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miércoles, 28 de septiembre de 2016

Juan - Minicuento


Terminábamos de ver una película en la tele, de amor, de penurias y abandono. Le dije:
—Mi vida, así te amé yo desde que te conocí. Te esperé mucho tiempo, siempre supe que un día nos encontraríamos. Yo nací para vos. Era virgen cuando te conocí!
—Bué, cuando te conocí tenías 3 hijos!
—¿Y?
—Y si tenías 3 hijos no eras tan virgen.Porque una mujer virgen es la que nunca intimó con hombre alguno. Que supo conservarse pura e impoluta hasta conocer a quien sería el padre de sus hijos. Pero una mujer que amó, se casó y tuvo tres hijos antes de conocer otro hombre, con quien volvió casarse y tuvo más hijos, creo yo, que de virgen no tiene nada!
—Yo me refería a que cuando te conocí era virgen en mi alma. Porque el verdadero amor lo conocí a tu lado, mi amor. Porque cuando te conocí se borró mi pasado. ¡Porque ese día volví a nacer, mi vida!
—Perdoname, pero tu pasado no se borró, que yo sepa, a tu pasado los mandamos a la escuela y con nuestros presentes estudiaron, se casaron y andan caminando por la vida. Formamos una gran familia con tus hijos y los nuestros.
—¿Y?
—Y que entonces eso de que eras virgen cuando me conociste no pega ni con La gotita! ¿No te parece mi amor?
—¡¡Andá a la mierda, Juan! 

                                              FIN

El fresno




Un año el Municipio plantó árboles en mi barrio. Sobre la vereda de mi casa dejó un fresno adolescente y altanero. Desde la ventana del comedor lo veíamos crecer y desarrollarse.  A los dos años coronado de flores, se hizo hombre.
 Mi casa tenía un jardín con un muro y un portón. 
                   En esos días mi padre había comprado, en el invernadero, una Palmera Canaria de pocos meses para un cantero del frente.
 La palmera, exuberante, comenzó a crecer en belleza y  regocijo. Con cada nueva palma su tronco se iba engrosando  y entre  su ramazón, fuerte y segura, comenzaron a anidar los gorriones sin querencia.
Una primavera el fresno descubrió a la palmera llena de frutos y trinos. Y comenzó a estirarse hacia el muro para observar a la princesa.
Al principio creímos que era solo  su copa  quien se inclinaba curiosa, pero al llegar el invierno, vimos su tronco encorvado con las ramas ateridas apoyadas en el muro. El fresno trató siempre de llegar a la palmera. Acariciarla, quería. Cada año que pasaba su pobre tronco se encorvaba más, pero la princesa, de aquel amor, nunca se enteró.
 Indiferente y altiva cada día lucía más esbelta.
Los vecinos comenzaron a quejarse porque sus ramas puntiagudas  podían pinchar los cables de la luz y dejar el barrio a oscuras. De modo que mi padre decidió un día quitarla del jardín y se la regaló a  un amigo.
 Desde la ventana viví el dolor del árbol de mi vereda.
 Ese invierno pasó, el fresno no volvió a florecer y ni a dar frutos.  Su cuerpo vencido nunca se enderezó.
Una tarde gris de lluvia anunciada llegó  un niño con una sevillana,  jugando se acercó al fresno y le hizo un corte alrededor del tronco.
Al otro día volvió y paralelo al primero, hizo otro corte más abajo.

Al tercer día,  con la punta de la navaja, fue retirando la corteza entre ambos cortes. Tal vez no era un niño. Tal vez era un ángel, que algún dios compasivo, envió  a conocer el mundo y sus habitantes. Nunca volví a ver al ángel-niño. 
Y sucedió que al final de ese invierno, al fresno de mi vereda, por aquella herida injusta,  se le escapó la vida.

Ada Vega, 2015

lunes, 26 de septiembre de 2016

El que primero se olvida



María Eugenia nació en primavera. Cuando los rosales florecían y los árboles en las aceras se llenaban de gorriones. Nació cuando nadie la esperaba. Su madre ya había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran adolescentes. Y ella llegó una tarde como obsequio del buen Dios.
María Eugenia era una mujer de antes. Criada a la antigua. Conocedora de todos los deberes de una mujer nacida para servir. Servir a sus padres, a sus hermanos y si se cuadraba, algún día, servir a su marido y por ende a sus hijos. Todos los deberes le habían enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con su vestidito a media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente, con blusitas de manga larga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su casa. Respetuosa.
Siempre supo que menstruar era un estigma. Una afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por haber comido una manzana del árbol prohibido, en los tiempos del Paraíso Terrenal. Que se debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el mismo pecado los hijos se paren con dolor y para llegar a parirlos, primero hay que casarse ante Dios y ante los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena de que el marido la repudie y quede, por ello, sola y cubierta de vergüenza para el resto de su vida.
Todo eso le habían enseñado. Todo eso sabía María Eugenia, y más. Sabía que jamás, una mujer decente, debe gozar el acto sexual. Del gozo si lo hubiese, sólo tiene derecho el hombre. Que el marido no tiene por qué verla sin ropas, pues sólo se desnudan para hacer el amor las mujeres de vida fácil. Y sabía también que perder la virginidad la noche de bodas era algo terrible de lo que por desgracia, no se podía evitar.
De todo estaba enterada así que cuando a los dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó casarse con él, aunque no le pareció mal, desde que la decisión le fue expresada el terror hizo presa de su pobre alma.
El futuro pretendiente de María Eugenia se llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo de un matrimonio chacarero, amigo de la familia, trabajaba la tierra con su padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron. Si se gustaron o no, no tenía la mayor importancia. El matrimonio ya estaba decretado así que se fijó la fecha para el mes siguiente. Él le servía a ella y ella le servía a él.
La madre del novio opinó que los recién casados deberían vivir con ellos en la chacra, pues había mucho lugar, el joven trabajaba allí mismo y ella —la futura suegra—, prefería tener en su casa una chica tan bien criada, antes que a la esposa de otro de sus hijos que también estaba para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada desde la mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba pantalones como un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había trabajado mucho en la vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo de la casa. De modo que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros, para tenerla cerca por si alguna vez la necesitaban. Los jóvenes se casaron al fin, en una boda sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia con su vestido blanco, mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que Germán le llevó y que él mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado de apuro para la ceremonia y camisa blanca con cuello palomita. Celebrada la boda, después de una pequeña reunión con familiares y amigos, los novios se fueron para la chacra manejando el muchacho el mismo camión en que llevaba los pollos al mercado.
La nueva señora, sola en su dormitorio, cambió su vestido de novia por un camisón de manga larga y cuello con festón; se acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuesta a soportar lo que viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y, aunque no sabía muy bien por donde empezar, se portó como todo un hombre. Esa noche perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que él le hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios apretados y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al comprobar que no era tan bravo el león como se lo habían pintado.
A la mañana siguiente se levantaron al alba. Ella nerviosa a preparar el desayuno para todos. Él, contento como perro con dos colas, bebió su café sin dejar de mirarla, limpió las jaulas de los cardenales de la patria, y se fue al campo seguido de su perro, pisando fuerte y sacando pecho. Maravillado ante el descubrimiento del placer que significa hacer el amor con una mujer. Su propia mujer.
María Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer día. Estaba acostumbrada al trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido nunca le ocultó el haberse enamorado desde que la vio por primera vez, ella luchaba por desatar el nudo que se le había armado en el pecho entre el placer, los prejuicios y el amor. Y en esa ambigüedad de sentimientos se fueron sucediendo los días, el tiempo fue pasando, y aunque ambos los anhelaban los hijos no venían. Un día la mamá de María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara. La joven juntó un poco de ropa, dejó la chacra y volvió a su casa para cuidar a su madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego. Iba a verla como cuando era novios y conversaban mientras ella cocinaba.
Cansado de la situación el muchacho decidió, por su cuenta, buscar en el pueblo una casa para alquilar. Encontró una a su gusto. Con un dormitorio y fondo con aljibe. Trajo de la chacra los muebles del dormitorio, las jaulas de los cardenales de la patria, la cucha del perro y el perro. Compró algunos enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como estaba se la llevó. De delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina. La entró en la casa donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de asombro ante la ocurrencia de su marido.
Él le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El perro y los cardenales. La condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó por completo y por primera vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de la situación y ella sin nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y los ojos abiertos para no perderse nada. Y a los nueve meses exactos, María Eugenia tuvo su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos y que por nombre me puso Germán. Igual que mi padre.
Cuando terminó de contarme esta historia, mi madre me dijo sonriendo que el dolor de parto es el dolor más grande, sí, pero es también... el que primero se olvida. FIN


Ada Vega - 2004 

domingo, 25 de septiembre de 2016

Misivas de ida y vuelta



Sra. de García:

  Le ruego a Ud. Pase a la brevedad por la escuela donde concurre su
   hija Juanita, por asunto de su interés.
                                                                             Atte. La maestra Irene.

Señorita maestra Irene:
                          Yo no sé si usted se piensa que yo no tengo más   nada que hacer que pasar por la escuela a la brevedad por asunto de mi interés.  Los asuntos de mi interés están acá en mi casa no ahí en la escuela  que para eso está usted. Que al final este año entre la Juanita y el Maxi ya me han traído como veinte cartitas pidiéndome que pase por la escuela y yo pierdo de trabajar para ir y resulta que es para oír sonceras y cosas que a mí ni me van ni me vienen y que no son de mi interés, como ser donar ropa para los pobres como si nosotros fuésemos ricos ¡vea usted! o cosas como organizar quermeses para ayudar a los niños carenciados. Mire maestra yo no sé muy bien qué son niños carenciados, lo que sí sé es que a los míos apenas puedo vestirlos y de comer mejor ni le cuento que las más de las veces para que ellos coman mi marido y yo pasamos a mate y mate, pues yo no sé si usted está enterada de que a mi marido que trabajó como veinte años en una empresa, hace un año lo mandaron al seguro de paro y  cuando volvió lo echaron  ¿qué me cuenta?  a él que nunca robó ni llegó tarde lo dejaron en la calle así como así   y  ahora mi marido con cuarenta y cinco años que tiene no hay diablo que le dé un trabajo que agatas agarra alguna changa con el Ernesto que trabaja en la construcción  y que hasta tengo miedo que él, que nunca se subió a una escalera, un día se caiga de algún andamio y me lo traigan lleno de quebraduras y hecho un inservible que para eso mejor sería Dios me perdone que se muriera porque yo no  estoy le puedo garantir con tres limpiezas que tengo, la casa y los tres gurises como para andar lidiando con un lisiado por más que sea mi marido y el padre legítimo de mis hijos, porque para mí sería tremendo le juro tener que darle de comer en la boca a un hombre grande como mi marido que sano no hay comida que le venga bien de tan impertinente que ha sido siempre, así que enfermo figúrese usted, no ha de  haber cristiano que lo aguante y menos yo. Por lo que no quiero ni pensar el tener que andar cinchando con él con mis cuarentaidos quilos que peso últimamente de tan flaca y anémica que estoy así que... espere...  acá me acota mi hija la Juani  que mi concurrencia a la escuela es para pedirme una colaboración para ayudar a los damnificados de las inundaciones. Dígame una cosa señorita maestra Irene ¿usted vio la cañadita esa que pasa por atrás de la escuela  que empieza por la casa de doña Gertrudiz como una canaleta que hicieron los vecinos para que corriera el agua? Bueno, resulta que cuando llega por acá ya parece un arroyo y al pasar por mi casa va arrastrando latas, bolsas y todo tipo de mugre que tiran los vecinos y cada vez que llueve un poquito no más se desborda y mi casa se llena de agua, mugre y bichos muertos, a nosotros que   somos inundados permanentes nadie nos ayudó nunca ni a nosotros ni a ninguno de la cuadra  ¿y a usted le parece que yo puedo ayudar a los damnificados que se quedaron sin techo? vea señorita Irene , ellos se quedaron sin techo pero acá en el “cante ” la mayoría nace sin techo – mi hija me corrige – me dice que no se dice más “cante” que ahora se dice    “asentamiento” como si cambiar el nombre a los rancheríos y a la miseria mejorara la situación. Y no crea maestra que no tengo sentimientos, a mí me duele el hambre y el frío de los que tienen menos que yo pero me siento impotente no puedo dar lo que no tengo, me supera. Le puedo asegurar maestra que hay días en que me siento muy cansada y no es de trabajar le aseguro sino de no percibir un futuro mejor por más que lo busco, entonces sabe,  miro a mis hijos que están sanos que comen y van a la escuela y sigo tirando. Por todo esto que le digo y le cuento y que es la pura verdad le pido encarecidamente que la termine con las cartitas, que yo no pienso ir más a la escuela que de tanto ir parezco más alumna yo que mis hijos así que déjeme tranquila y pídale a los que tienen y no a nosotros que cada día tenemos menos, usted mejor dedíquese a enseñar que para eso está en la escuela de maestra que para andar pidiendo ya hay demasiada gente en la calle, porque últimamente se les ha hecho costumbre a los uruguayos vivir de la manga y le sacan a un santo para vestir a otro y así nos piden ropa, comida, muebles, chapas, sangre y como les parece poco  ahora también nos piden los órganos vitales, ni muertos dejan de mangarnos. En fin espero que yo haya sido lo suficientemente explícita y que usted haya entendido por qué no voy a la escuela por asunto de mi interés, cuando tenga algo importante que comunicarme como ser que mis hijos estudian o no estudian o arman relajo en la escuela  me lo hace saber de lo contrario no se moleste que yo no quiero saber qué les pasa a los demás que con lo que me pasa a mí es más que suficiente pues habrá visto que yo a duras penas voy llevando la economía de mi casa que es más que precaria.
 Espero sea usted muy feliz y los maestros consigan algún aumentito pese a las trabas de la Argentina, las controversias por la marihuana  y la humedad.               Atte. La mamá de Juanita                                                                     
P.D. Perdone si la misiva me salió un poco larga, lo que pasa es que no sé por qué, pero últimamente ando medio nerviosa. 

Ada Vega -  1998

viernes, 23 de septiembre de 2016

Una mujer para recordar




El hombre había tenido una mujer. Una mujer a la que había amado — eso decía. Cuándo, cuántos años hacía — preguntaban los habitué.
       No sabía. No se acordaba. Sólo recordaba que, una vez, había tenido una mujer. De ella no se olvidaría nunca.
Aquel hombre había llegado una noche, como perdido, y se aquerenció en aquel boliche de la ribera. De estatura regular, tenía la cabeza cana, los ojos claros y las manos finas. Manos de pianista, decían algunos; de cirujano, decían otros, o tal vez de tallador.
Tendría en esa época alrededor de sesenta años. Vestía trajes pasados de moda con camisa blanca y corbata  que le daban cierto aire de  distinción.
        Todas las noches venía al café. Tarde, todas las noches, y se quedaba hasta que el patrón bajaba la cortina. Tomaba solo, de pie, acodado al mostrador con la mirada fija en la heladera de diez puertas, sobre la que descansaba la estantería abarrotada de botellas de whisky, de ron, de ginebra. 
          De espaldas a las mesas de truco, a la mesa de billar. Ajeno al ruido. Y se iba, entrada la madrugada, tambaleándose por la vereda.
        En la noche furtiva, cuando los gatos salen a defender sus territorios por las azoteas y los últimos trasnochados apuran de un trago la del estribo, el hombre hablaba de la mujer.
          Que fue la mejor hembra que en la vida tuvo ---decía como hablando solo. Que tenía la piel de seda y el cuerpo de nácar, la boca seductora y los ojos...los ojos negros y profundos que lo trastornaban. Que lo enloquecían.
           ¿Quién era ella? Qué pasó con ella —los otros querían saber.
  Y el hombre se hundía en un mutismo umbroso, su mente se perdía en un sin fin de recuerdos de los que se negaba a salir.
          Volvía entonces a su obstinado silencio, con la mirada fija en la heladera de las diez puertas.
Así, en varias oportunidades cuando  el alcohol lo obnubilaba le habían oído contar pedazos de su vida, reminiscencias de un pasado sombrío. Hasta que una noche, vaya a saber por qué causa, el hombre contó la historia de aquella mujer que había tenido hacía muchos años. No sabía cuántos. No se acordaba.
La conoció una noche en una cena empresarial —contó. Se la presentó un amigo. El se impactó al verla y los ojos de ella lo obligaron.
En aquel tiempo era gerente en una firma de plaza —recuerda y entrecierra los ojos  —tenía esposa y tres hijos.
 —Todo lo dejé por ella. Para amar a aquella mujer abandoné mi casa, mi mujer y mis hijos. Por seguirla día y noche, enfermo de celos, perdí mi empleo. Un día descubrí que me engañaba, y la maté.
Largos años estuvo privado de libertad. No sabe para qué salió.
—Si de todos modos sigo preso de aquella mujer —sigue diciendo, —ella continúa burlándose de mí.
Y su familia. ¿Qué pasó con su familia?  —todos preguntaban.
 —No sé —decía el hombre—,  nunca quise saber.
Mi mujer —insistía— la mujer que tuve  es aquella,  la que maté con mis propias manos. La que sigue viva en mí. La que continúa atormentándome. La mujer maldita, que nunca dejaré de amar.
         Había llegado una noche, como perdido, a aquel boliche de la ribera.

Ada Vega, 2013 

martes, 20 de septiembre de 2016

Si vuelvo alguna vez


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Cuando tuve el primer síntoma no dije nada en casa. Esperé la evolución. Necesitaba estar segura para saber después a qué atenerme. No pensaba, en aquel momento, considerar con los míos un suceso que sólo a mí me afectaba. No fue por temor o egoísmo. Creo que fue simplemente para preservar mi intimidad de alusiones compasivas, aunque estas fuesen vertidas por familiares muy queridos. Creía que encontrarme padeciendo un trastorno en mi salud, no era mérito para involucrarlos en una conversación que los alarmaría. Pues comentar el caso no traería alivio para mí y sí, preocupación o angustia para ellos. Además, para qué. Estaban tan acostumbrados a saberme sana que lo más probable sería que no le otorgaran, a mi enfermedad, la importancia que debían. Podrían pensar, tal vez, que mi malestar era causado por una gripe que, al fin, me atacaba por primera vez.


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Mi familia con respecto a mi persona fue siempre algo apática. No por falta de cariño, sino por haberse creído la fábula de que era yo una súper mamá. Claro que la culpa de que pensaran así, fue mía. Aparte de haber sido muy sana nunca me quejé de dolores que sí, los tuve; ni hice cama por fiebres, ni gripes, ni reumas, ni ataques al hígado. La familia fue siempre mi prioridad: mi esposo que trabajaba mucho y mis hijos que crecían, estudiaban y comenzaban a irse de casa. Mi quehacer con ellos fue full time. Siempre estuve a la orden. Ahora que todo pasó, me doy cuenta que no hice nada de provecho con mi vida. Ni maestra fui, que era la carrera mejor vista que hacían las jóvenes, en aquellos años. Sólo mi madre reparó que mi destino se encaminaba por su mismo rumbo. Por lo tanto trató de evitarlo y para ello, solía ponerme de ejemplo a su amiga Elena.


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Fui a ver al médico y le expliqué lo que me sucedía, con la casi seguridad de conocer el dictamen. Él me miró, me escuchó con mucha atención y después de examinarme y hacerme algunas preguntas me dio pase para el oncólogo. Conseguí número para la semana entrante y fui a verlo. Era un médico muy mayor, de pocas palabras. Pronunció las necesarias al entregarme una orden para una serie de estudios con fecha urgente. Cuando tendió su mano para despedirse dijo. —Véame en cuanto los estudios estén prontos.


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La primera en irse de casa fue Laurita. Había terminado la Licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades, y quería ser escritora. De manera que con ese propósito se fue a vivir con su novio a un departamento del Centro.
Desde pequeña Laurita supo que se dedicaría a las letras. Tenía en su haber todos los condimentos necesarios para lograrlo. Era una joven alegre, curiosa y apasionada. Mentía con la habilidad del más encumbrado escritor. Y lo hacía con tanta naturalidad que hasta ella misma creía sus propios embustes.
No podía fracasar.


V

Mamá y su amiga Elena crecieron en un barrio de las afueras de la ciudad. Fueron amigas desde niñas, hicieron juntas la escuela y el liceo. Mi madre se enamoró antes de terminar la secundaria. Cuando apenas cumplidos los veinte años contrajo matrimonio, Elena ya estaba en la Facultad de Medicina. Años después, ante de volar a Europa en el viaje de egresados, fue a despedirse de mamá que ya tenía tres hijos, dos gatos y un perro.

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Los estudios que mandó hacer el oncólogo confirmaron mi vaticinio. Me explicó que en lo inmediato iba a solicitar una consulta con un patólogo, para obtener un diagnóstico definitivo sobre el pronóstico y la selección del tratamiento. Por lo tanto me realizaron una biopsia para que el facultativo estudiara el tejido y las células en su microscopio.


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Después se fue Analía. Era la mayor de los tres. Trabajaba como analista de sistema en una financiera. Fue, de mis hijos, la más aplicada. La más responsable. Se casó con un compañero de trabajo hecho a su medida: trabajador, serio y con un futuro planificado de ante mano con el cual armonizaban los dos. Se compraron primero el auto, después la casa, luego viajaron a Europa y por último tuvieron los hijos. Fue la única que se vistió de novia y se casó por la iglesia en una boda de campanillas.


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Elena volvió de Europa a los seis meses. La primera visita fue para mamá, le llevó de regalo una blusa de Florencia y perfumes de París. En esos meses se había convertido en una mujer elegante y sofisticada. Aunque comenzó a trabajar, siguió estudiando para especializarse en neurología. Para entonces mamá estaba embarazada de su cuarto hijo y había agregado a sus quehaceres el cuidado del jardín, que mantenía todo el año con flores, y el de un jaulón lleno de pájaros que atesoraba mi padre y que ella sufría. No toleraba ver pájaros enjaulados.


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El resultado de la biopsia, que envió el médico patólogo, confirmó lo que el oncólogo y yo presumíamos. Antes de dar comienzo al tratamiento, que era un tanto largo y con medicación agresiva, el doctor quiso hablar con alguien de mi familia. Yo me opuse. Le dije que por el momento, mientras no fuese necesario, prefería que nadie se enterara de mi enfermedad.


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Jorge demoró más en abandonar la casa. Con el padre llegamos a pensar que nunca nos dejaría. Era ingeniero, oficial de la Marina Mercante, y pasaba la mayor parte del año embarcado. A la vuelta de cada viaje se quedaba con nosotros hasta que volvía a partir. Nos habíamos acostumbrado a su alternada compañía, cuando un buen día conoció a una chica que lo trastornó y antes del año, anunció su casamiento. El matrimonio se llevó a cabo de mañana en el Registro Civil. Concluido el mismo, con amigos y familiares compartimos un almuerzo en un restaurante céntrico. De allí se despidieron y se fueron de luna de miel.


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Mi madre tuvo cinco hijos, tenía cincuenta y pocos años cuando falleció papá. Lo primero que hizo cuando quedó sola fue abrir la puerta del jaulón y soltar los pájaros. Muchos salieron a volar enloquecidos, otros no se animaron y aún con la puerta abierta prefirieron quedarse al amparo. Algunos alcanzaron los tallos más bajos de los árboles y de a poco, volando de rama en rama fueron calentando las alas hasta que al fin se fueron y no los volvimos a ver. Pero otros, sin experiencia, sucumbieron. No estaban acostumbrados a volar. Intentaron vuelos cortos y quedaron por allí, entre las plantas, sobre el muro, cansados, desorientados. No les dieron las alas. Y pese a los gritos de mi madre y a los ladridos del perro, los gatos los alcanzaron. Querida mamá, ese dolor la acompañó siempre. Ella entendió demasiado tarde. Y nosotros aprendimos que existen los pájaros jauleros. Y existen los otros.


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Al principio la medicación era muy suave. Tolerable. El doctor pensaba abarcar todos los tratamientos posibles antes de ir a la intervención quirúrgica, en la que no confiaba demasiado. Pero yo comencé con mareos y pérdida de equilibrio, por lo tanto decidió no esperar más. Ese mismo día, cuando fui a verlo, también me vio el cirujano. De manera que decidí hablar con mi familia.
Reunirlos a todos no fue fácil. Cuando no era uno, era otro, que por distintas causa no podía venir. Al fin, después de idas y venidas, logré reunirlos.


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De los cinco hijos que tuvo mi madre, dos se radicaron fuera del país. Los otros tres nunca dejamos la ciudad. Murió de casi ochenta años. Los últimos los vivió sola en aquella casa donde de recién casada cultivaba un jardín. Su amiga Elena, la neuróloga, murió el mismo año. Nunca se casó ni tuvo hijos. Consagró la vida a su profesión. Murió unos meses después que mamá. Fueron amigas, hasta el fin de sus días.


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Mi esposo sabía que estaba enferma, que de algo me estaba tratando. No sabía bien de qué. Nunca le di muchas explicaciones. Mis hijos pusieron un poco en duda la historia de mi mentada enfermedad. Creyeron que el malestar que mencionaba era causado por desajustes propios de la edad. Tenés que cuidarte mamá. Ahora están solos, no trabajes demasiado. Hagan alguna excursión, váyanse de viaje a alguna parte. No tenés mala cara mami, te vemos bien.
—El doctor tiene interés, a la brevedad, en hablar con alguno de ustedes
—arriesgué durante la conversación.
—Voy yo —se apresuró a decir mi esposo.
—Analía —recuerdo que dije—, me gustaría que acompañaras a papá.
—Sí, claro —me contestó—, mañana y pasado no puedo, ¿puede ser la semana próxima? No entendió que era urgente. Antepuso un par de asuntos suyos a la visita que pedía el doctor. Preferí no insistir. Mi esposo de golpe comprendió todo. Lo hablamos cuando se fueron y nos quedamos solos. Le pedí que me ayudara a pasar el trance.


XV

Laurita me atravesó con sus ojos de escritora que ve más allá, que todo lo sabe o lo presume. No necesitó decirme nada. La miré, y fuimos cómplices. Jorge asimiló el golpe lo mejor que pudo. Me miró como miran los varones a las madres, cuando tienen miedo. Mi fingida serenidad, dio un respiro a su inquietud.
Después, todo pasó tan rápido que aún me parece un sueño terrenal. No llegué a conocer a mis nietos. 

Si vuelvo alguna vez, me gustaría ser maestra. 

Ada Vega 2013 

sábado, 17 de septiembre de 2016

La abuela Gaby




La abuela Gaby está completamente sorda. Más sorda que una tapia.

Me da pena, a veces. La veo a diario recorrer la casa diligente, tratando siempre de ayudar a mi madre en los quehaceres. Activa, sigilosa. Su paso breve por las habitaciones trasunta paz. Seguridad. Desde que está sorda ha dejado de hablar. Se ha acostumbrado a permanecer callada y nosotros respetamos su decisión.

Algunos vecinos creen que también ha perdido la voz. Pero no está muda. Cuando quiere, y tiene ganas, nos endilga algún discurso. Cada vez que le dirigimos la palabra nos colocamos frente a ella pronunciando lentamente y exagerando el movimiento de los labios, para que lea en ellos lo que queremos decirle. Entonces ella, si lo considera necesario, nos contesta con gran solvencia y soltura pues su mente, gracias a Dios, se conserva nítida y fresca como un amanecer de estío. De lo contrario, si cree que no vale la pena contestar, apoya apenas una mano en su cabeza y con la otra hace señas de que no oye, de que no entiende, da media vuelta y se va.

Es hermosa la abuela Gaby. Es delgada y menuda. Tiene blanca la cabeza. Los ojos celestes y la risa pronta. Las manos pequeñas y un conocimiento de la vida como pocas personas tienen. Un conocimiento adquirido por percepción más que por vivencia propia. Pues la abuela –—es de justicia decirlo— no ha salido de esta casa desde que la entró en los brazos, al año de estar casados, Heriberto Villafañe, un mocetón alto y fuerte que fue su amante, su compañero y su marido por más de cincuenta años. También el padre de sus cinco hijos y el gran amor de su vida.

Los pormenores de la vida romántica de la abuela no los conozco por mi madre, quien se ha resistido siempre a hablar del tema por considerarlo demasiado escandaloso. Ha sido la propia abuela quien, desde que era niña, en las largas siestas de verano, sentadas bajo los árboles del jardín, me ha contado su historia de amor y cómo y por qué se casó con el abuelo Heriberto.

La abuela Gabriela —que así se llama— nació un día de setiembre de 1924, en una casa quinta, cerca del Parque Hotel. Su madre fue una francesa nacida en el valle del Ródano, que había venido con sus padres a radicarse en Uruguay hacia 1910.

Su padre fue un criollo nacido en pleno Centro, empleado administrativo del Banco de Seguros, quien conoció a la francesita, una tarde de domingo de 1920, en el Rosedal del Prado, casándose con ella dos años más tarde en la Catedral de Montevideo.

Según me ha contado tuvo una linda niñez, hizo sus estudios en un colegio privado, y a los veinte años estaba pronta para casarse con Antoine Prévert, un pariente lejano por parte de la madre, muy elegante, muy correcto y muy francés, dueño de una gran fortuna, residente en París, con quien supo desde siempre que se casaría.

Conociendo, pues, a su futuro esposo llevó con él un noviazgo de poco más de un año hasta la fecha elegida para la boda. Un noviazgo serio, respetuoso, tal como correspondía a un caballero del linaje de Antoine Prévert.

Gabriela estaba feliz con la idea del próximo matrimonio. Su prometido era apuesto, cordial. La trataba con gentileza y amabilidad. Con dicha unión se abría ante ella un mundo de lujo y bienestar.

Faltando poco más de un mes para la boda, mientras se realizaban los últimos preparativos conoció, en la casa de unos amigos, a Heriberto Villafañe. un joven de veintidós años que trabajaba como operador en un cine de la ciudad. Nacido en un barrio pobre hijo de un mecánico y una costurera, sin más fortuna que su juventud y sus dos manos para trabajar, era Heriberto la antítesis de su novio francés. Sin embargo, desde que se vieron por primera vez, ambos, se sintieron atraídos.

El muchacho, más apasionado, comenzó a perseguirla. A hostigarla, casi. Ella sorprendida, profana en el juego del amor, haciendo alarde de mujer fatal, peligrosamente, le seguía el juego. Nunca pensó que, en ese juego, podría peligrar su ya anunciado matrimonio.

Mientras se probaba el traje de novia una y otra vez, con su velo blanco, comenzaron a encontrarse a escondidas, algunas veces en el parque, otras en el cine y las más vaya a saber dónde. Lo cierto es que Gabriela una o dos tardes por semana desaparecía de su casa para volver al atardecer feliz y contenta, sin aclarar demasiado el motivo de sus reiteradas deserciones. En esos días cercanos a la boda ayudaba a su madre a escribir las tarjetas, opinaba sobre las exquisiteces que se servirían en el bufete, y festejaba entusiasmada cada regalo recibido.

La relación con Heriberto pensó ella que sería algo pasajero, apenas una travesura como para despedirse de la soltería. No creyó que llegaría a incidir sobre la realización de su próxima boda. Ni le pasó jamás por la mente, que pudiese existir algún motivo por el cual suspenderla. De todos modos, unos días antes de casarse los continuos mareos, las náuseas que le provocaban ciertos alimentos y los antojos que de pronto le atacaban, comenzaron a preocuparla. Preocupación que llegó al paroxismo al comprobar que su regla mensual se había suspendido.

Estaba embarazada y no de Antoine precisamente, con quien nunca había tenido relaciones íntimas. El caso era grave y no se vislumbraba solución. Pudo quizá haberse casado, como estaba decidido, y el niño pasaría por ser hijo del francés. Pudo practicarse un aborto. Calladamente. Sin que la sociedad pacata de entonces llegara a enterarse. Pudo, pero no quiso.

La abuela Gaby renunció al casamiento programado con años de anticipación, despreció la fortuna en francos franceses, que la esperaba, y se fugó con el operador de cine a vivir en un apartamento, con claraboya, en el barrio de La Aguada.

La familia jamás la perdonó. Mi madre tampoco.

El abuelo Heriberto abandonó su trabajo de operador de cine y subsidiado por la empresa argentina Glucgsman, abrió en el centro una sala cinematográfica.

Antes de nacer el niño se casaron sin ostentación por el civil, dejaron el apartamento con claraboya y se mudaron para una casa preciosa en La Blanqueada. Mientras el abuelo, ya diestro empresario, inauguraba la segunda sala en el barrio de Pocitos. Para entonces la abuela ya había dado a luz los dos primeros varones de los cuatro que tuvo, más mi madre que fue la última en nacer y la única mujer.

Antes de inaugurar la tercera y última sala de cine, el abuelo le compró a la abuela la casa de La Blanqueada que es ésta donde vivimos mi madre, mi padre, la abuela y yo. El abuelo Heriberto falleció hace ya algunos años, pero la abuela sigue recordándolo y hablándome de él. Le he preguntado, últimamente, que fue del novio francés. Cree que volvió a Francia y allá se quedó.

En aquellos días de la vergonzosa fuga, la madre y el padre se enojaron mucho con ella, pero cuando dio a luz al segundo varón vinieron los dos a verla y a conocer a los nietos. Y aunque nunca le perdonaron el papelón que, por su culpa, hicieron ante los demás parientes, llevaron una moderada relación. Lo cierto es que la abuela nunca se arrepintió de la elección que hizo.

Pocas veces he hablado de este tema con mi madre. De todos modos sé como piensa al respecto. Para mamá la abuela fue una inconsciente al rechazar a Antoine y su boato. Pudo, le ha dicho más de una vez, haber sido una mujer rica. Mamá ciertas cosas no las entiende. Por eso soy más amiga de la abuela que de ella. Amo a la abuela Gaby, a su lado he aprendido muchas cosas de la vida. Mamá se preocupa cuando nos ve conversar a las dos y le dice que no me llene la cabeza de pajaritos. La abuela la mira, frunce el entrecejo, le hace señas de que no oye, de que no entiende, da media vuelta y se va refunfuñando.

Creo que mamá desconfía de la sordera de la abuel
a.
A veces... yo también.

Ada Vega 2009