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viernes, 30 de octubre de 2015

Un árbol junto a la medianera



Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza, deteniéndose  a  trechos.
Entonces vivía con mis padres y  mis hermanos a la orilla de un pueblo esteño, cerca del mar. Mi casa era un caserón antiguo, del tiempo de la colonia, de habitaciones amplias y  patios embaldosados. Con jardín al frente y hacia el fondo, una quinta con frutales. A ambos lados de la casa una pared de piedra que hacía de medianera, nos separaba de la casa de los vecinos. El resto de la quinta lo rodeaba un tejido de alambre cubierto de enredaderas.
Uno de los vecinos era don Juan Iriarte,  un hombre que había quedado viudo muy joven, con tres niños, empleado del Municipio. La casa y los niños se hallaban al cuidado de la abuela y una tía, por parte de madre, que fueron a vivir con ellos ha pedido de don Juan, cuando faltó la dueña de casa.
En los días de esta historia yo tenía dieciocho años  y un novio alto y moreno que trabajaba en el ferrocarril, que hacía el recorrido diario del pueblo a la capital. Se llamaba Enrique y venía a verme los sábados pues era el día que descansaba. Enrique era honesto y trabajador. Nos amábamos y pensábamos casarnos.
Mi padre y mis hermanos trabajaban en el pueblo y  mi madre y yo nos entendíamos con los quehaceres de la casa ayudadas por Corina, una señora mayor que se dedicaba principalmente a la cocina y que vivió toda su vida con nosotros. Yo era la encargada de lavar la ropa de la familia. Tarea que realizaba en  el fondo de casa,  en un  viejo piletón, una o dos veces por semana.
Cierto día, la mirada azul del mayor de los hijos de don Juan empezó a inquietarme.  Comencé por intuir que algo no estaba bien en el fondo de mi casa. Como si  una entidad desconocida  estuviese, ex profeso,  acompañándome. Hasta que lo vi subido a un árbol junto a la medianera. Era un niño que sentado en una rama me miraba muy serio, entrecerrando los ojos como si  la luz del sol le molestara.
 Pese a comprobar que la ingenua mirada de aquel niño sentado en una rama no merecía mi inquietud, no alcanzó a tranquilizarme lo suficiente. Traté por lo tanto de restarle importancia. Sin embargo al pasar los días no lograba  dejar de preocuparme su obstinada presencia pues, por más que fuera un niño, me molestaba sentirme  observada. De modo que me dediqué a pensar que algún día se aburriría y dejaría de vigilarme.
Pasaron los meses. Por temporadas lo ignoraba, trataba de olvidarme  de aquel muchachito subido al árbol con sus ojos fijos en mí. Un día hablando con mi madre de los hijos de don Juan, me dijo que el mayor estaba por cumplir catorce años. ¿Catorce años?, dije, creí que tendría diez. —Los años pasan para todos, dijo mi madre. — La mamá ya hace ocho años que murió y el mayorcito hace tiempo que va al liceo.
Desde el día que vi a Fernando por primera vez encima del árbol, habían pasado algo más de dos años. Nunca lo comenté con nadie. A pesar de que alguna vez lo increpé duramente: ¡Qué mirás tarado!, le decía con rabia, ¿no tenés otra cosa que hacer que subirte a un árbol para ver qué hacen tus vecinos? Nunca me contestó ni cambió de actitud, de todos modos su fingida apatía lograba sacarme de quicio y alterar mis nervios.
Finalmente llegó el día en que su presencia dejó de preocuparme. Cuando salía a lavar la ropa ya sabía yo que él estaba allí. Algunas veces dejaba mi tarea y lo miraba fijo. Él me sostenía la mirada, siempre serio. Yo me reía de él y volvía a mi trabajo. Hasta que una tarde pasó algo extraño: había dejado la pileta y con las manos en la cintura enfrenté, burlándome, como lo había hecho otras veces, su mirada azul. Entonces sus ojos relampaguearon y me pareció que su cuerpo entero se crispaba. Aparté mis ojos de los suyos y no volví a enfrentarlo. Sentí que el corazón me golpeaba  con fuerza y comprendí que aquella mirada azul, no era ya la mirada de un niño.
Ese verano cumplí veinte años y fijamos con Enrique la fecha para nuestro casamiento. Yo había estado siempre enamorada de él, sin embargo, aquella próxima fecha  no me hacía feliz, como debiera. Un sábado al atardecer salimos juntos al fondo, para poner al abrigo unas macetas con almácigos, pues amenazaba lluvia. 
Cuando volvíamos Enrique me arrimó a la medianera de enfrente a la de don Juan y comenzó a besarme y acariciar mi cuerpo. Mientras lo abrazaba levanté la cabeza y vi a Fernando que nos observaba desde  su casa. Arreglé mi ropa nerviosamente y me aparté de Enrique que, sin saber qué pasaba, siguiendo mi mirada vio al muchachito en el árbol.
—¿Qué hace ese botija ahí arriba?, me preguntó. —No sé,  le contesté, él vive en esa casa.  —¿Y qué hace arriba del árbol? –—No sé. ¿Qué otra cosa podía decirle, si ni yo  misma sabía que diablos hacía el chiquilín ahí arriba? Salí caminando para entrar en la casa seguida por Enrique que continuaba hablándome, enojado: — ¡Habría que hablar con el padre, no puede ser que el muchacho se suba a un árbol para mirar para acá! ¡Está mal de la cabeza!  —¡Es un chico! —le dije para calmarlo un poco, son cosas de chiquilín.  -—¡Es que no es un chiquilín, es un muchacho grande!, me contestó, ¡es un hombre!
¡Un hombre! pensé, y mi mente fue hacia él, hacia aquellos ojos azules que, sin poder evitarlo, habían comenzado a obsesionarme. A perseguirme en los días y en las noches de mi desconcierto. Un desconcierto que crecía en mí, ajeno a  mi voluntad, creando un desbarajuste en mis sentimientos. No podía entender por qué me preocupaba ese chico varios años menor que yo, que solo me miraba.
Al día siguiente salí al fondo de casa con la ropa para lavar. No miré para la casa de al lado. No sé si el vigía se encontraba en su puesto. Enjuagué la ropa y fui a tenderla en las cuerdas que se encontraban al fondo de la quinta. Me encontraba tendiendo una sábana cuando oí unos pasos detrás de mí. Al darme vuelta me encontré de frente con Fernando que, sin decir una palabra, me tomó con energía de la cintura, me atrajo hacia él y me besó con furia. Sus ojos de hundieron en los míos y sentí su hombría estremecerse sobre la cruz de  mis piernas.: —No te cases con Enrique —me dijo—, espérame  dos años. —Dos años, para qué  —le pregunté.  —Porque en dos años cumplo dieciocho, estaré trabajando y  podremos vivir juntos. —Pero Fernando, tienes apenas dieciséis años, y yo tengo veinte...yo...no es esperarte, ¡esto no puede ser!  
—No siempre voy a tener dieciséis años, un día voy a tener veinte y vos vas a tener veinticuatro y un día voy a tener treinta y vos vas a tener treintaicuatro  ¿cual es el problema? —Después no sé, pero ahora es una locura, yo no puedo... ¡voy a casarme!  —Vos no te podés casar con Enrique porque ahora me tenés a mí. ¿Dudás de que yo sea un hombre? —No, no dudo, es que yo no... Vos estás confundido, no te das cuenta, ¡estás confundido!  Pero, por favor, ahora vuelve a tu casa, no quiero que alguien te encuentre acá, ¡por favor!  —Me voy, pero esta noche quiero verte, te espero a las nueve.  —No, no me esperes —le dije—,  porque no voy a venir.  —Vas  venir —me  contestó.
 Pasé el resto del día nerviosa, preocupada, asustada. Feliz. Era consciente de que aquella situación  no era correcta. Pero no podía dejar de pensar en lo sucedido esa mañana. No había, siquiera, intentado resistirme. Dejé que me abrazara y me besara, y sentí placer. Hubiera querido seguir en sus brazos. ¿Qué significaba eso? Abrigaba sentimientos desencontrados. En mi cabeza reconocía que no era honesto lo sucedido, pero en mi pecho  deseaba volver a vivirlo. No sabía como escapar de la situación que se me había planteado, y a la vez rechazaba la idea de escapar. De lo que no dudaba era de que aquello no tendría buen fin. Que si alguien se enterase, sería un terrible escándalo. Para mi familia y para la de él. Entendía que para Fernando era una aventura propia de su edad. Pero yo era mayor, era quien tenía que poner fin a esa alocada situación antes de que pasara a mayores.  Decidí por lo tanto no salir esa noche a verlo y conseguir,  cuando fuese a lavar la ropa,  que mamá o Corina me acompañaran.
La firme decisión de no concurrir a la cita de las nueve de la noche se fue debilitando en el correr de las horas. A las nueve en punto en lo único que pensaba era en encontrarme con Fernando en el cobijo de la quinta. La noche estaba cálida y  estrellada. La luna en menguante se asomaba apenas, entre los árboles. Salí, sin encender la luz, por la puerta de la cocina como una sombra.
Estaba esperándome. Me condujo de la mano hasta la parte más umbría de la quinta. Me besó una y mil veces. Y me hizo el amor como si todo el tiempo que estuvo observándome desde su casa, hubiese estado juntando deseo y coraje.
Y  yo lo dejé entrar en mí, deseando su abrazo, como si nunca me hubiesen amado o como si fuese esa la última vez.
Después pasaron cosas. No muchas. Cuando Fernando cumplió dieciocho años nos vinimos a vivir a la capital. Cada tanto volvemos al pueblo a ver a mis padres y a mi suegro.  Mis hermanos se casaron y se quedaron a vivir por allá. La abuela de Fernando murió hace unos años y el padre se casó con la tía que vino a cuidarlos cuando eran chicos. Enrique vive en EE.UU. La quinta de mi padre está un poco abandonada. El viejo piletón aún se encuentra allí. Cuando voy a la casa  entro a la quinta hasta la parte más umbría que fue refugio de nuestro amor secreto. Allí vuelvo a ver a aquel chico de dieciséis años empeñado en demostrarme que era todo un hombre. Aquel chico de la mirada azul que por su cuenta decidió un día trocar mi destino, trepado a un árbol junto a la medianera.
Ada Vega, 2012 http://adavega1936.blogspot.co

lunes, 26 de octubre de 2015

Sergei Radov primer violín





     Era un niño cuando asistí a la lenta agonía de nuestra amada Playa Capurro.  Pude ver, con amargura, como cada día su arena blanca desaparecía bajo la resaca que, poco a poco, la fue sepultando. Sus aguas se fueron tornando sucias y revueltas, debido, en parte, a los buques que llegaban a nuestro puerto principal y  vertían los desperdicios en sus aguas. Se sumaron las vertientes contaminadas de los arroyos  Miguelete y Pantanoso y el ultimátum del crudo, en el trasiego de los barcos petroleros anclados en el puerto de Ancap, junto a los deshechos  que  la propia refinería volcaba en la bahía. Yo, como muchos capurrences, presencié su ejecución. Y un día la playa quedó sola y olvidada. De todos modos, en el verano me gustaba recorrerla. Con mis zapatillas bajo el brazo caminaba descalzo entre las piedras cuando había bajante, pisando aquí y allá hasta alcanzar la roca más grande junto al viejo lavadero, y allí me sentaba rodeado de gaviotas a escuchar el susurro del mar, a veces suave y aletargado y otras veces furioso creciendo con rapidez.
 Una tarde, en medio de mi contemplación, me sorprendió un viento repentino y traté de salir lo más rápido posible, pisando las rocas que desaparecían bajo las olas que avanzaban agitadas. Cerca de la orilla, vi a un botija de más o menos mi edad que, con mucha dificultad, trataba de salir de entre las grandes piedras. Al pasar junto a él le ofrecí mi mano y salimos juntos.  No lo conocía. Nos calzamos y cruzamos al parque. Sentados en la verja de ladrillos, que entonces lo rodeaba, me contó que era nuevo en el barrio. Hacía  unos días se había mudado con sus padres a una casa en Húsares a la altura de Flangini. En ese entonces vivía en  Coraceros, así que éramos vecinos. Como ya  lo habían apuntado en la Escuela Capurro, seríamos también compañeros. Esa tarde, sin más datos, sellamos una amistad para toda la vida.
Mi flamante amigo se llamaba Sergei Radov, pero para mí y los botijas del barrio fue siempre el Rusito. Empezó a ir con nosotros a las matinés del Cine Capurro.  También lo hicimos hincha del glorioso Fénix, por aquel año con: Pessina, González Plada, Saccone, Montuori y Herol, aunque abajo llevó siempre la camiseta de Nacional. Como a todos nosotros al Rusito le gustaba jugar al fútbol. Pero jugar con él era difícil. En el cuadro de la escuela nunca lo ponían y cuando jugábamos en la calle o en el parque, ninguno lo quería de compañero. De todos modos, él insistía. Lo que pasaba era que el Rusito era rengo. Una parálisis infantil que lo atacó en su niñez  lo dejó con una pierna más corta que la otra. No era muy evidente, pero rengueaba. La cuestión era que al cuadro donde él jugara lo llenaban de goles.
Don Igor, el padre, lo hacía estudiar violín. Algunas veces lo oíamos tocar desde el living de su casa: era como oír mil gatos maullando. Por eso los botijas del barrio cuando él jugaba en la calle le gritaban: ¡dejá la globa Rusito, chapá el violín. Con el violín disimulás la pata corta! Cuando terminamos la escuela fuimos juntos al Bauzá. Para entonces el Rusito tenía una novia. Marianela. Siempre la quiso, desde la escuela, y ella también. Marianela era una chiquilina de trenzas y ojos oscuros que vivía por Francisco Gómez y la vía. Ya en sexto se sentaban juntos y juntos hacían los deberes. En el primer año del liceo él pasaba a buscarla y la acompañaba al regreso.
 Fue en las vacaciones de julio, cuando estábamos en segundo, que Marianela se enfermó. Cuando veníamos del liceo él entraba en su casa y se  quedaba con ella. Le leía cuentos y le escribía versos. Leyéndole  a Machado, una tarde, ni se dio cuenta que Marianela... ya no lo oía.
Fue su primer gran dolor y aunque él trataba de disimularlo yo sabía de su sufrimiento. Íbamos y veníamos del Bauzá sin hablar. Yo hubiese querido decirle algo que lo animara, pero nunca encontré las palabras. Sin embargo, en esa época fuimos más amigos que nunca, y aunque la tristeza lo hacía aislarse de todos yo siempre lo acompañé. Él volcó entonces en el violín toda la pena que le dejara la pérdida de su amor adolescente. Salimos del Bauzá y fuimos al  I.A.V.A. Entramos juntos a la Facultad de Medicina. El Rusito tenía una gran vocación de médico. Pensaba hacer Pediatría y dedicarse a los  niños con Poliomelitis. Entonces los problemas políticos del país se fueron agudizando. Los estudiantes empezaron a ser acosados. Comenzaron las grandes huelgas. El Rusito no les daba importancia, pero el padre le pidió  un día que fuese a sacar el pasaporte y consiguió unas  direcciones en Europa por las dudas. No se equivocó don Igor, al Rusito comenzaron a molestarlo. No sabía nada de política pero era hijo de ruso, ergo, era comunista. Se lo llevaron  dos o tres veces. Un día vino muy lastimado. Don Igor no esperó más, le sacó los pasajes, le dio las direcciones, todos sus ahorros y el violín.  Nos abrazamos muy fuerte en el Aeropuerto la noche que se fue
 —Adiós, Rusito.    
 —Voy a volver. 
Y el avión se perdió en el cielo. Adiós.
       No volvió. Vivió en Austria con unos tíos orfebres. Abandonó la carrera de medicina, aprendió el oficio de sus tíos y trabajó con ellos. Siguió con el violín.
       Ayer don Igor me llamó para mostrarme el recorte de un diario que le enviara el Rusito desde el Viejo Continente. Bajo su foto leyó el siguiente texto: “Invitado por el gobierno de su país, el laureado Primer Violín de la Filarmónica de Viena, Sergei Radov, viajará en breve a la República Oriental del Uruguay, donde ofrecerá varios conciertos, iniciando allí una gira por las tres Américas.”
       Hoy, desde el costado de la Ruta 1, he vuelto a pisar las rocas junto al viejo lavadero. Bajo la moderna vía de hierro y hormigón que atraviesa el viejo parque,  amurallada por grandes piedras como enorme mausoleo, descansa para siempre mi vieja Playa Capurro.
Gritan las gaviotas molestas con mi presencia.
El Rusito vuelve. El mar susurra. Hay bajante.

Ada Vega, 2004 - Blog Garúa: http://adavega1936.blogspot.com.uy/

jueves, 22 de octubre de 2015

Querida hermana





   Hoy el día amaneció frío. Sabes que en otoño el sol no calienta casi. Es como si intentara prepararnos para el rigor del invierno. Nunca me gustó el invierno ¿recuerdas? Es oscuro, húmedo y triste. Siempre ha provocado en mi ánimo una especie de abatimiento y melancolía, que aún no he podido controlar. El otoño es cálido. Desde la ventana del comedor veo filtrarse el sol entre las ramas de las acacias. Los benteveos y los horneros cantan y se entrecruzan en vuelos cortos ¿no los escuchas?

  Con respecto a mí, te diré que estoy bien.  Cuando hay mucha humedad  o mucho frío, me duelen un poco los huesos, aunque  no sé exactamente si son los huesos o los años los que me duelen. La casa, me preguntas, está como cuando te fuiste. El  jardín está hermoso, ¿no lo has visto aún? ¡tienes que verlo! don Juan lo ha llenado de alegrías  que han florecido por todos los canteros. Tus malvones rojos, blancos y matizados están en flor y las últimas rosas aún mantienen sus tallos enhiestos.

Hoy entré en tu dormitorio y cambié el cubrecama azul por la manta blanca en croché con rositas y madroños, que te llevó tantas horas de trabajo y que quedó tan bonita. Todas las tardes abro un poco los postigos de tu habitación y  mientras  un aire suave juega con las cortinas, dejo que un rayo de sol acaricie los porta retratos que  dejaste sobre la cómoda. Desde allí te siguen sonriendo los seres que te amaron. También entro de noche, antes de acostarme, sabes, para dejar encendida la veladora de tu mesa de luz. El resplandor se refleja en el corredor y yo me siento  acompañada. Es como si aún estuvieras aquí. Hasta creo oír pasar las hojas de los libros que leías casi hasta el amanecer.

 La casa me resulta un poco grande. Tengo vecinos nuevos. Donde vivía doña Eloísa, se mudó  un matrimonio con dos niñas. Son buenos. Me vienen a ver y se han ofrecido para lo que necesite.  Les ofrezco uvas. Los parrales están cargados y se inclinan con el peso de los racimos que inundan la casa con su olor a vino. Te gustaba ese olor. Yo lo recuerdo. Te reías trepada a una silla cortando racimos y comiendo las uvas una por una. Un verano hicimos vino, ¿te acuerdas? No lo pudimos tomar. Nos quedó horrible. Lo tiramos antes de que alguien se enterara, para que no se rieran de nosotras. Fue nuestra primera y última vendimia. Después, nos reíamos las dos a escondidas.

Habrás visto que tengo un perro ¿ por qué te extraña? A mí siempre me gustaron los perros en la casa. A ti nunca te gustaron. Los perros afuera, decías. Llenan todo  de pelos y de pulgas. De nombre le puse Chispa. Lo encontré en la calle un día que venía del mercado. Me siguió, movía la cola y me miraba con sus ojitos pardos. Es mediano, de pelo corto color café.

Esa tarde lo dejé entrar y le di agua. Él tomó a grandes sorbos y luego se echó junto a las macetas de tus malvones. Desde entonces me acompaña. Ladra cuando oye algún ruido y cuando llaman a la puerta. Últimamente estoy un poco distraída, y él se ha convertido en mis ojos y mis oídos. Me gusta verlo echado a mis pies, cuando tejo o cuando leo.  

¿Por mis hijos, me preguntas ? Están bien, pero muy lejos, ya lo sabes. Luis en Estados Unidos, Miguel en Tenerife, y Alicia  y Marcela en Barcelona. Cada vez, los que emigran se van  más lejos.

 No he visto nacer a mis nietos ni los he visto crecer. Sé bien que se fueron buscando un mejor futuro para sus hijos. Todas los meses recibo cartas  de uno o de otro. Me giran dinero, para que no me falte nada, dicen. Parece que hoy, en el dinero, se encuentra la solución de todos los males que nos aquejan.  La casa, hermana, es demasiado grande para mí, a veces me pesa tanta soledad. De todos modos la cuido y la mantengo linda por si algún día, alguno de mis hijos quisiera volver.

Ada Vega, edición 2015 - 


domingo, 11 de octubre de 2015

Vacaciones de enero

               

   Parecía inevitable. Todos los años en los primeros días de diciembre, antes de terminar las clases de la escuela, mi madre y mi padre empezaban la misma discusión: dónde íbamos a pasar las vacaciones. Mamá comenzaba la polémica en cuanto mi padre dejaba sobre la mesa del comedor todo su equipo de pesca y  se concentraba en revisarlo. Era el pie. Arremetía cautelosa pero tenaz.
  —El verano pasado me prometiste que este año iríamos a Piriápolis.
   —Mirá, Laurita, vos sabés que en Piriápolis se gasta mucho. Mejor vamos a Valizas. Es más barato para nosotros y más sano para los chiquilines. El agua tiene más yodo y el aire es más puro.
  —Yo me aburro en Valizas. Sólo hay arena y agua. ¡Y ese viento!
   —Podés ir al Chuy y comprar todo lo que necesites.
  —Yo no necesito nada del Chuy. Tenemos suficientes sábanas y toallas y en la despensa todavía guardamos  aceite y ticholos de hace dos años.
Imposible. No se ponían de acuerdo. Mi madre insistía en ir a Piriápolis porque allí pasaron su luna de  miel y el balneario le encantó. Pero por una u otra causa nunca habían vuelto.
    —Yo quiero volver a aquel hotelito y pasear con los chiquilines por donde paseábamos nosotros. ¡Vos me lo prometiste!
 Mi padre, entusiasmado con las cañas y los anzuelos, no le prestaba mucha atención. De todos modos, cuando mi madre arreciaba con su deseo de revivir aquellos días de luna de miel, abandonaba por un momento su tarea y con sus brazos le rodeaba la cintura.
  —Mi amor, no necesitamos ir a Piriápolis para rememorar nuestra luna de miel. La luna de Valizas es también muy romántica y se refleja como una moneda de plata sobre el negro manto del océano.
 Poeta y pico mi padre. Cuando había que serlo. Entonces la besaba y, creyendo que ponía fin al debate, seguía ordenando los anzuelos. Su pasión era veranear en un lugar solitario. Con todo el mar sólo para él; enfrentando el oleaje que lo golpeaba con furia como si quisiera echarlo de sus dominios.
 Mi madre, en cambio, prefería hacer sociabilidad. Variar sus conjuntos de ropa y por las noches salir juntos a cenar y a bailar. Eran los dos polos. Por lo menos para elegir donde pasar las vacaciones que siempre las determinó mi padre, pues, aunque todos los años le prometía que las próximas serían en Piriápolis, esas vacaciones no llegaron nunca. De todos modos, ella insistía:
  —Los chiquilines pasarían mejor en Piriápolis. Hay muchos lugares para visitar, andarían en bicicleta y la playa no es tan peligrosa.
Y papá hacía cintura:
   —Yo no quiero salir de una ciudad y meterme en otra. Quiero unos días de paz y tranquilidad. Necesito descansar, Laura. Entendeme.
  —¡Pero aquello es más que tranquilo! ¡Es un desierto de arena agreste y salvaje! ¡Si hasta da la impresión de que en cualquier momento vamos a estar rodeados de charrúas!
Total, perdido por perdido, un poco de sarcasmo no venía mal. De más está decir que ese año, como los anteriores, terminamos los cuatro en Valizas. Pero fue el último. El último verano que pasamos juntos.
    Valizas, es una de las playas más hermosas al este de nuestro país.  Agreste, sí, pero con enormes arenales de arena blanca y fina salpicados de palmeras Butiá, a cuyas orillas ruge el Océano Atlántico.
        En aquellos años había en el paraje un pequeño pueblito de pescadores con ranchitos de techo y paredes de paja y tres o cuatro casitas modestas de techo quinchado, distribuidas aquí y allá entre las dunas. Una de ellas la había hecho mi padre con unos  amigos para, justamente, ir en vacaciones a pasar unos días. Tenía en aquel entonces un Ford no muy nuevo que cargaba con algunas cosas personales, sus cañas y sus anzuelos y en las vacaciones de enero enderezaba rumbo al balneario.
       En los primeros años de casados mamá se quedaba con nosotros, que recién empezamos a ir cuando cumplimos tres y cuatro años. Creo que fue durante nuestro primer veraneo cuando supe que Fede y yo éramos un casal. Eso le oí decir  a un compañero de papá, la tarde que nos conoció. Aquellos fueron  buenos tiempos.
     Un año las discusiones comenzaron mucho antes. Como a principios de octubre. La discusión sonaba distinta. Como siempre la que se quejaba era mi madre.
                   —Vos sos un sinvergüenza. ¡Con esa mosquita muerta!
  —Estás loca, ¿qué decís? ¿qué te contaron?
                  —No me contaron nada. ¡Yo los vi!
                 —Vos tenés que estar mal de la cabeza. ¿ Qué viste?
                  —No te hagas el inocente, yo te vi con esa mosquita muerta, ¡no soy ciega ni estúpida!
     Tampoco esa vez lograron ponerse de acuerdo. Hasta que un buen día dejaron de discutir. No se hablaron más. Y una tarde, ya casi al final de la primavera, mi padre cargó sus cosas en el viejo Ford y se fue con esa “mosquita muerta”.
Nos quedamos sin padre, sin auto y sin vacaciones.
      En los años que siguieron veíamos regularmente a papá que un día, sin más trámite, nos comunicó que se casaba. No le dijimos nada a mamá: que igual se enteró. Nunca pisamos la casa de papá. Mientras fuimos chicos él venía a vernos, cuando fuimos más grandes íbamos nosotros para su cumpleaños y para Navidad, a verlo al Banco donde trabajaba. También algunas veces fue a esperarnos al liceo, nos llevaba a comer algo, dábamos una vuelta en el auto y nos dejaba en la puerta de casa. Después, no recuerdo cuando, ni en qué momento, poco a poco nos dejamos de ver.
    Un verano mamá nos anunció que había reservado alojamiento en un hotelito de Piriápolis, para pasar juntos las vacaciones de enero. Con nosotros iba también una amiga de ella. El hotel quedaba a dos cuadras de la rambla. Fueron unas vacaciones inolvidables. Subimos al Cerro del Toro, al de San Antonio, comimos los famosos mejillones de Don Pepe, y nos bañamos en las verdes aguas de Piriápolis.
     Una tarde salimos con Fede a pasear en bicicleta junto con unos amigos y en el jardín de una casa, un poco retirada de la rambla, vimos a papá conversando con su esposa. Ella no parecía “una mosquita muerta”, era una señora como cualquier señora, con el físico parecido al de mamá y un rostro agradable. Fede y yo lo comentamos hasta que estuvimos solos, preocupados porque mamá también los viera alguna de esas tardes en que salía a pasear con su amiga. Así que desde ese momento las empezamos a cuidar. Averiguábamos a dónde iban y por qué camino. Hasta que una tarde, del modo más inesperado, nos cruzamos los cinco por la rambla. La amiga de mamá estaba en la peluquería y  habíamos salido los tres a tomar un helado.
      Yo iba del brazo de mamá y Fede, que ya la pasaba casi una cabeza de altura, le apoyaba su brazo sobre los hombros. Mamá hizo una broma y Fede le dio un beso. Justo en ese momento nos cruzamos con papá y su esposa. Ella, sin advertir nuestra presencia, siguió caminando. Él se entreparó, abrió la boca para saludar o decirnos algo, pero no dijo nada. Me miró a mí, a Fede, a mamá. Se le llenaron los ojos con nuestra imagen. A mí me hubiese gustado saludarlo y hablar con él. Hasta extendí una mano para tocarlo. Pero al verlo titubear, no me animé. Sólo le dije: chau. Y seguí caminando. Nunca pude descifrar lo que pasó en aquel momento por el semblante de mi padre: ¿dolor, asombro, ansiedad, alegría? Nunca pude descifrarlo, pero me dolió su reacción. Aún me parece verlo en la rambla con todo aquel mar a su espalda, mirando sorprendido el paso de aquella familia que un día formó, luego abandonó y  veía pasar a su lado como ante un extraño.
 Para mamá el impacto no fue tan grande. Si bien nunca había dejado de imaginar su regreso, estaba empezando a convencerse de que él nunca volvería con nosotros. Nos sonrió, quedó un momento pensativa y luego dijo:
—Al fin papá vino de vacaciones a Piriápolis.
  Mientras la tarde moría en un cielo celeste y rosa de enero, y nos alejábamos caminando por la rambla, yo pensé en Valizas. En Fede y en mí corriendo por los arenales. En mamá, con el cabello al viento parada en la orilla mirando el mar. En papá colocando dos, tres cuatro cañas en hilera, revisando las tanzas, curtido de sol y arena. Feliz. Siempre los recuerdo bañándose juntos en el mar, abrazados, o besándose bajo la redonda luna de Valizas, que según mi padre es muy romántica.
       Mamá nunca volvió a casarse. Estuvo siempre alrededor nuestro. En este momento me mira distraída, ajena por completo a lo que escribo, sentada frente a la tele. En sus brazos, cansado de corretear, de ha dormido Darío, mi hijo menor.
         En fin, ya llega enero, es tiempo de empezar los preparativos. En pocos días Fede, su esposa y sus hijos, yo, mi esposo, mis hijos y mamá, con los autos abarrotados de cañas, riles y cajas con anzuelos, nos vamos de vacaciones.
 ¿Qué  adónde vamos?
¡ A Valizas!... Dónde, si no.  

Ada Vega. 1999 - 

miércoles, 7 de octubre de 2015

Quien esté lIbre de culpa



   Llegó al barrio una tarde con el bolso en bandolera, un gorro negro de lana y su pipa. Era un marino rubio y alto, dorado de sol y mar, con una sonrisa ancha, la espalda fuerte y los brazos tatuados.
Un verano ancló frente a mi casa. Alguien dijo que estaba de paso y  que viviría allí por un tiempo, pero se fue quedando. Se llamaba Yony,  y  según supimos después, había venido en un barco petrolero que, debido a un desperfecto en su sala de máquinas, debió quedar amarrado en el puerto de Ancap, y de allí fondeado en la bahía para su reparación. Como la estadía llevaría algunos meses, la tripulación se fue en otro buque y él quedó en representación de la empresa naviera. De modo que el  ente le ofreció una casa para que viviera allí, mientras estuviese en tierra.  Fue así como Yony ingresó a la gran familia,  que éramos entonces, todos los vecinos del barrio obrero.
Oriundo de los  Países Bajos, Yony  hablaba un español elemental medio gangoso mixturando cada tanto en su conversación  palabras en holandés. Adicto a su barco, se iba con los obreros muy temprano, por la mañana, y allí pasaba el día.
   Al caer la tarde lo veíamos volver. Se sentaba solo en el jardín, fumando su pipa, entrecerrados sus ojos verdes fijos en la bahía. Soñando tal vez con su tierra de tulipanes y añorados cantos de sirenas. Al cabo de un tiempo dejó de sonreír, las paredes de su casa comenzaron a oprimirlo, perdió la alegría y  la soledad y la tristeza lo quebraron.
 Un día vino con una muchacha de cabello negro muy largo, recogido en una trenza que dejaba caer sobre su espalda. Usaba vestidos de colores llamativos y muchos collares. Tenía hermosos ojos negros y la boca pintada. Era alegre y bonita, se llamaba María.
    Las vecinas del barrio no la querían, comentaban que “hacía la vida”, por eso no le hablaban y cerraban las celosías cuando ella pasaba. La mamá de Dorita fue la que se sintió  más molesta, siempre insistió en que la joven debía irse del barrio. Nunca entendimos por qué tanta aversión y rechazo. De todos modos ella era feliz con su Yony, y nadie  puede negar que su llegada puso un tinte de color y movimiento en la paz pueblerina de aquel barrio blanco que dormitaba junto a la bahía.
    Se levantaba por la mañana con los labios pintados, luciendo vestidos de estampados audaces y calzando sus pies en  sandalias con plataformas y tacos altos.  Así barría la vereda y hacía los mandados, tarareando canciones de moda, ajena a todo lo que la rodeaba como si viviera sola en un barrio desierto. Pasaron varios meses, cuando al fin, el  petrolero estuvo reparado.
A su regreso, el capitán y la tripulación lo hicieron a la mar, y una tarde en medio de la algarabía de los marineros oímos su sirena de despedida.
 Yony pudo levar el ancla y partir, pero la bruma de los negros ojos de María lo envolvieron, y perdió para siempre la ruta del mar.
    En los tiempos que siguieron muchas veces los vimos reír, caminar abrazados y hasta besarse. Los vecinos no lo veían muy bien; besarse en la calle por aquellos años era no tener decoro y se sentían ofendidos ante la actitud tan descarada de la joven que tenía el atrevimiento de reírse a carcajadas o estamparle un beso al muchacho como si tal cosa. Y fueron felices.
   María, que había dejado su antiguo oficio, fue con el tiempo una señora más y aunque al principio fue resistida, el título se lo ganó. No conocí otra persona más desinteresada y servicial: hizo de enfermera, de asistente de partos, de acompañante en los velorios. Sabía curar empacho y culebrilla. Conocía de yuyos y santiguados. Ante cualquier emergencia llamaban a María, ella siempre sabía qué hacer,  por eso las vecinas olvidaron su pasado, del que nunca más se habló.
Lenta, muy lentamente fueron pasando los años, en los brazos de Yony  los tatuajes palidecieron, su recia espalda se doblegó, sus ojos verdes se volvieron grises.
    Nunca volvió a su tierra de molinos y tulipanes, ni volvieron las sirenas a enamorarlo navegando los mares antiguos. María envejeció a su lado rodeándolo de amor hasta que una tarde, cansado tal vez de añorar el mar, soltó amarras y se fue al cielo de los justos.
 María se quedó y está allí, con todos nosotros que la queremos bien. Ya no usa los zapatos de tacos altos ni sus vestidos de colores sólo la trenza, que se ha tornado gris, cae sobre su espalda pequeña y encorvada.
   María es una anciana que conserva el brillo de sus ojos negros y una pícara sonrisa;  continúa viviendo en aquella casa de tejas adonde un día la trajo el amor de un marino solitario que, vencido ante su embrujo,  una tarde lejana se olvidó de zarpar. Y allí estaba, en su jardín, cuando la mamá de Dorita, que sufre a término una enfermedad que no perdona, la mandó llamar.  María fue. Entró en esa casa por primera vez. Se enfrentó con aquella mujer que no la quiso nunca en el barrio. Las dos mujeres se miraron largamente. Se comprendieron sin hablar. Y la vida pasó ante ellas. La vida que vivieron juntas, hace muchos años,  allá, en el bajo.
 La enferma levantó apenas una mano blanca y fría. María la sostuvo entre las suyas y, asintiendo con la cabeza, le sonrió.  
En los ojos de la enferma, se paralizó la última lágrima.



        Ada Vega -2001

viernes, 2 de octubre de 2015

La casa encantada de Punta Brava

                        

   Mucha gente no la conoce, ni siquiera algunos vecinos que la ven como una de las tantas casas deshabitadas que existen en el barrio. Pero está ahí. Misteriosa. Encantada. Habrá quien sonreirá y opinará escéptico que  en pleno siglo 21 y ante el disparado avance de la Genética, del ADN y del Genoma Humano, que nos replantea la vida misma, no se puede andar hablando de casas misteriosas o encantadas. Y tiene razón, no se debería. Por eso en el barrio nadie toca el tema. De todos modos, la insólita historia que me contó mi amigo Renzo, me resultó sumamente interesante.
Hacía mucho tiempo que tenía indicios, no corroborados, sobre hechos sorprendentes ocurridos alguna vez en una casa de Punta Carretas y una tarde, sin pensar, me encontré con el tema sobre la mesa.
Renzo, que nació y se crió cerca del Faro, me contó que por aquellos años cuando la segunda Guerra Mundial estalló en el Río de la Plata, solía acompañar a su abuelo Vitorio cuando llevaba a pastar a los caballos a un potrero ubicado en Zolano García y Bulevar Artigas,  donde ahora están levantando un edificio. Ya en aquel entonces el abuelo le hablaba de la extraña casa, por cuya puerta pasaban de ida y de vuelta, y de las  lenguas de fuego que corrían a quien intentara poner un solo pie dentro del predio
Renzo observaba aquella casa, con reminiscencias de castillo medieval, y la encontraba hermosa rodeada de plantas y pájaros y aunque le llamaba la atención que nadie viviera en ella no creyó demasiado en su encantamiento hasta la tarde en qué, por su cuenta, decidió investigar qué había de cierto en la  historia que le repetía su abuelo.
Esa tarde esperó a que el anciano estuviese ocupado y salió sigilosamente hacia la casa misteriosa. Al llegar, no bien abrió el portón, una enorme lengua de fuego salió chisporroteando de la casa y lo empujó hacia fuera. Volvió con el pelo y la ropa chamuscada y un julepe que le duró toda su vida. De todos modos no le contó a nadie lo sucedido, por temor a que no le creyeran o lo tomaran por tonto. Tampoco se lo contó a su abuelo, que al verlo con el jopo quemado y sin pestañas, no necesitó de palabras para comprender lo sucedido.
Sin embargo no fue sólo la aventura de Renzo, la ocurrida en aquellos tiempos. Según se supo y se comentó, aquellas fatídicas lenguas de fuego corrieron a más de un despistado y curioso visitante.
Pasado el tiempo sin contar los numerosos gatos de todo tipo y color y algún par de perros sin domicilio conocido, que se habían hecho dueños de la mansión, ningún ser humano osó violar el portón de la casa de los Henry.
Más de medio siglo después, ya sin temor al escarnio, de sobremesa un mediodía en Noa – Noa y observando el mar tras los ventanales, Renzo se animó a contarme aquella historia que llevaba atragantada.
Mister Henry era un inglés nacido en Londres, que había venido al Uruguay por negocios a principios del siglo XX. Después de cruzar el Atlántico  más de una vez, entre el nuevo y el viejo mundo, el inglés decidió un día establecerse definitivamente en nuestro país. Fue así que contrajo matrimonio con una joven uruguaya con quien tuvo cuatro hijos, compró campos en Soriano sobre el “Río de los pájaros pintados” y para allá se fueron a vivir. De todos modos no se quedaron en el campo mucho tiempo pues, cuando los niños en edad escolar requirieron ampliar sus estudios, la familia decidió mudarse a Montevideo, eligiendo para ello el paisaje de Punta Carretas donde mandó edificar una casa frente a “el campo de los ingleses”, hoy: Campo de Golf.
Se puso de acuerdo con los arquitectos señalando gustos personales, acentuando la realización de un gran hogar a leña en el comedor de la planta baja. Su esposa y sus cuatro hijos rechazaron la idea de plano Preferían estufas eléctricas en cada habitación. Les molestaba el humo, el olor a leña quemada, no lo veían práctico y opinaron que para alimentar esa enorme boca tendrían que vivir acarreando troncos. Por lo que le pidieron al inglés que desechara la idea de la estrafalaria estufa con la cual ellos no estaban para nada de acuerdo.
Mister Henry, pese a sentirse decepcionado, aceptó por el momento la petición de los suyos. Luego, pasado un tiempo y  sin volver a consultar ordenó hacer la estufa a leña en el amplio comedor. Pesó, acaso, que una vez que la vieran encendida, prodigando desde su rincón calor a toda la casa, la aceptarían de buena gana.
Cuando la mansión estuvo terminada, con sus muebles nuevos, alfombras y cortinados, fue a Soriano en busca de su familia. Llegaron una tarde cuando el sol caía detrás del Parque Hotel y desde el mar un viento fuerte soplaba encrespando las olas.
A pesar del mal tiempo la vista de la hermosa casa llenó a todos de alegría. Entraron al gran comedor y subieron las escaleras hacia sus dormitorios, observando complacidos hasta los mínimos detalles.
El padre, en la planta baja, aprovechó el momento para encender la estufa. Llamó entonces a toda la familia y los reunió ante la cálida lumbre.
La esposa y los niños cambiaron de humor. Mientras las brasas se encendían y la llamas comenzaban a elevarse, ellos vociferaban enojados menospreciando aquel hogar donde las lenguas de fuego lamían calidamente los troncos.
Mister Henry, los escuchaba herido, lamentando la actitud de su familia que rechazaba tan cruelmente aquel deseo suyo hecho realidad.
Las llamas no soportaron más el mal trato. Ofendidas y humilladas crecieron como enormes lenguas de fuego. Se estiraron, salieron de entre los troncos encendidos y fueron uno a uno envolviendo y llevándose hacia el centro del hogar a los niños y a la madre, que desaparecieron ante los ojos aterrados del padre. Luego la estufa comenzó a apagarse quedando apenas unas pocas brasas encendidas.
Al ver la malvada reacción del fuego el padre comenzó a gritarle encolerizado, exigiéndole la devolución de su familia. Maldiciendo a las llamas que se habían llevado a sus hijos y a su mujer. Tanto maldijo e insultó ante la desdentada boca de la estufa que en el instante de apagarse totalmente, brotó una llama rebelde y roja que estirándose fue hacia él y envolviéndolo se lo llevó con ella para desaparecer entre las cenizas, mientra se apagaba la última brasa.
El verano comenzaba a insinuarse. Mientras Renzo le daba término a la  vieja historia de la casa encantada, me quedé pensativo observando el sol que declinaba en el horizonte, camino al faro de Punta Brava.

Ada Vega, 2001 - Más cuentos: 

viernes, 25 de septiembre de 2015

Hotel Empire



El Empire estaba en la Ciudad Vieja. Cerca del puerto. Era un hotel  de principios del siglo XX  de dos plantas y ventanas mirando el mar.
    A la entrada, junto a la recepción, había un juego de sala tapizado en brocato celeste y dorado,  una mesa  con tapa de mármol, un televisor y una biblioteca. Hacia el fondo, en el segundo patio, se encontraba el comedor con una mesa oval, doce sillas de estilo tapizadas en gobelino, y un trinchante de cuatro puertas de vidrios biselados y fondo de espejos, donde se guardaban  la loza fina y las copas de cristal.
   Todas las habitaciones quedaban en el primer  piso, hacia donde se  subía por una  escalera  de  mármol blanco  con barandal de hierro forjado.
    Eran habitaciones muy amplias: con juego de dormitorio, cortinados,  alfombras, cuadros en las paredes y lámparas.
    Desde las ventanas se veía el mar y la escollera, y en las noches de verano todo el cielo enorme y estrellado. En los días de tormenta el mar crecía y se elevaba en olas que sepultaban la escollera, como si quisieran llevársela consigo. Después,  cuando la lluvia amainaba, comenzaba a surgir hacia la superficie como el lomo de una enorme ballena.
    Era, aquel, un barrio de inmigrantes. En la calle jugaban juntos, niños judíos, negros y criollos. Hijos de gallegos, de armenios y de italianos. En la cuadra había un almacén,  una panadería y un  taller de calzado. Una escuela cerca y el Mercado del Puerto, donde se compraban la carne, el pescado del día, y  las frutas y  verduras.
                                                                       
                                                      
                                                    II

  
     En aquellos días nosotros vivíamos en un barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos. Teníamos una casa espaciosa con jardín al frente y terreno hacia el fondo con una glorieta bajo los árboles, rodeada de rosales y maceteros con flores. 
    Cuando murió mi madre, después de acompañarla al cementerio, mi padre no quiso volver a la casa y decidió irse conmigo a pasar unos días en algún hotel.  Así llegamos al Empire  por unos días, y nos quedamos seis años.
    El dueño del hotel se llamaba Genaro vivía allí con su esposa María, encargada de la cocina, y una hija llamada  Angelina que llevaba los libros y  atendía en  la recepción.
    Los primeros días en el hotel fueron una novedad para mí  que vivía en una casa hermosa, pero no tenía amigos. Tampoco teníamos perro, ni gato ni pájaros. La tarde que llegamos al Empire caía una llovizna aburrida y triste. A penas entramos al vestíbulo a la primera persona que vi  fue a David, un niño de mi edad, sentado en un sillón de la sala mirando la televisión. Nos miró sin interés y siguió viendo la pantalla. Mi padre pidió una habitación por una semana y luego de firmar un libro subimos con Angelina y David, que también nos acompañó.
    Al llegar, la joven abrió la habitación  nos dejó instalados  y anunció que en media hora  servirían la merienda. Mi padre le explicó que iba a  descansar un rato y que bajaría para la cena, entonces ella me tomó de la mano  y  dijo que tomaría la merienda con David y me cuidaría hasta que él bajara.
                                             
                                                      III

    David vivía frente al hotel con sus padres y el abuelo Adad, que tenía una tienda en la calle Colón donde también trabajaban sus padres. Todos los días, después de almorzar, cruzaba la calle y se quedaba con Angelina hasta que ellos regresaban.
    Teníamos la misma edad, pero como él había  cumplido seis  años en febrero  ese marzo pudo entrar  a primero en la escuela del barrio. En cambio yo, como cumplo en mayo,  comencé un año después. De modo que en la escuela siempre me llevó un año de ventaja. Cuando  llegué a sexto grado David entraba al liceo. Y cuando terminé sexto nos fuimos con mi padre de la Ciudad Vieja, y volvimos a nuestra casa del barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos. No obstante, en los seis años vividos en el Hotel Empire, David estuvo siempre presente.  Fueron años de una infancia feliz, donde compartimos juegos mientras nos asomábamos confiados a un mundo desconocido.

                                                           IV

     Dos días después de nuestra llegada al hotel mi padre me dejó con Angelina  para dar una vuelta por nuestra casa, a fin de recoger algunas cosas que necesitábamos. Ese próximo lunes debía volver a su empleo y había descubierto que desde el hotel, el Banco le quedaba solo un par de cuadras. De manera que sin pensar nos fuimos quedando. Yo,  porque  me sentía feliz con la novelería de vivir en un hotel, y con el montón de amigos  que en pocos días había hecho. Y él porque se encontraba cómodo, distendido. Todos los días salía a caminar. A veces  por la rambla,  otras veces se  dirigía directamente a Linardi & Risso a revolver libros, para volver siempre con algún texto bajo el brazo. Y el tiempo fue dejando caer, en aquel barrio, las hojas de los otoños.
    Un día,  para hacer nuestra estadía más interesante, sucedió un hecho imprevisto. En una de las habitaciones al fondo del corredor de la planta alta, se alojaba un alemán que había llegado una noche en el Julio César, que al desembarcar se dirigió directamente  al Hotel Empire.
    Como equipaje traía una valija y una caja con libros. Era un hombre fornido, de estatura mediana. Canoso. Usaba lentes y vestía siempre de traje. Un hombre común que pasaba inadvertido. Sin embargo una noche, cuatro hombres irrumpieron en el hotel. Dos quedaron abajo y dos subieron hasta su habitación y se lo llevaron, a punta de revólver, en un auto que los esperaba en la puerta.  Cuando llegó la policía revisó la habitación, se llevó algunas cosas y cerró con llave  prohibiendo abrir hasta nueva orden.
     Nunca más se supo de él. Ni los diarios, ni la televisión dieron cuentas del hecho. Sólo los padres y el abuelo de David  fueron indagados más de una vez, quienes aseguraron  no conocerlo ni saber de su existencia. 

                                                        V

    Los únicos datos aportados por el alemán a su llegada al hotel, fueron su nombre: Egbert Krumm  y que esperaba a alguien que vendría desde Europa. Por lo demás, todos coincidieron en que era un hombre muy callado, no se relacionaba con nadie, sus salidas eran para recorrer librerías y volver con dos o tres volúmenes cada vez. También opinaron que,  para evitar encontrarse con los demás huéspedes, era el primero en bajar al comedor. Algo que tampoco llamaba la atención pues los habitantes del hotel eran cambiantes, con excepción  de mi padre y yo, nadie se alojaba por más de un mes. De modo que ningún huésped  llegó a conocerlo, y menos aún hacer amistad.
    Como  la habitación  había quedado desordenada,  Angelina preguntó a los policías qué hacía con los libros, y le contestaron que ella se hiciera cargo. Por lo tanto llamó a mi padre  para  que la ayudara a buscarles una ubicación. Cuando comenzaron a ordenarlos les llamó la atención que  todos versaban sobre viajes. Viajes al Mato Groso y el Amazonas; a la Cordillera de los Andes;  a Bolivia; al Paraguay  y su parte selvática  y así. De modo que  decidieron  dejarlos en la biblioteca de la sala.
    Y allí quedaron con excepción de los libros de la caja, seis libros de tapa dura escritos en alemán, que Angelina acomodó tal como vinieron del viejo mundo, debajo del mostrador de la recepción.
                                                   
                                                      VI

     Mi inserción en la familia de Angelina fue natural e inmediata. Mi padre desayunaba muy temprano,  luego se quedaba en la sala a leer el diario  y  ver algún informativo en la televisión y después subía  a despertarme.
     Al principio,  para que no desayunara solo, Angelina me llevaba a la cocina donde estaba María  y  desayunaba con ella. Después, a medida que se sucedían los días, bajaba solo y me dirigía a la cocina por mi cuenta.
     Ese invierno pasó sin sentirlo, todas las tardes venía David o iba yo a su casa. En esas idas y venidas fui conociendo a sus amigos,  y para cuando llegó la primavera sabía los nombres de todos. Pero fue ese diciembre, cuando terminaron las clases de la escuela y todos los chiquilines salían a jugar, que me alegré de verdad por haber ido a vivir a ese barrio.
    Jugábamos al fútbol en la calle,  y algunas veces íbamos  a la casa de inquilinato de la otra cuadra a ver a los morenos que, cada tarde al ponerse el sol,  cantaban y tocaban tambores.
                                                     VII

     Al acercarse la Navidad toda la cuadra era alegría.  Desde la mañana nos reuníamos a jugar en la vereda, mientras los vecinos iban y venían haciendo las compras para esperar la Noche Buena.  
     Aquellas fiestas navideñas donde los judíos comían Pandulce y festejaban con los cristianos el nacimiento de Jesús, porque en el barrio, era sabido que,  para las fiestas de fin de año éramos todos iguales. Sin embargo los cristianos, no recuerdo que alguna vez hayamos festejado con ellos, en los primeros días de setiembre, el comienzo del año judío.
    La mamá de David horneaba para esos días un pan delicioso con miel,  que se llama Jalá.  Otras veces lo he comido con amigos en distintas partes del mundo, pero en  ninguno he encontrado el sabor de la Jalá que comíamos con David, sentados en el pretil  de la ventana de su casa, en la noche de Rosh Hashana.
                                                                        
                                                       VIII

    En esos años que viví en el Empire conocí muchísima gente de paso. La mayoría del interior del país, personas que venían al Hospital Maciel por enfermedad, o a visitar algún pariente internado. También los que llegaban de vacaciones a visitar Montevideo y se alojaban por unos días.
    Recuerdo que un invierno  llegaron  Sixto y Raquel, un matrimonio del interior del país. La señora, que se encontraba  próxima  a dar a luz, venía para el Maciel, pero al llegar le comunicaron que  en maternidad no había  cama disponible hasta el día siguiente, de modo que se instalaron en el hotel. Sobre la madrugada bajó Sixto a pedir que se quedara alguien con su esposa, pues se sentía mal, mientras él iba hasta el hospital a pedir ayuda. María y Angelina subieron de inmediato y comenzaron las subidas y bajadas por la escalera hasta que oímos el llanto del bebé que había nacido. 
      Cuando al fin llegó una enfermera, la beba se encontraba dormida  en los brazos de la madre. Se quedaron una semana en el hotel, antes de volver al campo la bautizaron en la capilla del Maciel y de nombre sus padres le pusieron: María Angelina.
     En los años siguientes varias veces vimos a la niña y a sus padres, de visita.  Muchos años  después, supimos que  María Angelina había venido a estudiar a Montevideo y se encontraba hospedada en el Empire. También supimos que  fue profesora de la Facultad de Medicina y desde hace unos años, Directora de Pediatría del Hospital Maciel.

                                                         IX

    Cuando estaba en quinto de escuela, un viernes de tarde llegaron al hotel  una chica y un muchacho que venían de Buenos Aires, por el fin de semana. Jóvenes, hermosos y enamorados. Pidieron una habitación, subieron, y no los volvimos a ver. El lunes Genaro les golpeó la puerta. Tanteó el pestillo. Creyó que dormían abrazados cuando, recostado a la lámpara, vio el sobre con  la carta. Hubo una gran conmoción. Otra vez la policía, otra vez la indagatoria. Como en el  caso de Egbert Krumm, nadie pudo aportar datos. Solo quedó entre los huéspedes del hotel un gran desconcierto y el dolor por aquella  juventud que, vaya a saber porqué,  no encontró otro camino, y  eligió Montevideo para cometer suicidio.

                                                             X

      El episodio del alemán nunca le terminó de cerrar a Angelina. Ella creía entrever un enigma entre el rapto y sus libros. Durante años buscó y rebuscó entre aquellos textos una  marca, una palabra escrita al dorso, una señal que la llevara a descubrir vaya a saber qué. Los leía una y otra vez, revisaba minuciosamente las hojas, releía los títulos tratando de descifrar un oculto acertijo, que nunca encontró. Mientras  tanto se casó, tuvo hijos, y los hijos le dieron nietos.
    También yo terminé de estudiar, me casé y me fui a vivir a Barcelona. Mi padre no volvió a casarse, vivió solo en la casa rodeado al fin, de libros, perros y gatos. 

                                                          XII

     La amistad con David se profundizó con los años, también él se casó  y se fue de aquel barrio de la Ciudad Vieja. Cuando voy a Montevideo es con quién primero me encuentro, cuando él viaja y viene  a España  no se va sin venir a mi casa. Hoy David es un señor importante en el mundo de los negocios, pero para mi nunca dejó de ser aquel niño que conocí el día que enterramos a mi madre,  sentado en la recepción del Hotel Empire  mirando dibujitos en la televisión.
    Fue él quien me contó que Angelina después de buscar signos en los libros que compraba  el alemán, decidió revisar los  que trajo de Alemania. Un día se puso a observar con detenimiento uno de aquellos tomos y, como siguiendo un instinto, con la punta de un cuchillo, fue cortando todo el borde  de la encuadernación.
    Nuevos, como recién salidos de máquina, encontró miles de dólares americanos repartidos en las  tapas y contratapas, de los seis libros. Una verdadera fortuna que  estuvo allí, esperándola, más de cincuenta años.

                                                            XIII

    El hotel ya no existe. Hace muchos años lo derrumbaron para levantar un edifico de apartamentos de  diez pisos y enormes ventanales.
Cada tanto, cuando nos encontramos  con David, recordamos nuestros días en  aquel barrio de inmigrantes que habían llegado del viejo mundo, cargando sus dioses y sus idiomas. Huyendo de guerras, ultrajes y miserias.  En la calle angosta donde en primavera remontábamos cometas, jugábamos con los trompos y la pelota de goma.  Que cada diciembre recorríamos pidiendo un vintén para el Judas  que quemábamos en  Noche Buena,  en el campito junto la rambla.
   La calle del Hotel Empire, refugio de mi niñez sin mamá, que  guardo como el más entrañable capítulo de mi vida en aquel Montevideo lejano, que espera mi vuelta bajo la Cruz del Sur.



Ada Vega – 2014 - http://adavega1936.blogspot.com/