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jueves, 29 de marzo de 2012

Mujer con pasado





Que era una mujer con pasado lo supe en el mismo momento que la vi por primera vez. Me lo dijeron sus ojos cuando, al entrar, me miró. Yo conocía ese modo de mirar y sabía que sólo una mujer con pasado mira a un hombre de esa manera: irónica, altanera. Desafiante. Detuvo sus ojos en mí, apenas un segundo. El tiempo exacto de clavarme un aguijón. Después me olvidó. No volvió a mirarme en toda la noche. Me ignoró. A propósito. Con toda intención. De eso también me di cuenta y aunque no tuve oportunidad de acercarme a ella en el correr de la noche, y sé bien que lo advirtió, no la perdí de vista ni un segundo. La vi conversar, reír, brindar. Bailar. Y en un momento dado, casi al final de la fiesta, observé que se retiraba.
Su mesa, que compartía con otros invitados se encontraba cerca de la puerta de entrada la que tenía yo con unos compañeros de oficina, hacia el centro del salón. Se despidió, y sin más, se dirigió a la salida. Antes de llegar a la puerta giró su cabeza y entre un mar de personas que nos separaban, volvió a mirarme. Insinuante. Prometedora. Hice lo que ella esperaba: dejé a mis compañeros,  atravesé el salón esquivando las mesas de los comensales,  los mozos haciendo equilibrio con sus bandejas y algunas parejas que bailaban una música lenta. Cuando al fin logré llegar a la puerta de calle sólo alcancé a ver el taxi que la llevaba, perdiéndose en la diagonal. Me quedé en la vereda con la seguridad de que muy pronto volveríamos a vernos. Dependía de mí. Y de cómo implementara los primeros pasos para dar con ella.
Al principio tuve algunos tropiezos. Un par de conocidos, con quienes inicié mis averiguaciones, me miraron con cierto recelo y dijeron no conocerla o no darse cuenta de quien  era la persona sobre la que yo indagaba. A las mujeres con pasado mucha gente las conoce debido, justamente, a ese pasado. Parecía no ser éste el caso. La mujer de mi empeño no vivía en el barrio de la pareja que esa noche festejaba su boda. No era pariente de ninguno de los dos. En lo que yo alcancé a sondear, nadie la conocía.
En la reunión que menciono me encontraba junto a un grupo de compañeros de trabajo de Matilde: la chica que se casaba. De modo que al no conseguir datos sobre la enigmática desconocida que había logrado moverme el piso, sólo me quedó esperar el regreso de los novios de su luna de miel para preguntarle a Matilde sobre la muchacha a quien tenía intenciones de conocer, desde la mismísima  fiesta del casamiento.
Mientras tanto me imaginé a Anabel, —que así se llamaba— de mil maneras. La imaginé casada. Infiel, por supuesto. La imaginé divorciada. Liberal. La imaginé soltera. Exigente. Por eso soltera. Autoritaria. Con mucha personalidad. Y en todos los casos: buena amante.
A mí no me interesaba en absoluto su estado civil. Yo quería encontrarla. Conocerla. Amarla. Ya la amaba, creo, antes de saber quién era. La hubiese amado igual soltera, casada, con pasado, sin pasado o extraterrestre.
Cuando le pregunté a Matilde por ella me dijo que era la hija de una amiga de su mamá. Dudó un poco antes darme su nombre y su teléfono. Creo que iba a decirme algo más, pero se detuvo y solo afirmó que la conocía desde  niña y que le tenía gran estima.
Esa misma noche la llamé por teléfono. Opinó que había demorado en llamarla. Nos quedamos de ver a la noche siguiente en el bar Facal, de 18 y Yi. No tuve que esperarla. Llegó en punto a la hora prevista. En esa primera cita encontré en ella una mujer inteligente, frontal y desinhibida. Directa en sus expresiones. Puso los puntos sobre las íes y, aclarando antes de la tormenta, me habló de su vida. Y me contó su pasado. Vivía con su madre en un apartamento céntrico y trabajaba como recepcionista en las oficinas de unos abogados. Acababa de cumplir treinta años de edad y hacía dos que había salido de la cárcel luego de haber cumplido siete años de reclusión por homicidio. Yo estaba preparado para escuchar cualquier cosa  sobre el pasado reciente de Anabel, cualquier cosa, digo, menos que había estado presa por matar a una persona.
Me quedé mirándola, tratando de disimular mi asombro al escuchar aquella confesión tan distante de la idea que, sobre su pasado, había estado elaborando mi mente procaz. No por entender que era una criminal, y sentirme impresionado por ello,  sino por la casi decepción que sobre su persona y su pasado me había hecho yo desde que la vi por primera vez.
Tomábamos un café en una de las mesas junto a uno de los ventanales, sobre la avenida. Había mucha gente en el bar. Muchas voces. Música disco de fondo. No era un lugar propicio para la intimidad. Para desnudar el alma ante un desconocido, como yo. Pero Anabel  estaba complacida, le gustaba el lugar, se sentía bien. Pasó un muchacho vendiendo pimpollos de rosas. Ella se distrajo para mirarlas, llamé al florista y le compré un ramo. Con las rosas en las manos quedó un momento impactada. Luego sonrió y terminó de beber su café. Afuera llovía intensamente. Entonces ella, otra vez con las rosas en sus manos, a grandes rasgos, me contó su  historia.
Tenía quince años cuando conoció a Ismael, un poco mayor que ella, con quien llevó durante seis años una relación de pareja. Ella, confiesa, estaba muy enamorada.  Un día se enteró de que el muchacho se casaba con una joven con la que, según le habían dicho, llevaba amores hacía ya algunos años. Ella lloró, se enojó y lo increpó con firmeza. Lo acusó de haberla engañado. Él  negó la acusación con énfasis y juró por lo más sagrado que lo que le habían contado era una vil  calumnia de gente envidiosa y enredadora. Que la amaba como siempre y que en cuanto ganara un poco más en su trabajo se casarían como ya lo tenían resuelto. Anabel aceptó las explicaciones de su enamorado pero el bichito de la duda comenzó a molestarla. Comenzó a prestar oídos a ciertos comentarios que circulaban a media voz y así se enteró del día y la hora en que Ismael se casaba. El despecho y el dolor que la invadió superó al amor que durante tantos años la había unido a Ismael. No volvió a llorar por él. Consiguió un revólver y el día señalado  para la boda esperó paciente en la puerta de la iglesia. Cuando los novios, después de la ceremonia, salieron al atrio ella los enfrentó, apuntó el arma hacia el pecho de la novia y disparó. Se fue sin mirarlo. Nunca más supo de él. A ella la condenaron a nueve años de prisión. Salió antes de terminar la condena.
Una sola cosa le pregunté. Por qué  la mataste a ella y no a él, que fue quien te engañó. Por venganza, dijo. Para vengarme de su falsedad. Quise que sufriera por  culpa mía, como sufrí yo por su culpa.
No supe en ese momento, si agradecerle o no su sinceridad. Creo que hubiese preferido que se sincerara conmigo una vez que nos hubiésemos conocido un poco más. De todos modos,  fue su decisión. Siempre le gustó jugar con las cartas sobre la mesa.
Ante semejante historia quedé un poco apabullado, no pude, por lo tanto, decirle que era casado, ni quise mentirle que era soltero. Eso lo solucioné con el tiempo. Ella, en aquel momento, no preguntó nada sobre mi persona  y yo no intenté hablar de mi vida pasada ni de mi vida presente. No existía nada en mí fuera de la ley, que debiese aclarar. Nunca pensé tampoco que aquella relación, que recién comenzaba, se fuera a convertir un día en algo más que una aventura casual de corta duración.
En aquel momento yo llevaba casi diez años de casado. No teníamos hijos y la relación entre mi esposa y yo, a esa altura, era más de amigos que de amantes. Trabajábamos los dos y teníamos una posición holgada. No habíamos pensado jamás en separarnos. Por eso me sorprendí a mí mismo cuando unos meses después de comenzar a salir con  Anabel, cruzó por mi mente la imagen del divorcio. Un día le comenté que estaba casado. Me dijo que siempre lo había pensado. Que lo nuestro duraría lo que tuviese que durar. Ni un día  más. Ni un día menos. Mientras tanto nos seguiríamos amando. Que al destino no se lo podía forzar, dijo.
Aquel día de nuestra primera cita Anabel  dejó clara su situación. Era en realidad una mujer con pasado,  pero no con el pasado que  yo  imaginé. Sino un pasado oscuro de odio y venganza. Frente a mí no estaba la mujer liviana a quien le gustaban demasiado los hombres, que en un principio creí y que fue lo que convencido me imaginé. Frente a mí estaba una  exconvicta, que había matado a una mujer para vengarse de un hombre. Una mujer con un pasado truculento. Apasionada y vengativa. Una mujer de armas tomar y  gatillar.
Salimos del bar y nos fuimos juntos caminando por la avenida. Ella llevaba las rosas abrazadas contra el pecho. Cuando le pasé mi brazo sobre sus hombros, me miró con la transparencia y la ternura con que miran  los niños.

martes, 6 de marzo de 2012

Hombres


                                                   

     Conocí a Jorge en la boda de una compañera de trabajo. La invitación fue para toda la oficina, de manera que estuvimos todo un  mes preparándonos para el acontecimiento. Por lo que contaba la novia la fiesta prometía ser maravillosa. Y  realmente lo fue. Se realizó en  un salón espléndido con buena música, linda gente  y mucha  alegría.
 En esa época yo estaba viviendo una juventud frenética. Tenía veintitrés años, era hermosa, tenía un buen empleo y muchos amigos.  Recuerdo que la fiesta de esa noche había despertado en mí una gran expectativa.  Para la ocasión me había hecho un vestido largo  de raso negro con un escote más que generoso y un tajo en la falda, sobre la pierna izquierda, más arriba del medio muslo.
Los compañeros de la oficina nos habíamos reunido alrededor de cuatro mesas. Los novios bailaron toda la noche y recorrieron, compartiendo, las mesas de todos los invitados. La noche se estaba yendo y yo lo estaba pasando fantástico. Me sentía admirada y feliz.
Jorge llegó casi al final de la fiesta. Lo vi entrar al salón tan serio y distante que casi desentonaba ante tanta algarabía. Me impactó su presencia. Y quise conocerlo. Entró sin mirar a nadie  y  se sentó con unos conocidos, de espaldas a nuestra mesa. Tenía que obrar con rapidez, si  pretendía que se fijara en mí, pues la noche tenía prisa. Dejé el grupo de  amigos y me acerqué a la puerta por donde acababa de entrar.  Allí me detuve, a  un par de metros de su mesa. Comencé a mirarlo fijamente como si quisiera hipnotizarlo. Y debo de haberlo hecho pues  de pronto dio vuelta la cabeza, me miró un instante y volvió a su conversación. Yo seguí porfiada con mis ojos fijos en su perfil. Él volvió a mirarme, se puso de pie, y me invitó a bailar.
Esa noche hablamos de la fiesta, la noche hermosa. Me preguntó como me llamaba si era amiga de la novia y por dónde vivía. Se quedó conmigo hasta el final de la fiesta.  Me acompañó hasta mi casa, me dio un beso en la mejilla —aunque yo esperaba otro tipo de beso,— y se fue. Al día siguiente, cuando salí de mi empleo, estaba esperándome.
Cruzamos a un barcito a media luz que había frente a la agencia. Mientras tomábamos un café  me dijo que tenía veintiocho años, una inmobiliaria con un socio, y vivía con los padres y un hermano menor. Hablaba pausado, sin dejar de mirarme a los ojos. Aunque parezca extraño su serenidad y su aplomo lograron ponerme nerviosa. Yo le dije que vivía con mis padres, mis abuelos y una hermana mayor. En las semanas  siguientes fue a esperarme varias veces a mi trabajo. Me acompañaba hasta mi casa y se despedía con un beso en la mejilla.
 Empezamos una relación seria. Una noche, en el barcito, me dijo que quería ir a mi casa y conocer a mi familia. También me dijo que quería saber más de mí. Que quisiera conocer a mis padres me dio  cierta tranquilidad sobre lo que él pensaba acerca de nuestra relación. Sin embargo, no dejó de inquietarme  su interés en saber más de mí. ¿Qué querría saber de mí? Tendría acaso que  rendir  un examen aprobatorio. Le interesaría saber que a los cinco años tuve sarampión y varicela. Qué nunca aprendí a andar en bicicleta. Que en la escuela no fui buena alumna y en el liceo tampoco. Qué  prefiero los tallarines a la carne asada,  y  el mate lo tomo dulce.
           Siempre me pareció una lata el hecho de que los hombres en aquellos años, al relacionarse  con una mujer con intenciones de continuidad, comenzaran a indagar sobre su vida pasada. No le preguntaban si habían asesinado a alguien. Si tenía la graciosa  costumbre de robar en los comercios.  O, simplemente, si practicaba  el hobby  de asaltar  a los viejitos cuando iban a cobrar la jubilación.  Esos detalles no llegaban a molestarlos.  Lo que  necesitaban saber, antes de hablar de matrimonio, era si en algún descuido habías perdido la virginidad. Saber con seguridad si con la llegada de ellos a tu vida, por lo menos, ibas a parar de fichar. Debemos reconocer que los hombres de entonces, aunque se enamoraran de mujeres hechas, para presentarla a la madre o llevar al altar   preferían vírgenes. Éstas no necesariamente debían ser santas, conque fuesen vírgenes alcanzaba.
 Y si fuese posible pisando una víbora.
Hoy ya no es así. Hoy el varón entiende que la vida pasada de la mujer que acaba de conocer, le pertenece solamente a ella. En este punto por lo menos, respecto a la mujer, debemos aceptar que el hombre ha evolucionado.
  De todos modos a esas alturas me encontraba profundamente enamorada de Jorge y  no estaba dispuesta a perderlo, nada más ni nada menos, que por una simple declaración de honor. De manera que me jugué y,  a partir del segundo parto de mi madre, le conté mi vida hasta donde le podía contar. Y él me creyó hasta donde prejuzgó que debía creerme. Y punto.
 Desde ese día, dos por tres,  me pregunta si alguna vez lo engañé.  No sé si tiene dudas o si necesita que le reafirme mi lealtad. La verdad es que nunca lo engañé. No porque no haya tenido oportunidad. Si no porque nunca quise arriesgar, por temor a perderlo. Esta aclaración se la debo. Como compensación  siempre le juro que nunca le mentí. Y es cierto, nunca le mentí.
 También es cierto que nunca le cuento todo. Esto, sí,  lo sabe y no le importa. Siempre me ha subestimado. Está convencido de que por el sólo hecho de ser mujer, soy algo tonta. Sé que me ama, pero no me conoce como tendría. No sabe, morirá sin saber, que soy mucho más inteligente que él. Más perspicaz, más intuitiva. Muchos dolores de cabeza se hubiese ahorrado, si más de una vez me hubiera hecho caso.  Pero yo, según él: no sé nada, no entiendo nada.
De todos modos, al cabo de tantos años de convivencia, suele descubrir rasgos de mi personalidad que lo descolocan. Sé que nunca, aunque vivamos mil años juntos, terminará de conocerme. Pero mientras le sea fiel, lo que le pueda ocultar, no le interesa. Debe  pensar que lo que no le cuento no tiene importancia. ¿Qué puede haber de importancia en la vida de “su”  mujer?  Es parte de su machismo. Y es más fuerte que él.
 Me casé a los veinticinco años, muy enamorada, en la iglesia de los Carmelitas en el barrio del Prado. Vestida de novia, para no levantar sospechas, con traje blanco de cola y una mantilla de Valencia que mis abuelos me trajeron de regalo en uno de sus viajes a España. Hicimos una reunión para amigos y familiares en el Club Español y nos fuimos de luna de miel a San Pablo, pero no  me pregunten como es porque nunca volví.

sábado, 21 de enero de 2012

El que primero se olvida


    


María  Eugenia nació en primavera. Cuando los rosales florecían y los árboles en las aceras se llenaban de gorriones.  Nació cuando nadie la esperaba. Su madre ya había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran adolescentes. Y ella llegó una tarde como obsequio del buen  Dios.                                                                                                             
María Eugenia era una mujer de antes. Criada a la antigua. Conocedora de todos los deberes de una mujer nacida para servir. Servir a sus padres, a sus hermanos y si se cuadraba, algún día, servir a su marido  y por ende a sus hijos.  Todos los deberes le habían enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con su vestidito a media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente, con blusas de media manga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su casa. Respetuosa.
 Siempre supo que menstruar era un estigma. Una afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por  haber comido una manzana  del árbol prohibido, en los tiempos del Paraíso Terrenal. Que se debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el mismo pecado los hijos se paren con dolor y para llegar a parirlos, primero  hay que casarse ante Dios y ante los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena de que el marido la repudie y quede,  por ello, sola y cubierta de vergüenza para el resto de su vida.
Todo eso le habían enseñado. Todo eso sabía María Eugenia, y más. Sabía que jamás una mujer decente debe gozar el acto sexual. Del gozo si lo hubiese, sólo tiene derecho el hombre. Que el marido no tiene por qué verla sin ropas, pues sólo se desnudan para hacer el amor las mujeres de vida fácil. Y sabía también que perder la virginidad la noche de bodas  era algo terrible de lo que por desgracia, no se podía evitar.
 De todo estaba enterada así que cuando a los dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó  casarse con él, aunque no le pareció mal, desde que la decisión le fue comunicada el  terror hizo presa de su pobre alma.
 El futuro pretendiente de María Eugenia se llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo de un matrimonio chacarero amigo de la familia, trabajaba la tierra con su padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron.  Si se gustaron o no, no tenía la mayor importancia. El matrimonio ya estaba decretado así que se fijó la fecha  para el mes siguiente. Él le servía a ella y ella  le servía a él.
 La madre del novio opinó que los recién casados deberían  vivir con ellos en la chacra, pues había mucho lugar, el joven trabajaba allí mismo y ella —la futura suegra—, prefería tener en su  casa una chica tan bien criada, antes que a la esposa de otro de sus hijos que también estaba para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada desde la mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba pantalones como un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había trabajado mucho en la vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo de la casa. De modo que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros, para tenerla cerca, por si alguna vez la necesitaban.
 Los jóvenes se casaron al fin, en una boda sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia con su vestido blanco, mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que Germán le llevó y que él mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado de apuro para la ceremonia y camisa blanca con cuello palomita.  Celebrada la boda, después de una pequeña reunión con familiares y amigos, los novios se fueron para la chacra manejando el muchacho el mismo camión en que llevaba los pollos al mercado.
La nueva señora, sola en su dormitorio, cambió su vestido de novia por un camisón de manga larga y  cuello con festón; se acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuesta a soportar lo que viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y, aunque no sabía muy bien por donde empezar, se portó como todo un hombre. Esa noche perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que él le hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios apretados y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al  comprobar que no era tan  bravo el león como se lo habían pintado. 
A la mañana siguiente se levantaron al alba. Ella nerviosa a preparar el desayuno para todos. Él, contento como perro con dos colas, bebió su café sin dejar de mirarla, limpió las jaulas de los cardenales de la patria, y se fue al campo seguido de su perro, pisando fuerte y sacando pecho.
María Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer día. Estaba acostumbrada al trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido nunca le ocultó el haberse enamorado desde que la vio por primera vez, ella luchaba por desatar el nudo que se le había armado en el pecho entre el placer, los prejuicios y el amor. Y en esa ambigüedad de sentimientos se fueron sucediendo los días, el tiempo fue pasando, y aunque ambos los anhelaban los hijos no venían. Un día la mamá de María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara.. La joven  juntó un poco de ropa, dejó la chacra y volvió a su casa para cuidar a su madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego. Iba a verla como cuando era novios y conversaban mientras ella cocinaba.
Al tiempo y cansado de la situación el muchacho decidió, por su cuenta, buscar en  el pueblo una casa para alquilar. Encontró una  a su gusto. Con un dormitorio y fondo con aljibe. Trajo de la chacra los muebles del dormitorio, las jaulas de los cardenales de la patria, la cucha del perro y el perro. Compró algunos enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como estaba se la llevó. De delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina. La entró en la casa donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de asombro ante la ocurrencia de su marido.
Él le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El perro y los cardenales. La condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó por completo y por primera vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de la situación y ella sin nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y los ojos abiertos para no perderse nada.  Y  a los nueve meses exactos, María Eugenia tuvo su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos,  y  de nombre me puso Germán.
Cuando terminó de contarme esta historia  mi madre me dijo sonriendo que el dolor de parto es el dolor más grande, pero es también... el que primero se olvida.
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/

miércoles, 28 de diciembre de 2011

A veces el pasado



     A veces el pasado viene a mí y me sorprende. ¡Tantos años adormecidos en la memoria! Y de pronto una palabra, un nombre: Celina, y el recuerdo de una historia de Amor que se resistió a morir pese a la separación y al intento de olvido.
   ¿Te acordás de Celina? Me preguntó, una tarde, mi prima Aurora. Celina, dije yo, ¡cómo no voy a acordarme! La conocí por los años cincuenta en la, recién inaugurada, biblioteca Artigas-Washington.  Nos hicimos amigas porque coincidíamos en los mismos días y en la misma hora de entregar y retirar libros. Llegábamos, las dos, sobre la una de la tarde y salíamos juntas por 18 de Julio, yo, hasta Río Negro donde estaba La Madrileña. Ella caminaba tres cuadras más, hasta Convención, donde estaba Caubarrere. Durante esas cuadras, conversando de prisa, nos contábamos la vida y los sueños. A fines de ese año decidimos hacernos socias de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Yo para aprender a nadar, ella para perfeccionar su estilo. 
Celina era de mediana estatura y  físico bien proporcionado. Tenía el cabello rubio  y  los ojos oscuros.    Hablaba poco, lento, jamás levantaba la voz, sin embargo, sonreía con facilidad. Cuando se reía con ganas los ojos se le llenaban de lágrimas. Algunas tardes, a la salida, entrábamos al cine Víctory, que estaba pegado a La Madrileña y veíamos películas americanas de amor o nos encontrábamos en el bar Dorsa y comíamos olímpicos con cerveza. Recuerdo que soñaba con viajar a Grecia. Tal vez debido a nostalgias de los años liceales cuando estudiábamos a los griegos y nos enamorábamos de su mar azul y de sus poetas.  Éramos muy distintas, de pensamiento y acción, creo que por eso fuimos tan amigas. Yo la quería mucho, tal vez, porque la encontraba muy frágil. Muy vulnerable. Ella era demasiado confiada. Desconocía la maldad, la envidia. La traición. Para ella la vida era un vergel. Creía que si amaba al prójimo, el prójimo la amaría de la misma manera. Que si era leal con la gente, la gente sería leal con ella. Cuando la escuchaba decir estas cosas, me daba miedo. Miedo de que alguien le hiciera daño, por desprevenida. Le preguntaba entonces: ¿De qué mundo venís, Celina?, porque, aparentemente, vivimos en distintas galaxias. Ella me decía que yo era prejuiciosa. Que debía confiar más en la gente. Quitarme la coraza, decía. A mí me hubiese gustado pensar como ella. Pero yo fui siempre muy realista. Siempre supe que la vida tiene otra faz que ella no conocía. Que tal vez no conociera nunca.
En esos años Celina se enamoró de un muchacho, muy apuesto, que trabajaba en La Platense. Así que sin querer nos fuimos alejando. A mediados de los sesenta La Madrileña clausuró la gran empresa, de seis pisos que era, despidió al personal que sobraba y se redujo a una mínima tienda de confecciones incrustada a los fondos del edificio. Yo cambié de trabajo y no la volví a ver. Un día me llegó una invitación para su casamiento. Se casaba con el muchacho de La Platense que, dicho sea de paso, cerró y se fue mucho antes que cerrara La Madrileña. Celina seguía en Caubarrere que fue uno de los últimos grandes comercios de 18 de Julio, que se vieron, un día, obligados a cerrar sus puertas al público.
Fui a verla. Se casó en la iglesia de Los Vascos.
¡Dios! ¡ Estaba tan linda! Traté de saludarla allí pues no pensaba ir la fiesta. Pero había tanta gente rodeándola que decidí dejar el saludo para otra ocasión. Entonces ella me vio, me llamó por mi nombre, me tendió los brazos y me abrazó tan fuerte que me hizo llorar de emoción. Que seas muy feliz Celina, le dije. Nos tenemos que ver, me contestó . ¡Tengo cosas que contarte! Lo felicité a él (¡era un actor de cine!) una mezcla de Leonardo Di Caprio y Richard Gere. Hacían una pareja de novela. Volví a mi casa pensando si la luna de miel sería en Atenas. No le pregunté.
Y volvimos a dejar de vernos. Los años pasaron como una ráfaga.
Un día mi prima Aurora, que tiene mi mismo apellido, se mudó para un apartamento en Malvín. A los pocos días me llamó por teléfono para decirme que una vecina de su mismo piso, me mandaba saludos. ¿A mí? le dije. Sí, a vos, de parte de Celina Vásquez Ochoa dice que vengas a verla que le encantaría hablar contigo.
¡Celina! exclamé, contame de ella ¿cómo está? Aparentemente está bien. Creo que me dijo que tiene dos hijos casados. Acá vive sola. Dos días después fui a verla.
Eran las cinco de la tarde de un abril tibio de otoño. Se sonrió al abrirme la puerta y  volvió a abrazarme como me abrazó en el atrio de la iglesia, la noche que se casó. Conservaba la misma sonrisa de aquella muchacha de dieciocho años que conocí en la biblioteca. Me hizo una pregunta que nunca me habían hecho. Que no acostumbramos a hacer: ¿Fuiste feliz estos años?  Quedé pensando. He tenido buenos momentos, le contesté. Tengo tres hijos y seis nietos. Me han pasado cosas, nada trágico. Con mi marido me llevo bien, hace más de cuarenta años que compartimos el pan y el vino.¿Y tú? Yo, me dijo, yo me separé de mi marido. Le gustaban las mujeres. Todas las mujeres. No era vida la que llevábamos juntos. Un día tomé una decisión drástica. Decidí no hacer más el amor con él. Llevé mis cosas para otro dormitorio y por un tiempo vivimos como hermanos. Hasta que se cansó de la situación, se enojó y se fue.
 Nunca nos divorciamos. Él venía a ver a los hijos y siempre los mantuvo. Cuando se casaron yo me quedé sola y un día, treinta y cinco años después de habernos casado y treinta de habernos separado, volvió para quedarse. Me dijo que estaba enfermo, me mostró la historia clínica y unas radiografías. Sufría una enfermedad grave que, por lo avanzada, no tenía cura. Entonces le arreglé el dormitorio que dejara uno de sus hijos. Y se quedó. Yo lo cuidé, como era mi obligación, hice todo lo que su médico ordenaba. En los últimos tiempos, para no moverlo, aprendí a inyectarlo. Pasaba largas horas, acompañándolo, mientras él dormitaba. Cuando estaba despierto le contaba anécdotas de nuestros hijos y le mostraba fotos de los nietos. Hasta que una tarde, mirándome, se fue, su alma lo abandonó. ¿Nunca lo perdonaste? Sí, el día que murió. ¿No te arrepentiste nunca de lo que hiciste? No tengo de qué arrepentirme. No hice nada malo. Simplemente no acepté compartirlo con otras mujeres. Siempre lo respeté. Él fue el único hombre de mi vida. Sin embargo, no pude perdonar su infidelidad. Su traición. No pude. ¿ No me decís que siempre lo amaste? Porque lo amaba no pude perdonarlo. Si no lo hubiese amado no me hubiera importado su deslealtad. Cuando me pidió ayuda, lo ayudé de corazón. Lo cuidé durante un año, si hubiese tenido que cuidarlo diez años, lo hubiese hecho. Ahora ya nadie me necesita. Puedo sentarme en un sillón frente a la ventana  y dejarme morir.
 Hablé mucho con ella esa tarde. Me dejó preocupada esa última frase que dijo. Siempre pensé que era débil de carácter, que por eso iba a sufrir en la vida. De todos modos, la mujer que estaba frente a mí no era la jovencita que conocí hace muchos años, frágil, inocente. Esta era una mujer con una determinación y una voluntad de hierro, que yo nunca tuve.
A partir de esa tarde que fui a verla nos comunicábamos por teléfono y siempre que me daba el tiempo pasaba por su casa para conversar. Una noche me llamó para pedirme que fuera por su casa,  pues tenía una novedad para contarme. A la tarde siguiente fui. Me dijo que había decidido hacer un viaje. Me voy a Grecia, agregó. Ya había reservado el pasaje y la estadía en un hotelito de un pueblo blanco, a orillas del Mar Egeo. Le comenté que pensaba preguntarle sobre ese viaje, con el cual soñara de jovencita. Me contestó que antes no pudo realizarlo. Que el momento era ese, los hijos estaban bien, ella se encontraba perfecta de salud y tenía muchas ganas de viajar. Unos días después la acompañé hasta el aeropuerto. Allí estaba toda su familia. Los hijos, nueras y nietos. Hace cinco años, se fue por un mes. 
 Me escribe cartas hermosas: que vive en una casa blanca junto al mar; que tiene dos olivos plantados  a la entrada; que continuamente llegan cruceros con turistas; que es cierto que el mar siempre es azul...que no sabe si volverá.
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Garúa



   La noche había llegado con esa calma cómplice que antecede a la lluvia y un viento engañosamente suave, arrastraba las primeras hojas secas de otoño. Mientras el barrio dormía el pesado sueño de los obreros y la inquieta vigilia de los amantes, dos ladrones pasaron sigilosos por la puerta del bar y se perdieron más allá de la oscuridad.
En El Orejano, frente a una copa semivacía, los últimos trasnochados desparramados en cuatro mesas fumaban su soledad y su spleen.  Mientras, en la penumbra, desde la vieja Marconi el gordo Troilo y su bandoneón como un responso: “ Que noche llena de hastío y de frío, el viento trae un extraño lamento. Parece un pozo de sombras la noche...”
El patrón lavaba copas escuchando a un parroquiano que, por milésima vez,  le contaba su vida, toda la historia de dramas y fracasos que sufrió y vivió a lo largo de los años.     ---Vos sabés Walter, que yo siempre la quise a la Etelvina. Desde que éramos chicos y  cuando trabajamos juntos en Campomar. Campomar y Soulas era ¿te acordás? ¡qué fábrica bárbara! ¡cómo se laburaba! Después no me acuerdo muy bien lo que pasó, si se fundieron o si las firmas se separaron no más, el asunto fue que un montón de gente se quedó sin laburo. A nosotros nos tomaron en La Aurora de Martínez Reina, y casi enseguida nos casamos. ¡No sabés que mujer maniática resultó ser la Etelvina! maniática y revirada. ¡Me hacía pasar cada verano! Servime otro, querés. A las diez de la noche me iba a esperar a la puerta de la fábrica, iba a buscarme al boliche ¡me dejaba repegado! Más hielo, hacé el favor. ¡Un infierno de celosa la mujer! me hacía una marcación de media cancha. Después, cuando vinieron los hijos, se le fue pasando, se le pasó tanto que un día no me dio más bola. ¿Tenés soda? Un vasito, gracias. Mientras fueron chicos vivió pendiente de ellos porque eran chicos, después, preocupada por los novios y las novias de los muchachos, como si la que se fuese a casar fuera ella. Hasta hace poco anduvo rodeada de los nietos, malenseñándolos. Y el otro día me dijo que estaba cansada, que nos había dedicado la vida, que ya es hora de pensar en ella, que quería ser libre y vivir la vida a su manera, metió su ropa en un bolso me dijo: ¡chau viejo! y se fue a vivir a Rivera con un veterano que conoció en la feria. ¡Me dejó mal parado, vo’sabés! ¡en la yaga!  ¡envenenado me dejó! ¿Tenés algo pa’ picar? No sé si te conté lo que me pasó con...
El viento se había dormido en la copa de los árboles, y una lluvia mansa canturreaba en gotas sobre la vereda. Desde la radio, el flaco Goyeneche cantahablaba: “...solo y triste por la acera va este corazón transido con tristeza de tapera, sintiendo su hielo, porque aquella con su olvido hoy me ha abierto una gotera...” Los gatos del boliche se echaron a dormir, dos sobre el mostrador y el otro junto a la puerta de entrada. Era la hora en que pasa una bala. La hora del exorcismo. Esa hora incierta, cuando el duende de la nochería montevideana despierta y sale por los barrios a recorrer los boliches que van quedando para acompañar, en silencio, a los valientes habitués que aún resisten. A esa hora justamente, llegó el poeta. Se acodó en el mostrador, se persignó, pidió una cerveza y empezó su confesión.---Ando mal, che. No sé qué me está pasando con las minas. ¡Se me van! Yo las traigo pa’ la pieza, les dedico mis mejores versos, las mimo, les recito a Machado: “ Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud veinte años en tierra de Castilla; mi historia algunos casos que recordar no quiero.” Les recito a Neruda: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca.” Y no hay caso, che, no aguantan ni quince días ¡y se van! Me dejan en banda como si nada. ¿Quién las entiende a las mujeres? Yo no sé qué pretenden. Están rechifladas, están. A mí me desconciertan, te juro que me desconciertan. Y la verdad es que yo en mi pieza necesito una mina, una amiga, una compañera. ¡¡Una mujer!! Llegar a la madrugada y saber que hay alguien que me espera. No tener que dormir solo. ¡No sabés como me revienta dormir solo! Con esta última piba que vino iba todo de novela, te juro, hasta de escribir había dejado, y vos sabés bien que la poesía para mí es lo primero. Porque yo no me hice, como muchos, en esos talleres de literatura que andan por ahí. No señor. Yo nací poeta. Respiro la poesía. Si me falta el verso me muero. ¡Y había dejado de escribir, por una mina! Si seré gil. ¡Y se me fue igual! ¿vos podés entender? Esto para mí ya tiene visos de trágico. Y no le veo vuelta, eh. No sé qué hacer, te juro que no sé que hacer. ¿Estaré engualichado, che?
Y el polaco acompañaba con su voz de bodegón... “ Sobre la calle la hilera de focos lustra el asfalto con luz mortecina y yo voy como un descarte, siempre solo siempre aparte, esperándote...”
Estaba amaneciendo, la lluvia golpeaba en los vidrios como pidiendo permiso para entrar, el patrón empezó a cerrar las ventanas. Mientras los últimos trasnochados iniciaban la retirada, las luces del primer 126 que venía de la Aduana atravesaron la bruma de la mañana yugadora. Por la vereda, con las manos en los bolsillos, pasaron los dos ladrones de vuelta. Mala noche para ellos. Terrible la mishiadura. Los gatos se desperezaron. En el mostrador el bardo apuraba la cerveza. ---¡No sé qué hacer, Walter, te juro que no sé qué hacer!
El patrón estaba cansado, quería cerrar de una buena vez, para irse a dormir. Miró al poeta y le dijo: ---¿Y si probaras a darles de comer...?
Y empezó a bajar la metálica...


“... las gotas caen en el charco de mi alma, hasta los huesos calados y
helados y humillando este tormento, todavía pasa el viento,
empujándome...”

Ada Vega, 1997 

martes, 22 de noviembre de 2011

La cruz de la Serrana


      En pagos de Maldonado, como quien va para la Sierra de las Ánimas, junto a un arroyito que baja de los cerros, rodeada de cardos y siemprevivas, vigila la Cruz de la Serrana. Medio escondida junto a unos talas se yergue una cruz añosa, hecha de retorcidos troncos de coronilla y atada con tientos no más, pues ni clavos tiene. Vieja cruz que desde los años en que se hizo la patria, hundida en la tierra campea los vientos y los aguaceros que no han logrado doblegar su decidida entereza de permanecer. Como un mojón rebelde que en nuestra historia quisiera vencer los años y el olvido. Y aunque jamás un cristiano se ha acercado a visitarla y ponerle una flor, los pájaros del monte siempre la acompañan. Las torcacitas y las cachirlas, los benteveos y los churrinches revolotean y cantan junto a su tristeza tan quieta y callada.

La gente del pago es mañera de pasar de día por ese lugar. Le tiene recelo a la cruz. Tal vez porque a través de los años muchas historias se han contado sobre quien yace o a quien recuerdan esos palos crucificados. Historias de amores truncos, de muertos y aparecidos, de luces malas y espíritus andariegos. Pero han de saber quienes narran que sólo existe una historia verdadera. Se la contó a mi padre un descendiente de indios charrúas, una noche después de unas pencas, mientras churrasqueaban en descampado.

Arriba, la noche se había cerrado como un poncho negro sobre el campo. Abajo, las brasas eran rubíes desperdigados al calor del fueguito. Cuando el indio empezó a contar, la luna, sabedora de la historia se fue escondiendo despacito detrás de los cerros. Las almas en pena pararon rodeo para escuchar al indio. El viento en las cuchillas se fue aquietando, y sólo se oía el silencio cargado de preguntas y de porqués. Después, la luna brilló hacia el este, el viento chifló con bronca y mi padre guardó por años la historia que hoy me contó.

Habíamos salido temprano. Andábamos a caballo, al paso, de recorrida por el vallecito junto a la Sierra de las Ánimas. El sol de la mañana de enero empezó a picar. El alazán de mi padre tironeó para el arroyo, y nos detuvimos para que los animales bebieran. A un costado del arroyo junto a unos talas, había una cruz. Papá, ¿es ésta la cruz de la Serrana? pregunté bajándome del caballo. Sí, m´hija. Déjela tranquila, no la moleste, me contestó. Me detuve junto a ella con intención de limpiarla de maleza y descubrí que no había allí ninguna mala hierba; sólo los cardos de flores azules, le habían hecho un resguardo para que nadie se le acercara. Protegiéndola. Sobre su cimera blanqueaban los panaderos. Nos volvimos en silencio y al llegar a las casas puso a calentar el agua para el mate, armó un cigarro, nos sentamos en unos bancos de cuero crudo junto a la puerta de la cocina y con la vista perdida en las serranías, mi padre se puso a contar.

Me dijo que siendo muchacho anduvo un tiempo de monteador por Mariscala y las costas del Aceguá, que por allá conoció al indio Goyo Umpiérrez. Joven como él, versado y guitarrero. Animoso para el trabajo y conocedor de rumbos, de quien se hizo amigo, saliendo en yunta más de una vez en comparsa de esquiladores, por el centro y sur del país. En una ocasión haciendo noche en Puntas de Pan de Azúcar, salió a relucir la mentada Cruz de la Serrana y las distintas historias que de ella se contaban.

Fue entonces que el Goyo le contó a mi padre la verdadera historia. Según supo el indio de sus mayores por 1860, poco más o menos, llegaron a nuestro país varias familias de ricos hacendados europeos con intención de invertir en campos y ganado. Colonos que en su mayoría se establecieron sobre el litoral. Una familia vasca compuesta de un matrimonio y una hija de dieciséis años, enamorada del lugar, se instaló en el valle que descansa junto a la Sierra de las Ánimas. Parece ser que la hija del matrimonio era muy hermosa, belleza comentada entre los lugareños que al nombrarla la apodaron: la Serrana. Afirman que tenía la tez muy blanca, el cabello largo y oscuro y grandes ojos grises.

La casa de los vascos era una construcción fuerte de paredes de piedra, techos de tejas y ventanas enrejadas. Casi a los límites del campo cruzaba un arroyito de agua clara que bajaba de los cerros bordeado de juncos, pajas bravas y espinillos. Con playitas de arena blanca y cuajado de cantos rodados, donde la familia en las tardes de verano solía bajar a pescar y bañarse permaneciendo allí hasta el atardecer.

Por aquellos días, entre las cuchillas verdes y azules, vivía a monte una tribu de indios charrúas, ocultos como intrusos en su propia tierra. Diezmados en Salsipuedes sólo unos pocos recorrían los campos, aún sin alambrar, en busca de caza para su sustento. Una tarde un joven indio que andaba de cacería, al seguir el curso del arroyito, se acercó a la familia que se encontraba a sus orillas. Sólo la joven lo vio acercarse. Al indio lo turbó la belleza de la Serrana. Se cruzaron sus miradas y el indio desapareció.

La joven no comentó su presencia pues sus padres, que eran profundamente católicos, tenían a los indígenas por herejes, sintiendo por ellos desconfianza y temor no permitiéndoles el más mínimo trato. A la joven europea la impresionó el indio oriental y tal vez por curiosidad ansiaba volver a verlo. Por eso en las tardes, sin que sus padres supieran, se llegaba sola hasta el arroyito con la secreta esperanza de encontrarlo otra vez. También el charrúa bajaba de las sierras sólo para ver a la Serrana, permaneciendo oculto entre los árboles. Así una tarde y otra y otra, llegaba la Serrana a la playita y se sentaba a esperar.

Una tarde decidió salir en su busca y comenzó a recorrer el arroyo. El indio, que la observaba, al verla ir hacia él quedó sorprendido y permaneció muy quieto. El encuentro de los dos fue natural. Ese día la niña blanca y el indio se enamoraron. Con ese amor que no sabe de tiempo, edades ni razas. Así cada día, en las pesadas horas de la siesta, llegaba la joven a encontrarse con su enamorado indio, ocultando aquel amor que les había nacido sin querer. Todo ese verano se vieron a escondidas.

Una tarde de otoño con un tibio sol acariciando las hojas doradas, caminaban los dos enamorados a la vera del arroyo. En la mano morena del indio oriental se cobijaba la blanca manita de la niña vasca. Caminaban un mundo de luz y felicidad. De pronto el sol de oscureció. En la orilla opuesta, atónito, los observaba el padre de la joven.

Vaya a saber qué sentimiento perverso nubló su mente, cegó su raciocinio y permitió que un ramalazo de odio convirtiera en mármol su corazón para que sin mediar palabra, ciego de ira, desenfundara el arma que llevaba en su cintura y de un balazo abriera una boca en el pecho del indio por donde, hacia las remotas praderas indígenas, se le fue la vida.

El grito desgarrador de la Serrana retumbó en ecos por la Sierra de las Ánimas, alertando a la tribu, que presagiaba el final. Horrorizada la joven corrió a su casa y se encerró en su habitación. Esa noche mientras todos dormían fue hasta los galpones, descolgó una coyunda y llegó hasta el arroyo. Sólo en lo alto una luna blanca la acompañaba. Buscó al indio que había caído a sus pies , sin encontrarlo. Ya la tribu al caer la tarde se lo había llevado monte adentro. Y allí , donde cayó herido de muerte, la Serrana se ahorcó.

Contó Goyo que al encontrarla su padre al otro día, la enterró allí mismo y con sus manos hizo una cruz. Al poco tiempo vendieron los animales, abandonaron la casa y se volvieron a Europa. Y la cruz quedó y permanecerá para siempre, mientras ande el Amor de paso por la tierra. Como símbolo quizá, de nuestras propias raíces. Mezcla de sangre europea tenaz y emprendedora y la de nuestros indígenas, rebeldes y libertarios. De todos modos la Serrana y el indio cumplieron su destino y estuvieron al fin, juntos para siempre. El cigarro se había apagado entre los dedos de mi padre que retornó su mirada de la lejanía. Los pollos picoteaban en el ante patio, el perro se desperezó y volvió a dormirse. Mi madre nos llamaba para almorzar.

Esta es la historia que una noche el indio Goyo Umpiérrez le contó a mi padre, que hoy mi padre me contara a mí, y que yo les cuento a ustedes. Desde entonces dicen los lugareños, que por las noches han visto a la Serrana vestida de blanco como una novia, con su largo cabello suelto, y sus asombrados ojos grises, recorriendo la Sierra de las Animas en busca de su amado indio. Llamándolo con la voz del viento que se filtra entre los cerros como un desgarrado lamento. Vaga sola por las noches sin que nadie conteste a su llamado; sólo el aullido lejano de un lobo que nunca han visto acompaña a la Serrana en su vagar. Es por eso que la gente del pago es mañera de pasar de día por la cruz de la Serrana.

Y de noche por la Sierra de las Animas, ¡ni Dios pasa...!

Ada Vega, 2004

domingo, 13 de noviembre de 2011

El violinista del puente Sarmiento




   Ese domingo había amanecido espléndido. Casi de verano. Por la mañana habíamos salimos con Jorge  para la feria del Parque Rodó. En esa feria se vende mucha ropa y él quería comprarse un jean bueno, lindo, barato y que le quedara como de medida. Fuimos caminando por Bulevar Artigas. A las 11 de la mañana el sol caía impiadoso. Al pasar bajo el puente de la calle Sarmiento, sentado en la verja de ladrillos, encontramos a un hombre viejo tocando el violín. El viejo del violín vestía pobremente pero prolijo: llevaba puesta una camisa blanca con rayas grises remangada hasta el codo que dejaba ver, en el brazo que sostenía el instrumento, una Z y una serie de números tatuados. En el suelo junto a él había una caja de lata, colocada allí, supuse, para recibir alguna moneda. Al acercarnos  oí ejecutar  de su violín, con claro virtuosismo, las Zardas de Monti.
        Detuve mis pasos y le pregunté al violinista si era judío. Me miró con sus ojos menguados y me dijo que no. Soy gitano, agregó, nacido en Granada.  Le pedí permiso y me senté a su lado, quise saber qué hacía en Uruguay un violinista gitano nacido en Granada —mi marido me hacía señas como diciendo: y a vos qué te importa. Disimulé y miré para otro lado.
       El violinista me  miró entre sorprendido y desconfiado, después quedó con la mirada fija en la calle como buscando la punta de un recuerdo escondido, para tironear de él. Quedé un momento a la espera. Entonces comenzó a hablar con una voz cascada en un español extraño.
       Mi marido también se sentó.
       —Llegué a este mundo en Granada, provincia de Andalucía, una tarde de invierno en que lloraba el cielo, del  año 1925 de Nuestro  Señor, en el barrio gitano de las cuevas del Sacromonte. Allí  pasé mi vida toda. Porque después ya no viví.
     —Del Sacromonte —pregunté.
    —El Sacromonte es el barrio más gitano  de Granada —me contestó—, en sus cuevas habita la esencia del flamenco que algunos calé  llaman el Duende, porque erotiza el baile y el cante hondo. Se encuentra en lo alto de un monte y hay que subir a él por veredas pedregosas. Tiene calles estrechas y  casas cavadas en la roca.
Quedó un momento en silencio que yo aproveché.
       —Por qué se llama Sacromonte —quise saber.
      —Porque que en tiempos de los musulmanes había sido un cementerio —continuó diciendo—, las cuevas fueron construidas por los judíos y musulmanes que fueron expulsados en el siglo XVI, hacia los barrios marginales, a los que más tarde se les unieron los gitanos.
        El sacromontecino hablaba con los ojos entrecerrados, como visualizando cada cosa  que iba diciendo. Por momentos callaba y quedaba como extraviado, como si su espíritu lo hubiese abandonado para volver a su España, a Granada, a las cuevas de aquel  barrio cavado en la roca.
        De pronto volvía y con un dejo melancólico me hablaba de la Alhambra, construida en lo alto de una colina —decía.
        Yo lo escuchaba encantada  y trataba de no interrumpirlo porque me fascinaba su voz, su modo de hablar como un maestro, como un sabio que me enseñaba rasgos de la historia que yo desconocía. Él, por momentos, se entusiasmaba al recordar cada detalle de aquellas historias de su tierra lejana que, con su voz y su memoria, parecía revivir.
—Desde el Sacromonte se  puede ver la Alhambra —decía como si la estuviera visualizando—, uno de los palacios más hermosos construido por los musulmanes hace más de quinientos años a orillas del río Darro, frente a los barrios del Albaicín y de la Alcazaba. Tiene en el centro del palacio, el Patio de los Leones, con una fuente central de mármol blanco que sostienen doce leones que manan agua por la boca y que, según dicen algunos nazaríes, representan los doce toros de la fuente que Salomón mandó hacer en su palacio, y otros opinan que pueden también representar las doce tribus de Israel sosteniendo el Mar de Judea. El violinista del puente de la calle Sarmiento, me contó que los gitanos habían sido discriminados en España a partir de 1499 por los Reyes Católicos Fernando e Isabel y  por la Inquisición española, en nombre de la Iglesia, que buscaba entre los gitanos no conversos, a brujas hechiceras que realizaban maleficios en reuniones nocturnas con el diablo, para quemarlas en la hoguera.  Nunca fue cierto —me aseguró—, los gitanos no pactamos con el diablo. Los poderes sobrenaturales de los gitanos ya los traemos al nacer. Son dones otorgados por el Dios de todos los hombres. De todos modos, aún hoy —afirmó—, seguimos siendo discriminados en todo el mundo.  Después de un silencio que usó, tal vez, para ordenar sus recuerdos continuó con voz profunda y emocionada. —En mi barrio del Sacromonte me casé a los dieciocho años con una gitana de dieciséis, linda como el sol de mayo. Teníamos dos hijos pequeños, una niña y un varón, cuando un día los nazis irrumpieron en una fiesta gitana, quemaron, robaron y destrozaron todo y se llevaron en camiones a las mujeres y a los niños por un lado y a los hombres por otro, dejando un tendal de muertos.
         Al oír este relato tan  atroz le pedí que no siguiera contando, que le hacía daño, le dije. Él me miró y me contestó: —los muertos,  no sufren. Hace años que no vivo. Y continuó. —A los músicos de la fiesta nos llevaron aparte, juntos con los instrumentos. La última vez que vi a mi  mujer y a mis hijos fue cuando, a empujones y a golpes, los subieron a un camión. Tal vez tocaba el violín, mientras cenaban los generales de la S.S., cuando  eran conducidos a la cámara de gas. Cuando terminó la guerra y los aliados nos liberaron volví a España y a Granada, pero no encontré a mi familia ni a mis amigos.
        Durante muchos años vagué con mi violín por los países de Europa, hasta que un día decidí venir a América con una familia que conocí en  Rumania. En América recorrí casi todos los países, llegué hasta el sur de EE.UU. pero de allí me volví. Viví largos años en Argentina. Hace un tiempo vine a Uruguay, he recorrido todo el interior. Me siento muy bien aquí. Hay mucha paz. Por ahora pienso quedarme.
         Le pregunté por qué su español era tan extraño. Me contó que los gitanos tienen sus leyes y su idioma Romaní, para todos los gitanos del mundo. En todos los países europeos los gitanos se comunican en el mismo idioma. Pero en España y Portugal no lo hablan bien. Tal vez  mezcle un poco los dos idiomas —me dijo. Aunque no lo hubiese dicho los números en su brazo hablaban de la guerra y los Campos de Concentración de manera que le pregunté qué significaba la Z junto a los números tatuados en su brazo, algo que yo nunca había visto antes. Me contestó que la Z significa Zíngaro, gitano  en alemán. Estuvimos hablando mucho rato, él se encontraba trabajando cuando llegué y lo interrumpí. Le pregunté entonces si el próximo domingo volvería, me aseguró que si. Quedaron a la espera muchas incógnitas. Durante esa semana fui anotando en mi agenda cada pregunta que le haría. Cada consulta. Cada duda. Volví con mi esposo al domingo siguiente provista de la agenda y un pequeño grabador, pero no estaba. Lo busqué en los alrededores, pero no encontré al gitano del violín. Durante varios domingos me acerqué al puente Sarmiento con la esperanza de encontrarlo. Nunca volví a verlo por allí. No le pregunté el nombre. Ni me dijo donde vivía. Si no fuese porque mi esposo fue testigo, hasta creería que lo soñé. Que sólo fue una ilusión. Un sortilegio. De todos modos, lo sigo buscando. Algún día en alguna feria de barrio volveré a escuchar su violín y aquellas Zardas de Monti. Entonces reanudaremos la conversación. Sé que volveré a encontrarlo por alguna callecita romántica, escondida, perfumada de jazmines, de este entrañable  Montevideo. 
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/