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viernes, 4 de diciembre de 2020

El legado de los Charrúas

 


Hace muchos años el Uruguay estaba habitado por indígenas. Hacia las orillas del Río de la Plata, existía un poblado de aborígenes llamados Charrúas. Poblado de gente pacífica, pero altiva y valerosa. El cacique de la tribu tenía un hijo llamado Yatapí. Era un niño de piel bronceada, ojos oscuros y serenos y cabello lacio y negro como ala de cuervo. Con la agilidad del yaguareté y la osadía del jabalí. El pequeño indio, que era solitario y amante de la naturaleza, pasaba el día recorriendo montes y cerros; tensando su arco y alimentándose de frutos silvestres.


Un día, a su paso por las sierras, conoció al Águila Mora que habitaba en la cima del monte más alto de la región. Y el ave y el niño se hicieron amigos. El hermoso animal de pico y patas potentes, y majestuoso vuelo, le hablaba de Yasí, la luna, diosa de la noche, protectora de los pueblos indígenas, y del dios Tupá, el sol, dueño y señor de todo ser viviente, de plantas y piedras, cuyo hogar —le dijo una vez— se encuentra bajo el mar.

Yatapí, que escuchaba con atención los relatos de su amiga, puso en duda eso de que el sol tuviese su morada en el mar. 

— ¿Cómo es eso? —Le preguntó a su amiga— si el sol es fuego es imposible que habite en el mar. 

Entonces el águila que en su planear todo lo veía, le contestó: 

—Si no me crees, si dudas de mi palabra, ven conmigo hasta los altos arenales del oriente y verás al alba, al gran Tupá surgir del mar detrás de las sierras, para luego entre nubes dirigirse hacia el poniente. Allí, donde el Río de los Pájaros se une al Río como Mar en un abrazo, lo verás descender desde alto cielo y hundirse en las aguas hasta desaparecer. 


Las palabras del águila llenaron de confusión al pequeño indio, que incitado por la curiosidad, decidió hacer caso a su amiga y verificar por sí mismo la historia que ésta le contara. Esa tarde cuando volvió a la aldea después de relatarle a su padre la conversación con el águila le dijo: 
—Necesito saber si lo que me contó el Águila Mora es cierto. Quiero ver con mis ojos al gran Tupá ocultarse en el mar. Solicito tu permiso para alejarme por unos días del poblado. 
—Hijo mío—, le contestó el padre— eres muy pequeño y no es momento aún para someterte a las pruebas exigidas para alcanzar tu mayoría de edad. Pero confío en tu prudencia, y sé de tu destreza para manejar el arco y la flecha. Ve con tu amiga. Cumple con lo que has propuesto, ese viaje te dará sabiduría y aplomo y contribuirá a hacer de ti un guerrero digno de nuestra raza. Pero escucha: debes traerle a tu pueblo un presente que justifique tu aventura. 
Con el gran Tupá que sonreía tras una nube, salió Yatapí con su arco y sus flechas, siguiendo al águila por montes y cuchillas, siempre hacia el oriente. Vadeando ríos y arroyos, por empedrados cerros y altísimos arenales. Varias veces pasó Tupá sobre sus cabezas. Fueron varias las noches que se durmió cansado de andar, comiendo lo que cazaba, esquivando al tigre y a las cruceras, con la sola compañía del águila que vigilaba su sueño, ahuyentando a las alimañas que dificultaban y hacían más lenta su marcha. 

Un atardecer al llegar a lo alto de un arenal vieron extenderse desde la playa, un mar inmenso que se perdía en el infinito. Yatapí bajó hacia la orilla y se recostó en la arena tibia, maravillado ante tanta belleza, hasta que el cansancio lo venció y se durmió arrullado por las olas. La noche no se había retirado, Yasí en su diáfana belleza reinaba aún, cuando el águila despertó al joven indio y le dijo: 
—Pon atención y espera. Y se sentó Yatapí a observar el mar. En el horizonte una línea blanca anunciaba el amanecer. La luz del día, tímidamente, comenzó a expandirse, cada vez con más fuerza, pintando la aurora en el oriente de rosados, naranjas y amarillos. De pronto el sol irrumpió en una línea brillante y fue emergiendo diáfano y triunfal derrochando luz y vida. Ante esa explosión de belleza inenarrable con que el astro rey en su dorada divinidad se manifestaba anunciando el nuevo día, el pequeño indio se puso de pie y con los ojos enormes de asombro, como en éxtasis, caminó hacia la orilla con los brazos extendidos hacia el gran Tupá, mientras en su pecho, por un instante, sintió detenerse su corazón. Tupá al ver el arrobo del niño, ordenó al mar que lo detuviera, y una ola enorme lo dejó sobre la arena. El águila, entonces lo rodeó con sus alas, y vieron juntos el nacimiento del sol.

Volvieron indio y águila sobre sus pasos. Pasaron cerca de la aldea y siguieron rumbo al oeste donde el sol se pone. Cruzaron valles y ríos. Praderas sin sierras ni dunas y al llegar donde termina la tierra y el Río de los Pájaros vierte su caudal en el Río como Mar, en la misma fina línea que une el cielo y la tierra, vieron al sol hundirse lentamente en las aguas llevándose con él la luz del día. Y a pesar de que la puesta de sol es un espectáculo sorprendente, de gran belleza, sintió el niño estrujado su corazón y lloró con amargura la muerte del Dios de su pueblo. Al comprobar Yatapí que el gran Tupá, nacía y moría cada día en el mar, iniciaron el camino de regreso a la aldea. Con preocupación recordó entonces el pequeño indio, que aún debía conseguir el presente para llevar a su pueblo. Un día antes de entrar a la aldea, se encontraba descansando junto a una laguna, cuando Tupá desde el alto cielo, le envió un brillante rayo de luz. Al verlo, el niño extendió la mano para apresarlo. Aquella luz semejaba un hilo de oro que formó en su mano un sol resplandeciente. Entonces se oyó la voz del gran Tupá que dijo: 
—Yatapí, te has impuesto una meta y con voluntad y constancia la has alcanzado. Ese sol que brilla en tu mano, es el premio a tu esfuerzo. Llévalo a tu pueblo, jamás lo mancillen, no permitan que nadie se apodere de él. Bajo su fulgor serán libres y valientes. Y tú — le dijo al Águila Mora, por tu amistad desinteresada y protectora, reinarás desde lo más alto de todo el territorio oriental. 

Yatapí, cumpliendo la promesa hecha a su padre, llevó el sol a su pueblo que lo cuidó y defendió aún a costa de sus vidas. Muchos años después, cuando a las playas del Río de la Plata llegaron las naves de los conquistadores, los indígenas escondieron el sol en lo alto de las sierras, dominios del Águila Mora, siendo custodiado por varias generaciones. Hasta que un día, cuando fueron al fin “libres de todo poder extranjero”, recobró su libertad. Y hoy ese sol, legado de los charrúas, es el que  luce con orgullo el Pabellón Patrio de nuestra pequeña gran nación, que late libre y valiente al costado de América del Sur. 

Ada Vega, edición 2001 - 

martes, 1 de diciembre de 2020

Volvió una noche

 


—Norita.

—¡Negro!
—No llores más.
—Negro…
—Levántate de esa cama mujer, no llores más y ponte a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!
—Pará un poco. ¿A qué viniste, a consolarme o a reprenderme?
—Ni a una cosa ni a la otra. Vine para que reaccionaras. Yo ya no estoy, me fui. ¿Hasta cuando vas a estar tirada ahí?
—Te extraño.
—Ya lo sé, querida, pero hace un mes que las nenas comen pan y queso. Prepara la comida para que almuercen y cenen como siempre. ¿O no piensas cocinar más?
—Qué fácil lo ves vos.
—No, no lo veo fácil. Lo veo desde otra lógica.
—No sé qué hacer. Estoy desorientada.
—Haz lo que has hecho siempre: levántate, limpia la casa, cocina, lava la ropa, cuida a las nenas. ¿Piensas que eres la primera mujer que ha quedado viuda?
—Pero ¿y vos?
—Yo estoy bien. Estoy mejor que tú. Deseo irme, pero con tu llanto y tu tristeza me tienes atado a la tierra.
— ¿Te querés ir?
—Sí, Norita, ya no pertenezco a este mundo. Mi espacio es otro. Fue mi cuerpo terreno el que vivió y murió acá. Ahora tengo alas y…
—Y no tenés ropa. ¿Andás asi por la calle?
—No ando por la calle, vine a verte en un haz de luz.
—Sí, en realidad no sos el mismo, hablás como un doctor y vos, la verdad, siempre fuiste medio reo.
—Escúchame, Norita, enciende la radio y pon esa música que te agrada tanto y te levanta el ánimo.
—¿Que me gusta a mí?
—Si, esa música que escuchabas cuando yo estaba en casa.
—Ah, sí, la cumbia.
—Sí, la cumbia. Abre las ventanas, ventila la casa, arréglate, ve a la peluquería, sal de paseo. Tienes buenas amigas, ve a pasear con ellas. ¿No deseabas hacer un curso de cerámica? Pues hazlo, renuévate, eres joven, puedes rehacer tu vida.
—Sí, indudablemente sos un ser superior. El que fue mi marido era un guardabosque. Jamás me dejó salir con mis buenas amigas que según él me empuaban y me daban manija, y menos que me arreglara y me vistiera bien. Aquel que fuiste me acompañaba hasta al dentista, al guarda del ómnibus tenía que pagarle al tanteo porque no quería que lo mirara, en la feria tenía que andar como una loca con los ojos extraviados para no mirar a los puesteros. Nunca me dejó usar calzas ni pantalones porque decía que me marcaban mucho…
—Bueno, Norita, pero eso era antes, cuando yo vivía en este mundo.
—A ver, a ver, esperá un poco, no sé si entiendo bien. ¿Vos me estás queriendo decir que yo te importé mientras fuiste un simple humano con los pies sobre la tierra y ahora que vivís con los pies sobre una nube, por vos, que me parta un rayo?
—No tampoco es tan así. Pero tú tienes que entender que a mí me espera la Gloria, un cielo donde "vi unas cosas que no puede ni sabe repetir quien de allí baja " y donde debo entrar sin lastre ni ataduras de esta tierra.
—Entonces viniste por vos.
—Vine por los dos.
—¡Esto nadie me lo va a creer!
—Querida mía, tú de esto no puedes hablar con nadie. La gente no te entendería ni te creería. Esta visita, que hago con placer, es sólo entre tú y yo. Volví porque te vi desanimada, sin deseos de salir del pozo donde ibas cayendo. Sin intentar una salida. Vi a las nenas muy solitas, sin el padre y sin la madre. ¿Cómo explicarte? ¡Vine para que reaccionaras y yo me pueda ir de una vez!
—Pero ¿y la plata? ¿Qué hago yo sin tu sueldo? Porque siempre me creíste una tonta nunca me dejaste administrar la casa y junto a tus amigos, en noches libertinas, despatarraste todo lo que ganabas sin ahorrar jamás un peso; ignoraste los seguros de vida; la pensión que me dejaste es mísera; se te dio por morirte de golpe y nos dejaste en la lona y ahora me salís diciendo que estás mejor que yo y que me deje de llorar ¡que te querés ir de una vez!
—Bueno, la pensión no es tan chica, yo no estoy, si te sabes administrar, creo yo que no tendrás problemas.
—Nos tenemos que borrar de la sociedad médica y para el inglés de las nenas no alcanza.
—Trabaja, querida. Búscate un trabajo.
—Pero vos nunca quisiste que trabajara.
—Eso era antes, cuando yo estaba en casa.
—Mirá que bien, cuando yo quise trabajar y tuve oportunidad de hacerlo no me dejaste porque no iba a dejar la casa para “andar por ahí”. Y me quedé a cocinar, limpiar y criar hijos. Ahora que no hay trabajo para nadie, que no tengo práctica de nada, que tengo una carga de años encima, te venís del Paraíso para mandarme a trabajar. Ahora sí puedo “andar por ahí” haciendo lo que salga, porque para elegir no está la cosa. A tu cuerpo terreno ya no le molesta nada y tu espíritu superior está por encima de las miserias humanas. ¡Realmente sos un ser supremo!
—Norita, yo no puedo indicarte lo que tienes que hacer. Tú eres dueña de tu vida, tendrás que encontrarle una solución. De todos modos, por el dinero no te preocupes, en última instancia: Dios proveerá.
—¿Te parece que Dios me pague el alquiler? Vení, acercate, hace más de un mes…
—¡No te acerques!...no me puedes tocar.
—Negro, ¡cómo te han cambiado! Ya no sos el de ayer.
—Norita, yo estoy muerto para el mundo. No tengo sensaciones ni deseos humanos. Soy un espíritu. Estoy para cosas superiores. No para nimiedades terrenas.
—¿Nimiedades…?
—Sí. Todo eso ya no me interesa. Vivo en otra dimensión. Ahora soy sabio, etéreo, mi cuerpo es incorruptible. ¡Ay, mi querida! No sé para que insisto en explicarte. Es tal la diferencia que existe entre los dos que tú, pobre criatura humana, no puedes entender!
—Che, Negro, sabés una cosa, me revienta que hayas vuelto. Me revienta sí y no me mires con esa cara. ¿Sabés por qué me revienta? Porque a mí este estado de tristeza y decaimiento que me ha causado tu pérdida irreparable, se me iba a pasar. Un día se me iba a pasar. No iba a llorar cien años. Y entonces viviría mi vida como se me diera la real gana. Liberada de tus prescripciones y decretos. Que hacé así, que hacé asá; que vení aquí, que no vayas allá. ¡Por Dios! Más tarde o más temprano me daría cuenta de que al fin era libre. ¡Libre y soberana! Te mandaría hacer una tumba de lositas blancas allá en el Norte, al principio te llevaría flores cada 2 de noviembre y a otra cosa mariposa. Pero no, se te ocurrió venir para ver como había recibido yo tu sorpresivo deceso. ¡Nadie vuelve! Por más que supliquen ¡nadie vuelve! Pero vos sí. Vos tenías que volver. Antes de partir, definitivamente, desnudo y alado a los campos celestiales, tenías que venir a impartir tus últimas órdenes, para que yo no me salvara de tu mandato ni aunque estuvieras muerto. ¡No quiero ni saber las artimañas que habrás empleado con San Pedro para que te permitiera venir por un par de horas! ¿Vos te podés imaginar cuánta gente se habrá ido de este mundo dejando metas por la mitad? ¿Objetivos sin alcanzar? Sueños. Aspiraciones. Y no pudieron volver. Escuchame, ¡no volvió Gardel! a confirmar su nacimiento en Tacuarembó, para ver si terminamos de tironear sus raíces con los argentinos ¡y volviste vos! Vos tenías que volver o volver. Y lo primero que me decís cuando me ves tirada en la cama llorando tu ausencia es que me levante a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!, que salga del pozo, que me ponga a cocinar, que lave la ropa, que abra las ventanas, que ventile la casa, que prenda la radio, que escuche cumbias, que busque trabajo, que haga un curso de cerámica, que me compre ropa, que vaya a la peluquería, que salga a pasear con mis amigas, que me arregle, que cuide a las nenas, decime Negro: me quedará tiempo para bañar al perro. Escúchame vida mía, si ya dijiste todo lo que tenías que decir, por favor vete, por donde viniste amor mío, por donde viniste, vuélvete a ir. Que el muerto eres tú, no yo. Y vete volando derecho a la Gloria que te espera, no sea que en la ida te encuentres con "Carón con ojos de fuego" y te arrastre hacia "la fosa de los círculos concéntricos." Lamento tu decepción, yo tampoco soy aquella que dejaste en este valle de lágrimas y no querría, te juro, herir tu susceptibilidad al pedirte de favor que me dejes en paz. No te ofendas, que no es mi intención ofenderte, ¿te digo algo? No sé para qué viniste, habría salido más barato si te hubieras ahorrado el viaje. Y te digo más: no me gusta como te quedan las alas. ¡Mucho mejor te quedaban el vaquero gastado y la remera azul! 

Ada Vega, edición 2003 - 

domingo, 29 de noviembre de 2020

Pesadilla de una noche de verano

 


Todo ocurrió durante las fiestas de fin de año. Creo yo.
El 15 de diciembre, nos reunimos varios amigos para despedir el año en la casa de uno de ellos en La Floresta. El día estaba ideal. A las siete y media empezaron a llegar los primeros. Se instalaron junto al parrillero, comenzaron por prender el fuego, preparar el mate, destapar la primera botella de whisky  y  disponer el cordero en la parrilla.
        A las once de la mañana se había completado el cuadro. Algunos muchachos cantaban alrededor de un guitarrista improvisado, otros mentían enfrascados en un truco de seis, el dueño de casa aliñaba las ensaladas y el encargado de la parrilla, alardeaba de su condición de asador repartiendo picadas de chorizos, morcillas y chinchulines. Se habían abierto dos botellas de whisky y había entrado en escena la primera damajuana de tinto. 
       A las cinco de la tarde terminamos de comer. Algunos se fueron a  dormir un rato y otros a la playa a jugar al fútbol en la arena. Los demás continuamos. A las ocho de la noche, empezamos a comer otra vez el asado frío, el resto de las ensaladas, el helado, el vino y el whisky que habían sobrado del mediodía. A las diez de la noche, más alegres que nunca y próximos a un ataque al hígado, nos volvimos.
       Yo llegué a mi casa cerca de las doce de la noche, le di un beso a Daniela, y no sé si me saqué la ropa o me la sacó ella. Me dormí de un tirón, y allí empezó mi pesadilla. Me había convertido en un gato.     
      Parece que yo, o el gato, era un vagabundo que andaba  maullando por las calles de un barrio desconocido. Y  de pronto entre esas casas extrañas descubrí mi casa y traté de entrar. Busqué mi llave, pero no tenía llave, ni pantalón ni nada, sólo cuatro patas y una larga cola. Recordé entonces que la ventana de la cocina podría estar entornada, salté el muro con una agilidad que me desconcertó, entré y me dirigí al dormitorio donde mi esposa dormía. 
Subí a la cama y hecho un ovillo me acomodé en mi lugar. A la mañana siguiente cuando Daniela se despertó yo estaba en el fondo de la casa echado al sol. Cuando me vio se alegró: —¡Pero gatito! Qué hacés ahí echado al sol. Yo me acerqué  e intenté decirle quién era, pero sólo me salió un maullido. Entonces me tomó en sus brazos y me llevó a la cocina. Me dio leche tibia en un plato y me dijo: mi amor, no te podés quedar. Tenés que irte. A mi esposo no le gustan los gatos.
Me destrozó el corazón.                                                         
   De pronto como un ventarrón entró el Pelé y se me vino al humo ladrando como un desaforado. Pegué un salto y quedé parado encima de la heladera con el lomo arqueado y los pelos erizados. Daniela trató de calmar al perro, que al parecer él sí me había reconocido. Era evidente que  quería vengarse de mis malos tratos y de algún par de patadas que le había dado por echarse sobre la cama. Por fortuna el perro adora a mi mujer, le hizo caso y por el momento me dejó en paz.
         Y en eso estaba cuando sentí las caricias de Daniela. Me desperté transpirando y aterrado, pero agradecido de que todo aquello hubiese sido sólo un sueño. Entonces  al ver que estaba despierto me dijo mimosa: —Gatito, ¿con quién soñabas? La miré y la encontré tan  seductora, mientras me extendía los brazos, que me olvidé del bendito gato. Recordé que yo era un hombre, el hombre que ella estaba esperando…
        Desde el 16 de diciembre hasta Nochebuena no probé una gota de alcohol. En Nochebuena me tomé todo. Pasamos en casa, con un matrimonio amigo y mis cuñados con sus esposas. Comimos una cena fría preparada entre todas las mujeres. Empezamos temprano con los brindis, y terminamos en la tardecita de Navidad. Mi esposa y las esposas de mis cuñados limpiaron la casa. Cuando se fueron yo estaba muerto. Quedé dormido hecho piedra, en el sofá del living. Daniela, que no logró despertarme,  se fue a dormir sola y dejó que yo siguiera durmiendo tranquilo.
         Entonces volvió mi pesadilla. Esta vez yo andaba por los techos de las casas del barrio peleando con otros gatos. Los vecinos  tiraban piedras y los perros ladraban. Anduve corriendo por las calles, casi me pisa un auto. Hasta que al fin llegué a mi casa. Como ya sabía lo de la ventana de la cocina, entré por ahí. En mi plato en el suelo había leche, la tomé con gusto, fui al dormitorio y me ovillé junto a Daniela que me oyó y me dijo: 
—Gatito, y siguió durmiendo.  Me dormí ronroneando.
          Cuando el 26 de diciembre desperté, me sentí bien, ágil, despejado. Preparé el baño. Mientras me bañaba creí advertir que mis  uñas habían crecido demasiado y que el vello, que normalmente cubría mi cuerpo, era más oscuro y abundante. Tal vez eran figuraciones mías. No le di importancia, me sequé la cabeza  y  fui a la cama con Daniela que dormía voluptuosa. Esta vez la desperté yo.
        Daniela. Daniela es maravillosa. Es una muchacha buena, simple y crédula. Cree en cosas que ya nadie cree. En el mal de ojo, en la paletilla caída y en que todos somos iguales ante la ley. Cree que si sos  buena persona Dios te premia. Cree en Dios, en los políticos de su partido y en la garra charrúa. Cree  que un día vamos a vivir mejor y cree en los sueños. Por eso nunca le conté de mis sueños infernales. Con seguridad se hubiese puesto a rezar por la salvación de mi alma, que ella vería en peligro de perdición. Era preocuparla sin motivo. Aunque hoy no sé si no hubiese sido bueno contarle, por lo menos, lo del gato.
        Del  26  al 31 de diciembre, estuve un poco extraño, me daba por dormir de día y de noche tenía deseos de salir a caminar. El 31 pasamos en la casa de mis suegros. Éramos como treinta. Todos llevaron comida, asaron un lechón. Había de comer como si no fuésemos a comer nunca más. Y de tomar: dos boliches y medio. Llegamos a casa a las 10 de la mañana del 1º de enero, yo no sabía donde estaba ni quién era. Dormí todo el día, de noche me levanté sigilosamente, salí afuera, y desaparecí por los techos.
       Daniela desconcertada por mi desaparición, preguntó a mis amigos, a mis familiares y a los vecinos. Nadie pudo darle noticias sobre mi paradero. Por lo tanto esperó un par de días y empezó a llorar. Creyó que la había abandonado. Nunca la abandoné. El día que supuso que la había dejado, encontró echado en el fondo de casa un gato negro. Lo tomó en sus brazos le dio leche tibia y le dijo que tenía que irse porque su marido no quería gatos en la casa. Yo le dije  medio serio: —Mami, soy yo, tu marido, qué decís.
       Ella no entendió, me sacó para afuera y cerró la puerta.
Poco a poco fue dejando de esperar a su marido, convencida de que ya no volvería. Por lo tanto me fui quedando en casa, me daba leche tibia y carne cruda. No estaba mal y era abundante. Los primeros meses lloró mucho, salió a buscarme por los hospitales y las comisarías. Fue hasta la morgue. Y no me encontró, claro. De modo que al no encontrarme ni muerto, ni enfermo se puso como loca, al pensar  que me habría ido con otra mujer.
        Mientras tanto me hice dueño de casa. Mi mujer y yo teníamos una extraña relación. Desde mi condición de gato la seguía amando, me gustaba dormir en su regazo, le andaba detrás por la casa y le maullaba mimoso. Por su parte, ella me acariciaba, me acunaba en sus brazos, y volcaba en mí toda su ternura pues, en cierto  modo, creo que había reemplazado a su marido, al llenar en su afecto el espacio que él dejó.
Nuestra convivencia era casi perfecta. Por las noches yo la abandonaba y durante el día era su más ferviente adorador. Era un gato feliz. No necesitaba nada más. Y ella, bueno, yo creía que ella tampoco necesitaba nada más.
      Hasta  que un año después, cerca de la Navidad, vino a cenar un antiguo amigo mío. Cuando llegó el invitado ella me tomó en sus brazos me dijo:
—Gatito lindo, y me sacó para afuera.
Eran las leyes del juego. De todos modos la noche y su misterio me llaman. Recorro los techos, los tarros de basura. Los vecinos me tiran piedras y los perros me ladran. Anoche, después de una trifulca, volví a casa cansado y con el cuerpo dolorido. Tomé la leche que Daniela me deja siempre en la cocina y  fui al dormitorio a dormir con ella como todas las noches. Pero no pude. Mi lugar estaba ocupado.
Ada Vega, edición 2001 -