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miércoles, 10 de enero de 2018

Algún día si acaso

                                           
         
I                  
 Reconozco que la doble vida que llevé, durante varios años, la viví sin culpa ni remordimiento. Feliz. Como un hecho legítimo y natural. Cuando me casé con Daniela había cumplido veintiséis años y ella veinticuatro. Nos conocimos  en las oficinas de una casa importadora, donde trabajabamos, en el Centro de Montevideo.
Un diciembre, poco antes de cumplir los dos años de matrimonio, conocí a Andrea  en casa de unos amigos. Había ido solo y esa misma noche, nos fuimos juntos. 
Andrea resultó ser una compañera increíble. Teníamos la misma edad y aunque no poseía una gran belleza física, sus ojos grises y enormes, atraían la atención sobre su persona. Era, de todos modos, una joven atractiva, muy centrada e inteligente. Sabía lo que quería de la vida y luchaba para conseguirlo.
 Cuando la conocí vivía con sus padres en una casa antigua del barrio Sur. Tenía, ya entonces, un cargo importante en una reconocida firma comercial de plaza.
Nuestra relación fue franca y abierta desde el principio. Siempre supo ella de mi estado civil sin llegar a darle demasiada importancia pues pensó, como también pensé yo, que lo nuestro sería sólo un amor de verano.
Al principio nuestro trato consistía en encontrarnos cada quince días para ir a ver una película, o una obra de teatro y dormir juntos en algún motel de paso. De  manera que, sin darnos cuenta, nos fuimos involucrando cada día más al punto de que la relación, que había comenzado como algo pasajero y sin culpa,  fue convirtiéndose en una historia que nos exigía y nos comprometía a ambos.
 Pasó el tiempo y ella fue escalando posiciones en su trabajo. Decidió entonces vivir sola y alquiló un departamento  frente al  lago del Parque Rodó. En esa época comencé a viajar al exterior, enviado por la empresa donde trabajaba. Esa fue la coartada que comencé a esgrimir ante mi esposa, cada vez que me quedaba en casa de Andrea.
 De todos modos, a pesar de que nunca lo dijo, muchas veces he pensado que Daniela estaba al tanto de mi secreto. Que sabía de la existencia de otra mujer en mi vida. Y que por temor a perderme, obligándome a decidir por ella o la otra, jamás dijo una palabra. Aunque tal vez, haya sido solamente una impresión mía.
 Mi situación ante la sociedad no era inédita. He sabido de otras historias de hombres con doble vida parecidas a la mía. Sólo quiero decir que no es fácil mantener en secreto una relación clandestina y que, inexorablemente, llega el día en que debemos decidir.
 Daniela dejó de trabajar a los pocos años de casados. Para ese entonces yo contaba con un buen sueldo  de modo que decidimos, de común acuerdo, que se quedara en casa a fin de llevar a cabo un tratamiento médico, que hacía un tiempo deseaba realizar, pues no lograba embarazarse y sufría por esa causa. Infortunadamente, pese a todo su esfuerzo, nunca logró quedar embarazada. A mí me dolía verla sufrir y siempre le dije que yo la amaba y no me importaba no tener hijos.
Daniela es muy distinta a Andrea. Daniela es muy frágil. Necesitó siempre de mi amor para vivir. Su vida se resumió siempre en mi persona. El sentimiento que me unía a mis dos mujeres tenía facetas distintas. El amor que sentía por mi esposa incluía la ternura. La necesidad de protegerla. En cambio, el amor que me inspiraba Andrea llevaba impreso la admiración que sentía  por esa mujer que se abrió paso en la vida, sin depender de nadie. Que me dio quince años de su vida sin pedirme jamás que me separara de mi esposa. Que renunció a su maternidad para que no me sintiera atado a ella, ante la obligación  que representa un hijo.
Y  los años fueron  pasando inflexibles. No obstante,  pese a vivir  rodeado de amor, comencé a sentir cansancio. Cansancio de inventar viajes, de tener dos casas, dos mujeres y una sola vida. De no saber, cada año, junto a quien festejar la Navidad, mi cumpleaños. Con quien pasar las vacaciones. Pensé que ya era tiempo de dejar de mentir.  Comprendí, entonces, que  el final de mi doble vida estaba llegando y sólo me restaba  decidir si seguiría viviendo en mi casa,  con Daniela,  o con Andrea en su departamento. De modo que pasé varios meses buscando la mejor manera de enfrentar la situación, que ya no admitía más dilaciones. Decidí entonces hablar con Andrea, pues era la única persona con  quien  podía comentar lo que me sucedía y pedirle, acaso, su  opinión.
 No llegué a hablar con ella. Andrea me conocía más de lo que yo creía. Ahora me doy cuenta que supo de mi  lucha interior y no quiso ser partícipe.  Fue generosa conmigo hasta el final. Y decidió por mí.
 Un fin de semana fui a verla. Al abrir la puerta de su apartamento lo encontré vacío. Me asusté y  bajé para hablar con el portero. Me dijo que Andrea se había ido la noche anterior. Me dejó una carta. Sólo dos frases para despedirse de mí:  Amor, quédate con ella. No me olvides. Andrea.
Hoy, después de tantos años, la sigo recordando. Creo que Andrea conoció antes que yo el final de nuestra historia y  se anticipó a mi decisión. No se equivocó.
  ¿No se  equivocó...? 
                                         II

            Y bien, Daniela. Te has quedado con él. No ha tenido que elegir entre las dos,  como pretendías tú, la última vez que viniste a verme. Sabes bien, porque te lo dije, que no hubiese permitido que se enfrentara a esa situación tan cruel y humillante. Por ese motivo, consciente de quedar sola con mis recuerdos, el punto final decidí ponerlo  yo.
La primera vez que viniste a verme, traías una piedra en cada mano. El odio que sentías hacia mí, te salía por los ojos. Cuando abrí la puerta de mi casa, no tenía ni idea de quién eras. Entraste  como un turbión, insultándome. Tendría que haberte sacado de un brazo, sin embargo  cerré la puerta y  permanecí de pie, mirándote. Escuchándote. Conociéndote. Conociéndonos. Ahí estábamos las dos. Las rivales. Tú, en tu papel de esposa, dirigiéndote a mí con palabras que no correspondían a una chica tan bonita. A una chica que, según su marido,  era tímida y frágil. Frágil, dijo más de una vez. Tímida. No sé qué esperabas de mí. Qué tipo de mujer pensabas encontrar cuando decidiste  venir a mi casa, enarbolando la bandera del matrimonio. Qué idea se formó en tu cabeza cuando supiste que tu marido tenía otra mujer. Tuviste valor, no cabe duda, de salir a la calle y meterte en casa ajena a defender lo que, creías,  era sólo tuyo. Ignorante, por supuesto, de mi reacción. Pocas mujeres, en tu misma situación, se atreverían. De pronto quedaste en silencio. Comenzaste a observarme con curiosidad. Me viste como era entonces: una muchacha, más o menos, de tu misma edad. De zapatillas y vaqueros desteñidos, en plena faena de lustrar los pisos. Te diste cuenta que tu perorata no llegó, siquiera, ha molestarme. Hasta ese momento yo no había pronunciado ni una sola palabra. Seguía de pie junto a la puerta, observándote y pensando en Alfredo. Me sentí desconcertada escuchando a una muchacha desconocida hablarme de decencia. Tratando de enseñarme a vivir. ¡Ella!  Entendí que, Daniela, la  esposa  tímida y  frágil que  Alfredo decía tener en su casa no era la misma Daniela que estaba frente a mí  amenazándome a gritos si no dejaba a su marido en paz. ¿Dejarlo? Nunca lo tuve atado, te dije. Siempre supe que era casado. La alianza que lleva en su mano derecha no impidió que me enamorara de él. Si estás ofendida no es a mí a quien tienes  que enfrentar y pedir explicaciones. Yo no te conozco, cómo te voy a faltar. En todo caso quien te está ofendiendo, engañándote,  es tu marido. El que firmó ante el juez y juró ante el cura que te respetaría y estaría contigo en las buenas y en las malas,  hasta que la muerte los separara. A él debes reclamar, no a mí. 
Hacía un par de meses que nos habíamos conocido con Alfredo, cuando fuiste a mi casa por primera vez. Nunca hubiese pensado que aquella relación fuese a durar quince años y la finalizara yo.
Alfredo me cayó bien la misma noche que lo conocí. Pero el amor se fue construyendo a partir del  conocimiento que, entre los dos, fuimos elaborando. Aquel día no querías irte sin oírme jurar por todos los santos, que no lo volvería a ver. No te prometí nada. Te dije que yo no lo fui a buscar. Que él no tenía, conmigo, ninguna obligación. De todos modos que lo cuidaras, porque si volvía por las suyas y llamaba a mi puerta, que no tuvieras dudas de que yo le permitiría entrar. Porque el caso era de que yo, también lo amaba. 
Me pediste que no le contara de tu visita. Y no lo hice. Nunca.
Durante casi quince años fuiste y viniste, de tu casa a la mía, implorandome. En repetidas oportunidades te dije que lo enfrentaras y hablaras con él sobre el tema. Pero él no podía saber, que tú estabas al tanto de mi existencia. En lugar de perderlo con dignidad y mandarlo al diablo cuando comprobaste que te engañaba, preferiste jugar por lo bajo y esperar a que él se cansara un día de la situación y decidiera abandonarme. No sé en qué momento te diste cuenta de que  nunca lo dejaría.  Que lo amaba de verdad. Creo que recién ahí comprendiste que la lucha iba a ser larga.  
Reconozco que no debí involucrarme con un hombre casado. Es cierto. Aunque no me arrepiento. Tengo sin embargo, algo a mi favor. Y es que, nunca, jamás le insinué que te dejara y viniese a vivir conmigo. Tal vez porque él nunca habló de separación o divorcio, o tal vez porque yo nunca quise ataduras. Fue cuando comenzaste a llorar porque querías un hijo y no quedabas embarazada. ¡Buena jugada! pensé yo.  No sé si en realidad no te embarazabas. Lo que nunca entendí, si es que era cierto,  es por qué no le mencionaste a tu marido que se hiciese él un examen.  Yo en cambio, si hubiese querido, podría haberle dado muchos hijos a Alfredo. Pero él no estaba conmigo para tener hijos. Le di quince años de mi vida fértil, me negué a ser madre a sabiendas. No quise tener hijos con un hombre casado con otra. Los hijos no son juguetes, no son premios. Ni rehenes. Son seres que se traen  al mundo para criarlos con amor y responsabilidad. Además, siempre supe que un día Alfredo volvería contigo. Porque tú, no me queda otra que reconocerlo, supiste jugar tu juego. Difícil, si los hay. Con una sola carta ganaste: paciencia. ¡Quince años esperaste! Y luchaste. Me consta. ¿Fue por amor? ¿O por capricho? No, por capricho no, un capricho no dura tanto.
El amor herido, ¿si...?
Te diré  que hace un par de años  comencé a ver el cansancio en los ojos de Alfredo. Cuando estaba conmigo quería quedarse y no volver a tu casa.  Sé, también, que estando en tu casa muchas veces pensó en quedarse contigo.  Lo entiendo. Alfredo necesita un hogar donde pueda vivir tranquilo, de domingo a domingo. Estoy convencida de que nos ama a las dos. De distinta forma. A mí porque sabe que estoy con él solamente por amor. Que por la misma  puerta que entró un día a mi casa, puede irse cuando quiera. Y porque yo también, como tú, viví estos años, solamente para él.  Contigo, porque dice que tú lo necesitas para vivir. Y creo que sí. Que debe ser así. Quédate con él. Cuídalo. Y si alguna vez, sin querer, me nombra, cállate, olvídalo.
 Se le pasará. Los hombres olvidan muy pronto.
 Sabes Daniela, a veces, de tanto pensar en lo que hemos vivido estos años, he llegado a la conclusión de que tú lo debes amar más que yo. Si hubiese sido yo la esposa, no hubiera soportado lo que tú soportaste. Me hubiese separado. O lo hubiese asesinado...no se. ¡Y tú lo compartiste durante quince años! ¿Quién tiene razón?  ¡Sabe Dios! Creo que esta vez hice lo correcto. A Alfredo le hubiese costado mucho dejarme. Y a ti no te hubiera dejado nunca.
Adiós, Daniela, que seas feliz. Espero no saber de ustedes, nunca más.

                                           III

Siempre pensé que el día que Andrea desapareciera de nuestras vidas, encontraría al fin la paz, la felicidad plena que durante años busqué  sin descanso. Hoy, creo que la tal felicidad no existe. No como yo la imaginé. Lo que a mí me sucedió con Andrea es, desde donde se mire, increíble. La odié tanto, cuando supe de su existencia, que durante meses sólo quise que desapareciera, se extinguiera, se esfumara. Para siempre. No exagero. Andrea, les aclaro, era la amante de mi marido. Una amante de fierro. Mi cruz. 
La intuición de las mujeres es reconocida por la sociedad en pleno. Desde la manzana, que por suerte, comió Eva y convidó a Adán, vemos lo que nadie ve. Vemos a través de. Pero, la intuición de una esposa va más allá de lo imposible. Excepto si dicha esposa está muy enamorada, porque una esposa muy enamorada, está ciega, no ve nada más que el motivo de su amor. Vive en el limbo. Cela a su marido con todas las mujeres, por eso es más fácil engañarla con una. Pasa más inadvertido. Creo que fue eso lo que me sucedió a mí. Me casé muy enamorada y dejé que el amor me cegara. Cuando entré a trabajar en  la empresa y lo vi, me enamoré  sin saber quién era. Claro que él no se dio cuenta y pasé más de un año trabajando en la misma oficina, sin que advirtiera mi presencia. El día que se dignó mirarme, mis ojos le dijeron todo lo que sentía por él. Nos casamos al año siguiente. Yo lo celaba con las compañeras de oficina, con mis amigas, con  Jennifer López, la vecina de enfrente y... Si alguna vez me engañó en esa época, no lo supe. Nunca percibí nada. De todos modos, la noche que fue solo a una reunión en casa de unos amigos y volvió a la madrugada,  supe que se había acostado con otra mujer. Lo supe con seguridad. Y no dije nada. Esperé. A los pocos días volvió a salir de noche y volvió a la madrugada. Comenzaba mi tortura. Sólo quien haya pasado por lo mismo, puede imaginar lo que sufre una mujer engañada por el hombre que ama. Al pasar los días me di cuenta que la extraña salida, según él, con amigos, se repetía cada quince días. Casualmente, en esos meses, comenzó a viajar por trabajo de la empresa. Esto me confundía un poco.  Una tarde tomé un taxi y fui a esperarlo a la salida de la oficina. Cuando lo vi salir lo seguí. Dejó el auto frente al lago del Parque Rodó y entró en un edificio. Me quedé en el taxi, hasta  ver salir  a mi marido del brazo de una mujer. Los volví a seguir. Fueron al cine Plaza. Regresé a mi casa, eran las ocho de la noche, una película puede durar una hora y media, dos, tres horas. A las doce de la noche tendría que estar en casa. Llegó a las cuatro de la mañana. Al otro día fui a verla.
Hablé con el portero y le di las señas de la mujer que había visto con Alfredo la noche anterior. Me dio el número del  apartamento. La llamé desde el portero eléctrico y le dije que venía de la oficina de parte de Alfredo Mendizábal. Me dijo que subiera. Cuando abrió la puerta entré sin que me invitara. Estaba encerando los pisos. Entré como una fiera y le dije tanta cosa, tanta bajeza que aún  hoy, al recordarlo, me avergüenzo.
Cerró la puerta y se quedó mirándome.
Me dejó hablar. Insultarla. Y luego habló con mucha calma. Me dijo lo que para ella era lógico. Que no me conocía, que no lo tenía atado, que le reclamara a él que era quien me engañaba, no a ella. Le dije que si tenía un poco de vergüenza y consideración, no le contara  a Alfredo de mi visita. Creo que nunca le contó. Si lo hubiese hecho, me habría dado cuenta.
Pese a la relación que, durante tanto tiempo, Alfredo mantuvo fuera del matrimonio, nunca cambió su trato conmigo. Siempre estuvo a mi lado, siempre respondió a mi amor. Por lo tanto nunca hablé del tema con él,  pues pensé que era sólo una aventura sin consecuencias.
No se debe predecir, ni jugar con el destino.
Lo que yo sufrí estos años no tiene nombre. Me humillé una y mil veces yendo a la casa de la amante de mi marido a pedirle, de favor, que lo dejara. Fui tantas veces que al final hasta creo que nos hicimos amigas. Otra mujer me hubiese sacado a empujones de su casa. Andrea nunca me levantó la voz, nunca me destrató como yo a ella. No obstante, siempre dejó claro que amaba a mi marido y no lo iba a dejar si él no la dejaba a ella. No sé cómo, ni de qué manera, pasaron quince años. Nunca dejé de amarlo. Sé, estoy segura, de que el proceder de otras mujeres  hubiese sido distinto. Y está bien. Pero a mí no me importó perder la dignidad, como dicen. ¿De qué me valdría la dignidad, si me quedaba sola? ¿Si lo perdía a él? Es cierto, durante quince años fui y vine de mi casa a la casa de Andrea. Fue una relación extraña la nuestra. Al final era ella quien me contenía. Me decía que si fuese ella la esposa no podría compartirlo. Yo le preguntaba entonces por qué lo compartía conmigo. La que compartes eres tú, me decía, yo soy la otra, la que roba, la que no tiene más remedio que conformarse con lo que le dan.
 Una tarde de invierno fui a verla, hacía mucho frío. Estaba en el living leyendo un libro, entré y me dijo: vamos a la cocina y tomemos un café. Hizo café para las dos. Yo no tenía más palabras. Se me habían agotado los ruegos. Me puse a llorar. No llores Daniela, me dijo, tú eres mi castigo. No me pidas que renuncie a lo poco que tengo. Habla con Alfredo, aclara  la situación, dile  que siempre estuviste al tanto de todo. Si él no viene más, si se queda contigo, te juro que me voy, desaparezco de la vida de los dos. Pero no me pidas que renuncie a él. No puedo. No quiero.
Nos seguimos viendo de vez en cuando. Cuando iba a verla ya no hablábamos de Alfredo. Ya no le pedía nada. Iba por ir.
Por costumbre, creo.
Hace unos meses Alfredo me dijo que no viajaría más. Que habían designado a otro compañero en su lugar. Que él estaba cansado y había pedido un relevo. Se terminaron los “viajes al exterior”, comenzó a quedarse en casa. Fui a ver a  Andrea.
El portero me dijo que Andrea había entregado el apartamento hacía ya dos meses. Que no había dejado dirección. Me dejó una carta. Hizo al final lo que le supliqué durante quince años.
Yo no sé, Andrea, si hice bien, si hice mal, o si hice lo correcto. Sólo sé que hice lo que me mandó el corazón, no la razón. No sé lo que hacen otras mujeres en mi lugar. Tampoco me importa. Y soy feliz con mi marido. Yo sé también que sigue pensando en ti, pero creo que como tú dices, se le pasará. Los hombres olvidan más rápido.
Tal vez, algún día, le cuente a Alfredo la increíble historia que vivimos los tres. Pero eso ha de ser, algún día....si acaso.

Ada Vega,  edición 2007 

domingo, 7 de enero de 2018

Un árbol junto a la medianera


Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza, deteniéndose a trechos.

Entonces vivía con mis padres y mis hermanos a la orilla de un pueblo esteño, cerca del mar. Mi casa era un caserón antiguo, del tiempo de la colonia, con habitaciones amplias y patios embaldosados. Con jardín al frente y hacia el fondo, una quinta con frutales. A ambos lados, una medianera de piedra, nos separaba de los vecinos. El resto de la quinta lo rodeaba un tejido alambrado cubierto de enredaderas.

Uno de los vecinos era don Juan Iriarte, un hombre que había quedado viudo muy joven, con tres niños, empleado del Municipio. La casa y los niños se hallaban al cuidado de la abuela y una tía, por parte de madre, que fueron a vivir con ellos a pedido de don Juan, cuando faltó la dueña de casa.

En los días de esta historia yo tenía dieciocho años y un novio alto y moreno que trabajaba en el ferrocarril, que hacía el recorrido diario del pueblo a la capital. Se llamaba Enrique y venía a verme los sábados pues era el día que descansaba. Enrique era honesto y trabajador. Nos amábamos y pensábamos casarnos.

Mi padre y mis hermanos trabajaban en el pueblo. Mi madre y yo nos entendíamos con los quehaceres de la casa, ayudadas por Corina, una señora mayor que se dedicaba principalmente a la cocina, y que vivió toda su vida con nosotros. Yo era la encargada de lavar la ropa de la familia. Tarea que realizaba en el fondo de casa, en un viejo piletón, una o dos veces por semana.

Cierto día, la mirada azul del mayor de los hijos de don Juan empezó a inquietarme. Comencé por intuir que algo no estaba bien en el fondo de mi casa. Como si una entidad desconocida estuviese, ex profeso, acompañándome. Hasta que lo vi subido a un árbol junto a la medianera. Era un niño que sentado en una rama me miraba muy serio, entrecerrando los ojos como si la luz del sol le molestara.

Pese a comprobar que la ingenua mirada de aquel niño sentado en una rama no merecía mi inquietud, no alcanzó a tranquilizarme lo suficiente. Traté por lo tanto de restarle importancia. Sin embargo al pasar los días no lograba dejar de preocuparme su obstinada presencia pues, por más que fuera un niño, me molestaba sentirme observada. De modo que me dediqué a pensar que algún día se aburriría y dejaría de vigilarme.

Pasaron los meses. Por temporadas lo ignoraba, trataba de olvidarme de aquel muchachito subido al árbol con sus ojos fijos en mí. Un día hablando con mi madre de los hijos de don Juan, me dijo que el mayor estaba por cumplir catorce años. ¿Catorce años?, dije, creí que tendría diez. —Los años pasan para todos, dijo mi madre. — La mamá ya hace ocho años que murió y el mayorcito hace tiempo que va al liceo.

Desde el día que vi a Fernando por primera vez encima del árbol, habían pasado algo más de dos años. Nunca lo comenté con nadie. A pesar de que alguna vez lo increpé duramente:

---¡Qué mirás tarado! ---le decía con rabia---, ¿no tenés otra cosa que hacer que subirte a un árbol para ver qué hacen tus vecinos?

Nunca me contestó ni cambió de actitud, de todos modos su fingida apatía lograba sacarme de quicio y alterar mis nervios.

Finalmente llegó el día en que su presencia dejó de preocuparme. Cuando salía a lavar la ropa ya sabía yo que él estaba allí. Algunas veces dejaba mi tarea y lo miraba fijo. Él me sostenía la mirada, siempre serio. Yo me reía de él y volvía a mi trabajo. Hasta que una tarde pasó algo extraño: había dejado la pileta y con las manos en la cintura enfrenté, burlándome, como lo había hecho otras veces, su mirada azul. Entonces sus ojos relampaguearon y me pareció que su cuerpo entero se crispaba. Aparté mis ojos de los suyos y no volví a enfrentarlo. Sentí que el corazón me golpeaba con fuerza y comprendí que aquella mirada azul, no era ya la mirada de un niño.

Ese verano cumplí veinte años y fijamos con Enrique la fecha para nuestro casamiento. Yo había estado siempre enamorada de él, sin embargo, aquella próxima fecha no me hacía feliz, como debiera. Un sábado al atardecer salimos juntos al fondo, para poner al abrigo unas macetas con almácigos, pues amenazaba lluvia.

Cuando volvíamos Enrique me arrimó a la medianera de enfrente a la de don Juan y comenzó a besarme y acariciar mi cuerpo. Mientras lo abrazaba levanté la cabeza y vi a Fernando que nos observaba desde su casa. Arreglé mi ropa nerviosamente y me aparté de Enrique que, sin saber qué pasaba, siguiendo mi mirada vio al muchachito en el árbol.

—¿Qué hace ese botija ahí arriba?, me preguntó.

—No sé, le contesté, él vive en esa casa.

—¿Y qué hace arriba del árbol?

—No sé. ¿Qué otra cosa podía decirle, si ni yo misma sabía que diablos hacía el chiquilín ahí arriba? Salí caminando para entrar en la casa seguida por Enrique que continuaba hablándome, enojado:

— ¡Habría que hablar con el padre, no puede ser que el muchacho se suba a un árbol para mirar para acá! ¡Está mal de la cabeza!

—¡Es un chico! —le dije para calmarlo un poco, son cosas de chiquilín.

—¡Es que no es un chiquilín, es un muchacho grande!, me contestó, ¡es un hombre!

¡Un hombre! pensé, y mi mente fue hacia él, hacia aquellos ojos azules que, sin poder evitarlo, habían comenzado a obsesionarme. A perseguirme en los días y en las noches de mi desconcierto. Un desconcierto que crecía en mí, ajeno a mi voluntad, creando un desbarajuste en mis sentimientos. No podía entender por qué me preocupaba ese chico varios años menor que yo, que solo me miraba.

Al día siguiente salí al fondo de casa con la ropa para lavar. No miré para la casa de al lado. No sé si el vigía se encontraba en su puesto. Enjuagué la ropa y fui a tenderla en las cuerdas que se encontraban al fondo de la quinta. Me encontraba tendiendo una sábana cuando oí unos pasos detrás de mí. Al darme vuelta me encontré de frente con Fernando que, sin decir una palabra, me tomó con energía de la cintura, me atrajo hacia él y me besó con furia. Sus ojos de hundieron en los míos y sentí su hombría estremecerse sobre la cruz de mis piernas.

—No te cases con Enrique —me dijo—, espérame dos años.

—Dos años, para qué —le pregunté.

—Porque en dos años cumplo dieciocho, estaré trabajando y podremos vivir juntos.

—Pero Fernando, tienes apenas dieciséis años, y yo tengo veinte...yo...no es esperarte, ¡esto no puede ser!

—No siempre voy a tener dieciséis años, un día voy a tener veinte y vos vas a tener veinticuatro y un día voy a tener treinta y vos vas a tener treinta y cuatro ¿cual es el problema?

—Después no sé, pero ahora es una locura, yo no puedo... ¡voy a casarme!

—Vos no te podés casar con Enrique porque ahora me tenés a mí. ¿Dudás de que yo sea un hombre?

—No, no dudo, es que yo no... Vos estás confundido, no te das cuenta, ¡estás confundido! Pero, por favor, ahora vuelve a tu casa, no quiero que alguien te encuentre acá, ¡por favor!

—Me voy, pero esta noche quiero verte, te espero a las nueve.

—No, no me esperes —le dije—, porque no voy a venir.

—Vas venir —me contestó.

 Pasé el resto del día nerviosa, preocupada, asustada. Feliz. Era consciente de que aquella situación no era correcta. Pero no podía dejar de pensar en lo sucedido esa mañana. No había, siquiera, intentado resistirme. Dejé que me abrazara y me besara, y sentí placer. Hubiera querido seguir en sus brazos. ¿Qué significaba eso? Abrigaba sentimientos desencontrados. En mi cabeza reconocía que no era honesto lo sucedido, pero en mi pecho deseaba volver a vivirlo. No sabía como escapar de la situación que se me había planteado, y a la vez rechazaba la idea de escapar. De lo que no dudaba era de que aquello no tendría buen fin. Que si alguien se enterase, sería un terrible escándalo. Para mi familia y para la de él. Entendía que para Fernando era una aventura propia de su edad. Pero yo era mayor, era quien tenía que poner fin a esa alocada situación antes de que pasara a mayores. Decidí por lo tanto no salir esa noche a verlo y conseguir, cuando fuese a lavar la ropa, que mamá o Corina me acompañaran.

La firme decisión de no concurrir a la cita de las nueve de la noche se fue debilitando en el correr de las horas. A las nueve en punto en lo único que pensaba era en encontrarme con Fernando en el cobijo de la quinta. La noche estaba cálida y estrellada. La luna en menguante se asomaba apenas, entre los árboles. Salí, sin encender la luz, por la puerta de la cocina como una sombra.

Estaba esperándome. Me condujo de la mano hasta la parte más umbría de la quinta. Me besó una y mil veces. Y me hizo el amor como si todo el tiempo que estuvo observándome desde su casa, hubiese estado juntando deseo y coraje.

Y yo lo dejé entrar en mí, deseando su abrazo, como si nunca me hubiesen amado o como si fuese esa la última vez.

Después pasaron cosas. No muchas. Cuando Fernando cumplió dieciocho años nos vinimos a vivir a la capital. Cada tanto volvemos al pueblo a ver a mis padres y a mi suegro. Mis hermanos se casaron y se quedaron a vivir por allá. La abuela de Fernando murió hace unos años y el padre se casó con la tía que vino a cuidarlos cuando eran chicos. Enrique vive en Estados Unidos. La quinta de mi padre está un poco abandonada. El viejo piletón aún se encuentra allí. Cuando voy a la casa entro a la quinta hasta la parte más umbría que fue refugio de nuestro amor secreto. Allí vuelvo a ver a aquel chico de dieciséis años empeñado en demostrarme que era todo un hombre. Aquel chico de la mirada azul que por su cuenta decidió un día trocar mi destino, trepado a un árbol junto a la medianera
.


Ada Vega, 2012

La inalterable ruta de los Reyes Magos


Creo que a estas alturas los Reyes Magos están un poco desprestigiados. Por equivocarse tanto, digo, por no poner más atención en donde dejan los juguetes. 

Ellos saben bien que todos los niños esperan regalos, sin embargo, parece que eligieran los barrios y las casas por donde van a pasar. Y así, dejan en su trayecto tantos y tantos hogares sin visitar. Barrios enteros donde miles de niños se durmieron de madrugada esperando a los camellos que no llegaron, y despertaron por la mañana, acongojados, sin comprender por qué otra vez los Reyes se olvidaron de ellos. Esos mismos Reyes que lograron la inmortalidad por llevarle ofrendas a un niño que nació pobre, tan pobre que vino al mundo en un establo.
Cuentan que guiados por una estrella, llegaron desde sus lejanos reinos hasta Belén, la noche del 5 de enero, de hace más de 2000 años, y ese niño que dormía en un pesebre los hizo Reyes Magos, para toda la eternidad. Por eso cada 5 de enero recorren las casas de todos los niños de la Tierra, ricos y pobres, negros y blancos, judíos y cristianos, para dejarles un regalo a cada uno. Esa es su misión.

Aunque a veces creo que han empezado a cansarse de tanto viajar, porque si bien es cierto que trabajan sólo una vez al año, eso de andar cargando bolsas de juguetes para todos los niños del mundo, debe ser un trabajo agobiante. Se han aburguesado. Marcaron una ruta determinada y no se apartan de ella. Y es sabido que en la ruta de los reyes, los pobres quedan al margen. Siempre quedan al margen. Si hace más de 2000 años bajó Dios a la Tierra para ver si podía arreglar el entuerto y no pudo, ¿qué se van a hacer problema los Reyes? Dígame. Parece que allá arriba no tienen la solución. Tal vez tengamos nosotros que resolver este perjuicio, exigiéndoles a los Señores Reyes igualdad para todos los niños.

En fin, esto no es nuevo, cuando yo era niña sucedía lo mismo. Por mi casa pasaban, pero según decía mi madre ya venían de vuelta. La nuestra, decía, era una de las últimas casas por donde tenían que pasar, por eso nos dejaban lo último que les quedaba. Yo le preguntaba entonces a mi madre por qué un año no hacían el recorrido al revés. Ella me contestaba que esas, eran cosas de Dios. Y ya sabemos que a Dios uno no le puede andar pidiendo explicaciones. Por lo tanto nos conformábamos con lo que nos habían dejado. Porque eso sí, a conformarnos, los pobres, aprendemos de chiquitos.

Me acuerdo que un año yo quería una muñeca con la cabeza de loza. Y mi hermano la pelota de cuero. Como hacía años que se la pedía a los Reyes sin resultado, decidió hacer una carta. Hojas de cuaderno no le habían sobrado. En el papel del almacén no se podía escribir, porque era de estraza y el lápiz no se veía bien, así que fuimos al cuarto donde mamá cosía y buscamos entre las telas que traían las clientas, alguna envuelta en papel blanco. Encontramos una que decía “CASA SOLER” estaba un poco arrugada, pero del revés estaba bastante bien. Mi madre al vernos revolver entre sus cosas nos preguntó en qué andábamos, mi hermano le dijo que precisaba un papel para hacer una carta para los Reyes. Mamá nos miró, dejó de coser en la máquina, recortó con la tijera un pedazo de papel con forma de hoja, la planchó con la plancha que siempre tenía a su lado y se la dio a mi hermano.

La carta le quedó preciosa. Con la letra bien parejita. Le puso: “Señores Reyes Magos, yo quiero una pelota de cuero. Vivo en Pedro Giralt 4016.” La dirección se la puso con lápiz de tinta que mojaba en la lengua, para que se viera más y no se fueran a equivocar y la dejaran en la casa de al lado. La lengua le quedó violeta, pero la carta quedó hermosa. Yo le dije que de paso pidiera la muñeca para mí, pero él me dijo que la carta ya estaba pronta y que él era un varón y no iba a andar pidiendo una muñeca, aunque fuera para una hermana. Así que la firmó, le hizo una rúbrica de poeta, y yo les pedí mi muñeca de boca no más. 

Esa Noche de Reyes mi hermano dobló la carta en cuatro y la puso bajo la almohada, porque las cartas para los Reyes en esa época se ponían bajo la almohada. Cuando a la mañana siguiente se despertó, en lugar de la pelota, los Reyes le habían dejado un guardapolvo y la moña para la escuela, la cartera, que los varones colgaban al hombro y El Mundo Tal Cual Es. El pobre rezongó un poco y le dijo a mi madre: ¡Yo no sé porqué me dejaron todo esto para la escuela, si total usted cuando empezaran las clases me lo iba a comprar!

Ese día mi hermano rompió relaciones con los Reyes Magos y decidió no volver a pedirles nunca más la pelota de cuero. Se la empezó a pedir a mamá que, asumiendo el compromiso, vaya a saber que dejó de pagar o de comprar para que mi hermano se despertara un mes antes de empezar las clases, con la flamante pelota durmiendo sobre su almohada. 

Y a mí me dejaron la muñeca. Una muñeca linda, linda, vestida de Dama antigua con capelina y todo, que yo amé como se puede amar, cuando se tienen cinco años y una muñeca de loza. Que me duró quince días. Una amiga jugando,  la rompió sin querer. Nunca pude olvidarme del dolor que sentí al ver mi muñeca rota. No me animaba a levantarla del suelo. Al fin la tomé en mis brazos y fui corriendo a llevársela a mi madre. Lloré tanto que me dolía el pecho, mi madre me sentó en la falda y trató de consolarme diciendo que le iba a hacer una cabeza de trapo bien linda. Yo no quería que se la hiciera, ¿cómo iba a tener un vestido tan lindo y una capelina, una muñeca con cabeza de trapo?

Pero mi mamá se la hizo y le quedó bastante bien. Le puso unos ojos grandotes con dos botones negros, una boca roja como un pimpollo y con lana negra le hizo dos trenzas. Parecía una gaucha vestida de Dama Antigua. Mi mamá la bautizó con sal y agua de la canilla y yo la llamé Nené, y para festejar el bautismo invitamos a mis amigas y mamá nos sirvió chocolate con galletitas María. Y desde ese día Nené y yo fuimos inseparables. Con el tiempo perdió la capelina y se le estropeó el vestido, pero mamá le hizo varios conjuntos, que yo le cambiaba según la ocasión.

Un par de años después le pedí a los Reyes un Malcriado, un bebe de celuloide vestido de marinero que había visto en un bazar. Los Reyes ese año me dejaron ropa y zapatos. Debe haber sido porque la carta no me quedó muy bien. La hice apurada en una hoja de doble raya que arranqué del cuaderno de caligrafía. De todos modos el caso fue que nunca, mi hermano y yo, logramos entendernos con los benditos Reyes Magos. Tuvieron que pasar veinte años para que al fin Dios me mandara una muñeca, y otros años más para la llegada del Malcriado, prodigios de amor, con quienes estrené mis dotes de mamá de verdad en este difícil juego de vivir. 

Y en eso estamos. Por eso y porque nunca debemos dejar de soñar, hay que esperar y tener fe. Tal vez un día podamos, entre todos, alterar la ruta de los Reyes Magos.

AdaVega, edición 1996 

lunes, 1 de enero de 2018

Andando



Conocí a don Justino Andrade cuando él bordeaba sus floridos ochenta años y yo fatigaba mis treinta, enredada entre los turnos de un marido taxista y el infierno de tres hijos varones. Frente a mi casa había entonces una pensión: La Dorotea, chica, modesta. La dueña era doña Amparo, una española viuda y sin hijos. Mujer de mucho temple, gran cocinera, quien con la ayuda de una empleada mantenía la pensión como un jaspe. Y allí llegó un día don Justino. Un día de invierno frío y seco.
Lo vi en una de mis corridas al almacén entre el desayuno y el almuerzo. Lo recuerdo entrando a La Dorotea. Vestía un gastado sobretodo gris, sombrero negro y un poncho blanco y celeste terciado al hombro. Como único equipaje traía una pequeña valija. Lo vi y lo olvidé en el acto. Un día, sin embargo, comencé a fijarme en él. Pese a lo crudo del invierno, solía sentarse mañana y tarde en la vereda de su pensión armando sin apuro su cigarro y con el amargo siempre ensillado. Puse atención en él, pues vi que siempre me observaba en mis idas y venidas. Una mañana cruzó.
—Buen día doña.
—Buen día.
—No se mate tanto m’hija. Vive la vida disparando pues. Pare un poco.
¿Pa’qué corre tanto?
Yo barría la vereda. Detuve la escoba para contestarle un disparate y me encontré con sus ojos sinceros, su mano callosa sosteniendo el mate y le contesté:
—Qué más remedio don. Si no corro no me da el tiempo.
—¿Y pa’que quiere que el tiempo le dé? Lo que no se hace hoy se hará mañana.
Desde ese día fuimos amigos. Me gustaba llamarlo después de almorzar. Nos sentábamos en la cocina. Él traía el amargo. Yo tomaba un cafecito y conversábamos. Se sentaba junto a la ventana apoyado en la mesa. Miraba hacia afuera fumando pausadamente y me contaba historias.
Había nacido en una estancia de Santa Bernardina a fines del siglo diecinueve. Hijo de la cocinera, nunca supo si su padre fue el estanciero o el capataz. No se lo dijeron y él no preguntó. Apenas cumplidos los catorce años se unió a una tropa de insurgentes. Vivió a campo y cielo. Peleando en guerrillas internas. Fue herido de sable en el combate de Illescas, durante la guerra civil de 1904. Fue su última patriada
Enfermo y debilitado, consumido por alta fiebre, acompañó a su General hasta el arroyo Cordobés cuando éste se dirigía hacia Melo. No volvió a guerrear. Se estableció en La Amarilla hasta restablecer su quebrantada salud. Allí vivió cerca de la casa que en los tiempos heroicos habitara Doña Cayetana María Leguizamón, una paraguaya apodadaLa Guaireña, que según se dice fue amante de Rivera.
Me contó del dolor que lo aguijoneó cuando en enero del 21 vio pasar por Durazno, rumbo a Montevideo, el tren expreso que transportaba desde Rivera los restos de su General. Don Justino me contó su vida con simpleza. Como un cuento. Me dijo que nunca se casó, pero que creía tener tres o cuatro hijos por ahí. Hurgando en sus recuerdos me confesó que sólo una vez, se había enamorado de verdad. Pero que había mirado muy alto. Ella era la esposa de un hacendado. Una muchacha joven y muy bonita casada con un portugués viudo y con hijos.
Una primavera antes de terminar la zafra, ensilló su tordillo y se fue. Le faltaron agallas para pelearla y llevársela con él. No se arrepintió. No hubiese soportado vivir preso de una mujer. Él necesitaba el aire, el viento en la cara, el sol por los caminos, y el andar de pago en pago llevando la luna de compañera. No fue hombre de quedarse en ninguna parte. Fue domador y guitarrero. Anduvo esquilando por el Norte del país, solo o en comparsas. Diestro con la taba y muy enamorado. Andariego. Por eso no tenía historia propia. Ni familia. Ni amigos. Sólo anécdotas, historias de otros. Recuerdos. Y su visión de la vida, su filosofía aprendida de tanto andar y de tanto vivir. Casi iletrado, de espíritu rebelde, reaccionando siempre ante la injusticia social, fue don Justino un soñador de ideas avanzadas que muchos siguen soñando. En aquellas tardes de café y amargo descubrí en don Justino a un hombre íntegro, sincero hasta la exageración, simple y sabio.
Aprendí de él a darle otro ritmo a mi vida. A tomarme mi tiempo. A creer en mí. Y a saber que yo puedo. Se hizo amigo de mi esposo con quien compartía amargos y truco. Mis hijos lo aceptaron como de la familia, pero él nunca se entregó. Pese a que nosotros le brindamos toda nuestra amistad y cariño, don Justino conservó siempre cierta distancia. Y los años se fueron sucediendo entre problemas, tristezas y alegrías.
Había pasado largamente los ochenta y pico cuando un invierno se despidió de mí; varias veces me comentó el deseo de terminar sus días en sus pagos del Durazno. Deseché la idea de convencerlo de lo contrario. De todos modos, no me hubiese hecho caso. Y una tarde cruzó por última vez. No se despidió de nadie. Solo doña Amparo lo acompañó hasta la puerta de la pensión. Sentados en mi cocina y teniendo tanto de qué hablar, compartimos los últimos amargos en silencio.
La tarde empezó a escaparse por las rendijas. Él armó lentamente su cigarrito, lo aspiró despacio. Por entre el humo miré su rostro cansado. Apretó mi mano con fuerza. Yo lo abracé y lo besé por primera y última vez. Como a mi padre, como a un amigo. Se fue con su sobretodo gris y su poncho blanco y celeste. Me dejó el regalo de haberlo conocido.
Supimos que murió en el tren antes de llegar a su pueblo.
Murió como vivió: andando.



Ada Vega, 2000 

viernes, 29 de diciembre de 2017

Los pumas del Arequita



       Hace muchos años en las sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones, y un día,  ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas.
 Por aquel entonces en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un rancho de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía,  un caballo pampa y un  montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila, o a participar en alguna yerra. Poca cosa le bastaba para tirar el año entero.
 Gran caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Sólo a primera luz, o a la caída de la tarde, armaba tabaco y mateaba bajo el ombú ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de dónde había venido. Cuando lo conocieron en el lugar, ya estaba aquerenciado en su campito.
Era un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Y cuentan que de tanto vivir solo en aquellas serranías, sin tener humano con quién hablar, se había hecho amigo de una yara que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los chismes de todo  lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya se sabe que las víboras son muy de llevar y traer.
Una tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros,  mientras el indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había visto a la mujer- puma por las costas del Penitente. El  indio, mientras  daba vuelta  el  amargo le dijo:
 —Una  hembra de puma, será.      La yara se molestó por la corrección del hombre y desenroscándose le contestó, mientras se retiraba ofendida:
—Si digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo grisáceo entre el yuyal. El muchacho  quedó pensando  que la yara era muy ignorante.
Aquel año los fríos del invierno pasaron y la primavera, recién nacida, lucía radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo.
De lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían  entre las piedras, aunque al acercarse sólo vio a un puma que desaparecía entre los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver, y en parte, por comprobar con alegría, que aún quedaba   algún puma por el lugar.
Desde la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol sobre las piedras del cerro. La yara lo vio venir y no se inmutó. El muchacho se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado.
 —Vi un puma —le dijo.
 —Mirá, ¿y es linda? —le contestó la yara.
 —Vi un puma  —le repitió él.  
  —Es una mujer —le insistió ella.
 —¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo.
  La yara, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo la cabeza le dijo al hombre:
 —En las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles y antes del  amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar.
        
    —¿Y qué mal les hace un puma?
    —Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y que pronto los cerros se van a llenar  de cachorros.
   —¡Ojalá!
   —Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia que ande un puma de visita por los potreros!
   Una noche, mientras  meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera  —recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo,  ladraban y gruñían avanzando y reculando expectantes.
 El indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros,  yacía una joven desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos la envolvió en una manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder.
  Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la yarará. Vio a la  muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al indio. Cuando Abel regresó le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar con la yara que le dijo: 
   —La mujer-puma es la que duerme en tu catre.
  —¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en fiebre. Yo la curé y ahí está.
  —Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta, desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa.
 El indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido hombre, se entregó sin reservas, con la mansedumbre de la hembra que se siente amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas duró el romance  del indio con la extraña muchacha. Una mañana al despertarse se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta que encontró a la yara que dormitaba junto a una cachimba.
  —No la busques más  —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así será siempre. Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer cuando el sol declinaba y volvía del valle de andar sin rumbo, vio reflejarse a contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los arbustos del cerro.
No volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó  el calor de  la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor esperó día y noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo alto del Arequita. Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a recorrer las sierras en busca de su  compañera. La encontró a orillas del Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a cuidar a su hombre  y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las praderas orientales.
         El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera  sólo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta junto al brocal del pozo, a una vieja hembra de puma.

         Desde entonces por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por el Pan  de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los hombres. Sólo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja, tienen el privilegio de ver a los pumas dueños y señores, otear el aire de la serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay.
Ada Vega,edición 1999 

jueves, 28 de diciembre de 2017

Edelmira dos Santos



    
     Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena nacida por la frontera, criada en Melo y venida  a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un ranchito a dos aguas forrado de madera, junto a unos álamos, al final de una calle cortada.
    Tenía una gata amarilla y un perro zanguango, medio blancuzco, que pasaba durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba, maldecía en portugués.
    Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre, desde su viudez andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín; ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
    Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino:
—Esta casa está precisando una mujer.
—Y quedate, le dijo don Gabino.
—¿Cómo es eso? le contestó ella.
—Y, podés elegir — le dijo él—, te quedás con cama en la pieza del fondo y te doy cien pesos por mes y la comida, o te quedás en mi cama y te doy mi jubilación.
    La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito, puso una sábana limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó de una palmada al perro, cerró el ranchito, y entró en la casa de don Gabino por la puerta principal.
   Don Gabino tomaba mate en la cocina, la vio entrar ir a su dormitorio, y sobre la cama matrimonial dejar su atadito de ropa. Cuando volvió a la cocina él le ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:
—Cebalo vos.
—No señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
    Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don Gabino y  Edelmira. Ellos no soltaban prenda. Así que sólo se hacían conjeturas.
—¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No le veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe estar con cama. Y por esas quedó.
   Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como para los cigarros y para tener en el bolsillo por cualquier eventualidad, porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡es inaudito! peor que andar desnudo. ¡Peor!
   Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias, calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.
    Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones planchados. A cuidar el jardincito y limpiar las jaulas de los pájaros. Una tarde Edelmira le compró en la tiendita del barrio, una camiseta y unos calzoncillos largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y afelpados. Don Gabino le dijo que ni soñara ella que él se iba a poner esa ropa de viejo. Que iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía muy bien que él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato. 
   Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería abrigado y sano y no de slip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío. Don Gabino se puso los calzoncillos largos.
 Una tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo así te comprás ropa y zapatos.
—¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
   Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos días.
Ella iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡tenía uña, sí!
   Esa noche Edelmira estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris. Para el segundo invierno que pasaron juntos don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que lo mantuvo en cama como un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera.
    Mientras se recuperaba el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos daba por seguro que no tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto  estuvo en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a fin de contraer matrimonio con Edelmira.
   Nadie en el barrio supo del casamiento. Sólo al final, y por casualidad, se enteraron que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a vivir diez años juntos. Faltando unos meses don Gabino se enfermó. Después de una intervención quirúrgica muy importante, vivió sólo un par de meses. Murió tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira que comenzó a llorarlo mucho antes de su partida.
Don Gabino conocía bien el paño.
    La misma noche del entierro llegaron los sobrinos con un camión. A cargar todo lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar que  iba a quedase  dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta, así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
   Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró hasta que arrancaron. Primera vez.
 Ada Vega,1997 

martes, 26 de diciembre de 2017

La casa



—Me voy  —dijo—, y se fue.
 Sin un beso, sin abrazo, sin siquiera una caricia. Un hasta luego. Un adiós.
Y me quedé sola en aquella habitación. Sola. Pensé si al salir se acordaría de pagar la casa. Terminé de vestirme, descolgué el abrigo del perchero, tomé la cartera y pedí un taxi. Tres minutos,  dijeron. Llegó en dos.
 Subí al taxi, la Piaf cantaba aquel Himno al Amor de cuando éramos jóvenes estudiantes, la universidad era un castillo y el otoño caía en hojas secas sobre la ciudad. Entonces el  amor era Dios,  una panacea y el único motivo de vivir.
 Parecía una burla, una incongruencia: “mientras el amor inunde mis mañanas —decía la Piaf— mientras mi cuerpo se estremezca bajo tus manos poco me importan los problemas, mi amor, porque tú  me amas”.
El conductor me observaba por el  espejo retrovisor.
—Qué pasa, le pregunté.
—¿Está sola?
—¿No me ve?
—Creí que había que levantar a alguien.
—No tengo que levantar a nadie.
—Mm..., contestó, no se enoje, no crea  que es la primera dama que dejan abandonada por estas latitudes.
—No me diga.
—Le estoy diciendo. Una vez llevé una muchacha que se peleó con el novio y el tipo se fue y la dejó sola.
—¿Y?
—Y nada, él dejó la casa paga y en ese mueble antiguo  que está a la entrada, vio, junto a la lámpara, le dejó el dinero para el taxi.
—¡Qué delicadeza!
—Sí. Otra vez a una señora mayor la dejó el compañero que se fue sin pagar y ella tuvo que dejar la cédula de identidad y la alianza de matrimonio para poder retirarse. A mí me pagó con un dinero que tenía para la feria.
—¿Cómo sabe usted que era el dinero para la feria?
—Porque era de mañana,  día de feria,  y ella andaba con un bolso de hacer mandados.
—Usted tiene mucha imaginación.
—Imaginación no, hace veinte años que manejo un taxi.
—¡Oh! En ese momento recién me di cuenta que no me preguntó a dónde iba, ni yo le avisé. Como no tenía apuro lo dejé seguir y además, por extraña coincidencia mientras conversaba, había tomado el camino que llevaba hacia mi casa.  
—Una vez llevé de ahí a una muchacha rubia muy bonita. Subió al taxi  nerviosa me dio la dirección de su casa y me pidió que la esperara para llevarla al aeropuerto. Mientras tanto me contó que había matado al hombre que estaba con ella.
—¿Y usted?
—Y yo acá, sentado manejando. No sabía qué hacer. Pensé detener el taxi y pedirle que se bajara,  puesto que en mi vida  lo   menos que necesitaba  en ese momento era un problema nuevo. La miré por el espejo y me dio lástima. Era muy joven y estaba llorando.
—¿Y cómo lo mató?
—Eso le pregunté yo, ¿cómo lo mató? Le dije.
—Le pegué cuatro tiros, contestó llorando.
—¡Pobre chica, lloraba  arrepentida!
—Eso también le dije. ¿Está arrepentida?
—No, se apresuró a decirme.
—¿Y por qué llora entonces?
—Porque en el apuro por salir de la habitación, dejé el reloj y los anillos sobre la mesa de luz. ¡Qué rabia!
—¿Y el revólver? le pregunté. Abrió la cartera y sacó el arma.
—Lo  tengo acá, dijo y me apuntó.
—¿Qué hace?, apunte para otro lado, le grité.
—No tiene más balas, contestó,  mientras lo guardaba.
Estaba tan interesante la conversación que no me di cuenta que había detenido el taxi. Pero yo quería saber más: por qué tantos tiros, quién  era el hombre,  qué clase de relación tenían. Qué pasó después, si la llevó al aeropuerto.
Y el taxista seguía contando: el hombre que mató era el novio, hacía tres años que llevaban una  relación, lo mató porque se enteró que era casado y tenía tres hijos. Le pegó cuatro tiros porque eran los que tenía el arma. No, no la llevó al aeropuerto, la joven le dijo que no lo quería comprometer más, que tomaría un coche cualquiera  que pasara libre. Nunca más la vio ni  supo de ella.
—Llegamos, me dijo.
—Yo no vivo acá, vivo dos cuadras  más adelante.
—Su compañero  dijo que la dejara acá.
—¿Cómo?
—Cuando pagó la casa  dejó la dirección y el dinero para el viaje.
—¡Qué delicadeza!
—Sí, parece  un buen tipo.
Mientras me bajaba y saludaba al conductor, en la radio del taxi Charles Aznavour y La Bohème. Y aquel amor de locos. De los veinte años del pintor pobre y la modelo, viviendo del aire en el Montmarte parisino de cuando “Paris era una fiesta”.
 ¡Cómo se repite el amor! Quién no vivió un amor a los veinte años  y creyó que era para siempre. Sin embargo el camino que andaban juntos, un día se dividió en dos y ambos se perdieron por distintas veredas. Luego pasaron veinte, treinta años, y un día, porque sí,  recuerdan aquel amor apasionado  de la juventud que los hizo enfrentar al mundo, por defender lo que estaba destinado a  morir. Y volvieron al lugar del amor en busca de no saben  qué. Y no encontraron nada. Nada. Porque ya no había nada más. Ni las lilas cayendo sobre las ventanas  del atelier, ni el amor de locos, ni la juventud. La juventud…¡la bohemia! "La juventus es una flor, y al fin murió"
—Me voy —dijo—, y se fue.
Sin un beso, sin un abrazo. Sin un adiós. 

Ada Vega,  2014