Powered By Blogger

viernes, 3 de marzo de 2017

Amor de hombre




¿En qué pensaba Magela, tan llorosa, aquella noche de verano tendida en la cama junto a su marido, mientras lo miraba dormir con la placidez  de un santo?  Cuántas noches de cuantos años habían pasado desde aquella primera,  sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años. Quién era ese  hombre que dormía boca arriba, un brazo doblado sobre el pecho y las piernas ligeramente abiertas  y estiradas. Con  una cara de yo no fui, vistiendo apenas  un calzoncillo de lino azul  tan breve,  que apenas lograba contener al pájaro de la lujuria causante de su desasosiego. Pájaro altanero, engañoso y cruel que,  conociendo su desconsuelo,  trataba de atisbarla, siempre curioso, desde la puerta apenas entreabierta de su escondrijo.
 Y ella no merecía ese oprobio.
 ¿Quién era ese hombre con quién hizo el amor hasta ayer? Con quién engendró sus hijos  y compartió su vida, hacía  más de veinte años. A quien amó con vehemencia, cada día y cada minuto de esos años. Y  a  quien estaba dispuesta a arrancar de su vida al enterarse  que ese hombre, que siempre creyó suyo,  la engañaba con otra mujer.
  Lloraba, Magela, en silencio y sin consuelo abrazada a la almohada. 
Al verlo dormir con tanta beatitud  pensó cuantas veces la habría engañado y ella,  en el limbo, ignorándolo como una tonta. Se sentía humillada. Burlada.  No pudo dominar el ramalazo que  la dominó. Su pecho se llenó de odio.  Lo odiaría por el resto de su vida. Lo arrancaría de su corazón. Ya no existía para ella.
 Volvió la cara llorosa hacia ese hombre que dormía  a su lado semidesnudo. ¡Por Dios! Y que  guapo era. Qué bien se conservaba el desgraciado, ¡mal  rayo lo parta! No representaba los años que cargaba encima. Conservaba el vientre plano y el cuerpo recio de cuando era un muchacho. Sólo las canas recordaban  los años que llevaba vividos. Pero las canas les sientan a todos los hombres y él no iba a ser la excepción, por cierto.  Sintió el impulso de matarlo. Clavarle  un puñal en el pecho. Pegarle un par de tiros. Ponerle los cuernos con el vecino de la otra cuadra que, según él,  siempre la miraba.
 Había dejado de llorar y seguía pensando en distintos tipos de venganzas con los ojos fijos en el cuerpo de su marido que dormía, ahora, con la boca abierta y despatarrado sobre la sábana de flores celestes. Le agradaba el cuerpo de su marido. Siempre le agradó. Era hermoso y deseable, maldito sea.  Ese cuerpo que besara mil veces, apasionada, de la cabeza a los pies. Ese cuerpo que no tenía misterios para ella. Su pecho fuerte donde adoraba, después del amor,  recostar la cabeza. Sus piernas firmes enredadas en las suyas en las noches de invierno. Sus manos que eran pájaros curiosos recorriéndola entera y su boca, su boca húmeda sobre su piel.
¡Santo Dios! ¿Por qué tenía ella que apartarlo de su vida? ¿Por qué tenía que dejar de amarlo y convertir su amor en odio, si fue él quien la ofendió?
Si ella era inocente de toda inocencia. Si jamás le había faltado ni con  el pensamiento. ¡No era justo!
Ya esa noche ambos habían tratado el tema. Magela, atando cabos, había llegado a la conclusión de que su marido tenía una amante. Hilando fino, juntando datos, aparentemente sin importancia, como llegadas tarde a  la  vuelta del trabajo. Desganos u olvidos para el amor, en noches febriles en que ella estuvo impaciente y urgida de él. Pequeños detalles. Simples, tal vez.  Que hubieran pasado desapercibidos en otra mujer que no fuese Magela: cuida estricta de su hogar y conocedora de su compañero hasta en sus pensamientos. Detalles  que la fueron   llevando hacia una realidad no esperada.
Eso le sucedió a Magela. Descubrió que su marido tenía una amante  y se lo dijo.
—Oscar, vos tenés otra mujer, le había dicho esa noche cuando terminaron de cenar.        
  —¿Qué decís? —le contestó él.   —Lo que oíste, y no me lo niegues  que lo sé bien.
—¡Estás loca de remate! —trató de cortar él.
Empezaron un ping pong de preguntas sin mucho asidero y respuestas esquivas.  El le juró que no tenía, ni nunca había tenido una  amante. 
—Esta semana vos te acostaste con otra mujer —le insistió Magela.
— Eso no es tener una amante —le contestó Oscar, seguro de lo que decía.
---¿Qué decís?
 —¡Que no tengo ninguna amante!
—¡Pero te acostaste con otra!
— ¿Y qué tiene eso?
—¿Cómo que tiene? ¡Me engañaste, te burlaste de mí! 
—¡Por favor Magela, no dramatices! vos sos mi mujer, yo te quiero a vos, vos sos la única mujer  que tuve siempre. ¡Lo demás no tiene nada que ver! Son cosas que pasan. ¡Nada que ver!
Quiso tomarla por la cintura y besarla como la besaba siempre, pero ella estaba muy enojada, recogió los platos y se fue a la cocina. Y él se fue al dormitorio.
 Ahora Magela lo mira dormir con la beatitud y la inocencia de un ángel bueno. Y no sabe qué hacer. Si pedirle que se vaya de la casa e iniciar el divorcio,  irse ella a  pasar mil penurias,  con sus hijos, vaya a saber dónde,  o  aceptar que su marido la  siguiera engañando cada dos por tres.
Entrada la madrugada la venció el sueño se cubrió con la sábana de flores celestes mientras su marido, dormido profundamente, roncaba con entusiasmo como roncan los hombres justos,  felices y satisfechos.
A la mañana siguiente Oscar se levantó como siempre para ir al trabajo,  tomó el café de pie en la cocina y antes de irse pasó por el dormitorio y le dijo a Magela: mamá, no te olvides que hoy Charito tiene hora para el dentista y que tenés que pagar el recibo de la luz porque hoy es el último día. Se inclinó le dio un beso en la mejilla y le dijo: me voy que se me hace tarde, chau. Portate bien.
 Para Oscar, la conversación de la noche anterior no había dejado ni rastro. Pero Magela estuvo días y días con la mente aturdida buscando una solución a su problema. Hasta que una tarde llegó de visita su madre: la abuela Ernestina. Mujer cabal, si las hay. De una sensatez y un dominio de las más difíciles situaciones, que pocas personas pueden esgrimir. Magela contó a su madre el momento que estaba viviendo y las posibles situaciones  que estaba procesando a fin de separarse de su marido. Hasta de matarlo habló. Doña Ernestina la escuchó atentamente sin pronunciar palabra. Cuando su hija terminó de contar su peripecia le dijo muy calma: —Si yo hubiese matado a tu padre cuando, como vos, me enteré que me engañaba ustedes serían huérfanos y se hubiesen criado en un orfanato. Y hoy yo no tendría a tu padre a mi lado que fue mi contención, mi compañero, quien sin dejar nunca de trabajar me ayudó a criarlos, a educarlos y mandarlos a estudiar, en años largos  y  difíciles.
Si yo, en lugar de matarlo, me hubiese ido abandonando la casa. Pregunto: ¿dónde hubiese ido con tres niños chicos, sola, sin trabajo y sin dinero? ¿Qué familiar, qué amiga me hubiese ofrecido su casa para mí y mis hijos por tiempo indeterminado?  ¿Crees que hubiese sido justa con ustedes al dejarlos sin padre y sin casa? Yo también entonces pensé muchas cosas. Yo también, como vos ahora, me sentí humillada, dolorida. Y no tuve a nadie que me aconsejara para bien ni para mal. Sin embargo, de lo que hice no me arrepentí nunca. Sabés, Magela, vos ahora no te das cuenta, tal vez pase mucho tiempo para que comprendas que lo que dice tu marido es cierto: lo que hizo no tiene importancia. Entendeme, no tiene para los hombres, la importancia que le damos las mujeres.  No importa lo que oigas por ahí, no importa lo que te digan, vos no podés poner en riesgo tu casa y tu familia. Tus hijos necesitan al padre y a la madre, y vos sabés bien que tu marido es un buen padre. Tu caso no es para una separación. Haceme caso, olvidate y seguí como si  no hubiera pasado nada.
—Mamá, ¿vos me estás diciendo que lo perdone?
— Sí, si olvidar es perdonar, te digo que lo perdones.
¿En qué pensaba Magela tendida en la cama después de hacer el amor, apoyada la cabeza en el pecho de su esposo,  aquella noche de verano?
Mientras  su esposo dormía con la beatitud de un santo en la paz de un monasterio. Desnudo como Dios lo trajo al mundo. Ángel  de pecado. Con la cabeza ladeada, las piernas  apenas entreabiertas y estiradas, con un brazo a lo largo del cuerpo y el otro rodeando su espalda.
¿Cuántas noches de cuántos años habían pasado desde aquella primera, sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años?
No sabe, Magela, cuantas noches de amor han  pasado ni  cuantas restan por venir, sólo sabe que junto a su hombre, el padre de sus hijos, seguirá compartiendo lo bueno y lo malo que la vida le depare, solamente por amor, el resto que le quede por vivir.

Ada Vega,  2006 - Blog:  http://adavega1936.blogspot.com.uy/

miércoles, 1 de marzo de 2017

Algún día si acaso




                                                     I                  
 Reconozco que la doble vida que llevé, durante varios años, la viví sin culpa ni remordimiento. Feliz. Como un hecho legítimo y natural.
Cuando me casé con Daniela había cumplido veintiséis años y ella veinticuatro. Nos conocimos  en las oficinas de una casa importadora, donde trabajábamos, en el Centro de Montevideo.
Un diciembre, poco antes de cumplir los dos años de matrimonio, conocí a Andrea  en casa de unos amigos. Había ido solo y esa misma noche, nos fuimos juntos. 
Andrea resultó ser una compañera increíble. Teníamos la misma edad y aunque no poseía una gran belleza física, sus ojos grises y enormes, atraían la atención sobre su persona. Era, de todos modos, una joven atractiva, muy centrada e inteligente. Sabía lo que quería de la vida y luchaba para conseguirlo.
 Cuando la conocí vivía con sus padres en una casa antigua del barrio Sur. Tenía, ya entonces, un cargo importante en una reconocida firma comercial de plaza.
Nuestra relación fue franca y abierta desde el principio. Siempre supo ella de mi estado civil sin llegar a darle demasiada importancia pues pensó, como también pensé yo, que lo nuestro sería sólo un amor de verano.
Al principio nuestro trato consistía en encontrarnos cada quince días para ir a ver una película, o una obra de teatro y dormir juntos en algún motel de paso. De  manera que, sin darnos cuenta, nos fuimos involucrando cada día más al punto de que la relación, que había comenzado como algo pasajero y sin culpa,  fue convirtiéndose en una historia que nos exigía y nos comprometía a ambos.
 Pasó el tiempo y ella fue escalando posiciones en su trabajo. Decidió entonces vivir sola y alquiló un departamento  frente al  lago del Parque Rodó. En esa época comencé a viajar al exterior, enviado por la empresa donde trabajaba. Esa fue la coartada que comencé a esgrimir ante mi esposa, cada vez que me quedaba en casa de Andrea.
 De todos modos, a pesar de que nunca lo dijo, muchas veces he pensado que Daniela estaba al tanto de mi secreto. Que sabía de la existencia de otra mujer en mi vida. Y que por temor a perderme, obligándome a decidir por ella o la otra, jamás dijo una palabra. Aunque tal vez, haya sido solamente una impresión mía.
 Mi situación ante la sociedad no era inédita. He sabido de otras historias de hombres con doble vida parecidas a la mía. Sólo quiero decir que no es fácil mantener en secreto una relación clandestina y que, inexorablemente, llega el día en que debemos decidir.
 Daniela dejó de trabajar a los pocos años de casados. Para ese entonces yo contaba con un buen sueldo  de modo que decidimos, de común acuerdo, que se quedara en casa a fin de llevar a cabo un tratamiento médico, que hacía un tiempo deseaba realizar, pues no lograba embarazarse y sufría por esa causa. Infortunadamente, pese a todo su esfuerzo, nunca logró quedar embarazada. A mí me dolía verla sufrir y siempre le dije que yo la amaba y no me importaba no tener hijos.
Daniela es muy distinta a Andrea. Daniela es muy frágil. Necesitó siempre de mi amor para vivir. Su vida se resumió siempre en mi persona. El sentimiento que me unía a mis dos mujeres tenía facetas distintas. El amor que sentía por mi esposa incluía la ternura. La necesidad de protegerla. En cambio, el amor que me inspiraba Andrea llevaba impreso la admiración que sentía  por esa mujer que se abrió paso en la vida, sin depender de nadie. Que me dio quince años de su vida sin pedirme jamás que me separara de mi esposa. Que renunció a su maternidad para que no me sintiera atado a ella, ante la obligación  que representa un hijo.
Y  los años fueron  pasando inflexibles. No obstante,  pese a vivir  rodeado de amor, comencé a sentir cansancio. Cansancio de inventar viajes, de tener dos casas, dos mujeres y una sola vida. De no saber, cada año, junto a quien festejar la Navidad, mi cumpleaños. Con quien pasar las vacaciones. Pensé que ya era tiempo de dejar de mentir.  Comprendí, entonces, que  el final de mi doble vida estaba llegando y sólo me restaba  decidir si seguiría viviendo en mi casa,  con Daniela,  o con Andrea en su departamento. De modo que pasé varios meses buscando la mejor manera de enfrentar la situación, que ya no admitía más dilaciones. Decidí entonces hablar con Andrea, pues era la única persona con  quien  podía comentar lo que me sucedía y pedirle, acaso, su  opinión.
 No llegué a hablar con ella. Andrea me conocía más de lo que yo creía. Ahora me doy cuenta que supo de mi  lucha interior y no quiso ser partícipe.  Fue generosa conmigo hasta el final. Y decidió por mí.
 Un fin de semana fui a verla. Al abrir la puerta de su apartamento lo encontré vacío. Me asusté y  bajé para hablar con el portero. Me dijo que Andrea se había ido la noche anterior. Me dejó una carta. Sólo dos frases para despedirse de mí:  Amor, quédate con ella. No me olvides. Andrea.
Hoy, después de tantos años, la sigo recordando. Creo que Andrea conoció antes que yo el final de nuestra historia y  se anticipó a mi decisión. No se equivocó.
  ¿No se  equivocó...? 
                                         II

            Y bien, Daniela. Te has quedado con él. No ha tenido que elegir entre las dos  como pretendías tú, la última vez que viniste a verme. Sabes bien, porque te lo dije, que no hubiese permitido que se enfrentara a esa situación tan cruel y humillante. Por ese motivo, conciente de quedar sola con mis recuerdos, el punto final decidí ponerlo  yo.
La primera vez que viniste a verme, traías una piedra en cada mano. El odio que sentías hacia mí, te salía por los ojos. Cuando abrí la puerta de mi casa, no tenía ni idea de quién eras. Entraste  como un turbión, insultándome. Tendría que haberte sacado de un brazo, sin embargo  cerré la puerta y  permanecí de pie, mirándote. Escuchándote. Conociéndote. Conociéndonos. Ahí estábamos las dos. Las rivales. Tú, en tu papel de esposa, dirigiéndote a mí con palabras que no correspondían a una chica tan bonita. A una chica que, según su marido,  era tímida y frágil. Frágil, dijo más de una vez. Tímida. No sé qué esperabas de mí. Qué tipo de mujer pensabas encontrar cuando decidiste  venir a mi casa, enarbolando la bandera del matrimonio. Qué idea se formó en tu cabeza cuando supiste que tu marido tenía otra mujer. Tuviste valor, no cabe duda, de salir a la calle y meterte en casa ajena a defender lo que, creías,  era sólo tuyo. Ignorante, por supuesto, de mi reacción. Pocas mujeres, en tu misma situación, se atreverían. De pronto quedaste en silencio. Comenzaste a observarme con curiosidad. Me viste como era entonces: una muchacha, más o menos, de tu misma edad. De zapatillas y vaqueros desteñidos, en plena faena de lustrar los pisos. Te diste cuenta que tu perorata no llegó, siquiera, ha molestarme Hasta ese momento yo no había pronunciado ni una sola palabra. Seguía de pie junto a la puerta, observándote y pensando en Alfredo. Me sentí desconcertada escuchando a una muchacha desconocida hablarme de decencia. Tratando de enseñarme a vivir. ¡Ella!  Entendí que, Daniela, la  esposa  tímida y  frágil que  Alfredo decía tener en su casa no era la misma Daniela que estaba frente a mí  amenazándome a gritos si no dejaba a su marido en paz. ¿Dejarlo? Nunca lo tuve atado, te dije. Siempre supe que era casado. La alianza que lleva en su mano derecha no impidió que me enamorara de él. Si estás ofendida no es a mí a quien tienes  que enfrentar y pedir explicaciones. Yo no te conozco, cómo te voy a faltar. En todo caso quien te está ofendiendo, engañándote,  es tu marido. El que firmó ante el juez y juró ante el cura que te respetaría y estaría contigo en las buenas y en las malas,  hasta que la muerte los separara. A él debes reclamar, no a mí. 
Hacía un par de meses que nos habíamos conocido con Alfredo, cuando fuiste a mi casa por primera vez. Nunca hubiese pensado que aquella relación fuese a durar quince años y la finalizara yo.
Alfredo me cayó bien la misma noche que lo conocí. Pero el amor se fue construyendo a partir del  conocimiento que, entre los dos, fuimos elaborando. Aquel día no querías irte sin oírme jurar por todos los santos, que no lo volvería a ver. No te prometí nada. Te dije que yo no lo fui a buscar. Que él no tenía, conmigo, ninguna obligación. De todos modos que lo cuidaras, porque si volvía por las suyas y llamaba a mi puerta, que no tuvieras dudas de que yo loe permitiría entrar. Porque el caso era de que yo, también lo amaba. 
Me pediste que no le contara de tu visita. Y no lo hice. Nunca.
Durante casi quince años fuiste y viniste, de tu casa a la mía, implorandome. En repetidas oportunidades te dije que lo enfrentaras y hablaras con él sobre el tema. Pero él no podía saber, que tú estabas al tanto de mi existencia. En lugar de perderlo con dignidad y mandarlo al diablo cuando comprobaste que te engañaba, preferiste jugar por lo bajo y esperar a que él se cansara un día de la situación y decidiera abandonarme. No sé en qué momento te diste cuenta de que  nunca lo dejaría.  Que lo amaba de verdad. Creo que recién ahí comprendiste que la lucha iba a ser larga.  
Reconozco que no debí involucrarme con un hombre casado. Es cierto. Aunque no me arrepiento. Tengo sin embargo, algo a mi favor. Y es que, nunca, jamás le insinué que te dejara y viniese a vivir conmigo. Tal vez porque él nunca habló de separación o divorcio, o tal vez porque yo nunca quise ataduras. Fue cuando comenzaste a llorar porque querías un hijo y no quedabas embarazada. ¡Buena jugada! pensé yo.  No sé si en realidad no te embarazabas. Lo que nunca entendí, si es que era cierto,  por qué no le mencionaste a tu marido que se hiciese él un examen.  Yo en cambio, si hubiese querido, podría haberle dado muchos hijos a Alfredo. Pero él no estaba conmigo para tener hijos. Le di quince años de mi vida fértil, me negué a ser madre a sabiendas. No quise tener hijos con un hombre casado con otra. Los hijos no son juguetes, no son premios. Ni rehenes. Son seres que se traen  al mundo para criarlos con amor y responsabilidad. Además, siempre supe que un día Alfredo volvería contigo. Porque tú, no me queda otra que reconocerlo, supiste jugar tu juego. Difícil, si los hay. Con una sola carta ganaste: la santa paciencia. ¡Quince años esperaste! Y luchaste. Me consta. ¿Fue por amor? ¿O por capricho? No, por capricho no, un capricho no dura tanto.
El amor herido, ¿si...?
Te diré  que hace un par de años  comencé a ver el cansancio en los ojos de Alfredo. Cuando estaba conmigo quería quedarse y no volver a tu casa.  Sé, también, que estando en tu casa muchas veces pensó en quedarse contigo.  Lo entiendo. Alfredo necesita un hogar donde pueda vivir tranquilo, de domingo a domingo. Estoy convencida de que nos ama a las dos. De distinta forma. A mí porque sabe que estoy con él solamente por amor. Que por la misma  puerta que entró un día a mi casa, puede irse cuando quiera. Y porque yo también, como tú, viví estos años, solamente para él.  Contigo, porque dice que tú lo necesitas para vivir. Y creo que sí. Que debe ser así. Quédate con él. Cuídalo. Y si alguna vez, sin querer, me nombra, cállate, olvídalo.
 Se le pasará. Los hombres olvidan muy pronto.
 Sabes Daniela, a veces, de tanto pensar en lo que hemos vivido estos años, he llegado a la conclusión de que tú lo debes amar más que yo. Si hubiese sido yo la esposa no hubiera soportado lo que tú soportaste. Me hubiese separado. O lo hubiese asesinado...no se. ¡Y tú lo compartiste durante quince años! ¿Quién tiene razón?  ¡Sabe Dios! Creo que esta vez hice lo correcto. A Alfredo le hubiese costado mucho dejarme. Y a ti no te hubiera dejado nunca.
Adiós, Daniela, que seas feliz. Espero no saber de ustedes, nunca más.

                                           III

Siempre pensé que el día que Andrea desapareciera de nuestras vidas, encontraría al fin la paz, la felicidad plena que durante años busqué  sin descanso. Hoy, creo que la tal felicidad no existe. No como yo la imaginé. Lo que a mí me sucedió con Andrea es, desde donde se mire, increíble. La odié tanto, cuando supe de su existencia, que durante meses sólo quise que desapareciera, se extinguiera, se esfumara. Para siempre. No exagero. Andrea, les aclaro, era la amante de mi marido. Una amante de fierro. Mi cruz. 
La intuición de las mujeres es reconocida por la sociedad en pleno. Desde la manzana, que por suerte, comió Eva y convidó a Adán, vemos lo que nadie ve. Vemos a través de. Pero, la intuición de una esposa va más allá de lo imposible. Excepto si dicha esposa está muy enamorada, porque una esposa muy enamorada, está ciega, no ve nada más que el motivo de su amor. Vive en el limbo. Cela a su marido con todas las mujeres, por eso es más fácil engañarla con una. Pasa más inadvertido. Creo que fue eso lo que me sucedió a mí. Me casé muy enamorada y dejé que el amor me cegara. Cuando entré a trabajar en  la empresa y lo vi, me enamoré  sin saber quién era. Claro que él no se dio cuenta y pasé más de un año trabajando en la misma oficina, sin que advirtiera mi presencia. El día que se dignó mirarme, mis ojos le dijeron todo lo que sentía por él. Nos casamos al año siguiente. Yo lo celaba con las compañeras de oficina, con mis amigas, con  Jennifer López, la vecina de enfrente y... Si alguna vez me engañó en esa época, no lo supe. Nunca percibí nada. De todos modos, la noche que fue solo a una reunión en casa de unos amigos y volvió a la madrugada, yo supe que se había acostado con otra mujer. Lo supe con seguridad. Y no dije nada. Esperé. A los pocos días volvió a salir de noche y volvió a la madrugada. Comenzaba mi tortura. Sólo quien haya pasado por lo mismo, puede imaginar lo que sufre una mujer engañada por el hombre que ama. Al pasar los días me di cuenta que la extraña salida, según él, con amigos, se repetía cada quince días. Casualmente, en esos meses, comenzó a viajar por trabajo de la empresa. Esto me confundía un poco.  Una tarde tomé un taxi y fui a esperarlo a la salida de la oficina. Cuando lo vi salir lo seguí. Dejó el auto frente al lago del Parque Rodó y entró en un edificio. Me quedé en el taxi, hasta  ver salir  a mi marido del brazo de una mujer. Los volví a seguir. Fueron al cine Plaza. Regresé a mi casa, eran las ocho de la noche, una película puede durar una hora y media, dos, tres horas. A las doce de la noche tendría que estar en casa. Llegó a las cuatro de la mañana. Al otro día fui a verla.
Hablé con el portero y le di las señas de la mujer que había visto con Alfredo la noche anterior. Me dio el número del  apartamento. La llamé desde el portero eléctrico y le dije que venía de la oficina de parte de Alfredo Mendizábal. Me dijo que subiera. Cuando abrió la puerta entré sin que me invitara. Estaba encerando los pisos. Entré como una fiera y le dije tanta cosa, tanta bajeza que aún  hoy, al recordarlo, me avergüenzo.
Cerró la puerta y se quedó mirándome.
Me dejó hablar. Insultarla. Y luego habló con mucha calma. Me dijo lo que para ella era lógico. Que no me conocía, que no lo tenía atado, que le reclamara a él que era quien me engañaba, no a ella. Le dije que si tenía un poco de vergüenza y consideración, no le contara  a Alfredo de mi visita. Creo que nunca le contó. Si lo hubiese hecho, me habría dado cuenta.
Pese a la relación que, durante tanto tiempo, Alfredo mantuvo fuera del matrimonio, nunca cambió su trato conmigo. Siempre estuvo a mi lado, siempre respondió a mi amor. Por lo tanto nunca hablé del tema con él,  pues pensé que era sólo una aventura sin consecuencias.
No se debe predecir, ni jugar con el destino.
Lo que yo sufrí estos años no tiene nombre. Me humillé una y mil veces yendo a la casa de la amante de mi marido a pedirle, de favor, que lo dejara. Fui tantas veces que al final hasta creo que nos hicimos amigas. Otra mujer me hubiese sacado a empujones de su casa. Andrea nunca me levantó la voz, nunca me destrató como yo a ella. No obstante, siempre dejó claro que amaba a mi marido y no lo iba a dejar si él no la dejaba a ella. No sé cómo, ni de qué manera, pasaron quince años. Nunca dejé de amarlo. Sé, estoy segura, de que el proceder de otras mujeres  hubiese sido distinto. Y está bien. Pero a mí no me importó perder la dignidad, como dicen. ¿De qué me valdría la dignidad, si me quedaba sola? ¿Si lo perdía a él? Es cierto, durante quince años fui y vine de mi casa a la casa de Andrea. Fue una relación extraña la nuestra. Al final era ella quien me contenía. Me decía que si fuese ella la esposa no podría compartirlo. Yo le preguntaba entonces por qué lo compartía conmigo. La que compartes eres tú, me decía, yo soy la otra, la que roba, la que no tiene más remedio que conformarse con lo que le dan.
 Una tarde de invierno fui a verla, hacía mucho frío. Estaba en el living leyendo un libro, entré y me dijo: vamos a la cocina y tomemos un café. Hizo café para las dos. Yo no tenía más palabras. Se me habían agotado los ruegos. Me puse a llorar. No llores Daniela, me dijo, tú eres mi castigo. No me pidas que renuncie a lo poco que tengo. Habla con Alfredo, aclara  la situación, dile  que siempre estuviste al tanto de todo. Si él no viene más, si se queda contigo, te juro que me voy, desaparezco de la vida de los dos. Pero no me pidas que renuncie a él. No puedo. No quiero.
Nos seguimos viendo de vez en cuando. Cuando iba a verla ya no hablábamos de Alfredo. Ya no le pedía nada. Iba por ir.
Por costumbre, creo.
Hace unos meses Alfredo me dijo que no viajaría más. Que habían designado a otro compañero en su lugar. Que él estaba cansado y había pedido un relevo. Se terminaron los “viajes al exterior”, comenzó a quedarse en casa. Fui a ver a  Andrea.
El portero me dijo que Andrea había entregado el apartamento hacía ya dos meses. Que no había dejado dirección. Me dejó una carta. Hizo al final lo que le supliqué durante quince años.
Yo no sé, Andrea, si hice bien, si hice mal, o si hice lo correcto. Sólo sé que hice lo que me mandó el corazón, no la razón. No sé lo que hacen otras mujeres en mi lugar. Tampoco me importa. Y soy feliz con mi marido. Yo sé también que sigue pensando en ti, pero creo que como tú dices, se le pasará. Los hombres olvidan más rápido.
Tal vez, algún día, le cuente a Alfredo la increíble historia que vivimos los tres. Pero eso ha de ser, algún día....si acaso.

Ada Vega,  2007 

lunes, 27 de febrero de 2017

Después del café



Era invierno. Recostado a la puerta de calle miraba llover. El viento silbaba austero entre las copas de los sauces. Pasó la muerte y me miró.
—A la vuelta paso por vos —me dijo.
Seca, sin mojarse, pasó la muerte bajo la lluvia.
—Por mí no te apures —le contesté resignado.
Ella volvió a mirarme desdeñosa y siguió de largo sin contestar.
Se venía la noche. Entré, cerré la puerta y encendí la luz. Busqué en derredor algo en qué ocupar el tiempo que me quedaba. Demoré buscando un libro en la biblioteca. Recorrí la estantería sin leer los títulos. Mis manos iban acariciando los lomos sin decidirse. Arriba, en la estantería más alta, junto a una vieja Biblia, un libro encuadernado en blanco y negro, de tapas envejecidas, se recostaba en el anónimo y antiquísimo: Las Mil y Una Noches. Lo reconocí en el momento de retirarlo. Se llamaba: Huéspedes de paso, del francés André Malraux. Esa novela autobiográfica la había leído muchos años atrás. Relata gran parte de la vida del autor. Cuenta que vivió las dos guerras mundiales. Como corresponsal recorrió Europa, vivió en África, volvió a Francia y fue ministro de cultura del presidente De Gaulle.
Observo el libro en mis manos. En la tapa, la foto del escritor sentado en su escritorio. La cabeza apoyada en su mano derecha. Viste traje. Lleva corbata y camisa de doble puño con gemelos. Abro el libro al azar.
“—Creo probable la existencia de un dominio de lo sobrenatural —dice—en el sentido en que creía en la existencia de un dominio de lo inconsciente antes del psicoanálisis. Nada más usual que los duendecillos. Rara vez son los que uno cree ver; se domestican poco a poco, y luego desaparecen. Otrora los ángeles estaban por doquier. Pero ya no se los ve. Me inclino a mirar con buenos ojos el misterio; protege a los hombres de su desesperanza. El espiritismo consuela a los infortunados.”
Afuera seguía lloviendo. Pensé en la muerte que quedó de pasar. —A la vuelta —dijo. Mientras esperaba me dirigí a la cocina a preparar café. Siempre me gustó el café: fuerte, sin azúcar. Los médicos, entre otras muchas cosas, me lo habían prohibido. Parece que mi corazón no quería más. Siempre cuidé de mi salud, pero en ese momento, ya no tenía caso.
La muerte demoraba. Pasó caminando. Muy lejos no iría. Dejé el libro en su lugar. Yo también creía en el misterio, en el espiritismo. En los espíritus que cohabitan entre nosotros. El café me cayó de maravilla. Lo disfruté. Se hizo la media noche y el sueño comenzó a rondarme. Preferí quedarme en el living, cerca de la puerta. Me arrellané en el sofá con la luz de la lámpara encendida, por si alguien venía a buscarme. Dormí sin soñar y desperté en la mañana como si nunca hubiese estado enfermo. No sentía cansancio ni fatiga. Salí a la calle a caminar entre la gente. Desde ese día volví a ser el hombre sano que había sido. Pensé en volver a mi casa. Me fui, aconsejado por el médico, cuando la dolencia de mi corazón se agudizó.
Cambié de ciudad para estar más cerca del hospital donde me atendían. Mi esposa quedó con los niños. Son muy pequeños y no podíamos mudarnos todos. Ella venía a verme los fines de semana. No quise esperar y tomé el primer ómnibus para mi ciudad. Me bajé en la plaza principal. No vi a nadie conocido. Caminé hasta mi casa y llamé a la puerta. Esperé un momento, como no me contestaron volví a llamar. No obtuve respuesta. Busqué la llave en el bolsillo del saco y entré. Mi esposa estaba en la cocina, no me oyó entrar, me detuve en la puerta y la llamé. —Elena. Estaba de espaldas preparando el almuerzo. Volví a llamarla. —Elena. Me asusté. Ella se dio vuelta, no me miró, abrió la heladera retiró una bolsa de leche y volvió a darme la espalda. Fui al dormitorio donde oí jugar a los niños. Me acerqué a acariciarlos. Los llamé por sus nombres. No me miraron, no me oyeron. No me vieron.
No sé si la muerte vino antes o después del café.


Ada Vega,2010
- Blog: http://adavega1936.blogspot.com/

viernes, 24 de febrero de 2017

Un árbol junto a la medianera



Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza, deteniéndose a trechos.
Entonces vivía con mis padres y mis hermanos a la orilla de un pueblo esteño, cerca del mar. Mi casa era un caserón antiguo, del tiempo de la colonia, de habitaciones amplias y patios embaldosados. Con jardín al frente y hacia el fondo, una quinta con frutales. A ambos lados de la casa una pared de piedra que hacía de medianera, nos separaba de la casa de los vecinos. El resto de la quinta lo rodeaba un tejido de alambre cubierto de enredaderas.
Uno de los vecinos era don Juan Iriarte, un hombre que había quedado viudo muy joven, con tres niños, empleado del Municipio. La casa y los niños se hallaban al cuidado de la abuela y una tía, por parte de madre, que fueron a vivir con ellos a pedido de don Juan, cuando faltó la dueña de casa.
En los días de esta historia yo tenía dieciocho años y un novio alto y moreno que trabajaba en el ferrocarril, que hacía el recorrido diario del pueblo a la capital. Se llamaba Enrique y venía a verme los sábados pues era el día que descansaba. Enrique era honesto y trabajador. Nos amábamos y pensábamos casarnos.
Mi padre y mis hermanos trabajaban en el pueblo y mi madre y yo nos entendíamos con los quehaceres de la casa ayudadas por Corina, una señora mayor que se dedicaba principalmente a la cocina y que vivió toda su vida con nosotros. Yo era la encargada de lavar la ropa de la familia. Tarea que realizaba en el fondo de casa, en un viejo piletón, una o dos veces por semana.
Cierto día, la mirada azul del mayor de los hijos de don Juan empezó a inquietarme. Comencé por intuir que algo no estaba bien en el fondo de mi casa. Como si una entidad desconocida estuviese, ex profeso, acompañándome. Hasta que lo vi subido a un árbol junto a la medianera. Era un niño que sentado en una rama me miraba muy serio, entrecerrando los ojos como si la luz del sol le molestara.
Pese a comprobar que la ingenua mirada de aquel niño sentado en una rama no merecía mi inquietud, no alcanzó a tranquilizarme lo suficiente. Traté por lo tanto de restarle importancia. Sin embargo al pasar los días no lograba dejar de preocuparme su obstinada presencia pues, por más que fuera un niño, me molestaba sentirme observada. De modo que me dediqué a pensar que algún día se aburriría y dejaría de vigilarme.
Pasaron los meses. Por temporadas lo ignoraba, trataba de olvidarme de aquel muchachito subido al árbol con sus ojos fijos en mí. Un día hablando con mi madre de los hijos de don Juan, me dijo que el mayor estaba por cumplir catorce años. ¿Catorce años?, dije, creí que tendría diez. —Los años pasan para todos, dijo mi madre. — La mamá ya hace ocho años que murió y el mayorcito hace tiempo que va al liceo.
Desde el día que vi a Fernando por primera vez encima del árbol, habían pasado algo más de dos años. Nunca lo comenté con nadie. A pesar de que alguna vez lo increpé duramente: 

---¡Qué mirás tarado!  ---le decía con rabia---, ¿no tenés otra cosa que hacer que subirte a un árbol para ver qué hacen tus vecinos? 
Nunca me contestó ni cambió de actitud, de todos modos su fingida apatía lograba sacarme de quicio y alterar mis nervios.
Finalmente llegó el día en que su presencia dejó de preocuparme. Cuando salía a lavar la ropa ya sabía yo que él estaba allí. Algunas veces dejaba mi tarea y lo miraba fijo. Él me sostenía la mirada, siempre serio. Yo me reía de él y volvía a mi trabajo. Hasta que una tarde pasó algo extraño: había dejado la pileta y con las manos en la cintura enfrenté, burlándome, como lo había hecho otras veces, su mirada azul. Entonces sus ojos relampaguearon y me pareció que su cuerpo entero se crispaba. Aparté mis ojos de los suyos y no volví a enfrentarlo. Sentí que el corazón me golpeaba con fuerza y comprendí que aquella mirada azul, no era ya la mirada de un niño.
Ese verano cumplí veinte años y fijamos con Enrique la fecha para nuestro casamiento. Yo había estado siempre enamorada de él, sin embargo, aquella próxima fecha no me hacía feliz, como debiera. Un sábado al atardecer salimos juntos al fondo, para poner al abrigo unas macetas con almácigos, pues amenazaba lluvia.
Cuando volvíamos Enrique me arrimó a la medianera de enfrente a la de don Juan y comenzó a besarme y acariciar mi cuerpo. Mientras lo abrazaba levanté la cabeza y vi a Fernando que nos observaba desde su casa. Arreglé mi ropa nerviosamente y me aparté de Enrique que, sin saber qué pasaba, siguiendo mi mirada vio al muchachito en el árbol.
—¿Qué hace ese botija ahí arriba?, me preguntó. 

—No sé, le contesté, él vive en esa casa. 
—¿Y qué hace arriba del árbol? 
—No sé. ¿Qué otra cosa podía decirle, si ni yo misma sabía que diablos hacía el chiquilín ahí arriba? Salí caminando para entrar en la casa seguida por Enrique que continuaba hablándome, enojado: 
— ¡Habría que hablar con el padre, no puede ser que el muchacho se suba a un árbol para mirar para acá! ¡Está mal de la cabeza! 
—¡Es un chico! —le dije para calmarlo un poco, son cosas de chiquilín. 
—¡Es que no es un chiquilín, es un muchacho grande!, me contestó, ¡es un hombre!
¡Un hombre! pensé, y mi mente fue hacia él, hacia aquellos ojos azules que, sin poder evitarlo, habían comenzado a obsesionarme. A perseguirme en los días y en las noches de mi desconcierto. Un desconcierto que crecía en mí, ajeno a mi voluntad, creando un desbarajuste en mis sentimientos. No podía entender por qué me preocupaba ese chico varios años menor que yo, que solo me miraba.
Al día siguiente salí al fondo de casa con la ropa para lavar. No miré para la casa de al lado. No sé si el vigía se encontraba en su puesto. Enjuagué la ropa y fui a tenderla en las cuerdas que se encontraban al fondo de la quinta. Me encontraba tendiendo una sábana cuando oí unos pasos detrás de mí. Al darme vuelta me encontré de frente con Fernando que, sin decir una palabra, me tomó con energía de la cintura, me atrajo hacia él y me besó con furia. Sus ojos de hundieron en los míos y sentí su hombría estremecerse sobre la cruz de mis piernas. 

—No te cases con Enrique —me dijo—, espérame dos años. 
—Dos años, para qué —le pregunté. 
—Porque en dos años cumplo dieciocho, estaré trabajando y podremos vivir juntos. 
—Pero Fernando, tienes apenas dieciséis años, y yo tengo veinte...yo...no es esperarte, ¡esto no puede ser!
—No siempre voy a tener dieciséis años, un día voy a tener veinte y vos vas a tener veinticuatro y un día voy a tener treinta y vos vas a tener treinta y cuatro ¿cual es el problema? 

—Después no sé, pero ahora es una locura, yo no puedo... ¡voy a casarme! 
—Vos no te podés casar con Enrique porque ahora me tenés a mí. ¿Dudás de que yo sea un hombre? 
—No, no dudo, es que yo no... Vos estás confundido, no te das cuenta, ¡estás confundido! Pero, por favor, ahora vuelve a tu casa, no quiero que alguien te encuentre acá, ¡por favor! 
—Me voy, pero esta noche quiero verte, te espero a las nueve. 
—No, no me esperes —le dije—, porque no voy a venir. 
—Vas venir —me contestó.
Pasé el resto del día nerviosa, preocupada, asustada. Feliz. Era consciente de que aquella situación no era correcta. Pero no podía dejar de pensar en lo sucedido esa mañana. No había, siquiera, intentado resistirme. Dejé que me abrazara y me besara, y sentí placer. Hubiera querido seguir en sus brazos. ¿Qué significaba eso? Abrigaba sentimientos desencontrados. En mi cabeza reconocía que no era honesto lo sucedido, pero en mi pecho deseaba volver a vivirlo. No sabía como escapar de la situación que se me había planteado, y a la vez rechazaba la idea de escapar. De lo que no dudaba era de que aquello no tendría buen fin. Que si alguien se enterase, sería un terrible escándalo. Para mi familia y para la de él. Entendía que para Fernando era una aventura propia de su edad. Pero yo era mayor, era quien tenía que poner fin a esa alocada situación antes de que pasara a mayores. Decidí por lo tanto no salir esa noche a verlo y conseguir, cuando fuese a lavar la ropa, que mamá o Corina me acompañaran.
La firme decisión de no concurrir a la cita de las nueve de la noche se fue debilitando en el correr de las horas. A las nueve en punto en lo único que pensaba era en encontrarme con Fernando en el cobijo de la quinta. La noche estaba cálida y estrellada. La luna en menguante se asomaba apenas, entre los árboles. Salí, sin encender la luz, por la puerta de la cocina como una sombra.
Estaba esperándome. Me condujo de la mano hasta la parte más umbría de la quinta. Me besó una y mil veces. Y me hizo el amor como si todo el tiempo que estuvo observándome desde su casa, hubiese estado juntando deseo y coraje.
Y yo lo dejé entrar en mí, deseando su abrazo, como si nunca me hubiesen amado o como si fuese esa la última vez.
Después pasaron cosas. No muchas. Cuando Fernando cumplió dieciocho años nos vinimos a vivir a la capital. Cada tanto volvemos al pueblo a ver a mis padres y a mi suegro. Mis hermanos se casaron y se quedaron a vivir por allá. La abuela de Fernando murió hace unos años y el padre se casó con la tía que vino a cuidarlos cuando eran chicos. Enrique vive en EE.UU. La quinta de mi padre está un poco abandonada. El viejo piletón aún se encuentra allí. Cuando voy a la casa entro a la quinta hasta la parte más umbría que fue refugio de nuestro amor secreto. Allí vuelvo a ver a aquel chico de dieciséis años empeñado en demostrarme que era todo un hombre. Aquel chico de la mirada azul que por su cuenta decidió un día trocar mi destino, trepado a un árbol junto a la medianera.


Ada Vega, edición 2012 

miércoles, 22 de febrero de 2017

Si vuelvo alguna vez



      


 Cuando tuve el primer síntoma no dije nada en casa. Esperé la evolución. Necesitaba estar segura para saber después a qué atenerme. No pensaba, en aquel momento, considerar con los míos un suceso que sólo a mí me afectaba. No fue por temor o egoísmo. Creo que fue simplemente para preservar mi intimidad de alusiones compasivas, aunque estas fuesen vertidas por  familiares muy queridos. Creía que encontrarme padeciendo un trastorno en mi salud, no era mérito para involucrarlos en una conversación que los alarmaría. Pues comentar el caso no traería alivio para mí y sí, preocupación o angustia para ellos. Además, para qué. Estaban tan acostumbrados a saberme sana que lo más probable sería que no le otorgaran, a mi enfermedad, la importancia que debían. Podrían pensar, tal vez, que mi malestar era causado por una gripe que, al fin, me atacaba por primera vez.
      Mi familia con respecto a mi persona fue siempre algo apática. No por falta de cariño, sino por haberse creído la fábula de que era yo una súper mamá. Claro que la culpa de que pensaran así, fue mía. Aparte de haber sido muy sana nunca me quejé de dolores que sí, los tuve; ni hice cama por fiebres, ni gripes, ni  reumas, ni ataques al hígado. La familia fue siempre mi prioridad: mi esposo que trabajaba mucho y mis hijos que crecían, estudiaban y comenzaban a irse de casa. Mi quehacer con ellos fue full time. Siempre estuve a la orden. Ahora que todo pasó, me doy cuenta que no hice nada de provecho con mi vida. Ni maestra fui, que era la carrera mejor vista que hacían las jóvenes, en aquellos años. Sólo mi madre reparó que mi destino se encaminaba por su mismo rumbo. Por lo tanto trató de evitarlo y para ello, solía ponerme de ejemplo a su amiga Elena.
     Fui a ver al médico y le expliqué lo que me sucedía, con la casi seguridad de conocer el dictamen. Él me miró, me escuchó con mucha atención y después de examinarme y hacerme algunas preguntas me dio pase para el oncólogo. Conseguí número para la semana entrante y fui a verlo. Era un médico muy mayor, de pocas palabras. Pronunció las necesarias al entregarme una orden para una serie de estudios con fecha urgente. Cuando tendió su mano para despedirse  dijo. —Véame en cuanto los estudios estén prontos.
     La primera en irse de casa fue Laurita. Había terminado la Licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades, y quería ser escritora. De manera que con ese propósito se fue a vivir con su novio a un departamento del Centro.
    Desde pequeña Laurita supo que se dedicaría a las letras. Tenía en su haber todos los condimentos necesarios para lograrlo. Era una joven alegre, curiosa y apasionada. Mentía con la habilidad del más encumbrado escritor. Y lo hacía con tanta naturalidad que hasta ella misma creía sus propios embustes.
No podía fracasar.
      Mamá y su amiga Elena crecieron en un barrio de las afueras de la ciudad. Fueron amigas desde niñas, hicieron juntas  la escuela y al liceo.  Mi madre se enamoró antes de terminar la secundaria. Cuando apenas cumplidos los veinte años contrajo matrimonio, Elena ya estaba en la Facultad de Medicina. Años después, ante de volar a Europa en el viaje de egresados, fue a despedirse de  mamá  que  ya tenía tres hijos, dos gatos y un perro.   
      Los estudios que mandó hacer el oncólogo confirmaron mi vaticinio. Me explicó que en lo inmediato iba a solicitar una consulta con un patólogo,  para obtener un diagnóstico definitivo sobre el pronóstico y la selección del tratamiento. Por lo tanto me realizaron una biopsia para que el facultativo estudiara el tejido y las células en su microscopio.
    Después se fue Analía. Era la mayor de los tres. Trabajaba como analista de sistema en una financiera. Fue, de mis hijos, la más aplicada. La más responsable. Se casó con un compañero de trabajo hecho a su medida: trabajador, serio y con un futuro planificado de ante mano con el cual armonizaban los dos. Se compraron primero el auto, después la casa, luego viajaron a Europa y por último tuvieron los hijos. Fue la única que se vistió de novia y se casó por la iglesia en una boda de campanillas.
     Elena volvió de Europa a los seis meses. La primera visita fue para mamá, le llevó de regalo una blusa de Florencia y perfumes de París. En esos meses se había convertido en una mujer elegante y sofisticada. Aunque comenzó a trabajar, siguió estudiando para especializarse en neurología. Para entonces mamá estaba embarazada de su cuarto hijo y había agregado a sus quehaceres el cuidado del jardín, que mantenía todo el año con flores, y el de un jaulón lleno de pájaros que atesoraba mi padre y que ella sufría. No toleraba ver pájaros enjaulados.
      El resultado de la biopsia, que envió el médico patólogo, confirmó lo que el oncólogo y yo presumíamos. Antes de dar comienzo al tratamiento, que era un tanto largo y con medicación agresiva, el doctor quiso hablar con alguien de mi familia. Yo me opuse. Le dije que  por el momento, mientras no fuese necesario, prefería que nadie se enterara de mi enfermedad.
      Jorge demoró más en abandonar la casa. Con el padre llegamos a pensar que nunca nos dejaría. Era ingeniero, oficial de la Marina Mercante, y pasaba la mayor parte del año embarcado. A la vuelta de cada viaje  se quedaba con nosotros hasta que volvía a partir. Nos habíamos acostumbrado a su alternada compañía, cuando un buen día conoció a una chica que lo trastornó y antes del año, anunció su casamiento. El matrimonio  se llevó a cabo de mañana en el Registro Civil. Concluido el mismo, con amigos y familiares compartimos un almuerzo en un restaurante céntrico. De allí se despidieron y se fueron de luna de miel.
      Mi madre tuvo cinco hijos, tenía cincuenta y pocos años cuando falleció papá. Lo primero que hizo cuando quedó sola fue abrir la puerta del jaulón y soltar los pájaros. Muchos salieron a volar enloquecidos, otros no se animaron y aún con la puerta abierta prefirieron quedarse al amparo. Algunos alcanzaron los tallos más bajos de los árboles y de a poco, volando de rama en rama fueron calentando las alas hasta que al fin se fueron y no los volvimos a ver. Pero otros, sin experiencia, sucumbieron. No estaban acostumbrados a volar.  Intentaron vuelos cortos y quedaron por allí, entre las plantas, sobre el muro, cansados, desorientados. No les dieron las alas. Y pese a los gritos de mi madre y a los ladridos del perro, los gatos los alcanzaron. Querida mamá, ese dolor la acompañó siempre. Ella entendió demasiado tarde. Y nosotros aprendimos que existen los pájaros jauleros. Y existen los otros.
      Al principio la medicación era muy suave. Tolerable. El doctor pensaba abarcar todos los tratamientos posibles antes de ir a la intervención quirúrgica, en la que no confiaba demasiado. Pero yo comencé con mareos y pérdida de equilibrio, por lo tanto decidió no esperar más. Ese mismo día, cuando fui a verlo, también me vio el cirujano. De manera que decidí hablar con  mi familia.
      Reunirlos a todos no fue fácil. Cuando no era uno, era otro, que por distintas causa no podía venir. Al fin, después de idas y venidas, logré reunirlos.
     De los cinco hijos que tuvo mi madre, dos se radicaron fuera del país. Los otros tres nunca dejamos la ciudad. Murió de casi ochenta años. Los últimos los vivió sola en aquella casa donde de recién casada cultivaba un jardín. Su amiga Elena, la neuróloga, murió el mismo año. Nunca se casó ni tuvo hijos. Consagró la vida a su  profesión. Murió unos meses después que mamá. Fueron amigas, hasta el fin de sus días.
       Mi esposo sabía que estaba enferma, que de algo me estaba tratando. No sabía bien de qué. Nunca le di muchas explicaciones. Mis hijos pusieron un poco en duda  la historia de mi mentada enfermedad. Creyeron que el malestar que mencionaba era causado por desajustes propios de la edad. Tenés que cuidarte mamá. Ahora están solos, no trabajes demasiado. Hagan alguna excursión, váyanse de viaje a alguna parte. No tenés mala cara mami, te vemos bien.
      —El doctor tiene interés, a la brevedad, en hablar con alguno de ustedes
     —arriesgué durante la conversación.
     —Voy yo —se apresuró a decir mi esposo.
     —Analía —recuerdo que dije—, me gustaría que acompañaras a papá.
     —Sí, claro  —me contestó—, mañana y pasado no puedo, ¿puede ser la semana próxima? No entendió que era urgente. Antepuso un par de asuntos suyos a la visita que pedía el doctor. Preferí no insistir. Mi esposo de golpe comprendió todo. Lo hablamos cuando se fueron y nos quedamos solos. Le pedí que me ayudara a pasar el trance.
    Laurita me atravesó con sus ojos de escritora que ve más allá, que todo lo sabe o lo presume. No necesitó decirme nada. La miré, y fuimos cómplices. Jorge asimiló el golpe lo mejor que pudo. Me miró como miran los varones a las madres, cuando tienen miedo. Mi fingida serenidad, dio un respiro a su inquietud.
    Después, todo pasó tan rápido que aún me parece un sueño terrenal. No llegué a conocer a mis nietos. Si vuelvo alguna vez, me gustaría ser maestra.
  
Ada Vega - 2009 - Blog Garúa - clic:  http://adavega1936.blogspot.com/

lunes, 20 de febrero de 2017

Qué quiere que le diga!





Fue a principios de la década del sesenta. Los tranvías con los rieles aferrados al hormigón hacía tiempo que habían dejado de recorrer las calles montevideanas, abriéndole paso a los modernos trolebuses de rieles aéreos que resultaron sólo espejismos en su primera y en su segunda etapa.
Las grandes tiendas del Centro fueron cerrando las puertas al público dejando sin trabajo a miles de empleados para apostar a las modernas "Galerías" que no alcanzaron nunca a colmar las expectativas de los quiméricos empresarios de aquellos días. Cerraban los cines y los grandes bares, y el clásico paseo de los sábados al Centro desapareció.
En esa década, a partir de aquel abril de 1959 cuando las inundaciones causadas por treinta días de lluvia continua, produjeron una catástrofe nacional, dejando al país con carreteras cortadas y prolongados cortes de luz, los empleados del comercio obtuvimos algo favorable: dejamos de viajar cuatro veces por día pues se decretó, para ese ramo, el horario continuo. Los comercios del Centro abrían sus puertas   de diez de la mañana a seis de la tarde, con un descanso, para el personal, de una hora al medio día.
En la calle Río Negro entre 18 de Julio y San José había, en aquel entonces, un bar llamado Támesis. Allí íbamos varias compañeras, en la hora de descanso, a conversar y tomar un cortado largo con una medialuna de jamón y queso. En ese bar muchas de nosotras aprendimos a fumar con los Marlboro y los L & M americanos, extralargos con filtro, que comenzaban a aparecer en todos los quioscos del Centro. En esos días también íbamos a comer la famosa pizza con mozzarella que ofrecía, como una novedad, El Subte, la pizzería de Ejido frente a la Intendencia, que era un local chiquito, sin mesas ni sillas, donde había que comer de pie y de apuro, para dar lugar a otras personas que esperaban afuera.
El Támesis tenía un mostrador largo en el medio del local, desde la puerta de entrada hacia el fondo. La caja estaba adelante y a ambos lados y también hacia el fondo, se alineaban las mesas. Entrando, a la derecha, las mesas estaban separadas del mostrador por un tabique que les daba cierta privacidad. Nosotras íbamos ahí y en esa hora ocupábamos todas las mesas.
Un medio día una compañera llamada Abril, encontró debajo de una mesa un monedero rojo. Era un monedero grande con boquilla dorada. Mi compañera lo puso sobre la mesa y lo abrió. Adentro tenía unas monedas sueltas y un pañuelo rojo de mano, envolviendo una foto. Era una foto vieja en sepia, cinco por ocho, sacada en un estudio. Es Gardel, dijo extrañada al mostrarla. Atrás tenía una dedicatoria: “Para mi amiga Juanita con mucho cariño, Carlos Gardel. Montevideo junio de 1933”.
Yo miré la foto con la cara sonriente de Carlos Gardel en aquella muy famosa foto de perfil y gacho gris que le sacara, entre muchas otras, el fotógrafo Silva en su estudio de la calle Rondeau. Y no le di importancia pues para mí Gardel —en aquel entonces—, era un cantor argentino, uruguayo, francés, de tangos que había muerto en un accidente antes de que yo naciera. Y que la gente, no entendía por qué, lo seguía escuchando por la radio como si no estuviese muerto y enterrado. En esa época yo estaba entusiasmada con las canciones de Sandro y Leonardo Fabio y, a pesar de que siempre me gustó el tango, Gardel no estaba entre mis ídolos del momento. Después los años me enseñaron muchas cosas, entre ellas: que Carlos Gardel es inmortal y que es cierto que cada día canta mejor. Pero eso lo aprendí a medida que fueron pasando los años.
Aquel mediodía en el Támesis nos encontrábamos opinando sobre el monedero y su contenido cuando entró la dueña a buscarlo. Era una mujer que todas conocíamos de vista. Tal vez alguien que la haya conocido, si lee esta historia, la recuerde. Era una mujer de unos cuarenta años, alta, delgada, de piel muy blanca y cabello negro. Que tenía la particularidad de vestir siempre de rojo. Toda de rojo. Zapatos, medias, vestido, tapado, guantes, cartera y en la cabeza un pañuelo, que cruzaba adelante y ataba detrás.
Solía andar con un bolso haciendo compras. Vivía por ahí cerca. No mendigaba ni hablaba con nadie, pero todo el mundo la conocía. Por años vi. a esa mujer andar en la vuelta. Ese mediodía cuando entró y vio a mi compañera con el monedero abierto y la foto en la mano le dijo:
 —Ese monedero es mío, se me cayó y no me di cuenta.
Abril se apresuró aguardar la foto y alcanzarle el monedero mientras nosotras le explicamos que lo habíamos encontrado en el suelo y lo abrimos para ver de quién era. Ella no nos escuchaba. Miraba atentamente a la chica que lo encontró que aún mantenía la foto en la mano. Entonces le hizo una pregunta extraña. Le dijo en voz baja y pausada:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás preocupada? Abril se puso nerviosa.
 —Nada —le contestó—, a mí no me pasa nada.
 —Estás asustada, ¿de qué tenés miedo? —insistió la mujer de rojo. Entonces Abril más tranquila dijo:
—Mi mamá está internada, hace una semana que está en coma.
—Sí, —dijo la mujer—, por algo perdí el monedero para que vos lo encontraras. Quedate con esa foto, pedile a Carlitos por tu madre. No te separes de esa foto. Mañana vengo a buscarla.
 Cuando se fue nos quedamos comentando que aquella mujer estaba loca. ¡Mire que rezarle a Gardel!
Según Abril, ella no le pidió ni le rezó al Mago. No se sintió motivada. No creyó que Gardel fuera un santo como para pedirle un milagro. De todos modos no se separó de la foto, la tuvo en la mano y la miró varias veces. Esa noche pasó con la madre en el Hospital, y a la mañana siguiente como todos los días vino a trabajar. Ese mediodía regresó la mujer de rojo a buscar la foto. Abril se la devolvió y le dijo que la mamá seguía igual. Que los médicos no daban esperanzas. Ella le contestó:
—¡Qué saben los médicos! ¡Carlitos es un santo! ¡Ya vas a ver!
Esa tarde casi al cierre llamaron a Abril del hospital para decirle que la mamá había vuelto del coma y comenzaba a recuperarse. Diez días después dejaba el hospital completamente curada.
La señora salió del coma y se recuperó debido a la atención de los médicos, a la medicación o porque no era su hora. Pero para Abril y algunas de mis compañeras fue un milagro de Gardel y sé que hasta el día de hoy le rezan y le hacen peticiones que, según ellas, él les concede. No había transcurrido un mes cuando un mediodía vino al bar la mujer de rojo a preguntarle a mi compañera por su madre. Abril le contó la novedad de la feliz recuperación y ella nos contó la historia de la foto de Gardel. Que parece que no sólo es mago. Desde su trágica muerte, hay quienes piensan que el morocho del Abasto se recibió de santo. Esa foto, nos dijo, perteneció a Juanita Olascoaga, una morena que vivió en su juventud el esplendor del Montevideo de los años veinte. Muy conocida en la noche montevideana. Las dos mujeres se habían conocido casualmente, hacía unos años, y cultivaron una cierta amistad. Tal vez las unió la soledad, o aquel modo de vivir en un mundo propio que ambas habían elegido. Lo cierto fue que la morena le contó parte de su vida que fue, sin duda, muy interesante y entre esos recuerdos cómo una noche de lluvia de 1933, en que andaba caminando por 18 de julio, tropezó sin querer con Gardel que bajaba de un taxi en la puerta de su hotel protegiéndose bajo un paraguas. La morena trastabilló y Gardel la tomó de un brazo para que no cayera. Entonces ella lo reconoció y le dijo:
—¡Carlitos! Y él la invitó a tomar un café en un bar de la calle San José. Juanita esa noche le pidió una foto y él le dio una muestra que se había sacado en esos días en el estudio Silva de la calle Rondeau y se la dedicó. Era octubre y Carlos había venido, en esos días, a cantar al teatro 18 de julio. Fue la última vez que vino a Montevideo. Murió trágicamente, a la vuelta de una gira, en junio de1935.
Nos contó la señora de rojo que Juanita siempre tuvo esa foto con ella y que en los últimos años le rezaba a Carlitos como si fuera un santo, pidiéndole que la llevara con él de este mundo. También contó que se habían encontrado las dos, hacía unos días, por 18 de julio y la morena se la dio para que la conservara —le dijo—, porque no se estaba sintiendo bien y no quería que cuando ella faltara, esa foto que era milagrosa, se perdiera.
Yo sigo pensando que Carlos Gardel fue un súper dotado. Que cantaba como un zorzal y las letras que cantó hace cien años, aún hoy están vigentes. Que no hubo ni habrá nadie que lo iguale en su voz y su carisma y que fue, según dicen, un gran tipo. Acepto que fue un mago. Pero de lengue y gacho gris en un altar de la iglesia…¡qué quiere que le diga! 
Ada Vega, 2010 - Garúa:http://adavega1936.blogspot.com.uy/