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viernes, 14 de enero de 2011

Fue un carnaval




    Yo siempre quise ser cantor. En eso tuvo algo que ver la maestra de cuarto grado de la escuela José Pedro Bellán. Ella decía que yo cantaba muy bien. Y me lo creí. ¡Lo decía la maestra! A partir de ahí tuve la seguridad de que mi futuro lo encontraría en el canto. Por aquella época estaban de moda, entre otros, Angelillo, Ortiz Tirado y Alberto Echagüe. Desterré a Angelillo porque no me llegaba al corazón y Ortiz Tirado porque no me daban los pulmones. Me quedé con Echagüe por simpatía y porque el tango siempre me tiró.

De todos modos el Carnaval puso lo suyo. Teníamos en mi barrio dos tablados: el “Se hizo” y el “Aurora”, muy cerca uno de otro. Cada noche el camino entre los dos se alfombraba de papelitos y serpentinas. La gente se paseaba de un escenario al otro y aquello era un corso donde nosotros, entre presentación y retirada, “dragoneábamos” a las chiquilinas que venían con la madre, el padre, el hermanito y la silla. ¡Carnavales de mi barrio! Me emociona el recordarlos, tal vez porque coincidieron con momentos muy importantes de mi vida.

Por aquellos años yo trabajaba en la Ferrosmalt y paraba en el Bar de Vida. El viaducto no existía y Agraciada y Castro era una esquina clásica. Un carnaval descubrí que María Inés había crecido, convirtiéndose en una preciosa jovencita. Usaba el cabello recogido atado con un lazo sobre la nuca, y apenas se pintaba los labios. Con María Inés éramos vecinos. La conocía de toda la vida, pero nunca me había dado cuenta de lo linda que era. Me enamoré de ella aquel carnaval.

Ese febrero fuimos novios “de ojito”. Por ella me gasté el sueldo de una quincena en papelitos. Y empecé a soñar con su amor. Ese amor que nos hace sentir más buenos, más justos, más sabios. María Inés venía al tablado con dos primas, y una tía que las vigilaba como un carcelero. Daban un par de vueltas, se quedaban un ratito y se iban. Por mirarla sólo a ella, una noche casi me pierdo la actuación de los Humoristas del Betún, con el inolvidable Peloche Píriz y el Colorado Lemos. Recuerdo que no había terminado de bajar el conjunto del tablado cuando vi que María Inés se iba. Esa noche no la seguí hasta verla entrar a su casa como hacía siempre. Estaba anunciado Luis Alberto Fleitas que, sin él saberlo, era mi ídolo y mi maestro. Yo observaba con mucha atención a aquel morocho flaco de traje azul, que cada noche, al llegar al tablado, cantaba poniendo el alma:

“Barrios uruguayos, barrios de mi vida

hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción.

Barrios uruguayos lindos barrios nuestros

siempre van prendidos a mi corazón.”

Como ya les dije, yo quería ser cantor. Nadie me alentó. Ni me desanimó. Yo no me oía...por lo tanto ensayaba en mi casa frente al espejo ovalado del ropero de mi madre, donde me veía de cuerpo entero. Y con una escoba de micrófono cantaba a voz en cuello imitando al maestro:.. “el Cerro, La Teja, el Prado y la Unión...” Sólo me faltaba la oportunidad, que se podía dar en cualquier momento; ¿o no?. Yo esperaba tranquilo, no tenía gran apuro. Mientras tanto ayudaba a armar cocinas en la fábrica de Nuevo París.

Aquel Carnaval pasó. María Inés, de uniforme azul y sombrerito negro, pasaba por mi casa con dos o tres amigas hacia el Colegio San José de la Providencia, de las Hermanas Capuchinas de Belvedere. Para poder verla andaba a las corridas haciendo esquives con los horarios de mi trabajo.

Una tarde muy fría, a mediados del invierno, la vi ir hacia Agraciada con el hermanito. Era mi oportunidad. La alcancé justo cuando entraba a la “Poupée”.

-¿Puedo hablar con usted?

-No, no. Ahora no puedo.

-¿Y cuando?

-El domingo, cuando salga de Misa.

Creí que al domingo lo habían borrado del almanaque. No llegaba nunca. Pero al fin llegó. Cuando salió de la iglesia me acerqué. Venía con dos amigas que se adelantaron y me miraron con una sonrisa burlona. A mí se me olvidó lo que pensaba decirle, y eso que había estado casi una semana estudiándome el libreto. Así que traté de tomarle una mano que ella retiró y, sin más preámbulo, le pregunté si quería ser mi novia. Ella me dijo que sí, y ahí nomás volvieron las amigas y me tuve que apartar.

Todavía no me había recuperado del efecto causado por su contestación, cuando volví a oír que me decía:

-Hoy voy al Cine Alcázar, a la matinée.

Ahí me agrandé. Llegué a mi casa y le grité a mi madre:

-¡Mamá! ¿Falta mucho para los tallarines? ¡Apúrese que me voy al cine!

Pasamos la matinée de la mano y en un intervalo me batió la justa:

-Tenés que hablar con mi papá.

-Bueno. -dije yo. (Uy, Dio, pensé)

Les diré que María Inés era hija de un señor que tenía un par de joyerías en el Centro, campos en el campo, una casa con zaguán y cancel. Y auto. Qué cosa extraña, ¿no?, lo que es la juventud en todos los tiempos: ¡no me amilané! Y el jueves de esa misma semana, con mi trajecito azul recién llegado de la tintorería, a las 19 y 30 en punto, me presenté en la casa de “mi novia” a pedirle su mano al padre.

Cuando estuve frente a él, que me miraba desde su altura como si yo fuese un pigmeo, le dije que amaba a su hija y le pedí permiso para visitarla. El buen señor captó que yo tenía buenas intenciones y me preguntó la edad.

-18 años.

-¿Trabaja?

-En la Ferrosmalt.

Y ahí fue cuando metí la pata. Me pareció poca casa ser obrero de una fábrica. Quise darme importancia para que el don viera que su hija tenía un pretendiente con futuro, y le dije:

-Pero yo canto. Soy cantor y en cualquier momento...

No me dejó terminar mi exposición, que venía bárbara. Levantó la voz:

-¿Cantor? Y ¿qué canta?

-Tangos.

El señor se puso rojo. Se desprendió el cuello de la camisa y me señaló la puerta.

-Cuando desista de esa idea vuelva. ¡Yo no crié a mi hija para que se me case con un cantorcito de tangos!

Como era joven pero no necesariamente estúpido, desistí en ese mismo momento. Renuncié a mi sueño de cantor, arreglé el embrollo como pude y empecé a visitar jueves y domingos a la dueña de mi corazón. Tenía veintiún años recién cumplidos cuando, de pie en el altar, vi entrar a María Inés vestida de novia del brazo de su padre, en la Parroquia del Paso Molino. Nos casamos un sábado de Carnaval.

Pasaron muchos años. Ya no tenemos tablado en el barrio. De nuestro matrimonio nacieron tres varones que ya son hombres. Para mí, María Inés está más linda que antes. Pero algunas veces, mirando hacía atrás, al recordar aquellos carnavales me pregunto si habré elegido bien al sacrificar mi destino de cantor, si no hubiese sido preferible... Martín me vuelve a la realidad:

-Dale, abuelo, ¿qué estás haciendo? ¿Me vas a llevar o no a la placita?

(No, claro que no me equivoqué) Sí, campeón. ¡Vamos, vamos a la placita!

“Barrios uruguayos, barrios de mi vida

Hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción

Barrios uruguayos, lindos barrios nuestros

siempre van prendidos a mi corazón”.

lunes, 10 de enero de 2011

Como las sirenas


 
.       La ventana del primer piso de la casa de enfrente tenía,  en invierno, los postigos siempre abiertos. Detrás de los cristales, entre las cortinas de hilo, una niña rubia nos miraba jugar. A veces, en verano, la abrían totalmente. Entonces la niña apoyaba sus brazos cruzados sobre el marco de la ventana y sus ojos claros recorrían la calle angosta. Sirena se llamaba. Como las sirenas de los cuentos marineros. La casa de Sirena tenía dos pisos, un jardín muy grande, un muro de ladrillos y un portón de hierro con candado.
Los niños del barrio nos reuníamos por las tardes a jugar. Los varones en la calle, las niñas en la vereda. Era aquel un barrio muy tranquilo por donde rara vez pasaba un auto. En aquel tiempo vivía con mi madre y mi hermano Carlos, en una casa de tres piezas y un fondo con parral.
De tanto ver a la niña que nos miraba desde su ventana, una tarde le pregunté a mi madre por qué Sirena no bajaba a jugar en la vereda. Mi madre me explicó que ella no jugaba con los niños del barrio. No entendí por qué no quería jugar con nosotras si éramos todos vecinos y vivíamos en la misma calle y se lo comenté a mi madre, que agregó: —Tal vez los padres no le permitan bajar a jugar porque son una familia "bien", y no se dan con los vecinos del barrio. 
¿Qué es una familia bien, mamá?,   le pregunté.
 Una familia que tiene mucho dinero. Me contestó.
Recuerdo que quedé pensando que sería muy triste tener mucho dinero.
Y aquellos niños fuimos creciendo. Los años se precipitaron. De los cinco años de pronto llegué a los ocho; tenía diez años cumplidos cuando una tarde observé a mi hermano que miraba fijo la ventana de la casa de enfrente y a Sirena que le sonreía. A partir de ahí, muchas veces los vi intercambiar miradas y sonrisas. Un día mi hermano, que ya había cumplido los catorce años y estaba en el liceo, decidió cruzar a la casa de la familia bien a conocer a la joven Sirena y se lo dijo a mi madre.
— ¡Hijo! cómo vas a ir a esa casa si no tenemos relación. Si apenas nos saludamos.
 —No importa —le contestó decidido—, yo quiero conocer a Sirena.
—Querido,  no te van a recibir —insistió.
De todos modos ese fin de semana mi hermano se acicaló un poco más que de costumbre, le dio un beso a mamá —que quedó angustiada—, cruzó la calle y por primera vez golpeó las manos frente al portón de la casa de enfrente. Una morena gritó desde una ventana.
—Qué desea.
—Hablar con la señora de la casa.
—Para qué —quiso saber la morena.
—Quiero conocer a Sirena.
La morena no contestó. Lo miró de arriba a abajo y entrecerró la ventana. Mi hermano permaneció incólume. Al poco rato volvió la morena, abrió el portón y lo condujo a una salita donde se encontraba la mamá de la joven. La señora le tendió la mano. Quiso saber como se llamaba.
—Carlos —le dijo mi hermano.
 —Donde vivís, Carlos —le preguntó.
—Vivo enfrente, soy el hijo de la modista.
—Y por qué querés conocer a Sirena.
—Porque la veo siempre asomada a la ventana y quiero hablar con ella.
La señora, después de un momento, le pidió que la acompañara. Subieron una escalera, llamaron a una puerta y entraron. En una habitación llena de libros, muñecas, y osos de peluche, se encontraba Sirena. Se conocieron al fin.
—¡Es linda mamá! Linda, linda. ¡No sabés cuánto! Tiene el pelo rubio y largo, muy largo, y los ojos claros como tus ojos, mamá. Y una risa grande y unas manos blancas y suavecitas. La mamá me dijo que los sábados de tarde puedo ir a verla. ¡Cuando termine de estudiar y me reciba, voy a casarme con ella…! Mi madre lloró esa tarde abrazada a mi hermano, que a los catorce años había decidido que hacer con su futuro.
—No llores, mamá. Está todo bien. Yo la quiero y ella también me quiere, ¿entendés, mamá?
—Hijo, pero ella…
—No importa mamá, no importa.
Mamá entendía, cómo no iba a entender. Los años al pasar, la vida que se empeña siempre en mostrarnos todo lo bueno, todo lo malo, tendrían la última palabra. Mientras tanto mi hermano estaba de novio  con la hija de la familia bien, aquella niña rubia que asomada a la ventana nos miraba jugar. Pasaron seis años y una tarde de abril, se casaron en la parroquia del barrio. Todos los vecinos estaban allí.
Cuando sonaron los primeros acordes de la Marcha Nupcial y se  abrieron las puertas de la iglesia, entró mi hermano con Sirena en los brazos, vestida de novia.  Atravesó la nave principal y la bajó frente al altar mayor. La sostuvo todo el tiempo mientras el sacerdote, bajo los acordes del Ave María, los unía en matrimonio.
Las amigas, en una ronda, habían rodeado el auto que los esperaba.
 Antes de partir, la novia arrojó al aire su ramo de rosas.

domingo, 9 de enero de 2011

La Farolera





Había pasado su infancia en una casa de bajos de un barrio montevideano. Un barrio suburbano de gente sencilla. De  trabajo. Con veredas anchas y árboles cargados de gorriones barullentos al norte de la capital.
Un barrio alejado de las playas que bordean la ciudad donde, por las tardecitas, los vecinos se sentaban a conversar en las veredas y las niñas hacían rondas y cantaban:
         “La farolera tropezó y en la calle se cayó
         y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel...”
Saltaban a la cuerda :
        “Al pasar la barca me dijo el barquero:
        las niñas bonitas no pagan dinero.
        Yo no soy bonita, ni lo quiero ser,
         porque las niñas bonitas se echan  a perder...”
 Imitaban un baile de palacio con una canción que decía:
        “Andelito andelito de oro, un sencillo y un  marqués,
        Que me ha dicho una señora que bellas hijas tenéis.”
y  también decía:
        “Téngala usted bien guardada. -Bien guardada la tendré
        sentadita en silla de oro en los palacios del rey.”
Recordaba los años de  escuela de túnica blanca y moña azul. Las tablas de multiplicar, las vocales y las consonantes. Son diecinueve los departamentos. El Éxodo del pueblo Oriental. Y, orientales la patria o la tumba. El primer libro de cuentos que leyó en primero: La Cenicienta y aquel primer poema del charrúa de los ojos azules:
El Uruguay y el Plata vivían su salvaje primavera... y entre El gato con botas y Bernardette: La cabaña del tío Tom.
Después el liceo. Desde el primer año, Francés y: fermez la bouche. Y también: Cuentos de la selva,  Tacuruces, Los albañiles de los tapes y  Química y Física.  En tercero Inglés,  open the door y: El cántaro fresco, Los cálices vacíos y La isla de los cánticos. En cuarto mucha literatura (no existían los celulares, no se conocían las computadoras, recién comenzaban a llegar los primeros televisores, todo el mundo leía): Onetti, Espínola, Morosoli, Quiroga, E.Acevedo, Arregui, Hernández y más, muchos más, Y se terminó el liceo. Después taquigrafía y dactilografía y el empleo en las oficinas de  un Comercio Mayorista. Para Ana Clara se abriría otro mundo. Atrás quedarían las mañanas de la escuela, las tardes del liceo y su pasión por los libros. Piensa y no recuerda cuando ni por qué dejo de leer.
 En su empleo del Comercio Mayorista conoció a Raúl.  Un muchacho serio y muy tranquilo que estudiaba derecho. Se enamoraron en cuanto se vieron y se hicieron novios. Vivía,  le dijo él,  cerca de la costanera a una cuadra de la playa. Ana Clara conocía muy poco esa parte de la ciudad.
Una tarde fueron a caminar por la rambla. Acá es Trouville, le mostró Raúl. (Aún estaban las piletas donde se enseñaba a nadar). Y esta es Pocitos, le dijo al llegar a la playa. Ella quedó maravillada. Miró hacia el mar y hacia los edificios de apartamentos que se levantan sobre la rambla y dijo: quiero vivir ahí. El muchacho se rió ante la ocurrencia, seguro de que nunca podría pagar un apartamento en la rambla. Se casaron, al tiempo, realmente enamorados los dos. Alquilaron un apartamento en el Centro, cerca del empleo de ambos. Él se recibió de abogado y siguió trabajando en la empresa donde lo ascendieron con sueldo mejorado.
 Ana Clara seguía soñando con el  departamento en la rambla.
Un día el dueño de la empresa comenzó a mirarla con un velado interés. Era un hombre mayor, casado, con hijos grandes. Ana Clara le pidió un departamento en la rambla y él le puso un departamento en el octavo piso de un edificio frente al mar. Sentadita en silla de oro en los palacios del rey” .
 Ella juntó su ropa, abandonó a su marido y dejó el  empleo del Comercio Mayorista. Al poco tiempo el dueño de la empresa  se separó de su familia y se fue a vivir con ella. Y un día se casaron.
Ana Clara consiguió más, mucho más  de lo  que alimentó en sus sueños escondidos: joyas, cruceros por el mundo, automóvil, casa de verano en las playas del  este.
Ahora se encuentra en la terraza  de su departamento que da sobre  la rambla. Acaba de llegar de una fiesta. Está hermosa con su vestido de fiesta ceñido al cuerpo. Deslumbran sus alhajas. Su esposo ha bajado un momento a guardar el auto y ella se ha quedado pensativa.
 Es una apacible noche de verano. La rambla está concurrida de paseantes. El mar está sereno. Allá, a la derecha, como en una cuña metida en el mar, parpadea el faro de Punta Carretas.
La ciudad de Montevideo es hechicera. Hermosa  y seductora descansa junto al Río de la Plata: su cómplice y amante.
Ana Clara recuerda su vida pasada. La casa en el viejo barrio al que nunca más volvió. Yo no soy bonita ni lo quiero ser, porque las niñas bonitas se echan a perder”. Las amigas de entonces y sus juegos en la vereda. La   escuela lejana: no ambiciono otra fortuna otra fortuna, ni reclamo más honor más honor que morir por mi bandera, la bandera bicolor El  liceo donde hizo amigos que no volvió a ver. Su entrada a las oficinas de la empresa  mayorista.
   Recuerda a Raúl. Admite que no se portó bien con él. Raúl era muy bueno y la quería mucho. Ella también lo quiso mucho. Pero con él  no hubiese tenido nunca todo lo que le dio su marido. Se pregunta qué habrá sido de su vida. Cuando lo dejó y abandonó el departamento que compartían,  él se fue de la empresa. Ana Clara no preguntó. Nunca le interesó saber que fue de él.
  “las niñas bonitas no pagan dinero...”
Arrecia el viento que viene del mar. Trae consigo un olor profundo de peces dormidos, de algas y caracolas. En las noches siempre refresca en la zona costera. Ana Clara se acerca al  balcón y queda, por un momento, observando un barco iluminado que, a lo lejos, va perdiéndose en la oscuridad.  Entonces saltó.    
“La farolera tropezó y en la calle se cayó 

Y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel”.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Fue a conciencia pura

 


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jueves, 9 de julio de 2015


Fue a conciencia pura

                            
      

Ramón Bustamante se llamaba, el hombre. Y aunque siempre  fue enemigo de llevar apodos pues, según decía, su nombre de pila y su apellido eran suficiente garantía de su persona, a la sordina, en el barrio le decían  Matarife porque de joven había sido friyero  del  Nacional  y, desde entonces, andaba siempre calzado con un naife, largo y fino, que daba chucho sólo de verlo. Vivía enla Villa del Cerro, frente a la Plaza de los Inmigrantes,  en una casa de dos patios y fondo con madreselvas que, en años de bonanza, sus padres levantaron.  En esa casa había nacido cincuenta y tantos años atrás. De esa casa se fue un día engrillado y al volver, diez años después,  con el alma en jirones y sin  apremio alguno de enfrentarse otra vez a la vida, la encontró vacía.
 En esa época  lo conocí yo.  Todas las tardecitas arrancaba, caminando,  cruzaba el puente sobre el Pantanoso y se venía para La Teja a leer El Diario y a tomar copas en El 126,, un café que hacía de largador del 126 de CUTSA, cuando el recorrido era Aduana – Pantanoso.  Pantanoso -. Aduana,   ubicado en la esquina de Camambú y la avenida Carlos María Ramírez.  El Matarife era un tipo flaco y alto,  parco en el decir y lerdo en el andar. Tenía el pelo negro, que ya blanqueaba, largo y lacio cayéndole sobre los hombros y los ojos oscuros de mirada penetrante y fría. Lo recuerdo de lengue y gacho gris, de traje negro a rayas con pantalón bombilla y saco largo y entallado, de sus tiempos de tahura. Opinaban, los  que la sabían lunga, que hombres de su laya iban quedando pocos.
De su vida y sus hazañas hubo mucha chamuyina. Que fue tallador de fuste, temido entre los martingaleros, y respetado en el ambiente gurda del escolazo, de aquel orgulloso Montevideo de los años cincuenta. Entrador con las mujeres, escabiador sin límite y pendenciero supo, sin embargo, mantener  la yuta  a respetable distancia hasta el nefasto día aquel  en que le fallaron todas las  predicciones. De las historias que de él se han contado sólo sé, con propiedad, la que todo el barrio  repetía  y que lo llevó a  cumplir una sentencia, de diez años, en el penal de Punta Carretas de donde había salido  libre, después de purgar su culpa con la sociedad, precisamente, en esos  días.
Hacía poco tiempo que yo frecuentaba El 126, pues tenía recién cumplidos los dieciocho años, cuando el Matarife, después de la cana, volvió al café. Algunos parroquianos lo recordaban y se acercaron a saludarlo. Entró al bar con paso cansino, se  acercó al mostrador y pidió una caña. Al reconocerlo el dueño le tendió una mano amistosa por encima del mármol y le dijo: —¿Cómo anda eso Ramón? Él le contestó con su voz pausada: —Acá andamos, patrón,  en estas pocas, no más. —Ésta va por la casa, le dijo el bolichero. —Se agradece, —contestó el hombre levantando apenas la copa.  Mientras conversaban lo miré a la cara y la mueca que dibujó su boca me pareció una sonrisa. Era un hombre que imponía.  Hasta ese momento no sabía quién era. De todos modos, junto al murmullo que, al entrar,  se levantó entre los parroquianos oí clarito aquel cuchicheo que lo señalaba como: el Matarife. Recién entonces supe que era cierta la historia  que, durante años, oí  contar a mis vecinos de La Teja. El Matarife existía y estaba allí,  de pie, tomando una caña con el patrón.
 Desde esa tarde, todas las tardes, bajaba desde el Cerro y se quedaba hasta muy entrada la noche acodado al mostrador.  Con el faso apretado entre los labios, a un costado de la boca, y la copa semivacía. Con la mirada extraviada. Cavilando. Que diez años es mucho tiempo de estar  a la sombra. Y poco tiempo para olvidar. Algunas tardes se quedaba  afuera,  recostado en la ventana que daba sobre Carlos María Ramírez, mirando pasar los ómnibus que iban para el Cerro, mientras el sol se hundía lentamente en las aguas del Río de la  Plata,  detrás de la Fortaleza,  y la luna, cómplice de fierro de la rantería bohemia, subía despacio hasta  el cenit. A partir de su vuelta la gente del barrio resucitó la historia, de amor y de muerte, que el hombre protagonizara. Volvieron los comentarios y se agregaron a la historia hechos nuevos que muchos no conocíamos.
Cuando Ramón Bustamante vino al barrio, por primera vez, era un facha leonero laburante,  de día, del  Frigorífico Nacional y trashumante, en la noche, entre copas y escolazo. Lo trajo de recalada, la Carmencita, una piba que conoció una noche en un baile del club Colón, que vivía por la calle Laureles,  y trabajaba en La Mundial, una textil muy famosa que existía, por aquellos años, en Nuevo Paris. La Carmen era una rubita de ojos celestes, única hija de un matrimonio italiano que había llegado al país en la década del treinta.  El tano, apenas llegó al barrio, abrió un almacén  y se hizo una casita económica, de aquellas  que se hicieron en el país bajo la ley Serrato. Y allí vivió toda su vida con su familia. Dicen que dicen,  los que llevan un registro en la memoria,  que el Matarife  se había agarrado con la piba una metida de mi flor. La seguía a sol y a sombra y, por ella, empezó a parar en el boliche sólo para estar cerca de su casa. Según cuentan los veteranos que la conocieron, la Carmencita era una gurisa muy  bonita y  diquera, detalle que al  hombre lo ponía como loco, porque siempre andaba algún moscón zumbándole alrededor.  De manera que, cuando ya no pudo bancar más la situación de vivir lejos de la muchacha,  alquiló una casa  y se casó con ella. Al principio el matrimonio marchaba como una seda. Desde el pique se supo que existía entre los dos terrible metejón por lo que no se intuía, en las inmediaciones, nada que pudiese alterar la paz y la armonía de la pareja. Sin embargo, no demoró mucho en estallar la primera trifulca, entrambos, causada por los celos de Ramón que comenzaron a poner nerviosa a su compañera.  Desde entonces,  el matrimonio fue barranca abajo. De entrada, no más, decidió que no fuera más a trabajar a la fábrica para tenerla quieta en la casa. Y aunque él no la atendía de día, por su laburo en el frigorífico, ni de noche, por sus actividades de nochero empedernido lograron, a duras penas, por un tiempo mantenerse unidos.
 Fue un curda canero que una noche le batió la justa en un boliche del Centro. Le dijo entre caña y caña, que era muy noche p’andar tan lejos del barrio. Le tocó el orgullo al  Matarife que le contestó de prepo: —¿Qué andás queriendo decir?  —Que el  que tiene tienda que la atienda  —se atrevió el tipo.   El Matarife lo agarró de la solapa y al curda se le aclaró la mente. —Seguí hablando, ¿qué tenés que decirme? —le increpó con rudeza. Y el ortiba le tiró a la cara lo que las mentas batían.  Que hacía un tiempo andaba un moreno joven, estibador de oficio y diestro cuchillero,  rondando a la percanta  —le dijo. —¿Y qué más?—lo obligó el ofendido.  —Hasta ahí te sé decir. Lo demás es cosa tuya.  Y el Matarife, hecho una fiera, empezó a cuidar el  nido.  Un día salió para el  frigorífico y al poco rato pegó la vuelta. Se quedó, de botón, vigilando desde la esquina. El dolor y la furia le nublaron los ojos, cuando vio al moreno salir de su casa.  Apuró el paso y le pegó el grito al gavilán que al verlo manoteó su faca. El moreno, que era guapo y no conocía el achique,  no esquivó el encuentro. Trató de enfrentar al rival que lo madrugó, sin darle tiempo a nada. El Matarife de un hachazo se cobró la ofensa. Difunto quedó el moreno enfriándose en la vereda. A la malvada no quiso verla. Se volvió a la casita del  Cerro, frente a la plaza de Los Inmigrantes, a despedirse de los viejos por si no los volvía a ver en esta vida. De allí se lo llevó la yuta. Diez años le costó la hombrada. La mina desapareció esa misma tarde. Por algún tiempo nadie supo de ella. Después, alguien dijo que estaba viviendo en el campo con  unos tíos. Una tarde, unos meses después, regresó a la casa de sus padres con un niño  en los brazos. Con ellos se quedó a vivir, crió a su hijo y cuidó a sus padres hasta que murieron. Cuentan los vecinos que se la veía muy poco. No volvió a casarse, ni se le conoció, jamás,  hombre alguno. Y, aunque parezca extraño, nunca se enteró el Matarife del hijo que tuvo la Carmen. Pues, a pesar de que todo el barrio lo sabía, nadie se atrevió a pasarle el dato. Al correr el tiempo otras vivencias dejaron el hecho dormido en el pasado. Hasta que una noche, siete años después de su vuelta, mientras  conversaba con el patrón en el mostrador, llegó al bar un muchacho muy joven, alto y flaco. De  pelo negro, largo y lacio, cayéndole sobre los hombros y de extraños ojos claros que no iban con su traza. Se paró al entrar y preguntó alto y fuerte para que todos oyeran: —¿Quién es el Matarife?—preguntó. Ramón se dio vuelta despacio mientras contestaba: —Yo soy. ¿Quién lo busca? Quedaron mirándose de frente. —¡Ramón Bustamante, lo busca! —le contestó el muchacho. En el boliche no volaba una mosca, esperando los parroquianos la reacción del hombre. Toda la bravura del tahura que fue, se hizo añicos ante la presencia de aquel hombre joven  que traía en sus ojos, los ojos de la mujer que amó tanto y  cuyo recuerdo aún lo perseguía.  El muchacho continuó: —Mi madre antes de morir me pidió que lo buscara para que supiera, nada más, que tenía un hijo. Ella murió ayer. Vine a cumplir con la promesa. Dio media vuelta y se fue sin esperar respuesta.
 Ni una sola palabra acertó a decir el Matarife. Era indudable que todo el pasado volvía  a golpearlo con aquel  muchacho que había venido a gritarle su paternidad. Un par de conocidos se acercaron a tomar con él en el mostrador.
A partir de esa noche lo comenzamos a ver nervioso, confundido. Conversaba con uno, con otro. Indagaba, quería saber más. Varios días estuvo Ramón hablando de aquel joven que decía ser su hijo. Le apenó la muerte de la que fuera su esposa, sin embargo, en el café nos dimos cuenta que enterarse de la existencia del  hijo le había aligerado el corazón.

Una tarde lo encontramos más callado que nunca, abstraído en sus pensamientos. En el bar respetamos su silencio. La noche se había ido a baraja cuando pagó y salió caminando hacia la calle Laureles. Se detuvo frente a la casa de Carmencita. De entre los postigos de la ventana  se filtraba, tenue, una luz. Alguien, al pasar, lo vio golpear la puerta de calle y esperar allí, confiado, el dictamen que, por segunda vez, le  decretaba el destino.
Ada Vega, Garúa http://adavega1936.blogspot.com/

jueves, 21 de octubre de 2010

EL último taita




 Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno de cuerpo musculoso y duro, el pelo renegrido y lacio peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz.
Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelin; tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que pasó sobre Montevideo. Y el nombre se le habría grabado.
El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando sólo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho.
Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su facón. Como verdadero guapo andaba siempre calzado. Por un: ¡quién sabe!
El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos de esos ciertos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera.
Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa.
Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el sol de la La Teja. Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron. Un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador.
Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el facón del taita. Pero, ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil. Ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa, el último que se entera, es el que se tiene que enterar último.
Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo. Pero quiso hablar con el hombre, contarle ella lo que pasaba, explicarle. Y esa noche cuando él llegó trató, de la mejor manera de explicar la situación. Él escuchó. Tal vez no pudo entender, pero sin decir una palabra salió de la casilla para dirigirse a la casa del muchacho. La luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa se escondió tras una nube cuando el hombre, ya en la calle, vió al joven que venía decidido a su encuentro. A jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas.
El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él mirándolo directamente a los ojos, sin temblar.
Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al guapo. Soltó el mango del puñal sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió.
Y lo supo. No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche, a encontrarse con su destino. Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Angel Salvo, aullara su largo y macabro silbido.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Al final del otoño




Era extraño que aquel rosal trepador, de rosas pitiminí, se cubriera de pimpollos a fines de junio. No era época de florecer. Y menos ese rosal, por el que el viejo Leonidas pasó tantos desvelos. Lo había recogido de entre las ramas desechadas de una poda, que un vecino dejara en la calle para que el camión de la intendencia se las llevara. Pese a la apariencia de ser aquel un arbolito debilucho, tenía una raíz fuerte y sana. De manera que lo trasplantó contra el muro, sobre el que cruzó hilos para ayudarlo a extenderse. Tardó en desarrollarse. De todos modos, un otoño de tibios soles, comenzó a crecer abrazado a la pared. Sus ramas se alargaron firmes sobre las guías de hilos, cubiertas de brillantes y dentadas hojas verdes. Sin embargo, a pesar de que fue creciendo robusto y hermoso, no acababa nunca de mostrar el más mínimo atisbo de florecer. Leonidas, que conversaba con sus plantas como si fuesen sus hijas, no entendía por qué el bendito rosal se negaba a dar rosas. Y aunque cada año que pasaba seguía desdeñoso, siempre tuvo la certeza de que una primavera, a fuerza de paciencia y de cuidados, se le entregaría en racimos de pimpollos. No sucedió así. No en primavera. Sucedió en el mes de junio, cuando ya nadie espera que florezcan los rosales. Allí estaba el caprichoso rosal, dejando entrever los racimos de pequeños pimpollos matizados.
Aquella mañana de fines de junio mientras carpía y retiraba maleza de los canteros, Leonidas escuchó una animada conversación desde la casa y detuvo su trabajo para mirar hacia el patio exterior que daba al parque. Recordó entonces que Marcela, la directora de Casa del Parque, le había comentado que ese día ingresaba a la residencial una nueva compañera. Observó un momento al grupo que conversaba y alcanzó a divisar, el rostro de la nueva. Por un instante se sintió desconcertado. No podía ser ella. Tal vez la vista comenzaba a traicionarlo. Su vida se encontraba transitando el final del otoño y ese rostro que acababa de vislumbrar, lo retrotrajo a un tiempo lejano. A un recuerdo triste que guardaba dormido, del tiempo aquel de los verdes años. Regresó a una época casi olvidada. Volvió a recorrer los patios de la vieja casa donde pasó su infancia. Vinieron a su memoria sus padres y sus hermanos. Y se vio él, entonces estudiante, en la ardiente primavera de su vida.
2

La casa de Leonidas se encontraba en un barrio fabril en los suburbios de la ciudad. Casas bajas con chimeneas, calles adoquinadas y faroles en las esquinas de ochavas. Barrio con olor a madreselvas y cielos enormes de lunas blancas.
A unas cuadras de su casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir. Los vecinos, gente toda de trabajo, no la aceptaba. La conformaba una pareja con siete u ocho hijos que andaban todo el día en la calle, pidiendo o robando. Cuando los padres lograban reunir algunos pesos compraban alcohol, se emborrachaban, se insultaban, se castigaban entre ellos y castigaban a los hijos. Temprano por las mañanas los mandaban a pedir, a robar y no volver sin dinero.
Una de las niñas se llamaba Caterina. Era rubia, triste y sucia. Tenía doce años y andaba siempre llorando por la calle. Caterina le dolía en el corazón a Leonidas. Ansiaba crecer de una vez para protegerla. A veces se encontraban a la vuelta del puesto de verduras y él le decía que la quería. Que no llorara. Que cuando fuera más grande y consiguiera trabajo iban a vivir juntos. Entonces ella lloraba con más ganas.
En aquellos días Leonidas tenía apenas catorce años y, aunque lo intentó, no llegó nunca a definir el real sentimiento, aparte de una gran ternura, que lo ataba a la chica. De lo que en cambio estuvo siempre seguro, fue de su firme deseo de protegerla. Protegerla de la maldad de la gente. De los hombres que la asediaban. De la ignominia de sus padres que la vendían por una botella de alcohol. Entonces pensó que la amaba. Y tal vez la amó. Tal vez. Con ese amor compasivo que despierta un cachorro apaleado, abandonado en la calle una noche de lluvia.
Los padres comenzaron a preocuparse por el joven. Lo notaban desganado, sin deseos de comer ni de estudiar. Fue el padre quién enfrentó la situación. Indagó. Quiso saber qué le estaba pasando. No pudo aceptar la explicación que dio Leonidas. No quiso. Su hijo se había enamorado de la única persona de la cual no podía enamorarse. Caterina era una chica de la calle. Todo el mundo lo sabía. ¿No se daba cuenta él? No era amor, no, lo que sentía por ella. Era solamente lástima. Lástima, Leonidas. ¿Cómo te vas a enamorar de esa muchacha? ¡No, no vuelvas ni a mencionarlo! Ya te vas a olvidar. Sacátela de la cabeza. Sos muy chico todavía. ¡Qué podés saber vos de amores y mujeres! Ya vas a encontrar, cuando termines los estudios, una buena chica, de familia “bien” como nosotros de quien enamorarte. ¡Te pido por favor que te olvides de ese asunto! Sos muy chico para entender ciertas cosas. Ella no es una muchacha para casarse. ¿Entendés? Ningún hombre honesto se casa con una mujer de esas. ¡Vamos, Leonidas! No querrás que tu madre se enferme del disgusto, ¿no?
Y Leonidas no supo qué contestar

3

Caterina no tuvo tiempo de terminar la escuela. Era la mayor de los hermanos y aprendió, junto con los primeros pasos, a extender la manita por una limosna. Vestida siempre de túnica y moña, para no pagar boleto, subía y bajaba sola de los ómnibus desde antes de cumplir los cinco años. Al principio pedía una moneda y la gente le daba, porque era bonita. En la calle aprendió a robar. Con amigos de la calle. Entraban a los comercios dos o tres juntos, ellos entorpecían a los que estaban comprando y ella, que era la más ágil, manoteaba lo que podía y salía corriendo. Tenía diez años cuando una noche borrachos, los padres la vendieron a un fulano por cincuenta pesos. Después, cuando se les pasó la borrachera, lloraron los padres por lo que habían hecho.
Al otro día la volvieron a vender.
Caterina, por primera vez, siente un poquito de felicidad. Les cuenta a sus padres que el joven Leonidas le prometió que cuando trabaje van a vivir juntos. La madre gritó desaforada: ¡¿qué te dijo ese atorrante?! ¡¿Qué te va a llevar con él?!
Insultó el padre como un demente: ¡la puta madre que lo parió! ¡Decile a ese guacho que no se meta con nosotros si no quiere que le parta la cabeza de un fierrazo! Decile que digo yo, no más. ¡Guacho de mierda! Mal parido ¡V´ia tener que hablar con el padre pa´que lo ponga en vereda, al hijo de puta! Te fijaste vos como se mete la gente en lo que no le importa. No se da cuenta el guacho que vos tenés hermanos que mantener. Y nosotros. Tu madre y yo. ¿De qué vamos a vivir? Ahora que los tipos te empiezan a pagar bien, te quiere llevar. Mirá, ¡si me dan ganas de salir ahora y cagarlo a patadas! Desgraciado. Guacho hijo de mil putas. Lo v´ia matar, mirá. Más vale que nunca lo vea contigo porque lo mato. ¡Te juro que lo mato!
Al mediodía la vio en el almuerzo. Era ella, no cabía dudas. La pequeña Caterina del barrio olvidado. La Caterina con doce años llorando por la calle. Su primer amor. Amor delirante al que ella misma lo obligó, una noche, a renunciar. Leonidas la miró para saludarla. Ella le sonrió sin reconocerlo. ¡Habían pasado tantos años! Cómo podía reconocer en el viejo que era ahora, a aquel adolescente que una vez le dijo que la amaba y que un día se irían a vivir juntos. Imposible.
Y él, por tercera vez, permaneció callado.

4

Las matas de cartuchos, con sus hojas grandes y lustrosas, los bulbos de gladiolos trasplantados, las dalias dobles y los crisantemos, iban a su tiempo floreciendo en el jardín de Casa del Parque. Leonidas en su oficio de jardinero fue haciéndose cada vez más eficiente. Aprendió que según la luz que necesitan para desarrollarse pueden las plantas dividirse en: plantas de solana y plantas de umbría. Que si se multiplican por semillas, división de matas, por gajos, acodos, injertos o bulbos, requerirán más o menos riego. Que es necesario abonar la tierra periódicamente, combatir los insectos que las dañan y podar algunas de ellas.
Leonidas hace ya varios años que es jardinero de la Residencial Casa del Parque para el Adulto Mayor. Comenzó después de haberse jubilado, por el deseo de hacer algo con su vida, pues entendió que el tiempo le sobraba y el cuidado de las plantas fue algo que siempre le atrajo. De hecho, siempre había tenido en su casa un muy cuidado jardín. Cuando se enteró que la residencial necesitaba un jardinero, se ofreció sin pretensiones. Presentó inmejorables referencias sobre su persona y fue aceptado de inmediato. Un par de años después, cuando falleció su esposa, se dio cuenta de la soledad que lo esperaba cada tarde al volver a su hogar. De manera que un día decidió quedarse a vivir en la residencial, donde se sintió realmente acompañado, entrando a formar parte de aquella familia. La vida para Leonidas no ha tenido demasiados altibajos. A veces, en las tardecitas, se sienta bajo los árboles a tomar mate. Entonces los recuerdos lo invaden. Examina, sopesa los años vividos. Y aunque reconoce logros y desaciertos no puede, no pudo nunca, arrancar de su pecho, una espina que lo ha acompañado desde siempre y lo hiere todavía
5

Hace días que Leonidas no ve a Caterina. Cuando vuelve del liceo camina unas cuadras más, para pasar por la casa de ella. El padre lo vio un día y le gritó: ¡Hijo de puta! ¿qué andás haciendo por acá? ¡Si te veo con la Caterina te v´ia matar!
Pensó que podría estar enferma y no tenía a quién preguntarle. Después supo que no. Alguien dijo que la habían visto por el Centro. Caminando. Él no lo podía creer. Los vecinos del barrio no la querían, eso lo sabía bien. Tendría que verlo con sus propios ojos. La gente a veces se ensaña, inventa cosas.
Al cabo de unos meses la vio una noche salir de su casa. La encontró más linda. Maquillada y bien vestida parecía de dieciocho. No dudó en seguirla. Ella tomó un ómnibus para el Centro. Allí se paró en una esquina con otras mujeres. No demoró en irse. Se le acercó un hombre, habló dos palabras y se fue con él. Pasó junto de Leonidas sin advertir de su presencia. Con la cabeza apenas inclinada, presa todavía de un poco de vergüenza. Vergüenza que irá, poco a poco, perdiendo para siempre y hasta nunca en ese submundo aberrante del que no puede, no podrá ya salir. Evadirse. Donde deberá seguir, sin salvación posible, arrojada allí como en una pesadilla. Convencida de que, aunque logre un día apartarse de esa vida, será ya hasta el fin y para todos: una mujer de la calle. Recién entonces Leonidas comprendió que la había perdido. Entendió que Caterina no podía esperar a que él finalizara los estudios y consiguiera trabajo; terminara de criarse y se hiciera un hombre. Ella, ya era una mujer. Los tiempos de ambos no eran los mismos. Los tiempos de él no tenían prisa. Pero a ella la vida la venía empujando hacia un abismo al que no tuvo más remedio que saltar.
Volvió al barrio con una herida que le laceraba el pecho. Por mucho tiempo se culpó de no haber podido ayudarla. Después prefirió pensar que la vida de ellos dos, tenía marcados caminos opuestos. Y decidió no volver a verla.

6

Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al Instituto de Profesores Artigas. Era, entonces, un joven callado e introvertido. Estudiaba historia y filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica que había venido a estudiar al I.P.A. desde la ciudad de Salto. Compañeros de estudios, se hicieron primero amigos y luego, más enamorada ella que él, formalizaron el noviazgo. Marlene vivía en Montevideo en una casa para estudiantes y siempre tuvo pensado, una vez recibido el título, volver a su ciudad para ejercer allí. Por lo tanto, a partir del noviazgo, la joven le propuso a Leonidas, irse a vivir con ella a su departamento. Él aceptó, pues era una forma de desprenderse del recuerdo de Caterina, que continuaba mortificándolo. Recuerdo que, pese a todo, no trató nunca de arrancar definitivamente de su pensamiento. Pues cada tanto la veía niña, llorando por las calles del barrio, y otras veces hecha una mujer pintados los ojos y la boca, vendiendo por las esquinas del Centro su belleza fugaz.
En esos años, más de una vez, la buscó e intentó hablarle. Ella no quería escucharlo. Una noche, sin embargo, conversaron. Él estaba terminando el profesorado. Ese verano se casaba con Marlene y se iba a vivir al litoral. Sintió deseos de verla, de hablar con ella. Tal vez, nunca más volverían a encontrarse.
Una noche pasó por la esquina donde sabía que podía encontrarla. Se fueron juntos a tomar un café por la Ciudad Vieja. Las luces aburridas de los faroles estiraban sombras sobre las veredas cuadriculadas. El país arrastraba sinsabores. Poca gente y poca plata en la calle. Entraron a un boliche esquinero alumbrado por una magra lamparilla que regaba su luz moribunda sobre el mostrador. Mientras el mozo se empeñaba con las palabras cruzadas de El Diario, el patrón, sentado frente a la registradora, descabezaba el sueño de la media noche.
En la radio: Magaldi el sentimental.
Se sentaron al fondo, donde casi no llegaba la luz. El muchacho no sabía cómo empezar a hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus avezados veinte años y sonrió.
—Bueno, Leonidas, hablá ¿qué querés decirme? Conseguiste trabajo. Me vas a llevar a vivir con vos. Cuanto ganás. Podrás bancarme. Sabés la guita que hago yo por noche. Vas a trabajar vos para mí. ¿O voy a trabajar yo para vos?
¡Hablá! ¿Qué querías decirme?
Volvió a sonreír con una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver a través de aquella hermosa muchacha que lo miraba desafiante, a la frágil Caterina que un día amó y que todavía le dolía. La buscó detrás de los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña. Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por vestidura. En las preguntas de la joven encontró las respuestas que había ido a buscar. Se sintió torpe. Fuera de lugar. Avergonzado de estar allí. De haberla buscado. Si él ya había resuelto su vida. No tenía derecho a perturbar a la muchacha que estaba, tan solo, intentando sobrevivir.
Ella tomó el bolso, se puso de pie y dijo con preeminencia: —Viví tu vida Leonidas, y dejame a mí vivir la mía. Olvidate. No quiero volver a verte... gracias por el café.
Le palmeó el hombro y lo miró con unos ojos que hablaban de un tiempo pasado. —Chau, pibe —le susurró casi con ternura maternal al despedirse.
Colgó su bolso al hombro. Sacudió la cabeza y la mata de su cabello cayó como un telón sobre la espalda. Se fue haciendo equilibrio sobre unos tacos increíbles. Luciendo una falda demasiado corta y un escote demasiado largo.
Leonidas quedó impávido sentado en el boliche. Caterina había tomado la palabra y en cuatro frases marcó el tablero. Colocó las fichas de cada lado y esperó a que él moviera. Sabía que él no se iba a animar. Por experiencia lo supo. Y comenzó ella a jugar. Cada pregunta era una jugada. Lo apabulló ante la destreza con que llevó la conversación. Y él, por segunda vez, no pudo hablar. No se animó. La joven comenzó y terminó el juego. Dijo todo lo que había que decir y se retiró poniéndole fin a la ajetreada relación que, alguna vez, pudo haber existido entre los dos.
Y Leonidas supo esa noche que Caterina lo había marcado a fuego y que esa marca la llevaría mientras viviera.

7

Habían pasado ya varios días desde la llegada de la nueva a Casa del Parque. No dejó de llamar la atención de todos los residentes, lo pronto que se adaptó a la vida en la residencial. No era común. Por lo general, a las señoras les cuesta un poco acostumbrarse a la convivencia con personas ajenas a su entorno familiar. Extrañan y es comprensible, dejan su casa, sus muebles, recuerdos, afectos que las han acompañado durante toda su vida. A los señores también les cuesta integrarse. Por lo menos al principio. Deben hacer un esfuerzo, hasta que se conozcan, luego la camaradería surge sola. De modo que esta señora que desde el primer día de su ingreso se sintió como en su casa, les ha llamado gratamente la atención a todos. Ha entablado una amistad franca con los residentes y con el personal. Tan cómoda y feliz se encuentra que pareciera que nunca hubiese vivido tan bien. Tan acompañada. Tan protegida.
Con Leonidas se encuentran diariamente. Ella baja y se sienta en un banco a conversar con el jardinero. Algunas veces él la toma de la mano y recorren juntos los caminitos del parque. A la señora Caterina le encanta hablar. Cuenta cosas agradables de su vida pasada. Leonidas le hace preguntas directas. Si era casada. Si tuvo hijos. En qué barrio nació. Y ella complacida ha comenzado a contarle su vida.
Nací, dice, en un barrio muy lindo. Por el Parque Rodó. ¿Conoce señor Leonidas ese barrio? Mi madre nos llevaba todos los días a pasear por el parque. En otoño íbamos para el lado de las canteras a tomar sol. Por el campo de Golf. ¿Conoce el campo de Golf? En verano nos llevaba a la playa y a pasear por la rambla. Nosotros éramos dos hermanos, nada más. Mi mamá y mi papá eran muy buenos y nos querían mucho. Mi padre trabajaba. Era muy trabajador. Le compró una casa preciosa a mi madre. Ahí nací yo. Por el Parque Rodó. A los dos hermanos nos mandaron a estudiar. Fuimos a la escuela y al liceo. Nos cuidaban mucho, sabe. Yo nunca trabajé porque a mi padre no le gustaba que anduviese por la calle. Él decía que no tenía ninguna necesidad de salir a trabajar. Yo salí de mi casa para casarme.
Me casé de vestido blanco...con un velo largo, muy largo. Y flores. Llevaba flores en las manos. Un ramo de rosas. Como esas. Esas chiquitas. Las del muro. Como las rositas del muro. Sí, iguales a las rositas del muro. Sí, señor Leonidas, gracias a Dios, yo tuve una vida muy linda.
—¿Con quién se casó señora Caterina? Cómo se llamaba su esposo ¿Se acuerda?
—Si, como no me voy a acordar. Se llamaba Leonidas. Como usted. Qué casualidad ¿no? Fue mi único novio. Lo conocí cuando iba a la escuela. O al liceo. No me acuerdo bien. Fuimos novios y después nos casamos. Yo me casé con un vestido blanco...y un velo largo, muy largo... Después nos fuimos del barrio.
—¿Se mudaron del Parque Rodó?
—¿Del Parque Rodó?
—¿No me dijo que vivía por el Parque Rodó?
-—Ah, sí, creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso no me acuerdo muy bien.
—¿Y tuvieron hijos?
—¿Hijos? Sí, creo que sí. Muchos hijos. O pocos. Uno o dos. No me acuerdo cuantos hijos tuvimos. De algunas cosas me olvido, sabe. De algunas cosas. De otras no. De otras no me olvido. Creo.
Mientras cuenta, Leonidas comprueba el deterioro que ha sufrido la mente de Caterina. No sabe, la anciana, quién es en realidad. Vive en un estado de semi locura habitando un mundo de personajes irreales que la hacen engañosamente feliz.
Marcela le ha contado a Leonidas que la señora Caterina no está del todo bien. Que ha perdido la memoria y que confunde las cosas y las personas. También le ha dicho que la dejó en la residencial una señora muy católica, quien se hizo cargo de todos sus gastos. La señora, contó Marcela, la había sacado de la calle como un acto de caridad, una tarde muy fría en que la pobre se había cobijado en su portal.
Leonidas comprende que la casualidad o el destino han hecho que volvieran a encontrarse cuando las vidas de ambos, están ya al final del otoño.
No sabe, aunque se imagina, la vida que ella llevó todos esos años en que no supieron el uno del otro. Mientras tanto Caterina sigue contando, cuenta la vida que le hubiese gustado vivir. Y la cuenta como si realmente la hubiera vivido.
Ha conseguido dejar a un lado de su memoria, la vida de oprobio que llevó. Ha inaugurado un mundo propio. Mágico. En el que se ha instalado a vivir con todo el derecho del mundo y donde, ella misma, construirá la felicidad que durante toda su vida le fue negada. Edificará su vida desde los cimientos. Le contará a este viejo jardinero, que escucha con atención sus relatos, sobre su niñez en una hermosa casa junto a dos padres que la amaron y la cuidaron. Le contará de Leonidas, su primer y único amor, con quien se casó un día. De su juventud dichosa, de los hijos adorados y sus viajes por el mundo, junto a un marido que la amó y fue su apoyo. Le contará una historia fantástica donde ella será la única protagonista. Un hermoso cuento de Hadas en el que será, al fin, inmensamente feliz.
—Estuve en España y en Francia. Estuve en París. En el Sena...
—¿Con su esposo, estuvo?
—¿Mi esposo?
—¿No fue a París con su esposo?
—No sé, creo que sí.
—¿Y cómo es París?
—¿París? No sé. No sé cómo es París. Nunca fui a París...

domingo, 10 de octubre de 2010

Mis derechos humanos




-Terminala, Daniel. Terminala con los Derechos Humanos. ¡Las clases sociales, los derechos de los trabajadores!...
-¿Que decís? ¿Estás loca?
-No, no estoy loca, estoy cansada. Cansada de oírte siempre la misma cantinela. Hace treinta años que te oigo las mismas letanías.nco
-Pero y ahora ¿qué? ¿Estás en contra de los trabajadores? ¿De los que luchan por una vida digna?
-¡No! ¿Cómo voy a estar en contra? Sólo que en casa también hay otros temas. Yo, por ejemplo, en este momento estoy luchando por una vida digna: mi vida.
-Marta, vos hace mucho que no vas al médico. Tendrías que ver como andás del coleste...
-Daniel, no estoy enferma. ¿Vos te pusiste a pensar alguna vez en lo que es mi vida?
-No, yo te digo, porque la mujer del gallego Martínez, con la menopausia anduvo mal de la cabeza y vos sabés que hasta se quiso matar, porque resulta...
-Daniel, a mí la menopausia no me ha afectado. Yo estoy bien, me siento bien, no tengo por qué ir al médico. Yo sólo quiero hablar contigo de mí. Nunca hablo de mí ¿te habías dado cuenta?
-Pero ¿y que tenés que decirme? Yo sé todo de vos, te conozco como la palma de mi mano.
-¡Qué me vas a conocer! Nunca te preocupaste por conocerme. Me querés, sí, yo sé que me querés. Como algo tuyo, de tu propiedad. Como tu máquina de afeitar, tu reloj o tus zapatos.
-No digas eso, ¡sos la madre de mis hijos!
-Sí, también soy la madre de tus hijos
-Y ¿qué es lo que no sé de vos? ¿Te anda gustando otro? ¿Algún pinta te arrastra el ala? ¿Es ése el problema? Decí, decí.
-No, Daniel, no entendés nada. Hay otras cosas...
-No, no, no hay otras cosas. No digas pavadas.
-¿Me dejás hablar?
-Sí, sí, dale. Hablá nomás.
-Yo me levanto a las seis de la mañana medio dormida, pechándome con los muebles llego a la cocina, pongo la leche a calentar y llamo a Nico, mientras él se viste voy a buscar el pan para que lo coman calentito con manteca, cuando se va para el liceo llamo a Naty, la ayudo a vestirse, toma la leche y la llevo a la escuela. Cuando vuelvo me preparo el mate, son las nueve. Mientras hierve el agua ordeno el cuarto de Nico, tiendo la cama, recojo la ropa y paso el escobillón, pongo el agua en el termo y ordeno el cuarto de Naty, son las diez, tengo que hacer los mandados, dejo el mate para después. Mientras voy a la carnicería y al almacén pienso qué puedo cocinar para el almuerzo que me quede para la cena. Cuando termino con los mandados te llevo el diario a la cama con el jugo de naranjas. Vos estás escuchando la radio, yo me pongo a cocinar. A las doce está pronta la comida. Llega Nico: “mami, me muero de hambre, ¿qué hiciste? hm... ¡que rico!” Salgo corriendo a buscar a Naty. Se sientan a comer, yo también me siento con ellos y me traigo el mate, pero vos me gritás del baño: -“ Marta, no hay champú” Dejo el mate, voy al saloncito de al lado, traigo el champú. Vos avisás: “mirá que ya salgo”. Te sirvo la comida, yo almuerzo caminando entre la cocina y el comedor. Y te vas. Es la una y media. Entro al dormitorio, junto la ropa: la camisa sobre la cómoda, un buzo de lana al revés sobre el televisor, un pantalón tirado sobre la cama, los zapatos con las medias adentro y la toalla mojada encima de las sábanas. Junto, guardo y llevo la ropa para lavar, tiendo la cama, llevo los vasos, paso un paño en el piso, son las cuatro. Vengo al comedor, levanto la mesa, llevo todo para la cocina, paso la aspiradora. Me voy a lavar los platos, son las cinco: “ –Naty, vamos a hacer los deberes. ¡Nico, dejá la música, ponete a estudiar!” “Mami, esta cuenta no me sale. ¿Iba, va con hache?” -“ Ahora tomá la leche, Naty. Después te miro los deberes. ¡Vení a comer algo, Nico!” Son las seis y media. Lavo la cocina. No sé si tengo hambre o sueño, el mate se enfrió y no tomé ninguno. Mientras terminan los deberes plancho unas camisas así adelanto para mañana que me toca encerar. Llegás a las once. “-Viejo ¿querés cenar ya, o tomás unos mates?” “ No, dame la cena.” Los chicos ya cenaron y se acostaron. Te sirvo la cena, me siento contigo, quiero hablar con vos de nosotros, de mí. Vos te ponés a hablar del Fondo Monetario Internacional, de que la culpa de todo la tienen los del Norte, que nos oprimen que... Yo sé que todo eso es cierto. Daniel, pero...vos seguís hablando, y a mí me da sueño.
-Che, Marta, te estás durmiendo. Vos te pasás durmiendo. ¡que te tiró!
-Estoy cansada
-¿Y de qué estás cansada, si el que labura soy yo?
- Si, pero vos trabajás ocho horas.
-¿Y?
-Y yo ya llevo diecisiete.
-Pero vos estás en casa.
-Si, Daniel, yo estoy en casa pero estoy trabajando. Y a vos por esas ocho horas te pagan un sueldo.
-Y ¿ qué querés, que yo te pague un sueldo ahora?
- No, es un comentario nada más. Yo trabajo diecisiete horas gratis.
-Gratis no, tenés la casa y la comida.
-Si, pero ni una doméstica trabaja por la casa y la comida.
-Marta, vos haceme caso, andá al médico. ¿No tenés sociedad médica? Bueno, usala, vos no estás bien, ¡te está fallando algo!
-Daniel, ¿sabés que quiero? Quiero comprarme una máquina de escribir y arreglar el cuartito del fondo. Poner la mesita esa que usamos en verano para tomar mate y una silla y hacerme un cuartito para escribir. Quiero escribir, sabés.
- ¿Escribir? ¿ A quién le querés escribir?
- A nadie, quiero contar cosas. ¡ tengo tantas cosas que decir!
-La guita no nos alcanza para nada y vos querés comprar una máquina de escribir para no escribirle a nadie?
- Pero mirá que la podemos comprar a crédito.
- Marta, vos me asustás. ¿ De veras te sentís bien? ¡Prometeme que mañana sin falta vas a ir a médico!
Sí, Daniel ...mañana... mañana voy a ir al médico