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domingo, 10 de octubre de 2010

Mis derechos humanos




-Terminala, Daniel. Terminala con los Derechos Humanos. ¡Las clases sociales, los derechos de los trabajadores!...
-¿Que decís? ¿Estás loca?
-No, no estoy loca, estoy cansada. Cansada de oírte siempre la misma cantinela. Hace treinta años que te oigo las mismas letanías.nco
-Pero y ahora ¿qué? ¿Estás en contra de los trabajadores? ¿De los que luchan por una vida digna?
-¡No! ¿Cómo voy a estar en contra? Sólo que en casa también hay otros temas. Yo, por ejemplo, en este momento estoy luchando por una vida digna: mi vida.
-Marta, vos hace mucho que no vas al médico. Tendrías que ver como andás del coleste...
-Daniel, no estoy enferma. ¿Vos te pusiste a pensar alguna vez en lo que es mi vida?
-No, yo te digo, porque la mujer del gallego Martínez, con la menopausia anduvo mal de la cabeza y vos sabés que hasta se quiso matar, porque resulta...
-Daniel, a mí la menopausia no me ha afectado. Yo estoy bien, me siento bien, no tengo por qué ir al médico. Yo sólo quiero hablar contigo de mí. Nunca hablo de mí ¿te habías dado cuenta?
-Pero ¿y que tenés que decirme? Yo sé todo de vos, te conozco como la palma de mi mano.
-¡Qué me vas a conocer! Nunca te preocupaste por conocerme. Me querés, sí, yo sé que me querés. Como algo tuyo, de tu propiedad. Como tu máquina de afeitar, tu reloj o tus zapatos.
-No digas eso, ¡sos la madre de mis hijos!
-Sí, también soy la madre de tus hijos
-Y ¿qué es lo que no sé de vos? ¿Te anda gustando otro? ¿Algún pinta te arrastra el ala? ¿Es ése el problema? Decí, decí.
-No, Daniel, no entendés nada. Hay otras cosas...
-No, no, no hay otras cosas. No digas pavadas.
-¿Me dejás hablar?
-Sí, sí, dale. Hablá nomás.
-Yo me levanto a las seis de la mañana medio dormida, pechándome con los muebles llego a la cocina, pongo la leche a calentar y llamo a Nico, mientras él se viste voy a buscar el pan para que lo coman calentito con manteca, cuando se va para el liceo llamo a Naty, la ayudo a vestirse, toma la leche y la llevo a la escuela. Cuando vuelvo me preparo el mate, son las nueve. Mientras hierve el agua ordeno el cuarto de Nico, tiendo la cama, recojo la ropa y paso el escobillón, pongo el agua en el termo y ordeno el cuarto de Naty, son las diez, tengo que hacer los mandados, dejo el mate para después. Mientras voy a la carnicería y al almacén pienso qué puedo cocinar para el almuerzo que me quede para la cena. Cuando termino con los mandados te llevo el diario a la cama con el jugo de naranjas. Vos estás escuchando la radio, yo me pongo a cocinar. A las doce está pronta la comida. Llega Nico: “mami, me muero de hambre, ¿qué hiciste? hm... ¡que rico!” Salgo corriendo a buscar a Naty. Se sientan a comer, yo también me siento con ellos y me traigo el mate, pero vos me gritás del baño: -“ Marta, no hay champú” Dejo el mate, voy al saloncito de al lado, traigo el champú. Vos avisás: “mirá que ya salgo”. Te sirvo la comida, yo almuerzo caminando entre la cocina y el comedor. Y te vas. Es la una y media. Entro al dormitorio, junto la ropa: la camisa sobre la cómoda, un buzo de lana al revés sobre el televisor, un pantalón tirado sobre la cama, los zapatos con las medias adentro y la toalla mojada encima de las sábanas. Junto, guardo y llevo la ropa para lavar, tiendo la cama, llevo los vasos, paso un paño en el piso, son las cuatro. Vengo al comedor, levanto la mesa, llevo todo para la cocina, paso la aspiradora. Me voy a lavar los platos, son las cinco: “ –Naty, vamos a hacer los deberes. ¡Nico, dejá la música, ponete a estudiar!” “Mami, esta cuenta no me sale. ¿Iba, va con hache?” -“ Ahora tomá la leche, Naty. Después te miro los deberes. ¡Vení a comer algo, Nico!” Son las seis y media. Lavo la cocina. No sé si tengo hambre o sueño, el mate se enfrió y no tomé ninguno. Mientras terminan los deberes plancho unas camisas así adelanto para mañana que me toca encerar. Llegás a las once. “-Viejo ¿querés cenar ya, o tomás unos mates?” “ No, dame la cena.” Los chicos ya cenaron y se acostaron. Te sirvo la cena, me siento contigo, quiero hablar con vos de nosotros, de mí. Vos te ponés a hablar del Fondo Monetario Internacional, de que la culpa de todo la tienen los del Norte, que nos oprimen que... Yo sé que todo eso es cierto. Daniel, pero...vos seguís hablando, y a mí me da sueño.
-Che, Marta, te estás durmiendo. Vos te pasás durmiendo. ¡que te tiró!
-Estoy cansada
-¿Y de qué estás cansada, si el que labura soy yo?
- Si, pero vos trabajás ocho horas.
-¿Y?
-Y yo ya llevo diecisiete.
-Pero vos estás en casa.
-Si, Daniel, yo estoy en casa pero estoy trabajando. Y a vos por esas ocho horas te pagan un sueldo.
-Y ¿ qué querés, que yo te pague un sueldo ahora?
- No, es un comentario nada más. Yo trabajo diecisiete horas gratis.
-Gratis no, tenés la casa y la comida.
-Si, pero ni una doméstica trabaja por la casa y la comida.
-Marta, vos haceme caso, andá al médico. ¿No tenés sociedad médica? Bueno, usala, vos no estás bien, ¡te está fallando algo!
-Daniel, ¿sabés que quiero? Quiero comprarme una máquina de escribir y arreglar el cuartito del fondo. Poner la mesita esa que usamos en verano para tomar mate y una silla y hacerme un cuartito para escribir. Quiero escribir, sabés.
- ¿Escribir? ¿ A quién le querés escribir?
- A nadie, quiero contar cosas. ¡ tengo tantas cosas que decir!
-La guita no nos alcanza para nada y vos querés comprar una máquina de escribir para no escribirle a nadie?
- Pero mirá que la podemos comprar a crédito.
- Marta, vos me asustás. ¿ De veras te sentís bien? ¡Prometeme que mañana sin falta vas a ir a médico!
Sí, Daniel ...mañana... mañana voy a ir al médico

Los ases del choreo



-Al Tono lo perdió la cultura. Yo le batí la posta: con los libros no te metás, son muy peligrosos. ¿A quién le vas a vender un libro? ¡Y menos choreado! Vos a un punto le ofrecés un libro de plantas y él te pide uno de morfi. ¡Te van a querer comprar justo el libro que no tenés!
-Y no podés andar cargando con un vagón de libros ¡por si en una de esas vendés uno!
-Por eso te digo: Con los libros mejor no meterse. La cultura es una joda. ¿Pa’qué sirve? Decime ¿vos sabés pa’qué sirve?
-No.
-¿Acaso nos da de comer la cultura? ¿Te podés comprar pilchas con la cultura? Te deja algún mango la cultura?
-Y...
-Y nada. No te deja nada. Los libros son pa’ tras, te entreveran las ideas. Los libros son pa’ los giles, no pa’ nosotros que somos vivos del año cero!
-Dicen que los libros te enseñan cosas.
-¡Qué van a enseñar! Lo que no enseña la yeca no enseña nadie. Caminando botija, caminando se aprende, ¡qué me venís! Mirá lo que le pasó al Tono, lo que le pasó.
-Y al Tono ¿qué le pasó?
-¿Qué le pasó? Que se mandó una gilada de órdago, se mandó. Y fue culpa del Finito.
-¿Cuál, ese punga finoli que vive por el Estadio?
-El mismo, un guacho fifí que más que chorro parece un estudiante de la facu.
-Pero dicen que es de familia “bien”, que los viejos tienen ¡un bagayo e guita!
-Eso dicen, pero parece que él anda con problemas con el drepa. El viejo lo quiso etiquetar y el mocito zafó. En la casa lo querían sacar dotor como el padre, pero el Finito con los libros... nada que ver. El viejo lo tiene en capiya y hasta que no vuelva a estudiar no le factura un sope. Y el loco buscó la fácil, cambió la posta y se vino con nosotros, se vino.
-Y el coso ese ¿piensa laburar de chorro mucho tiempo más?
-No sé, pero yo estoy viendo que el capitalismo se nos viene encima y si no lo paramos, los ricos nos dejan sin laburo. Vo’sabés que donde descubren un guiye pa’ hacer la guita se largan de zabeca. Y ellos saben bien que el afane deja buenos dividendos, deja. En cualquier momento nos encajan un impuesto.
-O lo privatizan. ¡Que lo parió! no hay un laburo seguro!
-No te digo yo, la oligarquía no te da vida. El pan de la boca nos quieren sacar. ¡Todo pa’ ellos, todo pa’ ellos! Y ahora resulta que el Finito que labura de chorro como nosotros, no es chorro. Según parece es “cletómano”. ¡Mirá vos el nombre que le dan los ricos a los afanes de ellos. ¿Y todo pa’ qué? pa’ darnos en la nuca a los sacrificados laburantes del bolsiyo. Como somos pocos, ahora a los ricos se les dio por afanar y se vienen p’al gremio a engrosar filas. ¡Y lo peor es que se creen que la patente es de ellos...!
-Dicen que el Finito es amigo del Dedos de Oro.
-Sí, son gomías, viven en el mismo barrio. El Dedos fue el que le dio las primeras lecciones de choreo en una academia que tiene por Avenida Centenario.
-El Dedos es un punga de estilo.
-Sí, pero el estilo le está fayando. Dos por tres se lo yeva la yuta. La última vez estuvo de pensionista en la primera como una semana.
-¡Pero si no te pueden guardar más de veinticuatro horas!
-Sí, pero a él lo tuvieron una semana. Cayó junto con el Finito, los cazaron en un “descuido” por la Ciudad Vieja. Esa noche se conocieron con el Tono que había caído en naca un rato antes. Con el Fino se reconocieron, habían ido juntos a la escuela Sanguinetti. El Tono salió de tercero porque no quiso repetir. Y dicen que el Finito esa noche le ofreció laburo al Tono.
-¿Laburo?
-Sí, de guardia particular en una librería.
-¿Y por qué no lo agarró el Fino ese fato?
-Y, porque él es un niño bien, tiene cuatro apellidos...
-¡Cuatro apellidos!... y yo tengo a gatas el de mi vieja...
-Mejor, así dejás menos gente pegada cuando salís en los diarios. Y como te estaba diciendo, el Finito no va a laburar de milico, ¡tiene que cuidar el estatus!
-¿Choreando?
-¿Y quién lo sabe? Ni los del sindicato lo saben. Y si nosotros gritamos a los cuatro vientos que hay un rico afanando, ¿quién nos va a creer? Son capaces de mandarnos pa’ dentro por difamación. Por mí que siga metiendo los dátiles. Nosotros somos chorros, no batidores.
-Pero una librería, che. Al pobre Tono le dieron con el mazo y la porra.
-¿Vos te das cuenta? agarrar un laburo y en una librería. ¡Ni un gil de cuarta! La primera noche se alzó con un libro de pintura de un tal Goya, uno del Quijote, ese de los molinos de viento, viste, que dicen que lo escribió un tipo que quedó manco de un espanto; uno de un coronel que parece que no tiene ni quien le escriba ¡que por algo será! dos de cocina y uno de pesca sumarina. ¿Podrás creer que en la feria de Piedras Blancas los vendió todos de un saque? Esa noche en la librería manoteó cinco o seis libros y se sentó a hojearlos, curioso porque los clientes le encargaban más. Con “El día que el Mago lloró en mi pieza” se copó. Se le llegaron las seis de la matina y él de lector ¡mirá vos! y empezó a afanar pa’ él, no vendió más. ¡Se quedaba con los libros! El día que le dieron el espiante, había completado lo del famoso Benedetti ese, con un libro que seguro que hizo p’al Sunca, de unos andamios o algo así. Del Galeano se llevó uno que habla de “la Tina”, una nami que embroncada, parece que se abrió las venas. De un tal Borges que era ciego pero tenía la manía de andar metido en laberintos se yevó una troja. No sé pa’ qué, si era ciego ¡imaginate las burradas que escribiría! Se llevó uno de un brasilero que escribe de condimentos pa’ la comida y dá recetas con clavo y canela; de un chileno que se hizo famoso porque vivía en una isla negra y parece que también escribió 20 poemas, pero nada más que una canción. De un tipo de Guatemala o pòr ahí, que no sé qué diablos le pasó con el señor presidente, y hasta de un americano que vivía en Cuba, que después de la Revolución le dijo adiós a las armas, y se pegó un tiro. ¿Qué me contursi? Dejó el choreo y se dedicó a leer. No tiene laburo y de aquí a que termine de leer todo lo que afanó hay pa’ rato ¡Yo no sé en qué va a terminar esto! Pero date cuenta que en nada bueno. Un botija con esas condiciones pa’ ser un as del choreo y se le viene a cruzar la literatura en medio de su carrera ascendente. Ahora es muy capaz de dejar el afano. ¡Vos no sabés lo que son los libros! ¡Son un peligro, son! Yo lo encaré el otro día al Finito, que venía laburando en un 103 y se bajó por la Curva, y le dije que se borrara de 8 de Octubre, que ese no era su barrio, que por su culpa el Tono no quiere “laburar” más y se lo pasa encerrado en su casa leyendo tremendos mamotretos que yo no sé si entiende o no. Y ¿sabés lo que me contestó?
-¿Qué te contestó?
-Que el mundo ha cambiado, que los jugadores de Fútbol van al liceo y algunos a la Universidad; que hoy los murguistas son actores de teatro y estudian canto y que los pungas no tienen por qué ser atorrantes y analfabetos, que cuanto más cultos sean, más sitios y personas que valga la pena afanar van a conocer. ¡Nos están invadiendo las propuestas neoliberales! Por eso te digo, al Tono lo perdió la cultura. ¡Y eso que se lo dije ...!
-Y bueno, dejalo. Que él haga de su vida lo que se le cante. No te hagás mala sangre, si agarró pa’ la cultura y lo perdimos ¡problema d’el! Hablame de vos, ¿en qué andás, Ñato? ¿Qué llevás ahí?
-¿Yo? Y, me compré “Memorias del Calabozo” pa’ ir haciendo muela, sabés, por si lo del Tono es contagioso. Perdido por perdido, quiero morir con los ojos abiertos. ¡Uno nunca sabe! Después te lo paso... ¿ ta?
Ada Vega - 1990

viernes, 1 de octubre de 2010

No vayas al cielo




Iban por la calle larga a los manotazos. Reían como dos necios mientras pateaban una maltrecha botella de plástico, fumaban un porro a medias y cantaban: “...porque en el cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza y café. Porque en el cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca ni hojillas...” Ajeno, el sol continuaba su lento vagar hacia el oeste y las primeras sombras dibujaban un incierto atardecer. Con los vaqueros desflecados tajeados en las rodillas y sendos bucitos negros que lucían sobre el pecho las caras enajenadas de alguna banda de metal, los dos muchachos recorrían las calles en busca de lo que pudiera acontecer.
El Pelado y el Chifle eran dos hermanos nacidos en un barrio de “zona roja”. Chorritos sin prestigio, oportunistas natos, se encontraban sin embargo limpios ante la ley. Y aunque robaban desde que tenían memoria, carecían de antecedentes que los involucraran en delitos primarios y sus drásticas consecuencias. Inconcientes por herencia directa, vivían la vida al mango.
Despreocupados, sin importarles el presente ni el futuro, tomaban de la vida lo que la vida les ofrecía a su paso, y lo que no. Acérrimos desconocedores de todo límite, no entendieron nunca que lo ajeno es ajeno, que los derechos de unos terminan donde empiezan los derechos de los otros, y que existen leyes que se hicieron para cumplirlas. Repobres de la más lunga estirpe orillera, aprendieron de muy chiquitos, casi al largarse a caminar, que los dolores que les retorcían las tripas los causa el hambre y los calma el mendigar primero y el robar después.
Así, salían por las mañanas junto a la madre, con otro más pequeño en brazos, a extender las manitas sucias —los pelos revueltos y las caritas moquientas—, a cuanto transeúnte pasara a su lado; algunos presurosos, que sin mirarlos siquiera seguían de largo, otros que sin detenerse dejaban algunas monedas que la madre iba juntando para comprar el pan, primero, y si alcanzaba, la leche.
Desayunaban una fruta que algún puestero les alcanzaba o los bizcochos de ayer de alguna panadería que encontraban al paso y recorrían la ciudad, un día y otro, para regresar al atardecer muertos de sueño y cansancio.
Y de un saque, un día, se les fue la infancia. Sin reyes magos, sin escuela ni educación. Y la pujante adolescencia, al abrirse paso, los dio de narices con la globalización, el neoliberalismo y el “sálvese quien pueda”. Se enteraron que para intentar conseguir trabajo es necesario poseer un brillante “curriculum vitae” que te permita, por lo menos, competir. Que si no sabés inglés no existís y si te quedaste en el Windows, estás muerto. Que los “canillas” y los lustrabotas pertenecen al pasado. Que las fábricas desaparecieron y la construcción es una utopía. ¿Y entonces...?

Subieron el repecho hasta el almacén de don Flores y al iniciar la bajadita lo vieron. El hombre venía remando por la calle empinada, parado en los pedales de su bicicleta. Sofocado. Los muchachos se miraron. Se abrieron para darle paso por entremedio de los dos. Al llegar junto a ellos lo tiraron al suelo, le robaron unos pocos pesos y se fueron calle abajo, montados los dos en la bicicleta, orgullosos por “la hazaña” que acababan de realizar.
Aunque se hicieron apuestas, no llegamos a saber si fueron cinco , o diez, o tan sólo tres, los minutos que corrieron, antes de que al primer automóvil que pasara por el almacén de don Flores, subiera el dueño de la bicicleta y alcanzara en un santiamén a los dos muchachos. Lo que siguió después se sabe: denuncia, policía, comisaría y juez. De ahí al Comcar y seis años por rapiña, fue solamente el principio.

La luna asomada entre los barrotes, iluminaba la soga, a cuyo extremo se balanceaba inerte el cuerpo del muchacho. El pabellón estaba en silencio. Los guardias nunca supieron. Mientras la noche testigo, bostezaba su indiferencia sobre los altos muros, los presos, victimarios-víctimas, dormían sueños torturados. Solo, en la celda contigua, el hermano cantaba: “... porque en el Cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza ni café... Porque en el Cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca, ni hojillas...”

martes, 21 de septiembre de 2010

Ofelia Bromfield

 


      Ofelia Bromfield nació en el Prado en una mansión que sus antepasados construyeron a principios del siglo XX, y que hoy, ajena, aún persiste.
      El primero de los Bromfield había llegado al país en 1851, a fines de la Guerra Grande, con intención de invertir en la industria ganadera. A su llegada se instaló en la sitiada ciudad de Montevideo en una casa de paredes muy altas y balcones con barandales de hierro, cerca del Templo Inglés hoy: Catedral de la Santísima Trinidad y sede de la Iglesia anglicana. Templo que fue construido en 1845 dentro de las murallas, de espaldas al mar. Luego demolido, al comenzar la construcción de la rambla sur en la década del 20 y vuelto a construir en 1936, en una réplica del mismo, frente al mar, sobre la calle Reconquista.
El señor Bromfield se afincó en Montevideo y contrajo nupcias con una señorita londinense radicada en la ciudad. Fue uno de los hijos de este matrimonio quien, al pasar los años, hizo construir en la primera década del siglo XX la suntuosa mansión en el barrio del Prado. Heredada, por lo tanto, en línea directa, la mansión pasó a constituirse en propiedad de los padres de Ofelia Bromfield.
     Para ese entonces la fortuna de los Bromfield, debido a la poca visión para los negocios, había comenzado a declinar. De todos modos, Ofelia llevó allí una infancia y una adolescencia feliz. Concurrió al British School, aprendió a montar a caballo, a jugar al tenis y a nadar en todos los estilos. Se casó con un joven que fue con el tiempo copropietario de una empresa naviera y tuvo dos hijos: un hijo atorrante y una hija lesbiana. El joven atorrante era reconocido por su padre como un vago, un holgazán. Su madre, en cambio, entendía que el muchacho era un chico alegre y bohemio viviendo a pleno su juventud.
      Con la hija al principio no se enteró. No se dio cuenta que los años pasaban y nunca la vio en compañía de un varón; con un compañero de clase o un posible enamorado. Comenzó a llamarle la atención cuando, ya en la universidad, la veía siempre en compañía de una chica un poco mayor que ella. Aunque no profundizó ni averiguó sobre dicha relación. Hasta que un día su hija le comunicó que se iría a vivir con su amiga. En pareja, le dijo. Ofelia creyó no entender, de todos modos, era una mujer inteligente. ¿Cómo en pareja?, le preguntó. Sí mamá, le contestó la joven muy segura de sí. Somos pareja hace mucho tiempo y por lo tanto resolvimos vivir juntas. ¿Pero como...? Atinó a decir Ofelia. La chica no la dejó terminar de hablar y le dijo con cierta superioridad: mamá, a mí los hombres no me atraen. No los quiero a mi lado como novios ni como esposos. No quiero que me toquen. No quiero que me violen en nombre del amor, que me lastimen. Que con su simiente me hagan un hijo en la barriga. ¡No quiero tener hijos, mamá! No quiero que me hagan daño. Una mujer jamás me haría daño. ¿Comprendés, mamá?
Ofelia comprendía a su hija. Comprendía lo que le estaba diciendo. Pero no la entendía. No la entendió nunca. Aceptó que se fuera a vivir en pareja con su amiga, con la esperanza, quizá, de que algún día recapacitara y se volviera una mujer “normal” que le diera nietos. Y vaya si algo así sucedió.
Habían pasado dos o tres años cuando una tarde llegó Fernanda a ver a su madre. Llegó feliz a contarle la buena nueva: ¡Vamos a tener un hijo, mamá!
Ante tal aseveración de su hija, Ofelia llegó a pensar que su cabeza comenzaba a sentir el cruel paso de los años. Que su mente ya no coordinaba como debería.
Es cierto, se dijo casi con resignación, la humanidad se encuentra transitando el siglo XXI: todo puede ser posible. La ciencia avanza en estos tiempos con una celeridad como nunca antes. Habrá algo que no se pueda lograr en los próximos años —se preguntaba. Dejarán los hombres de ser necesarios para engendrar las nuevas generaciones. Será posible un mundo sin hombres, sin amor, sin sexo entre un hombre y una mujer ¿No sería ya tiempo de que la Ciencia parara un poco...?
Ofelia en su confusión sólo acertó a decir: ¿cómo que van a tener un hijo...? Sí, mamá, vamos a adoptar un bebé. Una chica que está embarazada y no lo puede criar, me lo va a dar. ¿Y por qué no lo puede criar?, quiso saber Ofelia en parte tranquilizada. Porque es muy pobre y tiene otros hijos y fijate que nosotras lo podemos criar sin ningún problema. Pensamos adoptar una nena y un varón.
Ofelia no pudo disimular su contrariedad. Pero, Fernanda, ¿no me dijiste, cuando te fuiste de casa con tu compañera, que no querías saber nada de los hombres, que no querías ser violada ni lastimada, que no querías llevar un niño nueve meses en la barriga ni sufrir los dolores de parto? ¡Claro que te lo dije! Y sigo pensando igual. Seguís pensando igual pero tenés intenciones de criar dos niños ajenos como hijos propios Sí, mamá, pero yo no necesito un hombre para tenerlos. Vos no, pero la chica que lo va a dar a luz, sí lo necesitó. Ella para tenerlo pasó por todo lo que vos no quisiste pasar. Y bueno mamá, alguien tiene que tener a los bebés, no crecen en los árboles ¿no? No, no crecen en los árboles, por eso no es justo que una mujer tenga que dar a sus hijos para que una pareja, como la de ustedes, juegue con ellos a las madres. No vamos a jugar a las madres, los vamos a alimentar y a educar. Los vamos a querer mucho. ¡No van a andar en la calle pasando frío y hambre! Y cuando crezcan ¿cómo les van a decir que no tienen padre pero que, en cambio, tienen dos madres? No sé, mamá, no sé. Eso lo veremos después. Cuando crezcan.
Hoy, a fines del 2009, Fernanda y su pareja tienen tres chicos. Tres varoncitos que criaron de bebés como propios. Tres varoncitos que las muchachas consiguieron legal o ilegalmente, nunca supo la abuela cómo, pero que los aceptó y los amó desde el mismísimo día en que, recién llegados, se los pusieron en los brazos.
Tres niños felices que van a la escuela, tienen un hogar con dos mamás, un tío atorrante y dos abuelos que los aman. ¿Qué pasará mañana? ¿Qué les dirán sus madres sobre sus nacimientos? Ya se verá cuando el momento llegue.
Desde que el hombre de ciencia comenzó a intervenir en la concepción de los seres humanos por medio de la Fecundación in Vitro, la Reproducción Asistida y sin llegar a dar, por el momento, mucho asidero a la Clonación Humana no sería de extrañar que los niños, en los tiempo venideros, nacieran de un repollo.
Con seguridad para entonces no habrá necesidad de explicaciones. La vida en su andar distorsiona y da vuelta las cosas. Las cambia de rumbo. Pone al sur lo que antes estuvo al norte. Ante estas cavilaciones Ofelia recuerda una historia que de niña le contara su abuelo paterno, sobre cierto Templo Inglés que construyeron en la Ciudad Vieja allá por 1800, de espaldas al mar y frente a la ciudad y que un día lo dieron vuelta y quedó como está ahora: de espaldas a la ciudad y frente al mar. Durante años dudó de que esa historia fuese cierta. ¡Mire si un Templo va a girar como una noria!
Sin embargo, al pasar los años y ante la evidencia del Templo Inglés construido en la Ciudad Vieja por emigrantes británicos, frente al mar, y unas antiguas fotos del mismo Templo de espaldas al mar, debe reconocer que lo que hoy parece imposible puede un día por astucia, por magia o por amor, convertirse en la más pura realidad.

Julia no ha vuelto





Ese día el grupo de jóvenes había llegado al departamento de Treinta y Tres con la intención de conocer la tan mentada “Quebrada de los cuervos”, un lugar de excepcional belleza dentro del territorio nacional. Ubicada en la zona del arroyo Yerbal Chico, la Quebrada abarca unas 3.000 hectáreas con paredes que llegan a tener hasta 150 metros de altura. A lo largo y ancho de las pronunciadas pendientes, resguardadas de vientos y heladas, se ha generado una vegetación muy particular de gran armonía y riqueza botánica, propia de los climas subtropicales. Es, por lo tanto, uno de los lugares más emblemáticos de la biodiversidad nacional. A pesar de que existen caminería y señalización es conveniente llevar un guía, pues el descenso, en cuyo lecho serpentea el Yerbal Chico, es muy dificultoso y enmarañado.
Aquel grupo de jóvenes capitalinos, no esperaron un domingo ni un día festivo para realizar la excursión, decidieron que el paseo lo realizarían el primer miércoles de esa semana de primavera. Habían alquilado un ómnibus, que salió de Montevideo en la madrugada, para comenzar el descenso alrededor de las diez de la mañana. El día estaba claro y la temperatura agradable por lo cual prometía un lindo día de vacaciones.
El grupo se conformaba de dieciocho jóvenes compañeros de facultad. Había entre ellos dos matrimonios y dos o tres parejas de novios. Aunque la visita al departamento era sólo por un día, pues pensaban regresar por la tarde a la capital, la estuvieron preparando con antelación. Llevaron cámaras para filmar, máquinas fotográficas, comida y refrescos. Y toda la alegría y el impulso de la juventud.
La Quebrada es visitada por mucha gente del país y también de países extranjeros. Ese día habían llegado, un poco antes que ellos, dos ómnibus desde Montevideo con turistas europeos procedentes de un crucero cuya guía turística incluía la Quebrada de los Cuervos.
Con uno de los jóvenes conocedor de la Quebrada haciendo de guía comenzaron el descenso hasta la Cañada de los Helechos, una corriente de agua cristalina que a los visitantes se les recomienda beber. Recorrieron un trecho junto al Yerbal Chico que corre cantando entre las piedras, filmaron, sacaron fotos, comieron sentados bajo las palmeras y las horas pasaron raudas. A media tarde comenzaron el ascenso. Guillermo, el esposo de Julia, subía conversando con un compañero adelantado un par de pasos de su esposa que quedó a la zaga con una amiga. Cuando casi todo el grupo había salido a la superficie sucedió el terrible accidente. Julia, no se sabe bien si pisó mal, si tropezó o sufrió un vahído, lo cierto es que cayó de casi 80 metros, rodó entre la vegetación y las piedras que lograron detener su cuerpo recién a unos 10 metros del fondo de la Quebrada. La sacaron, inmediatamente, mal herida. Sin sentido. La llevaron al hospital de Treinta y Tres y de allí con urgencia a Montevideo. De todos modos, pese a los esfuerzos de los médicos, falleció en el viaje sin recobrar el conocimiento.
Ese lamentable accidente opacó la alegría de todos los turistas que se fueron muy impresionados. Principalmente los jóvenes estudiantes de la capital.
Desde ese día Guillermo se apartó del grupo. Por ese año no volvió a la facultad dedicándose solo a su trabajo. Laisa, la joven que estaba con Julia cuando el accidente, solía ir a verlo. Lo acompañaba en su casa, en esas horas interminables y tristes cuando volvía del trabajo. Permanecía callada a su lado, respetando su tristeza y su dolor. Le ordenaba la casa, le acercaba un café. Lo escuchaba cuando él hablaba de Julia. Culpándose, de haberla dejado sola, de no haber estado junto a ella para ayudarla cuando subían. De haberse distraído un momento cuando se adelantó para hablar con el amigo. Lo escuchó, paciente, contar una y mil veces cómo la conoció, cuánto la amó. Que sin ella, repetía, no encontraba motivo de vivir.
Laisa lo acompañó como una verdadera amiga en sus momentos más difíciles. Y él encontró en la joven apoyo, comprensión, paciencia. Y aunque no el olvido, el duelo fue pasando ayudado por la joven. Comenzaron a salir juntos. Él volvió a la facultad. Ya había pasado casi un año del accidente. Para entonces los dos se habían convertido en grandes ami gó gos. Guillermo estaba agradecido. Laisa estaba enamorada.
Y volvió la primavera. El día que hizo fecha del accidente le pidió a Laisa que no viniera a la casa. Quería estar solo, le dijo.
Esa mañana se levantó al alba y vagó por la casa con su pensamiento puesto en Julia. Seguro de que cada día la extrañaba más. Entró al escritorio y se sentó en el sofá junto a la estufa donde solía sentarse Julia a leer, haciéndole compañía, mientras él trabajaba en la computadora. De pronto sintió algo extraño. Como una presencia viva. Se puso de pie, miró la ventana que estaba cerrada, la puerta. No había nadie. No había nada. Pero él sentía que no estaba solo en la habitación. Caminó unos pasos y un libro cayó de la biblioteca a sus pies. Era un Atlas antiguo que al caer quedó abierto en el mapa de Suecia. Lo recogió del suelo, lo cerró y lo colocó en su estante. Se sentó en el escritorio frente a la computadora que se encendió sola, apareciendo en la pantalla iluminada la ciudad de Estocolmo. La presencia se hizo más fuerte. Entonces la llamó: ¡Julia sé que estás aquí! ¡No entiendo, mi amor! ¿Qué quieres decirme? En ese momento dejó de sentir la presencia y la computadora se apagó. Guillermo pasó el día en el escritorio esperando una nueva comunicación, pero no sucedió nada más.
Era tan ilógico lo sucedido que llegó a pensar que todo había sido producto de su mente atormentada. Guillermo no comentó con Laisa, en los días siguientes, la extraña experiencia ocurrida en el escritorio el día que se cumplía un año del deceso de Julia. Laisa pensaría que estaba enloqueciendo y no quiso preocuparla.
En los días sucesivos comenzó la joven a demostrarle con pequeños hechos, el gran amor que sentía por él. Y aunque el muchacho aún seguía enamorado de Julia, se sentía receptivo a la compañía de Laisa pues, de tanto estar juntos había llegado a necesitarla para seguir respirando. De modo que, aunque no la amaba, se sentía bien junto a ella. Y al cabo del tiempo se fue como entregando al arrebato de la joven. Y de estar juntos viene el roce. Del roce viene el fuego. Y el fuego los alcanzó. Una noche Laisa logró lo que tanto ansiaba, se quedó a dormir con Guillermo que la amó tiernamente pero sin pasión. De todos modos, aunque Laisa notó la apatía del muchacho sabía que pronto cambiaría de actitud. Que ella lo haría cambiar. Por lo pronto comenzó a quedarse primero unos días y luego del todo en casa de Guillermo. Como una esposa se encargó de la casa. Excepto del escritorio. No le gustaba entrar allí. Con sólo abrir la puerta sentía una sensación extraña de rechazo. Trató varias veces de superar esa sensación, para acompañar a Guillermo que pasaba largas horas trabajando allí. Pero le fue imposible, no entendía por qué, pero nunca pudo pasar de la puerta.
Mientras tanto Guillermo seguía comunicándose con su esposa y registrando indicios que él no lograba descifrar. Lo único que, tras mucho pensar, creyó sacar en conclusión, era que Julia intentaba comunicarle que en Suecia, más precisamente en Estocolmo, se encontraba algo que ella había perdido y que le urgía recobrar. Pero ¿qué? Ni él ni ella conocían a nadie en Estocolmo. ¿Qué deseaba rescatar de tanta importancia, que no la dejaba descansar en paz...?
Una noche apareció en la pantalla de la computadora, un barco enorme, un crucero navegando. Que, por supuesto, no le agregó mucho a su percepción. Entonces, seguidamente, la pantalla mostró una vista de La Quebrada de los Cuervos. Entendió que Julia trataba de comunicarle algo que incluía la ciudad de Suecia, un crucero y La Quebrada de los Cuervos. Dedujo que ella había perdido algo en la Quebrada y quería que él lo encontrara. Recordó entonces que cuando la retiraron, después del accidente, y la llevaron al hospital de Treinta y Tres él vio que le faltaba una cadena de oro con una cruz que ella siempre llevaba al cuello. En ese momento pensó que en la caída se habría enganchado en algún arbusto, se había roto y perdido y no le dio importancia. Si era esa cadena lo que deseaba recuperar iría a tratar de encontrarla, pero ¿qué tenían que ver, Suecia y el crucero?
Habían pasado ya casi tres años del accidente. Guillermo y Laisa tenían decidido casarse para la próxima primavera cuando, una tarde, llegó un sobre de la ciudad de Estocolmo, para Guillermo. Dentro del sobre había una carta y otro sobre cerrado con un CD en cuya portada se leía: Quebrada de los Cuervos. La enviaba un señor que él no conocía. En un español limitado el hombre trataba de contarle una historia. Sentado en su escritorio con la presencia del alma de Julia a su lado, Guillermo comenzó a leer la carta que decía más o menos lo siguiente:
Sr. Guillermo Cárdenas Barreiro
De mi mayor consideración:
Sr. Guillermo, usted no me conoce ni yo tengo el gusto de conocerlo. De todos modos he conseguido su nombre y dirección por intermedio del Consulado de Suecia en Uruguay. Usted se preguntará a qué se debe mi irrupción en su vida. Trataré de ser lo más breve posible. Verá, Usted y yo coincidimos hace casi tres años en una visita, en su país, a la Quebrada de los Cuervos. Yo sé que a usted esto le trae muy tristes recuerdos, le ruego por ello me perdone. Habrá visto que le adjunto un CD. Bien, termine de leer la carta y luego véalo. Es una filmación que hice yo ese día. Ustedes eran un grupo de jóvenes felices, hermosos. Yo formaba parte de un grupo de turistas europeos que habíamos llegado a Montevideo en un crucero y la Quebrada de los Cuervos estaba en el itinerario. Éramos todos personas mayores. Bastante mayores. Ese crucero lo hice con una mujer que no era mi esposa. Ese fue el motivo de no enviarle la filmación inmediatamente. Mi esposa estaba enferma en aquel momento y ello me hubiese traído impredecibles consecuencias. Reconozco que, ante usted, esto no me justifica. Mi esposa ha fallecido. Ya nada me impide afrontar las consecuencias que me generen haber retenido dicha filmación. Tal vez no pueda perdonar mi actitud. Si es así, créame que lo comprendo. Quiero agregar que yo estaba filmando cuando ustedes comenzaron a subir, y los filmé porque me tentó ese grupo de jóvenes que subía, alegremente, con aquel fondo exuberante de vegetación. Filmé por lo tanto la caída de su esposa y el inmediato rescate de ustedes. Le envío todos mis datos personales. Quedo a su disposición para lo que usted necesite al respecto. Quiero que sepa que lamento muchísimo su pérdida y también mi proceder que, no lo dude, durante todo este tiempo ha carcomido mi conciencia. Lo saluda atentamente...
Guillermo colocó el CD en la compactera y comenzó a mirar la filmación, que un desconocido le enviara, tres años después, de aquella tarde trágica.
Los dieciocho compañeros de la facultad subían, detrás del guía, por una escarpada ladera de la Quebrada de los cuervos, aquella tarde de primavera. Él, Julia y Laisa eran los últimos de la fila. Julia subía detrás de él, que se había adelantado un par de pasos conversando con Juan, detrás de Julia y última del grupo, subía Laisa.
De pronto Laisa abandona el último lugar en la fila, se coloca delante de Julia y la empuja de frente con fuerza, con sus dos manos, mientras grita como asustada, aparentando que Julia hubiese caído sola.
Julia no ha vuelto. Descansa en paz.

Ada Vega

domingo, 5 de septiembre de 2010

Quien esté libre de culpa







Llegó al barrio una tarde con el bolso en bandolera, un gorro negro de lana y su pipa. Era un marino rubio y alto, dorado de sol y mar, con una sonrisa ancha, la espalda fuerte y los brazos tatuados. Un verano ancló frente a mi casa, alguien dijo que estaba de paso y que viviría allí por un tiempo, pero se fue quedando. 

Se llamaba Yony y según supimos después, había venido en un barco petrolero que, debido a un desperfecto en su sala de máquinas, debió quedar amarrado en el puertito de Ancap, y de allí fondeado en la bahía para su reparación. Debido a que ésta llevaría un tiempo, la tripulación se fue en otro buque y él quedó en representación de la empresa naviera.

El Ente le dio entonces una casita, para que viviera mientras estuviese en tierra. Fue así como Yony ingresó a la gran familia que éramos, entonces, todos los vecinos del barrio obrero. Oriundo de los Países Bajos, al norte de Europa, Yony hablaba un español elemental, medio gangoso, mixturando cada tanto en su conversación, palabras en holandés. Adicto a su barco, se iba con los obreros muy temprano por las mañanas, a visitarlo y allí pasaba el día.

Al caer la tarde lo veíamos volver, se sentaba solo en su jardincito fumando su pipa entrecerrados sus ojos verdes fijos en la bahía. Soñando tal vez con su tierra de tulipanes y añorados cantos de sirenas. Al cabo de un tiempo dejó de sonreír, las paredes de su casa empezaron a ahogarlo, perdió la alegría; la soledad y la tristeza lo quebraron. Un día vino con una muchacha de cabello negro muy largo, recogido en una trenza que dejaba caer sobre su espalda. Usaba vestidos de colores llamativos y muchos collares. Tenía hermosos ojos negros y la boca pintada. Era alegre y bonita, se llamaba María.

Las vecinas del barrio no la querían, comentaban que “hacía la vida”, por eso no le hablaban y cerraban las celosías cuando ella pasaba. La mamá de Dorita fue la que se sintió más molesta, siempre insistió en que debía irse del barrio. Nunca entendimos por qué tanta aversión y rechazo. Si María se enteró, nunca lo supimos. Ella era feliz con su Yony, y nadie puede negar que su venida puso un tinte de color y movimiento en la paz pueblerina de aquel barrio blanco que dormitaba junto a la bahía.

Se levantaba por la mañana con los labios pintados, luciendo vestidos de estampados audaces y calzando sus pies en sandalias con plataformas y tacos altos. Así barría la vereda y hacía los mandados, tarareando canciones de moda, ajena a todo lo que la rodeaba, como si viviera sola en un barrio desierto. Pasaron los meses, cuando al fin el petrolero estuvo reparado.

El capitán y la tripulación, que habían venido a buscarlo, lo hicieron a la mar, y una tarde en medio de la algarabía de los marineros oímos su sirena de despedida. Yony pudo entonces levar el ancla y partir, pero la bruma de los negros ojos de María lo envolvieron y perdió para siempre la ruta del mar.

En los tiempos que siguieron muchas veces los vimos reír, caminar abrazados y hasta besarse. Los vecinos, esto, no lo veían muy bien; besarse en la calle por aquellos años, era no tener decoro y se sentían ofendidos ante la actitud tan “descarada” de la joven que tenía el atrevimiento de reírse a carcajadas o estamparle un beso al muchacho como si tal cosa. Y fueron felices.

De todos modos María, que había dejado su antiguo oficio, fue con el tiempo una señora más, y aunque al principio fue resistida, el título se lo ganó. No conocí otra persona más desinteresada y servicial: hizo de enfermera, de asistente de partos, de acompañante en los velorios. Sabía curar empacho y culebrilla. Conocía de yuyos y santiguados. Ante cualquier emergencia llamaban a María, ella siempre sabía qué hacer; por eso las vecinas olvidaron su pasado, del que nunca más se habló.

Lenta, muy lentamente fueron pasando los años, en los brazos de Yony los tatuajes palidecieron, su recia espalda se doblegó, sus ojos verdes se volvieron grises.

Nunca volvió a su tierra de molinos y tulipanes, ni volvieron las sirenas a enamorarlo navegando los mares antiguos. María envejeció a su lado rodeándolo de amor, hasta que una tarde, cansado tal vez de añorar el mar, soltó amarras y se fue al cielo de los justos. María se quedó y está allí con todos nosotros que la queremos bien. Ya no usa los zapatos de tacos altos ni sus vestidos de colores, sólo la trenza que se ha tornado gris, cae sobre su espalda pequeña y encorvada.

María es una anciana que conserva el brillo de sus ojos negros y una pícara sonrisa; continúa viviendo en aquella casita de tejas adonde un día la trajo el amor de un marino solitario que, vencido ante su embrujo, una tarde lejana se olvidó de zarpar. Pero, ayer no más, la mamá de Dorita que sufre a término una enfermedad que no perdona, la mandó llamar. María fue. Entró en esa casa por primera vez. Se enfrentó con aquella mujer que no la quiso nunca en el barrio. Las dos mujeres se miraron largamente. Se comprendieron sin hablar. Y la vida pasó ante ellas. La vida que vivieron juntas, hace muchos años, allá en el bajo.

 La enferma levantó apenas una mano blanca y fría. María la sostuvo entre las suyas y, asintiendo con la cabeza, le sonrió.
En los ojos de la enferma, se paralizó la última lágrima.

Ada Vega - 2000

lunes, 24 de mayo de 2010

Vincent



Nadie se acuerda del día en que Vincent llegó al barrio. Creo que siempre estuvo allí. Su figura desgarbada, sus cuadros vírgenes y su cara de Nazareno, eran parte del paisaje de La Teja al sur, que hacia los años cincuenta crecía porfiada junto a la Bahía de Montevideo. Vincent era un joven pálido de cabello largo, barba rizada, y de ojos enlutados de mirar perdido. Vincent trastornado, extraviado en su propia esquizofrenia, que deambulaba por las calles del barrio en aquellos esplendentes y perdidos veranos, con una tela de pintor bajo el brazo, algo que alguna vez fue un caballete y un pincel. Caminaba la vida con un compañero invisible, y permanecía largas horas apoyado en el puente mirando el mar. En sus caminatas sin rumbo llegaba a veces hasta Capurro y vagaba por el parque “donde de niño, jugara Benedetti” y recorría su playa antigua y sentenciada. Sonreía y pintaba siempre el mismo cuadro. Entusiasmado con su obra, a veces se retiraba y miraba la tela como un verdadero pintor de oficio buscando la perfección, entonces se acercaba y corregía hasta quedar satisfecho. Pero la tela en el bastidor permanecía blanca. Muy temprano andaba Vincent haciendo su recorrido diario. Cuando los silbatos de las fábricas llamaban al turno de las seis de la mañana, él pasaba con su cuadro y su pincel. Adónde iba o de dónde venía, nadie lo supo. Simplemente lo veíamos pasar. Vivía con otros marginales en un ranchito mísero hecho con latas y cartones, en la misma desembocadura del Miguelete junto a la refinería de Ancap. Decía llamarse Vincent, pero su verdadero nombre, rubricado por apellidos muy sonados en la política de aquellos años, era otro. Pertenecía al seno de una familia adinerada que lo amaba y lo cuidaba. Su madre venía a verlo muy seguido: tanto como él lo permitía. Llegaba de mañana en un auto con chofer. Le traía ropa, comida y vitaminas y era este quien bajaba del coche y le alcanzaba los bolsos, mientras la angustiada madre esperaba para ver a su hijo que, desde lejos, la saludaba con la mano. Vincent apenas probaba la comida, las vitaminas jamás las tomó, solía cambiarse el pantalón y la camisa, lo demás lo regalaba. Había logrado, hasta donde le fue posible, mantener alejada a su familia, con excepción de su hermano Diego, con quien en los últimos años mantuvo una gran amistad. A Diego le dolía la condición en que se encontraba su hermano. En una oportunidad nos contó que siendo estudiante Vincent sufrió un trastorno en su mente y perdió la razón. Los médicos nunca acertaron a explicar muy bien que le sucedió. Fue entonces que los padres lo llevaron a Europa y luego a Estados Unidos, en busca de una posible cura, pero volvieron sin encontrarla. Y el joven poco a poco se fue aislando. No quería estar en su casa ni con su familia. Desaparecía por días, hasta que al final lo encontraban vagando por las calles, sonriente y feliz. Un día, en sus desvíos, encontró a los cirujas que vivían junto al Miguelete y se quedó con ellos. Desde entonces vivió para “pintar”. Le pidió a Diego una tela y un caballete y el hermano le trajo todo lo necesario: telas, pinceles y óleos. Pero nunca usó las pinturas, los colores estaban en su mente. Era un joven callado y dócil, pero vivía en un mundo donde no había cabida para nadie más. Un invierno su madre dejó de venir. Había fallecido. Nunca supimos si su mente registró el hecho. Entonces empezó a venir Diego, le traía telas y tubos de óleos, aceites y pinceles, pero él siguió con su pincel seco y su vieja tela. También le traía ropa, frazadas y comida, pero él todo lo daba a sus compañeros. Diego no soportó más la situación. Una tarde se lo llevó con él, lo bañó, lo afeitó y lo dejó en una lujosa casa de salud. Lo instaló en una hermosa habitación, con cama de doble colchón y sábanas perfumadas; con televisión, un sillón hamaca, y junto a la ventana un caballete con su tela, caja de óleos, acuarelas y pinceles. Tenía cuatro comidas diarias y podía bajar al jardín. Vincent se quedó un día, pero al llegar la noche con su vieja tela bajo el brazo y su pincel se dirigió a la puerta de calle, y al encontrarla cerrada con llave, enloqueció. Se sintió atrapado, no podían controlarlo y llamaron a Diego. Cuando este llegó y entró en la habitación encontró a Vincent bañado en sangre. El joven, perturbado, se había cortado una oreja. Y Diego comprendió que no podía interferir en la decisión de vida que su hermano había tomado. Si lo amaba, debía respetar su derecho a vivir cómo y donde él quisiera. Y él era feliz en su ranchito tal cual lo tenía: en el baldío, junto al puente, frente a la bahía. Y Vincent volvió al barrio. Anduvo meses vagando calle arriba y calle abajo con la cabeza vendada. Hasta la noche en que terminó el cuadro que hacía años estaba pintando. Esa noche se sintió mal y avisaron a Diego, que no demoró en llegar. Vincent estaba acostado en una colchoneta, cubierto con una manta. Al verlo así, Diego se alarmó e intentó llevárselo a su casa, pero Vincent no quiso moverse, dijo que tenía frío y que estaba muy cansado. Diego se acostó junto a su hermano y lo abrazó muy fuerte. Entonces Vincent, haciendo un esfuerzo, sacó el cuadro terminado de entre las ropas que lo cubrían. Es para vos, le dijo. Diego tomó el cuadro en sus manos y mientras le oía decir casi en susurro: Adiós, Diego, observó en aquella vieja tela, que durante años, su hermano enfermo pintara sin pintar, la clásica belleza de un “vaso con girasoles”, firmado: Vincent. Ada Vega - 1997