Powered By Blogger
Mostrando entradas con la etiqueta Selenne. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Selenne. Mostrar todas las entradas

sábado, 4 de noviembre de 2023

Selenne

 







Alejandro de Luca volvió al barrio una tarde, de gafas oscuras y bastón. El taxi lo dejó en la puerta del bar. Bajó seguro, caminó dos pasos al entrar, y se detuvo. Se acercó un mozo y él le preguntó:
—¿Este bar está igual a como estaba hace veinte años?
—¡Este bar no ha cambiado en setenta años! Le contestó el mozo.
—A mi derecha, ¿Cuántas mesas hay?
—Tres mesas.
—¿Alguna está libre?
—La tercera. Comenzó a caminar.
—Lo acompaño. —ofreció el mozo.
—¡No! Quiero llegar solo. Tráigame un café.
Se fue guiando con el bastón: en la primera mesa dos hombres conversaban; la segunda la ocupaba una pareja, un hombre y una mujer. En la tercera retiró una silla, desarmó el bastón, lo dejó sobre la mesa y se sentó junto a la ventana, de frente a las mesas por las que acababa de pasar. Veinte años atrás había sido un parroquiano habitual. Solía llegar en la tarde con Selene, su novia primera, su novia de siempre. Sentados en alguna de esas mesas, junto a la ventana, entretejían proyectos de futuro. Pero el país atravesaba momentos difíciles. Escaseaba el trabajo. Después de pensarlo mucho decidió emigrar, volar a los Estados Unidos, donde todos hablaban de lo bien que se vivía. Juntó dinero para el viaje, consiguió direcciones de amigos y sacó el pasaporte. Quedó de acuerdo con Selene, de que en cuanto consiguiera trabajo y vivienda, le enviaría el pasaje para que fuera a reunirse con él. La joven lloró, tuvo miedo, pero confió en sus palabras. Y una tarde, con la esperanza de un pronto reencuentro, extrañándola antes de partir, inició esperanzado, el camino hacia el remoto país del norte. Con amigos que lo esperaban a su llegada, consiguió trabajo y vivienda para él.
Se encontraba en el proceso de conseguir un mejor empleo que le permitiese llamar a su novia, cuando un joven estudiante universitario, armado con un rifle, atacó a niños de una escuela. Se acercaba la Navidad. Nevaba en Nueva York. Alejandro caminaba feliz por una de las avenidas de la Gran Manzana cuando una bala, sin destino, se alojó en su cabeza. Los médicos salvaron su vida, pero estuvo años internado en distintos hospitales, pues había perdido la vista y la memoria. Fue un caso muy estudiado por los facultativos de Estados Unidos, que entendían que la lesión no había sido tan grave, como para causar tanto daño a su cerebro. De modo que pasado unos años, y sin secuelas que impidiesen recuperar la visión y la memoria, comenzaron a tratarlo en hospitales psiquiátricos, donde al cabo, a los veinte años del accidente, fue poco a poco rescatando la memoria, aunque no así la visión. Debido a dicha mejoría, los médicos coincidieron en que la ceguera era un caso de psiquiatría y que posiblemente, como recuperó la memoria, recuperaría un día la visión. Cuando Alejandro recordó quién era, por qué se encontraba en Estados Unidos y recordó a Selene, solo pensó en el regreso. Lo asaltaron mil dudas y preguntas, de todos modos tenía urgencia por saber que había sido de ella durante esos años, y aunque hubiese perdido su amor, sentía la necesidad de volver a encontrarla y contarle lo que había sucedido. De modo que en cuanto le dieron el alta y le permitieron viajar, juntó sus pertenencias y abordó el primer avión con destino a Montevideo. Al llegar se alojó en un hotel céntrico, dejó su valija en la habitación y pidió un taxi. Ahora se encontraba en el viejo bar recordando su vida pasada.
La pareja de la mesa dos pidió la cuenta y se fue. Apoyó los dedos en la esfera de su reloj para saber la hora, las agujas marcaban las 19 y 10. Llegó una persona y ocupó la mesa donde antes estuvo la pareja del hombre y la mujer. El mozo se acercó y saludó amable:
—Buenas tardes, Selene. ¿Cómo está?
—Bien, José, ¡viviendo!
—¿Té con limón como siempre?
—Como siempre, José, ¡gracias!
El corazón golpeó con fuerza el pecho de Alejandro de Luca. Se puso de pie, tomó el bastón, se acercó a la mesa dos, retiró la silla desocupada. Preguntó:
—¿Puedo?
Ella no contestó y él se sentó. Dejó el bastón recostado a la mesa. La mujer miró a aquel hombre de gafas oscuras, se fijó en el bastón blanco. Pasó un minuto interminable. Ella seguía sin hablar. El hombre extendió un brazo sobre la mesa y oprimió con su mano la mano temblorosa de la mujer.
—No llores, Selene —le dijo—, soy yo, y estoy aquí.

Ada Vega, edición 2016.

martes, 28 de junio de 2022

Selenne

 






Alejandro de Luca volvió al barrio una tarde, de gafas oscuras y bastón. El taxi lo dejó en la puerta del bar. Bajó seguro, caminó dos pasos al entrar, y se detuvo. Se acercó un mozo y él le preguntó:

—¿Este bar está igual a como estaba hace 20 años? 
—¡Este bar no ha cambiado en 70 años! Le contestó el mozo. 
—A mi derecha, ¿Cuántas mesas hay? 
—Tres mesas. 
—¿Alguna está libre? 
—La tercera. Comenzó a caminar. 
—Lo acompaño —ofreció el mozo. 
—¡No! Quiero llegar solo. Tráigame un café. 

Se fue guiando con el bastón: en la primera mesa dos hombres conversaban; la segunda la ocupaba una pareja, un hombre y una mujer. En la tercera retiró una silla, desarmó el bastón, lo dejó sobre la mesa y se sentó junto a la ventana, de frente a las mesas por las que acababa de pasar. Veinte años atrás había sido un parroquiano habitual. Solía llegar en la tarde con Selenne, su novia primera, su novia de siempre. Sentados en alguna de esas mesas, junto a la ventana, entretejían proyectos de futuro. 

Pero el país atravesaba momentos difíciles. Escaseaba el trabajo. Después de pensarlo mucho decidió emigrar, volar a los Estados Unidos donde todos hablaban de lo bien que se vivía. Juntó dinero para el viaje, consiguió direcciones de amigos y sacó el pasaporte. Quedó de acuerdo con Selenne, que en cuanto consiguiera trabajo y vivienda, le enviaría el pasaje para que fuera a reunirse con él. La joven lloró, tuvo miedo, pero confió en él. Y una tarde con la esperanza de un pronto reencuentro, extrañándola antes de partir, inició esperanzado, el camino hacia el remoto país del norte. 

Con amigos que lo esperaban a su llegada, consiguió trabajo y vivienda para él. Se encontraba en el proceso de conseguir un mejor empleo que le permitiese llamar a su novia, cuando un joven estudiante universitario, armado con un rifle, atacó a niños de una escuela. Se acercaba la Navidad. Nevaba en Nueva York. Alejandro caminaba feliz por una de las avenidas de la Gran Manzana cuando una bala sin destino, se alojó en su cabeza. 

Los médicos salvaron su vida, pero estuvo años internado en distintos hospitales pues había perdido la vista y la memoria. Fue un caso muy estudiado por los facultativos de Estados Unidos, que entendían que la lesión no había sido tan grave, como para causar tanto daño a su cerebro. De modo que pasado unos años, y sin secuelas que impidiesen recuperar la visión y la memoria, comenzaron a tratarlo en hospitales psiquiátricos donde al cabo, a los veinte años del accidente, fue poco a poco rescatando la memoria, aunque no así la visión. 

Debido a dicha mejoría, los médicos coincidieron en que la ceguera era un caso de psiquiatría y que posiblemente como recuperó la memoria, recuperaría un día la visión. Cuando Alejandro recordó quién era, por qué se encontraba en Estados Unidos y recordó a Selenne, solo pensó en el regreso. Lo asaltaron mil dudas y preguntas, de todos modos tenía urgencia por saber que había sido de ella durante esos años, y aunque hubiese perdido su amor sentía la necesidad de volver a encontrarla y contarle lo que había sucedido.  

De modo que en cuanto le dieron el alta y le permitieron viajar, juntó sus pertenencias y abordó el primer avión con destino a Montevideo. Al llegar se alojó en un hotel céntrico, dejó su valija en la habitación y pidió un taxi. Ahora se encontraba en el viejo bar recordando su vida pasada. La pareja de la mesa dos pidió la cuenta y se fue. Apoyó los dedos en la esfera de su reloj para saber la hora, las agujas marcaban las 19 y 10. Llegó una persona y ocupó la mesa donde antes estuvo la pareja del hombre y la mujer. El mozo se acercó y saludó amable: 

—Buenas tardes, Selenne, cómo está? 
—Bien, José, ¡viviendo! 
—¿Te con limón como siempre? 
—Como siempre, José, ¡gracias! 

El corazón golpeó con fuerza el pecho de Alejandro de Luca. Se puso de pie, tomó el bastón, se acercó a la mesa dos, retiró la silla desocupada. Preguntó: 

—¿Puedo? Ella no contestó y él se sentó. Dejó el bastón recostado a la mesa. La mujer miró a aquel hombre de gafas oscuras, se fijó en el bastón blanco. Pasó un minuto interminable. Ella seguía sin hablar. El hombre extendió un brazo sobre la mesa y oprimió con su mano la mano temblorosa de la mujer. 
—No llores, Selenne —le dijo—, soy yo, y estoy aquí. 


Ada Vega, edición 2016.

martes, 18 de enero de 2022

Selenne






Alejandro de Luca volvió al barrio una tarde, de gafas oscuras y bastón. El taxi lo dejó en la puerta del bar. Bajó seguro, caminó dos pasos al entrar, y se detuvo. Se acercó un mozo y él le preguntó:

—¿Este bar está igual a como estaba hace 20 años? 
—¡Este bar no ha cambiado en 70 años! Le contestó el mozo. 
—A mi derecha, ¿cuántas mesas hay? 
—Tres mesas. 
—¿Alguna está libre? 
—La tercera. Comenzó a caminar. 
—Lo acompaño —ofreció el mozo. 
—¡No! Quiero llegar solo. Tráigame un café. 

Se fue guiando con el bastón: en la primera mesa dos hombres conversaban; la segunda la ocupaba una pareja, un hombre y una mujer. En la tercera retiró una silla, desarmó el bastón, lo dejó sobre la mesa y se sentó junto a la ventana, de frente a las mesas por las que acababa de pasar. Veinte años atrás había sido un parroquiano habitual. Solía llegar en la tarde con Selenne, su novia primera, su novia de siempre. Sentados en alguna de esas mesas, junto a la ventana, entretejían proyectos de futuro. 

Pero el país atravesaba momentos difíciles. Escaseaba el trabajo. Después de pensarlo mucho decidió emigrar, volar a los Estados Unidos donde todos hablaban de lo bien que se vivía. Juntó dinero para el viaje, consiguió direcciones de amigos y sacó el pasaporte. Quedó de acuerdo con Selenne, que en cuanto consiguiera trabajo y vivienda, le enviaría el pasaje para que fuera a reunirse con él. La joven lloró, tuvo miedo, pero confió en él. Y una tarde con la esperanza de un pronto reencuentro, extrañándola antes de partir, inició esperanzado, el camino hacia el remoto país del norte. 

Con amigos que lo esperaban a su llegada, consiguió trabajo y vivienda para él. Se encontraba en el proceso de conseguir un mejor empleo que le permitiese llamar a su novia, cuando un joven estudiante universitario, armado con un rifle, atacó a niños de una escuela. Se acercaba la Navidad. Nevaba en Nueva York. Alejandro caminaba feliz por una de las avenidas de la Gran Manzana cuando una bala sin destino, se alojó en su cabeza. 

Los médicos salvaron su vida, pero estuvo años internado en distintos hospitales pues había perdido la vista y la memoria. Fue un caso muy estudiado por los facultativos de Estados Unidos, que entendían que la lesión no había sido tan grave, como para causar tanto daño a su cerebro. De modo que pasado unos años, y sin secuelas que impidiesen recuperar la visión y la memoria, comenzaron a tratarlo en hospitales psiquiátricos donde al cabo, a los veinte años del accidente, fue poco a poco rescatando la memoria, aunque no así la visión. 

Debido a dicha mejoría, los médicos coincidieron en que la ceguera era un caso de psiquiatría y que posiblemente como recuperó la memoria, recuperaría un día la visión. Cuando Alejandro recordó quién era, por qué se encontraba en Estados Unidos y recordó a Selenne, solo pensó en el regreso. Lo asaltaron mil dudas y preguntas, de todos modos tenía urgencia por saber que había sido de ella durante esos años, y aunque hubiese perdido su amor sentía la necesidad de volver a encontrarla y contarle lo que había sucedido.  

De modo que en cuanto le dieron el alta y le permitieron viajar, juntó sus pertenencias y abordó el primer avión con destino a Montevideo. Al llegar se alojó en un hotel céntrico, dejó su valija en la habitación y pidió un taxi. Ahora se encontraba en el viejo bar recordando su vida pasada. La pareja de la mesa dos pidió la cuenta y se fue. Apoyó los dedos en la esfera de su reloj para saber la hora, las agujas marcaban las 19 y 10. Llegó una persona y ocupó la mesa donde antes estuvo la pareja del hombre y la mujer. El mozo se acercó y saludó amable: 

—Buenas tardes, Selenne, cómo está? 
—Bien, José, ¡viviendo! 
—¿Te con limón como siempre? 
—Como siempre, José, ¡gracias! 

El corazón golpeó con fuerza el pecho de Alejandro de Luca. Se puso de pie, tomó el bastón, se acercó a la mesa dos, retiró la silla desocupada. Preguntó: 

—¿Puedo? Ella no contestó y él se sentó. Dejó el bastón recostado a la mesa. La mujer miró a aquel hombre de gafas oscuras, se fijó en el bastón blanco. Pasó un minuto interminable. Ella seguía sin hablar. El hombre extendió un brazo sobre la mesa y oprimió con su mano la mano temblorosa de la mujer. 
—No llores, Selenne —le dijo—, soy yo, y estoy aquí. 


Ada Vega, edición 2016.

sábado, 24 de julio de 2021

Selenne


    Alejandro de Luca volvió al barrio una tarde, de gafas oscuras y bastón. 
El taxi lo dejó en la puerta del bar.
Bajó seguro, caminó dos pasos al entrar, y se detuvo. Se acercó un mozo y él le preguntó:
—¿Este bar está igual a como estaba hace 20 años?
—¡Este bar no ha cambiado en 70 años! le contestó el mozo
—A mi derecha, ¿cuántas mesas hay?
—Tres mesas.
—¿Alguna está libre?
—La tercera.
Comenzó a caminar.
—Lo acompaño —ofreció el mozo.
—¡No! Quiero llegar solo. Tráigame un café.

Se fue guiando con el bastón: en la primer mesa dos hombres conversaban; la segunda la ocupaba una pareja, un hombre y una mujer. En la tercera retiró una silla, desarmó el bastón, lo dejó sobre la mesa y se sentó junto a la ventana, de frente a las mesas por las que acababa de pasar.

Veinte años atrás había sido un parroquiano habitual. Solía llegar en la tarde con Selenne, su novia primera, su novia de siempre. Sentados en alguna de esas mesas, junto a la ventana, entretejian proyectos de futuro. Pero el país atravesaba momentos difíciles. Escaseaba el trabajo. 

Después de pensarlo mucho decidió emigrar, volar a los Estados Unidos donde todos hablaban de lo bien que se vivía. Juntó dinero para el viaje, consiguió direcciones de amigos y sacó el pasaporte. Quedó de acuerdo con  Selenne. que en cuanto consiguiera trabajo y vivienda, le enviaría el pasaje para que fuera a reunirse con él.
La joven lloró, tuvo miedo, pero confió en él. Y una tarde con la esperanza de un pronto reencuentro, extrañándola antes de partir, inició esperanzado, el camino hacia el remoto país del norte. 

Con amigos que lo esperaban a su llegada, consiguió trabajo y vivienda para él. Se encontraba en el proceso de conseguir un mejor empleo que le permitiese llamar a su novia, cuando un joven estudiante universitario, armado con un rifle, atacó a niños de una escuela.

Se acercaba la Navidad. Nevaba en Nueva York. Alejandro caminaba feliz por una de las avenidas de la Gran Manzana cuando una bala sin destino, se alojó en su cabeza. Los médicos salvaron su vida, pero estuvo años internado en distintos hospitales pues había perdido la vista y la memoria. 

Fue un caso muy estudiado por los facultativos de Estados Unidos, que entendían que la lesión no había sido tan grave, como para causar tanto daño a su cerebro. De modo que pasado unos años, y sin secuelas que impidiesen recuperar la visión y la memoria, comenzaron a tratarlo en hospitales psiquiátricos donde al cabo, a los veinte años del accidente, fue poco a poco rescatando la memoria, aunque no así la visión. Debido a dicha mejoría, los médicos coincidieron en que la ceguera era un caso de psiquiatría y que posiblemente como recuperó la memoria, recuperaría un día la visión.

Cuando Alejandro recordó quién era, porqué se encontraba en Estados Unidos, y recordó a Selenne, solo pensó en el regreso. Lo asaltaron mil dudas y preguntas, de todos modos tenía urgencia por saber que había sido de ella durante esos años, y aunque hubiese perdido su amor sentía la necesidad de volver a encontrarla y contarle lo que había sucedido. De modo que en cuanto le dieron el alta y le permitieron viajar, juntó sus pertenencias y abordó el primer avión con destino a Montevideo. Al llegar se alojó en un hotel céntrico, dejó su valija en la habitación y pidió un taxi.

Ahora se encontraba en el viejo bar recordando su vida pasada. La pareja de la mesa dos pidió la cuenta y se fue. Apoyó los dedos en la esfera de su reloj para saber la hora, las agujas marcaban las 19 y 10. Llegó una persona y ocupó la mesa donde antes estuvo la pareja del hombre y la mujer. El mozo se acercó y saludó amable:

—Buenas tardes, Selenne, cómo está?

—Bien, José, ¡viviendo!

—¿Te con limón como siempre?

—Como siempre, José, ¡gracias!

El corazón golpeó con fuerza el pecho de Alejandro de Luca. Se puso de pie, tomó el bastón, se acercó a la mesa dos, retiró la silla desocupada. Preguntó: 

—¿Puedo? Ella no contestó y él se sentó. Dejó el bastón recostado a la mesa.

La mujer miró a aquel hombre de gafas oscuras, se fijó en el bastón blanco. Pasó un minuto interminable. Ella seguía sin hablar. El hombre extendió un brazo sobre la mesa y oprimió con su mano la mano temblorosa de la mujer.

—No llores, Selenne —le dijo—, soy yo, y estoy aquí.


Ada Vega, edición 2016. 


viernes, 14 de agosto de 2020

Selenne

 



Alejandro de Luca volvió al barrio una tarde, de gafas oscuras y bastón. 
El taxi lo dejó en la puerta del bar.
Bajó seguro, caminó dos pasos al entrar, y se detuvo. Se acercó un mozo y él le preguntó:
—¿Este bar está igual a como estaba hace 20 años?
—¡Este bar no ha cambiado en 70 años! le contestó el mozo
—A mi derecha, ¿cuántas mesas hay?
—Tres mesas.
—¿Alguna está libre?
—La tercera.
Comenzó a caminar.
—Lo acompaño —ofreció el mozo.
—¡No! Quiero llegar solo. Tráigame un café.

Se fue guiando con el bastón: en la primer mesa dos hombres conversaban; la segunda la ocupaba una pareja, un hombre y una mujer. En la tercera retiró una silla, desarmó el bastón, lo dejó sobre la mesa y se sentó junto a la ventana, de frente a las mesas por las que acababa de pasar.

Veinte años atrás había sido un parroquiano habitual. Solía llegar en la tarde con Selenne, su novia primera, su novia de siempre. Sentados en alguna de esas mesas, junto a la ventana, entretejian proyectos de futuro. Pero el país atravesaba momentos difíciles. Escaseaba el trabajo. 

Después de pensarlo mucho decidió emigrar, volar a los Estados Unidos donde todos hablaban de lo bien que se vivía. Juntó dinero para el viaje, consiguió direcciones de amigos y sacó el pasaporte. Quedó de acuerdo con  Selenne. que en cuanto consiguiera trabajo y vivienda, le enviaría el pasaje para que fuera a reunirse con él.
La joven lloró, tuvo miedo, pero confió en él. Y una tarde con la esperanza de un pronto reencuentro, extrañándola antes de partir, inició esperanzado, el camino hacia el remoto país del norte. 

Con amigos que lo esperaban a su llegada, consiguió trabajo y vivienda para él. Se encontraba en el proceso de conseguir un mejor empleo que le permitiese llamar a su novia, cuando un joven estudiante universitario, armado con un rifle, atacó a niños de una escuela.

Se acercaba la Navidad. Nevaba en Nueva York. Alejandro caminaba feliz por una de las avenidas de la Gran Manzana cuando una bala sin destino, se alojó en su cabeza. Los médicos salvaron su vida, pero estuvo años internado en distintos hospitales pues había perdido la vista y la memoria. 

Fue un caso muy estudiado por los facultativos de Estados Unidos, que entendían que la lesión no había sido tan grave, como para causar tanto daño a su cerebro. De modo que pasado unos años, y sin secuelas que impidiesen recuperar la visión y la memoria, comenzaron a tratarlo en hospitales psiquiátricos donde al cabo, a los veinte años del accidente, fue poco a poco rescatando la memoria, aunque no así la visión. Debido a dicha mejoría, los médicos coincidieron en que la ceguera era un caso de psiquiatría y que posiblemente como recuperó la memoria, recuperaría un día la visión.

Cuando Alejandro recordó quién era, porqué se encontraba en Estados Unidos, y recordó a Selenne, solo pensó en el regreso. Lo asaltaron mil dudas y preguntas, de todos modos tenía urgencia por saber que había sido de ella durante esos años, y aunque hubiese perdido su amor sentía la necesidad de volver a encontrarla y contarle lo que había sucedido. De modo que en cuanto le dieron el alta y le permitieron viajar, juntó sus pertenencias y abordó el primer avión con destino a Montevideo. Al llegar se alojó en un hotel céntrico, dejó su valija en la habitación y pidió un taxi.

Ahora se encontraba en el viejo bar recordando su vida pasada. La pareja de la mesa dos pidió la cuenta y se fue. Apoyó los dedos en la esfera de su reloj para saber la hora, las agujas marcaban las 19 y 10. Llegó una persona y ocupó la mesa donde antes estuvo la pareja del hombre y la mujer. El mozo se acercó y saludó amable:

—Buenas tardes, Selenne, cómo está?

—Bien, José, ¡viviendo!

—¿Te con limón como siempre?

—Como siempre, José, ¡gracias!

El corazón golpeó con fuerza el pecho de Alejandro de Luca. Se puso de pie, tomó el bastón, se acercó a la mesa dos, retiró la silla desocupada. Preguntó: 

—¿Puedo? Ella no contestó y él se sentó. Dejó el bastón recostado a la mesa.

La mujer miró a aquel hombre de gafas oscuras, se fijó en el bastón blanco. Pasó un minuto interminable. Ella seguía sin hablar. El hombre extendió un brazo sobre la mesa y oprimió con su mano la mano temblorosa de la mujer.

—No llores, Selenne —le dijo—, soy yo, y estoy aquí.

Ada Vega, edición 2016https://adavega1936.blogspot.com/

IBSN

IBSN: Internet Blog Serial Number 131-829-303-1

martes, 19 de mayo de 2020

Selenne




Alejandro de Luca volvió al barrio una tarde, de gafas oscuras y bastón. 
El taxi lo dejó en la puerta del bar.
Bajó seguro, caminó dos pasos al entrar, y se detuvo. Se acercó un mozo y él le preguntó:
—¿Este bar está igual a como estaba hace 20 años?
—¡Este bar no ha cambiado en 70 años! le contestó el mozo
—A mi derecha, ¿cuántas mesas hay?
—Tres mesas.
—¿Alguna está libre?
—La tercera.
Comenzó a caminar.
—Lo acompaño —ofreció el mozo.
—¡No! Quiero llegar solo. Tráigame un café.

Se fue guiando con el bastón: en la primer mesa dos hombres conversaban; la segunda la ocupaba una pareja, un hombre y una mujer. En la tercera retiró una silla, desarmó el bastón, lo dejó sobre la mesa y se sentó junto a la ventana, de frente a las mesas por las que acababa de pasar.

Veinte años atrás había sido un parroquiano habitual. Solía llegar en la tarde con Selenne, su novia primera, su novia de siempre. Sentados en alguna de esas mesas, junto a la ventana, entretejian proyectos de futuro. Pero el país atravesaba momentos difíciles. Escaseaba el trabajo. 

Después de pensarlo mucho decidió emigrar, volar a los Estados Unidos donde todos hablaban de lo bien que se vivía. Juntó dinero para el viaje, consiguió direcciones de amigos y sacó el pasaporte. Quedó de acuerdo con  Selenne. que en cuanto consiguiera trabajo y vivienda, le enviaría el pasaje para que fuera a reunirse con él.
La joven lloró, tuvo miedo, pero confió en él. Y una tarde con la esperanza de un pronto reencuentro, extrañándola antes de partir, inició esperanzado, el camino hacia el remoto país del norte. 

Con amigos que lo esperaban a su llegada, consiguió trabajo y vivienda para él. Se encontraba en el proceso de conseguir un mejor empleo que le permitiese llamar a su novia, cuando un joven estudiante universitario, armado con un rifle, atacó a niños de una escuela.

Se acercaba la Navidad. Nevaba en Nueva York. Alejandro caminaba feliz por una de las avenidas de la Gran Manzana cuando una bala sin destino, se alojó en su cabeza. Los médicos salvaron su vida, pero estuvo años internado en distintos hospitales pues había perdido la vista y la memoria. 

Fue un caso muy estudiado por los facultativos de Estados Unidos, que entendían que la lesión no había sido tan grave, como para causar tanto daño a su cerebro. De modo que pasado unos años, y sin secuelas que impidiesen recuperar la visión y la memoria, comenzaron a tratarlo en hospitales psiquiátricos donde al cabo, a los veinte años del accidente, fue poco a poco rescatando la memoria, aunque no así la visión. Debido a dicha mejoría, los médicos coincidieron en que la ceguera era un caso de psiquiatría y que posiblemente como recuperó la memoria, recuperaría un día la visión.

Cuando Alejandro recordó quién era, porqué se encontraba en Estados Unidos, y recordó a Selenne, solo pensó en el regreso. Lo asaltaron mil dudas y preguntas, de todos modos tenía urgencia por saber que había sido de ella durante esos años, y aunque hubiese perdido su amor sentía la necesidad de volver a encontrarla y contarle lo que había sucedido. De modo que en cuanto le dieron el alta y le permitieron viajar, juntó sus pertenencias y abordó el primer avión con destino a Montevideo. Al llegar se alojó en un hotel céntrico, dejó su valija en la habitación y pidió un taxi.

Ahora se encontraba en el viejo bar recordando su vida pasada. La pareja de la mesa dos pidió la cuenta y se fue. Apoyó los dedos en la esfera de su reloj para saber la hora, las agujas marcaban las 19 y 10. Llegó una persona y ocupó la mesa donde antes estuvo la pareja del hombre y la mujer. El mozo se acercó y saludó amable:

—Buenas tardes, Selenne, cómo está?

—Bien, José, ¡viviendo!

—¿Te con limón como siempre?

—Como siempre, José, ¡gracias!

El corazón golpeó con fuerza el pecho de Alejandro de Luca. Se puso de pie, tomó el bastón, se acercó a la mesa dos, retiró la silla desocupada. Preguntó: 

—¿Puedo? Ella no contestó y él se sentó. Dejó el bastón recostado a la mesa.

La mujer miró a aquel hombre de gafas oscuras, se fijó en el bastón blanco. Pasó un minuto interminable. Ella seguía sin hablar. El hombre extendió un brazo sobre la mesa y oprimió con su mano la mano temblorosa de la mujer.

—No llores, Selenne —le dijo—, soy yo, y estoy aquí.

Ada Vega, edición 2016 

martes, 23 de octubre de 2018

Selenne




Alejandro de Luca volvió al barrio una tarde, de gafas oscuras y bastón. 
El taxi lo dejó en la puerta del bar.
Bajó seguro, caminó dos pasos al entrar, y se detuvo. Se acercó un mozo y él le preguntó:
—¿Este bar está igual a como estaba hace 20 años?
—¡Este bar no ha cambiado en 70 años! le contestó el mozo
—A mi derecha, ¿cuántas mesas hay?
—Tres mesas.
—¿Alguna está libre?
—La tercera.
Comenzó a caminar.
—Lo acompaño —ofreció el mozo.
—¡No! Quiero llegar solo. Tráigame un café.

Se fue guiando con el bastón: en la primer mesa dos hombres conversaban; la segunda la ocupaba una pareja, un hombre y una mujer. En la tercera retiró una silla, desarmó el bastón, lo dejó sobre la mesa y se sentó junto a la ventana, de frente a las mesas por las que acababa de pasar.

Veinte años atrás había sido un parroquiano habitual. Solía llegar en la tarde con Selenne, su novia primera, su novia de siempre. Sentados en alguna de esas mesas, junto a la ventana, entretejian proyectos de futuro. Pero el país atravesaba momentos difíciles. Escaseaba el trabajo. 

Después de pensarlo mucho decidió emigrar, volar a los Estados Unidos donde todos hablaban de lo bien que se vivía. Juntó dinero para el viaje, consiguió direcciones de amigos y sacó el pasaporte. Quedó de acuerdo con  Selenne. que en cuanto consiguiera trabajo y vivienda, le enviaría el pasaje para que fuera a reunirse con él.
La joven lloró, tuvo miedo, pero confió en él. Y una tarde con la esperanza de un pronto reencuentro, extrañándola antes de partir, inició esperanzado, el camino hacia el remoto país del norte. 

Con amigos que lo esperaban a su llegada, consiguió trabajo y vivienda para él. Se encontraba en el proceso de conseguir un mejor empleo que le permitiese llamar a su novia, cuando un joven estudiante universitario, armado con un rifle, atacó a niños de una escuela.

Se acercaba la Navidad. Nevaba en Nueva York. Alejandro caminaba feliz por una de las avenidas de la Gran Manzana cuando una bala sin destino, se alojó en su cabeza. Los médicos salvaron su vida, pero estuvo años internado en distintos hospitales pues había perdido la vista y la memoria. 

Fue un caso muy estudiado por los facultativos de Estados Unidos, que entendían que la lesión no había sido tan grave, como para causar tanto daño a su cerebro. De modo que pasado unos años, y sin secuelas que impidiesen recuperar la visión y la memoria, comenzaron a tratarlo en hospitales psiquiátricos donde al cabo, a los veinte años del accidente, fue poco a poco rescatando la memoria, aunque no así la visión. Debido a dicha mejoría, los médicos coincidieron en que la ceguera era un caso de psiquiatría y que posiblemente como recuperó la memoria, recuperaría un día la visión.

Cuando Alejandro recordó quién era, porqué se encontraba en Estados Unidos, y recordó a Selenne, solo pensó en el regreso. Lo asaltaron mil dudas y preguntas, de todos modos tenía urgencia por saber que había sido de ella durante esos años, y aunque hubiese perdido su amor sentía la necesidad de volver a encontrarla y contarle lo que había sucedido. De modo que en cuanto le dieron el alta y le permitieron viajar, juntó sus pertenencias y abordó el primer avión con destino a Montevideo. Al llegar se alojó en un hotel céntrico, dejó su valija en la habitación y pidió un taxi.

Ahora se encontraba en el viejo bar recordando su vida pasada. La pareja de la mesa dos pidió la cuenta y se fue. Apoyó los dedos en la esfera de su reloj para saber la hora, las agujas marcaban las 19 y 10. Llegó una persona y ocupó la mesa donde antes estuvo la pareja del hombre y la mujer. El mozo se acercó y saludó amable:

—Buenas tardes, Selenne, cómo está?

—Bien, José, ¡viviendo!

—¿Te con limón como siempre?

—Como siempre, José, ¡gracias!

El corazón golpeó con fuerza el pecho de Alejandro de Luca. Se puso de pie, tomó el bastón, se acercó a la mesa dos, retiró la silla desocupada. Preguntó: 

—¿Puedo? Ella no contestó y él se sentó. Dejó el bastón recostado a la mesa.

La mujer miró a aquel hombre de gafas oscuras, se fijó en el bastón blanco. Pasó un minuto interminable. Ella seguía sin hablar. El hombre extendió un brazo sobre la mesa y oprimió con su mano la mano temblorosa de la mujer.

—No llores, Selenne —le dijo—, soy yo, y estoy aquí.

Ada Vega, edición 2016

viernes, 2 de febrero de 2018

Selenne




Alejandro de Luca volvió al barrio una tarde, de gafas oscuras y bastón. 
El taxi lo dejó en la puerta del bar.
Bajó seguro, caminó dos pasos al entrar, y se detuvo. Se acercó un mozo y él le preguntó:
—¿Este bar está igual a como estaba hace 20 años?
—¡Este bar no ha cambiado en 70 años! le contestó el mozo
—A mi derecha, ¿cuántas mesas hay?
—Tres mesas.
—¿Alguna está libre?
—La tercera.
Comenzó a caminar.
—Lo acompaño —ofreció el mozo.
—¡No! Quiero llegar solo. Tráigame un café.

Se fue guiando con el bastón: en la primer mesa dos hombres conversaban; la segunda la ocupaba una pareja, un hombre y una mujer. En la tercera retiró una silla, desarmó el bastón, lo dejó sobre la mesa y se sentó junto a la ventana, de frente a las mesas por las que acababa de pasar.

Veinte años atrás había sido un parroquiano habitual. Solía llegar en la tarde con Selenne, su novia primera, su novia de siempre. Sentados en alguna de esas mesas, junto a la ventana, entretejian proyectos de futuro. Pero el país atravesaba momentos difíciles. Escaseaba el trabajo. 

Después de pensarlo mucho decidió emigrar, volar a los Estados Unidos donde todos hablaban de lo bien que se vivía. Juntó dinero para el viaje, consiguió direcciones de amigos y sacó el pasaporte. Quedó de acuerdo con  Selenne. que en cuanto consiguiera trabajo y vivienda, le enviaría el pasaje para que fuera a reunirse con él.
La joven lloró, tuvo miedo, pero confió en él. Y una tarde con la esperanza de un pronto reencuentro, extrañándola antes de partir, inició esperanzado, el camino hacia el remoto país del norte. 

Con amigos que lo esperaban a su llegada, consiguió trabajo y vivienda para él. Se encontraba en el proceso de conseguir un mejor empleo que le permitiese llamar a su novia, cuando un joven estudiante universitario, armado con un rifle, atacó a niños de una escuela.

Se acercaba la Navidad. Nevaba en Nueva York. Alejandro caminaba feliz por una de las avenidas de la Gran Manzana cuando una bala sin destino, se alojó en su cabeza. Los médicos salvaron su vida, pero estuvo años internado en distintos hospitales pues había perdido la vista y la memoria. 

Fue un caso muy estudiado por los facultativos de Estados Unidos, que entendían que la lesión no había sido tan grave, como para causar tanto daño a su cerebro. De modo que pasado unos años, y sin secuelas que impidiesen recuperar la visión y la memoria, comenzaron a tratarlo en hospitales psiquiátricos donde al cabo, a los veinte años del accidente, fue poco a poco rescatando la memoria, aunque no así la visión. Debido a dicha mejoría, los médicos coincidieron en que la ceguera era un caso de psiquiatría y que posiblemente como recuperó la memoria, recuperaría un día la visión.

Cuando Alejandro recordó quién era, porqué se encontraba en Estados Unidos, y recordó a Selenne, solo pensó en el regreso. Lo asaltaron mil dudas y preguntas, de todos modos tenía urgencia por saber que había sido de ella durante esos años, y aunque hubiese perdido su amor sentía la necesidad de volver a encontrarla y contarle lo que había sucedido. De modo que en cuanto le dieron el alta y le permitieron viajar, juntó sus pertenencias y abordó el primer avión con destino a Montevideo. Al llegar se alojó en un hotel céntrico, dejó su valija en la habitación y pidió un taxi.

Ahora se encontraba en el viejo bar recordando su vida pasada. La pareja de la mesa dos pidió la cuenta y se fue. Apoyó los dedos en la esfera de su reloj para saber la hora, las agujas marcaban las 19 y 10. Llegó una persona y ocupó la mesa donde antes estuvo la pareja del hombre y la mujer. El mozo se acercó y saludó amable:

—Buenas tardes, Selenne, cómo está?

—Bien, José, ¡viviendo!

—¿Te con limón como siempre?

—Como siempre, José, ¡gracias!

El corazón golpeó con fuerza el pecho de Alejandro de Luca. Se puso de pie, tomó el bastón, se acercó a la mesa dos, retiró la silla desocupada. Preguntó: 

—¿Puedo? Ella no contestó y él se sentó. Dejó el bastón recostado a la mesa.

La mujer miró a aquel hombre de gafas oscuras, se fijó en el bastón blanco. Pasó un minuto interminable. Ella seguía sin hablar. El hombre extendió un brazo sobre la mesa y oprimió con su mano la mano temblorosa de la mujer.

—No llores, Selenne —le dijo—, soy yo, y estoy aquí.

Ada Vega, edición 2016

domingo, 19 de noviembre de 2017

Selenne





Alejandro de Luca volvió al barrio una tarde, de gafas oscuras y bastón. 

El taxi lo dejó en la puerta del bar.

Bajó seguro, caminó dos pasos al entrar, y se detuvo. Se acercó un mozo y él le preguntó:

—¿Este bar está igual a como estaba hace 20 años?

—¡Este bar no ha cambiado en 70 años! le contestó el mozo

—A mi derecha, ¿cuántas mesas hay?

—Tres mesas.

—¿Alguna está libre?

—La tercera.

Comenzó a caminar.

—Lo acompaño —ofreció el mozo.

—¡No! Quiero llegar solo. Tráigame un café.

Se fue guiando con el bastón: en la primer mesa dos hombres conversaban; la segunda la ocupaba una pareja, un hombre y una mujer. En la tercera retiró una silla, desarmó el bastón, lo dejó sobre la mesa y se sentó junto a la ventana, de frente a las mesas por las que acababa de pasar.

Veinte años atrás había sido un parroquiano habitual. Solía llegar en la tarde con Selenne, su novia primera, su novia de siempre. Sentados en alguna de esas mesas, junto a la ventana, entretejian proyectos de futuro. Pero el país atravesaba momentos difíciles. Escaseaba el trabajo. 

Después de pensarlo mucho decidió emigrar, volar a los Estados Unidos donde todos hablaban de lo bien que se vivía. Juntó dinero para el viaje, consiguió direcciones de amigos y sacó el pasaporte. Quedó de acuerdo con  Selenne. que en cuanto consiguiera trabajo y vivienda, le enviaría el pasaje para que fuera a reunirse con él.
La joven lloró, tuvo miedo, pero confió en él. Y una tarde con la esperanza de un pronto reencuentro, extrañándola antes de partir, inició esperanzado, el camino hacia el remoto país del norte. 

Con amigos que lo esperaban a su llegada, consiguió trabajo y vivienda para él. Se encontraba en el proceso de conseguir un mejor empleo que le permitiese llamar a su novia, cuando un joven estudiante universitario, armado con un rifle, atacó a niños de una escuela.

Se acercaba la Navidad. Nevaba en Nueva York. Alejandro caminaba feliz por una de las avenidas de la Gran Manzana cuando una bala sin destino, se alojó en su cabeza. Los médicos salvaron su vida, pero estuvo años internado en distintos hospitales pues había perdido la vista y la memoria. 

Fue un caso muy estudiado por los facultativos de Estados Unidos, que entendían que la lesión no había sido tan grave, como para causar tanto daño a su cerebro. De modo que pasado unos años, y sin secuelas que impidiesen recuperar la visión y la memoria, comenzaron a tratarlo en hospitales psiquiátricos donde al cabo, a los veinte años del accidente, fue poco a poco rescatando la memoria, aunque no así la visión. Debido a dicha mejoría, los médicos coincidieron en que la ceguera era un caso de psiquiatría y que posiblemente como recuperó la memoria, recuperaría un día la visión.

Cuando Alejandro recordó quién era, porqué se encontraba en Estados Unidos, y recordó a Selenne, solo pensó en el regreso. Lo asaltaron mil dudas y preguntas, de todos modos tenía urgencia por saber que había sido de ella durante esos años, y aunque hubiese perdido su amor sentía la necesidad de volver a encontrarla y contarle lo que había sucedido. De modo que en cuanto le dieron el alta y le permitieron viajar, juntó sus pertenencias y abordó el primer avión con destino a Montevideo. Al llegar se alojó en un hotel céntrico, dejó su valija en la habitación y pidió un taxi.

Ahora se encontraba en el viejo bar recordando su vida pasada. La pareja de la mesa dos pidió la cuenta y se fue. Apoyó los dedos en la esfera de su reloj para saber la hora, las agujas marcaban las 19 y 10. Llegó una persona y ocupó la mesa donde antes estuvo la pareja del hombre y la mujer. El mozo se acercó y saludó amable:

—Buenas tardes, Selenne, cómo está?

—Bien, José, ¡viviendo!

—¿Te con limón como siempre?

—Como siempre, José, ¡gracias!

El corazón golpeó con fuerza el pecho de Alejandro de Luca. Se puso de pie, tomó el bastón, se acercó a la mesa dos, retiró la silla desocupada. Preguntó: 

—¿Puedo? Ella no contestó y él se sentó. Dejó el bastón recostado a la mesa.

La mujer miró a aquel hombre de gafas oscuras, se fijó en el bastón blanco. Pasó un minuto interminable. Ella seguía sin hablar. El hombre extendió un brazo sobre la mesa y apretó con su mano la mano temblorosa de la mujer.

—No llores, Selenne —le dijo—, soy yo y estoy aquí.





  Ada Vega, 2016