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martes, 19 de marzo de 2013

Pasional



 La casa de Parque del Plata  la alquilamos, el primer año de casados,  para pasar las vacaciones de verano. Era una casa de bajos, sobre la rambla, frente al arroyo Solís a cuatro cuadras de su desembocadura. Una linda casa, cómoda, de fondo con parrillero bajo los árboles. Durante dos o tres años pasamos allí,  con mi esposa Sonia, el mes de mi licencia anual. Después, cuando nacieron mis hijos Álvaro y Noelia, decidimos, en lugar de alquilar por un mes, hacerlo por los tres meses de verano para que los chicos disfrutaran por más tiempo de la playa y del sol. Ya había comprado el auto y viajaba todos los días hasta mi trabajo. En aquella época estaba empleado en los escritorios que unos  estancieros, concesionarios de lana, tenían  en Agraciada y Buschental.
Un día decidimos, con Sonia, alquilar la casa por todo el año. Hablamos con los dueños y comenzamos a pasar allá largas temporadas. Habíamos terminado de pagar la casa de Williman, los chicos estudiaban y llevábamos una vida feliz. Y creí que eso era todo.
¡Qué equivocado estaba! Eso fue sólo el principio.
 Recuerdo que  acababa de cumplir los cuarenta y dos años cuando en  la oficina decidieron tomar tres empleados más para agilizar un poco el papeleo, dijeron. Pusieron un aviso en el diario y se presentaron más de treinta jóvenes de ambos sexos. Seleccionaron  a tres de ellos: Aníbal, Elena y  Noel. Noel quedó en mi sector. Tenía dieciocho años y la belleza y el desparpajo de la propia juventud.  Su entrada a la oficina me inquietó. Traté, por lo tanto, de  enfrascarme en mi trabajo e ignorar su presencia. Fue inútil.
 Durante todo el tiempo que pude intenté negar el sentimiento que crecía y me ahogaba cada día más. Me lo negué a mí y lo oculté a los demás.
Noel revoloteaba todo el día  alrededor mío. Preguntaba mil cosas del trabajo que decía no entender. Me hablaba de su casa, de sus plantas. De su mamá. De la película que había visto el sábado y de la comida que comió el domingo.
 Su hostigamiento no conocía la piedad.

Yo no quería que me contara nada.  No quería que me hablara. Que me mirara, entrecerrando los ojos, mientras tamborileaba con los dedos  sobre su escritorio. Que  bebiera coca por el pico de la botella con sus ojos fijos en mí.  No quería. Que pasara la punta de la lengua sobre sus labios o jugara con la lapicera en la boca, haciéndola rodar sobre sus dientes. Que siguiera mirándome.  No quería. Que me sostuviera la mirada desafiante. Juro que no quería. Me resistí. Juro que me resistí.

Yo era feliz  en mi casa, con mi mujer, con mis hijos. Con mi perro.
 Empecé a ponerme irascible, nervioso. Discutía con Sonia por cualquier tontería, culpándola siempre a ella de nuestras continuas disputas. A no soportar a mis propios hijos a quienes amaba. No poder, por las noches, conciliar el sueño. Esperar que amaneciera el nuevo día para escapar de la cama y de la casa que me asfixiaban. Salir como un poseído, a caminar por la playa.  Caminar, caminar, aturdirme...caminar...
 Muchas veces íbamos solos para Parque del Plata. Mis hijos ya estaban grandes, tenían sus compromisos, sus amigos, y preferían quedarse en Montevideo. Yo me quería ir de cualquier manera. Necesitaba pasar todo el tiempo posible  junto al mar que siempre ha calmado mis nervios. Alejarme de aquel círculo agónico que cada día se cernía más sobre mi conciencia. Sonia, ajena, inocente, me acompañaba feliz. Iba conmigo adonde yo fuera. Ella fue siempre incondicional mía. Me amaba.
Una tarde Noel me preguntó si cuando saliéramos podía ir conmigo hasta Las Toscas, pues iba  a la casa de una amiga a pasar el fin de semana. Traté de inventar una excusa creíble y oí su voz que me urgía: ¿me llevás? Desconocí mi propia voz cuando le contesté: sí, te llevo. Subió conmigo en el auto. Llevaba su cabello largo atado con una gomita sobre la espalda. Un vaquero desflecado, una remera descolorida y una mochila negra enganchada al hombro. Parecía más joven de lo que era en realidad. Tomé la ruta sin hablar una palabra. Noel tampoco hablaba. De todos modos, no necesitaba mirar su rostro para imaginar la expresión de triunfo que reflejaba. La tardecita estaba fresca, pero no como para que se acercara tanto a mí. Casi me impedía manejar. Miré sus manos de uñas recortadas, casi rentes, jugar con los botones de la radio.
 Antes de llegar a Salinas dijo que tenía frío y se apretó a mí con impudicia. Había oscurecido. Entré por una de las calles deshabitadas del balneario y detuve el auto. Noel se soltó el pelo. Su boca se entreabrió en una sonrisa de dientes blancos. Perfectos.
Su boca hambrienta.
Lo que sucedió después fue un vértigo alucinante que nubló mis sentidos, mi razón. Borró de un soplo la vida pasada y dejó ante mí un abismo  como única opción. En el que caí. Vencido. Sin oponer resistencia. Que en un lapso  que  no puedo en este momento discernir,  me llevó a entregar la casa de Parque del Plata y alquilar en el Centro un apartamento para Noel. Pasé, desde entonces, a llevar una doble vida. Comencé a faltar noches enteras  de mi casa, algo que nunca había hecho antes. Inventé salidas al interior  por asuntos de trabajo. Horas extras, balances urgentes. El asunto era escapar, del que por años había sido mi hogar, para pasar unas horas en compañía de  Noel.
Mi mujer, que creía en  mí a  pie juntillas, jamás dudó con respecto a las distintas artimañas que yo fraguaba ante mis continuas deserciones. No obstante, estaban mis hijos. Ellos comenzaron a dudar. Anduvieron averiguando. Una tarde fueron a esperarme al trabajo y me siguieron hasta el apartamento. Como  demoraba  en  salir del edificio subieron y tocaron timbre.  Noel abrió la puerta. Llevaba sobre su cuerpo solamente un pequeño short con el botón de la pretina desprendido y los pies descalzos. Detrás estaba yo.  Los muchachos de una sola mirada entendieron todo. Recuerdo que intenté hablar con ellos, pero no  quisieron escucharme. Dieron vuelta y se fueron casi corriendo. Aún puedo ver sus rostros demudados, sus ojos empañados fijos en los míos.
 Aún siento el cimbronazo de su dolor.
 Le contaron todo a la madre. Volví a mi casa, después de varios días, a buscar mi ropa.  Mi mujer estaba destrozada. Fue una situación muy penosa. Yo tenía poco que decir y ella no quiso saber nada. Me fui consciente del dolor que infringía a mi familia. Pero no me importó. Por mucho tiempo no supe de ellos. Después me enteré que Sonia estuvo enferma, que cayó en un pozo depresivo del que le costó mucho reponerse. Hasta que hace unos años se fue del país. Mi hijo, Álvaro, había conseguido trabajo en España y en cuanto pudo alquilar una casa mandó buscar a la madre y a la hermana. Nunca más supe de ellos.
 Reconozco que para muchos es ésta una historia amarga, de la que soy único responsable, pero es la vida que elegí llevar. Tal vez usted  piense que soy un monstruo, un maldito. Sin embargo, no soy una mala persona. Me considero un hombre de bien. El daño que le hice a mi familia no lo pude evitar. Créame. Con Noel viví una maravillosa locura. Fuimos rechazados muchas veces por la gente. Vivimos recluidos. Cambié varias veces de trabajo. Pero nada de eso fue obstáculo que impidiera nuestra dicha. Nos bastaba con estar juntos. Nada más. Así transcurrieron veinte años.
 Una mañana despertó y se abrazó a mí. Voy a morir pronto,  me dijo, pero no quiero que sufras, yo te estaré esperando y volveremos a estar juntos. Al escuchar sus palabras sentí que se me helaba el corazón. ¿Qué dices? ¿Quieres volverme loco?, le grité. Noel  se apartó y comenzó a reír con aquella entrañable risa suya que calmaba mis enojos, mis dudas,  mis miedos. ¡Tonto, me dijo, es una broma! Yo no voy a morir nunca. ¡Jamás te dejaré! Seis meses después moría en el hospital  víctima de un virus, una enfermedad extraña que los médicos desconocían. Tenía treinta y ocho años.
Parecía dormido en la blanca cama del hospital. Tenía su mano entre mis manos, su mano aún tibia, con las uñas recortadas casi rentes.
No lloré, no grité ni maldije. Estaba vacío por dentro. Estaba más muerto que él. Y así sigo. Esperando que la parca venga a buscarme para volver con Noel. Mi Noel. El muchacho desfachatado que entró a mi  vida sin permiso y se quedó para siempre. Por quien no me importó perder a mi mujer,  mis hijos, mis amigos, mi trabajo. Por quien me vi obligado a  comenzar una nueva vida.
Afrontando  a  la gente. A mis prejuicios. Enfrentando a Dios.
Ada Vega - Garúa,  http://adavega1936.blogspot.com//

miércoles, 13 de marzo de 2013

Andando



Conocí a don Justino Andrade cuando él bordeaba sus floridos ochenta años y yo fatigaba  mis treinta, enredada entre los turnos de un marido taxista  y el infierno de tres hijos varones. Frente a mi casa había entonces una pensión: La Dorotea, chica, modesta. La dueña era doña Amparo, una española viuda y sin hijos. Mujer de mucho temple, gran cocinera, quien con la ayuda de una empleada mantenía la pensión como un jaspe. Y allí llegó un día don Justino. Un día de invierno frío y seco.
Lo vi en una de mis corridas al almacén entre el desayuno y el almuerzo. Lo recuerdo entrando a La Dorotea. Vestía un gastado sobretodo gris, sombrero negro y un poncho blanco y celeste terciado al hombro. Como único equipaje traía una pequeña valija. Lo vi y lo olvidé en el acto. Un día, sin embargo, comencé a fijarme en él. Pese a lo crudo del invierno, solía sentarse mañana y tarde en la vereda de su pensión armando sin apuro su cigarro y con el amargo siempre ensillado. Puse atención en él,  pues vi que siempre me observaba en mis idas y venidas. Una mañana cruzó.
            —Buen día doña.
            —Buen día.
—No se mate tanto m’hija. Vive la vida disparando pues. Pare un poco.
¿Pa’qué  corre tanto?
Yo barría la vereda. Detuve la escoba para contestarle, lo que pensé era un atrevimiento, y me encontré con su mirada sincera, su mano callosa sosteniendo el mate y le contesté:
—Qué más remedio don. Si no corro no me da el tiempo.
          —¿Y pa’que quiere que el tiempo le dé? Lo que no se hace hoy se hará mañana.
Desde  ese día fuimos amigos. Me gustaba llamarlo después de almorzar. Nos sentábamos en la cocina. Él traía el amargo. Yo tomaba un cafecito y conversábamos. Se sentaba junto a la ventana apoyado en la mesa. Miraba hacia afuera fumando lento y me contaba historias.
Había nacido en una estancia de Santa Bernardina a fines del siglo diecinueve. Hijo de la cocinera,  nunca supo si su padre fue el estanciero o el capataz. No se lo dijeron y él no preguntó. Apenas cumplidos los catorce años se unió a una tropa de insurgentes. Vivió a campo y cielo, peleando en guerrillas internas. Fue herido de sable en el combate de Illescas, durante la guerra civil de 1904. Fue su última patriada
Enfermo y debilitado, consumido por alta fiebre, acompañó a su General hasta el arroyo Cordobés cuando éste se dirigía hacia Melo. No volvió a guerrear. Se estableció en La Amarilla hasta restablecer su quebrantada salud. Allí vivió cerca de la casa que en los tiempos heroicos habitara Doña Cayetana María Leguizamón, una paraguaya apodada La Guaireña, que según se dice fue amante de Rivera.
Me contó del dolor que lo aguijoneó cuando en enero del 21 vio pasar por Durazno, rumbo a  Montevideo, el tren expreso que transportaba desde Rivera los restos de su General. Don Justino me contó su vida con simpleza. Como un cuento. Me dijo que nunca se casó, pero que creía tener tres o cuatro hijos por ahí. Hurgando en sus recuerdos me confesó que sólo una vez, se había enamorado de verdad. Pero que había mirado muy alto. Ella era la esposa de un hacendado. Una muchacha joven y muy bonita casada con un portugués viudo y con hijos.
Una primavera  antes de terminar la zafra, ensilló su tordillo y se fue. Le faltaron agallas para pelearla y llevársela con él. No se arrepintió. No hubiese soportado vivir preso de una mujer. Él necesitaba el aire, el viento en la cara, el sol por los caminos, y el andar de pago en pago llevando la luna de compañera. No fue hombre de quedarse en ninguna parte. Fue domador y guitarrero. Anduvo esquilando por el Norte del país,  solo o en comparsas. Diestro con la taba y muy enamorado. Andariego. Por eso no tenía historia propia. Ni familia. Ni amigos. Sólo anécdotas, historias de otros. Recuerdos. Y su visión de la vida, su filosofía aprendida de tanto andar y de tanto vivir. Casi iletrado, de espíritu rebelde, reaccionando siempre ante la injusticia social, fue don Justino un soñador de ideas avanzadas que muchos siguen soñando.  En aquellas tardes de café y amargo descubrí en don Justino a un hombre íntegro, sincero hasta la exageración, simple y sabio.
Aprendí de él a darle otro ritmo a mi vida. A tomarme mi tiempo. A creer en mí. Y a saber que yo puedo. Se hizo amigo de mi esposo con quien compartía amargos y truco. Mis hijos lo aceptaron como de la familia, pero él nunca se entregó. Pese a que nosotros le brindamos toda nuestra amistad y cariño, don Justino conservó siempre cierta distancia. Y los años se fueron sucediendo entre problemas, tristezas y alegrías.
Había pasado largamente los ochenta y pico cuando un invierno se despidió de mí; varias veces me comentó el deseo de terminar sus días en sus pagos del Durazno. Deseché la idea de convencerlo de lo contrario. De todos modos, no me hubiese hecho caso. Y una tarde cruzó por última vez. No se despidió de nadie. Solo doña  Amparo lo acompañó hasta la puerta de la pensión. Sentados en mi cocina y teniendo tanto de qué hablar, compartimos los últimos amargos en silencio.
La tarde empezó a escaparse por las rendijas. Él armó lentamente su cigarro, lo aspiró despacio. Por entre el humo miré su rostro cansado. Apretó mi mano con fuerza. Yo lo abracé y lo besé por primera y última vez. Como a mi padre, como a un amigo. Se fue con su sobretodo gris y su poncho blanco y celeste. Me dejó el regalo de haberlo conocido.
Supimos que murió en el tren antes de llegar a su pueblo.
Murió como vivió: andando.

                  Ada Vega - 

viernes, 8 de marzo de 2013

Edelmira dos Santos



    
     Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena nacida por la frontera, criada en Melo y venida  a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un ranchito a dos aguas forrado de madera junto a unos álamos, al final de una calle cortada.
    Tenía una gata amarilla y un perro zanguango medio blancuzco, que pasaba durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba, maldecía en portugués.
    Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre desde su viudez andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín, ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
    Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino:
—Esta casa está precisando una mujer.
—Y quedate, le dijo don Gabino.
—¿Cómo es eso? le contestó ella.
—Y, podés elegir — le dijo él—, te quedás con cama en la pieza del fondo y te doy cien pesos por mes y la comida, o te quedás en mi cama y te doy mi jubilación.
    La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito puso una sábana limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó de una palmada al perro, cerró el ranchito, y entró en la casa de don Gabino por la puerta principal.
   Don Gabino tomaba mate en la cocina la vio entrar, ir a su dormitorio y sobre la cama matrimonial dejar su atadito de ropa. Cuando volvió a la cocina él le ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:
—Cebalo vos.
—No señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
    Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don Gabino y  Edelmira. Ellos no soltaban prenda. Así que sólo se hacían conjeturas.
—¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No le veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe estar con cama. Y por esas quedó.
   Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como para los cigarros y para tener en el bolsillo por cualquier eventualidad, porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡es inaudito! peor que andar desnudo. ¡Peor!
   Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias, calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.
    Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones planchados. A cuidar el jardincito y limpiar las jaulas de los pájaros. Una tarde Edelmira le compró en la tiendita del barrio, una camiseta y unos calzoncillos largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y afelpados. Don Gabino le dijo que ni soñara ella que él se iba a poner esa ropa de viejo. Que iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía muy bien que él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato. 
   Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería abrigado y sano y no de slip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío. Don Gabino se puso los calzoncillos largos.
 Una tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo así te comprás ropa y zapatos.
—¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
   Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos días.
Ella iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡tenía uña, sí!
   Esa noche Edelmira estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris. Para el segundo invierno que pasaron juntos don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que lo mantuvo en cama como un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera.
    Mientras se recuperaba el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos daba por seguro que no tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto  estuvo en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a fin de contraer matrimonio con Edelmira.
   Nadie en el barrio supo del casamiento. Sólo al final, y por casualidad, se enteraron que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a vivir diez años juntos. Faltando unos meses don Gabino se enfermó. Después de una intervención quirúrgica muy importante, vivió sólo un par de meses. Murió tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira que comenzó a llorarlo mucho antes de su partida.
Don Gabino conocía bien el paño.
    La misma noche del entierro llegaron los sobrinos con un camión. A cargar todo lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar que  iba a quedase  dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta, así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
   Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró hasta que arrancaron. Primera vez.
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/

lunes, 4 de marzo de 2013

El Mánchester Fobal Clú



      El sol del mediodía achicharraba las calles desiertas del barrio. Adentro de las casas no se podía estar, y afuera el calor agobiaba. El cielo lucía limpito sin una nube que presagiara, por lo menos, un poco de viento, una brisa suave, y ni soñar:  una lluvia escasa. Los perros andaban de boca abierta, con la lengua colgando hasta el pecho,  abombados de tanto calor.
      En la cantina de El Mánchester Fobal Clú, estaba reunida la comisión directiva.    Alrededor de una mesa, con los pantalones remangados hasta la rodilla, unos de camisetas y otros con los torsos al aire, los directivos se habían hecho presentes ante la  urgente convocatoria. 
   Sudorosos, tirados en las sillas, bebiendo sodas, cerveza helada o vino con cubitos, esperaban. No era hora de reunión, se sabía, pero el tema que los convocaba ameritaba la presencia en pleno de la comisión. 
   Al fin,  Pedro Zeballos que era el secretario tomó la palabra con unos papeles en la mano: señor presidente, señores de la comisión de El Mánchester Fobal  Clú... ¡Dejate de protocolo, Pedro, y  andá al grano, querés!  Le gritó Martiarena  que era el presidente. Zeballos insistió: los informes a la comisión  reunida para el caso, creo yo que se deben de dar con...¡Pedro!, dejate de macanas y decí de una vez que quieren  los de El Puente antes que terminemos derretidos ¡carajo!
        Se levantaron voces, algunas roncas de vino, otras alegres de tanta cerveza fría: ¡Dale, Pedro, decí de una vez qué  les pasa a los de El Puente! 
    Zeballos dobló los papeles, los guardó en un bolsillo y dijo: nos invitan a un campeonato en beneficio del vecino que  el otro día se le quemó la casilla.
     La comisión comenzó a opinar: ¿Un campeonato con este calor? ¿No se les pudo haber ocurrido nada mejor? ¿Y en qué cancha se va a jugar?
     Zeballos contestó las preguntas de todos: el campeonato se haría ahora, porque el vecino no puede esperar hasta el otoño, y precisa unas chapas y unos tirantes para empezar a armar una casilla donde meter a su familia. Van a entrar los tres cuadros del barrio y los  del otro lado del arroyo. Los partidos se van a jugar en las canchas de todos, así no hay problemas.
      —¿Y quién va a pagar para vernos?  
     —El campeonato es gratis para los vecinos, ellos  piensan mangar unas chapas que sobraron en la fábrica de unos arreglos que  están haciendo, y unos troncos al italiano del terraplén que vende leña. 
      —¿Y los conseguirán?  
      — Anduvieron  tanteando y parece que sí.
      —Todo eso está muy bien, opinó don Alejo el cantinero, apoyado en el mostrador mientras se acariciaba los bigotes. Eso de hacer un campeonato me gusta, los muchachos están muy quietos últimamente, pero nosotros no podemos entrar. Se oyeron varios reclamos:  ¡que cómo que no, que por qué no podían, que  cómo iba a haber un campeonato en el barrio y El Mánchester,  justo,  no iba a entrar! 
        Don Alejo los dejó hablar, se puso a lavar unos vasos y cuando más o menos se calmaron dijo:  no podemos entrar porque los muchachos no tienen equipo. Los otros cuadros tienen camisetas, pero nosotros no y sin equipo no se puede ir a un campeonato, por eso no más. 
        Martiarena, que había estado escuchando en silencio  pidió la palabra: lo que dice Alejo es cierto los muchachos no tienen camisetas, pero  van a tener. Los pantalones que se los consigan ellos y si no tienen zapatos que jueguen de zapatillas. Las camisetas y las medias las ponemos nosotros. 
       Se volvieron a levantar voces:  con qué plata se van a comprar, de dónde iban a sacar guita si todos sabemos que el clú tocó fondo. Si no hay un mango ni para un asado.
       Martiarena volvió a hablar y dijo: vamos a hacer una rifa. 
     — Y qué vamos a rifar, preguntó Antúnez, el tesorero. 
    — Vamos a rifar un lechón para Navidad. Cómo lo vamos a pagar, preguntaron. 
    — Lo vamos a pagar con los primeros números de la rifa.  
   — Y vamos a vender los números sin tener el chancho, preguntó Zeballos. 
  —Nadie tiene por qué saber que no lo tenemos, no vamos a andar ofreciendo números con el chancho de tiro.
      Don Alejo opinó que no era mala idea. Que había que conseguir buen precio. Habría que consultar con Ferrería, dijo, el moreno que trabaja en el frigorífico, para ver cuanto puede salir un lechón de unos diez o doce kilos. Alguien de la comisión también opinó: 
      —Caminando son más baratos.  
     —Cómo caminando, en pie,  querrás decir, dijo don Alejo.  
    ---Bueno, es lo mismo, contestó el hombre, yo digo, porque muertos son más caros.
    — Muertos no, carneados querrás decir.
     —¡Pero, che! ¡Tanta cosa hay que saber pa´comprar un chancho!
     —Nosotros, dijo el presidente,  el lechón lo tenemos que comprar ya faenado. Vos, Bebe y vos Juan, hoy van a hablar con Ferrería. Vos, Zeballos, que sos amigo del armenio Antonio, conseguí precio por las camisetas y las medias,  y  ya encargáselas porque total se las vamos a comprar a él que siempre nos hace precio. Yo  voy a comprar las libretas con los números de la rifa y las traigo prontas. Toto, vos que sos el Director Técnico, citá a los muchachos de apuro, y empezá a moverlos que deben de estar redondos como barricas, mañana nos reunimos a las ocho de la noche para dar los informes. No falten, porque todos  se van a llevar libretas para vender. Parece que aflojó un poco el calor, me voy a  almorzar porque mi mujer hasta que yo  no llego no sirve la comida y deben de estar locos de hambre. Mañana nos vemos, Chau.
      Ferrería quedó de conseguir un lechón de doce quilos que, según aseguró, era una manteca. Tenían que avisarle cuando había que traerlo y  nada más, que se  lo podían pagar a fin de mes, dijo. Así que el lechón estaba. El precio que dio el armenio por doce camisetas y doce pares de medias era razonable. Si en lugar de doce compraban veinticuatro camisetas y veinticuatro pares de medias se las podían pagar en dos veces. Fenómeno, dijeron los de la comisión directiva.
        Al otro día, como prometió, el presidente Martiarena trajo las libretas con los números de la rifa. Avisaron a los de El Puente que entraban al campeonato y se empezaron a preparar. Los números de la rifa se vendieron como agua. El vecino consiguió las chapas y los tirantes y empezó a armar la nueva casilla. Las camisetas quedaron buenísimas, las medias un poco cortas pero en la cancha y corriendo no se notaba. El Antonio, que es un armenio de ley, les hizo y les regaló una bandera del cuadro.
       Salieron segundos porque en la final con El Relámpago del Sur se agarraron a trompadas, le echaron a los dos back  y el diez se lesionó.
El veintitrés de diciembre rifaron el lechón. Lo sacó Fagúndez, un viejo muy callado que vive solo en la cuadra de la iglesia. Que compró el número de pierna no más, qué iba a hacer él con un lechón. Así que cuando se lo llevaron lo donó a la comisión. Era media tarde, antes de las seis sobre la vereda del clú estaba el chancho sobre una parrilla dorándose sobre las brasas. 
        Ferrería se ofreció como asador. Se instaló con mate y una botellita de caña con pitanga junto al fuego, dispuesto a pasar unas cuantas horas. La comisión puso en la parrilla un par de ganchos de chorizos y unas morcillas para ir picando mientras se cocinaba el bicho. Adentro se formaron cuadros de truco y de conga. A  un costado del mostrador, se turnaban las parejas de pool.
      A decir verdad, el campeonato fue un éxito para El Mánchester Fobal Clú, los jugadores reanudaron las actividades, participaron logrando un segundo puesto y se quedaron con las camisetas nuevas y el lechón. 
   La comisión directiva estaba más que satisfecha. Varias veces en la noche llamaron a Ferrería para que entrase a compartir una copa con ellos, pero el moreno cuando está de asador no le gusta moverse de junto a la parrilla le gusta adobarlo, darlo vuelta, arrimar brazas. Es, dice, el oficio del asador.  Recién como a las tres de la mañana entró para avisar que el lechón estaba pronto. 
       Se pusieron a festejar y a brindar y arriba el glorioso Mánchester Fobal Clú,  y que no ni no. Destaparon botellas y chocaron vasos,  alguien se apoderó de una asadera y fueron en busca del lechón. Pero el lechón no estaba. 
      Alguno, nunca se supo quién, estuvo esperando hasta las tres de la mañana para que se terminara de asar y cuando estuvo pronto se lo llevó. 
No tenían consuelo. Ferrería casi lloraba... de bronca.
Don Alejo, el cantinero, comentó para apaciguar: estaban ricos los chorizos ¿no? ¿Y si vamos poniendo otro gancho...? digo, no sé.

Ada Vega, 2010

martes, 26 de febrero de 2013

La muerte de Mariquena Vargas


               
       

       Murió Mariquena Vargas. Su muerte repentina nos ha dejado atónitos.  Estupefactos. No porque no tuviese edad para morir, que sus bien cumplidos ochenta años los tenía y muy bien llevados, por cierto. Sino por un pequeño detalle que ocultó durante toda su vida y que al morir, y enterarnos, nos dolió como un cachetazo en pleno rostro. No nos merecíamos esa burla de tu parte, Mariquena. Fuiste casi cruel. Casi. Cierro los ojos y creo oír tu risa burlona desde el infierno donde estarás. ¿O te habrá perdonado Dios...?
     Mariquena era una mujer de ley. Conservó hasta el final de sus días la fortaleza y la presencia de una verdadera matrona. Que eso fue, sin lugar a dudas. Y al decir de quienes la conocimos de cerca: una gran mujer.
 Una mujer fantástica, diría yo. De fantasía. 
     Cuando la conocí tendría algo más de cuarenta años. No muchos más. Conservaba una belleza poco común. Su cara y su pelo renegrido me recordaban  a Soraya.  Aquella princesa  de los ojos tristes, casada con el Sha de Persia que fue obligada a abdicar del trono por no lograr concebir hijos que perpetuaran la dinastía del Sha. Como verán,  salvando la distancia, Mariquena  era una mujer hermosa.
      Fue también, en aquel tiempo, una modista  muy reconocida. Se acercaban señoras de otros barrios para hacerse la ropa con ella. Vivía por Bulevar Artigas en una de las  últimas casas que Bello y Reborati construyeron allá por la década del treinta. Según cuentan los  los vecinos más viejos del barrio Mariquena tenía apenas  diez años cuando  vino a vivir  con su tía, doña María Emilia Cufré, hermana de su madre, casada con un italiano de apellido Righetti directivo de la compañía Transatlántica de Tranvías. Era una niña delgada y alta de cabello negro y ojos oscuros. Introvertida y  con marcadas carencias de afecto.
       No recuerdo, si es que alguna vez lo supe, el motivo que la llevó a abandonar su hogar, sus padres y hermanos, para venirse del todo con doña María Emilia. Lo cierto fue que con ella vivió en aquella hermosa casa como si  su tía fuese su verdadera madre y la acompañó hasta el final de sus días como si  ella fuera su propia hija.
       Cuando llegó Mariquena a la casa del señor Righetti doña María Emilia, que no tuvo hijos, recibió a su sobrina con mucho cariño y comprensión. La anotó para   terminar primaria en la escuela Grecia que estaba, en aquellos años, en Miranda y Bulevar frente el Campo de Golf. Terminada la escuela la chica no se inclinó por los estudios; cumplidos los catorce años quería trabajar de modo que la tía le consiguió empleo en los talleres de confección de Aliverti, una prestigiosa casa de modas ubicada en la avenida 18 de Julio, y allí se mantuvo hasta mediados  de los ochenta cuando la firma cerró. Entonces  se quedó en su casa y trabajó como modista durante muchos años.  Mariquena nunca se casó ni tuvo hijos. Y a pesar de que en el barrio corrieron escabrosas infidencias sobre una turbulenta vida amorosa y sobre varios amores que en su juventud dejó por el camino,  nunca le conocí novio ni hombre alguno. De modo que de las historias que de ella  se contaron la mitad no hay que creerla y a la otra mitad ponerla en duda. La recuerdo sí, como una mujer de carácter fuerte que no se dejaba avasallar. Justa. Honesta. Gran discutidora. Defendía sus ideas y los temas de su interés, de igual a igual, tanto con hombres  como con mujeres.
      Hacía varios años que el señor Righetti había fallecido cuando murió  doña María Emilia. El matrimonio, papeles mediante, dejó la casa a Mariquena como herencia. La hermosa casa con torrecita y mirador de tejas. Entonces apareció Teiziña una morenita de motas,  de diez o doce años, que un invierno anduvo pidiendo comida puerta por puerta. Uno de esos días de lluvia y mucho frío  Mariquena la entró en su casa la alimentó, le dio ropa seca y la niña se quedó ese día y el otro y todos los días que siguieron.
      La morenita contó que venía de la frontera con Brasil, donde había nacido. Su madre, sola y agobiada con la crianza de ocho hijos, la había puesto en un ferrocarril con destino a Montevideo para que ella misma se buscara la comida, pues la pobre mujer no tenía como alimentarla. La niña, por lo tanto, desde el mismo día que llegó a la capital andaba caminando y  durmiendo en los portales. Desde entonces, Mariquena y Teiziña,  vivieron juntas como madre e hija. Así las recuerdo yo.
     Teiziña terminó de crecer y durante largos años se ocupó de  la casa y de Mariquena; una obligación que se impuso a sí misma como modo de agradecimiento, hacia quien la sacó de la calle y le dio un hogar. Tampoco se casó nunca. Tuvieron, si se quiere, un destino común: la casa de bulevar, siendo niñas,  las cobijó a las dos. Fue ella fue quien encontró a Mariquena muerta. Dormida para siempre estaba la doña en su cama. En la misma posición que se durmió la encontró la muerte.
       La morena llamó una ambulancia, al doctor y a la Pompa Fúnebre. En el living de su casa nos reunimos algunos vecinos, para no dejarla  sola. Allí estábamos cuando del dormitorio de Mariquena salió uno de los empleados de la funeraria que se encontraba arreglando el cuerpo para las exequias y preguntó por algún  pariente cercano. Pariente no había. La morena era lo más cercano que la difunta tenía en esta vida. No obstante Teiziñia,  llorosa y muerta de miedo, se rehusaba a hacer acto de presencia en el dormitorio donde descansaban los restos mortales  de Mariquena.
        Los empleados de la empresa decidieron que  hasta que no se presentara algún responsable del velatorio, ellos no seguirían preparando el cadáver. Ante tal premisa una vecina, aceptando el reto, se ofreció para acompañarla. De manera que, apoyada en la buena mujer, la morena accedió y las dos entraron juntas al dormitorio.  Dos empleados de la funeraria esperaban, de pie, uno de cada lado de la cama. Nadie habló. No fue necesario.
        Mariquena estaba  tendida en su cama mostrando, sin ningún recato, su cuerpo desnudo de varón.
Firme aquí, —le dijo el empleado a Teiziña.
Tuvo que esperar a que volviera en sí del desmayo.
La vecina solidaria había huido espantada.
 Aún me cuesta creerlo.

Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/

martes, 19 de febrero de 2013

Jaque Mate


                         Universidad de la República Oriental del Uruguay

  Serían poco más de las diez aquella noche de mediados de agosto, había en el aire un anticipo de primavera.  Terminaba de dictar clases y me iba abrazado a un montón de escritos para corregir, bajaba las escaleras de la Universidad y vos subías apresurado. Al cruzarnos, casi sin detenerte, me dijiste que te esperara en el bar donde solíamos reunirnos, pues tenías  que hablar conmigo. 
  Esa noche yo había programado no acostarme hasta terminar de corregir las pruebas. De todos modos entré al bar, encontré una mesa libre  junto a la ventana que da a la avenida  me senté y pedí un cortado.  Nuestra amistad databa de muchos años y si tenías algo urgente que decirme mi deber de amigo era escucharte.  No habían pasado diez minutos cuando entraste al bar. 
  Te sentaste frente a mí y el mozo te alcanzó un café. Estabas alterado. Gesticulabas nervioso. Traté de adivinar el problema que sin dudas te acuciaba, pero mi imaginación se estrelló ante tu seriedad para revolver el café. Encendí un cigarrillo y esperé a que hablaras. De pronto abriste la boca y de ella las palabras salieron a borbotones.
 —Manuel  —dijiste sin preámbulo—, voy a dejar a Yanina. No hice ningún comentario y continuaste.  —Es una situación difícil, pero no me queda otra salida. Me voy con Estela. Quería contártelo yo antes que te enteraras por otra persona.
       Comenzaste a beber tu café. Al principio no supe qué decir. No sé qué se acostumbra en estas circunstancias. Traté de salir del paso con lo primero que se me ocurrió.
—¿Lo pensaste bien? 
—Sí Manuel —me contestaste—, Estela me gusta, me siento bien con ella y no  quiero perderla ¿entendés? Me sentí confundido y —no, no te entiendo —te dije. Entonces el que no supo qué contestar fuiste vos. Aproveché el lapsus y te pregunté por tu mujer. 
—Pero decime ¿Yanina no está esperando su primer hijo en estos días? —Sí —afirmaste. —¿Y la vas a abandonar ahora, cuando más te necesita?  —Manuel  —te apresuraste a contestar—, mi relación con Yanina llegó a su fin, no puedo quedarme a su lado porque va a tener un hijo. No te pido que me comprendas,  pero las cosas se dieron así. Estela apareció de golpe en mi vida. Estas cosas pasan. No tienen explicación. 
      Me di cuenta entonces que lo tenías resuelto, que no tenía caso lo que yo pudiera opinar.  —Pero decime,  Juan,  ¿vos la querés a Yanina? ---La quiero, sí, pero no la amo. Te voy a explicar... —No, no me expliques, yo sé la diferencia que existe entre querer y amar. Espero que vos también la sepas y no te equivoques.  De todos modos si ya decidiste cómo resolver la situación  yo, como amigo ¿qué te puedo decir? —No digas nada. Ya renuncié a mi puesto en la facultad y mañana nos vamos del país. —¿Te vas del país? ¿Para dónde se van Juan? —No me preguntes —me contestaste—, después te escribiré. —Pero ¿y tu hijo? —insistí —  ¿no te importa lo que pueda ser de él? —Yanina tiene pasta de madraza — afirmaste—, no va a necesitarme para criarlo.
 En ese momento hubiese querido decirte muchas cosas, hasta de moral te hubiera hablado. De hombría. Pero entendí que sólo deseabas informarme, no  pedirme una opinión. Te miré a los ojos y te desconocí. Me sentí caer en un pozo profundo donde las palabras y mis sentimientos se entremezclaban. Traté de poner mi mente en orden hilvanando una buena frase que te hiciera recapacitar, pero permanecí mudo. Ausente. Te pusiste de pie y nos estrechamos las manos. Chau Manuel. Hasta siempre Juan. Te  fuiste sin mirar atrás.  Pedí otro cortado y me quedé en el bar donde, un par de años atrás, habíamos conocido a Yanina. 
Estrenábamos nuestros carnés de profesores de la Universidad de la República. Siempre fuiste ganador, simpático, entrador. Te sobraban las mujeres. Yanina apareció una tarde  con una amiga. Eran estudiantes de la Facultad de Humanidades. Nos impactó a los dos, pero yo no tuve oportunidad  vos ya te le habías acercado. Al poco tiempo ella dejó de estudiar y se fueron a vivir juntos.  A veces la amistad no nos da tregua. No sólo a Yanina le fallabas, al fallarle a ella me fallaste a mí. Te vi salir del bar y perderte entre la gente. Y por veinte años no te volví a ver.  
 Hoy llamaste a la puerta de mi casa y a mi hija menor le preguntaste por mí.  Te invité a pasar. Ni siquiera me extrañó tu presencia en mi casa. Siempre supe que un día u otro nuestros caminos volverían a cruzarse. Estás igual. Más veterano, como yo,  pero al verte se  nota que la vida te ha mimado. Conversamos de tu vida y te pregunto por Estela. Que sí, me decís, seguís con ella. Las cosas no resultaron como esperabas, pero bueno, a veces las cosas no se dan. No, no tuvieron hijos. La maternidad nunca estuvo en los planes de Estela. Por lo demás te ha ido bien. Estás radicado en Caracas, viniste por unos días a Uruguay pero ya te volvés. Encontrás hermoso a Montevideo. Todavía lo extrañás. Querés saber de mí. ---Me casé  —te digo—, tengo tres hijos. Quedate a almorzar así conocés a mi familia. ¿Económicamente? Con dificultades, porque la situación en el país está muy complicada. Sigo de profesor en la  universidad y doy clases en dos liceos. ¿De mis hijos? Los dos mayores son varones y están en la facultad. La más chica todavía no terminó la secundaria. Mi familia es toda mi riqueza. ---Vamos  —te digo—, pasemos al comedor,  mi familia ya está reunida.
      —¿Ves, Juan? Estos son mis tres hijos. ¡Yanina! Vení amor, acercate, tal vez te acuerdes de este amigo que tuve hace muchos años. Hoy va a almorzar con nosotros.

Ada Vega - http://adavega1936.blogspot.com/

martes, 12 de febrero de 2013

La abuela Gaby



          

  La abuela Gaby está completamente sorda. Más sorda que una tapia.
Me da pena, a veces. La veo a diario  recorrer la casa diligente, tratando siempre de ayudar a mi madre en los quehaceres. Activa, sigilosa. Su paso breve por las habitaciones trasunta paz. Seguridad. Desde que está sorda ha dejado de hablar. Se ha acostumbrado a permanecer callada y nosotros respetamos su decisión.
           Algunos vecinos creen que también ha perdido la voz. Pero no está muda. Cuando quiere, y tiene ganas,  nos endilga algún discurso. Cada vez que le dirigimos la palabra nos colocamos frente a ella pronunciando lentamente y exagerando el movimiento de los labios, para que lea en ellos lo que  queremos decirle. Entonces ella, si lo considera necesario, nos contesta con gran solvencia y  soltura pues su mente, gracias a Dios, se conserva nítida y fresca como un amanecer de estío. De lo contrario, si cree que no vale la pena contestar, apoya apenas una mano en su cabeza y con la otra hace señas de que no oye, de que no entiende,  da media vuelta y se va.
Es hermosa la abuela Gaby. Es delgada y menuda. Tiene blanca la cabeza. Los ojos celestes y la risa pronta. Las manos pequeñas y un conocimiento de la vida como pocas personas tienen. Un conocimiento adquirido por percepción  más que por vivencia propia. Pues la abuela –—es de justicia decirlo— no ha salido de esta casa desde que la entró en los brazos,  al año de estar casados, Heriberto Villafañe, un mocetón alto y fuerte que fue su amante, su compañero y  su marido por más de cincuenta años. También el padre de sus cinco hijos y el gran amor de su vida.
Los pormenores de la vida romántica de la abuela no los conozco por mi madre, quien se ha resistido siempre a hablar del tema por considerarlo demasiado escandaloso.  Ha sido la propia abuela  quien, desde que era niña, en las largas siestas de verano, sentadas bajo los árboles del jardín, me ha contado su historia de amor y cómo y por qué se casó con el abuelo Heriberto.
 La abuela Gabriela  —que así se llama—  nació un día de setiembre de 1924, en una casa quinta, cerca del Parque Hotel. Su madre fue una francesa nacida en el valle del Ródano,  que había venido con sus padres a radicarse en Uruguay  hacia 1910.  
Su padre fue un criollo nacido en pleno Centro, empleado administrativo del Banco de Seguros, quien conoció a la francesita, una tarde de domingo de 1920, en el Rosedal del Prado, casándose con ella dos años más tarde en la Catedral de Montevideo.
 Según me ha contado tuvo una linda niñez, hizo sus estudios en un colegio privado, y a los veinte años estaba pronta para casarse con Antoine Prévert, un pariente lejano por parte de la madre, muy elegante, muy correcto y  muy francés, dueño de una gran fortuna, residente en París, con quien supo desde siempre que se casaría.
            Conociendo, pues, a su futuro esposo llevó con él un noviazgo  de poco más de un año hasta la fecha elegida para la boda. Un noviazgo serio, respetuoso, tal como correspondía a un caballero del linaje de  Antoine Prévert.
Gabriela estaba feliz con la idea del próximo matrimonio. Su prometido era  apuesto, cordial. La trataba con gentileza y amabilidad. Con dicha unión se abría ante ella un mundo de lujo y bienestar.
Faltando poco más de un mes para la boda, mientras se realizaban los últimos preparativos conoció, en la casa de unos amigos, a Heriberto  Villafañe. un joven de  veintidós años que trabajaba como operador en un cine de la ciudad. Nacido en un barrio pobre  hijo de un mecánico y  una costurera, sin más fortuna que su juventud y sus dos manos para trabajar, era Heriberto  la antítesis de su novio francés. Sin embargo, desde que  se vieron por primera vez, ambos, se sintieron atraídos.
El muchacho, más apasionado, comenzó a perseguirla. A hostigarla, casi. Ella sorprendida, profana en el juego del amor, haciendo alarde de mujer fatal, peligrosamente, le seguía el juego. Nunca pensó que, en ese juego, podría peligrar su ya anunciado  matrimonio.
 Mientras se probaba el traje de novia una y otra vez, con su velo blanco,   comenzaron a encontrarse a escondidas, algunas veces en el parque, otras en el cine y  las más vaya a saber dónde. Lo cierto es que Gabriela una o dos tardes por semana desaparecía de su casa  para volver al atardecer feliz y contenta, sin aclarar demasiado el motivo de sus  reiteradas deserciones. En esos días cercanos a la boda ayudaba a su madre a escribir las tarjetas, opinaba sobre las exquisiteces que se servirían en el bufete, y festejaba entusiasmada cada regalo recibido.
La relación con Heriberto pensó ella que sería algo pasajero, apenas una travesura  como para despedirse de la soltería. No creyó que llegaría a incidir sobre la realización de su próxima boda. Ni le pasó jamás por la  mente, que pudiese existir  algún motivo por el cual  suspenderla. De todos modos, unos días antes de casarse los continuos mareos,  las náuseas que le provocaban ciertos  alimentos  y  los antojos que de pronto le atacaban, comenzaron a preocuparla. Preocupación que llegó al paroxismo al comprobar que su regla mensual se había suspendido.
Estaba embarazada y no de Antoine precisamente,  con quien  nunca  había  tenido relaciones íntimas. El caso era grave y no se vislumbraba solución. Pudo quizá  haberse casado, como estaba decidido, y el niño pasaría por ser hijo del francés. Pudo practicarse un aborto. Calladamente. Sin que la sociedad pacata de entonces  llegara a enterarse.  Pudo, pero no quiso.
 La abuela Gaby  renunció al casamiento programado con años de anticipación,  despreció  la fortuna  en  francos  franceses, que la esperaba, y se fugó con el operador de cine a vivir en un apartamento, con claraboya,  en el barrio de La Aguada.
 La familia jamás la perdonó. Mi madre tampoco.
El abuelo Heriberto abandonó su trabajo de operador de cine y subsidiado por  la empresa argentina Glucgsman, abrió en el centro una sala cinematográfica.
Antes de nacer el niño se casaron sin ostentación por el civil, dejaron el apartamento con claraboya y se mudaron para una casa preciosa en La Blanqueada. Mientras el abuelo, ya diestro empresario, inauguraba  la segunda sala en el barrio de Pocitos. Para entonces la abuela ya había dado a luz los dos primeros varones de los cuatro que tuvo, más mi madre que fue la última en nacer y la única mujer.
 Antes de inaugurar la tercera y última sala de cine, el abuelo le compró a la abuela la casa de La Blanqueada  que es ésta donde vivimos mi madre, mi padre, la abuela y yo. El abuelo Heriberto falleció hace ya algunos años, pero la abuela sigue recordándolo  y hablándome de él. Le he preguntado, últimamente, que fue del  novio francés.  Cree que volvió a Francia y allá se quedó.
En aquellos días de la vergonzosa fuga, la madre y el padre se enojaron mucho con ella, pero cuando dio a luz al segundo varón vinieron  los dos a verla y a conocer a los nietos. Y aunque nunca le perdonaron el papelón que, por su culpa,  hicieron ante los  demás parientes, llevaron una moderada relación. Lo cierto es que la abuela nunca se arrepintió de la elección que hizo.
Pocas veces he hablado de este tema con mi madre. De todos modos  sé como piensa al respecto. Para mamá la abuela fue una inconsciente al rechazar a Antoine  y  su  boato.  Pudo, le ha dicho más de una vez,  haber sido una mujer rica. Mamá ciertas cosas no las entiende. Por eso  soy más amiga de la abuela que de ella. Amo  a la abuela Gaby, a su lado he aprendido muchas cosas de la vida. Mamá se preocupa cuando nos ve conversar a las dos y  le dice que no me llene la cabeza de pajaritos. La abuela la mira,  frunce el entrecejo,  le hace señas de que no oye, de que no entiende, da media vuelta y se va refunfuñando.
Creo que mamá desconfía de la sordera de la abuela.
A veces... yo también.

Ada Vega, edición 2012