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viernes, 9 de septiembre de 2016

Mis perros y yo




En el año 1919 Thomas Mann escribió una novela que tituló “Amo y Perro”. La novela consta de cinco capítulos donde, en una prosa romántica, el escritor se dedica casi con exclusividad a hablar de su perro. Yo era una joven estudiante cuando leí este relato y recuerdo que no dejó de llamarme la atención que alguien pudiese escribir más de dos páginas hablando de un perro. Pues, aparte de comentar cómo era su tamaño, el color de su pelo, la raza, su condición de cachorro o adulto, si era obediente o no, ¿qué otra cosa —pensaba entonces—  se puede decir de un perro? Tal vez que es una grata compañía, que nos provoca ternura. Exaltar su nobleza y lealtad.
 De todos modos, para todo este relato, sólo nos bastaría una carilla. Sin embargo Mann dejó impresas en dicha narración  más de  cien  páginas.
Muchas lluvias han caído desde aquellos días en que fui estudiante. Los años agazapados, se fueron dejando huellas. Se acaba de morir una perra que fue mi amiga y  compañera durante doce años. La he llorado no por ella, que ya no sufre su reuma ni su ceguera. La he llorado por mí. Porque no la tengo y la extraño. Porque he quedado sola y no sé qué  voy a hacer sin ella echada a mis pies, mientras escribo, o estirada junto a  mi cama. Tendré que aprender a vivir en completa soledad, pues no deseo más compañía de perros ni gatos. Estoy harta de llorar y enterrar mascotas y no sé cuánto  más me quedará por vivir, ni qué pueda ser de ellos si me voy y los dejo solos. Por ese motivo, al recordar a Thomas Mann en aquella novela que escribió hace casi un siglo, he decidido contar cómo llegaron a mí y cómo me abandonaron los perros que amé y me amaron, en estos porfiados  años que llevo vividos.
                                                              II
           Cuando abrí los ojos por primera vez ya en mi casa había un perro. Un cachorro Fox Terrier que Antonia y Casio, unos amigos de mis padres, les obsequiaran en esos días de mi nacimiento. Mi madre le puso Terry  y crecimos juntos. Terry fue mi primer juguete, mi primer amigo. Mi recuerdo más lejano. Era un perro pequeño, de pelo corto, manchado en blanco y negro. Rabón. Con los ojos marrones, brillantes e inquietos. Un perro fuerte, veloz, inteligente. Ratonero de oficio. Lo recuerdo, a partir de mis tres años, apretado junto a mi pecho, mientras mi madre me decía que no lo fastidiara tanto que podía morderme. Nunca me mordió, a pesar de haber sido un perro genioso y obstinado. No le gustaban las caricias ni que lo tuvieran en brazos. Él era “muy perro”: no soportaba las zalamerías de la gente.
            En aquellos días vivíamos en el barrio del Prado, sobre la calle Lucas Obes, en una casa quinta de paredes de piedra y techo de tejas azules que había sido de mis abuelos maternos. Mi madre era una mujer muy hermosa, dueña de un carácter afable y conciliador. Era quien realizaba  los quehaceres de la casa ayudada por Benigna, una señora, encargada de la cocina que vivía  con nosotros.  Fuimos en los últimos años más que madre e hija amigas,  a pesar de no haber sido todo lo sinceras que debimos la una con la otra. Nos quedaron muchos detalles sin aclarar y aunque éramos conscientes de ello nunca permitimos que los mismos  llegaran a perturbarnos.       
            A mi padre lo recuerdo como un hombre apuesto, dinámico y benévolo que  a pesar de trabajar mucho y estar poco en casa, fue siempre un buen esposo y un padre protector. Durante cinco años fui única hija. Después nacieron Bernarda y Carolina con quienes, a pesar de la diferencia de edad, tuvimos siempre una buena relación. Mientras crecieron y estudiaron vivieron rodeadas de amigas y amigos que iban y venían por la casa entre voces y risas que perdimos cuando se casaron y se fueron.    
          Durante  mi niñez,  todas las tardes,  mi madre me llevaba a pasear por el Prado. Allí nos encontrábamos con Antonia y Casio. Los tres paseaban por la rosaleda, mientras yo jugaba con Terry. Mantenían extensas y animadas conversaciones, pues tenían mucho en común: Casio era escultor y mi madre que había sido modelo de una escuela de pintores fue también, en una oportunidad, modelo suya. Sus charlas, por lo tanto, giraban sobre exposiciones y pinturas. Mi padre estaba exento de esas conversaciones. Era en aquellos días un fuerte comerciante de plaza y  no transaba mucho con el arte, opinando que éste era una vacuidad, algo que no merecía su atención ocupada en pagos, transacciones y recaudos.       
          Una tarde cuando volvíamos del Prado tuve la impresión de que Casio, al despedirse, retenía demasiado  tiempo la mano de mi madre entre las suyas.                                                                 
                                                                   III
         El tiempo siguió su curso. En ese andar, también llegaron  los años de túnica blanca y moña azul. Había cumplido los seis años y esperaba llena de ansiedad el primer día de clase. No lo supe entonces. No me di cuenta. Pero en esos días comencé a separarme de mi amigo Terry. Entusiasmada con mi cartera nueva, los lápices de colores, la cartuchera con dibujos, lo fui apartando sin querer de mi lado. Él, que me seguía a todas partes, que dormía a los pies de mi cama,  no me acompañó en mi  primer día de escuela. Nunca me acompañó a la escuela. Se quedaba solo toda la tarde, sentado a la entrada del jardín, aguardando mi regreso. Cuando llegaba saltaba a mi alrededor, daba pequeñas corridas, ladraba, como hablándome. Quería jugar conmigo, pero yo venía cansada, no tenía deseos de jugar. Terry comenzó a ponerse triste. Mi madre se dio cuenta y me decía que jugara un poco con él. Que el pobre me extrañaba. Yo nunca lo rechacé, pero  los libros y los cuadernos me fueron apartando de Terry que dejó de esperarme, al volver de la escuela, sentado a la entrada del jardín.
         Había terminado sexto grado cuando ese verano mi perro Terry, el amigo leal que me acompañara desde mi nacimiento, murió mientras dormía a los pies de mi cama.
Aquel fox terrier de mi infancia no pudo acompañarme en mi adolescencia. Cuando lo llamé y no se movió ni levantó la cabeza comprendí que se había ido. Lo levanté del suelo, donde yacía, y lo mantuve en mis brazos  mientras él me miraba con sus ojitos turbios. Él me había entregado su fidelidad y yo, en cierto modo, lo había traicionado. Lo había dejado a un lado de mi vida. Lloré tanto con él en mis brazos que sentía oprimido el pecho y apretada la garganta. Mi padre me lo quitó y lo llevó a la quinta para enterrarlo y yo me abracé a mi madre que lloró conmigo, la pérdida del primer perro que me acompañó en la vida.
         Atravesé mi luto con un arraigado sentimiento de culpa. Desde entonces cada vez que me acuerdo de Terry, siento el dolor de no haber sido más buena con él. Con aquel pequeño amigo que me  enseñó que el amor no debe ser egoísta. Que debemos cuidar, proteger, no abandonar al ser que amamos.  A partir de su muerte comencé a comprender muchas cosas que hasta ese momento habían permanecido veladas  para mí. Con Terry se fue mi infancia y me enfrenté recelosa con la adolescencia.
         Un atardecer de ese mismo verano antes de empezar el liceo, vi a mi madre besarse con Casio  en el claroscuro del comedor.
                                                                          IV
           Entrar al liceo significó una experiencia  asombrosa que me abrió caminos interiores. Siempre me gustó estudiar y las distintas  y nuevas materias despertaron en mí una gran expectativa. No fue así con mi actividad social: no hacía amistades. No me interesaba hacerlas.  Fui poco a poco convirtiéndome en una joven retraída. Encerrada en mí misma. 
 Una tarde al volver a casa encontré un perro callejero. Al pasar junto a él  movió la cola, yo lo miré,  golpeé  mi pierna con la palma de mi mano y  me siguió. Era un perro de raza indefinida, de cruzas perdidas en el tiempo. Mediano de tamaño, de pelo negro, tenía los ojos tristes y las orejas caídas. Estaba sucio y con hambre.  Lo entré a mi  casa y en el fondo le  acerqué un balde con agua. Le  llevé de la cocina un plato con restos sobrantes del mediodía y fui  a buscar alguna ropa en desuso para hacerle una cucha donde pudiera echarse a dormir, pero cuando volví él ya estaba durmiendo, hecho un ovillo, junto a la casilla que fuera de Terry. Entonces entendí que a ese perro de la calle, sin dueño, que comía de la basura y dormía en cualquier parte, Terry lo había puesto en mi camino para que fuese mi compañero, para que me cuidara y yo lo cuidara, porque los dos estábamos solos y ambos nos necesitábamos.
Le conté a mi madre de mi nueva adopción. Ella lo aceptó, de nombre le puse Arapey  y  comenzó a acompañarme al liceo. Cuando yo entraba,  él se volvía a casa. A la salida andaba siempre merodeando mientras me esperaba para acompañarme en el trayecto de vuelta. Sin embargo, no dejó nunca de ser un perro solitario, independiente y callejero. 
Pese a  tener casa y comida, pasaba largas horas vagando por las calles. Regresaba cuando le parecía, entonces se dirigía hacia donde yo estaba estudiando y  se echaba a mi lado. Con él conocí otras fases del amor. Arapey era reacio a las demostraciones exageradas de afecto. Él daba y recibía amor sin ostentación. Me enseñó a amar a la distancia. A confiar en lo que amamos. A no avasallar al ser amado.
Los años del liceo no cambiaron mi vida ni mi carácter. Tuve muchos compañeros, pero no hice amigos.                  
                                                        V
    Aún no había decidido qué carrera seguir en la universidad, cuando se desató en el país un conjuro cívico que dio a los militares la oportunidad de implantar una nueva dictadura.
En mi casa no sufrimos los atropellos y violaciones que sufrieron muchas familias, que como nosotros, no estuvieron  implicadas. Pocas veces oí a mis padres hablar de política. A pesar de que ambos tenían ideas claras sobre la situación que vivía el país, nunca los oí explayarse sobre ellas. Sin embargo, un día mi madre gritó y lloró como nunca la había visto hacerlo. Mi padre, enojado,  trataba de calmarla. El motivo  era  que  la noche anterior los militares se habían llevado a Casio  de su casa y nadie sabía donde se encontraba. Mi padre no entendía por qué ese hecho la ponía tan fuera de sí. Sin embargo yo, aunque un poco confundida, creí  intuir el por qué. Fue entonces que le oímos aquel comentario que destruyó a mi padre, que deshizo la familia y terminó de moldear mi vida de eremita. ¡Casio es el padre de Verónica! dijo. Yo llamé a gritos a mi perro y fui corriendo a encerrarme en mi cuarto. Y allí hubiese querido quedarme para siempre; sin comer,  sin oír,  sin saber. Morirme, hubiese querido.  Pero la vida es un río caudaloso que a nuestro pesar, nos arrastra y nos lleva en sus remolinos. Decidí seguir respirando.
           Casio desapareció y la familia no volvió a saber de él. Mi padre, o el que creí mi padre por muchos años, se fue de casa esa misma noche. No obstante, siempre estuvo cuando lo necesitamos. Siempre nos apoyó y nos ayudó y a pesar de que nunca dejó de venir a vernos, a vivir con nosotras nunca volvió. 
Yo no quise, en aquel momento, que mi madre me explicara nada. La concepción que tenía yo de mi vida, dio esa noche un giro de campana. El que creí mi padre desde que tuve conciencia no era mi padre, mis hermanas eran medio hermanas y mi verdadero padre era un amigo de mi madre. Después, de a pedazos, fui yo misma reconstruyendo la historia: ellos se habían amado cuando mi madre era modelo y él un hombre casado. Nunca supe por qué no se separó de su mujer y se fue a vivir con ella, si es que de verdad la amaba. Lo que sí supe es que para mi madre él fue su gran amor. Después conoció a mi padre que se enamoró de ella y le ofreció matrimonio. Dejó de modelar y se casó. Pero Dios o el destino quiso que, un verano, viniera Casio a vivir al barrio con su familia y se volvieron a encontrar. Lo demás: el epílogo de una historia de  amor prohibido y yo su lógica consecuencia.
Cuando terminé el liceo fui a la universidad, allí conocí a Leandro, un joven del interior del país que había venido a estudiar a Montevideo. Fuimos primero amigos, compañeros de clase. Después, novios. Él alquilaba un departamento cerca de la facultad. Allí nos encontrábamos para estudiar y hacer el amor. Leandro se enamoró de mí y a mí me gustaba estar con él. No sé si realmente lo amé o si sólo apreciaba su compañía. Siempre fui muy introvertida, ni yo misma he llegado a conocer a fondo mis propios sentimientos. Lo cierto fue que, pasado un tiempo, se aburrió de mi ostracismo y una tarde decidió poner fin a nuestra relación ambivalente. No sentí pena, Leandro dejó en mí sólo el recuerdo de haber sido mi primer hombre.
                                                            VI
             En quinto año de facultad estuve de novia con un joven de Montevideo que estaba terminando la carrera. Se llamaba Asdrúbal. Trabajaba  y estudiaba. Era unos años mayor que yo. Nos conocimos en la Biblioteca  y casi en seguida comenzamos a salir. Congeniábamos y teníamos buena química. Yo me esforzaba por mejorar mi carácter. Por ser más receptiva. Más confiada. Con la ayuda de Asdrúbal, con quien hablábamos mucho sobre mi personalidad, creo que lo hubiese conseguido.
Hasta que una noche, mientras tomábamos un café en un bar del Centro,  apareció una joven que según dijo era la prometida de Asdrúbal  y  le increpó duramente el estar en mi compañía. Yo no quise saber nada. Me levanté, me fui y  lo dejé a él que solucionara su problema de pareja. No quise volver a verlo. Creo que él tampoco lo intentó.
Un verano, dos años antes de recibirme de Doctora en Leyes, murió Arapey.
Hacía tiempo que estaba enfermo. Comenzó por abandonar sus correrías. Y de andar vagando por el barrio. Después fue dejando de comer. 
El veterinario lo había examinado sin encontrar nada grave. Una tomografía reveló, al final, la existencia de un tumor maligno en la cabeza. No existía una intervención quirúrgica que diera cierta seguridad de cura. Lo fuimos tratando con calmantes, hasta que un día dejaron de hacerle efecto. El veterinario aconsejó sacrificarlo. Lo inyectaron y yo me quedé junto a él, con una de sus manos entre mis manos, hasta que sus ojos quedaron fijos en la nada y su mano rígida entre las mías. No se quejó. Simplemente se fue apagando. No sé cuanto tiempo me quedé sola con él. Mi padre ya no estaba en casa, mi madre me  acompañó y yo misma lo enterré en el fondo de la quinta.
                                                                  VII
          Unos meses después de recibir mi título en la Universidad de la República, mi padre se despidió de mí y de mis hermanas y se fue  a vivir a España. No lo volvimos a ver. Falleció en Barcelona cinco años después de haber llegado a la península.
          El verano aquel, cuando terminé mis estudios de Derecho, mi madre colocó junto a la puerta de  entrada una chapa que decía: VERÓNICA CARABAJAL, ABOGADA. No se veía desde la calle. Las santarritas y las glicinas entrelazadas cubrían las vetustas paredes de la casa.
En esos días, con mi flamante título en la mano, comencé a trabajar en el estudio de un abogado muy respetado, amigo de mi padre. Allí trabajaba el hijo, también abogado, un poco mayor que yo. Se llamaba Guillermo, era soltero y buen mozo. Estaba de novio con la hija de un juez de la Suprema Corte de Justicia. De todos modos, simpatizamos en cuanto nos vimos y comenzamos a salir. Al pasar el tiempo, nuestra relación se afianzó y estuvimos juntos casi dos años. Entonces él anunció su matrimonio y, sin más, se casó con la novia hija del juez de la Corte. Siguió, sin embargo, afirmando que me amaba y me propuso continuar nuestra relación. Pero para mí, él ya no existía. Durante mucho tiempo intentó un acercamiento, tratando de explicarme hechos irreversibles que no tenían explicación. Jamás transé. Nunca me detuve a escucharlo. Él ya era en mi vida, una historia acabada.
Cuando el padre de Guillermo se jubiló, nos dejó el estudio a ambos. Fuimos socios varios años. En los últimos tiempos fui también la encargada de explicarle a su hijo, tercera generación de abogados de la familia, el funcionamiento del estudio. Hacía ya unos meses había decidido dejarle mi puesto al muchacho y retirarme. Tenía pensado  dedicar mi tiempo a escribir y así lo hice un fin de año, ante la sorpresa de Guillermo y la alegría del hijo.
 Cuando murió Arapey decidí no tener más perro. Mi madre no estaba de acuerdo. Ella, como yo, era muy “perrera”. Cada pocos días me traía noticias de alguien que regalaba un “cachorro divino”. En esa época Bernarda y Carolina se pusieron de novias y se casaron ambas,  en el mismo año. Bernarda se casó con un joven argentino que conoció en La Pedrera donde, aún hoy, tenemos una cabaña que nos dejó mi padre junto con otros bienes. Se casó y se fue a vivir a Córdoba, en Argentina. Carolina se casó con un compañero de estudios, vecino del barrio. Con mala suerte pues, al poco tiempo de casados, el joven murió en un accidente  automovilístico donde ella salvó su vida de milagro. Cuando se recuperó se fue a vivir a Córdoba con Bernarda, que tuvo tres hijos. Allí,  hace unos años, volvió a casarse.        
                                                         VIII
              Para entonces doña Benigna, la cocinera que vivió con nosotras tantos años, se había jubilado y se había ido a vivir con una hija. Nos quedamos solas, mi  madre y yo,  en aquella casa tan grande. Le propuse entonces  que podríamos mudarnos a una casa más chica, donde no tuviese que trajinar tanto todo el día y la manutención no fuera tan gravosa. Le pareció una buena idea y decidió vender la casona y comprar un apartamento en un barrio más céntrico, cerca de  mi trabajo. Al poco tiempo consiguió una transacción beneficiosa. Vendió la casona y  compró un departamento en el Centro, frente a la plaza de los Treinta y Tres Orientales. Demoramos un poco en mudarnos. Desmantelar aquella casa y preparar la mudanza nos llevó mucho tiempo.
         En esos meses, antes de dejar la casa, entró una tarde de la calle muy alterada. Le pregunté que le sucedía y me contó una historia “enternecedora”. Según le contó una vecina, en el Miguelete algún desalmado había dejado, adentro de una caja, una perrita con cuatro cachorritos recién nacidos. Es de raza, me decía, que parece que se enamoró de un perro cualquiera y los dueños al ver esa camada sin pedigrí, la sacaron con su cría para la calle y la dejaron en el  arroyo. Bueno mamá, le dije,  qué vamos a hacer, no es asunto nuestro. Vos sabés que son preciosos, me dijo, mientras con sus manos alisaba las arrugas del mantel sobre la mesa. Cómo sabés que son preciosos, pregunté. Porque  fui a verlos, me contestó con un suspiro. ¡Mamá! ¿Fuiste hasta el arroyo?  ¡Claro! Para ver si era cierto. Y es cierto, están allí. ¿No querés ir a verlos...?
Alguna vez me pregunté por qué no me resistí. Por qué no dije: ¡No! ¡No quiero ir! Nos vamos a un departamento. ¡No hay lugar para un perro…! 
Los cachorros eran divinos. Dos de ellos todavía tenían los ojos cerrados y la madre, la joven expulsada de un hogar de humanos inhumanos,  una pequinesa de pelo dorado y nariz chata, que nos miraba suplicante con sus ojos redondos y llorosos.
         La pequinesa es una de las razas más antiguas del mundo.  Alguien nos contó que estos perros fueron, durante siglos, venerados como propiedad exclusiva de las Cortes Imperiales de China. Volvimos con la caja, la madre, a la que llamamos Tarita y los cuatro cachorros. Le dije con firmeza a mi madre que los tendríamos hasta que nos mudáramos y ellos estuvieran, por lo menos, con los ojos abiertos.
Fue un trato.
                                                                  IX
          Habían pasado dos meses y estaba todo pronto para hacer la mudanza. Como nos estábamos enamorando de los cachorros decidimos comenzar a regalarlos. También decidimos, de común acuerdo, quedarnos con uno.  De modo que nos acercamos a donde Tarita dormía con su cría y mi madre se inclinó para retirar un cachorro. Mamá y yo andábamos siempre con los perritos en los brazos,  porque eran preciosos y parecían de juguete. Sin embargo, parece que Tarita hubiese adivinado que le íbamos a quitar uno, pues se puso a llorar con hipos y todo, de tal manera, que no podíamos calmarla. Se había puesto de pie  y parada en las dos patitas de atrás se apoyó en mi madre que tenía el perrito en los brazos. Lloraba como una desaforada. Las lágrimas le caían por la cara hasta el piso. Así que le dije a mi madre: ¡Por favor, mamá, devuélvele el hijo a esta escandalosa!
Y  mamá se apresuró a dejarle el cachorro junto a los otros,  Tarita se echó con ellos y siguió llorando. Aunque más tranquila, de todos modos, siguió llorando. En una oportunidad le comenté al veterinario de “la lágrima siempre pronta”, en los ojos de Tarita. El facultativo me contó que los pequineses  suelen contraer una enfermedad que les deja los ojos lacrimosos, por lo que aparentan que lloran. Eso dijo el veterinario. Pero yo puedo asegurar que Tarita lloraba, y lloraba de verdad.
Dos días después nos mudamos al departamento frente a la Plaza de los Treinta y Tres Orientales, con  los cuatro cachorros bastardos  y  la pequinesa de lujo venerada en el imperio chino, metidos todos en un cajón de cebollas que el domingo anterior mi madre le había  comprado a un puestero de la feria.
                                                         X
         El apartamento estaba en el octavo piso, tenía una terraza amplia al frente y otra al fondo, hacia donde se abría la puerta de la cocina. En esa terraza le hicimos  a Tarita y sus vástagos una cucha amplia donde pudiesen pasar el mayor tiempo posible. Los cachorros se aquerenciaron  en seguida a su nueva vivienda y recorrían olfateando y ensuciando toda la terraza: trabajo extra para mi madre.  En esos días contratamos a Onilda, una señora que ya conocíamos, que vino a vivir con nosotras pues el apartamento tenía habitación y baño de servicio. Los cachorros pasaban bien en la terraza. Jugaban y comían todo el día y de noche dormían y soñaban felices como niños.
      Pero Tarita descubrió la puerta de la cocina el mismo día de la mudanza y cada tanto abandonaba la camada y se colaba al interior del departamento. Lo recorría, estaba un poco con nosotras y se volvía con sus hijos.
Después, el tiempo pasó, los chicos crecieron y ella un día no los toleró más. En realidad estaban grandes, comían solos, andaban por todos lados pero seguían chupando teta. Había llegado el momento de regalarlos. Tenían casi cuatro meses y se habían convertido en unos perritos preciosos. Entre los diez pisos del edificio quedaron los cuatro. Algunos vecinos que nos habían visto llegar con ellos, sabían que cuando crecieran los íbamos a regalar. No tardaron en venir a verlos y dejarlos encargados.
       En una tarde se llevaron a los cuatro. Tarita ni se despidió de ellos. Tanto que lloró cuando le quisimos sacar uno y,  sin embargo, al ver  que se los llevaban a todos,  ni parpadeó. Ella quedó con nosotras. Eligió el mejor sofá donde apoltronarse y así recuperar su antigua jerarquía china. Verla allí,  recostada en los almohadones, daba la impresión de tener en casa una  diminuta y peluda emperatriz.
                                             XI
           Nos acostumbramos a vivir en el Centro antes de lo que creímos. El apartamento era muy cómodo, tenía una hermosa vista hacia la plaza y sabemos que en el centro de la ciudad todo queda cerca. Teníamos los cines, los teatros, las grandes tiendas, los restoranes, todo a mano. Nunca fuimos tanto al cine y al teatro como en los primeros años de vivir en el apartamento. Mi madre estaba contenta. Todas las mañanas bajaba con Tarita a la plaza, se sentaba en un banco  y en seguida entablaba conversación con alguien, que como ella, no tuviese nada que hacer. De tarde bajaba a hacer compras o a mirar vidrieras. Mamá fue siempre muy sociable, le encantaba la gente. Conversaba con todo el mundo. Es indudable que no heredé su histrionismo. Yo salgo de mi casa para ir a un lugar determinado y regresar. Salir porque sí, a caminar o a sentarme en la plaza, nunca se me ocurriría.
 Hacía tres años que vivíamos en el apartamento cuando me retiré del escritorio que compartía con Guillermo. A partir de  entonces quedarme en casa: levantarme más tarde, terminar con las corridas a los juzgados, los juicios, las sentencias, el papeleo, fue, para mí, un placer enorme.
De todos modos, nada en esta vida es perfecto ni gratuito. Mamá empezó con  arritmias y problemas en el corazón. Yo la cuidaba mucho y ella también se cuidaba. Le habían diagnosticado insuficiencia cardiaca, dolencia que  llevó varios años. Hasta que sucedió un hecho que trastocó mi vida y aceleró el final de la suya.
Habían pasado ya seis años desde nuestra mudanza al Centro. Tarita estaba preciosa. La habíamos hecho socia de una veterinaria de la zona donde, aparte de darle las vacunas y alguna medicina que necesitara, la bañaban, tenía peluquería y corte de uñas. Mamá, frente a mi pedido de que no bajara todos los días, había dejado de llevarla a la plaza. Ese trabajo lo hacía Onilda.
 Un atardecer que Onilda no se encontraba bajé  y crucé al quiosco  que estaba  en la esquina de la plaza, para comprar una revista por un artículo que había publicado y me interesaba leer. Mamá quedó arriba con Tarita que la enloqueció. Se puso a ladrar junto a la puerta y a llorar, porque yo había bajado. Como no la pudo calmar, mamá la tomó en los brazos y bajó con ella a esperarme. Cuando bajaron yo estaba en la acera de enfrente esperando  que pasaran unos autos, para cruzar. Mamá me vio, dejó a Tarita en el suelo y se quedó en la vereda a esperarme. Tarita también me vio y cruzó la calle corriendo. En ese momento un auto que venía le pasó por arriba. Yo grité, mi madre se puso una mano en el corazón,  el auto siguió y Tarita salió corriendo de entre las ruedas de atrás hacia donde yo estaba y cayó muerta a mis pies.
                                                                 XII
Fue tan cruel, tan injusta esa muerte que aún al recordarla siento dolor. Al principio no me di cuenta que estaba muerta. Mientras, algunas personas que vieron lo que sucedió se acercaron. Entonces yo me agaché  junto a ella y la llamé. A mí alrededor nadie hablaba. Un señor se acercó y me dijo: —El perrito está muerto señora. Me acuerdo que le dije: No, si el auto no le hizo nada, ¿no vio que salió por la parte de atrás y vino corriendo?  Sí señora-me dijo- pero el auto lo golpeó, debe haberle golpeado la cabeza. Yo no podía conformarme, la tomé en los brazos y crucé con ella hasta donde mi madre se encontraba llorando.
 Cuando llegamos al apartamento la dejé sobre los almohadones donde ella dormía. Tenía los ojos llorosos y abiertos. No tenía sangre ni marca de golpe alguno. Llamamos a la veterinaria que estaba de turno y vino un doctor que comprobó su fallecimiento y dijo lo mismo que me dijera el señor en la esquina de la plaza: el auto la había golpeado, ella salió y corrió ya sin  vida, porque el  sistema nervioso aún estaba activo o, tal vez, debido a que el corazón aún le latía. 
    Pero si el golpe que recibió en la cabeza la mató y corrió solamente por la acción del sistema nervioso o del corazón que aún le latía ¿por qué no corrió para otro lado? ¿Por qué corrió hacia mí? — le pregunté.  La ciencia aún no tiene explicación para esos casos extraños   —dijo el veterinario.
Nos llevó meses empezar a conformarnos de la pérdida de Tarita. A mí, aquello de verla caer a mis pies, me trajo infinidad de conflictos emocionales. Hasta hoy sigo buscando una explicación. A veces creo encontrarla. La explicación sería muy simple. Bastaría con creer en la existencia de Dios .
Ese día mamá empeoró de su deficiencia cardiaca. A la mañana siguiente le dio un infarto, se recuperó pero ya no fue la misma. Se levantaba de la cama y se sentaba en un sillón, junto al escritorio donde escribo y miraba para afuera. Pasaba horas en silencio, mientras yo escribía. A las cinco Onilda nos servía el té, yo dejaba de escribir o de leer, conversábamos un rato, hablábamos de mis hermanas, de los nietos que tenía en Córdoba, mirábamos juntas alguna película o alguna novela y cuando ella quería irse para su dormitorio y se acostaba, yo volvía a mi trabajo.
Una tarde  estábamos tomando el té y tocaron timbre. Nos llamó la atención, puesto que si es alguien que llama de afuera lo hace por el portero eléctrico. Onilda fue a abrir: —Es Guida, la nena del apartamento de arriba, anunció. Que pase —le contesté.
Entró Guida con una perra doberman preciosa, con las orejas y el rabo cortado. Cuando entró, la niña le quitó la correa y la dejó sólo con el collar. Mi madre y yo no atinamos a decir una palabra. La perra entró y ni siquiera nos miró, dio unas vueltas por el living donde estábamos y se echó sobre la alfombra entre mi madre y yo, con el hocico apoyado en mi pie. Guida se había instalado en un sofá frente a nosotras. La perra, en lugar de quedarse junto a la niña se acomodó con nosotras, como si ella también fuese la dueña de casa y su dueña la visita.
 Muchas veces las personas cuentan  lo que hacen sus mascotas y la gente no cree. Es necesario convivir, principalmente, con los perros para saber a qué grado de inteligencia han llegado esos animales, desde que conocieron al Hombre y se convirtieron en su sombra.
                                               XIII
            Guida comenzó hablando de su próximo viaje a la ciudad de Hamburgo. Allí se iba en los próximos días, con sus padres y hermanos, en un plan de dos años, al principio y perspectivas de quedarse del todo.
El padre de Guida era un ingeniero que había venido contratado al Uruguay, a dirigir una empresa naviera. En el transcurso de ese contrato conoció en Montevideo a la madre de Guida, descendiente de alemanes, se casó con ella y se estableció en Uruguay. En esos días volvía a su país a interiorizarse sobre ciertos trabajos realizados, en áreas del operativo portuario, en el  puerto de Hamburgo. El ingeniero se iba con toda su familia: esposa, hijos y perros. Nos vamos dentro de dos días, dijo Guida, y nos llevamos las dos perras, a Dagma, la madre, y Érika, la hija. Tuvimos que sacarles pasaportes a las dos. Pero hoy mi padre nos dijo que trajéramos a Érika para ustedes. Tiene seis meses, es muy dócil y muy buena. Será una buena compañía para ustedes que son mujeres solas. Que se queden con ella, que no se van a arrepentir, dijo.
Ni yo ni mi madre sabíamos qué decir. Era una perra demasiado grande para un departamento. ¿Cómo íbamos a manejarla? ¿Y un perro Doberman...? Yo pensaba en  aquella boca con semejantes colmillos cruzados y  le dije la verdad a la chica: —Muchas gracias querida, pero no, no podemos aceptar. Yo no me animo a tenerla en casa. Ella no nos conoce. Y tú sabes que ésta es una raza con muy mala fama.
 —Si, dijo ella, tienen mala fama, pero los perros son como uno los cría. Nosotros siempre tuvimos perros Doberman y nunca nos causaron problemas. Son vigilantes y muy compañeros
—De acuerdo, le contesté, pero no creo que ella…y miro a la perra que, echada entre mi madre y yo...se había dormido. ¡Érika!, la llamé, abrió un ojo y me miró. Ni levantó la cabeza. Se quedó un momento con el ojo abierto y como no dije más nada, lo volvió a cerrar. Confundida miré a mi madre y  la vi reír. Cubrió su  boca con una mano y siguió riéndose. ¡Mamá! dije emocionada, ¡hacía tanto que no la veía reír!
-¿Estás riéndote?  —¡Sí! me contestó. Guida se puso de pie: —¿Se animan a quedarse con ella hasta mañana? Mañana de mañana vengo, si no se quedan con ella, me la llevo. Miré a mamá y me dijo que sí con la cabeza. Me puse de pie para acompañarla mientras pensaba en qué haría  la perra cuando viera que su dueña la dejaba y se iba sola. Comenzamos a caminar las tres hacia la puerta de entrada. Abrí la puerta, Guida se adelantó y salió al pasillo. Se despidió hasta el otro día y dejó la correa de Érika en mi mano. Yo seguía expectante esperando la reacción de la perra. Guida comenzó a caminar hacia el ascensor. Yo continuaba con la puerta abierta. Érika no esperó más, dio media vuelta y fue a echarse a los pies de mi madre…y  volvió a dormirse.
Con los ojos húmedos mi madre me sonreía, ¿qué podía hacer yo?
 Antes de irse al aeropuerto pasaron por casa todos los miembros de la familia de Guida. Menos la madre de Érika, a Dagma ya la habían embarcado. Nos dejaron la documentación de nuestra hija adoptiva: la partida de nacimiento con su ascendencia y nombre verdadero y su inscripción al Kennel  Club del Uruguay. Se despidieron de la joven doberman, que les movió un poco el rabo y se fueron.
      
                                          XIV
            Doce años vivió Érika conmigo. Nunca la oí ladrar. Fue la perra más limpia, más prolija y más educada  de cuantos perros tuve. Se adaptó con tanta facilidad a nosotras como nosotras a ella. A mí me había adoptado como madre. Donde yo iba, iba ella. Si entraba al baño se sentaba junto a la puerta a esperarme. Cuando me sentaba a escribir en mi escritorio se echaba a mis pies y allí permanecía las horas perdidas.
La llegada de Érika reavivó un poco el espíritu de mamá, pero siguió muy delicada de salud. En los días  en que ya no se levantaba, la doberman me abandonó para acompañarla. Se quedaba, echada de perfil, al costado de la cama día y noche. Cuando falleció, fue Érika la que anunció su deceso. Se puso a lloriquear y a dar vueltas, con la cabeza gacha,  entre el dormitorio y el living. Cuando llegué junto a la cama de mamá ella se fue a la cucha en la terraza, y por dos días no volví a verla. Mamá murió una noche de invierno de hace  cuatro años.
 Después, la soledad sólo fue mi compañía. Qué hacer de mi vida sin mi madre, sin ella, mi compañera de todas las hora. Mi amiga. Todo lo que realmente me importaba. Todo lo que tenía, que tuve siempre. Me quedé sola. Entonces redescubrí a Érika. Mi sombra. Mi otro yo caminando a mi lado. El refugio de mi soledad y mi tristeza. Érika y yo, juntas en el apartamento frente a la plaza comunicándonos, cada día más, en una simbiosis perfecta. Donde yo estaba, estaba ella. Sentada con su cabeza sobre mi pierna; acostada con el hocico sobre mi pie. De pie las dos, tan pegada a mí que me empujaba casi. Sus ojos renegridos mirándome, mirándome siempre. Tan tristes al final. Tan tristes. ¿Sabía ella, como yo sabía, que se estaba yendo, que estaba abandonándome?
Me quedé sin su mirada mansa, su hocico húmedo, sin su sombra junto a mi sombra. Y sigo, porque la vida es eso. Un continuo caminar.  Hoy he dado vuelta la hoja y cerrado el libro de los recuerdos. Comienzo a acostumbrarme al silencio. Algunas veces, al caer la tarde, me detengo a observar la plaza desde el ventanal  como lo hacía mi madre.

Estos días he visto que, entre los jardines, anda un perro perdido. Debe tener hambre.

Ada Vega, 2010

jueves, 8 de septiembre de 2016

Tony y yo



Creo que cuando Tony vino a vivir con nosotros no había cumplido los cuatro años. Fue un invierno muy lluvioso aquel. El arroyo Conventos se había desbordado y las calles estaban anegadas y barrosas. Las lavanderas hacía días que no iban a lavar la ropa y las piletas, junto al arroyo, rebozaban de tanta agua caída. Entonces vivíamos en el barrio “Cuchilla de las Flores”, cerca de la cancha de La Liga de los Barrios, una de las zonas más lindas de Melo.

Recuerdo que al Tony lo trajo una mañana doña Eleonora, una comadrona muy comedida que vivía puerta por medio. César estaba en el trabajo y Estela andaba en la vuelta preparando el almuerzo. Yo estaba medio aburrido y harto de estar tantos días encerrado, me puse a mirar para afuera mientras caía la lluvia. Los sauces se doblaban bajo el peso del agua mansa y continua. Arriba, el cielo de un gris sucio, no tenía miras de abrir.
Los vi venir por el repecho del campito lindero, detrás de un paraguas negro que los cubría a los dos. Golpearon la puerta y cuando Estela fue a abrir se encontró con doña Eleonora y el Tony. Ella cerró el paraguas y entraron en la casa. No me acuerdo muy bien la conversación entre la comadrona y Estela. Pero entendí que le traía al Tony para que viviese con nosotros. Le dijo, apelando a sus sentimientos cristianos, que recibirlo era una obra de caridad.
Al pobre, en la carretera, un auto le había matado a la madre y vivía con unos zafreros en el barrio Mendoza, donde lo maltrataban. Y eso se veía a simple vista. El Tony era chúcaro y tan sucio, que ni el agua caída del cielo, había logrado aclarar su carita. Nos miraba asustado con la cabeza gacha. Estela, que era más buena que el pan, no necesitó más para extenderle los brazos, lo convidó con unos pastelitos que acababa de hornear y lo dejó conmigo para que se fuera aquerenciando.
Contó doña Eleonora que cuando murió la madre, el Tony fue a vivir con los zafreros pero que éstos tenían muchos hijos que alimentar y una boca más ya era demasiado. Por lo tanto comía un día no y otro tampoco. Que verlo en ese abandono le partía el alma, así que fue y se los pidió. ¡Como si fuese un florero, el pobrecito! Parece que los zafreros no la dejaron ni terminar de hablar, se lo dieron más pronto que ligero y, antes que la doña fuera a arrepentirse, le cerraron la puerta en las narices. Así que ese mediodía cuando César llegó a almorzar, se encontró con la novedad de que en casa, ya éramos cuatro. Tony y yo nos hicimos amigos al toque.
Aunque le costó un poco adaptarse a la casa, pues, estaba resabiado, el cariño y el calor del hogar en poco tiempo lo conquistaron. Y yo me acostumbré a él, fuimos inseparables. Para cuando cumplió los seis años, ya Estela y César lo habían adoptado. Lo anotaron en la escuela como Antonio Velázquez Tomé. Yo lo acompañé y lo fui a buscar a la escuela durante los seis años.
Excepto los días que se quedó en casa por un sarampión que se agarró en tercero, o aquella vez que jugando al fútbol en la cancha donde practicaba “El Naranjo”, al pisar una pelota y girar el cuerpo a la vez, se le trancó una pierna y la rodilla se le salió para un costado. Cayó al suelo agarrándose la pierna. Yo salté limpito el alambrado y fui hacia él que se quejaba de dolor. Corrí a casa, me paré en la puerta de la cocina y le ladré con fuerza a Estela. ¿Qué pasa? me dijo ¿dónde está Tony? Le seguí ladrando más fuerte y empecé a correr hacia la cancha. Ella me siguió.
Se lo llevaron en la camioneta de don Genaro, el almacenero. Con él subió Estela y una vecina. Yo también subí por una puerta pero me bajaron por la otra. Así que vine para casa y me senté a esperar. Volvieron casi de noche. El Tony traía la rodilla vendada. Esas fueron unas vacaciones extras, él no podía ir a la escuela así que pasábamos todo el día juntos. Y los inviernos se amontonaron empujando a los veranos agobiantes de nuestro Cerro Largo.
Empezó el liceo en Melo, pero un día decidieron mandarlo a Montevideo a terminar sus estudios. Nunca habíamos vivido tan lejos uno del otro ni pasado tanto tiempo sin vernos. Si hubiese sabido llorar hubiera llorado el día que lo vi subir al ferrocarril y despedirse de mí, con la mano en alto. Esos años viví imaginando su vuelta. A veces iba a la estación a ver pasar los trenes. Esperándolo. Un invierno César nos dejó. Él vino a acompañar a Estela por unos días. Pese al dolor de haberlo perdido, el regreso de Tony me hizo feliz.
Salíamos juntos a recorrer el barrio, a visitar a sus amigos. Algunas noches después de cenar, cuando Estela se dormía, me chiflaba con dos chiflidos cortitos entre dos dedos y salíamos de callados a caminar por el pueblo. Así me chiflaba de gurí cuando se escapaba a la siesta y salíamos los dos a vagabundear. Nos llegábamos hasta los juegos del bosque, él reía, remontaba muy alto en las hamacas y desde la altura me llamaba: ¡Cachila!
Otras veces seguíamos el curso del arroyo por la costanera hasta el puente carretero y allí nos quedábamos viendo pasar los ómnibus y los camiones ¡vaya a saber hacia qué destinos! Cuando al fin terminó sus estudios volvió al pueblo con una novia. En la modorra de la siesta de verano oí su chiflido dos cuadras antes de llegar a casa. Corrí por la mitad de la calle para alcanzarlo. Se alegró de verme, pero esa tarde supe que en el corazón de Tony había otro amor. La noche antes de volverse a Montevideo fuimos hasta el bosque.
Se tiró en el pasto panza arriba a mirar las estrellas. Yo me eché a su lado con la cabeza apoyada en su pecho, él descansó su mano sobre mi lomo y en ese momento sentí que nunca nos habíamos separado. Al año siguiente Estela viajó para su casamiento. Él se casó y se quedó a vivir en la capital, y yo me acostumbré a vivir con su recuerdo.
Está refrescando. El invierno se viene otra vez y yo estoy muy viejo. De todos modos, la imagen de aquel gurisito sucio que vino un día a vivir con nosotros, siempre me acompaña. Ahora estoy solo, la casa está oscura y cerrada. Hoy enterraron a Estela. No quise ir a despedirla. Quiero quedarme aquí, y morirme yo también. El sol se escondió tras los eucaliptos. La noche se va cerrando. Por momentos el coro de las ranas se eleva escandaloso pidiendo agua al cielo. Aquí, bajo el jazmín de Estela, si los recuerdos me dejan, voy a tratar de dormir.
Los focos de un auto iluminan la casa que ha quedado sola y desamparada.
Al principio el doble chiflido de Tony entra en su sueño y lo desconcierta. Y al final aquel llamado que golpea en su corazón: ¡Cachila! ¡Cachila! recién entonces, a paso de perro viejo, se acerca al portón. Sus ojos gastados adivinan a Tony. Aquel su olor, sus manos aprehendidas acariciando su cabeza, y su voz... —Cachila, vine a buscarte viejo, vamos conmigo a Montevideo, vamos subí ¡vas a ver que linda es la capital...!

Ada Vega, 2001

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Siempre en domingo



    Después que murió mi padre, los sábados al cementerio y los domingos a la casa de la abuela eran todos nuestros paseos de fin de semana. Mamá tenía entonces treinta y pocos años. Cuando enterró a mi padre se recogió el cabello en un moño sobre la nuca, se vistió de negro de pie a cabeza y le arremetió a la vida para terminar de criar cuatro gurises, en un Montevideo inhóspito y desconocido. Hacía apenas cuatro años que conmigo en la panza, mi padre y mis tres hermanos, había llegado desde su Solís natal con la esperanza de encontrar en la gran ciudad un mejor futuro para todos. La suerte le dio la espalda. Papá murió en un accidente de trabajo y ella se quedó sin hombre hasta el fin de sus días. Creo que desde entonces prevalecieron sus obligaciones sobre sus escasas distracciones y nunca llegué a saber si visitar a la abuela los domingos, formaba parte de unas o de otras.
 La casa de la abuela estaba en una calle interna del Prado. Tenía un jardín al frente con plátanos y palmeras, mantenido por don Martín, un viejo jardinero que cuidaba con dedicación rosales, dalias y jazmines. No era una casa muy grande, tampoco lujosa. De líneas más bien severas, lo único que resaltaba era el pórtico con sus cuatro columnas de granito blanco. Hacia ese pórtico se abría una pesada puerta de roble oscuro, con un llamador en forma de aro. A ambos lados de la puerta, cuatro ventanas alargadas y enrejadas dejaban ver, tras los postigos siempre entornados, blancas cortinas de encaje hecho a mano. Bordeaba la casa una verja de hierro muy alta, con un portón de dos hojas cerrado por dentro con un candado. A pesar de ser una hermosa casa, a nosotros nos sobrecogía su austeridad. No nos gustaba ir, pero los domingos era obligatoria la visita a la abuela, para nosotros y para nuestros tíos y primos. Ese día mamá nos vestía con nuestras mejores galas, nos recitaba mil recomendaciones de buen comportamiento y a las tres de la tarde de cada domingo, estábamos junto al portón de la casa del Prado. Nelly, con las manos cruzadas sobre la falda, se miraba la punta de los zapatos; Walter ausente, con un libro bajo el brazo; Venus sacudiendo la reja o dándole de  patadas al portón; y yo, de la mano de mamá.
—Buenas tardes doña Paulina.
—Buenas tardes don Martín.
—Este viejo trabaja hasta los domingos...
—¡Cállense la boca! –mamá nos reboleaba los ojos, tras lo cual hacíamos nuestra
entrada triunfal en la casa de la abuela.
     Cuando entrábamos a la casona, después de la puerta cancel de vidrios tallados, quedábamos en la sala principal que era muy amplia. La pared frente a la entrada la sustituía un enorme vitral con una puerta de cada lado. Representaba una escena de la campiña italiana; con mucho cielo, árboles y hermosos niños rubios acompañados de perros blancos con hocicos finos, precioso pelaje y largas colas jugando sobre un verde prado. Ese paisaje me maravillaba.                             
     Una vez pregunté qué lugar era ese, donde había tanta belleza. Me dijeron: Italia.  Por años creí que Italia era algo así como el Paraíso. Después supe que no, que allá también hay niños pobres y cuzcos callejeros. Pero eso lo supe mucho después. La sala donde nos reuníamos los domingos tenía una mesa muy larga con doce sillas, un aparador y un cristalero enorme. Un juego de sala con sillones esterillados, almohadones rojos y varias mesitas distribuidas por los rincones.
    Sobre el piso de madera lustrado, alfombras y camineros, y a un costado, junto a una de las ventanas: el piano. Un piano negro y recto con su banqueta giratoria, donde mis tías solían sentarse a tocar llenando el aire con los acordes de Mantelito blanco, El pañuelito, o Desde el alma, o alguna de mis primas que empezaba a aporrearlo, le demostraba a la abuela su habilidad para ejecutar a la pobre Para Elisa. Mi madre no tocaba el piano. Gracias a Dios fue más práctica y aprendió a coser. No sé que hubiésemos hecho cuando murió papá si ella, en lugar de confeccionar  prendas para todo el barrio, nos hubiera tocado el piano. Nosotros tampoco estudiamos. Según mi madre, para defendernos en la vida, teníamos otras cosas que aprender antes que las fusas y las  corcheas.
    El vitral separaba la sala de entrada de un gran patio con claraboya y baldosas blancas y negras hacia donde desembocaban los dormitorios, un par de salitas y el baño principal, que era tan grande como toda nuestra casa de la Teja. El techo y las paredes estaban revestidos de baldosas blancas con flores multicolores en relieve. Y lo que me parece estar viendo todavía y aún me asombra, era la bañera. Una bañera redonda, apoyada en cuatro patas de león, de porcelana blanca y brillante donde uno podía, graciosamente, desnucarse.
     Siguiendo este patio había otro de baldosas rojas y hacia un costado la cocina, otro baño chico, despensa y alguna otra pieza más, para al fin llegar al fondo lleno de frutales, grandes macetones con plantas y un hermoso juego de patio en hierro, pintado de blanco. Y a la sombra, junto a su cucha, el Centella. Un perro frisón, feo como el Diablo, que se paseaba mostrando los dientes. Perro maldito al que no se podía mirar fijo, pues gruñía levantando el hocico y acercándose agazapado, dejaba ver sus terribles colmillos. Teníamos que ir al fondo acompañados de la tía Marina, una tía solterona que vivía con la abuela, de lo contrario abstenerse, so pena de terminar comidos por el mastín.  Pero como en todo hay excepciones, nunca supimos cómo, ni por qué, el bicho simpatizaba con Venus. Jugaba con mi hermano como un cachorro, le lamía las manos, le movía la cola y corría con él por el fondo. La tía Marina decía que mi hermano era como San Francisco de Asís, que tenía poder sobre las bestias. A lo que la abuela respondía: ¡Bah, bah, bah! No sé si dudaba de San Francisco, o del poder de mi hermano. Ella opinaba socarronamente, que tal vez los dos (mi hermano y el perro) habían venido del mismo planeta. A mi madre esto no le hacía gracia.
   Al entrar a la sala, Walter buscaba un lugar tranquilo y se sentaba a leer olvidándose del mundo y su mascarada. Nelly conversaba con mis primas más grandes, vaya a saber de qué, cuchicheando y tapándose la boca con la mano mientras reían. Venus se sacudía los abrazos recibidos, de un manotazo se limpiaba los besos y se iba al fondo a jugar con el perro. Y yo me aburría toda la tarde, sin saber qué hacer, sentada junto a mi madre.  A las cuatro se servía la merienda. En esto participaba toda la familia. Mamá llevaba una rosca con pasas y nueces que le quedaba riquísima y mis tías, torta de manzanas y de chocolate. Mientras, circulaba el mate dulce para las señoras y el amargo para los caballeros que por lo general cebaba mi tío Juan. A los niños nos daban chocolate en unas tacitas muy lindas con dibujitos chinos: para nuestro gusto demasiado chicas. Pasada la merienda los primeros en irnos éramos nosotros porque Venus venía del fondo, se paraba en la puerta y decía:
—Y má, ¿cuándo nos vamos? Y al poco rato volvía a insistir.
         —Má, ¿nos vamos a quedar pa’siempre acá?
      Entonces mamá al ver que la abuela ya no toleraba más a ese muchacho mal educado, se ponía de pie y se despedía. Nosotros, de inmediato, nos alineábamos junto a ella. Nos volvían a besar y salíamos. Walter adelante, Nelly después, Venus pateando todo lo que encontraba y yo de la mano de mamá. Habíamos cumplido con la visita de los domingos y volvíamos felices a nuestra casa de La Teja.
     Cuando falleció la abuela la tía Marina volvió al campo y dejamos de ir a la casona, poniéndole fin a la Odisea de los domingos en el Prado. Papá nos dejó demasiado pronto y los cuatro junto a mamá crecimos y nos casamos en La Teja. Después, la vida nos condujo por distintos senderos y abandonamos el viejo barrio.  
  Obstinados, fueron pasaron los años. Y un día, de paseo con mis nietos por el barrio del Prado, pasé por la casona de la abuela. Me detuve un momento.  No era la misma: estaba abandonada. Sin jardín, sin rosales, ni dalias. Una maraña de plantas y yuyos lo cubría todo. Las ventanas estaban rotas y las columnas grises y cubiertas de musgo. ¿Qué había pasado con la casa? ¿por qué estaba abandonada? No quise saber, no me interesó despertar fantasmas. Recordé el pasado y por un instante volví a ver aquellos cuatro niños de la mano de mamá, junto al portón de la antigua reja, a las tres de la tarde...
-—Buenas tardes don Martín.
-—Buenas tardes doña Paulina.
          -—Este viejo trabaja hasta los domingos.
          -—¡Callate la boca, no seas atrevida!
...siempre en domingo.

Ada Vega 1998

lunes, 5 de septiembre de 2016

No vayas al cielo






Iban por la calle larga a los manotazos. Reían como dos necios mientras pateaban una maltrecha botella de plástico, fumaban un porro a medias y cantaban: “...porque en el cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza y café. Porque en el cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca ni hojillas...” Ajeno, el sol continuaba su lento vagar hacia el oeste y las primeras sombras dibujaban un incierto atardecer. Con los vaqueros desflecados tajeados en las rodillas y sendos bucitos negros que lucían sobre el pecho las caras enajenadas de alguna banda de metal, los dos muchachos recorrían las calles en busca de lo que pudiera acontecer.
El Pelado y el Chifle eran dos hermanos nacidos en un barrio de “zona roja”. Chorritos sin prestigio, oportunistas natos, se encontraban sin embargo limpios ante la ley. Y aunque robaban desde que tenían memoria, carecían de antecedentes que los involucraran en delitos primarios y sus drásticas consecuencias. Inconcientes por herencia directa, vivían la vida al mango.
Despreocupados, sin importarles el presente ni el futuro, tomaban de la vida lo que la vida les ofrecía a su paso, y lo que no. Acérrimos desconocedores de todo límite, no entendieron nunca que lo ajeno es ajeno, que los derechos de unos terminan donde empiezan los derechos de los otros, y que existen leyes que se hicieron para cumplirlas. Repobres de la más lunga estirpe orillera, aprendieron de muy chiquitos, casi al largarse a caminar, que los dolores que les retorcían las tripas los causa el hambre y los calma el mendigar primero y el robar después.
Así, salían por las mañanas junto a la madre, con otro más pequeño en brazos, a extender las manitas sucias —los pelos revueltos y las caritas moquientas—, a cuanto transeúnte pasara a su lado; algunos presurosos, que sin mirarlos siquiera seguían de largo, otros que sin detenerse dejaban algunas monedas que la madre iba juntando para comprar el pan, primero, y si alcanzaba, la leche.
Desayunaban una fruta que algún puestero les alcanzaba o los bizcochos de ayer de alguna panadería que encontraban al paso y recorrían la ciudad, un día y otro, para regresar al atardecer muertos de sueño y cansancio.
Y de un saque un día se les fue la infancia. Sin reyes magos, sin escuela ni educación. Y la pujante adolescencia al abrirse paso, los dio de narices con la globalización, el neoliberalismo y el “sálvese quien pueda”. Se enteraron que para intentar conseguir trabajo es necesario poseer un brillante “curriculum vitae” que te permita, por lo menos, competir. Que si no sabés inglés no existís y si te quedaste en el Windows, estás muerto. Que los “canillas” y los lustrabotas pertenecen al pasado. Que las fábricas desaparecieron y la construcción es una utopía. ¿Y entonces...?

Subieron el repecho hasta el almacén de don Flores y al iniciar la bajadita lo vieron. El hombre venía remando por la calle empinada, parado en los pedales de su bicicleta. Sofocado. Los muchachos se miraron. Se abrieron para darle paso por entremedio de los dos. Al llegar junto a ellos lo tiraron al suelo, le robaron unos pocos pesos y se fueron calle abajo, montados los dos en la bicicleta, orgullosos por “la hazaña” que acababan de realizar.
Aunque se hicieron apuestas, no llegamos a saber si fueron cinco , o diez, o tan sólo tres, los minutos que corrieron, antes de que al primer automóvil que pasara por el almacén de don Flores, subiera el dueño de la bicicleta y alcanzara en un santiamén a los dos muchachos. Lo que siguió después se sabe: denuncia, policía, comisaría y juez. De ahí al Comcar y seis años por rapiña, fue solamente el principio.

La luna asomada entre los barrotes, iluminaba la soga, a cuyo extremo se balanceaba inerte el cuerpo del muchacho. El pabellón estaba en silencio. Los guardias nunca supieron. Mientras la noche testigo, bostezaba su indiferencia sobre los altos muros, los presos, victimarios-víctimas, dormían sueños torturados. Solo, en la celda contigua, el hermano cantaba: “... porque en el Cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza ni café... Porque en el Cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca, ni hojillas...

Ada Vega, 1998 

viernes, 2 de septiembre de 2016

Cruzaron el disco.




 Hace algunos años, cuando aún conservaba la espalda fuerte y las manos firmes, recorrí el litoral trabajando de siete oficios. Entonces los años eran pocos, podía domar un bagual o arrear una tropa días y días durmiendo en grupa sin agobio ni cansancio; el mundo no tenía fronteras y yo era dueño del viento.
     Tiempos aquellos en que fui amo de mis horas en los calientes veranos en que el sol reverberaba sobre los trigales maduros, o cuando la escarcha de los fríos inviernos se quebraba en los esteros  bajo los cascos de mi zaino malacara. Otros tiempos.
     En una oportunidad en que andaba desnortado, sin rumbo fijo, después de vadear el Río Negro entré en campos de la heroica, cerca de Piedras Coloradas. Las tierras del litoral, de excelente pastura, se extienden a lo largo y a lo ancho en una planicie sin accidentes. A poco de llegar conocí a un cabañero que me contrató para trabajar en el Haras Amanecer, de su propiedad. Un establecimiento de unas doscientas hectáreas al sur de Paysandú, orillando el Queguay Grande.
      El cabañero y su familia se dedicaban a la cría de caballos de carrera y al perfeccionamiento de la raza. Ese año debido a la adquisición de Lucky Boy, un semental inglés gran campeón incorporado al Haras hacía un año, se esperaban con gran expectativa las pariciones de primavera. Aquella mañana de octubre se presentaba muy movida. Ya dos potrillos nacidos casi en la madrugada intentaban los primeros pasos junto a sus respectivas madres.
      En uno de los box asistida por el veterinario, el propietario del establecimiento y un capataz, la Estrellera, una yegua que había finalizado su campaña ganando varias carreras estampando tiempos records, aguardaba inquieta la llegada de su primogénito. El veterinario auscultaba a la yegua con el ceño fruncido que dejaba entrever una velada preocupación. De todos modos, cerca del mediodía la Estrellera trajo al mundo un potrillo perfecto, oscuro como mi suerte, ágil y vivaz.
       Quienes presenciaron el nacimiento no pudieron, sin embargo, demostrar su alegría opacada por la seriedad del profesional que al revisar al puro anunció que le encontraba un  problemita en el corazón que lo imposibilitaría de todo esfuerzo y sería por ese motivo exonerado de pisar las pistas de carreras. Fue bautizado con el nombre de El Oriental y dejado por el momento con su madre.
El cabañero tenía dos hijos de doce y catorce años que, al igual que su padre, tenían gran apego por los caballos. Desde muy temprano andaban esa mañana visitando a los recién nacidos  que eran, sin lugar a dudas, hermosos ejemplares. No era, por lo tanto, de extrañar que se encontraran presentes cuando el nacimiento de El Oriental y la comunicación de su dolencia. Ni tampoco fue extrañar que se sintieran apenados y decidiera que tal vez si ellos le proporcionaran un cuidado especial el problema no sería tan grave.
 Así se lo comunicaron al padre que a su vez les dijo que el potrillo no tenía futuro en el haras, que podían quedarse con él, pero que no sería criado para correr. Desde ese momento los muchachos adoptaron al potrillo, que permaneció junto a la madre unos seis meses durante los cuales se dedicaron a observar su desarrollo y a controlar su aparente buena salud.
 Cumplido los seis meses El Oriental fue destetado y con otros potrillos sacado al campo donde vivió con naturalidad corriendo y jugando hasta cumplir el año, tiempo en que los padrinos fueron alimentando el sueño de verlo correr en la pista de la capital.
     Ante el eminente encierre de los puros para comenzar a prepararlos para la venta o para el debut en pista, los muchachos insistieron al padre para que dejara al potro dentro del plantel. Sólo por darles  gusto a sus hijos, dejó el cabañero que El Oriental integrara el lote que entregó al cuidador, convencido de antemano, de que aquel hermoso animal no saldría nunca del Haras para lucirse en el Deporte de los Reyes.
     Los días se sucedieron. Para los dieciocho meses, cuando la doma de los Pura Sangre, El Oriental lucía magnífico sobresaliendo entre sus medios hermanos por su gran alzada, cabeza altiva y remos largos y finos. Su notable inteligencia y docilidad le permitieron en muy poco tiempo sortear las dificultades del aprendizaje y correr con gran elegancia y elasticidad.
       Para la carrera del Primer Paso el Haras Amanecer anotó dos dosañeros: Tejano y Tropero. Los hijos del cabañero, al ver a su crédito relegado, volvieron al ataque con el argumento de que durante sus dos años el potrillo  demostró perfecta salud, su entrenamiento había sido más que satisfactorio y no merecía por lo tanto que se lo dejara de lado.
       —Muchachos —les dijo el padre, El Oriental no puede correr, el corazón no le va a dar. No tiene corazón para una carrera donde corren los mejores pingos. Pero ellos insistieron:
       —Tiene corazón, papá. ¡El Oriental tiene corazón y tiene alma! ¡Tiene alma, papá! Y el hombre, ante el entusiasmo de sus hijos decidió complacerlos y el potro fue anotado para la reunión tan esperada.
        A pesar de que aquella temporada El Oriental aparentaba ser el mejor producto entre los dosañeros del  Amanecer, la gente del haras no le tenía confianza. Se había desatado una polémica entre quienes esperábamos una buena performance del potrillo y quienes opinaban que para la carrera en ciernes al potrillo le faltaba corazón.
      Sin embargo a mí, el hijo de la Estrellera me gustó desde el vamos. Apenas nació le vi pasta de crack, y aunque nunca fui de mucho hablar, apoyé en todo a los hijos del patrón, aquellos muchachitos que lo apadrinaron y depositaron en él toda su esperanza, rodeándolo acompañándolo siempre, observando sus vareos cronómetro en mano. Cuidándolo como a un príncipe. Ellos eran los verdaderos dueños de El Oriental y pretendían esa sola carrera de debutantes. Después, le habían prometido al padre que lo retirarían de las pistas. Pero en esa carrera iban a demostrar que el puro tenía corazón y alma como para compartir la gloria de los grandes ganadores clásicos.
        Cuando llegaron a Maroñas ya se hablaba de El Sureño, un tordillo oscuro del Haras “Mi Ensueño” de Florida, que venía a debutar a Montevideo provisto de los mejores comentarios sobre sus últimos aprontes y que figuraba entre los entendidos como decidido líder. La tarde de la carrera esperada se presentaba serena y clara. Un sol tibio se recostaba sobre nubes esponjosas, mientras una brisa juguetona arremolinaba y elevaba en el aire cientos de boletos rotos.
     Al iniciar el paseo preliminar los potrillos levantaron voces de admiración. Principalmente aquel  Otelo, rey de reyes, llamado El Oriental que paseó su estampa despertando comentarios.
     Y se vino la carrera. A las cinco de la tarde estaban todos los potrillos en sus puestos. Sonó la campana, se abrieron las gateras y los pingos salieron agrupados como un malón.
      El Sureño tomó la punta seguido a dos cuerpos por Tejano y a cuatro por El Oriental, a 300 metros el favorito superó a Tejano en cuatro cuerpos, mientras El Oriental corría achicando ventaja. Faltando 500 metros El Oriental se abre solo a tres cuerpos de Tejano peleando la punta con El Sureño. A 200 metros del Disco se le aparea y pasan juntos la perrera cabeza a cabeza presagiando un final de bandera verde.
       El Oriental se estira, no toca el suelo, rompe los relojes, como un Pegaso negro de alas invisibles cruza como un viento ante la multitud que grita su nombre:¡Oriental! Y a escasos 50 metros del Disco, en el supremo esfuerzo de dar el resto al noble bruto lo sorprende la huesa y rueda con el corazón partido, sin saber.
        Maroñas enmudece. Miles de ojos atónitos observan. Un silencio de plomo cae sobre la multitud que por un instante detiene la respiración. Y en ese milésimo de segundo y ante la vista azorada de los aficionados que no pueden  creer lo que está sucediendo, mientras rueda el heroico potrillo pura garra y corazón, su alma se desdobla, abandona el cuerpo y sigue en carrera con la misma elasticidad con que venía corriendo: altiva, valiente poniendo clase y guapeza.
        Y mientras los fanáticos reaccionan delirantes en la tribuna, envuelta en un solo grito de admiración, el alma de El Oriental cruza el Disco ovacionada y se esfuma, cubierta de gloria, en la media tarde maroñense.
AdaVega 2000

jueves, 1 de septiembre de 2016

Y los tigres las siguieron




Al principio las Sirenas consideradas en los tiempos sin huellas, deidades de menor jerarquía, venían a descansar a la Bahía de Monte vide eu. Debido a desavenencias con Afrodita, un día abandonaron los mares de Grecia y en busca de una playa digna de sus divinidades encontraron esta ensenada en nuestras costas, y aquí comenzaron a reunirse. En aquel entonces las aguas de la bahía, verdes y cristalinas, llegaban mansas hasta las arenas tibias que recibían sedientas la penetración milenaria del mar sobre la tierra virgen.
Las hijas de Nereo llegaban desde las profundidades de todos los mares. Siguiéndolas,  fascinados,  los marinos de barcos perdidos de antiguas civilizaciones, naufragaban y se hundían entre traicioneros arrecifes y ocultos bancos de arena, en fallidos intentos por alcanzarlas.
Cuando Apolo, fatigado de andar la ruta de los dioses, se perdía en el horizonte, y la fría palidez de Artemisa resplandecía en el firmamento con toda su belleza, emergían de las aguas ceñidas las sienes con diademas de oro, collares de perlas y pulseras de coral. Extendían sobre la arena sus colas escamadas que brillaban a la luz de la diosa con reflejos encantados y peinaban sus cabellos con peines de nácar.
Aguardaban pacientes a que el astro lunar presidiera el cenit, y entonaban sus cantos terribles y hechiceros, que se expandían sobre los mares hasta los más lejanos confines.
Entonces la Bahía era un cálido remanso, junto a una selva virgen rematada en un cerro agreste y vigilante.
Las Sirenas llegaban al anochecer. Ocultos entre el follaje, los tigres las observaban. Sanguinarios y feroces félidos, de mirada aguda y afilados colmillos, permanecían expectantes con los ojos fijos y las narices vibrantes, subyugados ante la visión de aquellas ninfas marinas ante quienes perdían su fiereza, doblegados como gatos, prudentes y sometidos.
Noche a noche se acercaban los tigres a observar a las Sirenas.

Un día, el pie de la criatura humana holló la tierra intocada y con ciega persistencia comenzó a bajar hacia la bahía. Se estremeció la selva. Se inquietaron los tigres. El mar se oscureció. Y ante la presencia del Hombre, las diosas comprendieron que habían perdido su refugio marino. De las noches paganas en la Bahía de Monte Vide Eu, aún persisten los restos de barcos hundidos y las sombras gimientes de aquellos marinos en la eterna búsqueda de sus sirenas. Y está escrito en el agua que una noche fatídica  entonaron sus cantos de despedida, abandonaron la playa para siempre y se hundieron en las aguas del Río como mar rumbo a los grandes océanos. Y los tigres,  las siguieron.

Ada Vega 1997

sábado, 27 de agosto de 2016

Jaque Mate



  Serían poco más de las diez, aquella noche de mediados de agosto, había en el aire un anticipo de primavera.  Terminaba de dictar clases y me iba abrazado a un montón de escritos para corregir. Bajaba las escaleras de la Universidad y vos subías apresurado. Al cruzarnos, casi sin detenerte, me dijiste que te esperara en el bar donde solíamos reunirnos, pues tenías  que hablar conmigo. 
  Esa noche yo había programado no acostarme hasta terminar de corregir las pruebas. De todos modos entré al bar, encontré una mesa libre  junto a la ventana que da a la avenida  me senté y pedí un cortado.  Nuestra amistad databa de muchos años y si tenías algo urgente que decirme mi deber de amigo era escucharte.  No habían pasado diez minutos cuando entraste al bar. 
  Te sentaste frente a mí y el mozo te alcanzó un café. Estabas alterado. Gesticulabas nervioso. Traté de adivinar el problema que, sin dudas te acuciaba, pero mi imaginación se estrelló ante tu seriedad para revolver el café. Encendí un cigarrillo y esperé a que hablaras. De pronto abriste la boca y de ella las palabras salieron a borbotones.
 —Manuel  —dijiste sin preámbulo—, voy a dejar a Yanina. No hice ningún comentario y continuaste.  —Es una situación difícil, pero no me queda otra salida. Me voy con Estela. Quería contártelo yo antes que te enteraras por otra persona.
       Comenzaste a beber tu café. Al principio no supe qué decir. No sé qué se acostumbra en estas circunstancias. Traté de salir del paso con lo primero que se me ocurrió.
—¿Lo pensaste bien? 
—Sí Manuel —me contestaste—, Estela me gusta, me siento bien con ella y no  quiero perderla ¿entendés? Me sentí confundido y —no, no te entiendo —te dije. Entonces el que no supo qué contestar fuiste vos. Aproveché el lapsus y te pregunté por tu mujer. 
— ¿Yanina no está esperando su primer hijo en estos días? —Sí —afirmaste. —¿Y la vas a abandonar ahora, cuando más te necesita?  —Manuel  —te apresuraste a contestar—, mi relación con Yanina llegó a su fin, no puedo quedarme a su lado porque va a tener un hijo. No te pido que me comprendas,  pero las cosas se dieron así. Estela apareció de golpe en mi vida. Estas cosas pasan. No tienen explicación. 
      Me di cuenta entonces que lo tenías resuelto, que no tenía caso lo que yo pudiera opinar.  —Decime,  Juan,  ¿vos la querés a Yanina? —La quiero, sí, pero no la amo. Te voy a explicar... —No, no me expliques, yo sé la diferencia que existe entre querer y amar. Espero que vos también la sepas y no te equivoques.  De todos modos si ya decidiste cómo resolver la situación  yo, como amigo ¿qué puedo decirte? —No digas nada. Ya renuncié a mi puesto en la facultad y mañana nos vamos del país. —¿Te vas del país? ¿Para dónde se van Juan? —No me preguntes —me contestaste—, después te escribiré. —Pero ¿y tu hijo? —insistí —  ¿no te importa lo que pueda ser de él? —Yanina tiene pasta de madraza — afirmaste—, no va a necesitar de mí para criarlo.
 En ese momento hubiese querido decirte muchas cosas, hasta de moral te hubiese hablado. De hombría. Pero entendí que sólo deseabas informarme, no  pedirme una opinión. Te miré a los ojos y te desconocí. Me sentí caer en un pozo profundo donde las palabras y mis sentimientos se entremezclaban. Traté de poner mi mente en orden hilvanando una buena frase que te hiciera recapacitar, pero permanecí mudo. Ausente. Te pusiste de pie y nos estrechamos las manos. Chau Manuel. Hasta siempre Juan. Te  fuiste sin mirar atrás. Yo pedí otro cortado y me quedé en el bar donde, un par de años atrás, habíamos conocido a Yanina. 
Estrenábamos nuestros títulos de Profesores de Español. Siempre fuiste ganador, simpático, entrador. Te sobraban las mujeres. Yanina apareció una tarde  con una amiga. Eran estudiantes de la Facultad de Humanidades. Nos impactó a los dos, pero yo no tuve oportunidad  vos ya te le habías acercado. Al poco tiempo ella dejó de estudiar y se fueron a vivir juntos.  A veces la amistad no nos da tregua. No sólo a Yanina le fallabas, al fallarle a ella me fallaste a mí. Te vi salir del bar y perderte entre la gente. Y por veinte años no te volví a ver.  
 Hoy llamaste a la puerta de mi casa y a mi hija menor le preguntaste por mí.  Te invité a pasar. Ni siquiera me extrañó tu presencia en mi casa. Siempre supe que un día u otro nuestros caminos volverían a cruzarse. Estás igual. Más veterano, como yo,  pero al verte se  nota que la vida te ha mimado. Conversamos de tu vida y te pregunto por Estela. Que sí, me decís, seguís con ella. Las cosas no resultaron como esperabas, pero bueno, a veces las cosas no se dan. No, no tuvieron hijos. La maternidad nunca estuvo en los planes de Estela. Por lo demás te ha ido bien. Estás radicado en Caracas, viniste por unos días a Uruguay pero ya te volvés. Encontrás hermoso a Montevideo. Todavía lo extrañás. Querés saber de mí. —Me casé  —te digo—, tengo tres hijos. Quedate a almorzar así conocés a mi familia. ¿Económicamente? Con dificultades, porque la situación en el país está muy complicada. Sigo de profesor en la  universidad y doy clases en dos liceos. ¿De mis hijos? Los dos mayores son varones y están en la facultad. La más chica todavía no terminó la secundaria. Mi familia es toda mi riqueza. --—Vamos  —te digo—, pasemos al comedor,  mi familia ya está reunida. 
—¿Ves, Juan? Estos son mis tres hijos. ¡Yanina! vení amor, acércate, tal vez te acuerdes de este amigo que tuve hace muchos años.
 Hoy va a almorzar con nosotros.

Ada Vega 2007