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sábado, 25 de junio de 2016

De boliches y otras yerbas



     -Don Alberto Aquino era un tipo de pocas pulgas. Genioso y mal arreado como he conocido pocos. Tenía el pelo entrecano de tordillo viejo, pero conservaba el cuerpo duro y fornido de sus años mozos. Nunca le gustó  andar averiguando la vida de otros, y de la suya no era dado a hablar. No hacía liga con los gurises que peloteaban frente a su casa y más de una vez les tajeó la pelota que caía en su jardín, destrozando algún almácigo o alguna rosa temprana. Peleaba por las mañanas con el diariero porque venía muy tarde, y con el panadero, que ataba la jardinera al árbol de su vereda y el caballo dejaba de estiércol la calle a la miseria. Discutía en el almacén y protestaba en la feria. Con razón o sin ella, vivía enojado.
 El asunto era quejarse, rezongar. Si tenía un genio del diablo, después que enviudó, fue peor. Quedó solo, con un par de gatos barcinos, y unas batarazas en el fondo. Nunca tuvo perro. Vivía en una casita, pegada a la casa del Cacho Forlán, que había comprado con su mujer cuando la ley Serrato. No sé si usted se acuerda.
-Más o menos.
-No, más o menos no, se acuerda o no se acuerda.
-No me acuerdo.
-Eran unas casas que se vendían a pagar a largo plazo.
-No, digo que de lo que no me acuerdo, es del Cacho Forlán.
-¡Cómo no se va a acordar! Era el electricista que le hacía arreglos a todo el barrio.
-Ah, un flaco que era guinchero del puerto.
- El mismo, las dos casas las compraron por la ley Serrato.
- De esa ley no me acuerdo.
-Lo instruyo: era una ley muy buena que sacó Serrato, un ingeniero que fue presidente de la República entre el 23 y el 27, y por la cual uno se podía comprar una casa y pagarla en treinta años.
-¿Y qué?, ahora también con el Banco Hipotecario...
-Cállese. No me hable del Banco Hipotecario. Un día que tenga tiempo, le voy a contar lo que me pasó a mí con el Banco Hipotecario.
-Está bien don, ¿y qué fue de don Alberto Aquino? blancazo el hombre ¿no?
-Mire, sinceramente no sé. Tal vez. Nunca supe de su filiación política.
-¿Y qué fue lo que le pasó al hombre?
-Como le iba diciendo, la casa de don Alberto era esa que tiene el sauce al frente, pegado a la de Giménez.
-Ah, si si.
-Bueno, resulta que el hombre tenía un tallercito de relojería y allí, entre sus gatos, sus plantas y sus gallinas, mataba el tiempo rumiando solo todo el día. Pero vea usted, que a eso de las nueve de la noche, como algo preestablecido, cerraba el negocito, armaba un cigarro y cruzaba al boliche del gallego Paco. Otro tipo si lo hubo, callado como una tumba. Amargado y triste, vivía por no morirse. Obligado. Había llegado a Montevideo muy joven, recién casado, acá lo esperaban unos parientes que le habían conseguido una casa donde vivir y trabajo. Y mire usted lo que  es el destino, al mes de llegar, se le muere la mujer.
 No se quiso volver a España, un día se compró el boliche de la esquina, y allí pasó el resto de su vida, solo, sin poder ni querer olvidar. Y así hablaba lo estrictamente necesario, escuchando a los parroquianos como un confesor, quienes a pesar de su parquedad le tenían sincero aprecio. Yo creo que la soledad los hizo unirse y hacerse amigos. El asunto era que a las nueve de la noche, el gallego Paco servía dos cafecitos con coñac, dejaba al Carlitos de mozo en el mostrador, y se llevaba los cafecitos a una de las mesas junto a la ventana. Allí llegaba don Alberto fumando manso y se sentaban los dos.
-¿Y hablaban?
-No mucho. Pero hablaban, sí. A veces del tiempo, del fútbol o de la guerra en Europa. Y entre un cafecito y otro, se contaban la vida. Y finalmente, creo que las nueve de la noche era, para ellos dos, la hora más importante del día.
-Vivían al cuete.
-No crea, vivieron intensamente la soledad y el dolor.
-Pero vivieron pa’dentro.
-Así somos los seres humanos. Unos viven pa’dentro, como usted dice y otros pa’ fuera. La vida nos va tallando a fuerza de golpes y a según como la enfrentamos es como se nos va formando el carácter. Algunas veces sacamos coraje de donde no hay, pero otras veces nos chicotea tanto, que nos apabulla y nos achica, y se nos van hasta las ganas de seguir tirando, ¿nunca le pasó?
-Más bien.
-¿Ha visto? Y estos dos seres humanos eran así, vivían pa’ dentro. Hasta que se encontraron. Porque vea usted que la amistad, cuando es sincera, es un bálsamo muy difícil de encontrar en estos tiempos. Y una noche mire lo que sucedió. Serían las diez y media de la noche, llovía agua que Dios manda, como si no hubiese llovido nunca. Don Alberto no atinaba a irse del boliche, esperando a que amainara. Así que en cuanto escampó el aguacero, se apresuró a cruzar hacia su casa. En eso, un camión que pasaba, atropelló a un perro que quedó tirado junto al viejo.
 Don Alberto se acercó al animal que estaba golpeado, pero vivo. Como pudo lo arrastró y se lo llevó a su casa. Era un perro medio viejo, pero cuidado. Pensó que andaría perdido o escapado. Vaya a saber. El golpe había sido en la parte de atrás, estaba como descaderado. El pobre animal no se podía parar. El viejo lo cuidó días y días. Preguntó, no mucho ni muy fuerte, si alguien lo conocía. Nadie lo reclamó. Así que lo llamó Nerón y desde entonces don Alberto tuvo perro. Con el tiempo y los cuidados, Nerón volvió a caminar. Torcido, medio arrastrando las patas de atrás, pero andaba contento y pegado, día y noche, a su nuevo dueño. Como agradecido, vea usted.
-Como el perro no hay.
-Usted lo ha dicho. Desde entonces, fíjese, que  noche a noche, llegaban al boliche del Paco don Alberto y su perro. Allí, bajo la mesa de los amigos, se echaba el animal a dormitar. A eso de las diez y media se desperezaba estirándose, y se iba con su dueño.Y en la casa que compartían, mientras las sombras se desparramaban por las habitaciones, el bicho  dormía echado junto a la cama del viejo.
 Por mucho tiempo los vimos juntos en las ruedas de boliche del gallego Paco, entre bohemios, filósofos y nostálgicos. Una noche se hicieron las nueve, las nueve y media y como no venían, don Paco mandó al Carlitos a ver que le pasaba a don Alberto. Un alboroto de dientes y ladridos no le permitió al muchacho ingresar a la casa. Entonces cruzó don Paco. El perro se le acercó gimiendo y acompañó al gallego hasta donde don Alberto, tendido en su cama, dormía su último sueño.
 Con Nerón se quedaron los muchachos del taller mecánico. Pero a las nueve de la noche lo veíamos entrar al boliche. Allí, mientras don Paco se tomaba un cafecito, él se echaba a sus pies bajo la mesa y esperaba. A eso de las diez y media, arrancaba para el taller. Yo creo que don Alberto la noche esa, antes de morir, le recomendó al perro que acompañara al gallego. Para que no estuviera tan sol, digo yo.  ¡Bicho inteligente el perro!
- Y fiel.
- Y fiel... “Cuanto más conozco a los hombres...
- Más quiero a los perros.”
- ¡Eso mismo! ¿Nos tomamos la penúltima?
-¿Y quién soy yo pa’ decir que no?
- ¡Chacho, otra vueltita, y serví acá al amigo!

-¿Y al final, qué fue del Cacho Forlán…?


lunes, 20 de junio de 2016

Por mano propia



Hacia la orilla de la ciudad los barrios obreros se multiplican. La ciudad se estira displicente marcando barrios enhacinados proyectados por obra y gracia de la necesidad. La noche insomne se extiende sobre el caserío. Un cuarto de luna  alumbra apenas. Los vecinos duermen. Un perro sin patria ladra de puro aburrido mientras revuelve tachos de basura. Por la calle asfaltada los gatos cruzan saltando charcos y desaparecen en oscuros recovecos, envueltos en el misterio. En una de las casas del barrio comienza a germinar un drama.
Clara no logra atrapar el sueño. Se estira en la cama y se acerca a su marido que también está despierto. Intenta una caricia y él detiene su mano. Ella siente el rechazo. Él gira sobre un costado y le da la espalda. Ya han hablado, discutido, explicado. Clara comprende que el diálogo se ha roto, ya no le quedan palabras. Ha quedado sola en la escena. Le corresponde sólo a ella ponerle fin a la historia.
 Los primeros rayos de  un sol que se esfuerza entre nubes, comienza  a filtrarse hacia el nuevo día. Pasan los primeros ómnibus, las sirenas de las fábricas atolondran, aúlla la sierra del carnicero entre los gritos de los primeros feriantes. Marchan los hombres al trabajo, los niños a la escuela y las vecinas al almacén. 
Hoy, como lo hace siempre, se levantó temprano. Preparó el desayuno que el marido bebió a grandes sorbos y sin cambiar con ella más de un par de palabras, rozó apenas su mejilla con un beso y salió apresurado a tomar el ómnibus de las siete que lo arrima hasta su trabajo.  Clara quedó frustrada,  anhelando el abrazo del hombre que en los últimos tiempos le retaceaba.
 La pareja tan sólida de ambos había comenzado a resquebrajarse. No existía una causa tangible, un hecho real, a quién ella pudiera enfrentar y vencer. Era más bien algo sórdido, mezquino, que la maldad y la envidia de algunos consigue infiltrar, con astucia, en el alma de otros. Algo tan grave y sutil como la duda.
 Clara sabe que ya hace un tiempo, no recuerda cuánto, en la relación de ambos había surgido una fisura causada por rumores maliciosos que fueron llegando a sus oídos. Primero algunas frases entrecortadas oídas al pasar en coloquios de vecinas madrugadoras que, entre comentar los altos precios de los alimentos, intercambiaban los últimos chimentos del barrio. Claro que más de una vez se dio cuenta que hablaban de ella, pero nunca les prestó  demasiada atención.
Dejó la cocina y se dirigió a despertar a sus hijos para ir a la escuela. Los ayudó a vestirse y sirvió el desayuno. Después, aunque no tenía por costumbre, decidió acompañarlos .Volvió sin prisa.
El barrio comenzaba su diario ajetreo.
Otro día fue Carolina, una amiga de muchos años, quien le contó que Soledad, su vecina de enfrente, cada vez que tenía oportunidad hablaba mal de ella. Que Clara engañaba al marido con un antiguo novio con quien se encontraba cada pocos días, comentaba la vecina a quien quería escucharla.
 Comenzó por ordenar su dormitorio. Tendió la cama como si la acariciara. Corrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara el aire mañanero. Después, el dormitorio de los dos varones. Recogió la ropa para lavar y  encendió la lavadora. Puso a hervir una olla con la carne para el puchero y se sentó a pelar las verduras mientras, desde la ventana, el gato barcino le maullaba mimoso exigiéndole su atención.
El sol había triunfado al fin y brillaba sobre un  cielo despejado. Las horas se arrastraban lentas hacia el mediodía. Colocó las verduras en la olla del puchero y lo dejó hervir, a fuego lento, sobre la hornalla de la cocina. Tendió en las cuerdas la ropa que retiró de la lavadora.
Cuando estuvo segura y al tanto de los comentarios que la involucraban, increpó duramente a la vecina quién dijo no haber hablado ni a favor ni en contra de su persona, sin dejar de advertirle, de paso, que cuidara su reputación si le molestaba que en el barrio se hablara de ella. Clara quedó indignada. Aunque el vaso se colmó cuando, unos días después, su marido regresó enojado del trabajo pues un compañero lo alertó sobre ciertos comentarios tejidos sobre su mujer. Clara le contó entonces lo que su amiga le dijo y su conversación con la vecina. Le aseguró que todo  era una patraña,  una calumnia creada por una mujer envidiosa y manipuladora.
—Por qué —preguntó el hombre. —No sé —contestó ella. Entonces la duda. Y la explicación de ella. Su amor y su dedicación hacia él y  hacia los hijos. Le juró que no existía, ni había existido jamás, otro hombre.  —Por qué motivo esta mujer habla de vos. Por qué te odia —quiso saber. —No sé. No sé. Y la duda otra vez.         Quizás hubiese podido soportar el enojo de su marido. No tenía culpa de nada. Algún día todo sería aclarado, quedaría en el olvido, o preso del pasado. Pensaba que su matrimonio no  iba a destruirse por habladurías, sin imaginar siquiera que faltaba un tramo más.
Cuando se hecha a correr una calumnia nunca se sabe hasta donde puede llegar. El marido no está enterado,  pero ayer se acabó su tolerancia. Su corazón se llenó de odio. Cuando volvieron los hijos de la escuela le contaron que un compañero, en el recreo, les dijo que la madre de ellos tenía un novio.
Fue el punto final.  No más.
Entró en el baño a ducharse y se demoró complacida bajo la lluvia caliente. Se vistió con un vaquero, un buzo de abrigo y calzado deportivo. Tendió la mesa para el almuerzo con tres cubiertos. Dio una mirada en derredor. Comprobó que estaba todo en orden. Salió a la vereda y se quedó a esperar junto a en la verja de su casa. Pasaron algunos vecinos que la saludaron: el diariero,  el muchacho de la otra cuadra que vende pescado, el afilador de cuchillos, la vecina que quedó viuda y vende empanadas a diez. Es lindo el barrio. Y tranquilo, nunca pasa nada. Todo el mundo se conoce. En la esquina, sobre la vereda de enfrente, hay un almacén. Los clientes entran y salen durante todo el día.  En ese momento una mujer joven abandona  el negocio y se dirige a su domicilio situado  frente a la casa de Clara.
La joven la ve venir y cruza la calle. Se detiene ante la mujer que al principio la mira irónica, aunque  pronto comprende que el asunto es más serio de lo que imagina. Evalúa con rapidez una salida. Pero ya no hay tiempo. El arma apareció de la nada y el disparo sonó en la calle tranquila como un trueno. La mujer cayó sin salir de su asombro, en la puerta de su casa.
Volvió a cruzar con la misma calma. Entró en su casa, dejó el arma sobre la mesa del televisor,  tapó la olla del puchero, apagó la cocina, se puso una campera y guardó la Cédula de Identidad en el bolsillo. Cuando oyó la sirena de la patrulla salió.
La vecina de enfrente permanecía caída en la puerta de su casa rodeada de curiosos. En la vereda de la casa de Clara, el barrio se había reunido en silencio. Alguna vecina lloraba. Una amiga vino corriendo y la abrazó. Un viejo vecino le dijo tocándole el hombro: no valía la pena m´hija. Ella le sonrió, siguió caminando entre los curiosos y entró sola al patrullero. El policía que venía a esposarla desistió.
Siete años después volvió al barrio. El esposo fue a buscarla. En su casa la esperaban los dos hijos, uno casado. La casa había crecido hacia el fondo estirándose en  otro dormitorio. Junto a la cama matrimonial del  hijo,  había una cuna  con un bebé. Otro puchero hervía sobre la cocina. La mesa estaba puesta con cinco cubiertos. Desde la ventana, el gato barcino le maulló un saludo largo de bienvenida 


AdaVega - 2013 

martes, 14 de junio de 2016

La última carta



                                                     I
—Vos no te podes ir así como si no pasara nada.
—Y si no pasa nada.
—¿Cómo que no pasa nada? Me estás dejando.
—No te estoy dejando. Nos estamos separando de común acuerdo.
—De común acuerdo no. Vos me dejás para irte con otra.
—No empecemos otra vez, Carina. Hace mucho tiempo que sabías que yo me iba a ir. Lo hablamos más de una vez y  llegamos a un acuerdo.
—Vos lo hablaste. Vos dijiste que te querías separar. Yo nunca hablé de separarnos.
—No importa quién lo dijo. ¿Lo hablamos o no lo hablamos más de una vez?
—Lo hablamos, sí. Porque vos te calentaste con esa puta que habrás conocido por ahí y yo, como una idiota, pensé que se te iba a pasar. Y ahora resulta que querés irte a vivir con ella y dejarme a mí que soy tu mujer.
—No hables así. Esa no es tu manera de hablar.
—Yo hablo como se me da la gana, qué joder. Me metiste los cuernos, te vas con otra y querés que yo cuide mi lenguaje. Sos un hijo de puta.
—Nosotros llegamos a un acuerdo. ¿O ya te olvidaste?
—No llegamos a nada.
—Llegamos, sí. Quedamos en que vos te quedás con la casa y yo te paso una pensión hasta que consigas un trabajo.
—Yo no quiero trabajar.
—Bueno, qué sé yo, no trabajes si no querés.
—¿Y de qué voy a vivir si no trabajo, me querés decir?
—No sé Carina, no sé. Yo me llevo sólo mi ropa. Los papeles de la casa están en la notaría. Cualquier problema que tengas hablá con el abogado.
—Que se vaya a la mierda el abogado.
—Escuchame Carina, no quiero que te quedes mal. Vos sabés bien que el amor entre nosotros se perdió hace mucho tiempo. Que vivimos peleando. No era vida lo nuestro.
—Claro, entonces encontraste a esa desgraciada que es mejor que yo.
—No es mejor ni peor que vos. No quiero tocar ese tema. Ella no tiene nada que ver.
—¿Que no tiene nada qué ver? ¿Deshizo mi matrimonio y no tiene nada qué ver?
—No exageres. Vos sabés que nuestro matrimonio se deshizo hace mucho tiempo.
—No me vengas ahora con que encontraste por ahí lo que no tenías en casa.
—Pensá lo que quieras, estoy cansado, no quiero discutir más. Me voy que se hace tarde y no quiero perder el barco. Acá te dejo las llaves.
—Qué hacés. Pará un poco. Estamos hablando, ¿no?
—Ya hablamos todo lo que teníamos que hablar.
—Cerrá esa puerta. Vos no te podés ir. ¡Cerrala, te digo!
—¿Y ahora qué pasa?
—Que vos no te podés ir porque estoy embarazada. Estoy esperando un hijo tuyo.
—Eso no es cierto.  Me lo decís para que no me vaya.
—¡Es cierto! Y si no te quedás te juro que jamás vas a conocer a tu hijo. Desaparezco con él  y nunca lo vas a encontrar.
—Es mentira.
—Es verdad.
—Es mentira. ¡No puede ser verdad!
—Bueno, si te parece que es mentira…andate.
—¿…?
—Entrá, hacé el favor. Cerrá la puerta…dame esa valija. Afuera está refrescando.

                                                     II

     El hotel se encontraba en la Avenida 9 de Julio y Corrientes. Aquella tarde del 10 de julio de 1963 era una tarde fría y  tormentosa. Una densa neblina le daba  a la ciudad un aspecto borroso. Delia llegó pasada la media tarde. Vestía gabardina, llevaba botas largas y un bolso grande de mano. El cabello largo y oscuro le daba a su rostro un marco perfecto. La joven venía a encontrarse con el hombre que amaba. Tenía una gran noticia que comunicarle y el mal tiempo no sería obstáculo que les impidiera festejar con alegría.
 Como siempre, había reservado la habitación 402. No bien hubo retirado su llave se dirigió al ascensor. Aquel cuarto del hotel, pequeño e impersonal, ya era parte de su vida. Hacía tres años que cada quince días se encontraba allí con Joaquín. Pero ésta sería la última vez. Se acercó al amplio ventanal desde donde se podía observar el Obelisco, en el centro de la avenida más ancha del mundo.

 Siempre le agradó contemplar la vasta avenida y ese bullir de autos y gente en la gran ciudad. Dejó el bolso sobre la cama y antes de que oscureciera salió a hacer unas compras. Su compañero se embarcaría en Montevideo en el vapor de la  carrera  “Ciudad de Asunción”, aproximadamente a las diez de la noche, para llegar al puerto bonaerense alrededor de las siete de la mañana. Ella estaría de regreso en un par de horas, se ducharía, se cambiaría de ropa y bajaría a cenar. Dormiría sola por última vez y en la mañana desayunarían juntos.
Delia era maestra. Nacida en la provincia de Córdoba, había llegado a la ciudad de Buenos Aires para trabajar en una escuela de la  capital. Con Joaquín se conocieron en una reunión de amigos y no les costó nada enamorarse. El joven era uruguayo, viajante de un laboratorio con sede en Argentina, vivía en Uruguay  y estaba casado. Hecho que no trató de ocultar pese a lo cual le declaró su amor en varias oportunidades, bajo la promesa de que un día se separaría de su esposa para vivir con ella. Y ese momento había llegado.
Volvió cargada de  bolsos. Decidió no bajar al comedor; pidió un cortado y una medialuna y antes de las diez de la noche estaba en la cama. Sobre la mesa de luz de Joaquín había dejado,  con mucha ternura, un babero y un par de zapatitos de bebé. Al día siguiente, como ya lo habían acordado, se irían a vivir al sur. Ella había conseguido empleo en una escuela y él seguiría como viajante, en el mismo laboratorio.
 De todos modos, esa noche se sentía inquieta, deseaba dormirse pero el sueño se escabullía y no lograba atraparlo. Pensó en Joaquín que a esa hora estaría embarcando.
Para él no sería sencillo dejar a su esposa para venirse con ella. Las separaciones son siempre difíciles. Al fin se durmió con un sueño exaltado. A la mañana siguiente se despertó sobre las ocho, Joaquín estaría próximo a llegar. Bajó al comedor donde sólo un par de mesas estaban ocupadas. Le extrañó que hubiese tan poca gente para el desayuno.
El aroma del café y las medialunas recién horneadas despertaron su apetito y decidió comenzar a desayunar mientras esperaba el arribo de Joaquín. Pronto se hicieron las diez de la mañana. Inquieta volvió a la habitación y trató de entretenerse ordenando las compras que había hecho el día  anterior.  No intentaba especular, pero su preocupación a cada segundo iba en aumento. Se preguntaba qué pudo haber sucedido en Montevideo.  Si Joaquín se habría arrepentido o si tal vez, llegó tarde al puerto. Pero no, él era muy meticuloso,  si algo hubiese sucedido  se lo habría comunicado al hotel.  Decidió bajar a la recepción para averiguar si había algún mensaje para ella.
Al bajar del ascensor observó que varias personas se  encontraban reunidas en el hall comentando algo con mucha seriedad. Se acercó al mostrador donde el encargado leía los títulos de los diarios mientras hablaba por teléfono. Al ver que se acercaba, el empleado le alcanzó un ejemplar. Delia tomó el periódico en sus manos y leyó, aterrada, los titulares:
“Terrible tragedia en el Río de la Plata. Esta madrugada el vapor de la carrera “Ciudad de Asunción” que cumplía la travesía Montevideo – Buenos Aires,  debido a la niebla reinante, chocó con el casco del carguero griego Marionga Cairis, semihundido en las aguas del Río de la Plata, a 77 Km. de la entrada al Puerto de Buenos Aires. El buque se hundió en veinticinco minutos con gran pérdida de vidas.”
Nunca  recordó lo sucedido en las horas siguientes. Sólo que despertó en la habitación 402. En el hotel, después de mucho insistir, lograron comunicarse con Montevideo desde donde recibieron  una concisa información:
Sí, Joaquín Salvo Ramírez estaba en la lista de pasajeros. Lamentamos informar que no se encuentra entre los sobrevivientes.
          Delia permaneció unos días en el hotel. Dudó entre quedarse en Buenos Aires o volverse a  Córdoba. Luego, como un homenaje a Joaquín, tal como lo habían decidido cuando proyectaban juntos el futuro, se fue al sur. Allí, ocho meses después, nació su hija. Nunca volvió a Buenos Aires. 

                                             III

        Las ciudades son como su gente. O tal vez, la gente se mimetiza con  su ciudad. Y Montevideo es una ciudad cálida, amigable,  abierta al cielo y rodeada de mar. Pasear por su rambla no tiene precio. Visitar sus barrios de calles arboladas,  los parques y  plazas. Las playas. Todo ahí, al paso.
La gente es sencilla,  vive sin  apuro, siempre tiene tiempo para escuchar a un amigo, para tender una mano.
        Viví a 1.500 Ks. de Montevideo y siempre supe que un día vendría a conocer la ciudad. Se lo prometí a mi madre que me hablaba mucho de Uruguay. Mi padre era uruguayo y ella nunca lo olvidó.
        Me llamo María Belén. Nací en 1964 en Rawson, capital de Chubut, en la Patagonia. Llegué a Uruguay para quedarme hace más de veinte años. A esta tierra me atan raíces profundas y una historia de desencuentros, de equívocos y de muerte.
Mi madre falleció en el invierno de 1980. Me contó que mi padre fue un joven uruguayo llamado Joaquín Salvo Ramírez,  desaparecido en el naufragio del ”Ciudad de Asunción”, en el Río de la Plata, el 11 de julio  de 1963. Soy maestra de niños con capacidades distintas. Cuando quedé sola acepté la ayudantía para una escuela de niños ciegos en Montevideo. Me despedí de Rawson con mucha pena, sin saber si alguna vez volvería a recorrer sus calles.
       Cuando desembarqué en el Aeropuerto de Carrasco, sentí el abrazo de la ciudad y supe que aquí encontraría mi nuevo hogar. En la escuela me recibieron con mucho cariño y logré adaptarme de inmediato. Pasado el tiempo me enamoré de un compañero y al año me casé. Tengo dos hijos, una casa muy linda cerca de la escuela y a una cuadra de la playa. No podía, en este país, encontrar más felicidad.
       Un diciembre, antes de Navidad, me pidió la Directora de la escuela, que fuese a retirar el cheque que todos los años nos donaba un laboratorio muy prestigioso. Una vez allí me derivaron al primer piso, donde se encontraba la gerencia.
      Mientras subía la escalera sentí a mi lado, la presencia de mi madre que me acompañaba. Me detuve a la entrada de la oficina. Ante mi sorpresa, sobre una chapa dorada, en letras de molde, alcancé a leer:


Sr. Joaquín Salvo Ramírez - Gerente

lunes, 13 de junio de 2016

Para que un hombre me regale rosas



Mientras atravesaba los pasillos del hospital, el deseo de llegar cuanto antes a la sala de maternidad le trajo vívido el recuerdo de su amiga Isabel. Sus vidas tan opuestas se habían cruzado un día y sólo la sensibilidad de ambas pudo trenzar un camino de amistad y cariño, que las uniría mientras anduviesen por la vida.
Isabel fue la tercera de once hermanos de padres distintos. Había nacido en un barrio pobre, más allá de las veredas embaldosadas y las calles con asfalto de los barrios obreros.

Allí, donde se hacinan las casillas de lata como protegiéndose unas a otras de las lluvias, los fríos invernales y la indiferencia. En una faja de tierra ruin y agreste, buena para nada, con gurises barrigones jugando en las calles de tierra, y perros famélicos echados al sol.
A su madre, nacida en pueblo del interior, la trajo un día un matrimonio joven hijos de estancieros para trabajar en su casa de criada cuando aún no había cumplido los doce años. Antes de los catorce quedó embarazada de uno de los hijos del matrimonio, de modo que la familia, para evitar el escándalo, decidió que no podía tener en la casa una chica tan descocada. Solo por humanidad le permitieron quedarse en la pieza del fondo hasta que naciera el niño. Y una tarde, con el hijo envuelto en un rebozo y un atado con su ropa, subrepticiamente, la echaron a la calle. Allí empezó su peregrinación y su bajar de los barrios altos, con vista al Río de la Plata, hacia los barrios bajos más allá de la bahía.

Al principio le dio cobijo un muchacho muy joven que trabajaba en un almacén; le hizo una casilla y tres hijos, pero un día descubrió que el amor es efímero y que a la pasión la mata el llanto de cuatro gurises con hambre, cuando la plata brilla por su ausencia. Le faltó coraje para enfrentar la situación que ayudó a crear por lo que, antes de cumplir los veinte años, abandonó la casilla, su mujer, sus hijos y el barrio de las latas.
Después, mientras fue joven, sana y trabajadora, no le faltó quien se le arrimara con promesas o con embustes, y ella aceptara con cama adentro, o con cama afuera, con la ilusa esperanza de formar una familia estable.

Y así fue coleccionando hombres que pasaron por su cuerpo, y la sembraron de hijos que mamaron de sus pechos y la secaron en vida, consumiéndola, luego de vivir once años embarazada y cumplir sus veintiséis de vida rodeada de once hijos, pero sin hombre.
A la edad en que muchas mujeres comienzan a disfrutar de su maternidad ella ya estaba de vuelta, cansada de parir, de amar y ser usada. Harta de limpiar casas ajenas para darles a sus hijos de mal comer. Cansada de un cansancio que le nacía de adentro, de sus entrañas. Consciente de que, perdida su frescura y su juventud y con once hijos que alimentar, jamás encontraría un hombre que la amara por ella misma.
II
Así creció Isabel, ayudando a criar a sus hermanos entre las idas y venidas a la escuela, fregando pisos y haciendo mandados a las familias del barrio asfaltado. Y al igual que su madre, antes de que sus caderas se redondearan y los senos se pronunciaran bajo su blusa, ya el primer hijo se anunció en su vientre. Y cuando nació, el niño fue para ella un hermano más para criar y no se sintió ni triste ni contenta, porque todo era así en su mundo y ella lo veía natural. Hasta que un día conoció a un muchacho que por primera vez le habló de amor y, seducida, sin pensar en nada pues no tenía en qué pensar ni qué perder, se despidió de su familia y se fue a vivir con él.
Se hicieron una casilla de latas y vivieron ese amor que se vive solamente una vez. Con la pasión desbordada de la primera juventud, que aún sigue creyendo que el amor es eterno, y que para vivir alcanza con saber respirar. Aprendieron a conjugar el amor en todos los tiempos y con sana inexperiencia, intentaron formar una familia y recorrer juntos el arduo camino de la convivencia. Pero la vida es un castillo de naipes. Al soplar la primera brisa, dejó una huella amarga de sueños incumplidos.
No se sabía muy bien en qué trabajaba el muchacho. Vivieron juntos cuatro años y cuatro hijos. Un día se lo llevaron preso. Lo caratularon: Robo a mano armada. Los años de espera se hicieron largos, los niños tenían que comer y la vida llama. Cuando el muchacho salió de la prisión Isabel tenía dos hijos más y otro hombre. Aunque el nuevo compañero no pudo con la carga de siete hijos y la mujer. Una noche salió a dar una vuelta y no volvió. De tal modo que Isabel volvió a quedar sola.
Después, de cada amor que conoció tuvo un hijo, aunque nunca más con cama adentro. Y no porque no anhelara despertar en las noches con un hombre tendido a su lado para amarlo y ser amada. Ella tenía fibra y necesidad de un compañero que la contuviese. Solo que al fin comprendió que su destino era seguir sola, pues jamás encontraría en este mundo un valiente que cargara con ella y por añadidura con toda su prole. Abandonó la peregrina idea de conseguir un nuevo amor y se resignó, con sabiduría, a su viudez de afectos dedicándose por entero a la crianza de sus hijos y a trabajar para ellos con paciencia y hasta con cierto buen humor.
IIl
Mariana llegó a la sala de maternidad donde doce mujeres, unas a menor plazo que otras, aguardaban el momento de dar a luz. Recorrió las camas con la vista hasta que divisó a Isabel, al final del pasillo, conversando con un hombre joven que, sentado al borde de su cama, mantenía entre las suyas las manos de la muchacha. A Mariana no le gustó el aspecto del hombre quien, cubierto de cadenas y anillos, dejaba entrever cual era su profesión. Se acercó a ellos con cierta reserva para comprobar la felicidad reflejada en el rostro de su amiga. Indudablemente éste era el compañero de quien le hablara en los últimos tiempos y el padre del niño que esperaba. En ese momento, detrás de una camilla, llegaron los enfermeros para conducirla hasta la sala de partos. Él la besó, le dijo que la amaba, y ella, en medio de los dolores que la acuciaban, ensayó su mejor sonrisa.
lV
Los padres de Mariana pertenecían a familias de ganaderos del litoral. Familias muy católicas quienes, al llegar sus hijos a la edad escolar, los enviaban a Montevideo en calidad de pupilos a los mejores colegios religiosos. En esas condiciones vino Mariana apenas cumplidos los cinco años, al Instituto María Auxiliadora de las Hermanas Salesianas. Hecho que la salvó de seguir vestida de Santa Teresita, única vestimenta que por una promesa hecha por su madre a la Virgen María cuando nació, le fue dada usar. Por ese motivo, anduvo la criatura con un pañuelo atado en la cabeza, y envuelta en un rebozo negro que daba pena verla. Después del año fue peor pues la niña, que empezaba a caminar, estrenó su primer hábito y su toca blanca debajo del velo negro. Para los tres años le agregaron la pechera blanca, un cordón en la cintura y un tiento negro al cuello con el crucifijo de metal sobre el pecho. Tiento que se le enredaba en cuanta cosa de menos de un metro hubiera a su entorno.
De todos modos la promesa no se pudo cumplir hasta el final debido a que las monjas, cuando vinieron a anotarla como pupila con la condición de que se le permitiera seguir vestida de santa, lo prohibieron terminantemente argumentando que la cuota de santos y santas ya estaba cubierta. Pensaron acaso que a San Juan Bosco, fundador de la congregación, no le iba a hacer mucha gracia ver a la mística carmelita francesa recorriendo un convento salesiano. Fue así que Marianita colgó el hábito a los cinco años, y entró como pupila en el grupo de las más chiquitas. Con una Hermana muy joven de asistente que le enseñó a hacer su cama, a bañarse de camisa y estar presente con todas sus compañeras para la misa de seis.
Apenas cumplidos los siete años tomó la Primera Comunión. Completó la primaria, la secundaria y el magisterio. Salió a los diecinueve años llevando al cuello la cinta celeste de las Hijas de María Auxiliadora, con los Diplomas de Profesora de Piano, de francés y el Título de Maestra. Diplomas que nunca tuvo necesidad de usar pues la niña, claro está, no había sido enviada a estudiar con el fin de conseguir un buen empleo, sino solamente para adquirir cultura.
V
Mariana se casó a los veinte años con el hijo de unos vecinos, también ganaderos de sus pagos del litoral, que cursó estudios de Derecho en la Universidad de la República y, que al recibir su título de Abogado, decidió radicarse en la capital para ejercer su profesión con más comodidad. Se compraron una casa magnífica, en uno de los mejores barrios de Montevideo, frente al río color de león y el joven abogado abrió su estudio en los altos de un edificio de la Ciudad Vieja con enormes ventanales hacia el Puerto, la Bahía y el Cerro de Montevideo.

El matrimonio de Mariana fue programado con antelación por los padres de ambos, para unificar apellidos, fortunas y educación. Los muchachos criados en ese ámbito cumplieron al pie de la letra. Él se dedicó a su estudio y a sus relaciones, y ella a criar un par de hijos y regentar la casa. Y hasta fueron felices. Su marido no dejó pasar jamás un aniversario de boda sin regalarle la esclava de oro y en cada nacimiento de sus hijos le obsequió un anillo con un brillante. En su cumpleaños, en el Día de la Madre, en Navidad y Año Nuevo recibió flores de parte de su marido, enviadas por su secretaria, quien nunca dejó pasar fechas ni momentos especiales del matrimonio, sin la consabida atención. Sin embargo un día, con los hijos ya grandes a punto de terminar sus estudios terciarios y la casa llevada perfectamente por más empleadas de las necesarias, Mariana cayó en la cuenta de que nadie la necesitaba. Comprendió entonces que llevaba una vida ociosa y decidió buscar algo en qué emplear su tiempo.
Una tarde en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde concurría con cierta asiduidad, conoció al padre Antonio, cura de una parroquia de un barrio muy pobre, quien andaba siempre pidiendo ayuda, comida, ropa y todo lo que le pudieran dar pues sus pobres, como él mismo decía, apenas eran dueños del aire que respiraban.

Mariana se interesó por la obra del padre Antonio y quiso saber más de ella. El sacerdote la invitó entonces a visitar su parroquia y, una tarde Mariana recorrió las calles de un barrio desconocido. Primero las casas bajas con fondo y jardín al frente, con niños jugando en las veredas y vecinas conversando apoyadas en la escoba. Y después más allá, donde termina el asfalto, donde el agua se consigue en las canillas municipales y a la luz eléctrica hay que robarla del alumbrado público. Donde por las calles de tierra andan juntos buscando algo que comer, caballos, perros y niños; las casillas de latas guardan mujeres grises, hombres sin presente y niños sin futuro. Barrios apartados de la sociedad, abandonados, olvidados de Dios. Si es que Dios existe.
Vl
El padre Antonio le contó a Mariana de la actividad que desarrollaba su parroquia con los habitantes del lugar. Que no era mucha, le dijo. Las donaciones eran escasas y la Iglesia no tiene fondos (?). Por lo tanto, él trataba de brindarles a los niños una comida diaria hecha por las mismas madres en el comedor de la iglesia. Le dijo que necesitaría más gente que colaborara, para enseñarles cosas fundamentales como la higiene, por ejemplo, a pesar de que él entendía que si no tenían para comprar un pan, mal podían gastar en un jabón. Mariana empezó yendo a la iglesia una vez por semana a colaborar con el padre. Enseñó a cocinar, a usar los distintos utensilios de la cocina, a lavar y coser la ropa que les donaban. Les habló de la higiene diaria, de visitar al médico periódicamente y de la importancia de vacunar a los niños. Fue maestra de catequesis para darle una mano a Dios y de paso recordarle al Creador aquello de: “Dejad que los niños vengan a mí” que un día, en tierras de Judea, les dijera a sus discípulos. Y terminó siendo una Madre Teresa consultada para todo. Con el tiempo se hizo amiga de esas mujeres tan distintas a ella en su hacer y fue su confidente y consejera. Una de esas mujeres era Isabel, quien fue la primera en aceptarla como conductora del grupo así como en contarle su vida, con sus errores y desaciertos.

Cuando Mariana conoció a Isabel ésta tenía nueve hijos y no tenía ni quería compañero. Tenía un hijo en la Cárcel Central por rapiña, dos en el reformatorio, cuatro en la escuela donde, también, almorzaban y dos en la guardería que se había armado en la iglesia del padre Antonio para cuidar a los niños cuyas madres trabajaban. Entonces, Isabel, era cocinera de un restaurante. Buena cocinera. Había entrado para ayudar en la cocina y allí aprendió el oficio. Fue tal su dedicación y su deseo de aprender que, cuando la antigua cocinera se retiró para jubilarse, quedó ella en su lugar por mérito propio. Descansaba los mismos días que Mariana iba a la Parroquia, así que juntas ayudaban en la cocina, lavaban y cosían ropa que luego repartían. Cuando a mediatarde, finalizada la jornada, se iban todos los chicos y sus madres, ellas se sentaban en la cocina, tomaban té y conversaban. En esas tardes Isabel fue contándole a Mariana cómo había ido llevando su vida; similar a la vida de todas las mujeres del barrio de las latas.
Vll
Cuando la puerta de la sala de partos se cerró tras la camilla de Isabel, Mariana le comunicó al compañero de su amiga que iría a dar una vuelta por su casa y regresaría más tarde. Volvió a atravesar los pasillos del hospital y bajó las amplias escaleras de mármol. Caminó unos pasos hacia su auto y sintió con agrado, sobre el rostro, el viento fresco que soplaba del mar. Recordó entonces la primera vez que Isabel le hablara de su pareja. Ese día llegó con la mirada vivaz y más parlanchina que lo habitual. Se acercó a Mariana y le dijo:
¡Ni te imaginás lo que tengo para contarte! Mariana pensó que por lo menos no era una nueva tragedia. Cuando al fin pudieron conversar Isabel le dijo: No sabés Mariana, ¡conocí al hombre de mi vida! Mariana le contestó con un hilo de voz: —Isabel... —Ya sé, ya sé, no me digas nada—, se excusó Isabel. —No es lo que estás pensando. Esto es distinto, no sé como explicarte, mirá. Es algo que nunca me había pasado antes. Como un relámpago sabés, como un regalo. Eso, como un regalo. Lo conocí en el restaurante, viene siempre a cenar. Yo sabía que me miraba, pero los tipos siempre me miran. Yo no les doy bolilla. ¡Qué les voy a dar! Si llegan a saber que tengo nueve hijos, ni las propinas me dejan. Pero esto es otra cosa. Este hombre me empezó a mirar y a mirar, y a mí me empezó a gustar, pero pasaba el tiempo y no me decía nada. Y yo empecé creer que le gustaba mirarme no más. Pero la otra noche cuando salí me estaba esperando. ¡Cuando lo vi me dio una cosa...! Me habló con palabras tan lindas, si vieras. Como nunca me habían hablado antes. Nunca, de verdad... y bueno… ¡vos sabés cómo son estas cosas! ... bah, vos la verdad que se diga, no sabés mucho lo que son estas cosas. Pero bueno, yo le dije de entrada que tenía nueve hijos. ¡No sabés Mariana! ¡Se quedó helado el hombre! No hablaba. Pero yo no me iba a hacer la viva, vos sabés que a mí me gustan las cosas claras. Y yo a mis hijos no los voy a negar. Así que si había que cortar, cortábamos ahí no más y chau. Pero no, vos sabés que cuando reaccionó me dijo que qué suerte tenía yo de tener hijos, que él no tenía ninguno. Mirá vos. ¡Estoy tan contenta...!
¿Qué podía decirle Mariana, que la vida ya no se lo hubiese dicho con creces? ¿Tenía acaso el derecho de retacearle a su amiga la felicidad que estaba viviendo? Sólo pudo recomendarle: Cuidate Isabel, más hijos no, por favor. Ante lo cual la amiga le contestó sin dudar: ¿Qué hijos? ¿estás loca ? Esto es otra cosa te dije. ¡Otra cosa...!
VIII
A Mariana el aspecto del compañero de Isabel no la dejó muy tranquila. Y en cierto modo no se equivocó. Aunque ella mantuvo sus reservas, la realidad no demoró mucho en darle la razón. Según se supo después, el muchacho formaba parte de una banda de traficantes de alto vuelo con sede en Europa. Era soltero, no tenía hijos y sus domicilios figuraban en Montevideo, Buenos Aires y Munich. Su amor por Isabel fue sincero. Nunca vivieron juntos, tal vez para no comprometerla. Reconoció a su hija y ayudó a Isabel económicamente al punto de comprar, para ella y sus hijos, una casita de material en el barrio asfaltado. Y así hubiera terminado la historia si una noche, en Milán, no hubiese caído en un enfrentamiento con una banda contraria dejando sin su apoyo, en Montevideo, a Isabel y su hijita de seis años. Pero eso sucedió mucho después.
Mariana volvió esa misma noche al hospital. Cruzó los pasillos y llegó a la sala donde Isabel estaba con su beba. Se detuvo a la entrada. La niña dormía en la cuna. Isabel se encontraba sola sentada en la cama, abrazaba junto a su pecho, un ramo de rosas . Estaba hermosa, con el cabello negro sobre sus hombros, con un brillo de lágrimas en los ojos y una sonrisa flotando en su cara. Emocionada, al verla, Mariana comenzó a caminar hacia ella. Fue entonces que escuchó de su amiga aquel comentario que golpeó fuerte y que jamás olvidaría:
— ¿Te das cuenta Mariana?,
¡Tuve que tener diez hijos, para que un hombre me regalara rosas...!

Ada Vega, 2001



domingo, 12 de junio de 2016

Para que un hombre me regale rosas.


               
             Mientras atravesaba los pasillos del hospital, el deseo de llegar cuanto antes a la sala de maternidad le trajo, vívido, el recuerdo de su amiga Isabel. Sus vidas tan opuestas se habían cruzado un día y  sólo la sensibilidad de ambas pudo trenzar un camino de amistad que las uniría mientras anduviesen por la vida.
Isabel fue la tercera de once hermanos de padres distintos. Había nacido en un barrio pobre,  más allá de las veredas embaldosadas y las calles con asfalto de los barrios obreros.
Allí, donde se hacinan las casillas de lata como protegiéndose  unas a otras de las lluvias,  los fríos invernales y la indiferencia. En una faja de tierra ruin y agreste, buena para nada, con gurises barrigones jugando en las calles de tierra y perros famélicos echados al sol.
 A su madre,  nacida en  pueblito del interior,  la trajo un día un matrimonio joven,  hijos de estancieros,  para trabajar en su casa de criadita cuando aún no había cumplido los doce años. Antes de los catorce quedó embarazada de uno de los hijos del matrimonio. De modo que la familia, para evitar el escándalo, decidió que no podía tener en la casa una chica tan descocada. Sólo por humanidad, le permitieron quedarse en la pieza del fondo, hasta que naciera el niño. Y una tarde con el hijo envuelto en un rebozo y un atado con su ropa,  subrepticiamente,  la echaron a la calle.
Allí empezó su peregrinación y su bajar de los barrios altos, con vista al Río de la Plata, hacia los barrios bajos más allá de la bahía. Al principio le dio cobijo un muchacho muy joven que trabajaba en un almacén; le hizo una casilla y tres hijos, pero un día descubrió que el amor es efímero y que a la pasión la mata el llanto de cuatro gurises con hambre, cuando la plata brilla por su ausencia. Le faltó coraje para enfrentar la situación que ayudó a crear, por lo que, antes de cumplir los veinte años, abandonó la casilla, su mujer, sus hijos y el barrio de las latas.
Después, mientras fue joven, sana y trabajadora, no le faltó quien se le arrimara con promesas o con embustes, y ella aceptara. Con cama adentro, o con cama afuera, con la ilusa esperanza de formar una familia estable.
Y así fue coleccionando hombres que pasaron por su cuerpo y la sembraron de hijos que mamaron de sus pechos y la secaron en vida, consumiéndola, luego de vivir once años embarazada y cumplir sus veintiséis de vida rodeada de once hijos pero sin hombre.
A la edad en que muchas mujeres comienzan a disfrutar de su maternidad ella ya estaba de vuelta, cansada de parir, de amar y ser usada.  Harta de limpiar casas ajenas para darles a sus hijos de mal comer. Cansada de un cansancio que le nacía de adentro, de sus entrañas. Conciente de que, perdida su frescura y su juventud  y con once hijos que alimentar, jamás encontraría un hombre que la amara por ella misma.
                                                    ll
 Así creció Isabel,  ayudando a criar a sus hermanos entre las idas y venidas a la escuela, fregando pisos y haciendo mandados a las familias del barrio asfaltado. Y al igual que su madre, antes de que sus caderas se redondearan y los senos se pronunciaran bajo su blusa, ya el primer hijo se anunció en su vientre. Y cuando nació, el niño fue para ella un hermanito más para criar y  no se sintió ni triste ni contenta,  porque todo era  así  en su mundo y ella lo veía natural. Hasta que un día conoció a un muchacho que por primera vez le habló de amor  y,  seducida, sin pensar en nada pues no tenía en qué pensar ni qué perder, se despidió de su familia y se fue a vivir con él.
Se hicieron una casilla de latas y vivieron ese amor que se vive solamente una vez. Con la pasión apurada de la primera juventud, que aún sigue creyendo que el amor es eterno y que para vivir alcanza con saber respirar. Aprendieron a conjugar el amor en todos los tiempos y con sana inexperiencia, intentaron formar una familia y recorrer juntos el arduo camino de la convivencia. Pero la vida es un castillo de naipes. Al soplar la primera brisa, dejó una huella amarga de sueños incumplidos.
 No se sabía muy bien en qué trabajaba el muchacho. Vivieron juntos cuatro años y cuatro hijos. Un día se lo llevaron preso. Lo caratularon: Robo a mano armada.  Los años de espera se hicieron largos, los niños tenían que comer y la vida llama. Cuando el muchacho salió de la prisión  Isabel tenía dos hijos más y otro hombre. Aunque el nuevo compañero no pudo con la carga de siete hijos y la mujer. Una noche salió a dar una vuelta y no volvió. De tal modo que Isabel volvió a quedar sola.
Después, de cada amor que conoció tuvo un hijo. Aunque,  hombre con cama adentro nunca más. Y no porque no anhelara despertar en las noches con un hombre tendido a su lado para amarlo y ser amada. Ella tenía fibra y necesidad de un compañero que la contuviese. Al fin comprendió que su destino era seguir sola, pues jamás encontraría en este mundo un valiente que cargara con ella y por añadidura con todos sus hijos. Abandonó la peregrina idea de conseguir un nuevo amor y se resignó, con sabiduría, a su viudez de afectos,  dedicándose por entero a la crianza de sus hijos y a trabajar para ellos con paciencia y hasta con cierto buen humor.
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             Mariana llegó a la sala de maternidad donde doce mujeres, unas a menor plazo que otras, aguardaban el momento de dar a luz. Recorrió las camas con la vista hasta que divisó a Isabel, al final del pasillo, conversando con un hombre joven que, sentado al borde de su cama, mantenía entre las suyas las manos de la muchacha.
A Mariana no le gustó el aspecto del hombre quien, cubierto de cadenas y anillos, dejaba entrever cual era su profesión. Se acercó a ellos con cierta reserva para comprobar la felicidad reflejada en el rostro de su amiga. Indudablemente éste era el compañero de quien le hablara en los últimos tiempos y el padre del niño que  esperaba. En ese momento, detrás de una camilla, llegaron los enfermeros para conducirla hasta la sala de partos. Él la besó,  le dijo que la amaba, y ella, en medio de los dolores que la acuciaban,  ensayó su mejor sonrisa.
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         Los padres de Mariana pertenecían a familias de ganaderos del litoral. Familias muy católicas quienes, al llegar sus hijos a la edad escolar, los enviaban a Montevideo en calidad de pupilos a los mejores colegios religiosos.
 En esas condiciones vino Mariana  apenas cumplidos los cinco años, al Instituto María Auxiliadora de las Hermanas Salesianas. Hecho que la salvó,  pobre niña, de seguir vestida de Santa Teresita única vestimenta que, por una promesa hecha por su madre a la Virgen María  cuando ella  nació, le fue dada usar.
Por ese motivo anduvo la criatura con un pañuelo atado en la cabecita y envuelta en un rebozo negro que daba pena  verla.  Después del año fue peor pues la niña, que empezaba a caminar, estrenó su primer hábito y su toca blanca debajo del velo negro.
 Para los tres años le agregaron la pechera blanca, un cordón en la cintura y un tiento negro al cuello con el crucifijo de metal sobre el pecho.  Tiento que se le enredaba en cuanta cosa de menos de un metro hubiera a su entorno.
       De todos modos la promesa no se pudo cumplir hasta el final debido a que las monjas, cuando vinieron a anotarla como pupila con la condición de que se le permitiera seguir vestida de santa, lo prohibieron terminantemente argumentando que la cuota de santos y santas ya estaba  cubierta. Pensaron acaso que a San Juan Bosco, fundador de la congregación,  no le iba a hacer mucha gracia ver a la mística carmelita francesa recorriendo un convento salesiano.
 Fue así que Marianita colgó el hábito a los cinco años, y entró como pupila en el grupo de las más chiquitas con una Hermana muy joven de asistente, que le enseñó  a hacer su cama, a bañarse de camisa y estar presente con todas sus compañeras para la misa de seis.
         Apenas cumplidos los siete años tomó la Primera Comunión. Completó la primaria, la secundaria y el magisterio. Salió a los diecinueve años llevando al cuello la cinta celeste de las Hijas de María Auxiliadora, con los Diplomas de Profesora de Piano, de Francés y el Título de Maestra.
Diplomas  que nunca tuvo necesidad de usar pues la niña, claro está, no había sido enviada a estudiar  con el fin de conseguir un buen empleo sino solamente para adquirir cultura.
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          Mariana se casó a los veinte años con el hijo de unos vecinos, también ganaderos de sus pagos del litoral, que cursó estudios de Derecho en la Universidad de la República y, que al recibir su título de Abogado, decidió radicarse en la capital para ejercer su profesión con más comodidad. Se compraron una casa magnífica en uno de los mejores barrios de Montevideo, frente al río color de león,  y el joven abogado abrió su estudio en los altos de un edificio de la Ciudad Vieja con enormes ventanales hacia el Puerto, la Bahía y el Cerro de Montevideo.
         El matrimonio de Mariana fue programado con antelación por los padres de ambos, para unificar apellidos, fortunas y educación. Los muchachos criados en ese ámbito cumplieron al pie de la letra. Él se dedicó a su estudio y a sus relaciones, y ella a criar un par de hijos y regentar la casa. Y hasta fueron felices. Su marido no dejó pasar jamás un aniversario de boda sin regalarle la  esclava de oro y en cada nacimiento de sus hijos le obsequió un anillo con un brillante. En su cumpleaños, en el Día de la Madre, en Navidad y Año Nuevo recibió flores de parte de su marido, enviadas por su secretaria, quien  nunca dejó pasar fechas ni momentos especiales del matrimonio, sin la consabida atención.
 Sin embargo un día, con los hijos ya grandes a punto de terminar sus estudios terciarios y la casa llevada perfectamente por más empleadas de las necesarias, Mariana cayó en la cuenta de que nadie la necesitaba. Comprendió entonces que llevaba una vida ociosa y decidió buscar algo en qué emplear su tiempo.
      Una tarde en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde concurría con cierta asiduidad, conoció al  padre Antonio, cura de una parroquia de un barrio muy pobre, quien andaba siempre pidiendo ayuda, comida, ropa y todo lo que le pudieran dar pues sus pobres, como él mismo decía,  apenas eran dueños del aire que respiraban.
         Mariana se interesó por la obra del padre Antonio y quiso saber más de ella.  El sacerdote la invitó entonces a visitar su parroquia y, una tarde Mariana recorrió las calles de un barrio desconocido. Primero las casas bajas con fondo y jardín al frente,  con niños jugando en las veredas y vecinas conversando apoyadas en la escoba.
 Y después más allá, donde termina el asfalto, donde el agua se consigue en las canillas municipales y a la luz eléctrica hay que robarla del alumbrado público.  Donde por las calles de tierra andan juntos buscando algo que comer, caballos, perros y niños; las casillas de latas guardan mujeres grises, hombres sin presente y niños sin futuro. Barrios apartados de la sociedad, abandonados, olvidados de Dios.
Si es que Dios existe.
                                                        Vl
        El padre Antonio le contó a Mariana de la actividad que desarrollaba su parroquia con los habitantes del lugar. Que no era mucha, le dijo. Las donaciones eran escasas y la Iglesia no tiene fondos (?). Por lo tanto, él trataba de brindarles a los niños una comida diaria hecha  por las mismas madres en el comedor de la iglesia. Le dijo que necesitaría más gente que colaborara, para enseñarles cosas fundamentales como la higiene, por ejemplo, a pesar de que él entendía que si no tenían para comprar un pan, mal podían gastar en un jabón. 
 Mariana empezó yendo a la iglesia una vez por semana a colaborar con el padre. Enseñó a cocinar, a usar los distintos utensilios de la cocina, a lavar y coser la ropa que les donaban. Les habló de la higiene diaria, de visitar al médico periódicamente y de la importancia de vacunar a los niños.
 Fue maestra de catequesis para darle una mano a Dios y de paso recordarle al Creador aquello de: “Dejad que los niños vengan a mí” que un día, en tierras de Judea, les dijera a sus discípulos. Y terminó siendo una Madre Teresa consultada para todo. Con el tiempo se hizo amiga de esas mujeres tan distintas a ella en su hacer y  fue su confidente y consejera. Una de esas mujeres era Isabel, quien fue la primera en aceptarla como conductora del grupo así como en contarle su vida, con sus errores y desaciertos.
        Cuando Mariana conoció a Isabel ésta tenía nueve hijos y no tenía ni quería compañero. Tenía un hijo en la Cárcel Central  por rapiña, dos en el reformatorio, cuatro en la escuela donde, también, almorzaban y dos en la guardería que se había armado en la iglesia del padre Antonio para cuidar a los niños cuyas madres trabajaban.
Entonces, Isabel, era cocinera de un restaurante. Buena cocinera. Había entrado para ayudar en la cocina y allí aprendió el oficio. Fue tal su dedicación y su deseo de aprender que, cuando la antigua cocinera se retiró para jubilarse, quedó ella en su lugar por mérito propio. Descansaba los mismos días que Mariana iba a la Parroquia, así que juntas ayudaban en la cocina, lavaban y cosían ropa que luego repartían. Cuando a mediatarde, finalizada la jornada, se iban todos los chicos y sus madres, ellas se sentaban en la cocina, tomaban té y conversaban. En esas tardes Isabel fue contándole a Mariana cómo había ido llevando su vida; similar a la vida de todas las mujeres del barrio de las latas.                                                        
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        Cuando la puerta de la sala de partos se cerró tras la camilla de Isabel,  Mariana le comunicó al compañero de su amiga que iría a dar una vuelta por su casa y regresaría más tarde. Volvió a atravesar los pasillos del hospital y bajó las amplias escaleras de mármol. Caminó unos pasos hacia su auto y sintió con agrado, sobre el rostro, el viento fresco que soplaba del mar. Recordó entonces la primera vez que Isabel le hablara de su pareja. Ese día llegó con la mirada vivaz y más parlanchina que lo habitual. Se acercó a Mariana y le dijo:
—¡Ni te imaginás lo que tengo para contarte! Mariana  pensó que por lo menos no era una nueva tragedia. Cuando al fin pudieron conversar Isabel le dijo: —No sabés Mariana, ¡conocí al hombre de mi vida! Mariana le contestó con un hilo de voz: —Isabel... —Ya sé, ya sé, no me digas nada— se excusó Isabel. —No es lo que estás pensando. Esto es distinto, no sé como explicarte, mirá. Es algo que nunca me había pasado antes. Como un relámpago sabés, como un regalo. Eso, como un regalo. Lo conocí en el restaurante,  viene siempre a cenar. Yo sabía que me miraba, pero los tipos siempre me miran. Yo no les doy bolilla. ¡Qué les voy a dar! Si llegan a saber que tengo nueve hijos, ni las propinas me dejan. Pero esto es otra cosa. Este hombre me empezó a mirar y a mirar, y a mí me empezó a gustar, pero pasaba el tiempo y no me decía nada. Y yo empecé creer que le gustaba mirarme no más. Pero la otra noche cuando salí me estaba esperando. ¡Cuando lo vi me dio una cosa...! Me habló con palabras tan lindas, si vieras. Como nunca me habían hablado antes. Nunca, de verdad... y bueno… ¡vos sabés cómo son estas cosas! ... bah, vos la verdad que se diga, no sabés mucho lo que son estas cosas. Pero bueno, yo le dije de entrada que tenía nueve hijos. ¡No sabés Mariana! ¡Se quedó helado el hombre! No hablaba. Pero yo no me iba a hacer la viva,  vos sabés que a mí me gustan las cosas claras. Y yo a mis hijos no los voy a negar. Así que si había que cortar, cortábamos ahí no más y chau.  Pero no, vos sabés que cuando reaccionó me dijo que qué suerte  tenía yo de tener hijos,  que él no tenía ninguno. Mirá vos. ¡Estoy tan contenta...!
     ¿Qué podía decirle Mariana, que la vida ya no se lo hubiese dicho con creces? ¿Tenía acaso el derecho de retacearle a su amiga la felicidad que estaba viviendo? Sólo pudo recomendarle: Cuidate Isabel, más hijos no, por favor.  Ante lo cual la amiga le contestó sin dudar: —¿Qué hijos?, ¿estás loca ? Esto es otra cosa te dije. ¡Otra cosa...!
                                                           VIII
          A Mariana el aspecto del compañero de Isabel  no la dejó muy tranquila. Y en cierto modo no se equivocó. Aunque ella mantuvo sus reservas, la realidad  no demoró mucho en darle la razón. Según se supo  después, el muchacho formaba parte de una banda de traficantes de alto vuelo con sede en Europa. Era soltero,  no tenía hijos y sus domicilios figuraban en Montevideo, Buenos Aires y Munich. Su amor por Isabel fue sincero. Nunca vivieron juntos,  tal vez  para no comprometerla. Reconoció a su hija y ayudó a Isabel económicamente al punto de comprar, para ella y sus hijos, una casita de material en el barrio asfaltado. Y así hubiera terminado la historia si una noche, en Milán, no hubiese caído en un enfrentamiento con una banda contraria dejando sin su apoyo, en Montevideo, a Isabel y su hijita de seis años. Pero eso sucedió mucho después.     
     Mariana volvió esa  misma noche al hospital. Cruzó los pasillos y llegó a la sala donde Isabel estaba con su beba. Se detuvo a  la entrada. La niña dormía en la cuna. Isabel se encontraba sola, sentada en la cama abrazando con sus dos brazos un ramo de rosas tan grande como ella nunca  había visto antes. Estaba hermosa, con el  cabello negro sobre sus hombros, con un brillo de lágrimas en los ojos y una sonrisa flotando en su cara. Emocionada, al verla,  Mariana comenzó a caminar hacia ella. Fue entonces que escuchó de su amiga aquel comentario que golpeó fuerte y que jamás olvidaría:
— ¿Te das cuenta Mariana?,

¡Tuve que tener diez hijos, para que un hombre me regalara rosas...!