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viernes, 23 de septiembre de 2011

Andando





 Conocí a don Justino Andrade cuando él bordeaba sus floridos ochenta años y yo fatigaba mis treinta, enredada entre los turnos de un marido tachero y el infierno de tres hijos varones. 
Frente a mi casa había entonces una pensión: La Dorotea, chica, modesta. La dueña era doña Amparo, una española viuda y sin hijos. Mujer de mucho temple, gran cocinera, quien con la ayuda de una empleada mantenía la pensión como un jaspe. Y allí llegó un día don Justino. Un día de invierno frío y seco. 
Lo vi en una de mis corridas al almacén entre el desayuno y el almuerzo. Lo recuerdo entrando a La Dorotea. Vestía un gastado sobretodo gris, sombrero negro y un poncho blanco y celeste terciado al hombro. Como único equipaje traía una pequeña valija. Lo vi y lo olvidé en el acto. 
Un día, sin embargo, comencé a fijarme en él. Pese a lo crudo del invierno solía sentarse mañana y tarde en la vereda de su pensión, armando sin apuro su cigarro y con el amargo siempre ensillado. Puse atención en él, pues vi que siempre me observaba en mis idas y venidas. Una mañana cruzó. 
—Buen día doña. 
 —Buen día. 
—No se mate tanto m’hija. Vive la vida disparando pues. Pare un poco. ¿Pa’ qué corre tanto? 
Yo barría la vereda. Detuve la escoba para contestarle lo que me pareció un atrevimiento, y me encontré con su mirada sincera, su mano callosa sosteniendo el mate y le contesté: 
—Qué más remedio don. Si no corro no me da el tiempo. 
—¿Y pa’que quiere que el tiempo le dé? Lo que no se hace hoy se hará mañana. 
Desde ese día fuimos amigos. Me gustaba llamarlo después de almorzar. Nos quedábamos en la cocina, él traía el amargo, yo tomaba un café y conversábamos. Se sentaba junto a la ventana apoyado en la mesa. Miraba hacia afuera fumando lento y me contaba historias. 
Había nacido en una estancia de Santa Bernardina a fines del siglo diecinueve. Hijo de la cocinera, nunca supo si su padre fue el estanciero o el capataz. No se lo dijeron y él no preguntó. Apenas cumplidos los catorce años se unió a una tropa de insurgentes. Vivió a campo y cielo. Peleando en guerrillas internas. Fue herido de sable en el combate de Illescas, durante la guerra civil de 1904. Fue su última patriada. Enfermo y debilitado, consumido por alta fiebre, acompañó a su General hasta el arroyo Cordobés cuando éste se dirigía hacia Melo.
 No volvió a guerrear. Se estableció en La Amarilla hasta restablecer su quebrantada salud. Allí vivió cerca de la casa que en los tiempos heroicos habitara Doña Cayetana María Leguizamón, una paraguaya apodada La Guaireña, que según se dice fue amante de Rivera. 
Me contó del dolor que lo aguijoneó cuando en enero del 21 vio pasar por Durazno, rumbo a Montevideo, el tren expreso que transportaba desde Rivera los restos de su General. Don Justino me contó su vida con simpleza. Como un cuento. Me dijo que nunca se casó, pero que creía tener tres o cuatro hijos por ahí. Hurgando en sus recuerdos me confesó que sólo una vez, se había enamorado de verdad. Pero que había mirado muy alto. Ella era la esposa de un hacendado. Una muchacha joven y muy bonita casada con un portugués viudo y con hijos. 
Una primavera antes de terminar la zafra, ensilló su tordillo y se fue. Le faltaron agallas para pelearla y llevársela con él. No se arrepintió. No hubiese soportado vivir preso de una mujer. Él necesitaba el aire, el viento en la cara, el sol por los caminos, y el andar de pago en pago llevando la luna de compañera. No fue hombre de quedarse en ninguna parte. Fue domador y guitarrero. Anduvo esquilando por el Norte del país, solo o en comparsas. Diestro con la taba y muy enamorado. Andariego. Por eso no tenía historia propia. Ni familia. Ni amigos. Sólo anécdotas, historias de otros. Recuerdos. Y su visión de la vida, su filosofía aprendida de tanto andar y de tanto vivir. 
Casi iletrado, de espíritu rebelde, reaccionando siempre ante la injusticia social, fue don Justino un soñador de ideas avanzadas que muchos siguen soñando. En aquellas tardes de café y amargo descubrí en don Justino a un hombre íntegro, sincero hasta la exageración, simple y sabio. Aprendí de él a darle otro ritmo a mi vida. A tomarme mi tiempo. A creer en mí. Y a saber que yo puedo. 
Se hizo amigo de mi esposo con quien compartía amargos y truco. Mis hijos lo aceptaron como de la familia, pero él nunca se entregó. Pese a que nosotros le brindamos toda nuestra amistad y cariño, don Justino conservó siempre cierta distancia. 
Y los años se fueron sucediendo entre problemas, tristezas y alegrías. Había pasado largamente los ochenta y pico cuando un invierno se despidió de mí; varias veces me comentó el deseo de terminar sus días en sus pagos del Durazno. Deseché la idea de convencerlo de lo contrario. De todos modos, no me hubiese hecho caso. Y una tarde cruzó por última vez. No se despidió de nadie. Sólo doña Amparo lo acompañó hasta la puerta de la pensión. 
Sentados en mi cocina y teniendo tanto de qué hablar, compartimos los últimos amargos en silencio. La tarde empezó a escaparse por las rendijas. Él armó lentamente su cigarro, lo aspiró despacio. Por entre el humo miré su rostro cansado. Apretó mi mano con fuerza. Yo lo abracé y lo besé por primera y última vez. Como a mi padre, como a un amigo. Se fue con su sobretodo gris y su poncho blanco y celeste. Me dejó el regalo de haberlo conocido. Supimos que murió en el tren antes de llegar a su pueblo. Murió como vivió: andando.

viernes, 2 de septiembre de 2011

La última carta




—Vos no te podes ir así como si no pasara nada.

—Y si no pasa nada.

—Cómo que no pasa nada. Me estás dejando.

—No te estoy dejando. Nos estamos separando de común acuerdo.

—De común acuerdo no. Vos me dejás para irte con otra.

—No empecemos otra vez, Carina. Hace mucho tiempo que sabías que yo me iba a ir. Lo hablamos más de una vez. Y llegamos a un acuerdo.

—Vos lo hablaste. Vos dijiste que te querías separar. Yo nunca hablé de separarnos.

—No importa quién lo dijo. Lo hablamos o no lo hablamos más de una vez.

—Lo hablamos, sí. Porque vos te calentaste con esa puta que habrás conocido por ahí y yo, como una idiota pensé que se te iba a pasar. Y ahora resulta que querés irte a vivir con ella y dejarme a mí que soy tu mujer.

—No hables así. Esa no es tu manera de hablar.

—Yo hablo como se me da la gana. Qué joder. Me metiste los cuernos, te vas con otra y querés que yo cuide mi lenguaje. Sos un hijo de puta.

—Nosotros llegamos a un acuerdo. O ya te olvidaste.

—No llegamos a nada.

—Llegamos, sí. Quedamos en que vos te quedás con la casa y yo te paso una pensión hasta que consigas un trabajo.

—Yo no quiero trabajar.

—Bueno, qué sé yo, no trabajes si no querés.

—Y de qué voy a vivir si no trabajo, me querés decir.

—No sé Carina, no sé. Yo me llevo sólo mi ropa. Los papeles de la casa están en la notaría. Cualquier problema que tengas hablá con el abogado.

—Que se vaya a la mierda el abogado.

—Escuchame Carina, no quiero que te quedes mal. Vos sabés bien que el amor entre nosotros se perdió hace mucho tiempo. Que vivimos peleando. No era vida lo nuestro.

—Claro, entonces encontraste a esa desgraciada que es mejor que yo.

—No es mejor ni peor que vos. No quiero tocar ese tema. Ella no tiene nada que ver.

—¿Que no tiene nada qué ver? Deshizo mi matrimonio y no tiene nada qué ver.

—No exageres. Vos sabés que nuestro matrimonio se deshizo hace mucho tiempo.

—No me vengas ahora con que encontraste por ahí lo que no tenías en casa.

—Pensá lo que quieras, estoy cansado, no quiero discutir más. Me voy que se hace tarde y no quiero perder el barco. Acá te dejo las llaves.

—Qué hacés. Pará un poco. Estamos hablando, no.

—Ya hablamos todo lo que teníamos que hablar.

—Cerrá esa puerta. Vos no te podés ir. Cerrala, te digo.

—Y ahora qué pasa.

—Que vos no te podés ir porque estoy embarazada. Estoy esperando un hijo tuyo.

—Eso no es cierto. Me lo decís para que no me vaya.

—Es cierto. Y si no te quedás te juro que jamás vas a conocer a tu hijo. Desaparezco con él y nunca lo vas a encontrar.

—Es mentira.

—Es verdad.

—Es mentira. No puede ser verdad.

—Bueno, si te parece que es mentira…andate.

—¿…?

—Entrá, hacé el favor. Cerrá la puerta…dame esa valija. Afuera está refrescando.

II

El hotel se encontraba en la Avenida 9 de Julio y Corrientes. Aquella tarde del 10 de julio de 1963
era una tarde fría y tormentosa. Una densa neblina le daba a la ciudad un aspecto borroso. Delia llegó pasada la media tarde. Vestía gabardina, llevaba botas largas y un bolso grande de mano. El cabello largo y oscuro le daba a su rostro un marco perfecto. La joven venía a encontrarse con el hombre que amaba. Tenía una gran noticia que comunicarle y el mal tiempo no sería el obstáculo que les impidiera festejar con alegría.

Como siempre, había reservado la habitación 402. No bien hubo retirado su llave se dirigió al ascensor acompañada del botones. Aquel cuarto del hotel, pequeño e impersonal, ya era parte de su vida. Hacía tres años que cada quince días se encontraba allí con Joaquín. Pero ésta sería la última vez. Se acercó al amplio ventanal desde donde se podía observar el Obelisco, en el centro de la avenida más ancha del mundo.

Siempre le agradó contemplar la vasta avenida y ese bullir de autos y gente en la gran ciudad. Dejó el bolso sobre la cama y antes de que oscureciera salió a hacer unas compras. Su compañero se embarcaría en Montevideo en el vapor de la carrera “Ciudad de Asunción”, aproximadamente a las diez de la noche, para llegar al puerto bonaerense alrededor de las siete de la mañana. Ella estaría de regreso en un par de horas, se ducharía, se cambiaría de ropa y bajaría a cenar. Dormiría sola por última vez y en la mañana desayunarían juntos.

Delia era maestra, nacida en la provincia de Córdoba, había llegado a la ciudad de Buenos Aires para trabajar en una escuela de la capital. Con Joaquín se conocieron en una reunión de amigos y no les costó nada enamorarse. El joven era uruguayo, viajante de un laboratorio con sede en Argentina, vivía en Uruguay y estaba casado. Hecho que no trató de ocultar pese a lo cual le declaró su amor en varias oportunidades, bajo la promesa de que un día se separaría de su esposa para casarse con ella.

Y ese momento había llegado. Volvió cargada de bolsos. Decidió no bajar al comedor; pidió un cortado y una medialuna y antes de las diez de la noche estaba en la cama. Sobre la mesa de luz de Joaquín había dejado con mucha ternura un babero y un par de zapatitos de bebé. Al día siguiente, como ya lo habían acordado, se irían a vivir al sur. Ella había conseguido empleo en una escuela y él seguiría como viajante, en el mismo laboratorio. De todos modos, esa noche se sentía inquieta, deseaba dormirse pero el sueño se escabullía y no lograba atraparlo. Pensó en Joaquín que a esa hora estaría embarcando.

Para él no sería sencillo dejar a su esposa para venirse con ella. Las separaciones son siempre difíciles. Al fin se durmió con un sueño exaltado. A la mañana siguiente se despertó sobre las ocho, Joaquín estaría próximo a llegar. Bajó al comedor donde sólo un par de mesas estaban ocupadas. Le extrañó que hubiese tan poca gente para el desayuno.

El aroma del café y las medialunas recién horneadas despertaron su apetito y decidió comenzar a desayunar mientras esperaba el arribo de Joaquín. Pronto se hicieron las diez de la mañana. Inquieta volvió a la habitación y trató de entretenerse ordenando las compras que había hecho el día anterior. No intentaba especular, pero su preocupación a cada segundo iba en aumento. Qué pudo haber pasado, se habría arrepentido, habría perdido el barco. No, él era muy meticuloso, si algo hubiese sucedido se lo habría comunicado al hotel. Decidió bajar a la recepción para averiguar si había algún mensaje para ella.

Al bajar del ascensor observó que varias personas se encontraban reunidas en el hall comentando algo con mucha seriedad. Se acercó al mostrador donde el encargado leía los títulos de los diarios mientras hablaba por teléfono. Al ver que se acercaba, el empleado le alcanzó un ejemplar. Delia tomó el periódico en sus manos y leyó, aterrada, los titulares:

Terrible tragedia en el Río de la Plata. Esta madrugada el vapor de la carrera “Ciudad de Asunción” que cumplía la travesía Montevideo – Buenos Aires, debido a la niebla reinante, chocó con el casco del carguero griego Marionga Cairis, semihundido en las aguas del Río de la Plata, a 77 Km. de la entrada al Puerto de Buenos Aires. El buque se hundió en veinticinco minutos con gran pérdida de vidas.

Nunca recordó lo sucedido en las horas siguientes. Sólo que despertó en la habitación 402. En el hotel, después de mucho insistir, lograron comunicarse con Montevideo desde donde recibieron una concisa información:

Sí, Joaquín Salvo Ramírez estaba en la lista de pasajeros. Lamentamos informar que no se encuentra entre los sobrevivientes.

Delia permaneció unos días en el hotel. Dudó entre quedarse en Buenos Aires o volverse a Córdoba. Luego, como un homenaje a Joaquín, tal como lo habían decidido cuando proyectaban juntos el futuro, se fue al sur. Allí, ocho meses después, nació su hija. Nunca volvió a Buenos Aires.

III

Las ciudades son como su gente. O tal vez, la gente se mimetiza con su ciudad. Y Montevideo es una ciudad cálida, amigable, abierta al cielo y rodeada de mar. Pasear por su rambla no tiene precio. Visitar sus barrios de calles arboladas. Los parques y plazas. Las playas. Todo ahí, al paso.

La gente es sencilla, vive sin apuro, siempre tiene tiempo para escuchar a un amigo, para tender una mano.

Viví a 1.500 Ks. de Montevideo y siempre supe que un día vendría a conocer la ciudad. Se lo prometí a mi madre que me hablaba mucho de Uruguay. Mi padre era uruguayo y ella nunca lo olvidó.

Me llamo María Belén. Nací en 1964 en Rawson, capital de Chubut, en la Patagonia. Llegué a Uruguay para quedarme hace más de veinte años. A esta tierra me atan raíces profundas y una historia de desencuentros, de equívocos y de muerte.

Mi madre falleció en el invierno de 1980. Me contó que mi padre fue un joven uruguayo llamado Joaquín Salvo Ramírez, desaparecido en el naufragio del ”Ciudad de Asunción”, en el Río de la Plata, el 11 de julio de 1963. Soy maestra de niños con capacidades distintas. Cuando quedé sola acepté la ayudantía para una escuela de niños ciegos en Montevideo. Me despedí de Rawson con mucha pena, sin saber si alguna vez volvería a recorrer sus calles.

Cuando desembarqué en el Aeropuerto de Carrasco, sentí el abrazo de la ciudad y supe que aquí encontraría mi nuevo hogar. En la escuela me recibieron con mucho cariño y logré adaptarme de inmediato. Pasado el tiempo me enamoré de un compañero y al año me casé. Tengo dos hijos, una casa muy linda cerca de la escuela y a una cuadra de la playa. No podía, en este país, encontrar más felicidad.

Un diciembre, antes de Navidad, me pidió la Directora de la escuela, que fuese a retirar un cheque que todos los años nos donaba un laboratorio muy prestigioso. Una vez allí me derivaron al primer piso, donde se encontraba la gerencia, pues el Gerente de la firma era quien me entregaría el cheque.

Mientras subía la escalera sentí a mi lado, la presencia de mi madre que me acompañaba. Me detuve a la entrada de la oficina. Ante mi sorpresa, sobre una chapa dorada, en letras de molde, alcancé a leer:

Sr. JOAQUÍN SALVO RAMÍREZ - GERENTE

















































































































































jueves, 25 de agosto de 2011

Volver a Salto





           Tenía veinte años cuando, por primera vez, llegué a Montevideo desde la ciudad  de Salto. Entonces vivía con mis padres y mis hermanos, en una casa junto al río Uruguay,  cerca del puerto desde donde salen y llegan, durante todo el día, las lanchas que cruzan el río hasta y desde Concordia, la hermana ciudad entrerriana. Aún guardo en mi memoria la visión de los últimos rayos del sol, al caer detrás de los árboles en la costa argentina; las vacaciones de verano a caballo con mi padre de recorrida por los campos salteños; las mañanitas en el río de pesca con mis hermanos, con el agua hasta las rodillas que corría mansa sobre las piedras. El perfume de los naranjales en flor.
         Pero la infancia es breve como el viento de verano. A los dieciséis años empecé a trabajar, en las Termas del Daymán,  en una casa de comidas ligeras que dos muchachos montevideanos habían  instalado allí, un par de años antes. Era un trabajo agradable, dinámico. Atendíamos a turistas que llegaban desde  los distintos departamentos de Uruguay y también de Argentina y Brasil. Como la distancia de las termas hasta mi casa  era de unos cuantos kilómetros, el recorrido diario  lo hacía  en un ómnibus de línea. Un verano, ya había cumplido los dieciocho años, conocí a  Diana. Una chica argentina que vivía en Concordia con sus padres y un hermano menor que,  según supe después, hacía varios años  pasaba, con su familia, las vacaciones en Daymán.  En realidad,  no  recordaba haberla visto antes y puedo decir que recién ese verano puse atención en ella. Me sentí atraído en cuanto la vi y comenzamos a vernos. Como  estaba limitado al área donde funcionaba mi trabajo era ella quien se acercaba  a comprar algo y se quedaba a conversar conmigo. Una tarde vino y me dejó un papelito doblado en cuatro, con un número de teléfono. Me dijo que se iban al día siguiente, que  podía llamarla  pero que lo hiciera solamente de mañana que era cuando ella estaba.
En aquel tiempo trabajaba cinco días y descansaba el sexto. Esa misma semana, el primer día de descanso, la llamé por teléfono de mañana, como me advirtió y de tarde fui a verla. A las tres de la tarde bajé de la lancha en el puerto de  Concordia. Subí  corriendo las escaleras con temor de no encontrarla. Pero estaba allí, junto al barandal de hierro. Llevaba puesta una falda gitana y una blusa con puntillas. El viento jugaba con su pelo y la despeinaba. Al verme sonrió y comenzó  a caminar hacia mí. Creo que esa tarde comencé a amarla. Nos  fuimos juntos a caminar por la costanera. A partir de ese encuentro nos vimos cada cinco días durante un año. Estábamos juntos un par de horas. Algunas veces íbamos al cine. Si hacía frío o  llovía entrábamos en algún bar a tomar algo. No sé donde vivía. Nunca conocí su casa. Nunca me invitó.
Yo tenía las mejores intenciones y deseaba, de una vez por todas, hablar  con los padres  para formalizar nuestra relación y no tener que  seguir viéndonos  por la calle como si  tuviésemos que escondernos de alguien. Sin embargo, ella siempre me decía que esperara un poco que en la casa, por el momento, no le permitían tener novio.  No obstante me prometió hablar con sus padres para que me recibieran. Encuentro que no llegó a cristalizar. Si bien es cierto que yo estaba muy enamorado, y ella decía sentir lo mismo por mí, tuvo la habilidad de mantenerme  alejado de los suyos.
La familia de Diana tenía por costumbre llegar a las termas en el mes de febrero. A mediados de enero le pregunté en qué fecha tenían pensado cruzar para hacer las reservaciones. Me contestó que todavía no lo habían decidido. A la semana siguiente,  cuando fui a verla, no la encontré. La esperé más de una hora y no vino. Me volví extrañado. Durante el año que estuvimos viéndonos nunca había faltado. Cuando yo llegaba al puertito de Concordia, ella siempre estaba esperándome. Cuatro días después, en las termas,  vi llegar a sus padres con el hermano. Diana no venía con ellos. Me llamó la atención, de manera que en cuanto pude me acerqué al hermano y le pregunté por ella.  No vino —me dijo—, Diana no vino porque se casó. Creí que había oído mal. Por qué no vino —insistí. Porque se casó —me repitió—,  y  se fueron por quince días a Buenos Aires. El muchacho no me dio más corte y se tiró en la piscina. Lo que sentí en ese momento no es fácil de explicarlo. No podía ser cierto. Tenía que ser un error. Tal vez una broma del hermano. Pero, por qué. No había motivo para una broma así. Pensé que debía aclarar cuanto antes la situación por lo tanto busqué a los padres, que se encontraban junto a una de las piscinas. Me acerqué, los saludé y les pregunté por los hijos. Nito anda por ahí —me dijo la mamá—, y Diana se casó el sábado. No creo que venga más con nosotros. Al escuchar a la madre me invadió un tremendo desconcierto. Hubiese querido desaparecer. Me sentí estafado. Burlado. No podía reaccionar y por un momento no supe qué hacer. Mi cabeza era una olla donde hervían mil preguntas. Preguntas  que no tenía a quién hacérselas. Preguntas sin respuestas. Respuestas que nadie me dio.
Por un tiempo seguí yendo a Concordia los días de mi descanso con la esperanza de volver a verla. Recorría la peatonal, entraba en los comercios y bares, buscándola. Nunca la encontré. Concordia es mucho más grande que Salto donde nos conocemos todos. Comenzó a cegarme una mezcla de dolor y de rabia. Se había burlado de mí. Quería matarla. Asesinarla. Durante varios días planee varias muertes distintas: estrangularla con mis propias manos; clavarle un puñal en la espalda; ahogarla en la piscina. Sin embargo tuve que abandonar mis ideas criminales porque yo, debo reconocerlo, nunca pude matar un pollo del gallinero de mi madre, para comerlo al mediodía. Ni jamás acompañé a mi padre, cuando salía al campo, dispuesto a carnear una oveja. Las yerras y las carneadas, nunca fueron mi fuerte. Por lo tanto la venganza por muerte, poco a poco, fui dejándola de lado. No así, mi rabia y mi resentimiento.
  En mi casa sabían que yo tenía una novia en Concordia. Mis amigos también. Cómo decirles a mis padres y a mis amigos que mi novia se había casado con otro. No podía disimular mi bronca y mi humillación. Así que, sin pensarlo dos veces, decidí irme de Salto. Les conté a mis patrones lo que pasaba y les dije que  me iba para Montevideo a buscar trabajo. Ellos me entendieron y me dieron una mano.  Hablaron por teléfono con unos amigos y me consiguieron trabajo en  la plaza de comidas del Shopping Center  Montevideo y la dirección de un hotel familiar de unos parientes de ellos,  en la calle San José, en el Centro de la capital.
Hablé con mis padres y les conté mi decisión de irme a Montevideo.
Mi madre lloró. Mi padre me habló como les hablan los padres a los hijos cuando éstos pierden el primer amor. Que son cosas  que pasan. Que pronto me olvidaría. Que en cuanto menos lo esperara me volvería a enamorar. Que no era necesario que saliera huyendo para Montevideo, como si me hubiesen echado los perros. Mi madre seguía llorando.  Mi  padre dijo entonces que si estaba decidido a bajar a  la capital a probar fortuna, que no era él quien se opondría. Pero que tuviese  presente, que si no me adaptaba a la vida en la capital recordara, que mi casa en Salto siempre estaría esperándome. Mi madre lloró mientras me hizo la valija, mientras  me acompañaron a la terminal y cuando la abracé y la besé antes de subir al ómnibus. Mi padre no me hizo recomendaciones. Me abrazó emocionado y me dejó ir. Llegué de noche a la capital del país, después de viajar seis horas en un ómnibus interdepartamental. Me bajé en la terminal de Tres Cruces, atravesé el salón de pasajeros, salí afuera y en la puerta tomé un taxi. Le di la dirección al taxista y le dije que tomara por 18 de julio.  Así me advirtieron mis amigos que le dijera al hombre del volante. El taxista me preguntó si yo era del interior, le contesté que sí y que era la primera vez que venía a la ciudad. Él tomó Bulevar Artigas, a las dos o tres cuadras se detuvo un momento y  me dijo: ese es el Obelisco, y entró en la Avenida 18 de Julio.
La avenida fue, para mí, un espectáculo grandioso. Me pareció tan amplia, tan iluminada, con tanto tránsito. Llena de comercios, vidrieras y  gente que iba y venía por las veredas. La recorrimos toda. Casi al final, el taxi dio una vuelta y me dejó en la puerta del hotel. Subí con mi mochila al hombro, me dieron la llave de una habitación, dejé la mochila y salí a la calle a presentar mis respetos a la gran Montevideo. Subí hasta 18 de Julio  caminé  un par de cuadras y llegué a la Plaza Independencia. No podía creer lo que tenía ante mí. El Palacio Salvo conocido sólo en postales y alguna vez en televisión se elevaba iluminado hacia mi izquierda. Crucé la calle y me encontré frente al Monumento del General Artigas, detrás el Mausoleo, y al fondo la puerta de la Ciudadela. Estaba cansado del viaje y quería comer algo, sin embargo me senté en un banco de la plaza a observar la gente que pasaba. Y me sentí feliz al entender que yo, era uno de ellos. Que también  pertenecía a la ciudad. Que  desde ese momento era un ciudadano más de la capital. Al volver entré en un bar, pedí pizza y  una cerveza. Después regresé al  hotel. Me tiré en la cama vestido y me dormí  pensando en mi madre y en mi padre. Ellos tenían razón. Yo volvería a ser feliz. Por lo pronto, lo iba a intentar.
Mi  empleo en la pizzería fue bueno. Ya estaba acostumbrado a ese tipo de trabajo y no tuve ningún inconveniente. Enseguida me hice amigo de Santiago, un muchacho que era también del interior, que vivía en una pensión a cinco cuadras del Shopping Center Montevideo,  para donde  me mudé a los seis meses de haber llegado a  la capital. Vivía más cerca y me ahorraba el boleto del ómnibus. Por desgracia, para mí, en esos días Santiago resolvió irse para Nueva York, donde tenía un hermano que lo mandaba llamar. Lo extrañé cuando se fue, aunque ya estaba más baqueano y tenía también otros amigos. De todos modos Santiago me escribía seguido y me mandaba fotos. Había conseguido un buen trabajo y al mes de llegar ya estaba de novio con una muchacha peruana. En las cartas me decía que sacara el pasaporte y fuese arreglando los papeles para viajar que,  en cuanto pudiera, me iba a mandar el pasaje para que me fuera a vivir con ellos.  En mis cartas yo no le decía ni que si ni que no, en realidad,  me sentía  muy bien en Montevideo y no tenía la más mínima intención de viajar a EE.UU. De todos modos, nunca dejamos de escribirnos y contarnos nuestras historias. Y para mí, su ofrecimiento, no dejaba de ser una puerta de entrada al país del norte, por si un día decidía aceptar  la invitación. Así pasó un año largo.
Un día en la pizzería se presentó Diana. Se dirigió directamente a mí.  Me dijo que quería volver conmigo, que la perdonara, que se había equivocado. Que su matrimonio no había resultado. Y varios detalles más. Le dije que no podía hablar, que estaba trabajando. También le dije que no volviera porque  yo no quería saber nada más con ella. Que por favor se fuera y me dejara en paz. Insistió un poco, pero al final se fue. Me quedé pensando en mi propia reacción al verla: yo había amado,  odiado y  olvidado a esa muchacha con la misma intensidad. Recordé que quise morirme cuando me dejó, que pensé en matarla. Sin embargo, lo que murió fue  solamente el amor. Creí que no volvería a verla nunca más. Un par de semanas después, cuando salí  de la pizzería a las dos de la mañana,  me estaba esperando. Había traído un bolso con su ropa y me dijo que venía para quedarse conmigo. Le repetí que no quería seguir con ella, que lo nuestro  pertenecía al pasado: ella estaba casada y  yo la había olvidado. Se abrazó a mí y me besó como solía hacerlo cuando yo  creía que éramos novios y nos amábamos.  Sentí su cuerpo junto al mío y por un momento reviví  la  pasión que un día sentí por ella. Mis brazos rodearon su cintura y la atraje hacia mí. Nos besamos y cuando nos separamos, y la aparté de mí, su marido estaba frente a ella. Supuse que era su marido, pues solo el marido podía haberla seguido y estar, en ese momento, apuntándole con un revólver. El muchacho la miraba fijo. Se notaba sereno. No pronunció una palabra. Ella tampoco habló, creo que ni se asustó. En ese momento pensé que nos mataba a los dos. Pero a mí  ni siquiera me miró. Yo no podía apartar mis ojos de los ojos del hombre cuando sonó  el primer disparo y vi a Diana caer a mis pies. Me incliné para tratar de levantarla, cuando oí el segundo disparo y el cuerpo del muchacho cayó a lo largo junto a ella. Todo pasó en segundos. De todos modos, lo sucedido aquella noche dejó en mí una impresión tan amarga y tan cruda, que mil veces mi mente la siguió reproduciendo  y otras tantas, en sueños, la vuelvo a revivir. La locura, la insania, la tragedia, había estallado a mi lado, involucrándome, pero  sin llegar a rozarme. Por varios días estuve en vueltas con la policía, los testigos, el juzgado y el juez. Otra vez mi vida se complicaba. El dueño de la pizzería me pidió que tomara unas vacaciones para evitar las murmuraciones de la gente y a la policía que entraba y salía del local. Pensé que era tiempo de volver a mudarme. Y le escribí a mi amigo de Nueva York.
Volví a Salto a despedirme de mis padres, de mis hermanos y de algunos familiares y amigos, a quienes les aseguré que no me iba para siempre. Mamá, como cada vez que me veía, lloró cuando llegué y lloró cuando me fui. Mi padre me abrazó al despedirse y me pidió que no dejara nunca de escribirle a mi madre. Me fui  para E.E.U.U. un domingo, a fines de noviembre de 1997,  en un avión de American Airlines con destino:  Montevideo – San Pablo – Nueva York,  en un vuelo que llevó doce horas. En el Aeropuerto Internacional Kennedy me esperaba  Santiago. A los pocos días de llegar al gran país del norte me encontraba de paseo con mi amigo, por el corazón de Nueva York en la isla de Manhattan. Por la Quinta Avenida. Por Brodway. Visitando el Empire State. Ya era parte de aquel mundo extraño, desconocido y sofisticado al cual, con el tiempo, también me adapté.
Comencé a trabajar  con Santiago, en una empresa  de mantenimiento de interiores: mampostería, sanitaria, pinturas, etcétera. Visitaba clientes haciendo  trámites administrativos,  cobros, entregando facturas y demás. El 11 de septiembre de 2001, poco antes de las 9 de la mañana, dejé unos presupuestos en una oficina del  piso 70  de World Trade Center. Una de las Twins Towers (Torres Gemelas) de Nueva York, bajé por uno de los ascensores  y salí por la puerta central. En ese momento, a mis espaldas, un avión chocaba con la torre de la que acababa de salir. Al momento, otro avión impactó en la segunda torre. A un par de cuadras presencié  el derrumbe de ambas. El horror, las nubes de polvo, los gritos de la gente,  los tendré grabados en mi cabeza hasta el día de mi muerte.
Viví  nueve años en EE.UU. con la idea, siempre, de volver un día a mi país. Desde hace unos años  estoy en pareja con Mirna, una joven chilena, en quien volví a encontrar el Amor. Con ella habíamos acordado que nuestros hijos nacerían en Uruguay. Por lo tanto, estos años trabajamos mucho los dos, juntamos un dinero y a mediados de 2006 decidimos el regreso.
Soñaba con  volver a mi país. Volver a Salto. A encontrarme con mis padres, mis hermanos. Volver a mi río y a mis amigos.  Establecerme, criar allí a mis hijos y quedarme para siempre. En un país como el nuestro donde hay paz, donde la gente es amable y solidaria. Donde no nos separan las ideas políticas, raciales ni religiosas. Nos despedimos de los amigos y preparamos las valijas. Nos embarcamos la mañana del 4 de noviembre de 2006 en un vuelo de American  Airlines:  Nueva York – San Pablo – Montevideo. Sabía que al llegar a Uruguay nos encontraríamos, en Montevideo,  con la XVI Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado. No obstante, pese a que  la capital había recibido en esos días, algo más de cinco mil visitantes, la ciudad se encontraba en calma. Al llegar fuimos a la Terminal de Tres Cruces a sacar pasajes para Salto. Siempre estuvimos al tanto de los problemas que existían con los habitantes de Gualeguaychú, por la instalación de las papeleras en Río Negro, pero allí en la terminal nos enteramos que los entrerrianos habían levantado un muro a la entrada del  puente internacional, sobre el río Uruguay. Mientras el ómnibus avanzaba hacia el litoral, la noche de principios de noviembre se cerraba sobre la campiña dormida. Recordé que dos veces la tragedia  me había  rozado sin herirme. ¿Sería  que la tercera me estaba esperando? Decidí no pensar en ello. Me sentía demasiado feliz.  Por lo tanto  me dije: aquí vamos. Aquí nacerán mis hijos, en el Salto oriental, junto al río de los pájaros pintados. Llegamos justo para los festejos, del  8 de noviembre de 2006, por los 250 años del proceso fundacional de la ciudad de Salto. Era un buen  augurio. Nos bajamos en la terminal. Toda mi familia nos estaba esperando. Mi padre me abrazó muy fuerte. Mi madre, como siempre, me besó llorando.






























jueves, 28 de julio de 2011

El Mánchester fobal Clú



    El sol del mediodía achicharraba las calles desiertas del barrio. Adentro de las casas no se podía estar y afuera el calor agobiaba. El cielo lucía limpito sin una nube que presagiara, por lo menos, un poco de viento, una brisa suave, y ni soñar: una lluvia escasa. Los perros andaban de boca abierta, con la lengua colgando hasta el pecho, abombados de tanto calor.


En la cantina del Mánchester Fobal Clú, estaba reunida la comisión directiva.

Alrededor de una mesa, con los pantalones remangados hasta la rodilla, unos de camisilla y otros con los torsos al aire, los directivos se habían hecho presentes ante la urgente convocatoria. Sudorosos, a horcajadas en las sillas, bebiendo sodas, cerveza helada o vino con cubitos, esperaban. No era hora de reunión, se sabía, pero el tema que los convocaba ameritaba la presencia en pleno de la comisión.

Al fin, Pedro Zeballos, que era el secretario, tomó la palabra con unos papeles en la mano: ---Señor presidente, señores de la comisión del Mánchester Fobal Clú... ---¡Dejate de protocolo, Pedro, y andá al grano, querés! Le gritó Martiarena que era el presidente. Zeballos insistió:  ---Los informes a la comisión, reunida para el caso, creo yo que se deben de dar con... —¡Pedro, dejate de macanas y decí de una vez qué mandan decir Los del Puente antes que terminemos derretidos ¡carajo!

Se levantaron voces, algunas roncas de vino, otras alegres de tanta cerveza fría. ---¡Dale, Pedro, decí de una vez qué les pasa a Los del Puente! Zeballos dobló los papeles, los guardó en un bolsillo y dijo: ---Nos invitan a un campeonato en beneficio del vecino que el otro día se le quemó la casilla.

La comisión comenzó a opinar: ---¿Un campeonato con este calor, no se les pudo ocurrir otra cosa? ---¿Y en qué cancha se va a jugar? Zeballos contestó las preguntas de todos: ---El campeonato se haría ahora, porque el vecino no puede esperar hasta el otoño y precisa unas chapas y unos tirantes para empezar a armar una casilla donde meter a su familia. Van a entrar los tres cuadros del barrio y los del otro lado del arroyo. Los partidos se van a jugar en las canchas de todos, así no hay problemas.

— ¿Y quién va a pagar para vernos? —El campeonato es gratis para los vecinos, ellos piensan mangar unas chapas que sobraron en la fábrica de unos arreglos que están haciendo, y unos troncos, al italiano del terraplén que vende leña. —¿Y los conseguirán? — Anduvieron tanteando y parece que sí.

—Todo eso está muy bien dijo don Alejo, el cantinero, apoyado en el mostrador mientras se alisaba los bigotes. Eso de hacer un campeonato me gusta. Los muchachos están muy quietos últimamente. Pero nosotros no podemos entrar. Se oyeron varios reclamos: —Que cómo que no. Que por qué no podían. Que cómo iba a haber un campeonato en el barrio y justo el Mánchester, no iba a entrar. Don Alejo los dejó hablar, se puso a lavar unos vasos y cuando más o menos se callaron dijo: —No podemos entrar porque los muchachos no tienen equipo. Los otros cuadros tienen camisetas pero nosotros no. Y sin equipo no se puede ir a un campeonato. Por eso no más. Martiarena, que había estado escuchando en silencio pidió la palabra: —Lo que dice Alejo es cierto. Los muchachos no tienen camisetas, pero van a tener. Los pantalones que se los consigan ellos y si no tienen zapatos que jueguen de zapatillas. Las camisetas y las medias las ponemos nosotros. Se volvieron a levantar voces: —Con qué plata se van a comprar. De dónde iban a sacar. Si todos sabemos que el clú tocó fondo. Si no hay un mango ni para un asado.

Martiarena volvió a hablar y dijo: —Vamos a hacer una rifa. —Y qué vamos a rifar—, preguntó Antúnez, el tesorero. —Vamos a rifar un lechón para Navidad.

—Y cómo lo vamos a pagar—, preguntaron. —Lo vamos a pagar con los primeros números de la rifa. —Y vamos a vender los números sin tener el chancho—, preguntó Zeballos. —Nadie tiene porqué saber que no lo tenemos. No vamos a andar ofreciendo números con el chancho de tiro.

Don Alejo opinó que no era mala idea. Que había que conseguir buen precio. Habría que consultar con Ferrería —dijo—, el moreno que trabaja en el frigorífico, para ver cuanto puede salir un lechón de unos diez o doce kilos. Alguien de los reunidos opinó: —Caminando son más baratos. —¿Cómo caminando?, en pie, querrás decir —dijo don Alejo. —Bueno, es lo mismo contestó el hombre, yo digo, porque muertos son más caros. —Muertos no. Carneados querrás decir.

—¡Pero, che! ¡Tanta cosa hay que saber pa´comprar un chancho!

—Nosotros —dijo el presidente—, el lechón lo tenemos que comprar ya faenado. Vos, Bebe y vos Juan, hoy van a hablar con Ferrería. Vos, Zeballos, que sos amigo del armenio Antonio, conseguí precio por las camisetas y las medias, y ya encargáselas, porque total se las vamos a comprar a él que siempre nos hace precio. Yo voy a comprar las libretas con los números de la rifa y las traigo prontas. Toto, vos que sos el Director Técnico, citá a los muchachos de apuro, y empezá a moverlos que deben de estar redondos como barricas. Mañana nos reunimos a las ocho de la noche para dar todos los informes. No falten, porque todos se van a llevar libretas para vender. Parece que aflojó un poco el calor. Me voy a almorzar, porque mi mujer hasta que yo no llego no sirve la comida y los gurises deben de estar locos de hambre. Mañana nos vemos, Chau.

Ferrería quedó de conseguir un lechón de doce quilos que, según aseguró, era una manteca. Tenían que avisarle cuando había que traerlo y nada más. Que se lo podían pagar a fin de mes —dijo. Así que el lechón estaba. El precio que dio el armenio por doce camisetas y doce pares de medias era razonable. Si en lugar de doce, compraban veinticuatro camisetas y veinticuatro pares de medias, se las podían pagar en dos veces. —Fenómeno —dijeron los de la comisión directiva.

Al otro día, como prometió, el presidente Martiarena trajo las libretas con los números de la rifa. Avisaron a Los del Puente que entraban al campeonato y se empezaron a preparar. Los números de la rifa se vendieron como agua. El vecino consiguió las chapas y los tirantes y empezó a armar la nueva casilla. Las camisetas quedaron buenísimas, las medias un poco cortas pero en la cancha y corriendo no se notaba. El Antonio, que es un armenio de ley, les hizo y les regaló una bandera del cuadro.

Salieron segundos, porque en la final con El Relámpago del Sur, se agarraron a trompadas, le echaron a los dos back y el diez se lesionó.

El veintitrés de diciembre rifaron el lechón. Lo sacó Fagúndez, un viejo muy callado, que vive solo en la cuadra de la iglesia. Que compró el número de pierna no más, qué iba a hacer él con un lechón. Así que cuando se lo llevaron lo donó a la comisión. Era media tarde, antes de las seis sobre la vereda del clu estaba el chancho sobre una parrilla dorándose sobre las brasas. Ferrería se ofreció como asador. Se instaló con mate y una botellita de caña con pitanga junto al fuego, dispuesto a pasar unas cuantas horas. La comisión puso en la parrilla un par de ganchos de chorizos y unas morcillas para ir picando mientras se cocinaba el bicho. Adentro se formaron cuadros de truco y de conga. A un costado del mostrador, se turnaban las parejas de pool.

A decir verdad, el campeonato fue un éxito para el Mánchester Fobal Clú. Los jugadores reanudaron las actividades, participaron logrando un segundo puesto y se quedaron con las camisetas nuevas y el lechón. La comisión directiva estaba más que satisfecha.

Varias veces en la noche llamaron a Ferrería para que entrase a compartir una copa con ellos. Pero el moreno cuando está de asador no se mueve de junto a la parrilla. Le gusta moverlo, adobarlo, arrimar brazas. Es, dice, el oficio del asador. Recién como a las tres de la mañana entró para avisar que el lechón estaba pronto. Se pusieron a festejar y a brindar y ¡arriba el glorioso Mánchester Fobal Clú! ¡que no ni no! Destaparon botellas y chocaron vasos. Zeballos se apoderó de una asadera y fue en busca del lechón. Pero el lechón no estaba. Alguien —nunca se supo quién—, estuvo esperando hasta las tres de la mañana para que se terminara de asar. Y cuando estuvo pronto se lo llevó. No tenían consuelo. Ferrería casi lloraba de bronca.

Don Alejo, el cantinero, comentó para apaciguar:
 —Estaban ricos los chorizos ¿no? Y si vamos poniendo otro gancho... digo, no sé.

lunes, 25 de julio de 2011

Uruguay Campeón de América






Uruguay 15 veces Campeón de América.


    Uruguay, corazón que late al costado de América del Sur, Campeón Olímpico en Colombes en las Olimpíadas de París en 1924; Campeón Olímpico en Ámsterdam en las Olimpíadas de 1928 en los Países Bajos; Campeón de la primera Copa Mundial de Fútbol realizada en Uruguay en 1930; Campeón en la Copa mundial de Fútbol en 1950 en Brasil; Campeón de La Copa de Campeones del Mundo, organizada por la FIFA en Uruguay en 1980; Campeón de la Copa América 2011, en Argentina.

Uruguay lleva 20 títulos reconocidos por la FIFA y demás Confederaciones, desde la primera Copa de Selecciones de América, jugada en Argentina y ganada por Uruguay en 1916 hasta la de ayer: 24 de julio de 2011, con  la que logra la decimoquinta Copa América.
Uruguay está pintado de celeste. ¡SALÚ A LOS CAMPEONES!!

viernes, 22 de julio de 2011

Garra Charrúa


                                Monumento a los Charrúas -  Uruguay


La "garra charrúa" es un mito nacido en Uruguay, a partir de algunos triunfos en fútbol, que piensa que un país tan pequeño y con tan pocos habitantes, gana o pierde solamente con vergüenza y coraje heredados de los charrúas.
Los charrúas fueron un conjunto de pueblos amerindios que habitaron en los territorios del actual Uruguay, de las actuales provincias argentinas de Entre Ríos, Santa Fe y Corrientes y también en el Estado brasileño de Río Grande del Sur. Las lenguas charrúas son un grupo lingüístico único y separado de otras lenguas indígenas.

 La "garra charrúa".

Con el tiempo la palabra "charrúa" fue adquiriendo para los uruguayos connotaciones de valor, de fuerza, de fiereza, de orgullo guerrero, de victoria bélica trasladada a gesta deportiva, al igual que la palabra araucano para Chile o azteca para México. En el subconciente uruguayo, la tribu indígena alejada de la complejidad y el desarrollo  de otras civilizaciones precolombinas, fueron tomando rasgos míticos.
 La expresión de "garra charúa" comenzó a utilizarse a partir de un campeonato de fútbol  disputado en Lima Perú, en 1935, ganado por Uruguay. El seleccionado celeste que había sido Campeón del Mundo en las Olimpíadas de 1924 y 1928 y en la Primera Copa Mundial de Fútbol en 1930, llegó a Lima con un equipo de veteranos, pero igual venció al resto."  Wikipedia. Enciclopedia libre

O sea que ganó a "garra" (fuerza, coraje). A"garra charrúa". Así se comentaba en las décadas de 1930 y 1940 y se reafirmó en Maracaná, saliendo Campeón en la Copa Mundial de Fútbol  disputada en Brasil en 1950. En 1980 fue campeón del Mundialito, Copa de Oro  de los Campeones del Mundo, torneo oficial organizado por la FIFA. Uruguay lleva conquistadas 19 competiciones oficiales reconocidas por FIFA  y otras Confederaciones.  Y aún hoy, 22 de julio de 2011,  en el mundo futbolero la escuadra uruguaya sigue dando que hablar por su "garra charrúa", ¿será...?

domingo, 17 de julio de 2011

Qué quiere que le diga

   
 Fue a principios de la década del sesenta. Los tranvías, con los rieles aferrados al hormigón, hacía ya tiempo que habían dejado de recorrer las calles montevideanas para dar paso a los modernos trolebuses, de rieles aéreos, que resultaron sólo espejismos en su primera y en su segunda etapa.
  Las grandes tiendas del Centro fueron cerrando  sus puertas al público, mientras sus empleados quedaban sin trabajo, a bien de apostar a las modernas e importadas Galerías que no alcanzaron nunca a colmar las expectativas de los quiméricos empresarios de aquellos días.
   Comenzaron entonces a cerrar los cines, igual que los grandes bares, y el clásico paseo de los sábados al Centro, poco a poco, desapareció. En esa década, a partir de aquel abril de 1959 cuando las inundaciones causadas por treinta días de lluvia continua produjeron una catástrofe nacional y dejaron al país con carreteras cortadas y prolongados cortes de luz, los empleados del comercio obtuvimos algo favorable: dejamos de viajar cuatro veces por día pues se decretó, para ese ramo, el horario continuo. El comercio del Centro comenzó entonces a abrir sus puertas al público de diez de la mañana a seis de la tarde descansando el personal, en tres turnos, una hora al medio día.
   En la calle Río Negro entre 18 de Julio y San José había, en aquel entonces, un bar llamado Támesis. Allí íbamos varias compañeras, en la hora de descanso, a conversar y tomar un cortado largo con una medialuna de jamón y queso. En ese bar muchas de nosotras aprendimos a fumar con los Marlboro y los L & M americanos, extralargos con filtro, que comenzaban a aparecer en todos los quioscos del Centro. En esos días también íbamos a comer la famosa pizza con mozzarela que ofrecía, como una novedad, El Subte, la pizzería de Ejido frente a la Intendencia, que era un local chiquito, sin mesas ni sillas, donde había que comer de pie y de apuro, para dar lugar a que pudiesen entrar otros.
    El Támesis tenía un mostrador largo en el medio del local, desde la puerta de entrada hacia el fondo. La caja estaba adelante y a ambos lados y también hacia el fondo, se alineaban las mesas. Entrando, a la derecha, las mesas estaban separadas del mostrador por un tabique que les daba cierta privacidad. Nosotras íbamos allí y en esa hora ocupábamos todas las mesas. Un medio día, al entrar, una compañera llamada Abril encontró debajo de una mesa un monedero rojo. Era un monedero grande, con boquilla, tipo carterita. Mi compañera lo puso sobre la mesa y lo abrió. Adentro tenía unas monedas sueltas y un pañuelo rojo, de mano, envolviendo una foto. Era una foto vieja en sepia cinco por ocho, una muestra, tal vez, sacada en un estudio. Recuerdo a mi compañera con ella en la mano. Es Gardel, dijo extrañada al mostrarla. Atrás tenía una dedicatoria: “Para mi amiga Juanita con mucho cariño, Carlos Gardel. Montevideo junio de 1933”.
    Yo miré la foto con la cara sonriente de Carlos Gardel, en aquella muy famosa foto de perfil y gacho gris que le sacara, entre muchas otras, el fotógrafo Silva en su estudio de la calle Rondeau. Y no le di importancia pues para mí Gardel, en aquel entonces, era un cantor argentino de tangos que había muerto en un accidente antes de que yo naciera. Y que la gente, no entendía por qué, lo seguía escuchando por la radio como si no estuviese muerto y enterrado. En esa época yo estaba entusiasmada con las canciones de Sandro y Leonardo Fabio y, a pesar de que siempre me gustó el tango, Gardel no estaba entre mis ídolos del momento. Después los años me enseñaron muchas cosas, entre ellas: que Carlos Gardel es inmortal y que es cierto que cada día canta mejor. Pero eso lo aprendí a medida que fueron pasando los años. Aquel mediodía, en el Támesis, nos encontrábamos pendientes del monedero y su contenido cuando entró la dueña a buscarlo.
   La dueña del monedero era una mujer que todas conocíamos de vista. Tal vez alguien que la haya conocido, si lee esta historia, la recuerde. Era una mujer de una edad imprecisa. Alta, delgada. De piel muy blanca y cabello negro. Que tenía la particularidad de vestir siempre de rojo. Toda de rojo. Zapatos, medias, vestido, tapado, guantes, cartera y en la cabeza un pañuelo, que cruzaba adelante y ataba detrás. Solía andar con un bolso rojo haciendo compras. Vivía por ahí cerca. No mendigaba ni hablaba con nadie, pero todo el mundo la conocía. Por años vi a esa mujer andar en la vuelta. Ese mediodía cuando entró y vio a mi compañera con el monedero abierto y la foto en la mano le dijo: ese monedero es mío, se me cayó y no me di cuenta. Abril se apresuró aguardar la foto y alcanzarle el monedero mientras nosotras le explicamos que lo habíamos encontrado en el suelo y lo abrimos para ver de quién era. Ella no nos escuchaba. Miraba atentamente a la chica que lo encontró y que había visto, cuando entró, con la foto en la mano.
Se acercó a ella y le dijo: Qué te pasa. Por qué estás preocupada. Abril se puso nerviosa. Nada, le contestó, a mí no me pasa nada. Estás asustada, de qué tenés miedo, insistió la mujer de rojo. Entonces Abril más tranquila dijo: mi mamá está internada, hace una semana que está en coma. Sí, dijo la mujer, por algo perdí el monedero para que vos lo encontraras. Quedate con esa foto, pedile a Carlitos por tu madre. No te separes de esa foto. Mañana vengo a buscarla.
Cuando se fue todas coincidimos en que aquella mujer estaba loca. Mire que rezarle a Gardel.
   Según Abril, ella no le pidió ni le rezó al Mago. No se sintió motivada. No creyó que Gardel fuera un santo como para pedirle un milagro. De todos modos, no se separó de la foto, la mantuvo en su mano y la miró varias veces. Esa noche pasó con la madre en el Hospital y a la mañana siguiente, como todos los días, fue a trabajar. Ese mediodía regresó la mujer de rojo a buscar la foto. Abril se la devolvió y le dijo que la mamá seguía igual. Que los médicos no daban esperanzas. Ella le contestó: qué saben los médicos. Carlitos es un santo. Ya vas a ver. Esa tarde, casi al cierre, llamaron a Abril del hospital para decirle que la mamá había vuelto del coma y comenzaba a recuperarse. Diez días después, recuperada, dejaba el hospital.
   La señora salió del coma y se recuperó debido a la atención de los médicos, a la medicación o porque no era su hora. Pero para Abril y algunas de mis compañeras fue un milagro de Gardel y sé que hasta el día de hoy le rezan y le piden milagros que, según ellas, él les concede. No había transcurrido un mes cuando un mediodía vino al bar la mujer de rojo a preguntarle a Abril por su madre. Abril le contó la novedad de la feliz recuperación y ella nos contó la historia de la foto de Gardel. Que parece que no sólo es mago. Desde su trágica muerte, hay quienes piensan que el morocho del Abasto pasó a ser santo. Esa foto, nos dijo, perteneció a Juanita Olascoaga, una morena que vivió en su juventud el esplendor del Montevideo de los años veinte. Muy conocida en la noche montevideana. Las dos mujeres se habían conocido casualmente, hacía unos años, y cultivaron una cierta amistad. Tal vez las unió la soledad, o aquel modo de vivir en un mundo propio que ambas habían elegido. Lo cierto fue que la morena le contó parte de su vida que fue, sin duda, muy interesante y entre esos recuerdos como una noche de lluvia de 1933, en que andaba caminando por 18 de julio, tropezó sin querer con Gardel que bajaba de un auto en la puerta de su hotel, protegiéndose bajo un paraguas. La morena trastabilló y Gardel la tomó de un brazo para que no cayera. Entonces ella lo reconoció y le dijo: Carlitos. Y él la invitó a tomar un café en un bar de la calle San José. Juanita esa noche le pidió una foto y él le dio una muestra que se había sacado en esos días en el estudio Silva de la calle Rondeau y se la dedicó. Era octubre de 1933 y Carlos había venido, en esos días, a cantar al teatro 18 de julio. Fue la última vez que vino a Montevideo. Murió trágicamente, a la vuelta de una gira, en junio de1935. Nos contó la señora de rojo que Juanita conservó siempre esa foto  y que en los últimos años le rezaba a Carlitos como si fuera un santo, pidiéndole que la llevara con él de este mundo. También contó que se habían encontrado las dos, hacía unos días, por 18 de julio y la morena se la dio para que la guardara, le dijo, porque no se sentía  bien y no quería que cuando ella faltara esa foto, que era milagrosa, se perdiera.
   Yo sigo pensando que Carlos Gardel fue un súper dotado. Que cantaba como un zorzal y las letras que cantó hace casi cien años, aún hoy están vigentes. Que no hubo ni habrá nadie que lo iguale en su voz y su carisma y que fue, según dicen, argentino, uruguayo o francés, un gran tipo. Acepto que fue un mago. Pero de lengue y gacho gris en un altar de la iglesia…qué quiere que le diga.