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sábado, 2 de julio de 2011

La muerte de Mariquena Vargas


               
       Murió Mariquena Vargas. Su muerte repentina nos ha dejado atónitos.  Estupefactos. No porque no tuviese edad para morir, que sus bien cumplidos ochenta años los tenía y muy bien llevados, por cierto. Sino por un pequeño detalle que ocultó durante toda su vida y que al morir, y enterarnos, nos dolió como un cachetazo en pleno rostro. No nos merecíamos esa burla de tu parte, Mariquena. Fuiste casi cruel. Casi. Cierro los ojos y creo oír tu risa burlona desde el infierno donde estarás. ¿O te habrá perdonado Dios...?
     Mariquena era una mujer de ley. Conservó hasta el final de sus días la fortaleza y la presencia de una verdadera matrona. Que eso fue, sin lugar a dudas. Y al decir de quienes la conocimos de cerca: una gran mujer.
 Una mujer fantástica, diría yo. De fantasía. 
     Cuando la conocí tendría algo más de cuarenta años. No muchos más. Conservaba una belleza poco común. Su cara y su pelo renegrido me recordaban  a Soraya.  Aquella princesa casada con el Sha de Persia que fue obligada a abdicar del trono por no lograr concebir hijos que perpetuaran la dinastía del Sha. Como verán,  salvando la distancia, Mariquena  era una mujer hermosa.
      Fue también, en aquel tiempo, una modista  muy reconocida. Se acercaban señoras de otros barrios para hacerse la ropa con ella. Vivía por Bulevar Artigas en una de las  últimas casas que Bello y Reborati construyeron allá por la década del treinta. Según cuentan los  los vecinos más viejos del barrio Mariquena tenía apenas  diez años cuando  vino a vivir  con su tía, doña María Emilia Cufré, hermana de su madre, casada con un italiano de apellido Righetti directivo de la compañía Transatlántica de Tranvías. Era una niña delgada y alta de cabello negro y ojos oscuros. Introvertida y  con marcadas carencias de afecto.
       No recuerdo, si es que alguna vez lo supe, el motivo que la llevó a abandonar su hogar, sus padres y hermanos, para venirse del todo con doña María Emilia. Lo cierto fue que con ella vivió en aquella hermosa casa como si  su tía fuese su verdadera madre y la acompañó hasta el final de sus días como si  ella fuera su propia hija.
       Cuando llegó Mariquena a la casa del señor Righetti doña María Emilia, que no tuvo hijos, recibió a su sobrina con mucho cariño y comprensión. La anotó para   terminar primaria en la escuela Grecia que estaba, en aquellos años, en Miranda y Bulevar frente el Campo de Golf. Terminada la escuela la chica no se inclinó por los estudios; cumplidos los catorce años quería trabajar de modo que la tía le consiguió empleo en los talleres de confección de Aliverti, una prestigiosa casa de modas ubicada en la avenida 18 de Julio, y allí se mantuvo hasta mediados  de los ochenta cuando la firma cerró. Entonces  se quedó en su casa y trabajó como modista durante muchos años.  Mariquena nunca se casó ni tuvo hijos. Y a pesar de que en el barrio corrieron escabrosas infidencias sobre una turbulenta vida amorosa y sobre varios amores que en su juventud dejó por el camino,  nunca le conocí novio ni hombre alguno. De modo que de las historias que de ella  se contaron la mitad no hay que creerla y a la otra mitad ponerla en duda. La recuerdo sí, como una mujer de carácter fuerte que no se dejaba avasallar. Justa. Honesta. Gran discutidora. Defendía sus ideas y los temas de su interés, de igual a igual, tanto con hombres  como con mujeres.
      Hacía varios años que el señor Righetti había fallecido cuando murió  doña María Emilia. El matrimonio, papeles mediante, dejó la casa a Mariquena como herencia. La hermosa casa con torrecita y mirador de tejas. Entonces apareció Teiziña una morenita de motas,  de diez o doce años, que un invierno anduvo pidiendo comida puerta por puerta. Uno de esos días de lluvia y mucho frío  Mariquena la entró en su casa la alimentó, le dio ropa seca y la niña se quedó ese día y el otro y todos los días que siguieron.
      La morenita contó que venía de la frontera con Brasil, donde había nacido. Su madre, sola y agobiada con la crianza de ocho hijos, la había puesto en un ferrocarril con destino a Montevideo para que ella misma se buscara la comida, pues la pobre mujer no tenía como alimentarla. La niña, por lo tanto, desde el mismo día que llegó a la capital andaba caminando y  durmiendo en los portales. Desde entonces, Mariquena y Teiziña,  vivieron juntas como madre e hija. Así las recuerdo yo.
     Teiziña terminó de crecer y durante largos años se ocupó de  la casa y de Mariquena; una obligación que se impuso a sí misma como modo de agradecimiento, hacia quien la sacó de la calle y le dio un hogar. Tampoco se casó nunca. Tuvieron, si se quiere, un destino común: la casa de bulevar, siendo niñas,  las cobijó a las dos. Fue ella fue quien encontró a Mariquena muerta. Dormida para siempre estaba la doña en su cama. En la misma posición que se durmió la encontró la muerte.
       La morena llamó una ambulancia, al doctor y a la Pompa Fúnebre. En el living de su casa nos reunimos algunos vecinos, para no dejarla  sola. Allí estábamos cuando del dormitorio de Mariquena salió uno de los empleados de la funeraria que se encontraba arreglando el cuerpo para las exequias y preguntó por algún  pariente cercano. Pariente no había. La morena era lo más cercano que la difunta tenía en esta vida. No obstante Teiziñia,  llorosa y muerta de miedo, se rehusaba a hacer acto de presencia en el dormitorio donde descansaban los restos mortales  de Mariquena.
        Los empleados de la empresa decidieron que  hasta que no se presentara algún responsable del velatorio, ellos no seguirían preparando el cadáver. Ante tal premisa una vecina, aceptando el reto, se ofreció para acompañarla. De manera que, apoyada en la buena mujer, la morena accedió y las dos entraron juntas al dormitorio.  Dos empleados de la funeraria esperaban, de pie, uno de cada lado de la cama. Nadie habló. No fue necesario.
        Mariquena estaba  tendida en su cama mostrando, sin ningún recato, su cuerpo desnudo de varón.
Firme aquí, —le dijo el empleado a Teiziña.
Tuvo que esperar a que volviera en sí del desmayo.
La vecina solidaria había huido espantada.
 Aún me cuesta creerlo.

Ada Vega, 2004

jueves, 2 de junio de 2011

La Puerta del Sol

   
      Domingo por la tarde.  Paseo sola por el centro de Madrid. Bordeo hacia el sur el barrio Recoletos y observo sus monumentos, antiguos palacios, plazas y comercios y no tardo en tener la convicción de que, como dicen, Madrid es una de las  ciudades más hermosas de Europa.
        A la altura de La Puerta del Sol, siento que comienza a atardecer en Madrid. Los cafés, piano bar, restaurantes y puestos de flores circundan la plaza de la media luna que se encuentra a esta hora abarrotada de visitantes. Desde hace unos años, cada vez que camino estas veredas, me detengo ante sus comercios,  observo sus cafés y entonces dejo que a través de los recuerdos,  llegue a  mi memoria la imagen de aquel viejo bar  de la recova del Palacio Salvo de Montevideo con el mismo nombre: La Puerta del Sol.
       Cuando ya la noche se ha extendido, abandono la plaza y camino por la peatonal de la calle Arenal, hasta conseguir un taxi que me  lleve hasta mi casa en Carabanchel. El hombre del volante va silbando un vals que me trae recuerdos. Lo conozco, conozco esa música. Quiero recordar el nombre. Si cantara en lugar de silbar la letra me lo diría. Pero el hombre silba, silba muy bajo. El taxista debe ser uruguayo o argentino. Los españoles no tienen por costumbre silbar una canción y los emigrantes no son tan afines a nuestra música.
   —Por acá está bien  —le digo al llegar al barrio de Buenavista.
   —Se va diciembre con mucho frío — comenta él mientras le pago.
       —¡Feliz año!  —me grita antes de arrancar.
 Es uruguayo. Le sonrío y le agradezco con la mano desde la vereda. Me deja en la puerta de mi casa. ¡Flor de lino! Flor de lino era el vals que silbaba: “Deshojaba noches esperando en vano que le diera un beso, pero yo soñaba con el beso grande de la tierra en celo. Flor de lino que raro destino, truncaba un camino de linos en flor…”
 Es cierto —me digo— se vino el invierno.
                                                              II 
         Entro al edificio  de apartamentos y subo al quinto piso. El apartamento está oscuro y frío. Enciendo la calefacción y también todas las lámparas. Es una vieja costumbre. De noche necesito la compañía de las lámparas encendidas.
Mientras tanto, en Montevideo es verano. La rambla, las playas, el Centro, la noche. Las noches de verano, los cines, los teatros, los cafés. La Puerta el Sol. Y yo. Yo esperándote siempre en la misma mesa, junto a la ventana, para verte llegar y tomar juntos un café.  Después me acompañabas,  salíamos  abrazados hasta la parada del ómnibus. Yo me iba y tú te quedabas.
    Por entonces estaba empleada  en las oficinas de la compañía marítima Dodero. Salía a las 17 y 30 y todos los días iba al bar a esperarte. El mozo me conocía, se llamaba Julio y trataba siempre de reservarme la mesa. El siguió nuestro romance hasta el final. La primera vez que volví  a Montevideo pasé para ver si lo veía, pero me dijeron que se había ido. Unos años después, el bar ya no existía. Nos conocimos en la calle, caminando por la vereda. Una tarde nos cruzamos, me miraste, te miré. Diste vuelta.  Te puedo acompañar, me dijiste. Durante mucho tiempo me acompañaste y te acompañé. Tuvimos sueños, pero a muy largo plazo. El tiempo corría y yo no lograba dominar mi impaciencia. Tú no me entendías. Yo quería vivir contigo, dormir juntos. No quise esperar más. Y una tarde, ansiosa por vivir, aunque te amaba, te dejé. Sentía que contigo, los años se me iban. Se me iban.
                                                       III
          Es temprano para irme a dormir, querría comer algo antes. Juanita debe haber dejado alguna tarta preparada. Comeré un trozo con un té caliente. Mañana haré lo posible por comunicarme con Carmen, quiero saber si al fin, este año, podremos pasar juntas la Navidad. Este apartamento es muy grande para mi sola. Cuando la abuela murió le dije a mamá que viniese a vivir conmigo. Nunca quiso venir. Nunca quiso dejar aquella vieja casa.
                                                                 IV
       En aquellos años  vivía con mi madre y mi abuela en una casa con puerta de roble a la calle,  cancel de dos hojas y patio con claraboya. Una casa antigua que mi padre  le comprara a mi madre después de diez años de casados, y que nos dejó al morir, cuando yo aún iba a la escuela. Una casa que de pronto un día comenzó a ahogarme. Me deprimía llegar a mi casa y encontrar a mi madre de delantal, en pantuflas, con el cabello apenas prendido con ondulines, terminando la cena mientras ponía la mesa para ella y para mí. Cantando.  Mi madre cantaba todo el día. Reía. Todas las noches tenía algo para contarme. Era feliz. Yo no entendía como podía ser tan feliz. Siempre encerrada en aquella casa antigua con mi abuela en silla de ruedas y la mente perdida en ninguna parte. No nos conocía. Creía que yo era su hija y que mamá era su hermana. Mi madre le daba de comer en la boca, pero ella nunca quería comer. Mi madre le hablaba y le hablaba y le metía cucharadas en la boca de unos ensopados con verduras y carne picada  porque no quería masticar.  Dos por tres se enojaba y escupía la comida. Y mamá con una santa paciencia limpiaba lo que la abuela ensuciaba y volvía a darle de comer. Le hacía flanes de crema porque a la abuela le gustaban y era la única manera de hacerle tomar leche. ¿Cómo podía mi madre ser feliz? Yo no estaba nunca, y cuando llegaba a la noche, venía siempre de mal humor  y terminaba peleando con ella y me iba a dormir sin darle un beso a la abuela.
                                                            V
  El apartamento es grande y cómodo. Lo compró Luis cuando nació Carmen. Antes vivíamos en uno de dos ambientes en el barrio El Viso, en Chamartín, pero resultaba chico para criar un bebé. A Luis lo conocí en la oficina donde trabajábamos. Tenía un cargo importante. Era mayor que yo y estaba enamorado de mí. Me lo dijo varias veces, pero yo estaba de novia y muy enamorada de Pablo. Un día recibió una propuesta de trabajo muy interesante y decidió aceptar. Era en España.
 En aquel momento me dijo de venirme con él  a Madrid, pero no le contesté. A los seis meses fue a buscarme. Un año después, casada y con mi hija recién nacida, volví a Montevideo a ver a mi madre y a mi abuela. A Pablo no lo volví a ver. El día que decidí dejar con él se lo dije sin rodeos. Mi tiempo se había agotado. Que siguiera él por su camino que yo seguiría por  el mío. Ya estaba decidida, no volvería atrás. Luis me amó de verdad, fue un buen esposo y un buen padre. Fueron más de treinta años juntos, hasta que falleció hace cinco años. 
Parece absurdo,  pero cuando el pasado me asalta recuerdo a Pablo y me veo siempre esperándolo, sentada en la mesa  de La Puerta del Sol, aquel bar que existió una vez, hace muchos años en la esquina señorial del Palacio Salvo, en el corazón de Montevideo.

lunes, 30 de mayo de 2011

Después del café


       Era invierno. Recostado a la puerta de calle miraba llover. El viento silbaba austero entre las copas de los sauces. Pasó la muerte y me miró.
 —A la vuelta paso por vos —me dijo.
Seca, sin mojarse, pasó la muerte bajo la lluvia.
—Por mí no te apures —le contesté resignado.
Ella volvió a mirarme desdeñosa y siguió de largo sin contestar.
      Se venía la noche. Entré, cerré la puerta y encendí la luz.  Busqué en derredor algo en qué ocupar el  tiempo que me quedaba. Demoré buscando un libro en la biblioteca. Recorrí la estantería sin leer los títulos. Mis manos iban acariciando los lomos sin decidirse. Arriba, en la estantería más alta, junto a una vieja Biblia, un libro encuadernado en blanco y negro, de tapas envejecidas, se recostaba en el anónimo y antiquísimo: Las Mil y Una Noches. Lo reconocí en el momento de retirarlo. Se llamaba: Huéspedes de paso, del francés André Malraux. Esa novela autobiográfica la había leído muchos años atrás. Relata gran parte de la  vida del autor. Cuenta que  vivió las dos guerras mundiales. Como corresponsal recorrió Europa, vivió en África, volvió a Francia y fue ministro de cultura del presidente De Gaulle.
       Observo el libro en mis manos. En la tapa, la foto del escritor sentado en su escritorio. La cabeza apoyada en su mano derecha. Viste traje. Lleva corbata y camisa de doble puño con gemelos. Abro el libro al azar.
“—Creo probable la existencia de un dominio de lo sobrenatural —dice—en el sentido en que creía en la existencia de un dominio de lo inconsciente antes del psicoanálisis. Nada más usual que los duendecillos. Rara vez son los que uno cree ver; se domestican poco a poco, y luego desaparecen. Otrora los ángeles estaban por doquier. Pero ya no se los ve. Me inclino a mirar con buenos ojos el misterio; protege a los hombres de su desesperanza. El espiritismo consuela a los infortunados.”
       Afuera seguía lloviendo. Pensé en la muerte que quedó de pasar. —A la vuelta —dijo. Mientras esperaba me dirigí a la cocina a preparar café. Siempre me gustó el  café: fuerte, sin azúcar. Los médicos, entre otras muchas cosas, me lo habían prohibido. Parece que mi corazón no quería más. Siempre cuidé de mi salud, pero en ese momento, ya no tenía caso.
      La muerte demoraba. Pasó caminando. Muy lejos no iría. Dejé el libro en su lugar. Yo también creía en el misterio, en el espiritismo. En los espíritus que cohabitan entre nosotros. El café me cayó de maravilla. Lo disfruté. Se hizo la media noche y el sueño comenzó a rondarme. Preferí quedarme en el living, cerca de la puerta. Me arrellané en el sofá con la luz de la lámpara encendida, por si alguien venía a buscarme. Dormí sin soñar y desperté en la mañana como si nunca hubiese estado enfermo. No sentía cansancio ni fatiga. Salí a la calle a caminar entre la gente. Desde ese día volví a ser el hombre sano que había sido. Pensé en volver a mi casa. Me fui, aconsejado por el médico, cuando la  dolencia de mi corazón se agudizó.
      Cambié de ciudad para estar más cerca del hospital donde me atendían. Mi esposa quedó con los niños. Son muy pequeños y no podíamos mudarnos todos. Ella venía a verme los fines de semana. No quise esperar y tomé el primer ómnibus para mi ciudad. Me bajé en la plaza principal. No vi a nadie conocido. Caminé hasta mi casa y llamé a la puerta. Esperé un momento, como no me contestaron volví a llamar. No obtuve respuesta. Busqué la llave en el bolsillo del saco y entré. Mi esposa estaba en la cocina, no me oyó entrar, me detuve en la puerta y la llamé. —Elena. Estaba de espaldas preparando el almuerzo. Volví a llamarla. —Elena. Me asusté. Ella se dio vuelta, no me miró, abrió la heladera retiró una bolsa de leche y volvió a darme la espalda. Fui al dormitorio donde oí jugar a los niños. Me acerqué a acariciarlos. Los llamé por sus nombres. No me miraron, no me oyeron. No me vieron.
       No sé si la muerte vino antes o después del café.

jueves, 19 de mayo de 2011

Pasional




      La casa de Parque del Plata la alquilamos, el primer año de casados, para pasar las vacaciones de verano. Era una casa de bajos, sobre la rambla, frente al arroyo Solís a cuatro cuadras de su desembocadura. Una linda casa, cómoda, de fondo con parrillero bajo los árboles. Durante dos o tres años pasamos allí, con mi esposa Sonia, el mes de mi licencia anual. Después, cuando nacieron mis hijos Álvaro y Noelia, decidimos, en lugar de alquilar por un mes, hacerlo por los tres meses de verano para que los chicos disfrutaran por más tiempo de la playa y del sol. Yo ya me había comprado el auto y viajaba todos los días hasta mi trabajo. En aquella época estaba empleado en los escritorios que unos estancieros, concesionarios de lana, tenían en Agraciada y Buschental.


Un día decidimos, con Sonia, alquilar la casa por todo el año. Hablamos con los dueños y comenzamos a pasar allá largas temporadas. Habíamos terminado de pagar la casa de Williman, los chicos estudiaban y llevábamos una vida feliz. Y creí que eso era todo.


¡Qué equivocado estaba! Eso fue sólo el principio.


Recuerdo que acababa de cumplir los cuarenta y dos años cuando en la oficina decidieron tomar tres empleados más para agilizar un poco el papeleo, dijeron. Pusieron un aviso en el diario y se presentaron más de treinta jóvenes de ambos sexos. Seleccionaron a tres de ellos: Aníbal, Elena y Noel. Noel quedó en mi sector. Tenía dieciocho años y la belleza y el desparpajo de la propia juventud. Su entrada a la oficina me inquietó. Traté, por lo tanto, de enfrascarme en mi trabajo e ignorar su presencia. Fue inútil.


Durante todo el tiempo que pude intenté negar el sentimiento que crecía y me ahogaba cada día más. Me lo negué a mí y lo oculté a los demás.


Noel revoloteaba todo el día alrededor mío. Preguntaba mil cosas del trabajo que decía no entender. Me hablaba de su casa, de sus plantas. De su mamá. De la película que había visto el sábado y de la comida que comió el domingo.


Su hostigamiento no conocía la piedad.


Yo no quería que me contara nada. No quería que me hablara. Que me mirara, entrecerrando los ojos, mientras tamborileaba con los dedos sobre su escritorio. Que bebiera coca por el pico de la botella con sus ojos fijos en mí. No quería. Que pasara la punta de la lengua sobre sus labios o jugara con la lapicera en la boca, haciéndola rodar sobre sus dientes. Que siguiera mirándome. No quería. Que me sostuviera la mirada desafiante. Juro que no quería. Me resistí. Juro que me resistí.


Yo era feliz en mi casa, con mi mujer, con mis hijos. Con mi perro. Empecé a ponerme irascible, nervioso. Discutía con Sonia por cualquier tontería, culpándola siempre a ella de nuestras continuas disputas. A no soportar a mis propios hijos a quienes amaba. No poder, por las noches, conciliar el sueño. Esperar que amaneciera el nuevo día para escapar de la cama y de la casa que me asfixiaban. Salir como un poseído, a caminar por la playa. Caminar, caminar, aturdirme...caminar...


Muchas veces íbamos solos para Parque del Plata. Mis hijos ya estaban grandes, tenían sus compromisos, sus amigos, y preferían quedarse en Montevideo. Yo me quería ir de cualquier manera. Necesitaba pasar todo el tiempo posible junto al mar que siempre ha calmado mis nervios. Alejarme de aquel círculo agónico que cada día se cernía más sobre mi conciencia. Sonia, ajena, inocente, me acompañaba feliz. Iba conmigo adonde yo fuera. Ella fue siempre incondicional mía. Me amaba.


Una tarde Noel me preguntó si cuando saliéramos podía ir conmigo hasta Las Toscas, pues iba a la casa de una amiga a pasar el fin de semana. Traté de inventar una excusa creíble y oí su voz que me urgía: ¿Me llevás? Desconocí mi propia voz cuando le dije: Sí, te llevo. Subió conmigo en el auto. Llevaba su cabello largo atado con una gomita sobre la espalda. Un vaquero desflecado, una remera descolorida y una mochila negra enganchada al hombro. Parecía más joven de lo que era en realidad. Tomé la ruta sin hablar una palabra. Noel tampoco hablaba. De todos modos, no necesitaba mirar su rostro para imaginar la expresión de triunfo que reflejaba. La tardecita estaba fresca, pero no como para que se acercara tanto a mí. Casi me impedía manejar. Miré sus manos de uñas recortadas, casi rentes, jugar con los botones de la radio.


Antes de llegar a Salinas dijo que tenía frío y se apretó a mí con impudicia. Había oscurecido. Entré por una de las calles deshabitadas del balneario y detuve el auto. Noel se soltó el pelo. Su boca se entreabrió en una sonrisa de dientes blancos. Perfectos.


Su boca hambrienta.


Lo que sucedió después fue un vértigo alucinante que nubló mis sentidos, mi razón. Borró de un soplo la vida pasada y dejó ante mí un abismo como única opción. En el que caí. Vencido. Sin oponer resistencia. Que en un lapso que no puedo en este momento discernir, me llevó a entregar la casa de Parque del Plata y alquilar en el Centro un apartamento para Noel. Pasé, desde entonces, a llevar una doble vida. Comencé a faltar noches enteras de mi casa, algo que nunca había hecho antes. Inventé salidas al interior por asuntos de trabajo. Horas extras, balances urgentes. El asunto era escapar, del que por años había sido mi hogar, para pasar unas horas en compañía de Noel.


Mi mujer, que creía en mí a pie juntillas, jamás dudó con respecto a las distintas artimañas que yo fraguaba ante mis continuas deserciones. No obstante, estaban mis hijos. Ellos comenzaron a dudar. Anduvieron averiguando. Una tarde fueron a esperarme al trabajo y me siguieron hasta el apartamento. Como demoraba en salir del edificio subieron y tocaron timbre. Noel abrió la puerta. Llevaba sobre su cuerpo solamente un pequeño short con el botón de la pretina desprendido y los pies descalzos. Detrás estaba yo. Los muchachos de una sola mirada entendieron todo. Recuerdo que intenté hablar con ellos, pero no quisieron escucharme. Dieron vuelta y se fueron casi corriendo. Aún puedo ver sus rostros demudados, sus ojos empañados fijos en los míos.


Aún siento el cimbronazo de su dolor.


Le contaron todo a la madre. Volví a mi casa, después de varios días, a buscar mi ropa. Mi mujer estaba destrozada. Fue una situación muy penosa. Yo tenía poco que decir y ella no quiso saber nada. Me fui consciente del dolor que infringía a mi familia. Pero no me importó. Por mucho tiempo no supe de ellos. Después me enteré que Sonia estuvo enferma, que cayó en un pozo depresivo del que le costó mucho reponerse. Hasta que hace unos años se fue del país. Mi hijo, Álvaro, había conseguido trabajo en España y en cuanto pudo alquilar una casa mandó buscar a la madre y a la hermana. Nunca más supe de ellos.


Reconozco que para muchos es ésta una historia amarga, de la que soy único responsable, pero es la vida que elegí llevar. Tal vez usted piense que soy un monstruo, un maldito. Sin embargo, no soy una mala persona. Me considero un hombre de bien. El daño que le hice a mi familia no lo pude evitar. Créame. Con Noel viví una maravillosa locura. Fuimos rechazados muchas veces por la gente. Vivimos recluidos. Cambié varias veces de trabajo. Pero nada de eso fue obstáculo que impidiera nuestra dicha. Nos bastaba con estar juntos. Nada más. Así transcurrieron veinte años.


Una mañana despertó y se abrazó a mí. Voy a morir pronto, me dijo, pero no quiero que sufras, yo te estaré esperando y volveremos a estar juntos. Al escuchar sus palabras sentí que se me helaba el corazón. ¿Qué dices? ¿Quieres volverme loco?, le grité. Noel se apartó y comenzó a reír con aquella entrañable risa suya que calmaba mis enojos, mis dudas, mis miedos. ¡Tonto, me dijo, es una broma! Yo no voy a morir nunca. ¡Jamás te dejaré! Seis meses después moría en el hospital víctima de un virus, una enfermedad extraña que los médicos desconocían.
Parecía dormido en la blanca cama del hospital. Tenía su mano entre mis manos, su mano aún tibia, con las uñas recortadas casi rentes.


No lloré, no grité ni maldije. Estaba vacío por dentro. Estaba más muerto que él. Y así sigo. Esperando que la parca venga a buscarme para volver con Noel. Mi Noel. El muchacho desfachatado que entró a mi vida sin permiso y se quedó para siempre. Por quien no me importó perder a mi mujer, mis hijos, mis amigos, mi trabajo. Por quien me vi obligado a comenzar una nueva vida.


Afrontando a la gente. A mis prejuicios. Enfrentando a Dios.

jueves, 5 de mayo de 2011

Amor de hombre







     ¿En qué pensaba Magela, tan llorosa, aquella noche de verano tendida en la cama junto a su marido, mientras lo miraba dormir con la placidez  de un santo?  Cuántas noches de cuantos años habían pasado desde aquella primera,  sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años. Quién era ese  hombre que dormía boca arriba, medio  desnudo,  un brazo doblado sobre el pecho y las piernas ligeramente abiertas  y estiradas. Con  una cara de yo no fui, vistiendo apenas  un calzoncillo de lino azul  tan breve,  que apenas lograba contener al pájaro de la lujuria causante de su desasosiego. Pájaro altanero, engañoso y cruel que,  conociendo su desconsuelo,  trataba de atisbarla, siempre curioso, desde la puerta apenas entreabierta de su escondrijo.
 ¿Quién era ese hombre con quién hizo el amor hasta ayer? Con quién engendró sus hijos  y compartiera su vida, hacía  más de veinte años. A quien amó con vehemencia, cada día y cada minuto de esos años. Y  a  quien estaba dispuesta a arrancar de su vida al enterarse de que ese hombre, que siempre creyó suyo,  la engañaba con otra mujer. Y ella no merecía ese oprobio.
  Lloraba, Magela, en silencio y sin consuelo abrazada a la almohada. 
Al verlo dormir con tanta beatitud  pensó en cuantas veces la habría engañado y ella,  en el limbo, ignorante como una tonta. Se sentía herida. Burlada.  No pudo dominar el ramalazo que  la dominó. Su pecho se llenó de odio.  Lo odiaría por el resto de su vida. Lo arrancaría de su corazón. Ya no existía para ella.
 Volvió la cara llorosa hacia ese hombre que dormía  a su lado semidesnudo. ¡Por Dios! Y que  guapo era. Qué bien se conservaba el desgraciado ¡mal  rayo lo parta! No representaba los años que cargaba encima. Conservaba el vientre plano y el cuerpo recio de cuando era un muchacho. Sólo algunas canas recordaban  los años que llevaba vividos. Pero las canas les sientan a todos los hombres y él no iba a ser la excepción, por cierto.  Sintió el impulso de matarlo. Clavarle  un puñal en el pecho. Pegarle un par de tiros. Ponerle los cuernos con el vecino de la otra cuadra que, según él,  siempre la miraba.
 Había dejado de llorar y seguía pensando en distintos tipos de venganzas con los ojos fijos en el cuerpo de su marido que dormía, ahora, con la boca abierta y despatarrado sobre la sábana de flores celestes. Le agradaba el cuerpo de su marido. Siempre le agradó. Era hermoso y deseable, maldito sea.  Ese cuerpo que besara mil veces, apasionada, de la cabeza a los pies. Ese cuerpo que no tenía misterios para ella. Su pecho fuerte donde adoraba, después del amor,  recostar la cabeza. Sus piernas firmes enredadas en las suyas en las noches de invierno. Sus manos que eran pájaros curiosos recorriéndola entera y su boca, su boca húmeda sobre su piel.
¡Santo Dios! Por qué tenía ella que apartarlo de su vida. Por qué tenía que dejar de amarlo y convertir su amor en odio, si fue él quien la ofendió.
Si ella era inocente de toda inocencia. Si jamás le había faltado ni con  el pensamiento. No era justo No.
Ya esa noche ambos habían tratado el tema. Magela, atando cabos, había llegado a la conclusión de que su marido tenía una amante. Hilando fino, juntando datos aparentemente sin importancia, como llegadas tarde a  la  vuelta del trabajo, desganos u olvidos para el amor, en noches febriles en que ella estuvo impaciente y urgida de él. Pequeños detalles. Simples, tal vez.  Que hubieran pasado desapercibidos en otra mujer que no fuese Magela: cuida estricta de su hogar y conocedora de su compañero hasta en sus pensamientos. Detalles  que la llevaron hacia una realidad no esperada. Eso le sucedió a Magela. Descubrió que su marido tenía una amante  y se lo dijo. Oscar, vos tenés otra mujer, le había dicho esa noche cuando terminaron de cenar.                  
 —¿Qué decís? —le contestó él.  
—Lo que oíste, y no me lo niegues  que lo sé bien.
—¡Estás loca de remate! —trató de cortar él.
Empezaron un ping pong de preguntas sin mucho asidero y respuestas esquivas.  El le juró que no tenía, ni nunca había tenido una  amante. 
—Esta semana vos te acostaste con otra mujer —le insistió Magela.
— Eso no es tener una amante —le contestó Oscar, seguro de lo que decía.
---¿Qué decís?
 —Que no tengo ninguna amante.
—¡Pero te acostaste con otra!
— ¿Y qué tiene eso?
—¿Cómo que tiene? ¡Me engañaste, te burlaste de mí!  
---¡Cómo que me burlé, yo ni me acordé de vos!
---¡Me quiero morir! ¡me quiero morir!
—¡Por favor Magela, no dramatices! vos sos mi mujer, yo te quiero a vos, vos sos la única mujer  que tuve siempre. ¡Lo demás no tiene nada que ver! Son cosas que pasan, que no tienen importancia. ¡Nada que ver! vos sos mi vida. Vos sabés que sos mi vida.
Quiso tomarla por la cintura y besarla como la besaba siempre, pero ella estaba muy enojada, recogió los platos y se fue a la cocina. Y él se fue al dormitorio.
 Ahora Magela lo mira dormir con la inocencia de un ángel bueno,  lo imagina con otra mujer y no puede, no quiere imaginarlo, no quiere.  No sabe qué hacer. Si pedirle que se vaya de la casa e iniciar el divorcio,  irse ella a  pasar mil penurias  con sus hijos, vaya a saber dónde,  o  aceptar que su marido la  siguiera engañando cada dos por tres.
Entrada la madrugada la venció el sueño se cubrió con la sábana de flores celestes mientras su marido, dormido profundamente, roncaba con entusiasmo como roncan los hombres justos,  felices y satisfechos.
A la mañana siguiente Oscar se levantó como siempre para ir al trabajo,  tomó el café de pie en la cocina y antes de irse pasó por el dormitorio y le dijo a Magela: mamá, no te olvides que hoy Charito tiene hora para el dentista y que tenés que pagar el recibo de la luz porque hoy es el último día. Se inclinó le dio un beso en la mejilla y le dijo: me voy que se me hace tarde, chau. Portate bien.
 Para Oscar, la conversación de la noche anterior no había dejado ni rastro. Pero Magela estuvo días y días con la mente aturdida buscando una solución a su problema. Hasta que una tarde llegó de visita  la abuela Ernestina. Mujer cabal, si las hay. De una sensatez y un dominio de las más difíciles situaciones, que pocas personas pueden esgrimir. Magela contó a su madre el momento que estaba viviendo y las posibles situaciones  que estaba procesando a fin de separarse de su marido. Hasta de matarlo habló. Doña Ernestina la escuchó atentamente sin pronunciar palabra. Cuando su hija terminó de contar su peripecia le dijo muy calma: —Si yo hubiese matado a tu padre cuando, como vos, me enteré que me engañaba ustedes serían huérfanos y se hubiesen criado en un orfanato. Y hoy yo no tendría a tu padre a mi lado que fue mi contención, mi compañero, quien sin dejar nunca de trabajar me ayudó a criarlos, a educarlos y mandarlos a estudiar, en años largos  y  difíciles.
Si yo, en lugar de matarlo, me hubiese ido abandonando la casa. Pregunto: dónde hubiese ido con tres niños chicos, sola, sin trabajo y sin dinero. Qué familiar, qué amiga me hubiese ofrecido su casa para mí y mis hijos por tiempo indeterminado. Crees que hubiese sido justa con ustedes al dejarlos sin padre y sin hogar.Yo también, entonces,  pensé muchas cosas. Yo también, como vos ahora, me sentí humillada, dolorida. Y no tuve a nadie que me aconsejara para bien ni para mal. Sin embargo, de lo que hice no me arrepentí nunca. Sabés, Magela, vos ahora no te das cuenta, tal vez pase mucho tiempo para que comprendas que lo que dice tu marido es cierto, lo que hizo no tiene importancia. Entendeme: no tiene para los hombres, la importancia que le damos las mujeres.  No importa lo que oigas por ahí, no importa lo que te digan, vos no podés poner en riesgo tu casa y tu familia. Tus hijos necesitan al padre y a la madre, y vos sabés bien que tu marido es un buen padre. Tu caso no es para una separación. Haceme caso, olvidate y seguí como si  no hubiese sucedido nada.
—Mamá, ¿vos me estás diciendo que lo perdone?
— Sí, si olvidar es perdonar, te digo que lo perdones.
¿En qué pensaba Magela tendida en la cama después de hacer el amor, apoyada la cabeza en el pecho de su esposo,  aquella noche de verano?
Mientras  su esposo dormía con la beatitud de un santo en la paz de un monasterio. Desnudo como Dios lo trajo al mundo. Ángel  de pecado. Con la cabeza ladeada, las piernas  apenas entreabiertas y estiradas, con un brazo a lo largo del cuerpo y el otro rodeando su espalda.
¿Cuántas noches de cuántos años habían pasado desde aquella primera, sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años?
No sabe, Magela, cuantas noches de amor han  pasado ni  cuantas restan por venir, sólo sabe que junto a su hombre, el padre de sus hijos, seguirá compartiendo lo bueno y lo malo que la vida le depare, solamente por amor, el resto que le quede por vivir.

viernes, 29 de abril de 2011

El collar de caracoles


Era enero en Punta del Diablo. Habíamos llegado esa mañana y el tiempo no acompañaba. El cielo estaba nublado y hacia el medio día un  viento fresco encrespó las olas haciéndolas avanzar  sobre la arena erizada. De todos modos en cuanto llegamos salimos a caminar por la orilla de la playa, seguimos hasta más allá de las chalanas de los pescadores y subimos a las gigantescas piedras donde el océano se estrella, elevando olas a más de diez metros de altura. Los cangrejos se escabullían entre las grietas   barridos por el agua. Algunos peces pequeños, arrojados allí por el oleaje, quedaban presos coleteando entre los intersticios hasta quedar exánimes o hasta que otro golpe de la marea los rescatase y los devolviera al mar. El océano comenzó a rugir, ensordecedor. Las olas, al golpear contra la pared de piedra que les hacía oposición, se deshacían en millones de gotas que  caían sobre nosotros con fuerza, como una lluvia granizada de invierno.  Estar allí, de pie, sobre las rocas, impresiona. Asusta. Reconoce uno  lo pequeño que es el ser humano frente a  la fuerza devastadora  del océano. De pronto apareció el sol, las nubes se disiparon y el viento comenzó a calmarse. Andrés dijo que era hora de almorzar de modo que volvimos sobre nuestros pasos,  pasamos junto a las barcas de los pescadores donde algunos de ellos trabajaban con las redes, otros calafateaban o ajustaban  los motores. Las barcas anaranjadas, alineadas sobre la arena, brillaban al sol recién aparecido.
 A fin de llegar a un almacén donde comprábamos comida hecha, a base de pescado, claro está, teníamos que atravesar por una serie de ranchos quinchados, donde los artesanos vendían sus trabajos realizados con caracoles, huesos de tiburón o estrellas de mar. Todos los veranos compraba algo para mí y algo para regalar. Las compras las hacía por lo general en los últimos días antes de volver a casa.
Ese medio día  pasamos por allí. Andrés se había adelantado un poco y  me detuve a curiosear en uno de los puestos. Entre las distintas artesanías que se exhibían, me llamó la atención  un collar  con siete  caracoles. Eran seis caracoles nacarados,  de distintas formas pero de igual tamaño, unidos cada uno con un arito a una cadena de plata. En medio de los seis lucía, engarzado, un caracol negro con reflejos iridiscentes, bellísimo. El collar me encantó. No comenté nada, pero decidí volver por él después del almuerzo para  estrenarlo, esa misma noche,  en una cena especial que teníamos programada con Andrés.
Me fue imposible ir a buscarlo, el tiempo empeoró, refrescó mucho y  a media tarde comenzó a llover. Decidí entonces ir por él al día siguiente. La tarde estaba propicia para quedarnos en la cabaña. Andrés encendió la estufa y salió a comprar una  botella de vino, agregó también un postre de frutas, según dijo, para endulzar  la medianoche. Almorzamos torta de pescado y mejillones a la provenzal. Tendimos una frazada frente a la estufa, mi marido descorchó una botella  y allí nos quedamos el resto de la tarde y toda la noche, borrachos de vino y de amor, festejando nuestros primeros cinco años de casados.
Andrés y yo éramos asiduos visitantes del balneario. Desde antes de casarnos veraneábamos en las playas de Punta del Diablo. Pero ese año lo recuerdo especialmente por aquel collar que me impactó, que quise y no pude estrenar  aquella noche y que cuando, al día siguiente, fui por él, ya no estaba. Lo habían vendido.
Ese collar de caracoles, que deseé tanto y nunca tuve, un día decidió el destino que estuviese presente en mí, hasta el final de mis días.
El vínculo amoroso entre Andrés y yo comenzó cuando éramos estudiantes. Yo abandoné la carrera, él se recibió de arquitecto. Nos casamos no bien recibió el título. Nuestra relación fue estable. Sin notorios altibajos. Andrés demostró siempre ser  un hombre mesurado, tranquilo. Compramos la casa cuando entendió que estábamos en condiciones de comprarla; de adquirir una deuda muy importante que pagamos en diez largos años. Le llevó quince meses buscar la zona y elegir la casa que quería. Y otros quince reformarla. Llevábamos seis años de casados, cuando nació nuestro primer hijo. Porque yo decidí un día no esperar más. A los ocho años de  casados nació el segundo varón y  a los diez años nació Camila. Nuestros amigos eran amigos de muchos años, casi todos matrimonios. Solíamos reunirnos a comer y comentar lo que nos iba sucediendo. Ayudarnos si era necesario. Conocíamos, como propia, la vida de cada uno de  nosotros. Micaela era la esposa de un arquitecto amigo de Andrés. Teníamos la misma edad, pero ella era mucho más bonita. Fue siempre muy confidente conmigo. Tenía un amante, que me dijo se llamaba Atilio. Por años lo tuvo. Se había enamorado de verdad del hombre. Pero él era casado. Ella decía que él la amaba aunque no habló jamás de separarse de su mujer, ni tampoco de abandonarla a ella. Micaela se desahogaba conmigo, me contaba toda la historia de su amor prohibido. Al principio la aconsejaba era una relación que no le servía, le decía. Pero ella estaba enamorada y no aceptaba consejos. Corrieron los años y para mí, la situación de Micaela y sus dos hombres pasó a ser algo normal. Cómo manejó ella la realidad en su casa, no sé. No me lo imagino. De eso no hablábamos. Ni yo le pregunté, más de lo que ella me contaba. Cuando Camila iba a cumplir los quince años, me encontré con Micaela en la casa de una amiga común y aproveché para comentarle del cumpleaños y que tenía la tarjeta para enviarle. Me dijo, en un aparte, que había dejado del todo con Atilio. Que le devolvió unas cosas  que tenía de él, unas tarjetas y un collar que una vez le regaló. ¿Un collar? Le dije. Sí, me contestó, un collar que me trajo  hace años al volver de unas vacaciones. ¡ Me lo habrás visto! añadió. No me acordaba si me contó o si se lo vi  alguna vez. Micaela tenía muchas alhajas que cambiaba constantemente. No recordaba ese collar. En fin, eso pasó; yo le dije que me alegraba de su decisión. Que había hecho bien. Que ella no tenía por qué ser la segunda de nadie.  Le recordé que la esperaba a ella y a su marido para los quince de Camila.
Esos días previos a la fiesta anduve muy  complicada. Con la casa revuelta. Deseando que pasara el cumpleaños de una vez para poder descansar.
El mismo día de la fiesta buscando en casa una engrapadora, entré al estudio de Andrés. Revolví los cajones del escritorio y los estantes de la biblioteca, buscándola. Sé que tiene una engrapadora. La he visto más de una vez. Abrí la puerta de un mueble donde guarda planos y proyectos y, semioculto, al fondo de un estante,  encontré un estuche azul, que arriba decía: Punta del Diablo. Nunca lo había visto. Hacía pocos días había estado ordenando los estantes y allí no estaba. Lo abrí por curiosidad. Sin siquiera imaginarme lo que podría encontrar.
 Encontré un puñal que me desgarró el pecho, encontré una cruz, un salto al vacío: encontré el collar de los siete caracoles que un verano, de amor y vino, deseé tanto y nunca tuve.

jueves, 7 de abril de 2011

Edelmira dos santos



    Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena clara, nacida por la frontera, criada en Melo y venida  a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un ranchito a dos aguas forrado de madera junto a unos álamos, al final de una calle cortada.
    Tenía una gata amarilla y un perro zanguango medio blancuzco, que pasaba durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba, maldecía en portugués.
    Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre desde su viudez andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín, ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
    Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino:
—Esta casa está precisando una mujer.
—Y quedate, le dijo don Gabino.
—¿Cómo es eso? le contestó ella.
—Y, podés elegir — le dijo él—, te quedás con cama en la pieza del fondo y te doy cien pesos por mes y la comida, o te quedás en mi cama y te doy mi jubilación.
    La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito puso una sábana limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó de una palmada al perro, cerró el ranchito, y entró en la casa de don Gabino por la puerta principal.
   Don Gabino tomaba mate en la cocina la vio entrar, ir a su dormitorio y sobre la cama matrimonial dejar su atadito de ropa. Cuando volvió a la cocina él le ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:
—Cebalo vos.
—No señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
    Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don Gabino y  Edelmira. Ellos no soltaban prenda. Así que sólo se hacían conjeturas.
—¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No le veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe estar con cama. Y por esas quedó.
   Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como para los cigarros y para tener en el bolsillo por cualquier eventualidad, porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡es inaudito! peor que andar desnudo. ¡Peor!
   Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias, calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.
    Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones planchados. A cuidar el jardincito y limpiar las jaulas de los pájaros. Una tarde Edelmira le compró en la tiendita del barrio, una camiseta y unos calzoncillos largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y afelpados. Don Gabino le dijo que ni soñara ella que él se iba a poner esa ropa de viejo. Que iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía muy bien que él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato.
   Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería abrigado y sano y no de slip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío. Don Gabino se puso los calzoncillos largos.
 Una tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo así te comprás ropa y zapatos.
—¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
   Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos días.
Ella iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡tenía uña, sí!
   Esa noche Edelmira estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris. Para el segundo invierno que pasaron juntos don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que lo mantuvo en cama como un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera.
    Mientras se recuperaba el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos daba por seguro que no tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto  estuvo en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a fin de contraer matrimonio con Edelmira.
   Nadie en el barrio supo del casamiento. Sólo al final, y por casualidad, se enteraron que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a vivir diez años juntos. Faltando unos meses don Gabino se enfermó. Después de una intervención quirúrgica muy importante, vivió sólo un par de meses. Murió tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira que comenzó a llorarlo mucho antes de su partida.
Don Gabino conocía bien el paño.
    La misma noche del entierro llegaron los sobrinos con un camión. A cargar todo lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar que  iba a quedase  dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta, así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
   Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró hasta que arrancaron. Primera vez.

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