto que es mi talismán.
En 1924 Fletcher Henderson, el más importante director negro de Nueva York, lo invitó a unirse a su banda. Recién, después de aceptar y antes del debut, dejó la corneta y se cambió a la trompeta —según explicó— para armonizar mejor con la Fletcher Henderson Orchestra, principal banda afroamericana de la época, con quienes debuta como solista.
 En 1925 formó su propia banda y comienzó a gestar su fama de innovador en el plano musical. De ahí en más, durante cuarenta años recorrió subyugando a los habitantes de los cinco continentes con su voz y su trompeta en re bemol.
           Aunque fue poco comentado, Satchmo era un hombre involucrado en la política de su país ante la discriminación de los afro descendientes. No era amigo de departir a cielo abierto pero todos quienes lo frecuentaban conocían sus ideas.
La noche se había ido  y el sol venía despuntando. Yo no quería abandonar la charla con el rey de la improvisación, de modo que le hice otra pregunta que me contestó con toda sinceridad.
—¿Qué es lo que más le ha llamado la atención al conocer tantos países,tanta gente diferente?
—La gente no es diferente, porque viva en China,  en Alaska o en Perú —me dijo—, difieren las  costumbres, las culturas de cada país. Por lo demás todos aman,  sufren, ríen, lloran. Lo que en cambio he encontrado en todos los países que he visitado, es una gran discriminación de unos pueblos a otros. Segregan por razas, por color, por religión, por ideas. Excluyen, apartan, torturan.  Asesinan  a seres humanos porque no piensan igual, tienen otro color, rezan a otro dios.
Aquella noche en el bar del Hotel San Rafael de Punta del Este, descubrí en  Satchmo una personalidad que nadie imaginaría. Aquel hombre siempre sonriente, aquel músico reconocido en el mundo como carismático e innovador, el solista más importante y creativo de aquellos años, era también hombre duende, mentor de sortilegios y dueño de una trompeta mágica con la que hipnotizó a multitudes, un hombre interesado en trabajar contra las injusticias sociales. Para combatir  esas injusticias, había comenzado una campaña en contra de la discriminación por color de piel, discriminación que soportaban sus hermanos afroamericanos.
 —Yo sé que los honores, abrazos y manifestaciones de cariño de la gente hacia mí —me aseguró—, es debido  al magnetismo de mi trompeta y su seducción. Si no fuera por ella yo sería un negro más, despreciado por ser negro, por ser pobre.
Llegaba la mañana en el San Rafael, y entendí que Satchmo ya no hablaba conmigo, había dejado de fumar, el whisky se veía aguado tras el cristal del vaso. Y en la semi penumbra Satchmo le hablaba a las sombras que lo asaltaban, como en una confesión.
—Hace muchos años falleció Charlie Beeker, aquel negro  trompetista que tocaba blues en un cabaret de Nueva Orleáns. Siempre he pensado que con su trompeta me legó el magnetismo de su de estilo blusero, que yo agregué al Dixieland primero y al Swing después. El blues es una música triste, de una tristeza espiritual. Casi religiosa. Va a estar siempre presente en los distintos estilos que surjan en la música del jazz.
Se volvió a mí para decirme. 
—¿Te aburrí, muchacho?
—Qué va —le respondí—, me pasaría el día escuchándolo.
No lo vi cuando se fue. Nadie me vio conversar con él aquella noche en el bar.  Cuando se lo conté a mi padre me dijo que lo había soñado.
Me prometió que un verano iba a venir al hotel, con su esposa,  a pasar quince días. A partir de ese noviembre lo esperé varios veranos. Falleció en su casa de Corona (Nueva York) el 6 de julio de 1971.
          Cuando se lo conté a  mi padre, me dijo que lo había soñado.
 No lo soñé. Satchmo, en persona, estuvo conversando conmigo aquella noche de verano  de 1957. Aún conservo el pañuelo, con sus iniciales bordadas, que dejó olvidado sobre la barra del bar.


Ada Vega, edición 2010 -

Nadia

 



Un verano la vi por primera vez. Martes y jueves, a las tres de la tarde, pasaba caminando por la puerta de mi casa, con un estuche de violín bajo el brazo, apretado junto al pecho. Era una ninfa, una diosa. Una princesa. Llevaba un pedazo de cielo en sus ojos y el sol anidado en su pelo. Se llamaba Nadia, vivía en una mansión en el barrio de Los Manantiales, y estudiaba en un colegio privado.
Yo había terminado la escuela. Por la mañana trabajaba en un comercio del Centro y por la tarde jugaba al fútbol con mis amigos del barrio, en un baldío que había a la vuelta de mi casa. Los martes y los jueves la esperaba para verla pasar. Algunas veces la seguía hasta el Conservatorio de música de la calle Roosevelt, una callecita corta que desemboca en la plaza del General, donde estudiaba violín. Otras veces la esperaba a la salida y la seguía hasta su casa. Nunca me acerqué para hablarle. Era muy joven, inepto, no hubiese sabido qué decirle. Mi vida no tenía nada que ver con su vida. Aunque en esto nunca me detuve a pensar. Mi intención no era hablar con ella, yo solo quería verla, tenerla cerca. ¡No sé qué quería, en realidad! Nadia había despertado en mí un sentimiento desconocido que no supe manejar. Sentía estallar en mi pecho adolescente, un deseo ardiente de verla, de estar con ella. De ser su amigo.
Ella sabía que la rondaba. Siempre lo supo. Me veía. Pero nunca me miró. De modo que no tuve oportunidad de acercarme y tampoco lo intenté.
El tiempo pasó y un día decidí volver a estudiar. Como ya trabajaba en horario completo, me inscribí en el turno de la noche. Y dejé de ver a mi ninfa. Creo que por un tiempo la olvidé.
Años después, me enteré que se había casado y vivía en la capital. Guardé entonces su recuerdo, como el primer amor de mi juventud. El que no se olvida. Nunca.
Mientras cursaba secundaria decidí seguir la carrera de magisterio. Y así lo hice. No bien obtuve mi título me asignaron una escuela en las afueras de la ciudad, al borde de una campaña que se extiende verde y luminosa hasta más allá del horizonte, en una llanura que aparece y desaparece entre hondonadas y colinas.
Los alumnos eran chicos de los alrededores, hijos de peones de estancias y de pequeños chacareros. La escuela, y aquellos niños sanos, humildes, con deseos de aprender, me conquistaron y durante años les dediqué mi vida.
Una tarde al regresar a mi casa volví a ver a Nadia. Pasó en un automóvil con su esposo y dos niños. No me extrañó, sabía que las vacaciones de verano las pasaba con su familia, en la casa de sus padres.
Un año, antes de terminar las clases, el director de la escuela me llamó para decirme que el matrimonio de la mansión de Los Manantiales, le había pedido que le recomendara un maestro para preparar a sus hijos en las vacaciones, pues ese año comenzaban el liceo. Me dijo también, que él creía que yo era la persona adecuada que el matrimonio pretendía, debido a mi demostrada afinidad con los estudiantes. De modo que agradecí su deferencia y una tarde me dirigí a Los Manantiales, a presentarme como maestro, ante el matrimonio Serkin Ivanov.
Me recibieron con mucha cordialidad. Cuando Nadia me tendió la mano para saludarme le dije:
— ¡Hola! Ella me dijo:
—Perdón, ¿nos conocemos? Me descolocó.
—No. —Le contesté, turbado.
Ese verano concurrí a la mansión tres veces por semana, a preparar a los niños: dos varones mellizos simpáticos y alegres. Buenos estudiantes. Al término de las vacaciones, el matrimonio y sus hijos volvieron a la capital.
Pasado unos años, me enteré que la señora Nadia Ivanov había enviudado y vuelto a la ciudad para instalarse definitivamente en su casa de Los Manantiales.
La volví a ver casi a diario. Para ir al Centro, donde están los Bancos y los comercios importantes, desde su casa, el camino más directo era pasar por mi calle. De modo que verla otra vez, pese a los años que habían pasado, fue retrotraerme al tiempo en que fui un párvulo, que al verla por primera, vez sintió esa atracción arrolladora que no se puede ocultar, ni evadir, que puede desaparecer cuando menos se piensa o puede durar toda la vida.
Nadia seguía siendo una mujer hermosa, pero ya no era aquella ninfa, aquella princesa que encandiló mi adolescencia. Solo reviví al verla, mi primer encuentro amoroso con el sexo opuesto que resultó ser un rotundo fracaso. Una atracción ambivalente no correspondida, que dejó en mí un sabor amargo, que me costó años vencer y superar. Durante mucho tiempo el recuerdo de la ninfa y mi pasión inclaudicable, ocuparon mi mente y perturbaron mi vida honesta y sencilla de maestro de escuela.
Cuando cumplí 20 años de ejercer magisterio en la escuela del Zorzal, recibí una notificación del Consejo de Primaria donde se me asignaba, para el año entrante, el cargo de Director de una escuela en la capital. Estuve unos días pensando. Dejar mi escuela era como dejar mi casa. Aceptar el nombramiento era despedirme de mi familia, mis amigos. Dejar mi departamento, mi ciudad, mis alumnos. El director de la escuela me convenció.
La tarde que emprendí el camino hacia mi nuevo cargo, al salir de mi casa me crucé con Nadia. Cuando nos cruzamos me saludó:
— ¡Hola, maestro! ¿Cómo le va?
—Perdón, —le dije— ¿nos conocemos?
—Soy Nadia Ivanov, de Los Manantiales, usted un verano preparó a mis hijos para entrar al liceo! Estoy viviendo otra vez en la casa de mis padres. Mi esposo falleció y quise volver. Venga a verme una tarde, tomamos té y conversamos.
— ¡Cómo no! —Le contesté— La llamo por teléfono y arreglamos.
—Bueno, espero su llamada. ¡No se olvide!


Mi ninfa rubia con ojos de cielo, me invitaba a tomar el té en su casa. No invitaba al muchachito embobado que la seguía martes y jueves cuando pasaba para ir al conservatorio, y que ella siempre ignoró. Ni al joven maestro, que un año preparó a sus hijos para entrar al liceo, y que era consciente de que una vez estuvo muy enamorado de ella. Invitaba al hombre apuesto, educado, bien vestido, en quien se había convertido 
aquel muchachito.

——Adiós —le dije---, y le tendí la mano.

Seguí sin volver la cabeza , y con paso firme entré por la callecita Roosevelt, camino a la estación frente a la plaza del General.
Allí me esperaba el ómnibus cargado de sueños, que un verano esplendente, me trajo a la capital.


Ada Vega, edición 2019