Cuando mi
amiga Margarita plantó bandera en su casa y dijo ¡basta!, decidió que sería
pintora. Toda su vida había soñado con
los lienzos, los pinceles y las mieles de la fama, de manera que cuando se cansó
de andar delante de su marido, pues vivió sacándole las castañas del fuego, y
atrás de sus hijos —el Beto y la
Marianita — que antes de los diez años se le fueron de las
manos y antes de los veinte se le fueron
de la casa, se compró los primeros pinceles y se puso a pintar como una loca.
Convencida
de que había perdido a sus hijos, pues por más que trató de mil maneras
no logró retenerlos en el hogar, pero que en cambio conservaba a su marido que,
aunque le rogó primero y lo amenazó después, no logró nunca que se mandara
mudar y la dejara seguir sola su azarosa vida, guardó las ollas y desconectó la
cocina, porque un artista que se precie de tal no puede ponerse a cocinar y lavar platos que para algo se inventaron los motoqueros delivery. Por lo tanto ya sin sus hijos, y su
matrimonio a punto de descalabrarse, comenzó con entusiasmo su inserción en el
mundo del arte pictórico.
El Beto, el hijo de Margarita, que pintaba
como un muchacho serio y
equilibrado, de un día para otro
abandonó sus estudios y se fue detrás de una bailarina libanesa a la que vio
bailar la danza de los siete velos descalza y semidesnuda en la boda de un
amigo. Antes de que la libanesa se quitara el cuarto velo, ya el Beto la miraba
con el corazón a los saltos y los ojos trancados. De modo que la joven que
había venido sólo por unos días a Uruguay, se fue con el muchacho a la zaga
como un posible candidato a matrimonio. Candidato que no sabía adónde iba, de
qué iba a vivir, ni dónde diablos quedaba el Líbano.
Y la
hija de Margarita se fue con un grupo de artesanos hippies que vivían del aire,
mientras enhebraban collares con piedras de colores. Marianita había conocido a
un joven artesano que llegó un día a dedo a nuestra ciudad desde el país donde
“el cóndor pasa” y vivía con un grupo de, según ellos decían, descendientes
directos de los incas, en un caserón abandonado por la ciudad vieja que el
gobierno, no sé por qué convenio, ley o decreto les había dejado habitar. Pero
los hippies no paraban mucho tiempo en
ninguna parte, de modo que un día se calzaron sus sandalias de cuero, sus
túnicas de hilo y sus ponchos de vicuña y con los pelos largos y una vincha
por la mitad de la frente, se fueron con sus mochilas al hombro y los
dedos en V, sus panderetas y sus guitarras, fumando hachís cantando loas al
amor libre y repartiendo paz por el
mundo.
Así que mi amiga Margarita que por años
había sido ama de casa, esposa y madre abnegada, un día se encontró sola pues su marido no sumaba ni restaba, por lo
que sin cargas que llevar ni culpas que reconocer se proclamó a si misma:
“Pintora uruguaya, autodidacta”.
Llenó con sus cuadros las paredes con más
luz de su casa, y una tarde me llamó para que le diera mi opinión sobre su
obra. Yo me excusé con razón: de pintura no conozco un corno, además yo la
quiero mucho a Margarita y a veces las opiniones pueden terminar con una
amistad de muchos años. De manera que dije lo
que creí más acertado: llamá a un experto, en el país existen muy buenos
críticos de arte. Además su opinión te va a servir para tus futuras
realizaciones. Aceptó complacida mi recomendación y esa misma tarde inició la
búsqueda.
Dos días después, sintiéndose poco menos
que Medina, se puso en contacto con un conocido crítico que, en medio de sus pesquisas, le recomendó un
anticuario de la calle Sarandí. Ambos se pusieron de acuerdo y el hombre
aseguró su presencia para el sábado
siguiente a las cinco de la tarde.
Recuerdo que aquella fue una tarde de mucho
calor y un sol, que en la calle te quemaba vivo y se metía en las casas
alumbrando hasta el rincón más escondido. La habitación convertida para el
suceso en sala de exposición estaba hermosa. El colorido de las telas
atraía. No voy a caer en la simpleza de decir que las
pinturas de mi amiga eran émulas de las pinturas de Frida Kalho, ni de Merlys
Copas, pero, en fin, ahí estábamos
—ellas y nosotras— esperando al
crítico.
El hombre de pantalón y zapatos blancos, y
camisa negra, llegó fumando un puro, se detuvo en la puerta dio una rápida
mirada a las paredes y dijo con cara de pocos amigos:
—Yo sobre esto no puedo opinar. Dio media vuelta y se fue.
Con Margarita nos quedamos unos minutos en
ascuas. Al cabo mi amiga atinó a decir compungida:
—¿Les
habrá encontrado demasiado color?
Intenté tranquilizarla y le contesté:
—No es el color, ¡es la luz de este sol! De
noche tendrías que haber hecho la exposición, ¡con una lamparita y chau!
Desde ese día, Margarita me negó el saludo.