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jueves, 27 de septiembre de 2012

Qué visión mi vieja


     
             La vieja me lo decía...¡qué visión, mi vieja!, ¡las calaba en el aire! Si llegué soltero a los cuarentaidos años, fue solamente gracias a mi vieja. Fue la que siempre me abrió los ojos, tate tranquilo. ¡No me dejaba ensartar así no más! Desde chico, fijate vos. Me acuerdo en la escuela con la María del Carmen. ¿Te acordás vos de la María del Carmen? Vivía por  Heredia pasando  el almacén de Abediz, dos o tres casas más arriba. Estábamos en cuarto año de la escuela Yugoslavia. ¡Qué linda era la María del Carmen! Tenía el pelo negro y unos ojos grandotes. Nos sentábamos en el mismo banco...me prestaba el sacapuntas,  los lápices de colores... Era la hija de don Fermín, el peluquero que tenía la peluquería frente a la plaza Lafone. Íbamos juntos a la escuela, ella me esperaba en la puerta de la casa yo pasaba y nos íbamos los dos.
Un día cuando volvíamos  le agarré la mano y bueno, desde ese día se sobreentendía que éramos novios; veníamos siempre de la mano. Hasta que mi vieja se enteró. Le tomaron el pelo en el almacén. Le dijeron que en cualquier momento yo me casaba con la María del Carmen. ¡Para qué se lo habrán dicho! Yo estaba haciendo un mapa en la mesa de la cocina, me agarró de sorpresa y me empezó a dar como quien lava y no plancha. Pensé: ¡Zás, se dio cuenta de la maceta que rompí con la pelota! Después que me curtió a sopapos me dijo: ¡Yo te vi´a dar amores a vos! No entendí nada y no quise preguntar, no fuera cosa de que empezara la biaba de vuelta.  Recién cuando vino el viejo supe porqué me la había ligado. Le contó entre mate y mate, de mis  “amores” con la hija del peluquero. El viejo canchero se reía: Hijo e’ tigre, dijo. No pudo seguir hablando porque la vieja le tiró con un repasador por la cabeza que era lo que en ese momento tenía en la mano, porque si hubiera tenido la plancha...  Tigre, le dijo ofendida, ¡si querés mate sebátelo vos!  En la cocina de mi casa vino a terminar mi romance con la María del Carmen. Me tuve que cambiar de banco en la escuela,  y así perdí mi primer amor. De ahí en adelante gurisa con la que me veía, gurisa que me la sacaba limpita de la cabeza: Que, ¡mirá como se pintarrajea!  Que, ¡qué gurisa más flaca, debe ser enferma! Que, ¡mirá esos pelos! ¿la madre no la ve cómo anda?  Que, ¡si ya anda fumando, lo que no hará después...! Se ve que yo no sabía elegir, vos sabés que yo para las mujeres siempre fui medio tronco. ¡Menos mal que siempre tuve a la vieja! Una vez como a los dieciocho años  me había corrido a una novia y el viejo, ¡pobre viejo! se enojó, vos sabés, y le gritó: Dejá a ese muchacho que se arregle solo con las mujeres, querés Ya es un hombre, caramba. ¡Así no se va a casar nunca! Y la vieja le dijo: ¿Ah sí?  ¿Y si se clava?  Y él le contestó: Si se clava, que se clave, no va a ser el primero ni el último, ¡qué embromar! La vieja lo retrucó al vuelo: Callate mirá, mientras me tenga a mí no se va a clavar, ¡eso te lo garanto! Una santa mi vieja. Si yo le hubiese hecho caso  ahora no andaría penando por una mina... ¡ay Alicia, Alicia...!
Si llegué soltero hasta los cuarentaidos años fue gracias a mi vieja, pero todo se termina en la vida. Una noche en la cantina de los “gauchos” me encontré solo. Le pregunté al cantinero: ¿Dónde están todos? ¿Todos quienes?  me dijo. —Los muchachos, mis amigos. —Pero Julio, ¿vos no te diste cuenta que se casaron? Se fueron casando, tienen hijos, ¡los gurises atan mucho! De tu barra el único que queda todavía es el solterón ese que trabaja en la Aduana.  —¿Solterón?  si el flaco no tiene ni cuarenta años.  —Y bueno, si pasó los treintaicinco y no se casó, es un solterón. Los muchachos se casan jóvenes, si se casan muy veteranos ¿cuándo van a tener los hijos?
Recién ahí se me cayó el telón ¿podrás creer? Yo podría tener hijos terminando la escuela. Podría ir al Paladino con un varón que llevara puesta la camiseta amarilla y roja de los Gauchos del Pantanoso,  una hija de quince años o de dieciocho, ¡un punterito debutando en la Primera de Progreso! ¿Te das cuenta? Me olvidé de mi vieja y me puse a buscar novia de apuro. Fue cuando conocí a la Alicia. Viajábamos en el 126 cuando íbamos a laburar. Siempre la vichaba. Yo lo tomaba acá en Humbolt, y ella subía en Berinduague y José Castro. Una mañana tuve flor  de bronca en el laburo por llegar tarde. Me había bajado con ella en Uruguay y Andes y la acompañé hasta el trabajo. Laburaba en un taller en Andes y Canelones, caminamos, conversamos y quedé en esperarla a las siete cuando saliera. ¡Qué mina bárbara la Alicia!  Buena de verdad y linda. ¡Qué linda que es la Alicia!... A mi vieja no le dije nada ¡no fuese que me la corriera! Como el asunto iba en serio ¡yo me quería casar! 
Una noche fui a la casa a conocer a la familia. ¡El padre  macanudo! Jubilado de la ANCAP. Tenía una hermana más chica que estudiaba y un hermano casado que vivía por Belvedere.  La madre, no te cuento, una doña buenísima que cocina como los dioses. ¡Hace unos ravioles caseros...! Me trataron como a un rey.  Antes del año estaba todo pronto para el casorio. El padre de la Alicia dijo que nos quedáramos a vivir allí, que la casa era muy grande y que había lugar de sobra. Bueno, un par de meses antes le dije a mi vieja que me casaba y me iba. Le costó un poco entender, se lo repetí tres veces: no me habló por un mes.
 Un día rompió el silencio para decirme que nos quedáramos a vivir en casa, que si no se quedaba muy sola, que allá en lo de la Alicia éramos muchos, que...El viejo con los ojos muy abiertos me hacía que no con la cabeza y trató de decirme algo, yo no  entendí y la vieja no lo dejó hablar. A mí me dio no sé qué, sabés, porque la vieja se puso a lloriquear; y bueno, yo por no irme así de golpe le dije a la Alicia de quedarnos a vivir en casa, y la piba que es de oro y me quiere de verdad me dijo que sí. Nos casamos y nos vinimos a vivir con los viejos.
 Iba todo chiche bombón. La vieja nunca le vio nada malo a la Alicia. Nunca me habló mal de ella. ¿Qué iba a decir? Si la Alicia es oro en polvo. Es lo mejor que he tenido en la vida. Yo no sé como pude vivir tantos años sin ella.  Y la otra noche... ¡me dejó!
Cuando vine del laburo no estaba. Fui a la pieza y faltaba la valija de la luna de  miel  y toda la ropa de ella.... ¡Vieja!... ¿y la Alicia? —No sé. Hoy juntó sus cosas y se fue. No me dijo ni una palabra. —¿Que se fue? ¿Cómo que se fue? ¿Por qué? ¿Qué pasó vieja? —No sé. Yo no sé nada. –—Pero  ¿vos le dijiste algo? ¿Discutieron? —Yo no le dije nada. A mí no me metás en líos con tu mujer. Pero yo esto lo veía venir. ¡No se habrá podido adaptar...! —A mí nunca me dijo nada, nunca se quejó. Yo pensé que estaba todo bien. —Vos nunca pensás. Si pensaras un poco más te darías cuenta de muchas cosas. Siempre te he dicho que las mujeres son astutas, arteras,... ¡decí que vos me tenés a mí!  (¿Tendrá razón la vieja? ¿Se habrá aburrido? ¿Extrañaría su casa? ¿Y por qué no me lo dijo? Si yo vivo para ella. Hago lo que ella quiera. ¿Quiere vivir en la casa de ella? Y vivimos allá, ¿qué problema hay?...Y se fue llevándose los hijos que no me dio. Los hijos que soñamos, que pudo darme. ¿Y yo qué hago ahora sin ella? )  
—Y bueno, si se cree que voy a ir a buscarla, no me conoce. Ya va a volver. El que se va sin que lo echen vuelve sin que lo llamen. —Sentate en este banquito, por si demora, dijo el viejo. Y la vieja me lo decía... ¡qué visión, mi vieja! Yo por no hacerle caso... ¡mire que son retorcidas las mujeres!... ¡qué te tiró!
Mala suerte ¿qué le voy a hacer? Y decía que me quería... ¡y se fue! 
Está bien. Mejor así. Que se vaya con la madre...si allá está mejor... ¡que me importa! Yo me quedo con mi vieja. ¡Ella sí que me entiende! Paciencia, si no era para mí, no era para mí y chau. ¿Qué le voy a hacer...?
Pero mirá vos lo que son las cosas, salí a caminar sin rumbo y estoy a una cuadra de la casa de la Alicia. ¡Pucha digo, tengo unas ganas de verla! Y bueno vieja, vos sabés que yo con las mujeres nunca supe, que soy medio tronco. Sí,  también sé que vos me querés más que nada en el mundo. Que tenés miedo de perderme. Pero yo ya no soy un botija,  soy un hombre, ¿entendés?, quiero tener mi vida. A mí nunca me vas a perder. Yo voy a ser siempre tu hijo, pero ahora soltame un poco, dejame ir con la Alicia, porque yo sin ella vieja, no puedo, no quiero vivir. Perdoname...
 ¡Aliciaaaa...!
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/

martes, 18 de septiembre de 2012

Katy mi perrita rubia



Katy  era una perra amarilla de pelo largo y sedoso. Hocico fino. Mediana de estatura y ojos color caramelo. Su linaje se había perdido en el tiempo. Era, simplemente,  una perra de razas cruzadas, y yo la amaba. Creo que nadie me ha vuelto a mirar con  la dulzura, entrega y sometimiento con que miraban aquellos ojitos de miel, mientras ladeaba la cabeza en un gesto comprador.
Mi infancia dibujaba rayuelas y acunaba muñecas, cuando mi padre me la trajo un día de regalo. Llegó un sábado de la fábrica con una caja de zapatos bajo el brazo, la dejó sobre mi cama y me llamó:¡Anita! Yo llegué corriendo desde el  fondo, arrastrando mi muñeca renga y me dijo: ¡Mirá lo que te traje! Dentro de la caja, la cachorrita de poco más de un mes, peluda y redondita, dormía con hipos y quejidos como soñando. Fue un amor cantado. Cuando la tomé en mis brazos y ella me lamió la cara, nos juramos un amor eterno.
Katy llegó a casa a fines de febrero,  y el entusiasmo de mis seis años con empezar la escuela se diluyó de golpe. Pasé a ser la mamá de la perrita más linda y más buena que jamás había tenido ni tendría. Ella aceptó mi tutela de bastante buen grado, y nos dispusimos a emprender el arduo camino de convivir.
A una casa por medio vivía, en aquel entonces, un matrimonio sin hijos. Los Peralta. La casa de ellos, como la nuestra, tenía un jardín al frente, con  una verja de ladrillos y un pequeño portón. Yo iba mucho a esa casa. Los Peralta tenían una gata barcina, enorme y mimosa, con unos ojos verdes ladinos y cautivadores, un pelaje suave como el terciopelo y el andar sigiloso de su estirpe. Se llamaba Rita y éramos muy amigas. Por las tardes ella me esperaba echada al sol en la verja de su casa. Al verme llegar se desperezaba y arqueando el lomo y ronroneando venía hacia mí. Yo la tomaba en los brazos y me sentaba en el escalón, a la entrada de su casa. La acariciaba y ella se adormecía en mi falda, mientras yo conversaba con una amiga imaginaria “de la carestía de la vida, señora, y de los problemas que traen los hijos”. Siempre tuve mucha imaginación.
 El día que llegó Katy, la abandoné. No estuve feliz; corté por lo sano y cambié un amor por otro. Mi antigua amiga no comprendía, y al verme pasar para el almacén o para la escuela, me llamaba con un maullido lastimero. Pero yo no podía quedarme. Estaba muy ocupada. Tenía la responsabilidad de cuidar a mi perrita. ¿Cómo decirle que la dejaba por la novelería de un nuevo amor? ¿Cómo explicárselo?
Y Katy comenzó a crecer y a correr por la vereda jugando conmigo. Y en la verja Rita, al conocer a la causante de mi traición y su abandono, comenzó a pergeñar un odio encarnizado hacia su rival.
La perrita no sabía los sentimientos que despertaba en su vecina que, al verla pasar corriendo por la vereda, refunfuñando, se erguía amenazante con los pelos de punta.
Un día mi perra, cansada de sus malos modos, se paró con las manos apoyada en la verja donde descansaba la gata, y le pegó un par de ladridos. La pobre salió despavorida. Y comenzaron a odiarse como el diablo manda.  Con un odio, mutuo, acérrimo y mortal.
 Mientras, los años  fueron pasando sin dar tregua al rencor.
Yo ya estaba en sexto grado, se acercaban las vacaciones de primavera y las dos enemigas, como si se hubiesen puesto de acuerdo, recibieron la visita de la cigüeña. Katy tuvo tres cachorros divinos de distintos colores. Rita tres gatitos barcinos como ella. Así estaban las cosas cuando una tarde mi perra fue a ladrarle a la gata, que alimentaba a sus hijitos en el jardín de su casa. La gata furiosa le hizo frente y se trenzaron a pelear. Katy llevó las de perder. Con el hocico sangrando por los terribles arañazos, aullaba de dolor y de odio, y en un desesperado arranque, se abalanzó sobre los gatitos y los mató. Rita, enceguecida, saltó sobre la cabeza de la perra y,  a arañazos le dio muerte.
La lucha se desarrolló en breves minutos. El intento de apartarlas fue abortado por el terrible desenlace. El horror nos sobrecogió a todos. Papá enterró a Katy sin comentarios. Los Peralta a sus gatitos. Rita sobre el alero de su casa, lloró dos días y dos noches con aullidos que calaban el alma. Nuestros perritos amenazaban con morirse de hambre. Mamá intentó alimentarlos sin mucho éxito.
Al tercer día de la tragedia me encontraba arrodillada junto a la cucha de Katy, acariciando a los perritos que ya casi no tenían calor, cuando vi a Rita entrar al jardín de mi casa. Maullaba despacito, como cuando éramos amigas. Se acercó a mí cautelosa, restregó su cabeza y el costado de su cuerpo en el mío, después el otro lado una y otra vez con gemidos, como lamentos. Sentí el impulso de correrla ¡maldita gata, mataste a mi perra! Pero sentí que mi mano se alargaba en una caricia y, sin lograr perdonarle la muerte de mi Katy. Comprendí también su dolor.
Fue entonces que sucedió algo extraño, y que es la razón de contar esta historia. Mientras la acariciaba la culpé de la suerte de los cachorros: mala, mala, los dejaste solitos, ahora se nos van a morir. Rita de pronto dejó de maullar, se apartó de mi lado y se echó en la cucha junto a los ellos, los reanimó a lambetazos y les dio de mamar.
Desde ese día Rita pasó a vivir en mi casa y crió a los cachorros hasta que  aprendieron a comer solos. Los perritos creyendo que era la madre andaban todo el día atrás de ella, se le echaban encima aplastándola. A veces la fastidiaban tanto que ella se escapaba y se subía al techo de la casa y desde allí los vigilaba.
 Nos quedamos con uno, los otros los regalamos. Rita no volvió a tener cría y murió en mi casa muy viejita.
Y cuando en el andar del tiempo me siento cansada y abatida, y quisiera bajar los brazos, me parece que la oigo maullar desde el alero dándome fuerzas. Yo adoraba a mi perrita de los ojos color caramelo.
Su recuerdo y el de Rita,  dormirán por siempre en mi corazón.
Ada Vega, 2009

sábado, 15 de septiembre de 2012

El canto de la sirena




     Las muchachas  que toman sol en La Estacada, se burlan de mí. Piensan que soy un viejo loco. Ellas no saben. Se ríen porque vengo a la playa de noche después que todos se van y me quedo hasta la madrugada, antes de que ilumine el sol. Por eso creen que estoy loco.
 Porque no saben que hace muchos años en esta playa dejé mi mejor sueño. Porque no saben que en estas aguas dejé una noche  mi máxima creación. Porque no saben que por las noches, ella viene a buscarme.
Tenía veinte años y en mis manos todo el misterio y la magia. Y la pasión y la creatividad de los grandes. De aquellos que fueron. De los escultores que a martillo y cincel, lograron liberar las formas más bellas apresadas en lo más profundo de la roca.
 Entonces era un estudiante de Bellas Artes seducido por la ciencia de esculpir la piedra. Fueron felices aquellos años. Había llegado desde un pueblo del interior lleno de sueños y de proyectos.
Recién llegado a Montevideo fui a vivir en un  altillo, en la calle Guipúzcoa, con una ventana que daba al mar. Era mi bastión, mi taller, mi mundo. Trabajaba con ahínco empeñado en aprender, en superarme.
 Por las noches, en la penumbra de aquella habitación, exaltado por lo desconocido, comulgaba en una suerte de brujería con los antiguos maestros  del cincel. En extraño éxtasis, impulsado por no sé qué fuerza, les pedía ayuda, sensibilidad, luz. Y ellos venían a mí. Soplaban mis manos y mi corazón y era yo,  por el resto de la noche, un maestro más.
Nunca hablé de mis tratos ocultos con el más allá, sólo hoy lo confieso porque quiero contarles la historia de la sirena.
Una de esas noches agoreras, tocado por la luz de la hechicería, comencé mi obra máxima. Golpe a golpe, trozo a trozo hacia el corazón de la piedra, fui abriéndole paso a mi sirena. Una bellísima sirena de cabellos largos, de senos perfectos y hermosas manos, que me miraba con sus ojos sin luz.
Cautivado por su belleza trabajé varios meses sin descanso cincelando su cuerpo en soledad.  Nunca la mostré. Nadie la vio jamás. Y me enamoré. Había nacido de mis manos, me pertenecía. En mi entusiasmo juvenil llegué a soñar en que un día sus ojos se llenarían de luz y se mirarían en los míos, devolviéndome el amor que yo le entregaba. Pero era sólo un sueño ajeno a la realidad, que nunca dejé de soñar.
 Pasaron los años y me convertí en un escultor de renombre. Viajé por el mundo, pero siempre conservé mi taller de los días de estudiante. Allí volvía al regresar de cada viaje. Allí me esperaba mi amor eterno y fiel. 
Un atardecer, en busca de tranquilidad y silencio, fui a refugiarme en el viejo altillo. La sirena frente a la ventana presentía el mar. Me acerqué a ella y acaricié su rostro. Una lágrima corrió por su mejilla. Recién comprendí que estaba muy sola. Que ansiaba el mar. Su espacio. No pude ignorar la tristeza de sus ojos ciegos. Esa noche la tomé en mis brazos y renunciando a mi amor, la traje hasta la playa. Caminé internándome cada vez más en nuestro río como mar, mientras oía el susurro de las olas que me alertaban sobre no sé qué extrañas historias de amor. Me negué a escuchar y seguí, mar adentro,  con mi amorosa  carga. De pronto, casi al perder pie, la sirena fijó un instante en mí sus almendrados ojos y escapando de mis  brazos se sumergió feliz, invitándome a seguirla con el magnetismo de su canto. Dudé y ante la magia y el misterio prevaleció en mí la cordura. Volví a la playa y me senté en las rocas mientras la observaba nadar dichosa y alejarse. Hasta que al rayar el alba desapareció.
Desde aquellos tiempos han pasado muchos años. Nunca la olvidé ni dejé de amarla. Ahora vivo en un edificio muy alto frente al río. Tengo la cabeza blanca y las manos cansadas y torpes. El taller de la calle Guipúzcoa ya no existe. Aquellos años de estudiante quedaron en el recuerdo.
Pero a veces por las noches,  cuando me encuentro solo, siento renacer en mí el fervor de mis años jóvenes. Vuelvo a vivir aquel amor que no  quiso llevarme a la locura, entonces cruzo la rambla y vengo a La Estacada. Me siento en las rocas a mirar el mar. Sé que mi sirena viene por mí.
La oigo cantar, llamándome.
Ada Vega, 1997. Garúa: http://adavega1936.blogspot.com/

martes, 11 de septiembre de 2012

Por mano propia




                     
Hacia la orilla de la ciudad los barrios obreros se multiplican. La ciudad se estira displicente marcando barrios enhacinados proyectados por obra y gracia de la necesidad. La noche insomne se extiende sobre el caserío. Un cuarto de luna  alumbra apenas. Los vecinos duermen. Un perro sin patria ladra de puro aburrido mientras revuelve tachos de basura. Por la calle asfaltada los gatos cruzan saltando charcos y desaparecen en oscuros recovecos, envueltos en el misterio. En una de las casas del barrio comienza a germinar un drama.
Clara no logra atrapar el sueño. Se estira en la cama y se acerca a su marido que también está despierto. Intenta una caricia y él detiene su mano. Ella siente el rechazo. Él gira sobre un costado y le da la espalda. Ya han hablado, discutido, explicado. Clara comprende que el diálogo se ha roto, ya no le quedan palabras. Ha quedado sola en la escena. Le corresponde sólo a ella ponerle fin a la historia.
 Los primeros rayos de  un sol que se esfuerza entre nubes, comienza  a filtrarse hacia el nuevo día. Pasan los primeros ómnibus, las sirenas de las fábricas atolondran, aúlla la sierra del carnicero entre los gritos de los primeros feriantes. Marchan los hombres al trabajo, los niños a la escuela y las vecinas al almacén.
Hoy, como lo hace siempre, se levantó temprano. Preparó el desayuno que el marido bebió a grandes sorbos y sin cambiar con ella más de un par de palabras, rozó apenas su mejilla con un beso y salió apresurado a tomar el ómnibus de las siete que lo arrima hasta su trabajo.  Clara quedó frustrada,  anhelando el abrazo del hombre que en los últimos tiempos le retaceaba.
 La pareja tan sólida de ambos había comenzado a resquebrajarse. No existía una causa tangible, un hecho real, a quién ella pudiera enfrentar y vencer. Era más bien algo sórdido, mezquino, que la maldad y la envidia de algunos consigue infiltrar, con astucia, en el alma de otros. Algo tan grave y sutil como la duda.
 Clara sabe que ya hace un tiempo, no recuerda cuánto, en la relación de ambos había surgido una fisura causada por rumores maliciosos que fueron llegando a sus oídos. Primero algunas frases entrecortadas oídas al pasar en coloquios de vecinas madrugadoras que, entre comentar los altos precios de los alimentos, intercambiaban los últimos chimentos del barrio. Claro que más de una vez se dio cuenta que hablaban de ella, pero nunca les prestó  demasiada atención.
Dejó la cocina y se dirigió a despertar a sus hijos para ir a la escuela. Los ayudó a vestirse y sirvió el desayuno. Después, aunque no tenía por costumbre, decidió acompañarlos .Volvió sin prisa.
El barrio comenzaba su diario ajetreo.
Otro día fue Carolina, una amiga de muchos años, quien le contó que Soledad, su vecina de enfrente, cada vez que tenía oportunidad hablaba mal de ella. Que Clara engañaba al marido con un antiguo novio con quien se encontraba cada pocos días, comentaba la vecina a quien quería escucharla.
 Comenzó por ordenar su dormitorio. Tendió la cama como si la acariciara. Corrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara el aire mañanero. Después, el dormitorio de los dos varones. Recogió la ropa para lavar y  encendió la lavadora. Puso a hervir una olla con la carne para el puchero y se sentó a pelar las verduras mientras, desde la ventana, el gato barcino le maullaba mimoso exigiéndole su atención.
El sol había triunfado al fin y brillaba sobre un  cielo despejado. Las horas se arrastraban lentas hacia el mediodía. Colocó las verduras en la olla del puchero y lo dejó hervir, a fuego lento, sobre la hornalla de la cocina. Tendió en las cuerdas la ropa que retiró de la lavadora.
Cuando estuvo segura y al tanto de los comentarios que la involucraban, increpó duramente a la vecina quién dijo no haber hablado ni a favor ni en contra de su persona, sin dejar de advertirle, de paso, que cuidara su reputación si le molestaba que en el barrio se hablara de ella. Clara quedó indignada. Aunque el vaso se colmó cuando, unos días después, su marido regresó enojado del trabajo pues un compañero lo alertó sobre ciertos comentarios tejidos sobre su mujer. Clara le contó entonces lo que su amiga le dijo y su conversación con la vecina. Le aseguró que todo  era una patraña,  una calumnia creada por una mujer envidiosa y manipuladora.
—Por qué —preguntó el hombre. —No sé —contestó ella. Entonces la duda. Y la explicación de ella. Su amor y su dedicación hacia él y  hacia los hijos. Le juró que no existía, ni había existido jamás, otro hombre.  —Por qué motivo esta mujer habla de vos. Por qué te odia —quiso saber. —No sé. No sé. Y la duda otra vez.   Quizás hubiese podido soportar el enojo de su marido. No tenía culpa de nada. Algún día todo sería aclarado, quedaría en el olvido, o preso del pasado. Pensaba que su matrimonio no  iba a destruirse por habladurías, sin imaginar siquiera que faltaba un tramo más.
Cuando se hecha a correr una calumnia nunca se sabe hasta donde puede llegar. El marido no está enterado,  pero ayer se acabó su tolerancia. Su corazón se llenó de odio. Cuando volvieron los hijos de la escuela le contaron que un compañero, en el recreo, les dijo que la madre de ellos tenía un novio.
Fue el punto final.  No más.
Entró en el baño a ducharse y se demoró complacida bajo la lluvia caliente. Se vistió con un vaquero, un buzo de abrigo y calzado deportivo. Tendió la mesa para el almuerzo con tres cubiertos. Dio una mirada en derredor. Comprobó que estaba todo en orden. Salió a la vereda y se quedó a esperar junto a en la verja de su casa. Pasaron algunos vecinos que la saludaron: el diariero,  el muchacho de la otra cuadra que vende pescado, el afilador de cuchillos, la vecina que quedó viuda y vende empanadas a diez. Es lindo el barrio. Y tranquilo, nunca pasa nada. Todo el mundo se conoce. En la esquina, sobre la vereda de enfrente, hay un almacén. Los clientes entran y salen durante todo el día.  En ese momento una mujer joven abandona  el negocio y se dirige a su domicilio situado  frente a la casa de Clara.
La joven la ve venir y cruza la calle. Se detiene ante la mujer que al principio la mira irónica, aunque  pronto comprende que el asunto es más serio de lo que imagina. Evalúa con rapidez una salida. Pero ya no hay tiempo. El arma apareció de la nada y el disparo sonó en la calle tranquila como un trueno. La mujer cayó sin salir de su asombro en la puerta de su casa.
Volvió a cruzar con la misma calma. Entró en su casa, dejó el arma sobre la mesa del televisor,  tapó la olla del puchero, apagó la cocina, se puso una campera y guardó la Cédula de Identidad en el bolsillo. Cuando oyó la sirena de la patrulla salió.
La vecina de enfrente permanecía caída en la puerta de su casa rodeada de curiosos. En la vereda de la casa de Clara, el barrio se había reunido en silencio. Alguna vecina lloraba. Una amiga vino corriendo y la abrazó. Un viejo vecino le dijo tocándole el hombro: no valía la pena m´hija. Ella le sonrió, siguió caminando entre los curiosos y entró sola al patrullero. El policía que venía a esposarla desistió.
Siete años después volvió al barrio. El esposo fue a buscarla. En su casa la esperaban los dos hijos, uno casado. La casa había crecido hacia el fondo estirándose en  otro dormitorio. Junto a la cama matrimonial del  hijo,  había una cuna  con un bebé. Otro puchero hervía sobre la cocina. La mesa estaba puesta con cinco cubiertos. Desde la ventana, el gato barcino le maulló un saludo largo de bienvenida.

AdaVega - 

lunes, 10 de septiembre de 2012

Encadenada




Eunice y Jaime crecieron juntos en Montevideo en una calle hermosa que baja hacia el mar, entre el Cementerio del Buceo y la Plaza de los Olímpicos, en  Malvín. Una calle que lleva el nombre del Mariscal paraguayo que murió peleando contra Brasil, Uruguay y Argentina en 1870, en la llamada guerra de la Triple Alianza.
Vivían en la misma cuadra, en un barrio por entonces más despoblado, de casas  arboladas y grandes jardines. Las familias de ambos eran numerosas y amigas, y los niños acostumbraban a jugar juntos todo el día. Desde que aprendió a caminar Jaime vivió prendido a las faldas de Eunice. Y para la niña no comenzaba el día, hasta no verlo atravesar el portón de la entrada de su casa.
            Cuando nació Eunice, cada una de las abuelas le regaló una cadena de plata con una medalla. Una de ellas, con la imagen de Jesús mostrando su  Sagrado Corazón y la otra con la  imagen de la  Inmaculada, de pie sobre una nube, en su Asunción  a los cielos en cuerpo y alma.
Nunca, mientras se amaron,  las quitó Eunice de su cuello.
La infancia la pasaron  juntos correteando con  los perros, trepando  a los árboles, bajando a la playa. Fueron  juntos a la escuela y en la adolescencia, perdieron juntos la virginidad. Se amaron desde entonces bajo el sol y bajo la luna y no existió para ellos otro universo que el de sus miradas ávidas. El amor los había unido el mismo día en que nacieron. Estaban, por lo tanto,  destinados el uno al otro. Así lo aceptaron siempre los amigos y las familias de los dos.
Sin embargo un día Jaime se compró una moto, se adosó una mochila  y se fue a recorrer el mundo. Y Eunice, deshecha en lágrimas,  se compró  una botella de un vino rojo y dulce y se emborrachó decidida a dejarse morir ese mismo día, si fuese posible.
 Entre tanto Jaime cruzaba a la Argentina, de la Argentina al Paraguay, del Paraguay  a Bolivia, y en Bolivia se internó en Brasil y en el Mato Groso estuvo perdido cinco años. Reapareció en Venezuela, cruzó a Colombia y de allí a Panamá y a la América Central. Le costó dejar al gran México a su espalda, pero llegando a Matamoros, sobre el Golfo de México, cruzó el Río Grande y entró en los EE.UU.
 Hacía diez años que andaba viajando. Atravesar los EE.UU. para entrar a Canadá le llevó  cinco años más. Vivió dos años en Montreal y  después de visitar Toronto decidió volver al Uruguay.                      
 Entre la ida  y la venida habían pasado algo más de  veinte años  del día en que aquel  motoquero  se fue a recorrer el mundo, cuando llegó una  noche en una cuatro por cuatro a una mansión de José Ignacio, en Punta del Este, donde unos amigos brasileños ofrecían una recepción.
Mientras tanto Eunice, después de emborracharse con aquel vino dulce y rojo y llorar amargamente durante días y días, decidió seguir viviendo porque al fin entendió que tras la tormenta siempre el sol vuelve a salir. Terminó sus estudios y un día conoció a un joven contador que vivía por la playa de los Ingleses, que se enamoró de ella y le propuso matrimonio.
Jaime hacía diez años que se había ido. Nunca  escribió,  ni nadie supo de su vida. No tenía por qué seguir esperando. Lo más seguro era pensar que se habría casado mientras andaba de turista por esos caminos de Dios. De manera que, pese a  no poder olvidar aquel amor  juvenil, aceptó al contador que resultó un hombre de fortuna y un verano se casó dispuesta a ser feliz.
 Eunice conservaba en su cuello las dos cadenas con las medallas que le regalaran las abuelas el día que nació. Nunca se las quitó,  porque a Jaime le excitaba el roce de las medallas sobre su rostro y sobre su pecho cada vez que se amaban. Se las quitó, sin embargo, la misma noche de su boda pues a su marido, según le dijo,  el roce de las medallas y su tintineo lo desconcentraban.
La noche que Jaime  llegó a la fiesta de José Ignacio se encontraba Eunice,  que había concurrido  con su marido,  conversando con una amiga en uno de los salones. Jaime la vio en cuanto entró. Se dirigió a ella y sin preámbulo le preguntó:
 —Qué pasó con las cadenas y las medallas de plata.
Al reconocerlo, Eunice quedó pensando que aquel hombre que la interpelaba no era el Jaime de su niñez, ni el de su amor primero, ni el que un día la abandonó. Aquel hombre era un extraño. De todos modos, sintió que su corazón se regocijaba.
—A mi esposo lo desconcentran —le contestó.             
Esa noche no tuvieron oportunidad de  reanudar la conversación. Sólo supo Jaime que ella estaba casada, tenía dos hijos  y era feliz. Ella  supo de él  que continuaba soltero y sin hijos. Cuando volvió, Eunice puso la casa patas arriba buscando las benditas cadenas, hasta que al fin dio con ellas. A la mañana siguiente su marido la encontró preparando el desayuno con las cadenas al cuello.
—Y esas cadenas —le preguntó. —Son mías —le dijo ella. —¡Pero son viejas! —se quejó el hombre. —Sí, pero volvieron a estar de moda —contestó y cambió de tema. Los dos volvieron a encontrarse, un medio día, en una comida campestre. Jaime, como la vez del reencuentro,  la vio al entrar. Eunice lucía sobre su pecho las cadenas de plata. Fue hacia ella la tomó de una mano y la llevó a un aparte.
—Necesito hablar contigo —le dijo. Caminaron hasta la cuatro por cuatro, subieron y  desaparecieron por la ruta. En el cuarto de un hotel reiniciaron aquel amor de la niñez, la pasión de adolescentes. El amor interrumpido de los veinte años. Jaime volvió sentir sobre su cara y sobre su pecho el roce de las cadenas de plata, el tintinear de las medallas que siempre lo excitaron. Él había vuelto y ella estaba allí. Todo volvería a ser como fue desde un principio. Eunice había sido solamente suya. Ahora volvería a serlo. Siempre supieron ambos que habían nacido el uno para el otro.
            Eunice vuelve feliz a la fiesta. Se ha quitado las cadenas del cuello y las a arrojado por la ventanilla de la cuatro por cuatro. Ha borrado, por fin, de su mente y de su corazón el recuerdo de aquel amor primero. Este Jaime con quien estuvo no es aquel  Jaime de los veinte años que un día la dejó para ir  a recorrer el mundo. Lo que acaba de vivir es un mal dibujo de un pasado que ya no existe y que, equivocada, guardaba todavía en un rincón del corazón. La vida en su trascurrir todo lo altera. Y la memoria no es tan fiel como creemos.
          Sentado al extremo del salón, de charla con amigos está su  esposo. Eunice se acerca y sienta a  su lado. El hombre le pasa un brazo por los hombros y mientras la atrae hacia sí, le pregunta: —No tenías puestas las cadenas cuando vinimos.
—Sí —le contesta ella—, pero me las quité porque ya pasaron de moda.
—Estás segura de que pasaron de moda. ¿Nunca más te veré encadenada?
 —Muy segura —afirma ella. —¡Nunca más! 

Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/

martes, 28 de agosto de 2012

Misivas de ida y vuelta




Sra. de García:

  Le ruego a Ud. Pase a la brevedad por la escuela donde concurre su
   hija Juanita, por asunto de su interés.
                                                                             Atte. La maestra Irene.

Señorita maestra Irene:
                          Yo no sé si usted se piensa que yo no tengo más   nada que hacer que pasar por la escuela a la brevedad por asunto de mi interés.  Los asuntos de mi interés están acá en mi casa no ahí en la escuela  que para eso está usted. Que al final este año entre la Juanita y el Maxi ya me han traído como veinte cartitas pidiéndome que pase por la escuela y yo pierdo de trabajar para ir y resulta que es para oír sonceras y cosas que a mí ni me van ni me vienen y que no son de mi interés, como ser donar ropa para los pobres como si nosotros fuésemos ricos ¡vea usted! o cosas como organizar quermeses para ayudar a los niños carenciados. Mire maestra yo no sé muy bien qué son niños carenciados, lo que sí sé es que a los míos apenas puedo vestirlos y de comer mejor ni le cuento que las más de las veces para que ellos coman mi marido y yo pasamos a mate y mate, pues yo no sé si usted está enterada de que a mi marido que trabajó como veinte años en una empresa, hace un año lo mandaron al seguro de paro y  cuando volvió lo echaron  ¿qué me cuenta?  a él que nunca robó ni llegó tarde lo dejaron en la calle así como así   y  ahora mi marido con cuarenta y cinco años que tiene no hay diablo que le dé un trabajo que agatas agarra alguna changa con el Ernesto que trabaja en la construcción  y que hasta tengo miedo que él, que nunca se subió a una escalera, un día se caiga de algún andamio y me lo traigan lleno de quebraduras y hecho un inservible que para eso mejor sería Dios me perdone que se muriera porque yo no  estoy le puedo garantir con tres limpiezas que tengo, la casa y los tres gurises como para andar lidiando con un lisiado por más que sea mi marido y el padre legítimo de mis hijos, porque para mí sería tremendo le juro tener que darle de comer en la boca a un hombre grande como mi marido que sano no hay comida que le venga bien de tan impertinente que ha sido siempre, así que enfermo figúrese usted, no ha de  haber cristiano que lo aguante y menos yo. Por lo que no quiero ni pensar el tener que andar cinchando con él con mis cuarentaidos quilos que peso últimamente de tan flaca y anémica que estoy así que... espere...  acá me acota mi hija la Juani  que mi concurrencia a la escuela es para pedirme una colaboración para ayudar a los damnificados de las inundaciones. Dígame una cosa señorita maestra Irene ¿usted vio la cañadita esa que pasa por atrás de la escuela  que empieza por la casa de doña Gertrudiz como una canaleta que hicieron los vecinos para que corriera el agua? Bueno, resulta que cuando llega por acá ya parece un arroyo y al pasar por mi casa va arrastrando latas, bolsas y todo tipo de mugre que tiran los vecinos y cada vez que llueve un poquito no más se desborda y mi casa se llena de agua, mugre y bichos muertos, a nosotros que   somos inundados permanentes nadie nos ayudó nunca ni a nosotros ni a ninguno de la cuadra  ¿y a usted le parece que yo puedo ayudar a los damnificados que se quedaron sin techo? vea señorita Irene , ellos se quedaron sin techo pero acá en el “cante ” la mayoría nace sin techo – mi hija me corrige – me dice que no se dice más “cante” que ahora se dice    “asentamiento” como si cambiar el nombre a los rancheríos y a la miseria mejorara la situación. Y no crea maestra que no tengo sentimientos, a mí me duele el hambre y el frío de los que tienen menos que yo pero me siento impotente no puedo dar lo que no tengo, me supera. Le puedo asegurar maestra que hay días en que me siento muy cansada y no es de trabajar le aseguro sino de no percibir un futuro mejor por más que lo busco, entonces sabe,  miro a mis hijos que están sanos que comen y van a la escuela y sigo tirando. Por todo esto que le digo y le cuento y que es la pura verdad le pido encarecidamente que la termine con las cartitas, que yo no pienso ir más a la escuela que de tanto ir parezco más alumna yo que mis hijos así que déjeme tranquila y pídale a los que tienen y no a nosotros que cada día tenemos menos, usted mejor dedíquese a enseñar que para eso está en la escuela de maestra que para andar pidiendo ya hay demasiada gente en la calle, porque últimamente se les ha hecho costumbre a los uruguayos vivir de la manga y le sacan a un santo para vestir a otro y así nos piden ropa, comida, muebles, chapas, sangre y como les parece poco  ahora también nos piden los órganos vitales, ni muertos dejan de mangarnos. En fin espero que yo haya sido lo suficientemente explícita y que usted haya entendido por qué no voy a la escuela por asunto de mi interés, cuando tenga algo importante que comunicarme como ser que mis hijos estudian o no estudian o arman relajo en la escuela  me lo hace saber de lo contrario no se moleste que yo no quiero saber qué les pasa a los demás que con lo que me pasa a mí es más que suficiente pues habrá visto que yo a duras penas voy llevando la economía de mi casa que es más que precaria.
 Espero sea usted muy feliz y los maestros consigan algún aumentito pese a los apremios del Fondo Monetario Internacional, la pérdida de los ferrocarriles  
y la humedad.                                                                                          
                                                                Atte. La mamá de Juanita
P.D. Perdone si la misiva me salió un poco larga, lo que pasa es que no sé por qué, pero últimamente ando medio nerviosa. 
Ada Vega, 1998 

jueves, 23 de agosto de 2012

Dale que va



       Cuando sonó el despertador hacía rato que Antonio estaba despierto. Corrían los años noventa y la preocupación de perder el empleo, que se cernía sobre los trabajadores, había logrado que  perdiera el sueño y pasara las noches en vela.
       María, a su lado, aún dormía. Se levantó tratando de no  despertarla. Un frío intenso acosaba. Ante los primeros intentos del sol la noche se resistía. Puso a hervir el agua para el mate y  se  sentó junto a la mesa con los ojos fijos en la llama celeste del gas  que lamía los costados de la caldera.
        Hacía un par de días que el jefe de su sección  les había comunicado, a  él y a varios compañeros, que dejarían de hacer horas extras. Las extras,  para Antonio eran esenciales, significaban otro sueldo que así, sin más ni más, le quitaban de un día para el otro. Este recorte en su salario se venía a sumar a la controvertida  Ley de Puertos que, un tiempo atrás, lo dejara sin un ascenso importante en su carrera. Ahora, ante el cierre sistemático de las secciones de operativa portuaria que, una a una, iban dando paso a  la temida privatización con su consabida pérdida de puestos de trabajo, la preocupación pasaba a ser un problema grave. Antonio, con más de cincuenta años de edad sabía con certeza que si perdía su empleo, no conseguiría otro.
       Dejó el mate, se afeitó y terminó de vestirse. Cruzó la bufanda bajo la campera y subió el cierre. Apagó la luz, cerró con dos vueltas de llave y salió. Comenzaba a amanecer. Un viento helado soplaba desde el río.  Mientras la Villa del Cerro dormía bajo el faro vigilante de la Fortaleza, caminó por Grecia hacia la salida del 125 frente a la playa. Tomó asiento junto a la ventanilla aferrado  a sus pensamientos. Llegaron el chofer y el guarda a ocupar sus puestos. El ómnibus se puso en movimiento.

 Un hombre viejo pidió permiso y se sentó a su lado.
—Buen día, saludó. Antonio lo miró con fastidio. Interrumpía su intimidad.
La cabeza blanca enfundada en un gorro de lana. Dibujado en la cara un mapa de arrugas. De cuerpo enjuto. Se restregaba las manos para calentarlas.
—Buen día, masculló. Subió el cuello de la campera y se  arrellanó en el asiento, pegado  a la ventanilla.
 —Cuando levante la helada va  hacer más frío, pienso. Antonio no se dignó contestar. El viejo siguió hablando. Antonio no quería escuchar, ni hablar con nadie. Necesitaba sufrir, torturarse, enojarse con todo el mundo porque tenía problemas económicos. Intentó no oírlo volviendo a su problema: (los portuarios estamos liquidados, hasta que no nos refundan no van a parar…)
—... y nos vinimos del norte con los gurises chicos pa´ver si en la capital repuntábamos un poco. Los del interior  del país venimos todos con la misma ilusión, sabe. En la campaña cada día hay menos trabajo. Acá es más fácil. Siempre alguna changa sale. Aunque sea pa´la comida ¿no?...yo me vine hace muchos años. Con la patrona, me vine. Con la patrona y los gurises. Trabajé en el frigorífico. En el Nacional. Más de veinte años trabajé. Sí, más de veinte años. Nos habíamos comprado una casita con un campito atrás del Cerro y lo trabajábamos lindo no más. Pero la capital nos empezó a cobrar. ¡Demasiado se sabe que nada viene de regalo! Fue cuando se nos murió el más chico. Andaba gateando y se nos cayó en un pozo que estábamos haciendo para el agua. Una infamia, mire. Sí, una infamia (y Antonio, vencido, se puso a escuchar),  al final  criamos tres, dos machitos y una niña. La mujercita en cuanto cumplió quince años entró en amores con un mocito  que yo le dije a mi patrona que no me gustaba. Usaba el sombrero requintado, golilla blanca, siempre fumando andaba. De mirada huidiza el mozo. No me gustaba no. Un día la gurisa se fue con él. Después supimos, se dio a la mala vida. Nunca dejó de venir a vernos, pero del todo no volvió más. Hizo plata. Sí. Mucha plata. Se compró una casa por el Hipódromo con un terreno grande. Yo vivo allá, sabe. Lo tengo plantado, buena tierra, lo que usted plante viene,  fíjese. Buena tierra. Tuvo un hijo, se lo criamos con la patrona hasta que terminó la escuela. Después ella lo puso en los Talleres Don Bosco  para que aprendiera un oficio. Salió como a los dieciocho años, con oficio y con trabajo. Buenísimo el gurí. De ley. ¡Sí señor! Lindo muchacho, alto y fuerte. Toca la guitarra, sabe. ¡Si lo viera...! Vive conmigo, es lo que me queda. Gana buena plata, muy trabajador, en eso de la electrónica, sabe, en eso trabaja.  La madre murió, se agarró una peste y se fue en menos de un mes. Él casi no la conoció, mire usted. Tengo un hijo que se fue para la Argentina hace años. Cuando la dictadura, sabe. No supimos más de él. Pero no se fue por la política, no, era demasiado vago para que le interesara la política. Él se desapareció solito, no más. Se fue de mochilero con otros dos. Cosa de muchachos. 
      El tercero sí, una desgracia, las malas juntas,  terminó en la cárcel;  vendimos la casita y el campito del Cerro para pagar un abogado. Al poco tiempo en un ajuste de cuentas, lo mataron. Sí, así fue. No tuvimos suerte con los gurises. Mi patrona decía que la capital nos había castigado por dejar el campo solo. Pobrecita. Ella también me dejó hace dos años. Las vueltas de la vida, ¿no?  mire usted. Ahora vengo del Cerro. Fui a visitar a un hermano. Fui ayer, querían que me quedara, pero ya me voy para casa. Le prometí al nieto que llegaba temprano. Siempre almorzamos juntos. Me espera con el amargo. ¡Abuelo!, me dice cuando me abraza. Es muy pegado conmigo. Se me tenía que dar una buena ¿no le parece?... ¡mi nieto, carajo! Es lo que me queda.
   Entrecerró los ojos para mirar hacia fuera, por la Estación Central se puso de pie. Me bajo en ésta, dijo. Se quitó la gorra, le tendió una mano. —Adiós, que le vaya bien. Antonio también se puso de pie, estrechó con fuerza, con sus dos manos de hombre joven, fuerte, vital, la callosa mano de aquel viejo desconocido que en menos de una hora le contara su vida.
 —¡Suerte, don!
—Gracias, m´hijo.
—¡Y gracias! —le gritó Antonio, y el viejo quedó mirándolo desde la vereda...
Se bajó del 125 en el Neptuno, cruzó el empedrado de la rambla y entró al Puerto por Yacaré. Se dirigió a su puesto de trabajo por la senda. Se puso a silbar.
—¿Te sacaste el Cinco de Oro, flaco?
—Casi... (Al lado de este viejo yo soy Gardel).  ¡Dale, que va...!
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/