Fue a principios de la década del sesenta. Los tranvías con
los rieles aferrados al hormigón hacía tiempo que habían dejado de recorrer las
calles montevideanas, abriéndole paso a los modernos trolebuses de rieles
aéreos que resultaron sólo espejismos en su primera y en su segunda etapa.
Las grandes tiendas del Centro fueron cerrando las puertas
al público dejando sin trabajo a miles de empleados para apostar a las modernas
"Galerías" que no alcanzaron nunca a colmar las expectativas de los
quiméricos empresarios de aquellos días. Cerraban los cines y los
grandes bares, y el clásico paseo de los sábados al Centro desapareció.
En esa década, a partir de aquel abril de 1959 cuando las
inundaciones causadas por treinta días de lluvia continua, produjeron una
catástrofe nacional, dejando al país con carreteras cortadas y prolongados
cortes de luz, los empleados del comercio obtuvimos algo favorable: dejamos de
viajar cuatro veces por día pues se decretó, para ese ramo, el horario
continuo. Los comercios del Centro abrían sus puertas de diez de la mañana a
seis de la tarde, con un descanso, para el personal, de una hora al medio día.
En la calle Río Negro entre 18 de Julio y San José había,
en aquel entonces, un bar llamado Támesis. Allí íbamos varias compañeras, en la
hora de descanso, a conversar y tomar un cortado largo con una medialuna de
jamón y queso. En ese bar muchas de nosotras aprendimos a fumar con los
Marlboro y los L & M americanos, extralargos con filtro, que comenzaban a
aparecer en todos los quioscos del Centro. En esos días también íbamos a comer
la famosa pizza con mozarela que ofrecía, como una novedad, El Subte, la
pizzería de Ejido frente a la
Intendencia , que era un local chiquito, sin mesas ni sillas,
donde había que comer de pie y de apuro, para dar lugar a otras personas que
esperaban afuera.
El Támesis tenía un mostrador largo en el medio del local,
desde la puerta de entrada hacia el fondo. La caja estaba adelante y a ambos
lados y también hacia el fondo, se alineaban las mesas. Entrando, a la derecha,
las mesas estaban separadas del mostrador por un tabique que les daba cierta
privacidad. Nosotras íbamos ahí y en esa hora ocupábamos todas las mesas.
Un medio día una compañera llamada Abril, encontró debajo
de una mesa un monedero rojo. Era un monedero grande con boquilla dorada. Mi
compañera lo puso sobre la mesa y lo abrió. Adentro tenía unas monedas sueltas
y un pañuelo rojo de mano, envolviendo una foto. Era una foto vieja en sepia,
cinco por ocho, sacada en un estudio. Es Gardel, dijo extrañada al mostrarla.
Atrás tenía una dedicatoria: “Para mi amiga Juanita con mucho cariño, Carlos
Gardel. Montevideo junio de 1933” .
Yo miré la foto con la cara sonriente de Carlos Gardel en
aquella muy famosa foto de perfil y gacho gris que le sacara, entre muchas
otras, el fotógrafo Silva en su estudio de la calle Rondeau. Y no le di
importancia pues para mí Gardel —en aquel entonces—, era un cantor argentino de
tangos que había muerto en un accidente antes de que yo naciera. Y que la
gente, no entendía por qué, lo seguía escuchando por la radio como si no
estuviese muerto y enterrado. En esa época yo estaba entusiasmada con las
canciones de Sandro y Leonardo Fabio y, a pesar de que siempre me gustó el
tango, Gardel no estaba entre mis ídolos del momento. Después los años me
enseñaron muchas cosas, entre ellas: que Carlos Gardel es inmortal y que es
cierto que cada día canta mejor. Pero eso lo aprendí a medida que fueron pasando
los años.
Aquel mediodía en el Támesis nos encontrábamos opinando
sobre el monedero y su contenido cuando entró la dueña a buscarlo. Era una
mujer que todas conocíamos de vista. Tal vez alguien que la haya conocido, si
lee esta historia, la recuerde. Era una mujer de unos cuarenta años, alta,
delgada, de piel muy blanca y cabello negro. Que tenía la particularidad de
vestir siempre de rojo. Toda de rojo. Zapatos, medias, vestido, tapado,
guantes, cartera y en la cabeza un pañuelo, que cruzaba adelante y ataba
detrás.
Solía andar con un bolso haciendo compras. Vivía por ahí
cerca. No mendigaba ni hablaba con nadie, pero todo el mundo la conocía. Por
años vi. a esa mujer andar en la vuelta. Ese mediodía cuando entró y vio a mi
compañera con el monedero abierto y la foto en la mano le dijo:
—Ese monedero es
mío, se me cayó y no me di cuenta.
Abril se apresuró aguardar la foto y alcanzarle el monedero
mientras nosotras le explicamos que lo habíamos encontrado en el suelo y lo
abrimos para ver de quién era. Ella no nos escuchaba. Miraba atentamente a la
chica que lo encontró que aún mantenía la foto en la mano. Entonces le hizo una
pregunta extraña. Le dijo en voz baja y pausada:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás preocupada? Abril se puso
nerviosa.
—Nada —le contestó—,
a mí no me pasa nada.
—Estás asustada, ¿de
qué tenés miedo? —insistió la mujer de rojo. Entonces Abril más tranquila dijo:
—Mi mamá está internada, hace una semana que está en coma.
—Sí, —dijo la mujer—, por algo perdí el monedero para que
vos lo encontraras. Quedate con esa foto, pedile a Carlitos por tu madre. No te
separes de esa foto. Mañana vengo a buscarla.
Cuando se fue nos
quedamos comentando que aquella mujer estaba loca. ¡Mire que rezarle a Gardel!
Según Abril, ella no le pidió ni le rezó al Mago. No se
sintió motivada. No creyó que Gardel fuera un santo como para pedirle un
milagro. De todos modos no se separó de la foto, la tuvo en la mano y la miró
varias veces. Esa noche pasó con la madre en el Hospital, y a la mañana
siguiente como todos los días vino a trabajar. Ese mediodía regresó la mujer de
rojo a buscar la foto. Abril se la devolvió y le dijo que la mamá seguía igual.
Que los médicos no daban esperanzas. Ella le contestó:
—¡Qué saben los médicos! ¡Carlitos es un santo! ¡Ya vas a
ver!
Esa tarde casi al cierre llamaron a Abril del hospital para
decirle que la mamá había vuelto del coma y comenzaba a recuperarse. Diez días
después dejaba el hospital completamente curada.
La señora salió del coma y se recuperó debido a la atención
de los médicos, a la medicación o porque no era su hora. Pero para Abril y
algunas de mis compañeras fue un milagro de Gardel y sé que hasta el día de hoy
le rezan y le hacen peticiones que, según ellas, él les concede. No había
transcurrido un mes cuando un mediodía vino al bar la mujer de rojo a
preguntarle a mi compañera por su madre. Abril le contó la novedad de la feliz
recuperación y ella nos contó la historia de la foto de Gardel. Que parece que
no sólo es mago. Desde su trágica muerte, hay quienes piensan que el morocho
del Abasto se recibió de santo. Esa foto, nos dijo, perteneció a Juanita
Olascoaga, una morena que vivió en su juventud el esplendor del Montevideo de
los años veinte. Muy conocida en la noche montevideana. Las dos mujeres se
habían conocido casualmente, hacía unos años, y cultivaron una cierta amistad.
Tal vez las unió la soledad, o aquel modo de vivir en un mundo propio que ambas
habían elegido. Lo cierto fue que la morena le contó parte de su vida que fue,
sin duda, muy interesante y entre esos recuerdos cómo una noche de lluvia de
1933, en que andaba caminando por 18 de julio, tropezó sin querer con Gardel
que bajaba de un taxi en la puerta de su hotel protegiéndose bajo un paraguas.
La morena trastabilló y Gardel la tomó de un brazo para que no cayera. Entonces
ella lo reconoció y le dijo:
—¡Carlitos! Y él la invitó a tomar un café en un bar de la
calle San José. Juanita esa noche le pidió una foto y él le dio una muestra que
se había sacado en esos días en el estudio Silva de la calle Rondeau y se la
dedicó. Era octubre y Carlos había venido, en esos días, a cantar al teatro 18
de julio. Fue la última vez que vino a Montevideo. Murió trágicamente, a la
vuelta de una gira, en junio de1935.
Nos contó la señora de rojo que Juanita siempre tuvo esa
foto con ella y que en los últimos años le rezaba a Carlitos como si fuera un
santo, pidiéndole que la llevara con él de este mundo. También contó que se
habían encontrado las dos, hacía unos días, por 18 de julio y la morena se la
dio para que la conservara —le dijo—, porque no se estaba sintiendo bien y no
quería que cuando ella faltara, esa foto que era milagrosa, se perdiera.
Yo sigo pensando que Carlos Gardel fue un súper dotado. Que
cantaba como un zorzal y las letras que cantó hace cien años, aún hoy están
vigentes. Que no hubo ni habrá nadie que lo iguale en su voz y su carisma y que
fue, según dicen, un gran tipo. Acepto que fue un mago. Pero de lengue y gacho
gris en un altar de la iglesia…¡qué quiere que le diga!
Ada Vega, 2010 - Garúa: http://adavega1936.blogspot.com/