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lunes, 6 de junio de 2016

La glorieta de los Magri Piñeyrúa




La noche es fría y lluviosa. Bajo el ulular de la sirena, la ambulancia devora calles solitarias. Sentada junto a mi compañero, que maneja atento al tránsito, leo la ficha que me acaban de alcanzar. Miro el  nombre del paciente y recuerdo.
 Fue un diciembre, unos días antes de Navidad, cuando la familia Magri Piñeyrúa  se mudó a una casa de dos plantas rodeada de un bonito jardín. Jugaba con mis amigas, en la vereda, cuando vimos llegar  aquellos enormes camiones y bajar bultos, baúles y muebles. Le dimos la importancia del momento y seguimos jugando. Los camiones se fueron y quedaron un par de hombres para ayudar a ordenar la casa. La tarde se cerraba cuando comenzaron a armar algo  en el jardín que llamó mi atención y comencé a caminar hacia la casa para ver mejor.  Me detuve al llegar a la verja de hierro, de varillas altas y finas, de la que quedé aferrada con mis dos manos extasiada ante aquella casita que armaban los obreros.
 Era blanca, de forma hexagonal. Las paredes caladas formaban arabescos y flores. Tenía la abertura del marco de una puerta y el techo repujado en cuyo centro, como una banderita al viento, un gallito blanco giraba sin cesar. Los hombres terminaron de armarla, le colocaron dentro una mesita y cuatro silloncitos también blancos y se fueron a seguir con la mudanza. Deslumbrada, me quedé mirando la casita. Nunca había visto nada tan lindo. Sólo volví a la realidad cuando mi hermano me puso una mano en el hombro y me dijo:
-—Anita, ¿qué estás haciendo, qué mirás?
—La casita —le dije,  ¡mirá la casita que trajeron!
 —Vamos para casa Anita, eso no es una casita. Eso se llama glorieta.
—¿Glorieta? ¿ y vos como sabés?
—Porque en el Prado mucha gente tiene una en el jardín. ¿Viste esos botijas rubios que viven frente a la casa de la abuela? Bueno, ellos tienen una en el jardín del fondo, las paredes forman cuadraditos y está pintada de gris.
—¿Y vos como sabés lo que hay en el fondo de esa casa?
—Bueno, bueno, menos pregunta Dios y a veces nos perdona.
— ¿A veces? ¿ no nos perdona siempre?
 Mi hermano no me contestó y nos fuimos de la mano para casa.
     La familia de los Magri Piñeyrúa estaba formada por el matrimonio y dos hijos. El señor Magri era un ingeniero que había venido a trabajar en  ANCAP contratado y el Ente le cedió la casa de la esquina para que viviese allí, con su familia, mientras durara el contrato. Era un hombre alto, medio calvo, fumaba en pipa y andaba siempre de traje y corbata. Su esposa era delgada y rubia,  usaba el cabello recogido y vestía faldas y  preciosas blusas de manga larga. Pasaba el día tejiendo como Penélope, aunque creo que no deshacía de noche lo que adelantaba de día. Usaba sobre la falda un delantal con un  bolsillo muy grande donde, si en alguna oportunidad tenía que usar las manos, guardaba agujas, lana y tejido. El matrimonio tenía dos hijos. Marcia, una niña mayor que yo, rubia, de rulos largos, que lucía hermosos vestidos con volados y cintas. Era bonita y dulce. Y Martín, menor que la hermana, pero mayor que yo. Era un pelirrojo flaco y pecoso,  que usaba unos pantalones ni cortos ni largos, digamos que a media asta, y chupaba siempre unos enormes chupetines de color rojo, azul y verde. Usaba lentes, tenía un ojo torcido y, cada vez que nos miraba a mí y a mis amigas, nos sacaba la lengua en tres colores. En la casa vivían también una señora que gobernaba y hacía de niñera y una morena gorda y sonriente vestida de negro con cuello blanco, que cocinaba.
 No pegaban en el barrio.
Para mí, que había nacido y vivía en La Teja donde más o menos éramos todos económicamente iguales, esa familia me desequilibró. Estaba llena de preguntas.
-Mamá ¿por qué los Magri Piñeyrúa tienen dos apellidos?
-Vos también tenés dos apellidos, el de papá que es el que usamos y el mío que no usamos.
-Pero mami ¿por qué no lo usamos?seríamos Fulanez Fulanoz.
-No lo usamos porque no es necesario. A nosotros con un solo apellido nos alcanza.
-¿Y a ellos?
-A ellos no les alcanza.
-Mami,  ¿por qué teje y teje, la señora de los Magri Piñeyrúa?
-Porque no tiene nada que hacer.
-¿Y usted por qué no teje como ella?
Mi mamá no me contestó, pero parece que le causó mucha gracia lo que dije, pues suspendió un momento su trabajo en la máquina de coser, para reírse.
-Andá a jugar – me dijo entre risas.
Me llevó mucho tiempo entender por qué los Magri Piñeyrúa necesitaban  una persona para limpiar y ordenar la casa, más una niñera y una cocinera, más un jardinero y una señora que iba dos veces por semana a lavar y planchar la ropa. Mi mamá regentaba la casa, a nosotros, lavaba, planchaba y cocinaba. Sabía podar las rosas, en el fondo de casa tenía plantado perejil, lechugas y cebollines y matizaba sus ratos de ocio cosiendo para todo el barrio en su vieja máquina a pedal.
    Los Magri Piñeyrúa se quedaron en el barrio unos seis años. Lo recuerdo porque cuando fueron a vivir yo no había empezado la escuela y cuando se fueron entraba al liceo. Ya para entonces me había dejado de interesar la glorieta que seguía blanca y cuidada como el primer día, sólo que al final se había cubierto de una enredadera de campanillas azules.
     Cuando se fueron del barrio los hermanos todavía estudiaban. Andaban siempre cargados de libros. Martín ya no nos sacaba la lengua tricolor pero se había convertido en un joven arrogante que nos ignoraba por completo. Usaba unos gruesos anteojos y seguía con su ojo torcido. A Marcia la recuerdo con cariño. Nunca hablé con ella pero me sonreía y me saludaba.
    Una vez, que como siempre, yo esta aferrada a la reja de su casa mirando su jardín, ella, que tomaba el té con su mamá y su hermano, se acercó a mí y me ofreció una masita. Yo no la quise y le dije que no con la cabeza. Lo que yo miraba era la glorieta. La chica, al verme  observándolos, habrá pensado que yo deseaba su comida. No, a mí no me interesaban ni su comida ni ellos.
 ¡Yo sólo soñaba con entrar a la glorieta y sentarme a jugar...!
     No se cumplió mi sueño. Nunca me invitaron los Magri Piñeyrúa a entrar a su casa ni a su jardín. Y un día, así como vinieron, se fueron de mi barrio y se llevaron la glorieta. A esa casa vino a vivir un matrimonio con muchos hijos y varios perros. Nos hicimos todos amigos, niños y perros y me olvidé de los Magri Piñeyrúa...hasta hoy...
-Doctora, doctora, llegamos.
-¿Eh?...ah, sí, ¡vamos Néstor, vamos!
Hermoso barrio. Hermosa casa.
Entramos. Al cabo de un rato el paciente ha reaccionado. Se encuentra estable, con el medicamento suministrado pasará la noche sin complicación. Mañana deberá ver a su médico tratante. El enfermo abre los ojos lentamente. Me observa con su ojo torcido. Sonríe y me ofrece su mano agradeciéndome. Yo la estrecho con firmeza y, refrenando el impulso de sacarle la lengua, acepto su agradecimiento.
  Nos volvemos a la ambulancia. Llueve la nostalgia sobre la ciudad.

sábado, 4 de junio de 2016

El violinista del puente Sarmiento

   
Sacromonte, al fondo La Alambra


         Ese domingo había amanecido espléndido. Casi de verano. Por la mañana habíamos salimos con Jorge  para la feria del Parque Rodó. En esa feria se vende mucha ropa y él quería comprarse un jean bueno, lindo, barato y que le quedara como de medida.
 Fuimos caminando por Bulevar Artigas. A las 11 de la mañana el sol caía impiadoso. Al pasar bajo el puente de la calle Sarmiento, sentado en la verja de ladrillos, encontramos a un hombre viejo tocando el violín. Vestía pobremente, pero prolijo: llevaba puesta una camisa blanca con rayas grises remangada hasta el codo que dejaba ver, en el brazo que sostenía el instrumento, una Z y una serie de números tatuados. En el suelo junto a él había una caja de lata, colocada allí, supuse, para recibir alguna moneda.
Al acercarnos  oí ejecutar  de su violín, con claro virtuosismo, las Zardas de Monti. Detuve mis pasos y le pregunté al violinista si era judío. Me miró con sus ojos menguados y me dijo que no. Soy gitano, agregó, nacido en Granada.  Le pedí permiso y me senté a su lado, quise saber qué hacía en Uruguay un violinista gitano nacido en Granada —mi marido se molestó y me hacía señas como diciendo: y a vos qué te importa. Disimulé y miré para otro lado.
       El violinista me  miró entre sorprendido y desconfiado, después quedó con la mirada fija en la calle como buscando la punta de un recuerdo escondido, para tironear de él. Quedé un momento a la espera. Entonces comenzó a hablar con una voz cascada en un español extraño.
       Mi marido también se sentó.
       —Llegué a este mundo en Granada, provincia de Andalucía, una tarde de invierno en que lloraba el cielo, del  año 1925 de Nuestro  Señor, en el barrio gitano de las cuevas del Sacromonte. Allí  pasé mi vida toda. Porque después ya no viví.
     —Del Sacromonte —pregunté.
    —El Sacromonte es el barrio más gitano  de Granada —me contestó—, en sus cuevas habita la esencia del flamenco que algunos calé  llaman el Duende, porque erotiza el baile y el cante hondo. Se encuentra en lo alto de un monte y hay que subir a él por veredas pedregosas. Tiene calles estrechas y  casas cavadas en la roca.
Quedó un momento en silencio que yo aproveché.
       —Por qué se llama Sacromonte —quise saber.
      —Porque se dice que en tiempos de los musulmanes había sido un cementerio —continuó diciendo—, las cuevas fueron construidas por los judíos y musulmanes que fueron expulsados en el siglo XVI, hacia los barrios marginales, a los que más tarde se les unieron los gitanos.
        El sacromontecino hablaba con los ojos entrecerrados, como visualizando cada cosa  que iba diciendo. Por momentos callaba y quedaba como extraviado, como si su espíritu lo hubiese abandonado para volver a su España, a Granada, a las cuevas de aquel  barrio cavado en la roca.
        De pronto volvía y con un dejo melancólico me hablaba de la Alhambra, construida en lo alto de una colina —decía.
        Yo lo escuchaba encantada  y trataba de no interrumpirlo porque me fascinaba su voz, su modo de hablar como un maestro, como un sabio que me enseñaba rasgos de la historia que yo desconocía. Él, por momentos, se entusiasmaba al recordar cada detalle de aquellas historias de su tierra lejana que, con su voz y su memoria, parecía revivir.
—Desde el Sacromonte se  puede ver la Alhambra —decía como si la estuviera visualizando—, uno de los palacios más hermosos construido por los musulmanes hace más de quinientos años a orillas del río Darro, frente a los barrios del Albaicín y de la Alcazaba. Tiene en el centro del palacio, el Patio de los Leones, con una fuente central de mármol blanco que sostienen doce leones que manan agua por la boca y que, según dicen algunos nazaríes, representan los doce toros de la fuente que Salomón mandó hacer en su palacio, y otros opinan que pueden también representar las doce tribus de Israel sosteniendo el Mar de Judea.
Me contó que los gitanos habían sido discriminados en España a partir de 1499 por los Reyes Católicos Fernando e Isabel y  por la Inquisición española, en nombre de la Iglesia, que buscaba entre los gitanos no conversos, a brujas hechiceras que realizaban maleficios en reuniones nocturnas con el diablo, para quemarlas en la hoguera.  Nunca fue cierto —me aseguró—, los gitanos no pactamos con el diablo. Los poderes sobrenaturales de los gitanos ya los traemos al nacer. Son dones otorgados por el Dios de todos los hombres. De todos modos, aún hoy —afirmó—, seguimos siendo discriminados en todo el mundo.
 Después de un silencio que usó, tal vez, para ordenar sus recuerdos continuó con voz profunda y emocionada. —En mi barrio del Sacromonte me casé a los dieciocho años con una gitana de dieciséis, linda como el sol de mayo. Teníamos dos hijos pequeños, una niña y un varón, cuando un día los nazis irrumpieron en una fiesta gitana, quemaron, robaron y destrozaron todo y se llevaron en camiones a las mujeres y a los niños por un lado y a los hombres por otro, dejando un tendal de muertos.
         Al oír este relato tan  atroz le pedí que no siguiera contando, que le hacía daño, le dije. Él me miró y me contestó: —los muertos,  no sufren. Hace años que no vivo. Y continuó. —A los músicos de la fiesta nos llevaron aparte, juntos con los instrumentos. La última vez que vi a mi  mujer y a mis hijos fue cuando, a empujones y a golpes, los subieron a un camión. Tal vez interpretaba el violín, mientras cenaban los generales de la S.S., cuando  eran conducidos a la cámara de gas. Cuando terminó la guerra y los aliados nos liberaron volví a España y a Granada, pero no encontré a mi familia ni a mis amigos.
        Durante muchos años vagué con mi violín por los países de Europa, hasta que un día decidí venir a América con una familia que conocí en  Rumania. En América recorrí casi todos los países, llegué hasta el sur de EE.UU. pero de allí me volví. Viví largos años en Argentina. Hace un tiempo vine a Uruguay, he recorrido todo el interior. Me siento muy bien aquí. Hay mucha paz. Por ahora pienso quedarme.
         Le pregunté por qué su español era tan extraño. Me contó que los gitanos tienen sus leyes y su idioma Romaní, para todos los gitanos del mundo. En todos los países europeos los gitanos se comunican en el mismo idioma. Pero en España y Portugal no lo hablan bien. Tal vez  mezcle un poco los dos idiomas —me dijo.
Aunque no lo hubiese dicho los números en su brazo hablaban de la guerra y los Campos de Concentración de manera que le pregunté qué significaba la Z junto a los números tatuados en su brazo, algo que yo nunca había visto antes. Me contestó que la Z significa Zíngaro, gitano  en alemán. Estuvimos hablando mucho rato, él se encontraba trabajando cuando llegué y lo interrumpí. Le pregunté entonces si el próximo domingo volvería, me aseguró que si. Quedaron a la espera muchas incógnitas.
Durante esa semana fui anotando en mi agenda cada pregunta que le haría. Cada consulta. Cada duda. Volví con mi esposo al domingo siguiente provista de la agenda y un pequeño grabador, pero no estaba. Lo busqué en los alrededores, pero no encontré al gitano del violín. Durante varios domingos me acerqué al puente Sarmiento con la esperanza de encontrarlo. Nunca volví a verlo por allí. No le pregunté el nombre. Ni me dijo donde vivía. Si no fuese porque mi esposo fue testigo, hasta creería que lo soñé. Que sólo fue una ilusión. Un sortilegio.
 De todos modos, lo sigo buscando. Algún día en alguna feria de barrio volveré a escuchar su violín y aquellas Zardas de Monti. Entonces reanudaremos la conversación. Sé que volveré a encontrarlo por alguna callecita romántica, escondida, perfumada de jazmines, de este nuestro entrañable  Montevideo.

Extraído de la novela "De cruces y maleficios" de Ada Vega

jueves, 2 de junio de 2016

Eulalia





  Eulalia era una niña negra nacida esclava en 1850, en una plantación de café propiedad del coronel Oliveira Iriarte, en  Minas Gerais. Una plantación extensa, cerca de Belo Horizonte, donde se podía apreciar,  por la  gran cantidad de esclavos que allí trabajaban, que su propietario era un hombre de mucho poder. La niña desde su nacimiento había vivido  junto a su madre, en las barracas de los esclavos. Fue arrancada de su lado el día que el amo decidió vender  a su madre,  al dueño de una plantación de caucho, al norte de Bahía.
     Eulalia, entonces, con apenas ocho años, pasó a servir en la  fazenda donde vivía la familia Oliveira Iriarte. Destinada a ayudar en los quehaceres  de la casa, la niña  gozaba de ciertos privilegios, a saber:  el de permitirle dormir en una despensa  cerca de la cocina, donde se guardaban el charque, las barricas de yerba mate y las  bolsas de harina. De todos modos nunca dejó de sufrir el desarraigo que le produjo la separación de su madre, a quien ya no volvería a ver en esta vida.
     Los años fueron pasando y a sus catorce años poseía  la belleza innata de su raza. De piel renegrida y mota preta, un cuerpo estilizado y elástico, los ojos como dos carbones, y  la boca grande y voluptuosa.
      El viejo  coronel, antes que nadie, había puesto sus ojos en la niña. Asediándola. Hacía tiempo que se metía en su cama, cuando tuvo conocimiento de que  Eulalia estaba esperando un hijo. Para evitar que las suspicacias de su esposa lo dejaran a la intemperie,  cuando la viera embarazada, no demoró en enviarla con otros esclavos a servir en otra de sus fazendas,  en Río Grande do Sul, a unas leguas de la frontera con Uruguay. Eulalia, ante tal decisión, sintió regocijo al pensar que se libraría del asedio del coronel, un hombre viejo y  déspota, que trataba  mejor a su perro que a ella.
      Viajó pues hacia el sur, en un viaje interminable, encadenada a otros esclavos apretujados todos en una misma carreta y  vigilados, durante el camino, por hombres fuertemente armados. Brasil vivía en esos momentos levantamientos y guerrillas continuas que asolaban  de norte a sur  y de este a oeste, todo su territorio.  En la nueva fazenda la joven perdió todos los privilegios que tenía en Minas Gerais. Trabajó en el campo con los demás esclavos y durmió en la barraca de las esclavas. No le importó a la morena. Ella estaba elaborando planes de fuga. Por lo tanto, una vez instalada en la hacienda riograndense, Eulalia trató de recordar los comentarios oídos a unos farrapos que pasaron una tarde por el cafetal de Minas Gerais. Comentaban ellos que en el pequeño país, al sur del  Brasil,  llamado Uruguay, no existía la esclavitud. Pues había sido abolida hacía más de veinte años.  De modo que, cuando el amo  mandó a Eulalia a parir en la fazenda cerca de Bagé  la morena sólo tuvo la idea de huir con su hijo, en cuanto naciera, a ese país donde los negros eran libertos.
       En esos meses, mientras su vientre crecía, recorrió junto a los peones, a caballo o en carreta, el camino  hasta la frontera; trayendo mercaderías varias y llevando cueros. Estudió el camino, grabándose en la memoria cada atajo.
      Calculó, guiándose por la altura del sol,  el tiempo que le llevaría hacerlo a pie y con el niño en brazos. No iba a ser fácil, pero valía la pena intentarlo aunque ella tuviese que volver y la castigaran. Su idea era cruzar la frontera y dejar allí a su hijo. Estaba segura que alguien lo recogería. Planeó todo con anticipación.
     Para no extraviarse, el Río Negro a su derecha sería su guía.
     Eulalia no parió un varón como pensaba. Dio a luz una niña hermosa como ella. Y como ella, negra. Con más razón sintió la necesidad de escapar. Esperó unos días hasta recuperar fuerzas y preparó la fuga. No comentó a nadie su decisión. Sola, sin ayuda ni tener en quien confiar, estaba dispuesta a intentar una hazaña suicida guiada solamente por el  deseo de libertad.
 Haría lo que fuese necesario para que la niña creciera libre.


        Una noche de verano de 1865, ocultándose entre las sombras, abandona cautelosa la fazenda.  Lleva en sus brazos, apretada junto al pecho, a la  hija recién nacida. Sabe que cuenta con poco tiempo para llegar a la frontera. Pronto notarán su falta y saldrán en su busca hombres y perros.   La joven no teme, corre entre los pajonales infestados de víboras y alimañas rastreras evitando los caminos trazados. El calor es sofocante. Cruza un pequeño monte y guiada por el Río Negro continúa la huida por las arenas de sus orillas.  En el cielo falta la luna. Sólo las estrellas iluminan.
     Un silencio, que asusta, se extiende sobre el campo brasileño. El  rumor  del  río, que va en su misma dirección, la guía con certeza.  Exhausta y bañada en sudor, deja un momento  a su hija  sobre la arena y  entra en las aguas del  río que la abraza y la reanima.  Moja su cuerpo en el agua fresca. Lava su cara y su cabeza,  y permite que el agua se deslice debajo de su vestido, moje sus senos calientes colmados de leche materna; que corra por su vientre y sus muslos tensos.
     La niña se ha dormido, la toma en sus brazos y se sienta un momento a descansar en la ribera. A poco, oye  a su espalda los gritos de los hombres y los ladridos de los perros que la olfatean.
     Uno de ellos, el más feroz, el más tenaz, se aparta y sigue una huella. Mientras los hombres lo pierden de vista  el animal se dirige al río.  Ya está allí, a unos metros de Eulalia. Ya le gruñe con las fauces abiertas y   va a avanzarle. Al advertir su presencia la joven, vuelve a correr con la hija en brazos. Ruega, como su madre le ha enseñado, a las almas de sus antepasados y a los espíritus de la naturaleza, que le permitan entrar, con su hija, en tierra uruguaya
    De pronto, el espíritu del río se levanta  en un viento sobre el agua. Sacude  un viejo coronilla que deja caer una rama, retorcida y espinosa, sobre la arena. El perro  trata de esquivarla. No lo consigue, se enreda en ella, y tras un gemido, queda sobre la arena húmeda abandonando la persecución. Eulalia no entiende qué sucedió con el perro que ha dejado de perseguirla.  No tiene tiempo de mirar hacia atrás. La niña en sus brazos ha comenzado a llorar. Su llanto puede ser un señuelo. Decidida trata de calmarla y redobla el esfuerzo.
      Es joven y fuerte, no obstante, ya comienza a sentir el cansancio. Sólo cuenta con su corazón fuerte y sus piernas largas y nervudas.
     En su mente se agiganta el deseo de llegar a la frontera. Debe cruzarla antes que la alcancen. En la tierra castellana la espera el sol de la libertad. Su niña crecerá libre. Ya  los perros la avizoran. Ladran enloquecidos fustigados por los hombres. Eulalia está agotada. El corazón le salta en el pecho. Ya casi llega. Con el  último esfuerzo  cruza la frontera. Y corre. Corre Eulalia. Sigue corriendo en la tierra  de los orientales.
      Al grito de los hombres los perros se han detenido. Se arrastran ante los mojones de  la Línea Divisoria.  Ladran furiosos, las lenguas babeantes colgando, los hocicos levantados mostrando los afilados colmillos. Los hombres sacan sus armas y disparan. Las balas silban sobre la cabeza de la niña madre. De pronto cae. No sabe si de cansancio o de muerte  La noche del Uruguay la cubre con su silencio
     Los hombres que la perseguían regresan. Descubren entonces que falta un perro y salen en su busca. Lo llaman y no aparece. Dudan que se haya perdido. Lo encuentran  muerto, días después,  a orillas del río Negro enredado en una rama de coronilla con la garganta desgarrada.
     El sol de la aurora despunta sobre el campo oriental.
Junto a una barranca, debajo de  un ceibo, unos peones que recorren el campo de la estancia El  Pampero, encuentran a Eulalia.
Sobre su cuerpo sin vida, la niña mama en su seno.

Extraído de la novela: "Detrás de los ojos de la mama vieja" de AdaVega

lunes, 30 de mayo de 2016

Presagio


Como esos últimos días de invierno se venían presentando cálidos y soleados, con mi esposo decidimos ir ese fin de semana hasta la cabaña que teníamos en Cuchilla Alta.  Era una cabaña de madera y techo quinchado emplazada  sobre la barranca, junto a la arena de la playa.
 A pesar de que la usábamos solamente en los meses de verano, cuando nos instalábamos allá, durante el  resto del año solíamos darnos una vuelta para comprobar si necesitaba pintura, reparar la madera o hacerle algún arreglo, a fin de dejarla en condiciones para la próxima temporada.
En aquella oportunidad teníamos pensado viajar el próximo sábado, de mañana temprano, para volver  en las últimas horas de la tarde del domingo siguiente. Nuestro hijo Carlitos, que tenía entonces ocho años, iba con nosotros. Era, aquel, un paseo de rutina que, como  dije, hacíamos todos los años un par de veces durante los meses fríos.
           Pues bien el viernes de esa semana, no sé por qué, decidí por mi cuenta  que ese sábado no iríamos  a Cuchilla Alta.  Desayunábamos los tres en la cocina:
                   — ¿Cómo que no vamos? dijo Lautaro. ¿Por qué?
                   — No tengo ganas de ir este fin de semana, contesté yo.
                      —¿Pasa algo? ¿Te sentís mal?, quiso saber mi marido.
                     —No, no. Sólo que preferiría que lo dejáramos para el próximo fin de semana, contesté yo con firmeza. Mi esposo me miraba esperando otro tipo de explicación. Algo más sustentable. Teníamos  todo pronto para realizar el viaje y no entendía el  real motivo por el cual  a mí se me había ocurrido cancelarlo. Yo, debo aclarar, tampoco tenía una razón valedera en la cual apoyar mi decisión.  Sin embargo, cuanto más hablábamos más firme y decidida me sentía de renunciar al paseo previsto.
      Lautaro, al principio, dijo que me dejara de caprichos. Que hacía días habíamos decidido pasar el fin de semana en la cabaña y que de pronto, sobre la fecha, sin ningún motivo, a mí se me ocurría que no debíamos ir. Porque sí, de caprichosa no más, dijo enojado.
     Hablamos. Subimos el tono. Discutimos. Discutimos. Y al final mi marido, para dar por terminada la polémica, dijo: está bien. Si  no querés ir, no vayas. Yo me voy con Carlitos y en lugar de volver el domingo de tarde, como habíamos dicho, volvemos el domingo al medio día. 
     Tuve que aceptar, pues, aunque no era exactamente lo que yo pretendía encontré, en el acuerdo que proponía mi marido, cierta conformidad. En realidad, yo pretendía suspender la salida para los tres. No me atraía la idea de quedarme en casa y que ellos se fueran solos,  pero el fin de semana estaba anunciado muy buen tiempo, ellos estaban acostumbrados a salir juntos en el auto y yo realmente no quería viajar. 
     Al principio, no muy convencida, acepté  la propuesta de Lautaro.  Después,  le volví a insistir para que se quedaran. Pero ya mi marido no quiso discutir más. El sábado temprano, como estaba resuelto, se fueron los dos.  Yo aproveché entonces para ordenar un poco los placares,  preparé algo rápido para almorzar y me dediqué esa tarde a hornear, para esperarlos el domingo, una torta de frutillas que a ellos les encantaba.
      Habíamos acordado, anteriormente, que en cuanto llegaran me llamarían por teléfono. Y así lo hicieron al llegar, esa noche y también en la mañana del domingo antes de salir para Montevideo.
      El domingo amaneció soleado y limpio de nubes. Me levanté temprano y compré un asado para hacerlo  al horno,  por si llegaban para la hora del almuerzo. Pasó el medio día y no llegaron como prometieron. Pensé que al volver se habrían bajado a comer en alguna parte. De tarde llegó a casa un policía.
Me habló de un accidente protagonizado en la ruta. Con un camión, le oí decir. Yo miraba al uniformado sin entender de qué hablaba. Al chofer se le rompió la dirección. Las palabras del agente danzaban ante mí. Los chocaron de frente. En una danza macabra. No logré oír todo lo que me decía. Las palabras iban y venían. Aturdiéndome a veces. Sin sonido otras. Antes de retirarse me entregó un cedulón: debía presentarme, a la brevedad, en la morgue.
No sé cuanto tiempo permanecí estática estrujando en mis manos aquel comunicado. Mi mente había dejado de funcionar. Un grito desgarrante, brotado de mis entrañas,  me trajo nuevamente a la realidad.
 Recién comprendí mi rechazo a realizar aquel viaje. Había sido una premonición. Un presagio. Y no me di cuenta. Algo o alguien intentaban avisarme  sobre un eminente peligro si ese sábado salíamos hacia la ruta. Yo no entendí, no alcancé a comprender el augurio y permití que se fueran. Los había dejado solos ante la muerte. Si no había  logrado  convencerlos de renunciar al viaje, tendría que haberlos acompañado. Y no lo hice. Tendría que haber estado con ellos. Y no estuve.
 A la mañana siguiente fuimos todos al cementerio.  
Al volver les pedí a mis amigos y a mis vecinos que se fueran y me dejaran sola. Por favor. Recorrí las habitaciones. Cerré las ventanas. Corrí las cortinas. Apagué las luces. Y esa misma tarde me fui. Dejé atrás todos mis sueños y mis fracasos acumulados. Los rencores que alguna vez tuve y el sufrimiento que no pude resistir.
 Abandoné mi casa y caminé sola, vacía de sentimientos, hacia un sol que en el horizonte comenzaba a morir, imperturbable.
Caminé por viejas veredas ensombrecidas. Y al atardecer llegué al río que me observaba, sin creer aún, desde su pasividad.
Atravesé la arena, me interné en sus aguas y no volví nunca, nunca más.

Me estiré en la cama, con los ojos aún cerrados oí la respiración pausada y tranquila de Lautaro, que dormía a mi lado. Una angustia atroz me oprimía el pecho. Y lloré, lloré sobre mi almohada hasta que el llanto calmó mi congoja, calmó el dolor de aquel sueño, de aquella pesadilla horrenda. Y di gracias a Dios,  porque sólo había sido un sueño. Solamente un mal sueño.
Era domingo de mañana. Un domingo soleado de fines de invierno. Miré el reloj y comencé a levantarme. Llamé a mi marido:
- ¡Vamos Lautaro, levántate! Ayúdame en la cocina mientras voy haciendo el tuco para los tallarines. ¡Vamos,  que hoy es domingo y sabes  que viene Carlitos  con su mujer y los niños! Dale, vamos,  levántate que el día está lindísimo.

Nunca le comenté a mi esposo el sueño que tuve. La cabaña la vendimos hace muchos años. De todos modos, aquel viernes que, en realidad, discutimos tanto por el viaje a Cuchilla Alta, Lautaro  decidió al fin complacerme y  ese fin de semana los tres nos quedamos en casa. 
Me pregunto qué habría pasado, si no hubiésemos desistido de realizar el viaje.   



Ada Vega
- 2004
 

domingo, 29 de mayo de 2016

Bailemos



—¿A un baile? ¿Te parece? Yo estoy muy fuera de foco y de bailar ya no me acuerdo. No, no sé Nelly. No sé.
—Pero aunque no bailes, te distraés, salís un poco. Escuchás la orquesta, miras a los bailarines. Ves gente. Otra gente. Dale, animate.
—Me gustaría ir, sí, pero bailar no, no quiero hacer el ridículo. Me da vergüenza, a mi edad...vos sabés que yo durante treinta años...
—Sí, ya sé, bailaste sólo con el finado.
—No, si él no bailaba.
—¡Ah! Es cierto. Todavía eso.
—Imaginate, como a él no le gustaba bailar, yo no bailé más.
—Mirá, tu marido era buenazo, pero...
—Irremplazable.
—Sí, irremplazable. Pero te tuvo sucuchada toda la vida, buenazo, ¡pero machista!
—Sí, eso sí. Era tremendamente machista. Pero vos sabés bien que nunca nos faltó nada, ni a mí,  ni a las nenas.
—Pero se murió Nilda ¡a morto! Y vos, no.
—Lo tendría que consultar con las chiquilinas.
—¿Qué tenés que consultar? Cuando ellas se ennoviaron, ¿te consultaron? Cuando decidieron casarse y hacer su vida ¿te consultaron? Durante tantos años decidieron por vos, que ahora no sabés tomar tus propias decisiones. Por eso  te digo que tu marido era machista. Te dio de comer, pero no te dejó opinar.
—No, no creas, no era tan así. Yo nunca tuve que salir a trabajar.
—Vos no saliste a trabajar ni a nada. Si estuviste treinta años encerrada. ¡Ojalá, hubieses salido a trabajar! Ahora serías una mujer independiente y decidida. No una viuda achicada y asustadiza, que no sale de su casa porque tiene miedo.
—Es que yo me acostumbré a que  el Negro se encargara de las compras de la casa. Iba a la carnicería, a la feria. Además me compró el lavarropas, la aspiradora, la procesadora de alimentos...
—Te llenó la casa de herramientas de trabajo.
—También compró una televisión preciosa.
—Que la tuvo siempre a los pies de la cama del lado de él. En el living tendría que haberla puesto por si, en algún momento que pararas de limpiar, querías ver una telenovela.
—No veía telenovelas porque al Negro le gustaba el fútbol. Cuando estaba en casa siempre veía fútbol. Pero yo, en la cocina, tenía una radio chica.
—¡Una radio! ¡Cómo te anuló ese hombre!
—La culpa fue mía, Nelly. Yo me acostumbré a vivir tranquila, a tener todo en casa, sin tener que preocuparme de nada.
—Te dio de comer, Nilda, te dio de comer.
—Pero era bueno, sabés.
—Sí, no mató a nadie por la espalda.
—No seas exagerada. Y no te creas, en muchas cosas tenés razón. Yo sé que  no salir  a la calle  durante tantos años, como sale cualquier persona a comprar o a hacer trámites, me ha hecho temerosa. De eso me doy cuenta. No voy ni a la casa de mis hijas. No quiero salir. Yo estoy bien acá en casa. ¿Para qué voy a salir?
—Pero Nilda, la vida no es eso. ¡Vos estás viva! Andá a  ver a tus nietos.  A  mirar vidrieras. A comprate ropa...¡¡y dejá de hacer crochet, querés, que me estás poniendo nerviosa!!
—¿Vamos a tomar unos mates? ¿Querés?
—Sí, dale, aprontá un mate.
—Sabés,  Nelly, el Negro y mis hijas eran mi vida. El Negro se fue y las chiquilinas se casaron y yo me quedé como vacía, sabés. Como perdida. Y como no sé qué hacer, no hago nada.
—Pero vos eras igual que yo. ¿Te acordás cuando éramos jovencitas? Trabajábamos las dos. Íbamos a la playa, al cine, a bailar. ¡Tuvimos una juventud tan linda!  Y cuando conociste al Negro se te terminó todo, porque él...
—No, no me hables del Negro. Yo no perdí nada, fui muy feliz. Yo sé que era celoso, machista como vos decís, que viví medio secuestrada pero, sabés Nelly, ¡hoy no sé lo qué daría por tenerlo conmigo otra vez...! De todos modos, yo sé que la vida continúa, que no puedo seguir viviendo aislada del mundo. Voy a tratar de adaptarme al nuevo ritmo, pero despacio. Sin apuro. Porque me cuesta.
—Nilda, yo no quiero arrastrarte a un baile para hacerte mal o para que te olvides de tu marido. Sé que fue un gran tipo y te quiso mucho. Yo sólo quiero que salgas una noche ¡a vivir! La vida no terminó porque te hayas quedado sola.
—Está bien. Sí, está bien. Para que veas que me voy a sobreponer, hoy te voy a acompañar al baile. Sí, voy, ¡voy al baile contigo!
—¿De veras? ¡Me alegro! ¡Vas a ver qué bien  vamos a pasar!
 —Ahora decime ¿qué ropa me pongo?¿Cómo se viste la gente para ir a  bailar?
—Sencillo, Nilda. Ponete el pantalón negro con esa camisa blanca de seda, que tenés, estampada con  rosas negras, y los zapatos altos de charol.

Y sí fue, llegamos al baile a la una y media. Villasboas arrancaba con la milonga “Luz  verde”. Con mi amiga nos dirigimos a la barra. Ella dijo:
—Hola, ¿qué tal?
—Hola Nelly, le contestó el muchacho del bar.
—Dos medios Johnnie con mucho hielo, pidió.
¿Me habrá parecido o un par de veteranos me cabecearon?
Sentí que me miraban, que me hacían señas. ¡Me invitaban a bailar!
No, no crean que era una diva, era una desconocida y todo lo nuevo tiene su misterio. Atrae. Y el hombre es como el gato, curioso por naturaleza. Siempre quiere saber qué hay debajo de la piedra.
De pronto un veterano de traje gris se acercó y me invitó a bailar. Y yo acepté. Mi  amiga se quedó mirando con los dos vasos de Johnnie en las manos. Alcanzó a decirme:
—¿Qué hacés?
—¿No estoy en un baile? ¡Voy a bailar!
Empecé bien, no me había olvidado del dos por cuatro. Le pedí a Dios que el veterano no me hablara porque si tenía que contestarle me iba a perder, lo podía pisar, y eso de entrada sería funesto.
Y el veterano habló:
—Linda noche.
Y yo lo pisé.
—Perdón.
—No es nada.
—Hace mucho que no bailo.
—No parece. Es una pluma.
—Gracias.
—Nunca la había visto.  ¿Es la primera vez que viene?
—Sí.
Mi amiga me había advertido: No hables de vos. No cuentes nada. Una nunca sabe con quién  sociabiliza en un baile. Decí que sos del interior. Que viniste a pasear a Montevideo. Que sos casada, que estás con una amiga y que te vas con ella.
Bailé tres tangos con el veterano porque después del pisotón congeniamos. Yo me tranquilicé y bailamos como si hubiésemos bailado juntos toda la vida. Nelly no bailaba. Estaba de gran charla en la barra con una pareja de amigos.
Quise estar con ella y le dije a mi ocasional compañero que me iba con mi amiga. ¡Él se fue conmigo! Al llegar Nelly me miró y yo levanté los hombros como diciendo: ¿Qué le voy a hacer? De modo que con el veterano nos acomodamos en la barra.
—Bailás muy bien. ¿Sos casada?
—Soy viuda.
—¡Ah! ¡Viuda!, (puso cara de susto), lo siento. ¿Tenés hijos? (se recuperó)
—Sí, tengo dos hijas casadas que...
—¿Viven contigo?
—No, cada una en su casa porque...
-—¿Vivís sola?
—Sí, tengo una perrita que me acom...
—¿En un departamento?
—No, tengo una casa preciosa con un jardín muy gran...
—¿Tuya?
—Sí, la compramos cuando recién nos casamos, queríamos...
—Empezó la típica,  ¿bailamos?
—Sí.
Y entre la música y la charla tan interesante se fue la noche. Yo estaba cansada y con mi amiga nos aprestábamos a retirarnos.
El veterano acercándose me susurró:
—Te alcanzo en un taxi hasta tu casa.
—No, gracias, yo traje el auto.
—¿Tomamos una copa juntos en algún boliche, para brindar por este encuentro?
—Te agradezco pero me voy con mi amiga.
—La dejamos a ella y después me dejás a mí.
—Mi amiga hoy se queda en casa.
—Me gustaría volver a verte. ¿Dónde vivís?
—¿Conocés el Bañado de Medina?
—Ni idea. ¿Es para el lado de Carrasco?
—Es pasando Fraile Muerto. En Cerro Largo. ¿Sintonizás?
—Me estás cortando el rostro ¿no?
—¡No! Ni ahí. En cualquier momento nos volvemos a ver. No va a faltar oportunidad. Chau.
—Chau...¡Que te garúe...!
Hacía una noche preciosa. Yo me sentía con veinte años menos. Tomé en el auto por esa rambla tan maravillosa que tiene nuestro Montevideo y  entendí que aún existía el día y la noche para mí. Que era receptiva a sensaciones que creía muertas. Desaparecidas. Sensaciones que afloraban como savia nueva. Descubrí que yo no era solamente madre, abuela y viuda. Era también una Mujer. Y me sentí feliz, renovada, vuelta a la vida. Mi amiga me sacó de mis cavilaciones.
—Menos mal que te dije que no hablaras de vos. Sos un libro abierto.
—Me olvidé.
—Bueno, lo que importa es que pasaste bien. ¿Qué te pareció el baile? ¿Te divertiste?
—¡Claro! ¡El viernes venimos de  nuevo!
—¿Te impresionó el veterano del traje gris? ¡A mí me pareció medio ligero!
-—¿Qué veterano? ¡Nada que ver! Mientras bailaba pasé revista y vi un viudo que vive en el edificio donde vive mi suegra. Tiene un departamento precioso y un OK  de película. ¡Vos sabés que me reconoció y me hizo señas de que me espera el viernes!
—¿Y vos?
—¡Le hice que sí con la cabeza!
—Irremplazable el Negro...

Ada Vega

martes, 24 de mayo de 2016

Con las manos sobre el Evangelio

                     
Su verdadero nombre era María de los Milagros Reboledo Gamarra. De los Reboledo del norte y los Gamarra  el sur. Sus familiares, por lo tanto, se encontraban diseminados por toda la república. Ambos abuelos pelearon en las guerras intestinas de  1870. Antes y después. Y murieron de viejos uno al norte del Río Negro, y en  la capital  el otro.  Los heredaron los hijos, los hijos de los hijos y los biznietos. Sin embargo nadie conocía a María de los Milagros Reboledo Gamarra que fue, por su libertina conducta, desheredada. Detalle del que nunca tuvo conocimiento, ni le importó. Pues a ella se la conoció en veinte cuadras a la redonda, como María la del río, por algo natural y lógico: vivía junto al río. Por lo tanto, fue hasta su muerte octogenaria María del Río. que así quiso que se la conociera y se la llamara.
Nadie sabe con certeza, ni recuerda, cuando vino a vivir María a su casita de la costa. Según ella misma contaba, había nacido en 1901 y tenía escasos trece años cuando se escapó de su casa siguiendo a un cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero. Lo conoció en la fiesta de cumpleaños de su hermana mayor donde, abrazado a una guitarra, lo escuchó cantar y decidió, que ese sería su hombre para toda la vida.
Y fue el cantor su primer hombre. Al que amó con locura y desesperada desesperación su vida entera y a quien juró, con las manos sobre  el evangelio, que amaría hasta el día de su muerte. Y así fue, lo amó hasta el mismísimo día de su muerte: pero lo engañó a la semana. Que una cosa nada tiene que ver con la otra, según su propio decir y entender. Que el amor es inasible y  sublime, decía, y lo bendice Dios.  Y el cuerpo es terreno, se pudre en la tierra y  Dios no tiene en él, el más mínimo interés.
 También es cierto que su cantor, bohemio y fachero, vivía la noche de juerga y  de día dormía igual que un lirón. Aunque, la verdad sea dicha, no fue ese el real motivo de que María lo engañara, pues si  el muchacho hubiese  sido un santo de altar, bendito y milagrero, lo hubiera engañado igual. Que María había nacido para enamorarse por  un rato de todos los hombres, fuesen buenos, fuesen malos o rebeldes o malvados.
Al igual que muchos hombres que les gustan todas las mujeres, solteras o casadas, lindas o no tanto, de vez en cuando aparece una mujer con los mismos vicios. A los hombres se los llama con  transigencia: mujeriegos. A las mujeres: putas.
Sin embargo, no se debe tomar a la ligera el modo en que María vivía la vida, pues ella proclamaba con orgullo, que nunca se prostituyó, puesto que hacía el amor por placer, que no por dinero.  Que si a ella le gustaban los hombres, también es cierto que los hombres morían por ella. Porque María era bonita a rabiar. Que no hace falta que se diga, pues todo el mundo lo supo siempre, que fue la mujer más hermosa, sensual y mejor plantada de los tres o cuatro barrios que crecieron junto al río. Que la mata de su pelo negro, decían,  le llegaba a la cintura. Que sus ojazos, de mirada pecadora, enardecía a los hombres cuando pasaba insinuante. Que su cintura fina, y su quiebre al caminar. Que su boca, a media risa, maliciosa y subyugante. Eso decían, y  era cierto. No hubo mujer más amada por los hombres y más odiada por las mujeres. Y esto último sin razón. Que ella no engañaba a nadie, decía y con propiedad. Que nunca le quitó el novio, ni el marido, a ninguna mujer. Pues los hombres para ella eran todos pasajeros. Pétalos de una flor que se los llevaba el viento. Sólo fuegos de artificio nacidos para morir. Que ninguno despertó en su pecho el más mínimo sentimiento de amor, ni de codicia. Pues ella tenía su hombre, su cantor, a quien había jurado amar hasta el fin de su vida.
 María la del río, era prolija y muy limpia. Su casa brillaba por dentro y por fuera. Ella misma pintaba las puertas y las paredes cuando era necesidad. Plantaba y cultivaba su huerto. Cosía su ropa. Amasaba su pan y hacía su vino con uvas morenas.
 Un invierno, su amante cantor le dejó la casa y  se fue de torero a recorrer, cantando,  los barrios, los puertos. Cada tanto volvía, borracho y enfermo, harto de mujeres y piringundines. Colgaba la guitarra en el ropero y le entregaba su cuerpo a María para que con él hiciera lo que quisiera. María lo único que podía hacer con aquel deterioro de cuerpo, era darle cristiana sepultura. Pero aquella mujer era una santa. Lo cuidaba y lo alimentaba.  De entrada, nomás, lo metía en la tina con agua caliente, lo dejaba un rato en  remojo y después  lo refregaba con fuerza, con jabón de olor, de la cabeza a los pies. Se untaba las manos con grasa de pella y se la pasaba por todo el cuerpo  para curarle heridas y mataduras.
Con santa paciencia le cortaba las uñas y el pelo. Luego lo afeitaba, lo metía en la cama y lo dejaba dormir días enteros mientras ella  le velaba el sueño.
 Al cabo de un tiempo, con tantos cuidados,  el mozo cantor se recuperaba. Quedaba lustroso, con la ropa limpia, gordo y oliendo a lavanda. Después, pasado unos días, una noche cualquiera después de cenar, descolgaba la guitarra, abrazaba y  besaba a María como un hijo besa y abraza a su madre  y se iba, silbando bajito, perdido en la noche. Siempre se llevaron bien. Nunca discutieron. Nunca una palabra de más. Nunca un improperio. Todo sabían el uno del otro. Y se respetaban.  De todos modos, si bien es cierto que él  siempre se iba y la abandonaba,  María sabía que era volvedor.
Un día, cuando el año cuarenta moría y  hacía seis o siete  que el cantor  no daba señales de vida, le avisaron  que en un boliche en un barrio del norte, en una trifulca, alguien lo había matado. Ella se vistió de negro, llamó a un carrero  vecino y con él  fue a buscarlo. De regreso, con el hombre muerto, lo bañó, le cambió la ropa, lo peinó con jopo y gomina y  lo veló toda la noche. Al otro día fue sola a enterrarlo. No quiso que nadie la acompañara. Que el muerto era sólo suyo, dijo. Después, de vuelta a su casa, siguió con su vida. Enamorándose de los hombres y dejando que los hombres se enamoraran de ella. Que no fueron pocos los  hombres de paso que quisieron quedarse con ella  del todo, sufriendo tras su negativa. Porque María nunca necesitó un hombre para vivir, pues se mantuvo siempre sola. Sola hasta el fin.

María la del Río murió el invierno del  83. La casa se llenó de  ancianos. La velaron día y medio y al final la enterraron porque no podían seguir esperando que llegaran todos los que la amaron. Pues algunos no pudieron venir porque ya no caminaban o tenían  la mente perdida. Los más porque estaban muertos. Y otros porque sus mujeres, hasta muerta la celaron. Esto último sin razón. Que ella nunca le sacó el novio ni el marido a ninguna mujer. Que el amor que ella daba era sólo por un rato.  Que jamás quiso hombre alguno plantado en su casa. Porque María del Río, como ella quería que la llamaran, amó solamente a un hombre, aquel cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero, a quien le juró, a los trece años, con las manos sobre el evangelio, que lo amaría hasta el día de su  muerte. Y fue verdad.  

Ada Vega.2005 - blog: http://adavega1936.blogspot.com/