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sábado, 26 de marzo de 2016

Por malagueñas

                      


Atardece sobre el pueblo indiano recostado al mar. El sol que agoniza se hunde lento para morir en rojo. En la media luz de la tarde, Manuela Velasco recorre airosa las calles que van al puerto.  La cabeza altiva, decidido el paso y en el pecho el corazón alborotado de mariposas.
Manuela es hija de una muchacha del pueblo y de un marino que llegó un verano en una balandra, de no se sabe dónde, y se quedó a vivir en la playa con los pescadores. La joven se enamoró del  muchacho y con él vivió un romance de, poco más de un año.
 Antes de nacer Manuela, un domingo luminoso de primavera, el marino juntó sus petates y  se fue en su  balandra con la promesa de volver, pero no volvió. La joven lo esperó días, meses. Durante años lo esperó. Los vecinos del pueblo la veían  pasar y detenerse en el muelle a escudriñar el horizonte, con Manuela  pequeña en brazos, con Manuela de pocos  años de la mano.
 Cuentan que un día subió  a una chalana y  se fue mar adentro por desconocido  derrotero,  y no la volvieron a ver. Desde entonces la niña vivió siempre con el abuelo quien le contó, en tardes de sol junto a la playa, la  historia de amor de sus padres. Quien le rogó que no se enamorara nunca de un marino, porque el amor del marino, le decía, pronto se lo lleva el mar. De todos modos, es sabido que el amor  no necesita que lo busquen ni lo persigan. Cuando es menester, él mismo sale  al encuentro de los desprevenidos y les roba el corazón. Eso fue lo que le sucedió a la pequeña Manuela: ella no buscó su primer  amor, sucedió que lo encontró. Así fue.  Ahora ya tiene veinte años. La gente del pueblo la ve pasar, como otrora veía a su madre, camino del puerto a esperar a Joao, un marino portugués nacido en las costas de Estremadura  que zarpó una tarde del puerto de Lisboa en un barco atunero y  que, ese atardecer,  tendrá que tocar puerto en  la ribera del pueblo.
Manuela es hermosa, tiene la impaciencia de su juventud y la premura de vivir la vida. Necesita amar y ser amada, no cuatro días cada seis meses sino todos los días y todas las noches, pues su cuerpo está deseoso de sensaciones  que la trasporten  a territorios idílicos y  perturbadores, aunque esas sensaciones sean  motivadas por una mala pasión que no colmará nunca sus ansias de una vida plena.
 De todos modos, la joven lleva  ideas claras en su cabeza.   Esa mañana se despertó con la precisa intención de hacer un relevo en su vida.  Cuando se encuentre nuevamente con Joao, tratará de hablar con él muy seriamente. Le dirá, entre otras cosas, que  no soporta más vivir tan sola. Que necesita  un hombre de tiempo completo. Y aún  a sabiendas de lo que Joao le contestará, le hablará  de su  firme deseo de tener un hijo.
Los cuatro días que el barco atunero queda anclado en el puerto, los utiliza  Joao para pasarlos en la casa de Manuela Velasco reanudando allí los votos, escritos en el agua, de amor y fidelidad. Se habían conocido cuando ella tenía cumplidos apenas quince años y  vivía en la playa, con su abuelo.
El estremeño había nacido en el distrito costero de Santarem, en los aledaños de Lisboa, cinco años antes que ella y con apenas diez años cumplidos se había hecho a la mar recorriendo, en barcos pesqueros, las costas del viejo mundo.  Tenía veinte años cuando cruzó el Atlántico  por primera vez. Ese año conoció a Manuela en la playa del pueblo marinero, donde sabe que la muchacha lo aguarda.
 El abuelo, que la crió con mucho amor, murió un invierno,  dejándola sola en el mundo, cuando ya había cumplido dieciocho años. Desde entonces ha vivido esperando  a  su novio portugués que viene a verla dos veces al año. Al novio que nunca habló de quedarse algún día definitivamente con ella,  o llevársela con él  a  su casa que está en la otra vereda del Atlántico, como le ha dicho más de una vez, y adónde necesita volver tras cada viaje.
 Varias veces le ha comentado la muchacha su deseo de ser madre. Que los  años se precipitan, le ha dicho,  y no quiere envejecer sola y sin haber siquiera parido un hijo. Sin tener quien la acaricie, ni quien la bese. Ni quien le extienda los brazos y  la llame: mamá. Pero el hombre le ha repetido hasta el hartazgo, que hijos no.
Esa tarde camina Manuela por las calles del puerto, con una esperanza nueva que le perturba el alma y un rasguido de guitarra siguiendo sus pasos,  hacia el muelle donde atracan los barcos pesqueros.

Hace unos años llegó también al pueblo Juan Jiménez un andaluz que, con el sólo deseo de conocer América, partió un invierno del puerto de Málaga y se vino a estas tierras,  recorrió la costa, se quedó en el pueblo y  abrió un bar en la calle del puerto. Juan es un hombre muy trabajador, muy sensato y honesto, que en poco tiempo progresó surtiendo el negocio como  almacén y bar.
Más de una vez le ha pedido Juan a  Manuela que se case con él. Yo necesito una mujer a mi lado,  le ha dicho, y tú un hombre todos los días, no cada seis meses, que un hombre cada seis meses no le sirve a ninguna mujer. Cásate conmigo y tendrás una casa para el resto de tu vida, y un hombre en tu cama todas las noches.
 Y se compró una guitarra para enamorarla.
      Manuela se ha detenido a la entrada del muelle pesquero. Ve desde allí  venir a  Joao.  Al llegar junto a ella el hombre la abraza y juntos caminan las callecitas del puerto hacia la casa donde ella vive. Va callada Manuela. A su mente ha venido la historia de amor  que vivió  su madre, con aquel marino que la abandonó. La historia que, en lejanas tardes, le contó su abuelo. Manuela no ha de revivirla. Una luz nueva marcará su destino. Al  pasar por  la  puerta entreabierta del bar de Juan se detiene y le dice a  su compañero:
 —Quiero tener un hijo, Joao. Y Joao le contesta como siempre:
—Ya te he dicho que hijos no, no necesitamos hijos, ¡olvídate!. 
Manuela se aparta entonces del hombre entra decidida al bar y se detiene ante el mostrador donde está Juan  y, como un reto, le dice con mucha seriedad mirándolo a los ojos:     
 —Quiero tener un hijo, Juan.
 — ¡Seis, mujer, seis hijos te haré! ¡Diez, si quieres! ¡Diez!, le contesta con vehemencia el andaluz.  Ella, sin apartarse del mostrador le habla a Joao que se encuentra en la puerta del bar:
—Vete, Joao, no me esperes, no vuelvas por mí nunca más.
Entra  entonces, decidida, por detrás del mostrador y con la cabeza erguida y en el pecho el corazón  alborotado de mariposas, se queda desde esa noche y para siempre a la vera del español.
     Cuenta la gente del pueblo que ya va para dos veces que Juan agranda su casa. Que los niños corren llenando de gritos y risas, la casa, el bar,  la vereda.
 Cuentan que por las noches cuando el pueblo duerme, cuando el viento gime entre la arboleda y el oleaje brama en la costa cercana, se oye a Juan con su guitarra, rasgueando por malagueñas, con un cante gitano que sólo habla del amor  que encontró un día, tan lejos de España, en nuestra  pródiga, generosa, tierra americana.

Ada Vega - 2005

miércoles, 23 de marzo de 2016

Como campanilla de recreo




        Manuel Arvizu ingresó al  elegante salón de fiestas del Hotel Conrad Punta del Este, donde esa noche se ofrecía una recepción a un grupo de científicos llegados del Instituto Pasteur de París, en visita a su homólogo de Montevideo.
 El grupo lo conformaban tres doctores y un técnico, dedicados al estudio de la Biología Molecular. Uno de los doctores era una bióloga nacida en Uruguay  y radicada en Francia, hacía  muchos años.
Manuel Arvizu paseó su mirada sobre toda aquella concurrencia y se encaminó hacia donde se encontraban los homenajeados. Se detuvo ante la mujer que componía el grupo, causante de su presencia en dicho agasajo. Desde que viera la foto en los diarios y el  anuncio de su  arribo al país, sólo estuvo  pendiente del día de su llegada.
Esa doctora en biología, que anunciaba su visita al Uruguay, había sido una estudiante alumna suya de los años en que fue profesor de  un liceo capitalino. Vivió con ella una breve historia de amor. Tan breve que el hombre piensa que  nunca  comenzó y por ende: nunca acabó. Pero que, sin embargo, como una imagen recurrente, aún permanece en su memoria. Perturbándolo, a veces, como una obsesión. Que no comenzó con un principio, como comienzan las historias de amor. Más aún, una historia que le pertenecía solamente a él pues se había enamorado de una mujer que había hecho suya una tarde, de hacía muchos años, y que nunca más  volvió a ver.
Una mujer de la que se enamoró después: al recordarla. Cuando, sin saberlo entonces, ya la había perdido. Ahora el destino volvía a cruzarlos y él necesitaba ir a su encuentro. Enfrentar ese recuerdo acuciante que no logró nunca sepultar en el olvido. Hablar con ella aunque fuesen dos palabras para poder, al fin, olvidar aquella vieja historia. De modo que  allí estaban los dos, otra vez,  frente a  frente.
La mujer lucía espléndida. Elegante, pero sobria. Llevaba un vestido negro de corte clásico y un collar de perlas y, en sus manos, sólo la  alianza de matrimonio. Delgada, no muy alta, con el cabello corto y  poco maquillaje exhibía su rostro una belleza interior que relucía en sus ojos claros y en su boca que se abrió en una sonrisa cuando vio al hombre que se acercaba y lo reconoció. Tenía diecisiete años aquel invierno cuando  lo vio  por primera vez, y cursaba quinto año de bachillerato.
Por un momento volvió a ser aquella adolescente desprejuiciada, apurada por vivir. Enamorada perdidamente del joven profesor sustituto, que había aparecido un día en el salón de clases, sólo para trastornarla. Manuel, —recuerda—, ya casi lo había olvidado, volver a verlo le provoca  ternura. Como encontrarse de pronto con un compañero de juegos de su niñez. ¡Qué casualidad encontrarlo allí!
                                                 II
Él ya había pasado los treinta,  cuando llegó una tarde  a suplir al profesor de física que se encontraba con licencia médica. Se quedó con el cargo de profesor  el trimestre  final  de quinto y el período de sexto del año  siguiente.
Ella lo volvió loco todo el tiempo que quedaba de quinto y todo sexto. Muchas alumnas se enamoran de sus profesores, pero sólo son  amores platónicos. Sin embargo lo de Eliana nada tenía que ver con Platón y su elevada filosofía. Ella  acosaba al profesor. Lo seguía, lo esperaba, lo llamaba por teléfono. Lo invitaba a ir al cine, a la biblioteca, a tomar un café. Con él a cualquier parte. El muchacho en ningún momento demostró interés en la joven. Estaba casado y  ella era un compromiso para él  y se lo decía:
 —Dejame en paz, Eliana,   vas a lograr  que pierda  el trabajo.
 Todo fue en vano. En los últimos días de noviembre, antes de terminar el sexto año de bachillerato, Eliana necesitaba urgente una paliza: Manuel prefirió llevársela a un motel. En el trayecto no hablaron una palabra.
Al llegar a la habitación  ella se quitó la ropa y se tendió en la cama. Manuel pensó que era sabia en amores. La cubrió con su cuerpo y ella permaneció estática. Estiró las piernas juntas sobre las sábanas y se quedó a la espera. Manuel la miró y le preguntó:
—Decime,  Eliana ¿vos nunca hiciste el amor?
 Ella le dijo que no con la cabeza, y la boca cerrada.
 —Eliana, ¿vos sos virgen?  —volvió a preguntar.
 Ella le dijo que sí con la cabeza, y  la boca cerrada.
 Manuel trató de incorporarse y  Eliana se abrazó a su cuello para que no la abandonara. Lo mantuvo, aferrado sobre su pecho desnudo. No supo. No encontró las palabras con las cuales decirle que ella quería que fuese él, y no otro, su primer hombre. Lo miró angustiada. Manuel se zafó del abrazo y se  tendió a lo largo, junto al cuerpo de la muchacha, a esperar que se le pasara el desconcierto. Ella se acurrucó en el cuerpo del hombre buscando refugio.  Entonces la tomó en sus brazos, la besó largamente y ella, entregada al fin, se abrió al amor.
 El profesor no tuvo oportunidad, en los días que siguieron, de instruir a su alumna sobre las distintas fases del arte de amar, hecho que desde entonces arrastra como una carga, como una culpa. Como un deber inacabado. Unos meses después Eliana, mediante el usufructo de una beca, dejó el país y se fue a estudiar a Francia.  De modo que Manuel  no volvió a saber de ella.
Desde aquella tarde en el motel  habían transcurrido treinta años.
Manuel Arvizu observa a la famosa  bióloga que está a su lado, sonriente, desinhibida. Hizo bien en venir a verla. Ahora sabe que ella nunca lo olvidó. Que jamás lo olvidará. Ya puede ponerle fin a aquella historia de amor tan breve, que por distintas razones dejó entre la alumna y el profesor, un recuerdo imborrable.
 Eliana le tendió una mano para saludarlo, hubiese querido preguntarle qué había sido de su vida, contarle tal vez algo de la suya, pero del otro extremo del salón sus compañeros la llamaban. Se disculpó al instante. Al estrechar su mano, Manuel alcanzó a ver la alianza de matrimonio. Sólo una palabra pronunció  en voz muy baja, casi al oído.
—¿Aprendiste? Ella rió al contestarle.   
— ¡Con un master!! — alcanzó a decirle mientras iba apresurada  a reunirse con su grupo.
 Y Manuel se quedó mirando la figura de la mujer que se alejaba de su vida para siempre mientras oía su risa,  retumbando  en el salón, como campanilla de recreo.

domingo, 20 de marzo de 2016

La casa



—Me voy  —dijo—, y se fue.
 Sin un beso, sin abrazo, sin siquiera una caricia. Un hasta luego. Un adiós.
Y me quedé sola en aquella habitación. Sola. Pensé si al salir se acordaría de  pagar la casa. Terminé de vestirme, descolgué el abrigo del perchero, tomé la cartera y pedí un taxi. Tres minutos,  dijeron. Llegó en dos.
 Subí al taxi, la Piaf cantaba aquel Himno al Amor de cuando éramos jóvenes, estudiantes, la universidad era un castillo y el otoño caía en hojas secas sobre la ciudad. Entonces el  amor era Dios,  una panacea y el único motivo de vivir.
 Parecía una burla, una incongruencia: “mientras el amor inunde mis mañanas —decía la Piaf— mientras mi cuerpo se estremezca bajo tus manos poco me importan los problemas, mi amor, porque tú  me amas”.
El conductor me observaba por el  espejo retrovisor.
—Qué pasa, le pregunté.
—¿Está sola?
—¿No me ve?
—Creí que había que levantar a alguien.
—Hace tiempo que no levanto a nadie.
—Mm..., contestó, no se enoje, no crea  que es la primera mujer que dejan abandonada por estas latitudes.
—No me diga.
—Le estoy diciendo. Una vez llevé una muchacha que se peleó con el novio y el tipo se fue y la dejó sola.
—¿Y?
—Y nada, él dejó la casa paga y en ese mueble antiguo  que está a la entrada, vio, junto a la lámpara le dejó el dinero para el taxi.
—¡Qué delicadeza!
—Sí. Otra vez a una señora mayor la dejó el compañero que se fue sin pagar y ella tuvo que dejar la cédula de identidad y la alianza de matrimonio para poder retirarse. A mí me pagó con un dinero que tenía para la feria.
—¿Cómo sabe usted que era la plata para la feria?
—Porque era de mañana,  día de feria,  y ella andaba con un bolso de hacer mandados.
—Usted tiene mucha imaginación.
—Imaginación no, hace veinte años que manejo un taxi.
—¡Oh! En ese momento recién me di cuenta que no me preguntó a dónde iba ni yo le avisé. Como no tenía apuro lo dejé seguir y además, por extraña coincidencia mientras conversaba, había tomado el camino que llevaba hacia mi casa.  
—Una vez llevé de ahí a una muchacha rubia muy bonita. Subió al taxi  nerviosa me dio la dirección de su casa y me pidió que la esperara para llevarla al aeropuerto. Mientras tanto me contó que había matado al hombre que estaba con ella.
—¿Y usted?
—Y yo acá, sentado manejando. No sabía qué hacer. Pensé detener el taxi y pedirle que se bajara,  puesto que en mi vida  lo   menos que necesitaba  en ese momento era un problema nuevo. La miré por el espejo y me dio lástima. Era muy joven y estaba llorando.
—¿Y cómo lo mató?
—Eso le pregunté yo, ¿cómo lo mató? Le dije.
—Le pegué cuatro tiros, contestó llorando.
—¡Pobre chica, lloraba  arrepentida!
—Eso también le dije. ¿Está arrepentida?
—No, se apresuró a decirme.
—¿Y por qué llora entonces?
—Porque en el apuro por salir de la habitación, dejé el reloj y los anillos sobre la mesa de luz. ¡Qué rabia!
—¿Y el revólver? le pregunté. Abrió la cartera y sacó el arma.
—Lo  tengo acá, dijo y me apuntó.
—¿Qué hace?, apunte para otro lado, le grité.
—No tiene más balas, contestó,  mientras lo guardaba.
Estaba tan interesante la conversación que no me di cuenta que había detenido el taxi. Pero yo quería saber más: por qué tantos tiros, quién  era el hombre,  qué clase de relación tenían. Qué pasó después, si la llevó al aeropuerto.
—El hombre que mató era el novio, hacía tres años que llevaban una  relación, lo mató porque se enteró que era casado y tenía tres hijos. Le pegó cuatro tiros porque eran los que tenía el arma. No, no la llevó al aeropuerto, la joven le dijo que no lo quería comprometer más, que tomaría un coche cualquiera  que pasara libre. Nunca más la vio ni  supo de ella.
—Llegamos, me dijo.
—Yo no vivo acá, vivo dos cuadras  más adelante.
—Su compañero  dijo que la dejara acá.
—¿Cómo?
—Cuando pagó la casa  dejó la dirección y el dinero para el viaje.
—¡Qué delicadeza!
—Sí, parece  un buen tipo.
Mientras me bajaba y saludaba al conductor, en la radio del taxi Charles Aznavour y La Bohème. Y aquel amor de locos. De los veinte años del pintor pobre y la modelo, viviendo del aire en el Montmartre  parisino de cuando “Paris era una fiesta”.
 ¡Cómo se repite el amor! Quién no vivió un amor a los veinte años  y creyó que era para siempre. Sin embargo el camino que andaban juntos, un día se dividió en dos y ambos se perdieron por distintas veredas. Luego pasaron veinte, treinta años, y un día, porque sí,  recuerdan aquel amor apasionado  de la juventud que los hizo enfrentar al mundo, por defender lo que estaba destinado a  morir. Y volvieron al lugar del amor en busca de no saben  qué. Y no encontraron nada. Nada. Porque ya no había nada más. Ni las lilas cayendo sobre las ventanas  del atelier, ni el amor de locos, ni la juventud. La juventud…¡la bohemia!
—Me voy —dijo—, y se fue.
Sin un beso, sin un abrazo. Sin un adiós. 

Ada Vega 2014

viernes, 18 de marzo de 2016

Al final del otoño

     

            Era extraño que aquel rosal trepador, se cubriera de pimpollos al final del otoño. Y menos ese rosal, por el que el viejo Leonidas pasó tantos desvelos. Lo había recogido de entre  las ramas  de una poda, que un vecino dejara en la calle y que, pese a la apariencia de ser un arbol debilucho, tenía una raíz fuerte y sana. De modo que lo trasplantó contra el muro, sobre el que cruzó hilos para ayudarlo a extenderse. Tardó en expandir sus ramas, hasta que  un otoño  comenzó a  crecer abrazado a la pared. Pasó el tiempo, y a pesar de haberse convertido en un árbol lozano,  no acababa de mostrar el  más  mínimo  atisbo de florecer. 

Leonidas, que conversaba con sus plantas como si fuesen sus hijas,  no entendía por qué el bendito rosal se negaba a dar rosas. Y aunque cada año que pasaba crecía desdeñoso, siempre tuvo la  certeza  de que una primavera, a fuerza de paciencia y de cuidados, se le entregaría en racimos de pimpollos. No sucedió así. No en primavera. Sucedió en el mes de junio, cuando  no es tiempo  de florecer. De modo que allí estaba el caprichoso rosal, dejando entrever entre sus hojas, los racimos de pimpollos matizados.
                                                           2
  
   Aquella mañana de fines de junio mientras carpía y retiraba maleza de los canteros, Leonidas escuchó una animada conversación desde la casa y detuvo su trabajo para mirar hacia el patio exterior que daba al jardín. Recordó entonces que Marcela,  la directora de Casablanca, le había comentado que ese día ingresaba a la residencial una nueva  compañera. Observó un momento al grupo que conversaba y alcanzó a divisar el rostro de la nueva.  Por un instante se sintió desconcertado. No podía ser ella. Tal vez la vista comenzaba a traicionarlo.  Su vida había dejado muy atrás los años jóvenes y ese rostro que acababa de vislumbrar, lo retrotrajo a un tiempo lejano. A un recuerdo triste, que guardaba dormido, del tiempo aquel de los verdes años.  Regresó a una época casi olvidada. Volvió a recorrer los patios de la vieja casa donde pasó su infancia. Vinieron a su memoria sus padres y sus hermanos.  Y se vio él, entonces estudiante,  en la ardiente primavera de su vida.                              
                                                          3

La casa de Leonidas se encontraba en un barrio fabril en los suburbios de la ciudad. Casas bajas con chimeneas, calles adoquinadas y  faroles en las esquinas de ochavas. Barrio con olor a madreselvas y cielos enormes de lunas blancas.
 A unas cuadras de su casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir. Los vecinos, gente toda de trabajo, no la aceptaba. La conformaba una pareja con  siete u ocho hijos que andaban todo el día en la calle, pidiendo o robando. Cuando los padres lograban reunir algunos pesos compraban alcohol, se emborrachaban, se insultaban, se castigaban entre ellos y castigaban a los hijos. Temprano por las mañanas los mandaban a pedir,  a robar y  no volver sin dinero.
Una de las niñas se llamaba Caterina. Era rubia, triste y sucia. Tenía doce años y andaba siempre llorando por la calle. Caterina le dolía en el corazón a Leonidas. Ansiaba crecer de una vez para  protegerla. A veces se encontraban a la vuelta del puesto de verduras y él le decía que la quería. Que no llorara. Que cuando fuera más grande y consiguiera trabajo iban a vivir juntos. Entonces ella lloraba con más ganas.
En aquellos días Leonidas tenía apenas catorce años y aunque lo intentó no llegó nunca a definir el real sentimiento, aparte de una gran ternura, que lo ataba a la muchacha. De lo que en cambio estuvo siempre seguro, fue de su firme deseo de protegerla. Protegerla de la maldad de la gente. De los hombres que la asediaban. De la ignominia de sus padres que la vendían por una botella de alcohol. Entonces pensó que la amaba. Y tal vez la amó. Tal vez. Con ese amor compasivo que despierta un cachorro apaleado, abandonado en la calle una noche de lluvia.
Los padres comenzaron a preocuparse por el joven. Lo notaban desganado, sin deseos de comer ni de estudiar. Fue el padre quién enfrentó la situación. Indagó. Quiso saber qué le estaba pasando. No pudo aceptar la explicación que dio Leonidas. No quiso. Su hijo se había enamorado de la única persona de la cual  no podía enamorarse. Caterina era una chica de la calle. Todo el mundo lo sabía. ¿No se daba cuenta él? No era amor, no, lo que sentía por ella. Era solamente lástima. Lástima, Leonidas. ¿Cómo te vas a enamorar de esa muchacha? ¡No, no vuelvas ni a mencionarlo! Ya  te vas a olvidar. Sacátela de la cabeza. Sos muy chico todavía. ¡Qué podés saber vos de amores y mujeres! Ya vas a encontrar, cuando termines los estudios, una buena chica de familia bien como nosotros de quien enamorarte. ¡Te pido por favor que te olvides de ese asunto!  Sos  muy chico para entender ciertas cosas.  Ella no es una muchacha para casarse. ¿Entendés?  Ningún hombre honesto se casa con una mujer de esas. ¡Vamos, Leonidas! No querrás que tu madre se enferme del disgusto, ¿no? 
 Y Leonidas no supo qué contestar

                                                          4

Caterina no tuvo tiempo de terminar  la escuela. Era la mayor de los hermanos y aprendió, junto con los primeros pasos, a extender la manita por una limosna. Vestida siempre de túnica y moña, subía y bajaba sola de los ómnibus desde antes de cumplir los cinco años. Al principio pedía una moneda y la gente le daba, porque era bonita. En la calle aprendió a robar. Con amigos de la calle. Entraban a los comercios dos o tres juntos, ellos entorpecían a los que estaban comprando y ella, que era la más ágil, manoteaba lo que podía y salía corriendo. Tenía diez años cuando una noche, borrachos, los padres la vendieron a un fulano por cincuenta pesos. Después, cuando se les pasó la borrachera, lloraron los padres por lo que habían hecho.
Al otro día la volvieron a vender.
Caterina, por primera vez, siente un poquito de felicidad. Les cuenta a sus padres que  el joven Leonidas le prometió que cuando trabaje van a vivir juntos. La madre gritó desaforada: ¡¿qué te dijo ese atorrante?!  ¡¿Qué te va a llevar con él?!
 Insultó el padre como un demente: ¡la puta madre que lo parió! ¡Decile a ese guacho que no se  meta con nosotros si no quiere que le parta  la cabeza de un fierrazo! Decile que digo yo, no más. ¡Guacho  de mierda! Mal parido  ¡V´ia  tener que hablar con el padre pa´que lo ponga en vereda, al hijo de puta! ¿Te fijaste vos como se mete la gente en lo que no le importa? ¿No se da cuenta el guacho que vos tenés hermanos que mantener? ¿Y nosotros. Tu madre y yo? ¿De qué vamos a vivir? Ahora que los tipos te empiezan a pagar bien, te quiere llevar. Mirá, ¡si  me dan ganas de salir  ahora y cagarlo a patadas! Desgraciado. Guacho hijo de mil putas. Lo v´ia matar, mirá. Más vale que nunca lo vea contigo porque lo mato. ¡Te juro que lo mato!
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Al mediodía la vio en el almuerzo. Era ella, no había dudas. La pequeña Caterina del barrio olvidado. La Caterina con doce años llorando por la calle. Su primer amor. Amor delirante al que ella misma lo obligó, una noche,  a renunciar.  Leonidas la miró para saludarla. Ella le sonrió sin reconocerlo. ¡Habían pasado tantos años! Cómo podía reconocer en el viejo que era ahora, a aquel adolescente que una vez le dijo que la amaba y que un día se irían a vivir juntos.
Y él,  por tercera vez, permaneció callado.

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Las matas de cartuchos, con sus hojas grandes y lustrosas, los bulbos de gladiolos trasplantados, las dalias dobles y los crisantemos, iban a su tiempo floreciendo en el jardín de Casablanca. Leonidas en su oficio de jardinero fue haciéndose cada vez más eficiente. Aprendió que según la luz que necesitan para desarrollarse pueden las plantas dividirse en: plantas de solana y plantas de umbría. Que si se multiplican por semillas, injertos o bulbos, requerirán más o menos riego. Que es necesario abonar la tierra periódicamente, y combatir los insectos que las dañan.



                                                                7
Leonidas hace ya varios años que es jardinero de la Residencial Casablanca para el Adulto Mayor. Comenzó después de haberse jubilado, por el deseo de hacer algo con su vida, pues entendió que el tiempo le sobraba y el cuidado de las plantas fue algo que siempre le atrajo. De hecho, siempre había tenido en su casa un muy cuidado jardín. Cuando se enteró  que la residencial necesitaba un jardinero, se ofreció sin pretensiones. Presentó referencias sobre su persona y fue aceptado de inmediato. Un par de años después, cuando falleció su esposa, se dio cuenta de la soledad que lo esperaba  cada tarde al volver a su hogar. De manera que un día decidió quedarse  a vivir en la residencial, donde se sintió realmente acompañado, entrando a formar parte de aquella familia. La vida para Leonidas no ha tenido demasiados altibajos. A  veces, en las tardecitas, se sienta bajo los árboles a tomar mate. Entonces los recuerdos lo invaden. Examina, sopesa los años vividos. Y aunque  reconoce logros y desaciertos  no puede, no pudo nunca, arrancar de su pecho, una espina que lo ha acompañado desde siempre y lo hiere todavía.

                                                   8

 Hace días que Leonidas no ve a Caterina. Cuando vuelve del liceo camina unas cuadras más, para pasar por la casa de ella. El padre lo vio un día y le gritó: ¡Hijo de puta! ¿qué andás haciendo por acá? ¡Si te veo con la Caterina te v´ia  matar!
Pensó que podría estar enferma y no tenía a quién preguntarle. Después supo que no. Alguien dijo que la habían visto  por el Centro. Trabajando. Él no lo podía creer. Los vecinos del barrio no la querían, eso lo sabía bien. Tendría que verlo con sus propios ojos. La gente  a veces se ensaña, inventa cosas. 
Al cabo de unos meses la vio una noche salir de su casa. La encontró más linda. Maquillada y bien vestida parecía de dieciocho. No dudó en seguirla. Ella tomó un ómnibus para el Centro. Allí se paró en una esquina con otras mujeres. No demoró en irse. Se le acercó un hombre, habló dos palabras y se fue con él. Pasó junto de Leonidas sin advertir su presencia. Con la cabeza apenas inclinada, presa todavía de un poco de vergüenza. Vergüenza que irá, poco a poco, perdiendo para siempre y hasta nunca en ese submundo aberrante del que no puede, no podrá ya salir. Evadirse. Donde deberá seguir, sin salvación posible, arrojada allí como en una pesadilla. Convencida de que,  aunque logre un día apartarse de esa vida, será ya hasta el fin y para todos: una mujer de la calle. Recién entonces Leonidas comprendió que la había perdido. Entendió que Caterina no podía esperar a que él finalizara los estudios y consiguiera trabajo; terminara de criarse y  se hiciera un hombre. Ella ya era una mujer. Los tiempos de ambos no eran los mismos. Los tiempos de él no tenían prisa. Pero a ella la vida la venía empujando hacia un abismo al que no tuvo más remedio que saltar.
Volvió al barrio con una herida que le laceraba el pecho. Por mucho tiempo se culpó de no haber podido ayudarla. Después prefirió pensar que la vida de ellos dos, tenía marcados caminos opuestos.  Y decidió no  volver a verla. 

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Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al IPA.  Era entonces un joven callado e introvertido. Estudiaba historia y filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica del interior, que había  venido a estudiar a la capital. Compañeros de estudios, se hicieron primero amigos y luego, más enamorada ella que él,  formalizaron el noviazgo. Marlene vivía en  Montevideo  en una casa para  estudiantes con la idea de que, una vez recibido el título, volvería a su ciudad. Por lo tanto, a partir del noviazgo,  la joven le propuso a Leonidas, irse a vivir con ella a su departamento. Él aceptó, pues era una forma  de desprenderse del recuerdo de Caterina, que continuaba mortificándolo. Pues en su pensamiento la veía niña, llorando por las calles del barrio, y otras veces hecha una mujer pintados los ojos y la boca, vendiendo por las esquinas del Centro su belleza fugaz.
En esos años, más de una vez, la buscó e intentó hablarle. Ella no quería escucharlo. Una noche, sin embargo, conversaron. Él estaba terminando el profesorado. Ese verano se casaba con Marlene y se iba a vivir al litoral. Sintió deseos de verla, de hablar con ella. Tal vez, nunca más  volverían a encontrarse.

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Una noche pasó por la esquina donde sabía que podía encontrarla. Se fueron juntos a tomar un café por la Ciudad Vieja. Las luces aburridas de los faroles estiraban sombras sobre las veredas cuadriculadas. El país arrastraba sinsabores. Poca gente y poca plata en la calle. Entraron a un boliche esquinero alumbrado por una magra lamparilla que regaba su luz moribunda sobre el mostrador. Mientras el mozo se empeñaba con  las palabras cruzadas de El Diario, el patrón, sentado frente a la registradora, descabezaba el sueño de la media noche.
 En la radio: Magaldi el sentimental.
Se sentaron al fondo, donde casi no llegaba la luz. El muchacho no sabía cómo empezar a hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus avezados veinte años y sonrió.
—Bueno,  Leonidas,  hablá  ¿qué querés  decirme? Conseguiste trabajo. Me vas a llevar a vivir con vos. Cuanto ganás. Podrás bancarme. Sabés la guita que hago yo por noche. Vas a trabajar vos para mí. ¿O voy a trabajar yo para vos?
¡Hablá!  ¿Qué querías decirme?
 Volvió a sonreír con una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver a través de aquella hermosa muchacha  que lo miraba desafiante, a la frágil Caterina  que un día amó y que todavía le dolía. La  buscó detrás de los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña. Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por vestidura. En las preguntas de la joven encontró las respuestas que había ido a buscar. Se sintió torpe. Fuera de lugar.  Avergonzado de estar allí. De haberla buscado. Si él ya había resuelto su vida. No tenía derecho a perturbar a la muchacha que estaba, tan solo, intentando sobrevivir.
Ella tomó el bolso, se puso de pie y dijo con  preeminencia:  —Viví tu vida Leonidas, y dejame a mí vivir la mía.  Olvidate. No quiero volver a verte... gracias por  el café.
  Le palmeó el hombro y lo miró con unos ojos que hablaban de un tiempo pasado. —Chau, pibe  —le susurró casi con ternura maternal al despedirse.
Colgó su bolso al hombro. Sacudió la cabeza y la mata de su cabello cayó como un telón sobre la espalda. Se fue haciendo equilibrio sobre unos tacos increíbles. Luciendo una falda demasiado corta y un escote demasiado largo.
Leonidas quedó impávido sentado en el boliche. Caterina había tomado la palabra y en cuatro frases marcó el tablero. Colocó las fichas de cada lado y esperó a que él moviera. Sabía que él no se iba a animar. Por experiencia lo supo. Y comenzó ella a jugar. Cada pregunta era una jugada. Lo apabulló ante la destreza con que llevó la conversación. Y él, por segunda vez, no  pudo hablar. No se animó. La joven comenzó y terminó el juego. Dijo todo lo que había que decir y se retiró  poniéndole fin a la ajetreada relación que, alguna vez, pudo haber existido entre los dos.Y Leonidas  supo esa noche que Caterina lo había marcado a fuego y que esa marca la llevaría para siempre.
                                          
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Habían pasado  ya varios días desde la llegada de la nueva a Casablanca . No dejó de llamar  la atención de todos los residentes,  lo pronto que se adaptó a la vida en la residencial. No era común. Por lo general, a las señoras les cuesta acostumbrarse a  la convivencia con personas ajenas a su entorno familiar. Extrañan y es comprensible, dejan su casa, sus muebles, recuerdos, afectos que las han acompañado durante toda su vida. A los señores también les cuesta integrarse. Por lo menos al principio. Deben  hacer un esfuerzo, hasta que se conozcan, luego la camaradería surge sola. De modo que esta señora que desde el primer día de su ingreso se sintió como en su casa, les ha llamado gratamente la atención a todos. Ha entablado una amistad franca con los residentes y con el personal. Tan cómoda y feliz se encuentra que pareciera que nunca hubiese vivido tan bien. Tan acompañada. Tan protegida.
 Con Leonidas conversan asiduamente. Ella baja al jardín  y se sienta en un banco a conversar con el jardinero. Le encanta hablar. Cuenta cosas agradables de su vida pasada. Leonidas le hace preguntas directas. Si era casada. Si tuvo hijos. En qué barrio nació. Y ella complacida ha comenzado a contarle su vida.
Nací, dice, en un barrio muy lindo. Por el Parque Rodó. ¿Conoce señor Leonidas ese barrio?  Mi madre nos llevaba todos los días a pasear por el parque. En otoño íbamos para el lado de las canteras a tomar sol. Por el campo de Golf. ¿Conoce el campo de Golf? En verano nos llevaba a la playa  y a pasear por la rambla. Nosotros éramos dos hermanos, nada más. Mi mamá y mi papá eran muy buenos y nos querían mucho. Mi padre trabajaba. Era muy trabajador. Le compró una casa preciosa a mi madre. Ahí nací yo. Por el Parque Rodó. A los dos hermanos nos mandaron a estudiar. Fuimos a la escuela y al liceo. Nos cuidaban mucho, sabe. Yo nunca trabajé porque a mi padre no le gustaba que anduviese por la calle. Él decía que no tenía ninguna necesidad de salir a trabajar. Yo salí de mi casa para casarme.
 Me casé de vestido blanco...con un velo largo, muy largo. Y flores. Llevaba flores en las manos. Un ramo de rosas. Como esas. Esas chiquitas. Las del muro. Como las rositas del muro. Sí, iguales a las rositas del muro. Sí, señor Leonidas, gracias a Dios, yo tuve una vida muy linda.
—¿Con quién se casó señora Caterina? Cómo se llamaba su esposo ¿Se acuerda?
—Si, como no me voy a acordar. Se llamaba Leonidas. Como usted. Qué casualidad ¿no? Fue mi único novio. Lo conocí cuando iba a la escuela. O al liceo. No me acuerdo bien. Fuimos novios y después nos casamos. Yo me casé con un vestido blanco...y un velo largo, muy largo... Después nos fuimos del barrio.
—¿Se mudaron del Parque Rodó?
—¿Del Parque Rodó?
—¿No me dijo que vivía por el Parque Rodó?
-—Ah, sí, creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso  no me acuerdo muy bien.
—¿Y tuvieron hijos?
—¿Hijos? Sí, creo que sí. Muchos hijos. O pocos. Uno o dos. No me acuerdo cuantos hijos tuvimos.  De algunas cosas me olvido, sabe. De algunas cosas. De otras no. De otras no me olvido. Creo.
Mientras cuenta, Leonidas comprueba el deterioro que ha sufrido la mente de Caterina. No sabe, la anciana, quién es en realidad. Vive en un estado de semi locura habitando un mundo de  personajes irreales que la hacen engañosamente feliz.
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Marcela le ha contado a Leonidas que la señora Caterina no está del todo bien. Que ha perdido  la memoria y que confunde las cosas y  las personas. También le ha dicho que la dejó en la residencial una señora muy católica, quien se hizo cargo de todos sus gastos. La señora, contó Marcela, la había sacado de la calle como un acto de caridad, una tarde muy fría en que la pobre se había cobijado en su portal.
Leonidas comprende que la casualidad o el destino han hecho que  volvieran a encontrarse cuando las vidas de ambos, están ya al final del otoño.
 No sabe, aunque se imagina, la vida que ella llevó todos esos años en que no supieron el uno del otro. Mientras tanto Caterina sigue contando, cuenta la vida que le hubiese gustado vivir.  Y la cuenta como si realmente la hubiera vivido.
 Ha conseguido dejar a un lado de su memoria, la vida de oprobio que llevó. Ha inaugurado un mundo propio. Mágico. En el que se ha instalado a vivir con todo el derecho del mundo y donde, ella misma, construirá la felicidad que durante toda su vida le fue negada. Edificará su vida desde los cimientos. Le contará a este viejo jardinero, que  escucha con atención sus relatos, sobre su niñez en una hermosa casa junto a dos padres que la amaron y la cuidaron. Le contará de Leonidas, su primer y único amor, con quien se casó un día. De su juventud dichosa, de los hijos adorados y sus viajes por el  mundo, junto a  un  marido  que la amó y fue su apoyo. Le contará una historia fantástica donde ella será la única protagonista. Un hermoso cuento de Hadas en el que será, al fin, inmensamente  feliz.
   —Estuve en España y en Francia. Estuve en París. En el Sena...
   —¿Con su esposo, estuvo?
   —¿Mi esposo?
   —¿No fue a París con su esposo?
   —No sé, creo que sí.
   —¿Y cómo es París?
   —¿París? No sé. No sé cómo es París. Nunca fui a París...

Ada Vega, 2006 - Visítame, Garúa: http://adavega1936.blogspot.com.uy/

martes, 15 de marzo de 2016

Fue a conciencia pura





Ramón Bustamante se llamaba, el hombre. Y aunque siempre fue enemigo de llevar apodos pues, según decía, su nombre de pila y su apellido eran suficiente garantía de su persona, a la sordina, en el barrio le decían Matarife porque de joven había sido friyero del Nacional y, desde entonces, andaba siempre calzado con un naife largo y fino que daba chucho sólo de verlo.


Vivía en la Villa del Cerro frente a la Plaza de los Inmigrantes en una casa de dos patios y fondo con madreselvas, que en años de bonanza sus padres levantaron. En esa casa había nacido cincuenta y tantos años atrás. De esa casa se fue un día engrillado y al volver diez años después con el alma en jirones y sin apremio alguno de enfrentarse otra vez a la vida, la encontró vacía. 

En esa época lo conocí yo. Todas las tardecitas arrancaba caminando cruzaba el puente sobre el Pantanoso y se venía para La Teja a leer El Diario y a tomar copas en El 126, un café que hacía de largador del 126 de CUTSA, cuando el recorrido era Aduana – Pantanoso. Pantanoso -. Aduana, situado en la esquina de Camambú y la avenida Carlos María Ramírez. 

El Matarife era un tipo flaco y alto, parco en el decir y lerdo en el andar. Tenía el pelo negro, que ya blanqueaba, largo y lacio cayéndole sobre los hombros y los ojos oscuros de mirada penetrante y fría. Lo recuerdo de lengue y gacho gris, de traje negro a rayas con pantalón bombilla y saco largo y entallado de sus tiempos de tahura. Opinaban los que la sabían lunga, que hombres de su laya iban quedando pocos.

De su vida y sus hazañas hubo mucha chamuyina. Que fue tallador de fuste temido entre los martingaleros y respetado en el ambiente gurda del escolazo, de aquel orgulloso Montevideo de los años cincuenta. Entrador con las mujeres, escabiador sin límite y pendenciero supo, sin embargo, mantener la yuta a respetable distancia hasta el nefasto día aquel en que le fallaron todas las predicciones. De las historias que de él se han contado sólo sé con propiedad, la que todo el barrio repetía y que lo llevó a cumplir una sentencia de diez años en el penal de Punta Carretas de donde había salido libre, después de purgar su culpa con la sociedad, precisamente en esos días. 

Hacía poco tiempo que yo frecuentaba El 126, pues tenía recién cumplidos los dieciocho años, cuando el Matarife después de la cana volvió al café. Algunos parroquianos lo recordaban y se acercaron a saludarlo. Entró al bar con paso cansino se acercó al mostrador y pidió una caña. Al reconocerlo el dueño le tendió una mano amistosa por encima del mármol y le dijo:

—¿Cómo anda eso Ramón? Él le contestó con su voz pausada:

—Acá andamos, patrón, en estas pocas, no más.

—Ésta va por la casa —le dijo el bolichero.

—Se agradece —contestó el hombre levantando apenas la copa. 

Mientras conversaban lo miré a la cara y la mueca que dibujó su boca me pareció una sonrisa. Era un hombre que imponía. Hasta ese momento no sabía quién era, de todos modos, junto al murmullo que al entrar se levantó entre los parroquianos, oí clarito aquel cuchicheo que lo señalaba como: el Matarife. Recién entonces supe que era cierta la historia que durante años oí contar a mis vecinos de La Teja. El Matarife existía y estaba allí de pie, tomando una caña con el patrón.

Desde esa tarde, todas las tardes bajaba desde el Cerro y se quedaba hasta muy entrada la noche acodado al mostrador. Con el faso apretado entre los labios a un costado de la boca, y la copa semivacía. Con la mirada extraviada. Cavilando. Que diez años es mucho tiempo de estar a la sombra y poco tiempo para olvidar. 

Algunas tardes se quedaba afuera, recostado en la ventana que daba sobre Carlos María Ramírez mirando pasar los ómnibus que iban para el Cerro, mientras el sol se hundía lentamente en las aguas del Río de la Plata detrás de la Fortaleza, y la luna cómplice de fierro de la rantería bohemia, subía despacio hasta el cenit.

A partir de su vuelta la gente del barrio resucitó la historia de amor y de muerte, que el hombre protagonizara. Volvieron los comentarios y se agregaron a la historia hechos nuevos que muchos no conocíamos. 

Cuando Ramón Bustamante vino al barrio por primera vez, era un facha leonero laburante de día del Frigorífico Nacional y trashumante en la noche, entre copas y escolazo. Lo trajo de recalada la Carmencita, una piba que conoció una noche en un baile del club Colón que vivía por la calle Laureles y trabajaba en La Mundial, una textil muy famosa que existía, por aquellos años, en Nuevo Paris.

La Carmen era una rubita de ojos celestes, única hija de un matrimonio italiano que había llegado al país en la década del treinta. El tano, apenas llegó al barrio, abrió un almacén y se hizo una casita económica de aquellas que se hicieron en el país bajo la ley Serrato. Y allí vivió toda su vida con su familia. Dicen que dicen, los que llevan un registro en la memoria, que el Matarife se había agarrado con la piba una metida de mi flor. La seguía a sol y a sombra y, por ella, empezó a parar en el boliche sólo para estar cerca de su casa. Según cuentan los veteranos que la conocieron, la Carmencita era una gurisa muy bonita y diquera, detalle que al hombre lo ponía como loco, porque siempre andaba algún moscón zumbándole alrededor. De manera que, cuando ya no pudo bancar más la situación de vivir lejos de la muchacha, alquiló una casa y se casó con ella.

Al principio el matrimonio marchaba como una seda. Desde el pique se supo que existía entre los dos terrible metejón por lo que no se intuía, en las inmediaciones, nada que pudiese alterar la paz y la armonía de la pareja. Sin embargo, no demoró mucho en estallar la primera trifulca entrambos causada por los celos de Ramón que comenzaron a poner nerviosa a su compañera. Desde entonces el matrimonio fue barranca abajo.

De entrada, no más, decidió que no fuera más a trabajar a la fábrica para tenerla quieta en la casa. Y aunque él no la atendía de día por su laburo en el frigorífico, ni de noche por sus actividades de nochero empedernido, lograron por un tiempo mantenerse unidos. 

Fue un curda canero que una noche le batió la justa en un boliche del Centro. Le dijo entre caña y caña, que era muy noche p’andar tan lejos del barrio. Le tocó el orgullo al Matarife que le contestó de prepo:

—¿Qué andás queriendo decir? 

—Que el que tiene tienda que la atienda —se atrevió el tipo. 

El Matarife lo agarró de la solapa y al curda se le aclaró la mente.

—Seguí hablando, ¿qué tenés que decirme? —le increpó con rudeza. 

Y el ortiba le tiró a la cara lo que las mentas batían. Que hacía un tiempo andaba un moreno joven estibador de oficio y diestro cuchillero, rondando a la percanta, le dijo. 

—¿Y qué más? —lo obligó el ofendido. 

—Hasta ahí te sé decir. Lo demás es cosa tuya. 

Y el Matarife hecho una fiera empezó a cuidar el nido. 

Un día salió para el frigorífico y al poco rato pegó la vuelta. Se quedó, de botón, vigilando desde la esquina. El dolor y la furia le nublaron los ojos, cuando vio al moreno salir de su casa. Apuró el paso y le pegó el grito al gavilán que al verlo manoteó su faca. El moreno, que era guapo y no conocía el achique, no esquivó el encuentro. Trató de enfrentar al rival que lo madrugó sin darle tiempo a nada. El Matarife de un hachazo se cobró la ofensa.

Difunto quedó el moreno enfriándose en la vereda. A la malvada no quiso verla. Se volvió a la casita del Cerro frente a la plaza de Los Inmigrantes, a despedirse de los viejos por si no volvía a verlos en esta vida. De allí se lo llevó la yuta. Diez años le costó la hombrada. La mina desapareció esa misma tarde. Por algún tiempo nadie supo de ella. Después, alguien dijo que estaba viviendo en el campo con unos tíos. 

Una tarde, unos meses después, regresó a la casa de sus padres con un niño en los brazos. Con ellos se quedó a vivir, crió a su hijo y cuidó a sus padres hasta que murieron. Cuentan los vecinos que se la veía muy poco. No volvió a casarse ni se le conoció jamás, hombre alguno. Y, aunque parezca extraño, nunca se enteró el Matarife del hijo que tuvo la Carmen pues, a pesar de que todo el barrio lo sabía, nadie se atrevió a pasarle el dato.

Al correr el tiempo otras vivencias dejaron el hecho dormido en el pasado. Hasta que una noche siete años después de su vuelta, mientras conversaba con el patrón en el mostrador, llegó al bar un muchacho muy joven, alto y flaco. De pelo negro, largo y lacio, cayéndole sobre los hombros y de extraños ojos claros que no iban con su traza. Se paró al entrar y preguntó alto y fuerte para que todos oyeran: 

—¿Quién es el Matarife? —dijo.

Ramón se dio vuelta despacio mientras contestaba: 

—Yo soy. ¿Quién lo busca? 

Quedaron mirándose de frente. 

—¡Ramón Bustamante, lo busca! —le contestó el muchacho.

En el boliche no volaba una mosca, esperando los parroquianos la reacción del hombre. Toda la bravura de aquel tahura que fue, se hizo añicos ante la presencia de aquel hombre joven que traía en sus ojos, los ojos de la mujer que amó tanto y cuyo recuerdo aún lo perseguía. El muchacho continuó: —Mi madre antes de morir me pidió que lo buscara para que supiera, nada más, que tenía un hijo. Ella murió ayer. Vine a cumplir con la promesa. 

Dio media vuelta y se fue sin esperar respuesta.

Ni una sola palabra acertó a decir el Matarife. Era indudable que todo el pasado volvía a golpearlo con aquel muchacho que había venido a gritarle su paternidad. Sin comentar, un par de conocidos se acercaron a tomar con él en el mostrador. 

A partir de esa noche lo comenzamos a ver nervioso, confundido. Conversaba con uno, con otro. Indagaba, quería saber más. Varios días estuvo Ramón hablando de aquel joven que decía ser su hijo. Le apenó la muerte de la que fuera su esposa, sin embargo, en el café nos dimos cuenta que enterarse de la existencia del hijo le había aligerado el corazón. 

Una tarde lo encontramos más callado que nunca, abstraído en sus pensamientos. En el bar respetamos su silencio. La noche se había ido a baraja cuando pagó y salió caminando hacia la calle Laureles. Se detuvo frente a la casa de Carmencita. De entre los postigos de la ventana se filtraba, tenue, una luz. Alguien al pasar lo vio golpear la puerta de calle y esperar allí, confiado, el dictamen que, por segunda vez, le decretaba el destino.

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