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jueves, 10 de septiembre de 2015

Mi vecina de enfrente




Estimada vecina de enfrente:
                            Yo soy la Lita la vecina suya que vive enfrente a su casa en la casa que tiene el limonero en el jardín vio ese que tiene siempre los limones verdes porque  en cuanto quieren empezar a ponerse pintones ya los gurises del barrio me los empiezan a arrancar y al final yo que soy  propiamente la dueña cuando preciso limones  los tengo que comprar  en el puestito de la esquina ¡me da una rabia le garanto! Soy la madre del Richard y del Anthony los mellizos. Se da cuenta quién soy ¿no? Bueno resulta que yo tendría que hablar con usted pero como no la veo nunca porque usted se la pasa metida adentro de su casa que no sale ni a tirar la basura que ahora habrá visto que tenemos en el barrio unos contenedores muy vistosos en cada esquina que ya por suerte están las veredas y las calles más limpias por lo que ir a tirar la basura es más bien un paseo  que a usted le vendría muy bien porque así tomaría un poco de aire y estiraría un poco las piernas que buena falta le estará haciendo. Porque eso de vivir sola y encerrada como una presa debe ser bastante fulero en una casa tan grande llena de ventanas y habitaciones y escaleras para arriba y escaleras para abajo. Está bien que viene todas las mañanas la muchacha que limpia y barre la vereda y los sábados  llega su hija en el auto con bolsos del super. Pero no es lo mismo estar sola a vivir con gente. Yo la pura verdad no sé como usted aguanta. Yo no podría y eso que yo hay veces que a mi familia la mandaría al carajo le juro porque  le puedo asegurar que los componentes de mi familia son una manga de rompe bolas de primera categoría.  Empezando por mi marido que llega  todos los días del trabajo con un problema nuevo: que el capataz sólo le da viáticos  a los de la comandita de él que entre esos reparte siempre las extras que les permite llegar tarde o los manda en comisión para cualquier lado para beneficiar siempre a los  mismos mientras que a  los que trabajan  en la sección  no los deja hacer extras ni los manda en comisión ni les da beneficio alguno. El asunto es que se calienta al santo botón y vuelve siempre a casa con bronca y se la agarra conmigo que yo como usted  verá no tengo vela en ese entierro que con los problemas que estoy obligada a resolver cada día para poder cocinar con los precios  por las nubes como están lo que menos me preocupa son los acomodos en el trabajo de mi marido imagínese. Y no se le puede decir ni  ¡ay!, porque se pone como un ogro y le da de patadas a la puerta y se va para el boliche y vuelve peor. Y para colmo los mellizos que aunque consiguieron trabajo los dos los tenemos que bancar igual, porque con el sueldo de hambre  que tienen, si se pagan el boleto todo el mes y se comen un refuerzo al mediodía  no les sobran  ni cien pesos  para vestirse y salir a algún lado, así que al padre y a mí, sinceramente, nos saldría más barato que no trabajaran pero si no trabajaran se pasarían en casa escuchando cumbias a todo lo que da que a mí me tienen la cabeza loca. Yo algunas veces querría desaparecer por un tiempo le juro que la tierra me tragase aunque más no sea por un tiempo y después volver otra vez porque ¿qué van a hacer ellos sin mí si no saben hacer nada? Ellos me necesitan y yo los  requiero por eso  sola como vive usted no podría vivir. No. Yo pienso que usted tendría que tener un perro.  Un perro no es un hijo pero es una compañía. Por lo menos no escucha cumbias ni pega portazos y se va al boliche. Si usted quiere yo le puedo conseguir uno. Un perro, digo  no un boliche. Dígame no más que perros es lo único que hay de sobra en el barrio. Si  me va a hacer caso y se decide ir a tirar la basura al  contenedor de la esquina tenga cuidado  no sea que encuentre algún hurgador adentro y se asuste porque yo el otro día fui con una bolsa de basura y cuando me acerco salen de adentro del contenedor tres gurisitos  con unas bolsas con sobras y se sientan a comer en el cordón de la vereda. Eran dos varoncitos y una nena tapados de mugre. Yo quedé paralizada créame. Sentí una impotencia y una rabia. Porque sabe yo no supe qué hacer me los hubiese llevado para mi casa los hubiera bañado y les hubiera dado comida pero si en mi casa andamos a los tirones con la plata este mes no pudimos pagar la luz no puedo comprar fruta ni carne así que me fui y ellos quedaron allí comiendo las sobras que tira la gente. Y por días he tenido esa imagen  de los chiquilines saliendo del contenedor de la basura y no me la puedo sacar. No sé para qué le cuento esto vio es que esa imagen me viene continuamente a la cabeza. De todos modos como ya le dije yo tendría que hablar con usted pero como también ya le dije que  no la puedo ver nunca le escribo esta carta. Resulta que vino una señora a mi casa el martes pasado con unos papeles diciéndome que era no me acuerdo bien si del B. P. S., de la Caja Notarial o no sé  de dónde. El asunto era que la señora quería saber si yo conocía  a  Evangelina Gadea o sea si la conocía  a usted y quería que le diera unos  datos suyos. Yo le dije la verdad que yo en mi vida la habré visto cuatro veces subiendo o bajando del auto de su hija así que yo datos no podía dar.  O sea que yo a usted no la conozco. Le quería hacer saber esto que pasó por si es de su interés y para que esté enterada de que en  el barrio anduvieron  preguntando sobre su persona. Aprovecho para decirle que como usted vive sola y puede caerse y lastimarse o se le puede romper la cisterna o quemársele un fusible o cualquier cosa que le pase estamos mi esposo mis hijos y yo a sus órdenes. No le ofrezco limones porque están verdes pero mi teléfono es el  777 –77 -77, no dude en llamarme si necesita algo. Empiece a cerrar las ventanas que está anunciada una tormenta que mientras las cierra todas tiene para rato. Que pase buen día y si en otra oportunidad quiere que yo dé informes sobre usted  porque se quiere jubilar o algo avíseme y dígame lo que tengo que decir  para no meter la pata.  Atte. Su vecina de enfrente
                                                Lita  Pérez de Rodríguez


Montevideo, 15 de marzo de 2004
Sra. Lita Pérez de Rodríguez
 De mi mayor consideración:
                                   Hace un par de días recibí su carta. Le confieso que la he leído varias veces, más aún, la tengo aquí sobre el escritorio haciéndome compañía. Es una  carta hermosa  y muy tierna que ha removido en mí el deseo de volver a  escribir. Hace muchos años que no recibo ni escribo cartas. Ha sido mi decisión. Lo mismo que vivir sola, en esta, que ha sido mi casa desde siempre. Hecho que he notado le llama la atención. Pero sabe, Lita, yo soy una persona muy mayor. He vivido mucho, he sido feliz y también he sufrido. Toda mi vida ha transcurrido aquí entre las paredes de este caserón. Esta casa perteneció a mis abuelos, los padres de mi madre. Cuando mi abuelo la hizo construir  toda esta zona era campo, sólo había unas pocas calles delineadas. Mi madre fue la última de seis hijos, y la última en casarse, por ese motivo mis padres quedaron viviendo aquí para acompañar a mis abuelos. Y aquí me crié junto a mis hermanos. Los recuerdos más lejanos de mi niñez me muestran un barrio muy distinto al que es ahora. Recuerdo que la manzana donde está su casa y varias manzanas más pertenecían a un señor italiano que criaba ovejas. Era un campo muy grande con montes de eucaliptos y una aguada.  Yo estaba en la escuela cuando el italiano murió, los herederos vendieron y se fue armando el barrio poco a poco. Mis hermanos se casaron y abandonaron la casa, y yo que fui la última en casarme, al igual que mi madre, me quedé aquí para acompañar a mis padres. Cuando mis hijos se casaron yo no acepté que ninguno de ellos se quedara con mi esposo y conmigo. Preferí que  hicieran su vida y vivieran donde eligieran. Mi esposo falleció ya hace unos años y  yo decidí seguir sola mientras pudiera valerme por mí misma. Nunca me arrepentí. Soy una persona muy sana y estoy muy cuidada y protegida, créame. Como bien dice usted, salgo en contadas excepciones. Mi vida transcurre plácida entre estas paredes  y los muros del jardín. Los espíritus de mis seres queridos me rodean, me acompañan. Me esperan. Querida vecina de enfrente, aunque vivo recluida, estoy al tanto de lo que sucede afuera. Miro televisión y manejo la computadora y el Internet. No salgo afuera, no porque no pueda caminar, estoy perfectamente bien, no salgo a la calle porque no quiero salir, ese es el único motivo. Con respecto a la señora que anduvo preguntando por mí, debe de haber sido una empleada de la oficina de Catastro, creo yo, desconozco los datos que andaría recabando, de todos modos le di debida cuenta del hecho a mi hija que es quien maneja mis intereses. Con respecto a su familia, creo querida,  que tiene usted una familia hermosa. Que están muy unidos y se aman, lo demás amiga mía, no tiene importancia. El dinero va y viene. Son otros los valores que nos dan felicidad. Y ustedes van por buen camino. Los problemas del país se van a ir solucionando. Ya verá. Los que tienen muchos años como yo, recordarán momentos, no solamente difíciles sino trágicos, vividos otrora en nuestra patria, y en cada ocasión  fuimos saliendo  hacia años de bonanza. De todos modos, lo que me cuenta de los pequeños hurgadores en  el  contenedor de la basura, es terrible y comprendo su rabia y su impotencia. Nunca, ni en situaciones límites, se había visto algo así en nuestro Uruguay. Tengo la esperanza de que se encuentre pronto una solución para toda esa gente que está sufriendo hambre y desprotección. Creo que todos debemos cooperar  para que así sea.  Querida, me gustaría que  volviera a escribirme  contándome cosas, como lo hizo en esta carta que guardo con afecto. Sabe que con ella se ha abierto un universo nuevo para mí. Tal vez podamos inaugurar una cadena epistolar de afecto. La invito a lograrlo. Le deseo toda la  felicidad que se merece junto a su familia. Cariños      
                                                        EvangelinaGadea

 Montevideo, 26 de marzo de 2004
Sra. Evangelina Gadea
De mi mayor consideración:
                            Hace unos días cuando salí afuera a barrer la vereda encontré una carta en el buzón. Cuando vi que era para mí entré y me senté a leerla en un banquito de la cocina descubrí que era suya. No le voy a negar que  me llamara la atención el que usted se moleste en contestarme una carta a mí.  Y cuanto más la leía más me asombraba  por lo lindo que escribe y las palabras tan finas que usa. Yo sé que soy medio atravesada para hablar así que escribiendo reconozco que brillante no soy por cierto. Para mejor que escribir no escribo nunca. No tengo a quién escribir. Pero ahora la tengo a usted que quiere que yo le escriba. Yo le dije al Cholo que usted me había contestado la carta y no me podía creer y cuando se la di para que la leyera se quedó asombrado como yo pero él no entendía mucho de qué me habla usted porque él no leyó la carta que yo le mandé. Así que  más o menos se la expliqué. Mi marido sabe es más inteligente que yo él fue al liceo y todo y aunque de eso hace muchos años siempre un poco de cultura le queda a uno. Digo yo que le queda porque yo no fui al liceo. Yo terminé la escuela y tuve que trabajar. Primero acompañé a una señora que vivía en mi barrio que le hacía mandados y la acompañaba a la caja a cobrar y a veces al doctor. Ella era una maestra jubilada y vivía sola porque era solterona nunca se había casado pobre. Conmigo era buenísima ella sabía que a mí me gustaba la escuela y quería que yo fuera al liceo pero en mi casa no me podían mandar porque ya dos hermanos míos  más grandes estaban estudiando y después estaban los más chicos que iban a la escuela y el único que trabajaba era mi papá que trabajaba  en el ferrocarril. Entonces la maestra me daba libros para que yo leyera y como  a mí las matemáticas no me entran ella me hacía hacer copias para que tuviera buena letra y no tuviera faltas de ortografía. Todos los días me hacía hacer una carilla de copia de los libros que estaba leyendo. También ella me leía cosas de la historia del Uruguay  y de los ríos y los arroyos.  Me leía poemas de Juana de Ibarbouroú  y el Tabaré de Zorrilla. Yo aprendí mucho con ella. Estuve casi tres años pero después se enfermó y se murió. A mí me dio mucha pena cuando se murió. Bueno ese mismo año entré en la fábrica y trabajé muchos años. Como diez o más no sé bien. Después conocí al Cholo que era el hermano de una compañera de la fábrica y nos hicimos novios y a los cuatro años nos casamos. Cuando nacieron  los mellizos tuve que dejar de trabajar para cuidarlos y no trabajé más. Aunque sí trabajo en mi casa desde la mañana a la noche pero sin sueldo, claro. Que no es lo mismo porque siempre es mejor trabajar y cobrar un sueldo a fin de mes. A mí ahora que los mellizos son grandes me gustaría trabajar en algo si hubiera aunque el Cholo me dice que me deje de embromar que con la casa ya tengo bastante. Y no crea el Cholo un poco de razón tiene.  Aunque a mí en la tarde me sobran unas horas en las que podría agarrar algo para hacer. Nosotros al  Richard y al Anthony los mandamos al liceo. Ellos hicieron los seis años en el liceo Zorrilla. Y en el comunal hicieron un curso de computación. A mí me gustaría que aprendieran  inglés porque lo van a precisar pero es muy caro y no lo podemos pagar.  Sabe que dice el Cholo que él se acuerda cuando en el barrio había puros campitos. Porque  el Cholo es de este barrio, nació como a cinco cuadras de acá pasando Bulevar vio. Yo no yo  nací en el barrio Sur, por el Gas. Dice que cuando era chico jugaba al fútbol en las canchas que había en los campitos de por acá.  A mí me sorprendió que usted manejara la computadora y el Internet porque vio que no es muy común que una persona mayor sepa manejar una computadora. Las señoras mayores que yo conozco tejen o hacen crochet no tienen interés en aprender computación. Yo voy al Centro Comunal de acá del barrio a clases de cocina porque me encanta cocinar. En el Comunal enseñan cantidad de cosas y los salones están llenos porque va mucha gente a aprender y no hay que pagar nada. El año pasado en el curso de cocina hicimos solamente tortas y postres nos enseñaron algunos dulces de frutas y distintos baños para las tortas. Y también trufas y bombones. Siempre que puedo hago algo rico para nosotros pero lo que pasa es que aunque lo haga una igual sale caro. Este año nos toca pastas caseras y carnes. Son unos cursos muy interesantes. Para el año que viene tengo ganas de ir a clases de tejido. Yo sé tejer pero allá enseñan  a dar la forma de lo que una quiere hacer que es lo que a mí me cuesta y también puntos nuevos. También enseñan inglés y portugués pero es justo a la hora en  que los mellizos están trabajando.  Bueno  ya le conté muchas cosas y le hice una carta larga ahora más tarde se la paso por debajo de la puerta así la muchacha cuando viene la ve y se la alcanza. Espero que  pase bien, cuídese del  frío que este invierno viene cruel.  
                                                        Cariños  de  Lita          


Montevideo, 10 de abril de 2004
Sra. Lita Pérez de Rodríguez
De mi mayor consideración:
                                       Querida amiga, parece que este año el invierno se ha adelantado. Y yo soy muy friolenta. Le diré que tengo por costumbre levantarme temprano y desayunar antes  que llegue Natalia. Pero hoy estuve muy remolona y me quedé un rato más. Cuando ella llegó, aún me encontraba en la cama, así que me subió el desayuno al dormitorio. Un lujo que no suelo permitirme, prefiero levantarme temprano y prepararme yo misma algo para comer. De todos modos, hoy me gustó quedarme calentita  un rato más. Natalia hace mucho tiempo que está conmigo, es muy trabajadora y buena persona. Ella es nuera de una amiga de Mabel, mi hija menor, la que viene los sábados en el auto y me trae el pedido del supermercado. Natalia es casada y tiene una hija adolescente que concurre al liceo. Hace unos años se compraron con el marido una casa que están pagando y trabaja para poder  cumplir con la cuota, porque el sueldo del marido no les alcanza  y se estaban atrasando en los pagos. A ellos la suba del dólar los perjudicó muchísimo, pues, lo que les iba quedando para terminar de pagar la casa se les triplicó y también la cuota. De manera que tuvo que salir a trabajar para, más o menos, paliar los gastos de la casa. Ya ve, Lita, que en todos lados existen los problemas. Unos,  tal vez,  más acuciantes que otros, pero nadie se ha salvado. Me dice en su carta, fechada el 26 de marzo, que su esposo es más inteligente que usted y no lo creo. Usted es muy inteligente. Piense que sólo una persona inteligente puede administrar una casa. Darle prioridad a lo que tiene realmente prioridad y con pocos recursos sacar la familia a flote. No se subestime. Sabe, Lita, me alegró mucho saber que hizo un curso de cocina, que está haciendo otro y que piensa seguir el año próximo. Me parece realmente elogiable, que pese a todo el quehacer de su casa tenga tiempo y ganas de aprender cosas nuevas. Realmente la  felicito. Lo que usted  hace es encomiable. Creo que la maestra con la que trabajó cuando dejó la escuela, ha tenido una gran influencia sobre su personalidad. Tal vez no se dé cuenta, pero lo que ella le enseñó permanece en su subconsciente y aflora, en distintos momentos de su vida. Todo lo que usted logre superarse va a redundar, no sólo en su persona, sino también en su familia y en el círculo de sus amigos con quienes va a compartir, sin duda, toda la riqueza de sus nuevos conocimientos. Y es así como uno crece como persona, como ser humano. En especial las mujeres, amas de casa, esposas y madres. Tenemos, yo casi diría, la obligación de ser valientes, emprendedoras, saber discernir con inteligencia cuando la vida lo demande. Querida Lita, si me permito hablarle de esta manera es porque a través de sus cartas la he llegado a conocer más de lo que usted pueda creer  y la aprecio de verdad. Créame que le hablo a usted, como si fuese una hija. A propósito, no le he hablado de ellos, pero tengo tres hijos.  Dos varones y una mujer. Los dos varones viven en Europa. El mayor, Gerardo, vive  en Sevilla, una de las provincias de Andalucía, al sur de España.  Mi esposo era andaluz, nacido en Sevilla y antes de nacer los chicos fuimos a pasear. Le aseguro que es un lugar hermosísimo. Años después Gerardo tuvo oportunidad de ir a  España, cuando se recibió de arquitecto y decidió vivir allá. Así que cuando se casó se fue con su mujer. Tiene dos hijas andaluzas preciosas. Miguel, el segundo, vive en Roma. Se fue soltero y se casó allá con una chica italiana, trabaja  en una  empresa metalúrgica muy grande, tiene dos varoncitos y la esposa está esperando el tercero.  Y Mabel, la menor, que también está casada, vive en Parque del  Plata, es odontóloga y tiene una hija de dieciséis años y un varón de doce años. Es la que siempre anda en la vuelta conmigo. Todo esto que le cuento, es para comunicarle que a  Gerardo se le casa  la hija mayor, y  me ha escrito pidiéndome  que vaya a España para el casamiento. Mabel no puede acompañarme, debido a sus ocupaciones, así que voy a viajar acompañada por Natalia. Nos embarcamos el martes de la semana próxima. Pienso estar allá unos veinte días más o menos.  Cuando vuelva le contaré todo lo relativo al viaje y al  casamiento. Le diré que no tengo muchas ganas de viajar, pero me ilusiona el sólo pensar que voy a reencontrarme con mis hijos. Querida, en cuanto vuelva, continuaremos con nuestra comunicación  por carta que a mí me ha hecho tanto bien. Me despido con un fuerte abrazo. Cariños  para usted y los suyos y hasta la vuelta
                                                                                 .         Evangelina Gadea 


Sevilla, 29 de abril de 2004
Sra. Lita  Pérez de Rodríguez
De mi mayor consideración:
                                     Querida Lita, creo que ya es tiempo de que empiece a tutearte ¿no crees? No sabes los deseos que tengo de reiniciar nuestra correspondencia. Te aseguro que extraño tus cartas afectuosas. Les he hablado mucho a mis hijos de nuestra amistad epistolar. Ellos se alegran por mí y te envían sus cariños. Te diré que el viaje ha sido muy tranquilo y sin inconvenientes. Gerardo y su esposa Lola, nos estaban esperando a nuestra llegada, como prometieron. El casamiento ha sido hermoso y  muy emotivo. Se realizó en la Catedral de Sevilla, donde estuvo  por los años 1190 una mezquita árabe  y que conserva, aún, su minarete o torre llamada la Giralda, remozada al estilo  renacimiento en 1568. Me gustaría mucho que la conocieras. Sabes que los árabes ocuparon  España durante ocho siglos, dejando aquí su cultura y sus conocimientos en el campo de la arquitectura, de la filosofía y la medicina. Te diré que Sevilla es una fiesta. De permanente alegría de música y de flores. Es la cuna del flamenco y del arte taurino. Querida, más que contarte, querría que pudieras ver todo esto. Tengo la esperanza de que así sea. La novia estaba preciosa, tenía un traje de raso blanco y una mantilla valenciana. Se fueron de Luna de Miel a Paris. Hacía casi cinco años que no veía a mis nietas. Me dio una gran emoción volver a verlas. Miguel vino desde Roma con su esposa Sofía y sus hijos. Mi nuera está muy pesada, ya llegando a los últimos días de su embarazo. A Sofía la conocí cuando se casó con Miguel, pues, para la ceremonia,  fuimos a Roma con mi marido.  A los niños, en cambio, los conocí en Montevideo,  hace dos veranos, cuando fueron a pasar unos días. Te diré que estoy feliz de haber venido y comprobar que toda mi familia se encuentra bien. Lita, tengo muchísimas cosas para contarte, pero antes necesito pedirte un favor encarecidamente. Mis hijos me piden que me quede unos días más con ellos. Pero Natalia no puede quedarse conmigo para acompañarme de regreso a nuestro país.  Yo te pido que vengas tú a buscarme. No te asustes. Vendrías como mi dama de compañía. Es un empleo que te ofrezco. Yo te mandaría los pasajes y aquí te esperaríamos a tu llegada. Mabel va a ir a verte para  hablar sobre más detalles. Mis hijos no pueden  acompañarme en estos momentos y no quieren que viaje sola. A mí me gustaría  quedarme unos días más, pues, quién sabe si volveré a reunirme con ellos otra vez. Miguel quiere que pase unos días en su casa de   Italia, y de allí me volvería a Uruguay. Para todo eso te necesito acá.  Consulta con tu esposo y tus hijos. Faltarías de tu casa unos veinte días. No te sientas obligada, si no puedes venir yo me vuelvo con Natalia. Les he dicho a mis hijos que al  no venir Mabel, sólo quiero viajar contigo. Querida, piénsalo mucho y lo que decidas estará bien para mí. En los próximos días irá  Mabel por tu casa. Como siempre, el deseo de que te encuentres bien con tu familia. Un cariño grande, grande de una amiga que te quiere como a una hija. Ya te lo he dicho.  
        
                                                                                      Evangelina   

 Montevideo, 10 de mayo de 2004
Sra. Evangelina Gadea
De mi mayor consideración:
                                       No se imagina la alegría que me dio recibir su carta desde España. Es la primera vez que recibo correspondencia del extranjero. Me alegro que esté pasando bien junto a sus hijos y  sus nietos. Con respecto a lo que me pide sobre viajar a  Sevilla para acompañarla a su regreso lo lamento mucho no sé como decírselo, pero no me animo. Yo señora Evangelina nunca he salido de Montevideo. Imagínese viajar a Europa y sola.  Es imposible créame. Nunca subí a un avión. Me da miedo. Yo como usted me pide lo comenté en casa con mi esposo y mis hijos. Ellos me dicen que debo ir. Mi esposo no obstante me dice que es una oportunidad  de viajar que es imposible  se me  vuelva a repetir. Que debo aprovecharla. Mis hijos igual. Me reiteran que no me preocupe por la casa que ellos se van a arreglar bien esos días que yo falte. Pero no yo le juro que lo siento mucho pero no me atrevo a viajar tan lejos. Le agradezco la   confianza que deposita en mí, y   no crea que no me sienta frustrada al reconocer que no soy valiente y emprendedora como usted me dice debe ser un ama de casa esposa y madre para ser un ejemplo  de vida para sus hijos. No se enoje conmigo yo aquí en Montevideo la acompaño a dónde usted quiera le hago mandados o lo que usted necesite pero de sólo pensar en tener que ir al aeropuerto y despedirme de mi esposo y mis hijos para tomar un avión, me aterra. Yo voy a hablar con su hija si viene y le voy a explicar bien mi situación. Perdóneme. Disfrute estos días con sus hijos y nietos y… espere un poco que está llamando el cartero 
  

       Montevideo, 9 de mayo de 2004
Sra. Lita Pérez de Rodríguez
De mi mayor consideración:
                                          Acabo de recibir una carta de mi madre que me escribe desde España.  En ella me  pide  que trate de comunicarme contigo a fin  de ultimar detalles sobre tu posible viaje a Sevilla. Yo, a más tardar  mañana alrededor de las 18 hrs. estaría por tu casa. Mientras, te adelanto  que mis hermanos y yo te agradeceríamos muchísimo que  nos hicieras el favor de realizar ese viaje. En estos momentos, a mí, me es imposible dejar mi casa pues tengo a mi esposo con problemas serios de salud. Como sabrás, mamá es una persona muy mayor y queremos que viaje acompañada. Te diré que me ha hablado mucho de la linda  amistad que ha nacido entre ustedes. A mí, particularmente, y me consta que también a mis hermanos, nos alegra mucho ese correo  de afecto que las dos han sabido crear. No te puedes imaginar, Lita, lo bien que le ha hecho a mi madre recibir tus cartas y contestarlas. A pesar de que nunca me las ha dado a leer, ni las suyas al contestarte, desde la primera vez que le escribiste noté en ella una disposición ante la vida, que hacía tiempo había abandonado.  Un interés nuevo ante las cosas, una curiosidad, un querer seguir  estando. Yo les  he contado a mis hermanos cuando hablo por teléfono y puedes creerme que si mamá te ha adoptado como una nueva hija, nosotros te adoptamos como una nueva hermana. El sólo hecho de que mamá haya  dejado su casa para viajar a España es casi un milagro. Mamá hace años que no iba a ninguna parte.  Desde que murió papá  decidió quedarse sola en esa casa tan grande pudiendo vivir aquí conmigo o en Europa con cualquiera de mis hermanos que siempre la han querido llevar.  Te diré que mamá fue siempre muy activa y alegre, sin embargo, veíamos que cada día se iba  apagando  y perdiendo interés en todo lo que la rodeaba. A nosotros nos  preocupaba y nos dolía ese rechazo, porque en cierto modo, su manera de vivir, era un rechazo hacia nosotros. Pero de pronto un día comenzó a cambiar. Yo noté que tu primer carta la sacudió. Ella me comentó algo. Y me sorprendió  su deseo de contestarte enseguida.  Después  su cambio fue evidente y el aceptar viajar  para el casamiento de mi sobrina, lo máximo. Mamá siempre me habla de ti y según  me comentan mis hermanos, a ellos también les habla. Con respecto al viaje, te diré que te ha mandado un  cheque para que te compres lo que necesites para viajar. Mañana te lo alcanzaré. Me dice que no lleves mucha ropa pues en España es verano. Que lo que necesites lo comprarás allá. El viaje es sencillo. Sales  por  Pluna, del Aeropuerto de Montevideo,  en un vuelo directo hasta el Aeropuerto Internacional  de Barajas, en Madrid, que te llevará unas doce horas de vuelo. De allí harás un trasbordo  en un avión  de línea, hasta el Aeropuerto de Sevilla, que  te llevará una hora aproximadamente. No tienes de qué preocuparte,  la compañía se encargará de todo  y te indicará lo que debes hacer. En el Aeropuerto de Sevilla te estarán esperando. De ahí en más, estoy segura que vas a pasar unos días espléndidos.  Si mañana concertamos todo, pasado pides el pasaporte de trámite urgente, y en cuanto esté pronto ya retiro los pasajes. Espero que te animes a realizar el viaje. Verás que no te vas a arrepentir.
Con mucho afecto
                           Mabel


Montevideo,10 de mayo de 2004
Sra. Evangelina Gadea
De mi mayor consideración:
         
                                          No sabe la alegría que me dio recibir su carta desde España. Es la primera vez que recibo correspondencia desde el extranjero, imagínese. Me alegra que esté pasando bien con sus hijos y sus nietos. Y me gusta las cosas que me cuenta del casamiento y de la Catedral de Sevilla. Con respecto a su pedido de viajar  para acompañarla a su regreso le diré la verdad: me llené de miedos y de dudas. Usted sabe que yo nunca salí de Montevideo. Mi mundo es muy chiquito nunca me imaginé  que algún día podría subir a un avión y cruzar el océano. Estoy  nerviosa y tengo miedo. De todos modos quiero que sepa que sí, voy a ir a buscarla. Necesito conocerla. Porque usted me ha dado alas, me ha ayudado a crecer  y yo quiero demostrarle que soy valiente y emprendedora,  como usted bien dice debe ser una  ama de casa, esposa y madre, para dar ejemplo a sus hijos. Y si para conocerla personalmente tengo que ir  hasta el viejo mundo, allá voy. A conocer la  Giralda y  acompañarla a  Roma. Quiero que sepa que mis hijos, que están entusiasmados con mi viaje, me han traído folletos y me han leído en libros que hablan de España, y sobre la Provincia de Andalucía.  De la  Sierra NevadaLa Alambra de Granada, La Mezquita de Córdoba y también de Jaén “la malquerida”. Han desplegado mapas ante mis ojos para que vaya sabiendo, por lo  menos, a dónde voy. Mi esposo también me anima, y me repite que es una oportunidad que no debo dejar pasar. Mañana voy con él por el pasaporte, lo voy a pedir urgente. Recibí carta de su hija Mabel en la que me dice que viene mañana de tarde. En cuanto tenga más noticias le escribo otra vez. Quédese tranquila y disfrute junto a los suyos, que se va a  poder quedar un tiempo más junto a ellos y, si Dios quiere, (en el nombre del padre del hijo y del espíritu santo) no tendrá que volver sola. Espero verla pronto, mientras tanto reciba un fuerte abrazo de su vecina de enfrente que la aprecia de verdad. (Amén.) 
                               La Lita, su vecina de enfrente.

P.D. El limonero del frente está cargado de limones pintones...



Ada Vega, edición 2007. Síguemehttp://adavega1936.blogspot.com/

viernes, 4 de septiembre de 2015

Para que un hombre me regale rosas


  Mientras atravesaba los pasillos del hospital, el deseo de llegar cuanto antes a la sala de maternidad le trajo vívido el recuerdo de su amiga Isabel. Sus vidas tan opuestas se habían cruzado un día y sólo la sensibilidad de ambas pudo trenzar un camino de amistad y cariño, que las uniría mientras anduviesen por la vida.

Isabel fue la tercera de once hermanos de padres distintos. Había nacido en un barrio pobre, más allá de las veredas embaldosadas y las calles con asfalto de los barrios obreros.

Allí, donde se hacinan las casillas de lata como protegiéndose unas a otras de las lluvias, los fríos invernales y la indiferencia. En una faja de tierra ruin y agreste, buena para nada, con gurises barrigones jugando en las calles de tierra, y perros famélicos echados al sol.

A su madre, nacida en pueblo del interior, la trajo un día un matrimonio joven hijos de estancieros para trabajar en su casa de criada cuando aún no había cumplido los doce años. Antes de los catorce quedó embarazada de uno de los hijos del matrimonio, de modo que la familia, para evitar el escándalo, decidió que no podía tener en la casa una chica tan descocada. Solo por humanidad le permitieron quedarse en la pieza del fondo hasta que naciera el niño. Y una tarde, con el hijo envuelto en un rebozo y un atado con su ropa, subrepticiamente, la echaron a la calle. Allí empezó su peregrinación y su bajar de los barrios altos, con vista al Río de la Plata, hacia los barrios bajos más allá de la bahía.


Al principio le dio cobijo un muchacho muy joven que trabajaba en un almacén; le hizo una casilla y tres hijos, pero un día descubrió que el amor es efímero y que a la pasión la mata el llanto de cuatro gurises con hambre, cuando la plata brilla por su ausencia. Le faltó coraje para enfrentar la situación que ayudó a crear por lo que, antes de cumplir los veinte años, abandonó la casilla, su mujer, sus hijos y el barrio de las latas.

Después, mientras fue joven, sana y trabajadora, no le faltó quien se le arrimara con promesas o con embustes, y ella aceptara con cama adentro, o con cama afuera, con la ilusa esperanza de formar una familia estable.

Y así fue coleccionando hombres que pasaron por su cuerpo, y la sembraron de hijos que mamaron de sus pechos y la secaron en vida, consumiéndola, luego de vivir once años embarazada y cumplir sus veintiséis de vida rodeada de once hijos, pero sin hombre.

A la edad en que muchas mujeres comienzan a disfrutar de su maternidad ella ya estaba de vuelta, cansada de parir, de amar y ser usada. Harta de limpiar casas ajenas para darles a sus hijos de mal comer. Cansada de un cansancio que le nacía de adentro, de sus entrañas. Consciente de que, perdida su frescura y su juventud y con once hijos que alimentar, jamás encontraría un hombre que la amara por ella misma.

II

Así creció Isabel, ayudando a criar a sus hermanos entre las idas y venidas a la escuela, fregando pisos y haciendo mandados a las familias del barrio asfaltado. Y al igual que su madre, antes de que sus caderas se redondearan y los senos se pronunciaran bajo su blusa, ya el primer hijo se anunció en su vientre. Y cuando nació, el niño fue para ella un hermano más para criar y no se sintió ni triste ni contenta, porque todo era así en su mundo y ella lo veía natural. Hasta que un día conoció a un muchacho que por primera vez le habló de amor y, seducida, sin pensar en nada pues no tenía en qué pensar ni qué perder, se despidió de su familia y se fue a vivir con él.

Se hicieron una casilla de latas y vivieron ese amor que se vive solamente una vez. Con la pasión desbordada de la primera juventud, que aún sigue creyendo que el amor es eterno, y que para vivir alcanza con saber respirar. Aprendieron a conjugar el amor en todos los tiempos y con sana inexperiencia, intentaron formar una familia y recorrer juntos el arduo camino de la convivencia. Pero la vida es un castillo de naipes. Al soplar la primera brisa, dejó una huella amarga de sueños incumplidos.

No se sabía muy bien en qué trabajaba el muchacho. Vivieron juntos cuatro años y cuatro hijos. Un día se lo llevaron preso. Lo caratularon: Robo a mano armada. Los años de espera se hicieron largos, los niños tenían que comer y la vida llama. Cuando el muchacho salió de la prisión Isabel tenía dos hijos más y otro hombre. Aunque el nuevo compañero no pudo con la carga de siete hijos y la mujer. Una noche salió a dar una vuelta y no volvió. De tal modo que Isabel volvió a quedar sola.

Después, de cada amor que conoció tuvo un hijo, aunque nunca más con cama adentro. Y no porque no anhelara despertar en las noches con un hombre tendido a su lado para amarlo y ser amada. Ella tenía fibra y necesidad de un compañero que la contuviese. Solo que al fin comprendió que su destino era seguir sola, pues jamás encontraría en este mundo un valiente que cargara con ella y por añadidura con toda su prole. Abandonó la peregrina idea de conseguir un nuevo amor y se resignó, con sabiduría, a su viudez de afectos dedicándose por entero a la crianza de sus hijos y a trabajar para ellos con paciencia y hasta con cierto buen humor.

IIl

Mariana llegó a la sala de maternidad donde doce mujeres, unas a menor plazo que otras, aguardaban el momento de dar a luz. Recorrió las camas con la vista hasta que divisó a Isabel, al final del pasillo, conversando con un hombre joven que, sentado al borde de su cama, mantenía entre las suyas las manos de la muchacha. A Mariana no le gustó el aspecto del hombre quien, cubierto de cadenas y anillos, dejaba entrever cual era su profesión. Se acercó a ellos con cierta reserva para comprobar la felicidad reflejada en el rostro de su amiga. Indudablemente éste era el compañero de quien le hablara en los últimos tiempos y el padre del niño que esperaba. En ese momento, detrás de una camilla, llegaron los enfermeros para conducirla hasta la sala de partos. Él la besó, le dijo que la amaba, y ella, en medio de los dolores que la acuciaban, ensayó su mejor sonrisa.

lV

Los padres de Mariana pertenecían a familias de ganaderos del litoral. Familias muy católicas quienes, al llegar sus hijos a la edad escolar, los enviaban a Montevideo en calidad de pupilos a los mejores colegios religiosos. En esas condiciones vino Mariana apenas cumplidos los cinco años, al Instituto María Auxiliadora de las Hermanas Salesianas. Hecho que la salvó de seguir vestida de Santa Teresita, única vestimenta que por una promesa hecha por su madre a la Virgen María cuando nació, le fue dada usar. Por ese motivo, anduvo la criatura con un pañuelo atado en la cabeza, y envuelta en un rebozo negro que daba pena verla. Después del año fue peor pues la niña, que empezaba a caminar, estrenó su primer hábito y su toca blanca debajo del velo negro. Para los tres años le agregaron la pechera blanca, un cordón en la cintura y un tiento negro al cuello con el crucifijo de metal sobre el pecho. Tiento que se le enredaba en cuanta cosa de menos de un metro hubiera a su entorno.

De todos modos la promesa no se pudo cumplir hasta el final debido a que las monjas, cuando vinieron a anotarla como pupila con la condición de que se le permitiera seguir vestida de santa, lo prohibieron terminantemente argumentando que la cuota de santos y santas ya estaba cubierta. Pensaron acaso que a San Juan Bosco, fundador de la congregación, no le iba a hacer mucha gracia ver a la mística carmelita francesa recorriendo un convento salesiano. Fue así que Marianita colgó el hábito a los cinco años, y entró como pupila en el grupo de las más chiquitas. Con una Hermana muy joven de asistente que le enseñó a hacer su cama, a bañarse de camisa y estar presente con todas sus compañeras para la misa de seis.

Apenas cumplidos los siete años tomó la Primera Comunión. Completó la primaria, la secundaria y el magisterio. Salió a los diecinueve años llevando al cuello la cinta celeste de las Hijas de María Auxiliadora, con los Diplomas de Profesora de Piano, de francés y el Título de Maestra. Diplomas que nunca tuvo necesidad de usar pues la niña, claro está, no había sido enviada a estudiar con el fin de conseguir un buen empleo, sino solamente para adquirir cultura.

V

Mariana se casó a los veinte años con el hijo de unos vecinos, también ganaderos de sus pagos del litoral, que cursó estudios de Derecho en la Universidad de la República y, que al recibir su título de Abogado, decidió radicarse en la capital para ejercer su profesión con más comodidad. Se compraron una casa magnífica, en uno de los mejores barrios de Montevideo, frente al río color de león y el joven abogado abrió su estudio en los altos de un edificio de la Ciudad Vieja con enormes ventanales hacia el Puerto, la Bahía y el Cerro de Montevideo.

El matrimonio de Mariana fue programado con antelación por los padres de ambos, para unificar apellidos, fortunas y educación. Los muchachos criados en ese ámbito cumplieron al pie de la letra. Él se dedicó a su estudio y a sus relaciones, y ella a criar un par de hijos y regentar la casa. Y hasta fueron felices. Su marido no dejó pasar jamás un aniversario de boda sin regalarle la esclava de oro y en cada nacimiento de sus hijos le obsequió un anillo con un brillante. En su cumpleaños, en el Día de la Madre, en Navidad y Año Nuevo recibió flores de parte de su marido, enviadas por su secretaria, quien nunca dejó pasar fechas ni momentos especiales del matrimonio, sin la consabida atención. Sin embargo un día, con los hijos ya grandes a punto de terminar sus estudios terciarios y la casa llevada perfectamente por más empleadas de las necesarias, Mariana cayó en la cuenta de que nadie la necesitaba. Comprendió entonces que llevaba una vida ociosa y decidió buscar algo en qué emplear su tiempo.

Una tarde en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde concurría con cierta asiduidad, conoció al padre Antonio, cura de una parroquia de un barrio muy pobre, quien andaba siempre pidiendo ayuda, comida, ropa y todo lo que le pudieran dar pues sus pobres, como él mismo decía, apenas eran dueños del aire que respiraban.

Mariana se interesó por la obra del padre Antonio y quiso saber más de ella. El sacerdote la invitó entonces a visitar su parroquia y, una tarde Mariana recorrió las calles de un barrio desconocido. Primero las casas bajas con fondo y jardín al frente, con niños jugando en las veredas y vecinas conversando apoyadas en la escoba. Y después más allá, donde termina el asfalto, donde el agua se consigue en las canillas municipales y a la luz eléctrica hay que robarla del alumbrado público. Donde por las calles de tierra andan juntos buscando algo que comer, caballos, perros y niños; las casillas de latas guardan mujeres grises, hombres sin presente y niños sin futuro. Barrios apartados de la sociedad, abandonados, olvidados de Dios. Si es que Dios existe.

Vl

El padre Antonio le contó a Mariana de la actividad que desarrollaba su parroquia con los habitantes del lugar. Que no era mucha, le dijo. Las donaciones eran escasas y la Iglesia no tiene fondos (?). Por lo tanto, él trataba de brindarles a los niños una comida diaria hecha por las mismas madres en el comedor de la iglesia. Le dijo que necesitaría más gente que colaborara, para enseñarles cosas fundamentales como la higiene, por ejemplo, a pesar de que él entendía que si no tenían para comprar un pan, mal podían gastar en un jabón. Mariana empezó yendo a la iglesia una vez por semana a colaborar con el padre. Enseñó a cocinar, a usar los distintos utensilios de la cocina, a lavar y coser la ropa que les donaban. Les habló de la higiene diaria, de visitar al médico periódicamente y de la importancia de vacunar a los niños. Fue maestra de catequesis para darle una mano a Dios y de paso recordarle al Creador aquello de: “Dejad que los niños vengan a mí” que un día, en tierras de Judea, les dijera a sus discípulos. Y terminó siendo una Madre Teresa consultada para todo. Con el tiempo se hizo amiga de esas mujeres tan distintas a ella en su hacer y fue su confidente y consejera. Una de esas mujeres era Isabel, quien fue la primera en aceptarla como conductora del grupo así como en contarle su vida, con sus errores y desaciertos.

Cuando Mariana conoció a Isabel ésta tenía nueve hijos y no tenía ni quería compañero. Tenía un hijo en la Cárcel Central por rapiña, dos en el reformatorio, cuatro en la escuela donde, también, almorzaban y dos en la guardería que se había armado en la iglesia del padre Antonio para cuidar a los niños cuyas madres trabajaban. Entonces, Isabel, era cocinera de un restaurante. Buena cocinera. Había entrado para ayudar en la cocina y allí aprendió el oficio. Fue tal su dedicación y su deseo de aprender que, cuando la antigua cocinera se retiró para jubilarse, quedó ella en su lugar por mérito propio. Descansaba los mismos días que Mariana iba a la Parroquia, así que juntas ayudaban en la cocina, lavaban y cosían ropa que luego repartían. Cuando a mediatarde, finalizada la jornada, se iban todos los chicos y sus madres, ellas se sentaban en la cocina, tomaban té y conversaban. En esas tardes Isabel fue contándole a Mariana cómo había ido llevando su vida; similar a la vida de todas las mujeres del barrio de las latas.

Vll

Cuando la puerta de la sala de partos se cerró tras la camilla de Isabel, Mariana le comunicó al compañero de su amiga que iría a dar una vuelta por su casa y regresaría más tarde. Volvió a atravesar los pasillos del hospital y bajó las amplias escaleras de mármol. Caminó unos pasos hacia su auto y sintió con agrado, sobre el rostro, el viento fresco que soplaba del mar. Recordó entonces la primera vez que Isabel le hablara de su pareja. Ese día llegó con la mirada vivaz y más parlanchina que lo habitual. Se acercó a Mariana y le dijo:

¡Ni te imaginás lo que tengo para contarte! Mariana pensó que por lo menos no era una nueva tragedia. Cuando al fin pudieron conversar Isabel le dijo: No sabés Mariana, ¡conocí al hombre de mi vida! Mariana le contestó con un hilo de voz: —Isabel... —Ya sé, ya sé, no me digas nada—, se excusó Isabel. —No es lo que estás pensando. Esto es distinto, no sé como explicarte, mirá. Es algo que nunca me había pasado antes. Como un relámpago sabés, como un regalo. Eso, como un regalo. Lo conocí en el restaurante, viene siempre a cenar. Yo sabía que me miraba, pero los tipos siempre me miran. Yo no les doy bolilla. ¡Qué les voy a dar! Si llegan a saber que tengo nueve hijos, ni las propinas me dejan. Pero esto es otra cosa. Este hombre me empezó a mirar y a mirar, y a mí me empezó a gustar, pero pasaba el tiempo y no me decía nada. Y yo empecé creer que le gustaba mirarme no más. Pero la otra noche cuando salí me estaba esperando. ¡Cuando lo vi me dio una cosa...! Me habló con palabras tan lindas, si vieras. Como nunca me habían hablado antes. Nunca, de verdad... y bueno… ¡vos sabés cómo son estas cosas! ... bah, vos la verdad que se diga, no sabés mucho lo que son estas cosas. Pero bueno, yo le dije de entrada que tenía nueve hijos. ¡No sabés Mariana! ¡Se quedó helado el hombre! No hablaba. Pero yo no me iba a hacer la viva, vos sabés que a mí me gustan las cosas claras. Y yo a mis hijos no los voy a negar. Así que si había que cortar, cortábamos ahí no más y chau. Pero no, vos sabés que cuando reaccionó me dijo que qué suerte tenía yo de tener hijos, que él no tenía ninguno. Mirá vos. ¡Estoy tan contenta...!

¿Qué podía decirle Mariana, que la vida ya no se lo hubiese dicho con creces? ¿Tenía acaso el derecho de retacearle a su amiga la felicidad que estaba viviendo? Sólo pudo recomendarle: Cuidate Isabel, más hijos no, por favor. Ante lo cual la amiga le contestó sin dudar: ¿Qué hijos? ¿estás loca ? Esto es otra cosa te dije. ¡Otra cosa...!

VIII

A Mariana el aspecto del compañero de Isabel no la dejó muy tranquila. Y en cierto modo no se equivocó. Aunque ella mantuvo sus reservas, la realidad no demoró mucho en darle la razón. Según se supo después, el muchacho formaba parte de una banda de traficantes de alto vuelo con sede en Europa. Era soltero, no tenía hijos y sus domicilios figuraban en Montevideo, Buenos Aires y Munich. Su amor por Isabel fue sincero. Nunca vivieron juntos, tal vez para no comprometerla. Reconoció a su hija y ayudó a Isabel económicamente al punto de comprar, para ella y sus hijos, una casita de material en el barrio asfaltado. Y así hubiera terminado la historia si una noche, en Milán, no hubiese caído en un enfrentamiento con una banda contraria dejando sin su apoyo, en Montevideo, a Isabel y su hijita de seis años. Pero eso sucedió mucho después.

Mariana volvió esa misma noche al hospital. Cruzó los pasillos y llegó a la sala donde Isabel estaba con su beba. Se detuvo a la entrada. La niña dormía en la cuna. Isabel se encontraba sola sentada en la cama, abrazaba junto a su pecho, un ramo de rosas . Estaba hermosa, con el cabello negro sobre sus hombros, con un brillo de lágrimas en los ojos y una sonrisa flotando en su cara. Emocionada, al verla, Mariana comenzó a caminar hacia ella. Fue entonces que escuchó de su amiga aquel comentario que golpeó fuerte y que jamás olvidaría:

— ¿Te das cuenta Mariana?,
¡Tuve que tener diez hijos, para que un hombre me regalara rosas...!


Ada Ve
ga, 2001

lunes, 31 de agosto de 2015

Como debe ser


     Dicen los que estaban que a Rudesindo Ordóñez lo mataron mal. A traición, dicen. Por la espalda. Que esa es mala manera de matar y de morir. No se debe.  No señor. Es por eso que en las noches sin luna, cuando al campo lo abruma la oscuridad y sólo se escuchan las lechuzas chistando al pasar, más de uno comenta que ha visto al Rudesindo montando un tubiano con ojos de fuego, cruzar al galope y perderse en la nada. Justo por donde uno menos quisiera encontrarlo. También dicen, los que saben de muertos y aparecidos, que mientras vivan los hermanos  Gomensoro su pobre alma en pena andará en la huella como  una luz mala. Rondando.
Rudesindo era un mozo indómito. Negado para el trabajo. Vivía en el trillo carneando ajeno. Libre y solo sin marca ni lazo que lo sometiera. Hábil para el juego y buen jinete; bailarín, payador y mujeriego hasta el tuétano. Su fama de orejano, viviendo al filo de la ley, era reconocida por aquellos hombres trabajadores del campo, con poco tiempo para la diversión y menos para los sueños. Nunca ocultaron que sentían por Rudesindo cierta mezcla de envidia y desprecio. Fama exaltada, sin embargo, por las mujeres que veían en él  al trovador de buena estampa a quien todas querrían amar. Y en esa mixtura de odios y amores encubiertos, de amores robados y amores ofrecidos, transcurría la vida de aquel mozo guitarrero y cantor. De todos modos, acostumbrados en el pago a la presencia del muchacho que había quedado huérfano desde muy chico, los vecinos toleraban su vagancia y era, junto a su guitarra, el convidado de piedra en cuanta reunión hubiese por los alrededores.
Es sabido que en casi todos los enfrentamientos entre hombres, las mujeres han tenido algo que ver. Y en esta ocasión parece que también por faldas fue el asunto. Así cuentan los que cuentan  en pagos de Treinta y Tres.
Al norte de Valentines, tirando para Cerro Chato,  tenían los Gomensoro una hacienda bastante próspera dedicada a la cría de merinos. El matrimonio tenía cuatro hijos, tres varones y Adelina, la menor. Una muchacha muy bonita y avispada. Ese año, para la zafra de primavera,  el patrón había contratado  una comparsa de gente del lugar muy baqueana para el trabajo de yerra y esquila. Junto a esa gente se encontraba Rudesindo Ordóñez que, al final de la jornada, entre mate y caña, cantaba valsecitos  y vidalas con voz ronca y bien entonada. Adelina, la hija de los Gomensoro,  ya había oído ciertos comentarios sobre la vida disipada que llevaba el  muchacho, y  no pudo resistir la curiosidad de  conocerlo.  Una mañana, con el pretexto de cebarle unos mates al padre, se acercó a la gente que estaba en plena faena y allí lo vio. Según dicen los que estaban  Rudesindo ni se fijó en ella. Tal vez la vio como la gurisa que era no más y ni corte que le dio. Sin embargo ella, por el contrario, quedó con la cabeza llena de pájaros y prendada del  mozo y, mujer al fin, comenzó a maquinar el modo de atraer al muchacho para que se fijara en ella.  El asunto fue que una vez terminada la zafra, después de una fiesta de asado con cuero, vino y empanadas, los contratados se fueron cada cual por su lado. También se fue el cantor, que con unos pesos en el cinto y su guitarra requintada,  salió en su flete a recorrer el pago, visitar boliches y refistolear mujeres. Entre guitarreada y copas fueron transcurriendo las horas. Era ya pasada la media noche cuando llegó a su rancho. Recostada en los eucaliptos una luna amarilla lo  observaba distraída. No había abierto la tranquera cuando el galope de un caballo, que se acercaba, lo puso en guardia. Quedó a la  espera junto al alambrado, hasta que un tordillo oscuro se detuvo y de un salto desmontó Adelina con un lío de ropas colgando del brazo. Rudesindo no la dejó llegar a la portera, la paró ahí no más, y le preguntó asombrado: ¿Y vos qué andás haciendo a estas horas? Me vine, le contestó ella. ¿Cómo que me vine? ¿A qué te viniste? A quedarme con vos, afirmó la muchacha. ¿A quedarte conmigo? ¿Estás loca vos? Vine pa´ser tu mujer. Pa´quedarme en tu rancho. Si la situación no hubiese sido  tan seria, Rudesindo habría pensado que aquello era una broma. De todos modos, no quiso seguir escuchando y le gritó enojado: ¡ Caminá gurisa, andá a terminar de criarte que, en su momento, algún mozo te va a pedir pa´casarse contigo como se debe. ¡En menudo lío me metés si tu padre y tus hermanos te encuentran aquí! Y no te aflijas porque vivo solo. El día que quiera mujer en mi rancho, yo mismo la voy a traer. Ahora subí a tu caballo que te voy a llevar de vuelta, no está la noche como pa´que andés sola por ahí... ¿Y ahora qué te pasa? ¿Por qué te ponés a llorar?...¡Muchacha del diablo!...¡Mocosa mal criada!
Llegaron a la hacienda de los Gomensoro entrada la madrugada. El sol empujaba un montón de nubes, que se iban deshilachando, para darle lugar. De lejos se veía en la estancia mucho movimiento. Rudesindo dejó a Adelina junto a la portera grande y se fue en un trote lento. El padre y los hermanos fueron a alcanzarla. Ella seguía llorando, a moco tendido, como si la hubiesen violado. Los cuatro muchachos se quedaron mirando al jinete que se alejaba...
Esa noche, en el boliche, el Rudesindo acodado en el mostrador tomaba su caña.  Conversando con el turco le había dicho que andaba con ganas de levantar vuelo, dejar Valentines por un tiempo, subir hasta el norte, cruzar el Olimar, llegarse hasta Tupambaé y quién sabe tal vez, largarse hasta Cerro Largo. Y no estaba lejos, no más, de que lo hiciera en los próximos días.
Los hermanos de Adelina llegaron antes de la medianoche, se detuvieron en la puerta, vieron al Rudesindo fueron hacia él y lo cosieron a puñaladas. Por la espalda fue. A traición. Sin que el hombre se pudiera defender. Lo mataron para vengar la honra de una mujer a la que él, ni llegó a conocer.
Muchos en el pago piensan que Adelina fue la excusa, no la causa, de la muerte de Rudesindo Ordóñez. Que aquellos hombres atados al trabajo de la tierra y a sus costumbres, mataron en Rudesindo lo distinto. La libertad de pájaro, su estampa y su fama. Ahora podían dormir tranquilos. Ya no había guitarrero enamorando mujeres, ni ganador en el juego, ni orejano viviendo al costado de la ley. Estaba cada cosa en su debido lugar. Como siempre había sido. Como debe ser.

Ada Vega - 2003 - Garúa: http://adavega1936.blogspot.com/

domingo, 23 de agosto de 2015

Tony y yo

     



Creo que cuando Tony vino a vivir con nosotros no había cumplido los cuatro años. Fue un invierno muy lluvioso aquel. El arroyo Conventos se había desbordado y las calles estaban anegadas y barrosas. Las lavanderas hacía días que no iban a lavar la ropa y las piletas, junto al arroyo, rebozaban de tanta agua caída. Entonces vivíamos en el barrio “Cuchilla de las Flores”, cerca de la cancha de La Liga de los Barrios, una de las zonas más lindas de Melo.


Recuerdo que al Tony lo trajo una mañana doña Eleonora, una comadrona muy comedida que vivía puerta por medio. César estaba en el trabajo y Estela andaba en la vuelta preparando el almuerzo. Yo estaba medio aburrido y harto de estar tantos días encerrado, me puse a mirar para afuera mientras caía la lluvia. Los sauces se doblaban bajo el peso del agua mansa y continua. Arriba, el cielo de un gris sucio, no tenía miras de abrir.


Los vi venir por el repecho del campito lindero, detrás de un paraguas negro que los cubría a los dos. Golpearon la puerta y cuando Estela fue a abrir se encontró con doña Eleonora y el Tony. Ella cerró el paraguas y entraron en la casa. No me acuerdo muy bien la conversación entre la comadrona y Estela. Pero entendí que le traía al Tony para que viviese con nosotros. Le dijo, apelando a sus sentimientos cristianos, que recibirlo era una obra de caridad.


Al pobre, en la carretera, un auto le había matado a la madre y vivía con unos zafreros en el barrio Mendoza, donde lo maltrataban. Y eso se veía a simple vista. El Tony era chúcaro y tan sucio, que ni el agua caída del cielo, había logrado aclarar su carita. Nos miraba asustado con la cabeza gacha. Estela, que era más buena que el pan, no necesitó más para extenderle los brazos, lo convidó con unos pastelitos que acababa de hornear y lo dejó conmigo para que se fuera aquerenciando.


Contó doña Eleonora que cuando murió la madre, el Tony fue a vivir con los zafreros pero que éstos tenían muchos hijos que alimentar y una boca más ya era demasiado. Por lo tanto comía un día no y otro tampoco. Que verlo en ese abandono le partía el alma, así que fue y se los pidió. ¡Como si fuese un florero, el pobrecito! Parece que los zafreros no la dejaron ni terminar de hablar, se lo dieron más pronto que ligero y, antes que la doña fuera a arrepentirse, le cerraron la puerta en las narices. Así que ese mediodía cuando César llegó a almorzar, se encontró con la novedad de que en casa, ya éramos cuatro. Tony y yo nos hicimos amigos al toque.


Aunque le costó un poco adaptarse a la casa, pues, estaba resabiado, el cariño y el calor del hogar en poco tiempo lo conquistaron. Y yo me acostumbré a él, fuimos inseparables. Para cuando cumplió los seis años, ya Estela y César lo habían adoptado. Lo anotaron en la escuela como Antonio Velázquez Tomé. Yo lo acompañé y lo fui a buscar a la escuela durante los seis años.


Excepto los días que se quedó en casa por un sarampión que se agarró en tercero, o aquella vez que jugando al fútbol en la cancha donde practicaba “El Naranjo”, al pisar una pelota y girar el cuerpo a la vez, se le trancó una pierna y la rodilla se le salió para un costado. Cayó al suelo agarrándose la pierna. Yo salté limpito el alambrado y fui hacia él que se quejaba de dolor. Corrí a casa, me paré en la puerta de la cocina y le ladré con fuerza a Estela. ¿Qué pasa? me dijo ¿dónde está Tony? Le seguí ladrando más fuerte y empecé a correr hacia la cancha. Ella me siguió.


Se lo llevaron en la camioneta de don Genaro, el almacenero. Con él subió Estela y una vecina. Yo también subí por una puerta pero me bajaron por la otra. Así que vine para casa y me senté a esperar. Volvieron casi de noche. El Tony traía la rodilla vendada. Esas fueron unas vacaciones extras, él no podía ir a la escuela así que pasábamos todo el día juntos. Y los inviernos se amontonaron empujando a los veranos agobiantes de nuestro Cerro Largo.


Empezó el liceo en Melo, pero un día decidieron mandarlo a Montevideo a terminar sus estudios. Nunca habíamos vivido tan lejos uno del otro ni pasado tanto tiempo sin vernos. Si hubiese sabido llorar hubiera llorado el día que lo vi subir al ferrocarril y despedirse de mí, con la mano en alto. Esos años viví imaginando su vuelta. A veces iba a la estación a ver pasar los trenes. Esperándolo. Un invierno César nos dejó. Él vino a acompañar a Estela por unos días. Pese al dolor de haberlo perdido, el regreso de Tony me hizo feliz.


Salíamos juntos a recorrer el barrio, a visitar a sus amigos. Algunas noches después de cenar, cuando Estela se dormía, me chiflaba con dos chiflidos cortitos entre dos dedos y salíamos de callados a caminar por el pueblo. Así me chiflaba de gurí cuando se escapaba a la siesta y salíamos los dos a vagabundear. Nos llegábamos hasta los juegos del bosque, él reía, remontaba muy alto en las hamacas y desde la altura me llamaba: ¡Cachila!


Otras veces seguíamos el curso del arroyo por la costanera hasta el puente carretero y allí nos quedábamos viendo pasar los ómnibus y los camiones ¡vaya a saber hacia qué destinos! Cuando al fin terminó sus estudios volvió al pueblo con una novia. En la modorra de la siesta de verano oí su chiflido dos cuadras antes de llegar a casa. Corrí por la mitad de la calle para alcanzarlo. Se alegró de verme, pero esa tarde supe que en el corazón de Tony había otro amor. La noche antes de volverse a Montevideo fuimos hasta el bosque.


Se tiró en el pasto panza arriba a mirar las estrellas. Yo me eché a su lado con la cabeza apoyada en su pecho, él descansó su mano sobre mi lomo y en ese momento sentí que nunca nos habíamos separado. Al año siguiente Estela viajó para su casamiento. Él se casó y se quedó a vivir en la capital, y yo me acostumbré a vivir con su recuerdo.


Está refrescando. El invierno se viene otra vez y yo estoy muy viejo. De todos modos, la imagen de aquel gurisito sucio que vino un día a vivir con nosotros, siempre me acompaña. Ahora estoy solo, la casa está oscura y cerrada. Hoy enterraron a Estela. No quise ir a despedirla. Quiero quedarme aquí, y morirme yo también. El sol se escondió tras los eucaliptos. La noche se va cerrando. Por momentos el coro de las ranas se eleva escandaloso pidiendo agua al cielo. Aquí, bajo el jazmín de Estela, si los recuerdos me dejan, voy a tratar de dormir.


Los focos de un auto iluminan la casa que ha quedado sola y desamparada.


Al principio el doble chiflido de Tony entra en su sueño y lo desconcierta. Y al final aquel llamado que golpea en su corazón: ¡Cachila! ¡Cachila! recién entonces, a paso de perro viejo, se acerca al portón. Sus ojos gastados adivinan a Tony. Aquel su olor, sus manos aprehendidas acariciando su cabeza, y su voz... —Cachila, vine a buscarte viejo, vamos conmigo a Montevideo, vamos subí ¡vas a ver que linda es la capital...!

Ada Vega, 2001.

viernes, 21 de agosto de 2015

La extraña dama

          
            Había llegado a la Estación Central, con el tiempo justo. No llevaba equipaje. Corrió anhelante por el andén y en el momento exacto en que el  ferrocarril  comenzó a moverse, ascendió por el último vagón. La noche sin luna, fría  y estrellada, cubría la ciudad.
Bajo un amplio tapado oscuro, se sentó junto a la ventanilla de Segunda Clase. La luz difusa de las lamparillas desdibujaba las sombras, confiriéndole al vagón una visión casi irreal. Altos asientos esterillados, en correcta formación, ofrecían a los pasajeros  una exigua comodidad.
             Sólo tres personas compartían el lugar: ella, un muchacho vendedor de escobas y un paisano que seguramente volvía a sus pagos. El tren hizo su primera espera en la Estación Bella Vista donde subieron varias personas con valijas, paquetes y cajas atadas con cuerdas. Luego avanzó cansino sobre los durmientes hasta la Estación Yatay, donde subieron más pasajeros.
           Una señora gorda con un par de bolsos, dos niños y un gato, ocuparon el asiento frente al suyo. La señora acomodó los bolsos y saludó: buenas tardes. La extraña dama miró de reojo al gato que, molesto, refunfuñó un maullido. Al llegar a la Estación Sayago  los niños dormían, el gato se revolvía inquieto esquivando su mirada, mientras la señora gorda tejía, en rosa,  una delicada batita de bebé.
           La locomotora  dejó atrás la ciudad para abrirse paso hacia  el silencio de la noche, que abrigaba los campos dormidos.            
           A pesar de haberse anunciado, no estaba muy segura de ser esperada. Para acortar el viaje intentó dormir un rato. Cuando despertó, una suave claridad anunciaba la aurora. Miró hacia afuera y permaneció absorta ante el nacimiento del nuevo día.  El tren avanzaba sinuoso entre los cerros de piedras. Un sol  tenue, que despuntaba hacia el este, arrancaba reflejos al pedregal como si miles de gemas se hubiesen esparcido sobre los cerros.  El día se desperezaba. La señora gorda sacó de uno de los bolsos un termo azul y sirvió café con leche a los niños. La  extraña pasajera, en tanto, observaba distraída un campo de labranza que se extendía hasta perderse en la fina línea del horizonte.
        Recordó entonces a Horacio Guerra. Lo había conocido, hacía ya muchos años, cuando dos vehículos protagonizaran un trágico accidente en una de las rutas del país. Ella estuvo allí. Recordó al joven malherido. Estuvo tan cerca que podía sentir su aliento, su respiración entrecortada. Recordó que él también la vio y la reconoció. Que intentó acercarse más, para besar su frente. Recordó que la Vida la apartó.
         Desde entonces habían pasado muchos años. Tal vez la habría olvidado. Tal vez, a pesar de haberse anunciado, ni siquiera la estaría esperando.
         El tren corría con trote placentero sobre un campo verde que se perdía entre montes de eucaliptos  y pequeñas ondulaciones. Casitas blancas, a lo lejos, brillaban al sol del mediodía. La señora gorda con los niños y el gato habían bajado hacía ya un par de estaciones. En el vagón sólo quedaba ella.
        Mientras sobre la locomotora se elevaba una nube negra de humo, el tren quejumbroso llegaba jadeante a la última estación.
         La pasajera  abandonó el vagón, atravesó el andén y luego, con paso seguro, comenzó a recorrer las callecitas del pueblo. A esa hora el hospital se encontraba adormecido y en silencio. En una pequeña salita blanca,  Horacio Guerra peleaba la vida. Rodeado de familiares se encontraba solo. Tan solo como se puede estar al final del camino.
      El anciano dormitaba sereno. Presintió la llegada de la viajera y entreabrió los ojos. Reconoció a la dama que un día en la ruta, a pesar de haber estado tan cerca, se fue sin esperarlo. Nuevamente se encontraban, ella estaba allí, esta vez no se iría sola.
       Había venido solamente por él, desde un mundo de distancia.  La extraña dama se acercó al enfermo y la Vida se apartó.
 En la estación, la campana del tren anunciaba su regreso.


Ada Vega, Blog: http://adavega1936.blogspot.com/

domingo, 16 de agosto de 2015

Como campanilla de recreo

            



        Manuel Arvizu ingresó al  elegante salón de fiestas del Hotel Conrad Punta del Este, donde esa noche se ofrecía una recepción a un grupo de científicos llegados del Instituto Pasteur de París, en visita a su homólogo de Montevideo.
 El grupo lo conformaban tres doctores y un técnico, dedicados al estudio de la Biología Molecular. Uno de los doctores era una bióloga nacida en Uruguay  y radicada en Francia, hacía  muchos años.
Manuel Arvizu paseó su mirada sobre toda aquella concurrencia y se encaminó hacia donde se encontraban los homenajeados. Se detuvo ante la mujer que componía el grupo, causante de su presencia en dicho agasajo. Desde que viera la foto en los diarios y el  anuncio de su  arribo al país, sólo estuvo  pendiente del día de su llegada.
Esa doctora en biología, que anunciaba su visita al Uruguay, había sido una estudiante alumna suya de los años en que fue profesor de  un liceo capitalino. Vivió con ella una breve historia de amor. Tan breve que el hombre piensa que  nunca  comenzó y por ende: nunca acabó. Pero que, sin embargo, como una imagen recurrente, aún permanece en su memoria. Perturbándolo, a veces, como una obsesión. Que no comenzó con un principio, como comienzan las historias de amor. Más aún, una historia que le pertenecía solamente a él pues se había enamorado de una mujer que había hecho suya una tarde, de hacía muchos años, y que nunca más  volvió a ver.
Una mujer de la que se enamoró después: al recordarla. Cuando, sin saberlo entonces, ya la había perdido. Ahora el destino volvía a cruzarlos y él necesitaba ir a su encuentro. Enfrentar ese recuerdo acuciante que no logró nunca sepultar en el olvido. Hablar con ella aunque fuesen dos palabras para poder, al fin, olvidar aquella vieja historia. De modo que  allí estaban los dos, otra vez,  frente a  frente.
La mujer lucía espléndida. Elegante, pero sobria. Llevaba un vestido negro de corte clásico y un collar de perlas y, en sus manos, sólo la  alianza de matrimonio. Delgada, no muy alta, con el cabello corto y  poco maquillaje exhibía su rostro una belleza interior que relucía en sus ojos claros y en su boca que se abrió en una sonrisa cuando vio al hombre que se acercaba y lo reconoció. Tenía diecisiete años aquel invierno cuando  lo vio  por primera vez, y cursaba quinto año de bachillerato.
Por un momento volvió a ser aquella adolescente desprejuiciada, apurada por vivir. Enamorada perdidamente del joven profesor sustituto, que había aparecido un día en el salón de clases, sólo para trastornarla. Manuel, —recuerda—, ya casi lo había olvidado, volver a verlo le provoca  ternura. Como encontrarse de pronto con un compañero de juegos de su niñez. ¡Qué casualidad encontrarlo allí!
                                                 II
Él ya había pasado los treinta,  cuando llegó una tarde  a suplir al profesor de física que se encontraba con licencia médica. Se quedó con el cargo de profesor  el trimestre  final  de quinto y el período de sexto del año  siguiente.
Ella lo volvió loco todo el tiempo que quedaba de quinto y todo sexto. Muchas alumnas se enamoran de sus profesores, pero sólo son  amores platónicos. Sin embargo lo de Eliana nada tenía que ver con Platón y su elevada filosofía. Ella  acosaba al profesor. Lo seguía, lo esperaba, lo llamaba por teléfono. Lo invitaba a ir al cine, a la biblioteca, a tomar un café. Con él a cualquier parte. El muchacho en ningún momento demostró interés en la joven. Estaba casado y  ella era un compromiso para él  y se lo decía:
 —Dejame en paz, Eliana,   vas a lograr  que pierda  el trabajo.
 Todo fue en vano. En los últimos días de noviembre, antes de terminar el sexto año de bachillerato, Eliana necesitaba urgente una paliza: Manuel prefirió llevársela a un motel. En el trayecto no hablaron una palabra.
Al llegar a la habitación  ella se quitó la ropa y se tendió en la cama. Manuel pensó que era sabia en amores. La cubrió con su cuerpo y ella permaneció estática. Estiró las piernas juntas sobre las sábanas y se quedó a la espera. Manuel la miró y le preguntó:
—Decime,  Eliana ¿vos nunca hiciste el amor?
 Ella le dijo que no con la cabeza, y la boca cerrada.
 —Eliana, ¿vos sos virgen?  —volvió a preguntar.
 Ella le dijo que sí con la cabeza, y  la boca cerrada.
 Manuel trató de incorporarse y  Eliana se abrazó a su cuello para que no la abandonara. Lo mantuvo, aferrado sobre su pecho desnudo. No supo. No encontró las palabras con las cuales decirle que ella quería que fuese él, y no otro, su primer hombre. Lo miró angustiada. Manuel se zafó del abrazo y se  tendió a lo largo, junto al cuerpo de la muchacha, a esperar que se le pasara el desconcierto. Ella se acurrucó en el cuerpo del hombre buscando refugio.  Entonces la tomó en sus brazos, la besó largamente y ella, entregada al fin, se abrió al amor.
 El profesor no tuvo oportunidad, en los días que siguieron, de instruir a su alumna sobre las distintas fases del arte de amar, hecho que desde entonces arrastra como una carga, como una culpa. Como un deber inacabado. Unos meses después Eliana, mediante el usufructo de una beca, dejó el país y se fue a estudiar a Francia.  De modo que Manuel  no volvió a saber de ella.
Desde aquella tarde en el motel  habían transcurrido treinta años.
Manuel Arvizu observa a la famosa  bióloga que está a su lado, sonriente, desinhibida. Hizo bien en venir a verla. Ahora sabe que ella nunca lo olvidó. Que jamás lo olvidará. Ya puede ponerle fin a aquella historia de amor tan breve, que por distintas razones dejó entre la alumna y el profesor, un recuerdo imborrable.
 Eliana le tendió una mano para saludarlo, hubiese querido preguntarle qué había sido de su vida, contarle tal vez algo de la suya, pero del otro extremo del salón sus compañeros la llamaban. Se disculpó al instante. Al estrechar su mano, Manuel alcanzó a ver la alianza de matrimonio. Sólo una palabra pronunció  en voz muy baja, casi al oído.
—¿Aprendite? Ella rió al contestarle.   
— ¡Con un master!! — alcanzó a decirle mientras iba apresurada  a reunirse con su grupo.
 Y Manuel se quedó mirando la figura de la mujer que se alejaba de su vida para siempre mientras oía su risa,  retumbando  en el salón, como campanilla de recreo.