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viernes, 24 de noviembre de 2017

Siempre en domingo



    Después que murió mi padre, los sábados al cementerio y los domingos a la casa de la abuela eran todos nuestros paseos de fin de semana. Mamá tenía entonces treinta y pocos años. Cuando enterró a mi padre se recogió el cabello en un moño sobre la nuca, se vistió de negro de pie a cabeza y le arremetió a la vida para terminar de criar cuatro gurises, en un Montevideo inhóspito y desconocido. Hacía apenas cuatro años que conmigo en la panza, mi padre y mis tres hermanos, había llegado desde su Solís natal con la esperanza de encontrar en la gran ciudad un mejor futuro para todos. La suerte le dio la espalda. Papá murió en un accidente de trabajo y ella se quedó sin hombre hasta el fin de sus días. Creo que desde entonces prevalecieron sus obligaciones sobre sus escasas distracciones y nunca llegué a saber si visitar a la abuela los domingos, formaba parte de unas o de otras.
 La casa de la abuela estaba en una calle interna del Prado. Tenía un jardín al frente con plátanos y palmeras, mantenido por don Martín, un viejo jardinero que cuidaba con dedicación rosales, dalias y jazmines. No era una casa muy grande, tampoco lujosa. De líneas más bien severas, lo único que resaltaba era el pórtico con sus cuatro columnas de granito blanco. Hacia ese pórtico se abría una pesada puerta de roble oscuro, con un llamador en forma de aro. A ambos lados de la puerta, cuatro ventanas alargadas y enrejadas dejaban ver, tras los postigos siempre entornados, blancas cortinas de encaje hecho a mano. Bordeaba la casa una verja de hierro muy alta, con un portón de dos hojas cerrado por dentro con un candado. A pesar de ser una hermosa casa, a nosotros nos sobrecogía su austeridad. No nos gustaba ir, pero los domingos era obligatoria la visita a la abuela, para nosotros y para nuestros tíos y primos. Ese día mamá nos vestía con nuestras mejores galas, nos recitaba mil recomendaciones de buen comportamiento y a las tres de la tarde de cada domingo, estábamos junto al portón de la casa del Prado. Nelly, con las manos cruzadas sobre la falda, se miraba la punta de los zapatos; Walter ausente, con un libro bajo el brazo; Venus sacudiendo la reja o dándole de  patadas al portón; y yo, de la mano de mamá.
—Buenas tardes doña Paulina.
—Buenas tardes don Martín.
—Este viejo trabaja hasta los domingos...
—¡Cállense la boca! –mamá nos reboleaba los ojos, tras lo cual hacíamos nuestra
entrada triunfal en la casa de la abuela.
     Cuando entrábamos a la casona, después de la puerta cancel de vidrios tallados, quedábamos en la sala principal que era muy amplia. La pared frente a la entrada la sustituía un enorme vitral con una puerta de cada lado. Representaba una escena de la campiña italiana; con mucho cielo, árboles y hermosos niños rubios acompañados de perros blancos con hocicos finos, precioso pelaje y largas colas jugando sobre un verde prado. Ese paisaje me maravillaba.                             
     Una vez pregunté qué lugar era ese, donde había tanta belleza. Me dijeron: Italia.  Por años creí que Italia era algo así como el Paraíso. Después supe que no, que allá también hay niños pobres y cuzcos callejeros. Pero eso lo supe mucho después. La sala donde nos reuníamos los domingos tenía una mesa muy larga con doce sillas, un aparador y un cristalero enorme. Un juego de sala con sillones esterillados, almohadones rojos y varias mesitas distribuidas por los rincones.
    Sobre el piso de madera lustrado, alfombras y camineros, y a un costado, junto a una de las ventanas: el piano. Un piano negro y recto con su banqueta giratoria, donde mis tías solían sentarse a tocar llenando el aire con los acordes de Mantelito blanco, El pañuelito, o Desde el alma, o alguna de mis primas que empezaba a aporrearlo, le demostraba a la abuela su habilidad para ejecutar a la pobre Para Elisa. Mi madre no tocaba el piano. Gracias a Dios fue más práctica y aprendió a coser. No sé que hubiésemos hecho cuando murió papá si ella, en lugar de confeccionar  prendas para todo el barrio, nos hubiera tocado el piano. Nosotros tampoco estudiamos. Según mi madre, para defendernos en la vida, teníamos otras cosas que aprender antes que las fusas y las  corcheas.
    El vitral separaba la sala de entrada de un gran patio con claraboya y baldosas blancas y negras hacia donde desembocaban los dormitorios, un par de salitas y el baño principal, que era tan grande como toda nuestra casa de la Teja. El techo y las paredes estaban revestidos de baldosas blancas con flores multicolores en relieve. Y lo que me parece estar viendo todavía y aún me asombra, era la bañera. Una bañera redonda, apoyada en cuatro patas de león, de porcelana blanca y brillante donde uno podía, graciosamente, desnucarse.
     Siguiendo este patio había otro de baldosas rojas y hacia un costado la cocina, otro baño chico, despensa y alguna otra pieza más, para al fin llegar al fondo lleno de frutales, grandes macetones con plantas y un hermoso juego de patio en hierro, pintado de blanco. Y a la sombra, junto a su cucha, el Centella. Un perro frisón, feo como el Diablo, que se paseaba mostrando los dientes. Perro maldito al que no se podía mirar fijo, pues gruñía levantando el hocico y acercándose agazapado, dejaba ver sus terribles colmillos. Teníamos que ir al fondo acompañados de la tía Marina, una tía solterona que vivía con la abuela, de lo contrario abstenerse, so pena de terminar comidos por el mastín.  Pero como en todo hay excepciones, nunca supimos cómo, ni por qué, el bicho simpatizaba con Venus. Jugaba con mi hermano como un cachorro, le lamía las manos, le movía la cola y corría con él por el fondo. La tía Marina decía que mi hermano era como San Francisco de Asís, que tenía poder sobre las bestias. A lo que la abuela respondía: ¡Bah, bah, bah! No sé si dudaba de San Francisco, o del poder de mi hermano. Ella opinaba socarronamente, que tal vez los dos (mi hermano y el perro) habían venido del mismo planeta. A mi madre esto no le hacía gracia.
   Al entrar a la sala, Walter buscaba un lugar tranquilo y se sentaba a leer olvidándose del mundo y su mascarada. Nelly conversaba con mis primas más grandes, vaya a saber de qué, cuchicheando y tapándose la boca con la mano mientras reían. Venus se sacudía los abrazos recibidos, de un manotazo se limpiaba los besos y se iba al fondo a jugar con el perro. Y yo me aburría toda la tarde, sin saber qué hacer, sentada junto a mi madre.  A las cuatro se servía la merienda. En esto participaba toda la familia. Mamá llevaba una rosca con pasas y nueces que le quedaba riquísima y mis tías, torta de manzanas y de chocolate. Mientras, circulaba el mate dulce para las señoras y el amargo para los caballeros que por lo general cebaba mi tío Juan. A los niños nos daban chocolate en unas tacitas muy lindas con dibujitos chinos: para nuestro gusto demasiado chicas. Pasada la merienda los primeros en irnos éramos nosotros porque Venus venía del fondo, se paraba en la puerta y decía:
—Y má, ¿cuándo nos vamos? Y al poco rato volvía a insistir.
         —Má, ¿nos vamos a quedar pa’siempre acá?
      Entonces mamá al ver que la abuela ya no toleraba más a ese muchacho mal educado, se ponía de pie y se despedía. Nosotros, de inmediato, nos alineábamos junto a ella. Nos volvían a besar y salíamos. Walter adelante, Nelly después, Venus pateando todo lo que encontraba y yo de la mano de mamá. Habíamos cumplido con la visita de los domingos y volvíamos felices a nuestra casa de La Teja.
     Cuando falleció la abuela la tía Marina volvió al campo y dejamos de ir a la casona, poniéndole fin a la Odisea de los domingos en el Prado. Papá nos dejó demasiado pronto y los cuatro junto a mamá crecimos y nos casamos en La Teja. Después, la vida nos condujo por distintos senderos y abandonamos el viejo barrio.  
  Obstinados, fueron pasaron los años. Y un día, de paseo con mis nietos por el barrio del Prado, pasé por la casona de la abuela. Me detuve un momento.  No era la misma: estaba abandonada. Sin jardín, sin rosales, ni dalias. Una maraña de plantas y yuyos lo cubría todo. Las ventanas estaban rotas y las columnas grises y cubiertas de musgo. ¿Qué había pasado con la casa? ¿por qué estaba abandonada? No quise saber, no me interesó despertar fantasmas. Recordé el pasado y por un instante volví a ver aquellos cuatro niños de la mano de mamá, junto al portón de la antigua reja, a las tres de la tarde...
-—Buenas tardes don Martín.
-—Buenas tardes doña Paulina.
          -—Este viejo trabaja hasta los domingos.
          -—¡Callate la boca, no seas atrevida!
...siempre en domingo.

Ada Vega, 1998 

lunes, 20 de noviembre de 2017

Edelmira dos Santos



    
     Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena nacida por la frontera, criada en Melo y venida  a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un ranchito a dos aguas forrado de madera, junto a unos álamos, al final de una calle cortada.
    Tenía una gata amarilla y un perro zanguango, medio blancuzco, que pasaba durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba, maldecía en portugués.
    Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre, desde su viudez andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín; ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
    Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino:
—Esta casa está precisando una mujer.
—Y quedate, le dijo don Gabino.
—¿Cómo es eso? le contestó ella.
—Y, podés elegir — le dijo él—, te quedás con cama en la pieza del fondo y te doy cien pesos por mes y la comida, o te quedás en mi cama y te doy mi jubilación.
    La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito, puso una sábana limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó de una palmada al perro, cerró el ranchito, y entró en la casa de don Gabino por la puerta principal.
   Don Gabino tomaba mate en la cocina, la vio entrar ir a su dormitorio, y sobre la cama matrimonial dejar su atadito de ropa. Cuando volvió a la cocina él le ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:
—Cebalo vos.
—No señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
    Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don Gabino y  Edelmira. Ellos no soltaban prenda. Así que sólo se hacían conjeturas.
—¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No le veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe estar con cama. Y por esas quedó.
   Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como para los cigarros y para tener en el bolsillo por cualquier eventualidad, porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡es inaudito! peor que andar desnudo. ¡Peor!
   Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias, calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.
    Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones planchados. A cuidar el jardincito y limpiar las jaulas de los pájaros. Una tarde Edelmira le compró en la tiendita del barrio, una camiseta y unos calzoncillos largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y afelpados. Don Gabino le dijo que ni soñara ella que él se iba a poner esa ropa de viejo. Que iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía muy bien que él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato. 
   Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería abrigado y sano y no de slip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío. Don Gabino se puso los calzoncillos largos.
 Una tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo así te comprás ropa y zapatos.
—¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
   Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos días.
Ella iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡tenía uña, sí!
   Esa noche Edelmira estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris. Para el segundo invierno que pasaron juntos don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que lo mantuvo en cama como un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera.
    Mientras se recuperaba el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos daba por seguro que no tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto  estuvo en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a fin de contraer matrimonio con Edelmira.
   Nadie en el barrio supo del casamiento. Sólo al final, y por casualidad, se enteraron que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a vivir diez años juntos. Faltando unos meses don Gabino se enfermó. Después de una intervención quirúrgica muy importante, vivió sólo un par de meses. Murió tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira que comenzó a llorarlo mucho antes de su partida.
Don Gabino conocía bien el paño.
    La misma noche del entierro llegaron los sobrinos con un camión. A cargar todo lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar que  iba a quedase  dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta, así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
   Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró hasta que arrancaron. Primera vez
 Ada Vega,1997 -  Más cuentos aquí: https://adavega1936.blogspot.com.uy/

domingo, 19 de noviembre de 2017

Selenne





Alejandro de Luca volvió al barrio una tarde, de gafas oscuras y bastón. 

El taxi lo dejó en la puerta del bar.

Bajó seguro, caminó dos pasos al entrar, y se detuvo. Se acercó un mozo y él le preguntó:

—¿Este bar está igual a como estaba hace 20 años?

—¡Este bar no ha cambiado en 70 años! le contestó el mozo

—A mi derecha, ¿cuántas mesas hay?

—Tres mesas.

—¿Alguna está libre?

—La tercera.

Comenzó a caminar.

—Lo acompaño —ofreció el mozo.

—¡No! Quiero llegar solo. Tráigame un café.

Se fue guiando con el bastón: en la primer mesa dos hombres conversaban; la segunda la ocupaba una pareja, un hombre y una mujer. En la tercera retiró una silla, desarmó el bastón, lo dejó sobre la mesa y se sentó junto a la ventana, de frente a las mesas por las que acababa de pasar.

Veinte años atrás había sido un parroquiano habitual. Solía llegar en la tarde con Selenne, su novia primera, su novia de siempre. Sentados en alguna de esas mesas, junto a la ventana, entretejian proyectos de futuro. Pero el país atravesaba momentos difíciles. Escaseaba el trabajo. 

Después de pensarlo mucho decidió emigrar, volar a los Estados Unidos donde todos hablaban de lo bien que se vivía. Juntó dinero para el viaje, consiguió direcciones de amigos y sacó el pasaporte. Quedó de acuerdo con  Selenne. que en cuanto consiguiera trabajo y vivienda, le enviaría el pasaje para que fuera a reunirse con él.
La joven lloró, tuvo miedo, pero confió en él. Y una tarde con la esperanza de un pronto reencuentro, extrañándola antes de partir, inició esperanzado, el camino hacia el remoto país del norte. 

Con amigos que lo esperaban a su llegada, consiguió trabajo y vivienda para él. Se encontraba en el proceso de conseguir un mejor empleo que le permitiese llamar a su novia, cuando un joven estudiante universitario, armado con un rifle, atacó a niños de una escuela.

Se acercaba la Navidad. Nevaba en Nueva York. Alejandro caminaba feliz por una de las avenidas de la Gran Manzana cuando una bala sin destino, se alojó en su cabeza. Los médicos salvaron su vida, pero estuvo años internado en distintos hospitales pues había perdido la vista y la memoria. 

Fue un caso muy estudiado por los facultativos de Estados Unidos, que entendían que la lesión no había sido tan grave, como para causar tanto daño a su cerebro. De modo que pasado unos años, y sin secuelas que impidiesen recuperar la visión y la memoria, comenzaron a tratarlo en hospitales psiquiátricos donde al cabo, a los veinte años del accidente, fue poco a poco rescatando la memoria, aunque no así la visión. Debido a dicha mejoría, los médicos coincidieron en que la ceguera era un caso de psiquiatría y que posiblemente como recuperó la memoria, recuperaría un día la visión.

Cuando Alejandro recordó quién era, porqué se encontraba en Estados Unidos, y recordó a Selenne, solo pensó en el regreso. Lo asaltaron mil dudas y preguntas, de todos modos tenía urgencia por saber que había sido de ella durante esos años, y aunque hubiese perdido su amor sentía la necesidad de volver a encontrarla y contarle lo que había sucedido. De modo que en cuanto le dieron el alta y le permitieron viajar, juntó sus pertenencias y abordó el primer avión con destino a Montevideo. Al llegar se alojó en un hotel céntrico, dejó su valija en la habitación y pidió un taxi.

Ahora se encontraba en el viejo bar recordando su vida pasada. La pareja de la mesa dos pidió la cuenta y se fue. Apoyó los dedos en la esfera de su reloj para saber la hora, las agujas marcaban las 19 y 10. Llegó una persona y ocupó la mesa donde antes estuvo la pareja del hombre y la mujer. El mozo se acercó y saludó amable:

—Buenas tardes, Selenne, cómo está?

—Bien, José, ¡viviendo!

—¿Te con limón como siempre?

—Como siempre, José, ¡gracias!

El corazón golpeó con fuerza el pecho de Alejandro de Luca. Se puso de pie, tomó el bastón, se acercó a la mesa dos, retiró la silla desocupada. Preguntó: 

—¿Puedo? Ella no contestó y él se sentó. Dejó el bastón recostado a la mesa.

La mujer miró a aquel hombre de gafas oscuras, se fijó en el bastón blanco. Pasó un minuto interminable. Ella seguía sin hablar. El hombre extendió un brazo sobre la mesa y apretó con su mano la mano temblorosa de la mujer.

—No llores, Selenne —le dijo—, soy yo y estoy aquí.





  Ada Vega, 2016

sábado, 18 de noviembre de 2017

Mi madre y la magia de los alfileres

                             (Extraído de la novela "De cruces y maleficios")
Mi madre no creía en brujas ni en lobisones, ni en muertos que se aparecen. Sin embargo, cuando niñas, con mi hermana Laurita, por mucho tiempo creímos que mamá hacía magia. Y no era que alguien lo dijera. Nosotras  la veíamos realizarla y nunca se lo contamos a nadie.
Mamá era muy laboriosa, aparte de trabajar en el hospital, nos hacía vestidos y blusas en su máquina de coser a pedal. Cuando cosía pinchaba las prendas con muchas alfileres que se caían a su alrededor. Nosotras las queríamos juntar, pero ella decía que las dejáramos que después, cuando terminara su trabajo, ella las recogería. Para ese momento tratábamos las dos de estar presentes, a fin de ser testigos de su espectáculo de magia.
Cuando terminaba la costura desenhebraba la aguja, retiraba el carretel de hilo y lo guardaba junto con el centímetro y el alfiletero en un costurero de mimbre con forma de corazón, que en la tapa, por dentro, tenía un espejo. Doblaba la prenda que estuvo cosiendo y la dejaba sobre el ala de la máquina. Luego tomaba la tijera la empuñaba con las hojas hacia abajo y así, sentada en su silla, hacía con ella unos círculos sobre un costado, hacia atrás y hacia adelante, luego, con la otra mano, repetía la operación sobre el otro costado.
Entonces, los alfileres que se encontraban diseminados por el suelo se erguían y subían en el aire, atropellados y en racimos, para prenderse de las hojas de la tijera cuando pasaba sobre ellos. Después retiraba los alfileres y repetía la operación una y otra vez hasta que la tijera volvía sin ningún alfiler prendido a sus hojas. Dejaba entonces la tijera sobre la máquina, guardaba todo, tomaba la prenda de ropa y cerraba la máquina. Por ese día, la función había terminado.


Muchos años después, cuando Gabo dio al mundo su obra cumbre, y yo tuve la oportunidad de conocerla, supe de Melquíades —el gigantón barbudo del circo que llegó a Macondo—, quien mostraba a los habitantes del pueblo la octava maravilla de los sabios de Babilonia. El grandote arrastraba por las calles dos lingotes imantados a los cuales se prendían todo cacharro, herramienta, clavos y tornillos que anduvieran más o menos cerca de su paso.
Al conocer esta historia mi corazón —joven aún—, dio un vuelco y golpeó mi pecho con énfasis porque yo —muchos años antes de 1967—, había conocido la magia de Melquíades en el cuarto de costura de mi madre quien, sin alharaca y sólo para Laurita y para mí, realizaba casi a diario la magia de los alfileres.
Con mamá me sucedió algo sorprendente. Cuando niña siempre creí que hacía magia, que tenía poderes. Que veía lo que los demás no veíamos: sabía, aunque no los viera, donde estaban los alfileres. Cuando crecí supe que todo lo que nos sucede a los humanos tiene una explicación científica irrefutable. Sin embargo los años me han enseñado a dejar una pequeña puerta abierta para la Duda. Para un Quién sabe. Para un Tal vez. Para la Magia.
Por eso, cuando estoy triste y angustiada, entro al cuarto donde mamá cosía, me acerco a su máquina —cerrada hace tantos años—, y la invoco desde el fondo de mi corazón. Entonces la veo aparecerse ante mí, de cofia y túnica blanca, envuelta en la capa azul de su uniforme de Nurse. Me mira con sus ojos tiernos y toda mi angustia y mi tristeza desaparecen. Yo quisiera contarle, decirle lo qué me pasa. Pero las palabras se niegan. Ella sonríe, pone un dedo sobre sus labios y desaparece. Lo que me acongoja, es que no puedo comentar esto con nadie. La mayoría de las personas,  no  cree, que los seres que amamos y ya han partido, caminan entre nosotros.

Ada Vega,edición 2011 

miércoles, 15 de noviembre de 2017

La inalterable ruta de los Reyes Magos


Creo que a estas alturas los Reyes Magos están un poco desprestigiados. Por equivocarse tanto, digo, por no poner más atención en donde dejan los juguetes. 

Ellos saben bien que todos los niños esperan regalos, sin embargo, parece que eligieran los barrios y las casas por donde van a pasar. Y así, dejan en su trayecto tantos y tantos hogares sin visitar. Barrios enteros donde miles de niños se durmieron de madrugada esperando a los camellos que no llegaron, y despertaron por la mañana, acongojados, sin comprender por qué otra vez los Reyes se olvidaron de ellos. Esos mismos Reyes que lograron la inmortalidad por llevarle ofrendas a un niño que nació pobre, tan pobre que vino al mundo en un establo.
Cuentan que guiados por una estrella, llegaron desde sus lejanos reinos hasta Belén, la noche del 5 de enero, de hace más de 2000 años, y ese niño que dormía en un pesebre los hizo Reyes Magos, para toda la eternidad. Por eso cada 5 de enero recorren las casas de todos los niños de la Tierra, ricos y pobres, negros y blancos, judíos y cristianos, para dejarles un regalo a cada uno. Esa es su misión.

Aunque a veces creo que han empezado a cansarse de tanto viajar, porque si bien es cierto que trabajan sólo una vez al año, eso de andar cargando bolsas de juguetes para todos los niños del mundo, debe ser un trabajo agobiante. Se han aburguesado. Marcaron una ruta determinada y no se apartan de ella. Y es sabido que en la ruta de los reyes, los pobres quedan al margen. Siempre quedan al margen. Si hace más de 2000 años bajó Dios a la Tierra para ver si podía arreglar el entuerto y no pudo, ¿qué se van a hacer problema los Reyes? Dígame. Parece que allá arriba no tienen la solución. Tal vez tengamos nosotros que resolver este perjuicio, exigiéndoles a los Señores Reyes igualdad para todos los niños.

En fin, esto no es nuevo, cuando yo era niña sucedía lo mismo. Por mi casa pasaban, pero según decía mi madre ya venían de vuelta. La nuestra, decía, era una de las últimas casas por donde tenían que pasar, por eso nos dejaban lo último que les quedaba. Yo le preguntaba entonces a mi madre por qué un año no hacían el recorrido al revés. Ella me contestaba que esas, eran cosas de Dios. Y ya sabemos que a Dios uno no le puede andar pidiendo explicaciones. Por lo tanto nos conformábamos con lo que nos habían dejado. Porque eso sí, a conformarnos, los pobres, aprendemos de chiquitos.

Me acuerdo que un año yo quería una muñeca con la cabeza de loza. Y mi hermano la pelota de cuero. Como hacía años que se la pedía a los Reyes sin resultado, decidió hacer una carta. Hojas de cuaderno no le habían sobrado. En el papel del almacén no se podía escribir, porque era de estraza y el lápiz no se veía bien, así que fuimos al cuarto donde mamá cosía y buscamos entre las telas que traían las clientas, alguna envuelta en papel blanco. Encontramos una que decía “CASA SOLER” estaba un poco arrugada, pero del revés estaba bastante bien. Mi madre al vernos revolver entre sus cosas nos preguntó en qué andábamos, mi hermano le dijo que precisaba un papel para hacer una carta para los Reyes. Mamá nos miró, dejó de coser en la máquina, recortó con la tijera un pedazo de papel con forma de hoja, la planchó con la plancha que siempre tenía a su lado y se la dio a mi hermano.

La carta le quedó preciosa. Con la letra bien parejita. Le puso: “Señores Reyes Magos, yo quiero una pelota de cuero. Vivo en Pedro Giralt 4016.” La dirección se la puso con lápiz de tinta que mojaba en la lengua, para que se viera más y no se fueran a equivocar y la dejaran en la casa de al lado. La lengua le quedó violeta, pero la carta quedó hermosa. Yo le dije que de paso pidiera la muñeca para mí, pero él me dijo que la carta ya estaba pronta y que él era un varón y no iba a andar pidiendo una muñeca, aunque fuera para una hermana. Así que la firmó, le hizo una rúbrica de poeta, y yo les pedí mi muñeca de boca no más. 

Esa Noche de Reyes mi hermano dobló la carta en cuatro y la puso bajo la almohada, porque las cartas para los Reyes en esa época se ponían bajo la almohada. Cuando a la mañana siguiente se despertó, en lugar de la pelota, los Reyes le habían dejado un guardapolvo y la moña para la escuela, la cartera, que los varones colgaban al hombro y El Mundo Tal Cual Es. El pobre rezongó un poco y le dijo a mi madre: ¡Yo no sé porqué me dejaron todo esto para la escuela, si total usted cuando empezaran las clases me lo iba a comprar!

Ese día mi hermano rompió relaciones con los Reyes Magos y decidió no volver a pedirles nunca más la pelota de cuero. Se la empezó a pedir a mamá que, asumiendo el compromiso, vaya a saber que dejó de pagar o de comprar para que mi hermano se despertara un mes antes de empezar las clases, con la flamante pelota durmiendo sobre su almohada. 

Y a mí me dejaron la muñeca. Una muñeca linda, linda, vestida de Dama antigua con capelina y todo, que yo amé como se puede amar, cuando se tienen cinco años y una muñeca de loza. Que me duró quince días. Una amiga jugando,  la rompió sin querer. Nunca pude olvidarme del dolor que sentí al ver mi muñeca rota. No me animaba a levantarla del suelo. Al fin la tomé en mis brazos y fui corriendo a llevársela a mi madre. Lloré tanto que me dolía el pecho, mi madre me sentó en la falda y trató de consolarme diciendo que le iba a hacer una cabeza de trapo bien linda. Yo no quería que se la hiciera, ¿cómo iba a tener un vestido tan lindo y una capelina, una muñeca con cabeza de trapo?

Pero mi mamá se la hizo y le quedó bastante bien. Le puso unos ojos grandotes con dos botones negros, una boca roja como un pimpollo y con lana negra le hizo dos trenzas. Parecía una gaucha vestida de Dama Antigua. Mi mamá la bautizó con sal y agua de la canilla y yo la llamé Nené, y para festejar el bautismo invitamos a mis amigas y mamá nos sirvió chocolate con galletitas María. Y desde ese día Nené y yo fuimos inseparables. Con el tiempo perdió la capelina y se le estropeó el vestido, pero mamá le hizo varios conjuntos, que yo le cambiaba según la ocasión.

Un par de años después le pedí a los Reyes un Malcriado, un bebe de celuloide vestido de marinero que había visto en un bazar. Los Reyes ese año me dejaron ropa y zapatos. Debe haber sido porque la carta no me quedó muy bien. La hice apurada en una hoja de doble raya que arranqué del cuaderno de caligrafía. De todos modos el caso fue que nunca, mi hermano y yo, logramos entendernos con los benditos Reyes Magos. Tuvieron que pasar veinte años para que al fin Dios me mandara una muñeca, y otros años más para la llegada del Malcriado, prodigios de amor, con quienes estrené mis dotes de mamá de verdad en este difícil juego de vivir. 

Y en eso estamos. Por eso y porque nunca debemos dejar de soñar, hay que esperar y tener fe. Tal vez un día podamos, entre todos, alterar la ruta de los Reyes Magos.

AdaVega,  1996  - 
 Más cuentos aquí: https://adavega1936.blogspot.com.uy/

sábado, 11 de noviembre de 2017

Amor de hombre




¿En qué pensaba Magela, tan llorosa, aquella noche de verano tendida en la cama junto a su marido, mientras lo miraba dormir con la placidez de un santo? Cuántas noches de cuantos años habían pasado desde aquella primera, sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años. Quién era ese hombre que dormía boca arriba, un brazo doblado sobre el pecho y las piernas ligeramente abiertas y estiradas. Con una cara de yo no fui, vistiendo apenas un calzoncillo de lino azul tan breve, que apenas lograba contener al pájaro de la lujuria causante de su desasosiego. Pájaro altanero, engañoso y cruel que, conociendo su desconsuelo, trataba de atisbarla, siempre curioso, desde la puerta apenas entreabierta de su escondrijo.
 Y ella no merecía ese oprobio.
 ¿Quién era ese hombre con quién hizo el amor hasta ayer? Con quién engendró sus hijos  y compartió su vida, hacía  más de veinte años. A quien amó con vehemencia, cada día y cada minuto de esos años. Y  a  quien estaba dispuesta a arrancar de su vida al enterarse  que ese hombre, que siempre creyó suyo,  la engañaba con otra mujer.
  Lloraba, Magela, en silencio y sin consuelo abrazada a la almohada. 
Al verlo dormir con tanta beatitud  pensó cuantas veces la habría engañado y ella,  en el limbo, ignorándolo como una tonta. Se sentía humillada. Burlada.  No pudo dominar el ramalazo que  la dominó. Su pecho se llenó de odio.  Lo odiaría por el resto de su vida. Lo arrancaría de su corazón. Ya no existía para ella.
 Volvió la cara llorosa hacia ese hombre que dormía  a su lado semidesnudo. ¡Por Dios! Y que  guapo era. Qué bien se conservaba el desgraciado, ¡mal  rayo lo parta! No representaba los años que cargaba encima. Conservaba el vientre plano y el cuerpo recio de cuando era un muchacho. Sólo las canas recordaban  los años que llevaba vividos. Pero las canas les sientan a todos los hombres y él no iba a ser la excepción, por cierto.  Sintió el impulso de matarlo. Clavarle  un puñal en el pecho. Pegarle un par de tiros. Ponerle los cuernos con el vecino de la otra cuadra que, según él,  siempre la miraba.
 Había dejado de llorar y seguía pensando en distintos tipos de venganzas con los ojos fijos en el cuerpo de su marido que dormía, ahora, con la boca abierta y despatarrado sobre la sábana de flores celestes. Le agradaba el cuerpo de su marido. Siempre le agradó. Era hermoso y deseable, maldito sea.  Ese cuerpo que besara mil veces, apasionada, de la cabeza a los pies. Ese cuerpo que no tenía misterios para ella. Su pecho fuerte donde adoraba, después del amor,  recostar la cabeza. Sus piernas firmes enredadas en las suyas en las noches de invierno. Sus manos que eran pájaros curiosos recorriéndola entera y su boca, su boca húmeda sobre su piel.
¡Santo Dios! ¿Por qué tenía ella que apartarlo de su vida? ¿Por qué tenía que dejar de amarlo y convertir su amor en odio, si fue él quien la ofendió?
Si ella era inocente de toda inocencia. Si jamás le había faltado ni con  el pensamiento. ¡No era justo!
Ya esa noche ambos habían tratado el tema. Magela, atando cabos, había llegado a la conclusión de que su marido tenía una amante. Hilando fino, juntando datos, aparentemente sin importancia, como llegadas tarde a  la  vuelta del trabajo. Desganos u olvidos para el amor, en noches febriles en que ella estuvo impaciente y urgida de él. Pequeños detalles. Simples, tal vez.  Que hubieran pasado desapercibidos en otra mujer que no fuese Magela: cuida estricta de su hogar y conocedora de su compañero hasta en sus pensamientos. Detalles  que la fueron   llevando hacia una realidad no esperada.
Eso le sucedió a Magela. Descubrió que su marido tenía una amante  y se lo dijo.
—Oscar, vos tenés otra mujer, le había dicho esa noche cuando terminaron de cenar.        
  —¿Qué decís? —le contestó él.   —Lo que oíste, y no me lo niegues  que lo sé bien.
—¡Estás loca de remate! —trató de cortar él.
Empezaron un ping pong de preguntas sin mucho asidero y respuestas esquivas.  El le juró que no tenía, ni nunca había tenido una  amante. 
—Esta semana vos te acostaste con otra mujer —le insistió Magela.
— Eso no es tener una amante —le contestó Oscar, seguro de lo que decía.
---¿Qué decís?
 —¡Que no tengo ninguna amante!
—¡Pero te acostaste con otra!
— ¿Y qué tiene eso?
—¿Cómo que tiene? ¡Me engañaste, te burlaste de mí! 
—¡Por favor Magela, no dramatices! vos sos mi mujer, yo te quiero a vos, vos sos la única mujer  que tuve siempre. ¡Lo demás no tiene nada que ver! Son cosas que pasan. ¡Nada que ver!
Quiso tomarla por la cintura y besarla como la besaba siempre, pero ella estaba muy enojada, recogió los platos y se fue a la cocina. Y él se fue al dormitorio.
 Ahora Magela lo mira dormir con la beatitud y la inocencia de un ángel bueno. Y no sabe qué hacer. Si pedirle que se vaya de la casa e iniciar el divorcio,  irse ella a  pasar mil penurias,  con sus hijos, vaya a saber dónde,  o  aceptar que su marido la  siguiera engañando cada dos por tres.
Entrada la madrugada la venció el sueño se cubrió con la sábana de flores celestes mientras su marido, dormido profundamente, roncaba con entusiasmo como roncan los hombres justos,  felices y satisfechos.
A la mañana siguiente Oscar se levantó como siempre para ir al trabajo,  tomó el café de pie en la cocina y antes de irse pasó por el dormitorio y le dijo a Magela: mamá, no te olvides que hoy Charito tiene hora para el dentista y que tenés que pagar el recibo de la luz porque hoy es el último día. Se inclinó le dio un beso en la mejilla y le dijo: me voy que se me hace tarde, chau. Portate bien.
 Para Oscar, la conversación de la noche anterior no había dejado ni rastro. Pero Magela estuvo días y días con la mente aturdida buscando una solución a su problema. Hasta que una tarde llegó de visita su madre: la abuela Ernestina. Mujer cabal, si las hay. De una sensatez y un dominio de las más difíciles situaciones, que pocas personas pueden esgrimir. Magela contó a su madre el momento que estaba viviendo y las posibles situaciones  que estaba procesando a fin de separarse de su marido. Hasta de matarlo habló. Doña Ernestina la escuchó atentamente sin pronunciar palabra. Cuando su hija terminó de contar su peripecia le dijo muy calma: —Si yo hubiese matado a tu padre cuando, como vos, me enteré que me engañaba ustedes serían huérfanos y se hubiesen criado en un orfanato. Y hoy yo no tendría a tu padre a mi lado que fue mi contención, mi compañero, quien sin dejar nunca de trabajar me ayudó a criarlos, a educarlos y mandarlos a estudiar, en años largos  y  difíciles.
Si yo, en lugar de matarlo, me hubiese ido abandonando la casa. Pregunto: ¿dónde hubiese ido con tres niños chicos, sola, sin trabajo y sin dinero? ¿Qué familiar, qué amiga me hubiese ofrecido su casa para mí y mis hijos por tiempo indeterminado?  ¿Crees que hubiese sido justa con ustedes al dejarlos sin padre y sin casa? Yo también entonces pensé muchas cosas. Yo también, como vos ahora, me sentí humillada, dolorida. Y no tuve a nadie que me aconsejara para bien ni para mal. Sin embargo, de lo que hice no me arrepentí nunca. Sabés, Magela, vos ahora no te das cuenta, tal vez pase mucho tiempo para que comprendas que lo que dice tu marido es cierto: lo que hizo no tiene importancia. Entendeme, no tiene para los hombres, la importancia que le damos las mujeres.  No importa lo que oigas por ahí, no importa lo que te digan, vos no podés poner en riesgo tu casa y tu familia. Tus hijos necesitan al padre y a la madre, y vos sabés bien que tu marido es un buen padre. Tu caso no es para una separación. Haceme caso, olvidate y seguí como si  no hubiera pasado nada.
—Mamá, ¿vos me estás diciendo que lo perdone?
— Sí, si olvidar es perdonar, te digo que lo perdones.

¿En qué pensaba Magela, tendida en la cama después de hacer el amor, apoyada la cabeza en el pecho de su esposo,  aquella noche de verano, mientras dormía con la beatitud de un santo en la paz de un monasterio? 
Desnudo como Dios lo trajo al mundo. Ángel  de pecado. Con la cabeza ladeada, las piernas  apenas entreabiertas y estiradas, con un brazo a lo largo del cuerpo y el otro rodeando su espalda.
¿Cuántas noches de cuántos años habían pasado desde aquella primera, sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años?
No sabe, Magela, cuantas noches de amor han  pasado ni  cuantas restan por venir, sólo sabe que junto a su hombre, el padre de sus hijos, seguirá compartiendo lo bueno y lo malo que la vida le depare, solamente por amor, el resto que le quede por vivir.

Ada Vega,  2006 -  

martes, 7 de noviembre de 2017

Amor es un algo sin nombre

 Chavela Vargas
      
     Los sábados en el club de mi barrio se organizaban bailes entre los vecinos. Don Pedro, el albañil que vivía en  la otra cuadra, traía  una victrola RCA con trompeta y una manivela que había que girar continuamente para poder escuchar unos discos de pasta,  que llevaban una grabación de cada lado. También era el encargado de pasar los temas y dar vuelta o cambiar los discos  tras cada  canción.
En aquellos años la música que  escuchábamos en la radio y que se bailaba, era de las Orquestas Típicas que interpretaban tangos, milongas y valses; las Orquestas Características con pasodobles y foxtrot,  y las Orquestas de Música Romántica Tropical también llamada música lenta.
Las personas que concurrían a esos bailes éramos siempre los mismos, matrimonios con sus hijos pequeños, y los jóvenes,  chicas y chicos, que habíamos crecido juntos. Rara vez llegaba al baile algún desconocido. Cuando sucedía era porque venía acompañado de algún vecino.
Las diversiones para nosotras  eran escasas, aparte de ir a la playa y los sábados a bailar, podíamos casi todos los domingos pasar la tarde en el  cine. Íbamos en barra y nos sentábamos todas en la misma hilera, siempre en las mismas butacas. Masticábamos chicles y comíamos Po acaramelado durante toda la función.
Un sábado de baile a  fines del invierno llegó el hermano de una de mis amigas, con un compañero de trabajo. El joven venía por primera vez, cuando entró recorrió con sus ojos todo el salón. Yo lo miré y algo me sacudió. Se quedó a un lado de la pista conversando con unos conocidos.
Al empezar la típica salí a bailar con Adolfo, un muchacho con el que siempre bailaba el tango, pasé  al lado del forastero y lo miré, él no me vio. Ni se enteró.
 Al finalizar la típica hubo un descanso, salí afuera con mis amigas y nos sentamos a conversar. Cuando volvimos había comenzado la música lenta. No volví a verlo  y no me importó. Di media vuelta al salón y me quedé junto a una amiga que no bailaba.
 Entonces lo vi venir se detuvo a mi lado y me invitó a bailar, antes de reaccionar ya estaba en sus brazos. En el disco Chavela Vargaz cantaba: “yo estoy obsesionado contigo y el mundo es testigo de mi frenesí y por más que se oponga el destino serás para mi, para mí”.
 Sentí tal felicidad que pensé que Chavela cantaba  para mí. Me enamoré del forastero con  un amor de película. En el salón sólo estábamos él,  yo y Chabela: “y por más que se oponga el destino…” recosté mi cabeza en su hombro, él apretó mi cintura, y bailando me besó en la frente.
 Nos quedamos de ver al otro día en el cine.
Estrené el conjunto Bentley que la abuela me había regalado cuando cumplí los dieciséis, y el perfume que mi madre usaba para ocasiones muy especiales.
 Mientras el corazón brincaba dentro del pecho se lo conté a mis amigas. Cambié de butaca y dejé una libre para él. Lo esperé toda la tarde mientras avanzaba mi decepción. Pero no vino. Ni ese domingo, ni nunca.
 Durante muchos sábados de baile  esperé  verlo entrar al club donde nos conocimos. Después, los años pasaron y aquello  fue sólo un recuerdo de mi primera juventud.
Cuando mi sobrina más chica cumplió los quince años los padres hicieron una fiesta preciosa. Entre el bullicio, la gente y la alegría, por sobre las mesas de invitados, mis ojos se volvieron a encontrar con sus ojos. Quedamos mirándonos.
 Él estaba en una mesa con su esposa y sus hijos. Yo en otra mesa, con mi esposo y mis hijos. Éramos en la fiesta sólo dos desconocidos
Por un segundo interminable volví a escuchar la voz de Chavela Vargas en aquel bolero: “por más que se oponga el destino serás para mi, para mí” y volví a revivir la tarde aquella  en que un  forastero, bailando me besó en la frente.
 La fiesta estaba en su punto más alto. Todo el mundo bailaba y se divertía. Sacudí  la  cabeza para librarme de recuerdos inoportunos, suspiré, y le dije a mi marido:
—Adolfo, empieza la típica…¡vamos a bailar!

Ada Vega, 2014