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sábado, 9 de junio de 2018

Quien esté libre de culpa







Llegó al barrio una tarde con el bolso en bandolera, un gorro negro de lana y su pipa. Era un marino rubio y alto, dorado de sol y mar, con una sonrisa ancha, la espalda fuerte y los brazos tatuados. Un verano ancló frente a mi casa, alguien dijo que estaba de paso y que viviría allí por un tiempo, pero se fue quedando. 

Se llamaba Yony y según supimos después, había venido en un barco petrolero que, debido a un desperfecto en su sala de máquinas, debió quedar amarrado en el puertito de Ancap, y de allí fondeado en la bahía para su reparación. Debido a que ésta llevaría un tiempo, la tripulación se fue en otro buque y él quedó en representación de la empresa naviera.

El Ente le dio entonces una casita, para que viviera mientras estuviese en tierra. Fue así como Yony ingresó a la gran familia que éramos, entonces, todos los vecinos del barrio obrero. Oriundo de los Países Bajos, al norte de Europa, Yony hablaba un español elemental, medio gangoso, mixturando cada tanto en su conversación, palabras en holandés. Adicto a su barco, se iba con los obreros muy temprano por las mañanas, a visitarlo y allí pasaba el día.

Al caer la tarde lo veíamos volver, se sentaba solo en su jardincito fumando su pipa entrecerrados sus ojos verdes fijos en la bahía. Soñando tal vez con su tierra de tulipanes y añorados cantos de sirenas. Al cabo de un tiempo dejó de sonreír, las paredes de su casa empezaron a ahogarlo, perdió la alegría; la soledad y la tristeza lo quebraron. Un día vino con una muchacha de cabello negro muy largo, recogido en una trenza que dejaba caer sobre su espalda. Usaba vestidos de colores llamativos y muchos collares. Tenía hermosos ojos negros y la boca pintada. Era alegre y bonita, se llamaba María.

Las vecinas del barrio no la querían, comentaban que “hacía la vida”, por eso no le hablaban y cerraban las celosías cuando ella pasaba. La mamá de Dorita fue la que se sintió más molesta, siempre insistió en que debía irse del barrio. Nunca entendimos por qué tanta aversión y rechazo. Si María se enteró, nunca lo supimos. Ella era feliz con su Yony, y nadie puede negar que su venida puso un tinte de color y movimiento en la paz pueblerina de aquel barrio blanco que dormitaba junto a la bahía.

Se levantaba por la mañana con los labios pintados, luciendo vestidos de estampados audaces y calzando sus pies en sandalias con plataformas y tacos altos. Así barría la vereda y hacía los mandados, tarareando canciones de moda, ajena a todo lo que la rodeaba, como si viviera sola en un barrio desierto. Pasaron los meses, cuando al fin el petrolero estuvo reparado.

El capitán y la tripulación, que habían venido a buscarlo, lo hicieron a la mar, y una tarde en medio de la algarabía de los marineros oímos su sirena de despedida. Yony pudo entonces levar el ancla y partir, pero la bruma de los negros ojos de María lo envolvieron y perdió para siempre la ruta del mar.

En los tiempos que siguieron muchas veces los vimos reír, caminar abrazados y hasta besarse. Los vecinos, esto, no lo veían muy bien; besarse en la calle por aquellos años, era no tener decoro y se sentían ofendidos ante la actitud tan “descarada” de la joven que tenía el atrevimiento de reírse a carcajadas o estamparle un beso al muchacho como si tal cosa. Y fueron felices.

De todos modos María, que había dejado su antiguo oficio, fue con el tiempo una señora más, y aunque al principio fue resistida, el título se lo ganó. No conocí otra persona más desinteresada y servicial: hizo de enfermera, de asistente de partos, de acompañante en los velorios. Sabía curar empacho y culebrilla. Conocía de yuyos y santiguados. Ante cualquier emergencia llamaban a María, ella siempre sabía qué hacer; por eso las vecinas olvidaron su pasado, del que nunca más se habló.

Lenta, muy lentamente fueron pasando los años, en los brazos de Yony los tatuajes palidecieron, su recia espalda se doblegó, sus ojos verdes se volvieron grises.

Nunca volvió a su tierra de molinos y tulipanes, ni volvieron las sirenas a enamorarlo navegando los mares antiguos. María envejeció a su lado rodeándolo de amor, hasta que una tarde, cansado tal vez de añorar el mar, soltó amarras y se fue al cielo de los justos. María se quedó y está allí con todos nosotros que la queremos bien. Ya no usa los zapatos de tacos altos ni sus vestidos de colores, sólo la trenza que se ha tornado gris, cae sobre su espalda pequeña y encorvada.

María es una anciana que conserva el brillo de sus ojos negros y una pícara sonrisa; continúa viviendo en aquella casita de tejas adonde un día la trajo el amor de un marino solitario que, vencido ante su embrujo, una tarde lejana se olvidó de zarpar. Pero, ayer no más, la mamá de Dorita que sufre a término una enfermedad que no perdona, la mandó llamar. María fue. Entró en esa casa por primera vez. Se enfrentó con aquella mujer que no la quiso nunca en el barrio. Las dos mujeres se miraron largamente. Se comprendieron sin hablar. Y la vida pasó ante ellas. La vida que vivieron juntas, hace muchos años, allá en el bajo.

 La enferma levantó apenas una mano blanca y fría. María la sostuvo entre las suyas y, asintiendo con la cabeza, le sonrió.
En los ojos de la enferma, se paralizó la última lágrima.

Ada Vega - 2000

viernes, 8 de junio de 2018

Mamushka


Hoy, navegando en Internet, este enigma de la ciencia que tuve la suerte de llegar a manipular, volví a ver una muñeca rusa. Mi memoria trajo a mi presente un recuerdo que creía olvidado. Hace muchos, muchos años, cuando era una niña, fui con mi madre a la casa de un matrimonio que vivía por el Parque Rodó, cuyos abuelos habían venido de Siberia como inmigrantes en 1913, con un grupo religioso.
 Era un matrimonio joven, no tenían hijos. Ella era una muchacha muy bonita y alegre, se llamaba Masha, tenía el cabello oscuro y los ojos claros. Del esposo solo recuerdo que era alto y rubio. La casa daba directamente a la calle.
 A la entrada había un comedor, un trinchante con espejos y mesada de mármol blanco, lleno de adornos de plata y estatuillas de losa y marfil, y dos sofás tapizados en pana azul igual que las sillas del comedor. Cuando entramos, mi madre se sentó a conversar con la señora y yo me quedé de pie observando los adornos que exhibía el trinchante. 
Entre los adornos mis ojos descubrieron una muñeca sin brazos y de ojos grandes, que me sonreía con su boquita pintada. Era una muñeca extraña que al instante despertó en mí, una enorme ternura. La señora Masha se dio cuenta que yo observaba la muñeca, entonces se puso de pie, la quitó de donde se encontraba la puso en mis manos y continuó conversando con mi madre. Era una muñeca de una sola pieza. La cabeza estaba unida a los hombros, los hombros al tronco, no tenía brazos, ni piernas ni pies. Llevaba pintado en la cabeza un pañuelo de colores, un vestido rojo y un delantal floreado. 
Lo primero que hice fue acunarla, entonces la señora volvió levantarse la tomó de mis manos, le quitó la parte de arriba abriéndola por la mitad y, antes de horrorizarme, sacó de adentro otra muñeca que también abrió, y apareció otra muñeca y luego otra y otra que fueron quedando sobre la mesa formando una escalera. Cuando sacó la última volvió a unir la primera muñeca y me la devolvió. 
Entonces le pregunté cómo se llamaba. Mamushka, me contestó. Recuerdo que jugué con Mamushka, y sus hijas toda la tarde, y antes de irme con mi madre, Masha tomó en sus manos la muñeca más pequeña y la colocó dentro de la que le seguía en tamaño, y ésta dentro de la siguiente y así hasta llegar a la última que colocó dentro de Mamushka, y la volvió a dejar sobre el mármol blanco del trinchante donde estaba cuando entré, y la vi. 
Mi corazón de niña sin muñecas se estremeció de pena, la miré antes de irme con mi madre mientras las lágrimas pugnaban por aparecer. Pero Mamushka, me miraba sonriendo con su boquita pintada y desde el trinchante me dijo que no llorara, que un día nos volveríamos a ver. 
Y no lloré. Me fui en silencio de la mano de mi madre, guardé esa pena para mí y como otras tantas, que la vida me fue dando, aprendí a guardarla en un rincón del corazón, para que no molestara mi crecimiento en este mundo hostil que me tocó vivir. Pasó el tiempo y un día me contó mi madre, que aquella Mamushka era una muñeca rusa que la abuela de Masha había traído de Rusia, cuando vino con su esposo a vivir a Uruguay. Que después fue de la madre de Masha,  y de ella, Masha la heredó.
 Durante mucho tiempo soñé con la muñeca rusa, y me hubiese gustado tenerla conmigo y acunarla y jugar con sus hijas. Pero no pudo ser. Nunca más volví a ver una muñeca como aquella, por eso cuando hoy navegando en Internet, me encontré con una muñeca rusa que me miraba con sus ojos grandes y me sonreía con su boquita pintada, supe que desde la pantalla de mi monitor, Mamushka me saludaba recordándome la promesa que me hizo aquella tarde de mi lejana niñez, de que un día nos volveríamos a ver. Le puse a la foto “compartir”, y por las dudas y para no perderla, copié y guardé el link de su página. 
Tuvo que ocurrírsele a Billy Gate, crear Microsoft,  para que yo pudiese un día reencontrarme con Mamushka!


Ada Vega, 2017

lunes, 4 de junio de 2018

Mi amiga Margarita


    

   Cuando mi amiga Margarita plantó bandera en su casa y dijo ¡basta!, decidió que sería pintora. Toda su vida había soñado con los lienzos, los pinceles y las mieles de la fama, de manera que cuando se cansó de andar delante de su marido, pues vivió sacándole las castañas del fuego, y atrás de sus hijos —el Beto y la Marianita— que antes de los diez años se le fueron de las manos y antes de los veinte se le fueron de la casa, se compró los primeros pinceles y se puso a pintar como una loca.

Convencida de que había perdido a sus hijos, pues por más que trató de mil maneras no logró retenerlos en el hogar, pero que en cambio conservaba a su marido que, aunque le rogó primero y lo amenazó después, no logró nunca que se mandara mudar y la dejara seguir sola su azarosa vida, guardó las ollas y desconectó la cocina, porque un artista que se precie de tal no puede ponerse a cocinar y lavar platos que para algo se inventaron los motoqueros delivery. Por lo tanto ya sin sus hijos, y su matrimonio a punto de descalabrarse, comenzó con entusiasmo su inserción en el mundo del arte pictórico.

El Beto, el hijo de Margarita, que pintaba como un muchacho serio y equilibrado, de un día para otro abandonó sus estudios y se fue detrás de una bailarina libanesa a la que vio bailar la danza de los siete velos descalza y semidesnuda en la boda de un amigo. Antes de que la libanesa se quitara el cuarto velo, ya el Beto la miraba con el corazón a los saltos y los ojos trancados. De modo que la joven que había venido sólo por unos días a Uruguay, se fue con el muchacho a la zaga como un posible candidato a matrimonio. Candidato que no sabía adónde iba, de qué iba a vivir, ni dónde diablos quedaba el Líbano.

Y la hija de Margarita se fue con un grupo de artesanos hippies que vivían del aire, mientras enhebraban collares con piedras de colores. Marianita había conocido a un joven artesano que llegó un día a dedo a nuestra ciudad desde el país donde “el cóndor pasa” y vivía con un grupo de, según ellos decían, descendientes directos de los incas, en un caserón abandonado por la ciudad vieja que el gobierno, no sé por qué convenio, ley o decreto les había dejado habitar. Pero los hippies no paraban mucho tiempo en ninguna parte, de modo que un día se calzaron sus sandalias de cuero, sus túnicas de hilo y sus ponchos de vicuña y con los pelos largos y una vincha por la mitad de la frente, se fueron con sus mochilas al hombro y los dedos en V, sus panderetas y sus guitarras, fumando hachís cantando loas al amor libre y repartiendo paz por el mundo.

Así que mi amiga Margarita que por años había sido ama de casa, esposa y madre abnegada, un día se encontró sola pues su marido no sumaba ni restaba, por lo que sin cargas que llevar ni culpas que reconocer se proclamó a si misma: “Pintora uruguaya, autodidacta”.

Llenó con sus cuadros las paredes con más luz de su casa, y una tarde me llamó para que le diera mi opinión sobre su obra. Yo me excusé con razón: de pintura no conozco un corno, además yo la quiero mucho a Margarita y a veces las opiniones pueden terminar con una amistad de muchos años. De manera que dije lo que creí más acertado: llamá a un experto, en el país existen muy buenos críticos de arte. Además su opinión te va a servir para tus futuras realizaciones. Aceptó complacida mi recomendación y esa misma tarde inició la búsqueda.

Dos días después, sintiéndose poco menos que Medina, se puso en contacto con un conocido crítico que, en medio de sus pesquisas, le recomendó un anticuario de la calle Sarandí. Ambos se pusieron de acuerdo y el hombre aseguró su presencia para el sábado siguiente a las cinco de la tarde.

Recuerdo que aquella fue una tarde de mucho calor y un sol, que en la calle te quemaba vivo y se metía en las casas alumbrando hasta el rincón más escondido. La habitación convertida para el suceso en sala de exposición estaba hermosa. El colorido de las telas atraía. No voy a caer en la simpleza de decir que las pinturas de mi amiga eran émulas de las pinturas de Frida Kalho, ni de Merlys Copas, pero, en fin, ahí estábamos —ellas y nosotras— esperando al crítico.

El hombre de pantalón y zapatos blancos, y camisa negra, llegó fumando un puro, se detuvo en la puerta dio una rápida mirada a las paredes y dijo con cara de pocos amigos:

—Yo sobre esto no puedo opinar. Dio media vuelta y se fue.

Con Margarita quedamos unos minutos en ascuas. Al cabo mi amiga atinó a decir compungida:

—¿Les habrá encontrado demasiado color?

Traté de  animarla y le contesté:

—No es el color, ¡es la luz de este sol! ¡De noche tendrías que haber hecho la exposición!, ¡con una lamparita y chau!

Desde ese día, Margarita me negó el saludo.


Ada Vega, 2012 

sábado, 2 de junio de 2018

Nadia



Un verano la vi por primera vez. Martes y jueves, a las tres de la tarde, pasaba caminando por la puerta de mi casa, con un estuche de violín bajo el brazo, apretado junto al pecho. Era una ninfa, una diosa. Una princesa. Llevaba un pedazo de cielo en sus ojos y el sol anidado en su pelo. Se llamaba Nadia, vivía en una mansión en el barrio de Los Manantiales, y estudiaba en un colegio privado.
Yo había terminado la escuela. Por la mañana trabajaba en un comercio del Centro y por la tarde jugaba al fútbol con mis amigos del barrio, en un baldío que había a la vuelta de mi casa. Los martes y los jueves la esperaba para verla pasar. Algunas veces la seguía hasta el Conservatorio de música de la calle Roosevelt, una callecita corta que desemboca en la plaza del General, donde estudiaba violín. Otras veces la esperaba a la salida y la seguía hasta su casa. Nunca me acerqué para hablarle. Era muy joven, inepto, no hubiese sabido qué decirle. Mi vida no tenía nada que ver con su vida. Aunque en esto nunca me detuve a pensar. Mi intención no era hablar con ella, yo solo quería verla, tenerla cerca. ¡No sé qué quería, en realidad! Nadia había despertado en mí un sentimiento desconocido que no supe manejar. Sentía estallar en mi pecho adolescente, un deseo ardiente de verla, de estar con ella. De ser su amigo.
Ella sabía que la rondaba. Siempre lo supo. Me veía. Pero nunca me miró. De modo que no tuve oportunidad de acercarme y tampoco lo intenté.
El tiempo pasó y un día decidí volver a estudiar. Como ya trabajaba en horario completo, me inscribí en el turno de la noche. Y dejé de ver a mi ninfa. Creo que por un tiempo la olvidé.
Años después, me enteré que se había casado y vivía en la capital. Guardé entonces su recuerdo, como el primer amor de mi juventud. El que no se olvida. Nunca.
Mientras cursaba secundaria decidí seguir la carrera de magisterio. Y así lo hice. No bien obtuve mi título me asignaron una escuela en las afueras de la ciudad, al borde de una campaña que se extiende verde y luminosa hasta más allá del horizonte, en una llanura que aparece y desaparece entre hondonadas y colinas.
Los alumnos eran chicos de los alrededores, hijos de peones de estancias y de pequeños chacareros. La escuela, y aquellos niños sanos, humildes, con deseos de aprender, me conquistaron y durante años les dediqué mi vida.
Una tarde al regresar a mi casa volví a ver a Nadia. Pasó en un automóvil con su esposo y dos niños. No me extrañó, sabía que las vacaciones de verano las pasaba con su familia, en la casa de sus padres.
Un año, antes de terminar las clases, el director de la escuela me llamó para decirme que el matrimonio de la mansión de Los Manantiales, le había pedido que le recomendara un maestro para preparar a sus hijos en las vacaciones, pues ese año comenzaban el liceo. Me dijo también, que él creía que yo era la persona adecuada que el matrimonio pretendía, debido a mi demostrada afinidad con los estudiantes. De modo que agradecí su deferencia y una tarde me dirigí a Los Manantiales, a presentarme como maestro, ante el matrimonio Serkin Ivanov.
Me recibieron con mucha cordialidad. Cuando Nadia me tendió la mano para saludarme le dije:
— ¡Hola! Ella me dijo:
—Perdón, ¿nos conocemos? Me descolocó.
—No. —Le contesté, turbado.
Ese verano concurrí a la mansión tres veces por semana, a preparar a los niños: dos varones mellizos simpáticos y alegres. Buenos estudiantes. Al término de las vacaciones, el matrimonio y sus hijos volvieron a la capital.
Pasado unos años, me enteré que la señora Nadia Ivanov había enviudado y vuelto a la ciudad para instalarse definitivamente en su casa de Los Manantiales.
La volví a ver casi a diario. Para ir al Centro, donde están los Bancos y los comercios importantes, desde su casa, el camino más directo era pasar por mi calle. De modo que verla otra vez, pese a los años que habían pasado, fue retrotraerme al tiempo en que fui un párvulo, que al verla por primera, vez sintió esa atracción arrolladora que no se puede ocultar, ni evadir, que puede desaparecer cuando menos se piensa o puede durar toda la vida.
Nadia seguía siendo una mujer hermosa, pero ya no era aquella ninfa, aquella princesa que encandiló mi adolescencia. Solo reviví al verla, mi primer encuentro amoroso con el sexo opuesto que resultó ser un rotundo fracaso. Una atracción ambivalente no correspondida, que dejó en mí un sabor amargo, que me costó años vencer y superar. Durante mucho tiempo el recuerdo de la ninfa y mi pasión inclaudicable, ocuparon mi mente y perturbaron mi vida honesta y sencilla de maestro de escuela.
Cuando cumplí 20 años de ejercer magisterio en la escuela del Zorzal, recibí una notificación del Consejo de Primaria donde se me asignaba, para el año entrante, el cargo de Director de una escuela en la capital. Estuve unos días pensando. Dejar mi escuela era como dejar mi casa. Aceptar el nombramiento era despedirme de mi familia, mis amigos. Dejar mi departamento, mi ciudad, mis alumnos. El director de la escuela me convenció.
La tarde que emprendí el camino hacia mi nuevo cargo, al salir de mi casa me crucé con Nadia. Cuando nos cruzamos me saludó:
— ¡Hola, maestro! ¿Cómo le va?
—Perdón, —le dije— ¿nos conocemos?
—Soy Nadia Ivanov, de Los Manantiales, usted un verano preparó a mis hijos para entrar al liceo! Estoy viviendo otra vez en la casa de mis padres. Mi esposo falleció y quise volver. Venga a verme una tarde, tomamos té y conversamos.
— ¡Cómo no! —Le contesté— La llamo por teléfono y arreglamos.
—Bueno, espero su llamada. ¡No se olvide!


Mi ninfa rubia con ojos de cielo, me invitaba a tomar el té en su casa. No invitaba al muchachito embobado que la seguía martes y jueves cuando pasaba para ir al conservatorio, y que ella siempre ignoró. Ni al joven maestro, que un año preparó a sus hijos para entrar al liceo, y que era consciente de que una vez estuvo muy enamorado de ella. Invitaba al hombre apuesto, educado, bien vestido, en quien se había convertido 
aquel muchachito.

——Adiós —le dije---, y le tendí la mano.

Seguí sin volver la cabeza , y con paso firme entré por la callecita Roosevelt, camino a la estación frente a la plaza del General.
Allí me esperaba el ómnibus cargado de sueños, que un verano esplendente, me trajo a la capital.


Ada Vega - 2018

viernes, 1 de junio de 2018

Vincent





Nadie se acuerda del día en que Vincent llegó al barrio. Creo que siempre estuvo allí. Su figura desgarbada, sus cuadros vírgenes y su cara de Nazareno, eran parte del paisaje de La Teja al sur que hacia los años cincuenta crecía porfiada junto a la Bahía de Montevideo. Vincent era un joven pálido de cabello largo, barba rizada, y ojos enlutados de mirar perdido.

Vincent trastornado, extraviado en su propia esquizofrenia que deambulaba por las calles del barrio en aquellos esplendentes y perdidos veranos, con una tela de pintor bajo el brazo, algo que alguna vez fue un caballete y un pincel. Caminaba la vida con un compañero invisible y permanecía largas horas apoyado en el puente mirando el mar. En sus caminatas sin rumbo llegaba a veces hasta Capurro y vagaba por el parque “donde de niño, jugara Benedetti” y recorría su playa antigua y sentenciada.

Sonreía y pintaba siempre el mismo cuadro. Entusiasmado con su obra, a veces se retiraba y miraba la tela como un verdadero pintor de oficio buscando la perfección, entonces se acercaba y corregía hasta quedar satisfecho. Pero la tela en el bastidor permanecía blanca. Muy temprano andaba Vincent haciendo su recorrido diario. Cuando los silbatos de las fábricas llamaban al turno de las seis de la mañana, él pasaba con su cuadro y su pincel. Adónde iba o de dónde venía, nadie lo supo. Simplemente lo veíamos pasar.

Vivía con otros marginales en un ranchito mísero hecho con latas y cartones, en la misma desembocadura del Miguelete junto a la refinería de Ancap. Decía llamarse Vincent, pero su verdadero nombre rubricado por apellidos muy sonados en la política de aquellos años, era otro. Pertenecía al seno de una familia adinerada que lo amaba y lo cuidaba. Su madre venía a verlo muy seguido: tanto como él lo permitía.

Llegaba de mañana en un auto con chofer. Le traía ropa, comida y vitaminas y era éste quien bajaba del coche y le alcanzaba los bolsos, mientras la angustiada madre esperaba para ver a su hijo que, desde lejos, la saludaba con la mano. Vincent apenas probaba la comida, las vitaminas jamás las tomó, solía cambiarse el pantalón y la camisa, lo demás lo regalaba. Había logrado hasta donde le fue posible, mantener alejada a su familia. Con excepción de su hermano Diego con quien en los últimos años mantuvo una gran amistad.

A Diego le dolía la condición en que se encontraba su hermano. En una oportunidad nos contó que siendo estudiante Vincent sufrió un trastorno en su mente y perdió la razón. Los médicos nunca acertaron a explicar muy bien que le sucedió. Fue entonces que los padres lo llevaron a Europa y luego a Estados Unidos, en busca de una posible cura, pero volvieron sin encontrarla. Y el joven poco a poco se fue aislando.

No quería estar en su casa ni con su familia. Desaparecía por días, hasta que al final lo encontraban vagando por las calles, sonriente y feliz. Un día, en sus desvíos, encontró unos pordioseros que vivían junto al Miguelete y se quedó con ellos. Desde entonces vivió para “pintar”. Le pidió a Diego una tela y un caballete y el hermano le trajo todo lo necesario: telas, pinceles y óleos. Pero nunca usó las pinturas, los colores estaban en su mente. Era un joven callado y dócil, pero vivía en un mundo donde no había cabida para nadie más.

Un invierno su madre dejó de venir. Había fallecido. Nunca supimos si su mente registró el hecho. Entonces empezó a venir Diego, le traía telas y tubos de óleos, aceites y pinceles, pero él siguió con su pincel seco y su vieja tela. También le traía ropa, frazadas y comida pero él todo lo daba a sus compañeros. Diego no soportó más la situación. Una tarde se lo llevó con él, lo bañó, lo afeitó y lo dejó en una lujosa casa de salud.

Lo instaló en una hermosa habitación, con cama de doble colchón y sábanas perfumadas; con televisión, un sillón hamaca, y junto a la ventana un caballete con su tela, caja de óleos, acuarelas y pinceles. Tenía cuatro comidas diarias y podía bajar al jardín. Vincent se quedó un día, pero al llegar la noche con su vieja tela bajo el brazo y su pincel se dirigió a la puerta de calle, y al encontrarla cerrada con llave, enloqueció.

Se sintió atrapado, no podían controlarlo y llamaron a Diego. Cuando éste llegó y entró en la habitación encontró a Vincent bañado en sangre. El joven, perturbado, se había cortado una oreja. Y Diego comprendió que no podía interferir en la decisión de vida que su hermano había tomado. Si lo amaba, debía respetar su derecho a vivir cómo y donde él quisiera. Y él era feliz en su ranchito tal cual lo tenía: en el baldío, junto al puente, frente a la bahía.

Y Vincent volvió al barrio. Anduvo meses vagando calle arriba y calle abajo con la cabeza vendada. Hasta la noche en que terminó el cuadro que hacía años estaba pintando. Esa noche se sintió mal y avisaron a Diego, que no demoró en llegar. Vincent estaba acostado en una colchoneta cubierto con una manta. Al verlo así, Diego se alarmó e intentó llevárselo a su casa, pero Vincent no quiso moverse, dijo que tenía frío y que estaba muy cansado.

Diego se acostó junto a su hermano y lo abrazó muy fuerte. Vincent entonces, haciendo un esfuerzo, sacó el cuadro terminado de entre las ropas que lo cubrían. Es para vos, le dijo. Diego tomó el cuadro en sus manos y mientras le oía decir casi en susurro: Adiós, Diego, observó en aquella vieja tela, que durante años, su hermano enfermo pintara sin pintar, la clásica belleza de un “vaso con girasoles”, firmado: Vincent.

Ada Vega, 1997








jueves, 31 de mayo de 2018

Agustina, esposa de Dios



          Agustina era hija de un político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta de 1904 cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios y recibió el bautismo y la primera comunión a ocultas de su padre, con la complicidad de su madre y la ayuda del Altísimo, cuando recién cumplidos los doce años pudo escaparse un domingo a la misa de once, mientras su progenitor andaba en sus giras políticas, por el interior del país.
La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando paso a paso cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo de barro, hizo a Adán a su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego a la Mujer. Le habló del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir, a crecer y multiplicarse y cómo por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida, que mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso, sin más ni más, condenándoles a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original, injusta herencia de nuestros primeros padres.
También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo; su muerte en la cruz para redimirnos de nuestros pecados y la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es ésta que vivimos sino la que nos espera después de la muerte.
Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la Historia Sagrada, como de la existencia contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones, rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya a saber quién y torturando, con un cilicio, su tierno cuerpo de niña para demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las alturas ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies sobre la tierra.
Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste con su cortejo de ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo del cielo y de la tierra que la abuela, pensando que se le había ido un poco la mano al hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos medianamente bien en ésta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor. Pues el Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano,  porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela.
Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico, cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé. La niña escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara de actitud, con el alma compungida no tuvo más remedio que trasmitirle la buena nueva a su hija.
Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos, reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y contarle al padre de la niña toda la verdad.
La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin rodeos antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se animó a repetirlo.
El hombre seguía mirándola sin hablar. Ella esperaba un estallido, y al no suceder nada se asustó, se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la mirada del hombre, al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de que su mujer se pusiera a llorar, le dijo: Inés, averigua todo lo que debas averiguar. Haz todos los trámites necesarios y, si es real su vocación, déjala que se vaya.
Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de religión que la abuela le impartía a su nieta. Y, aunque se abstuvo de averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marido tan rígido, tan cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que, en esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado prohibiéndole terminantemente a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento.
Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable pues, según decía, Dios la había llamado para ser su esposa.
En el año 1856, provenientes de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la Caridad, las Monjas Salesas de clausura. Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012 en el Monasterio de La Visitación, en el departamento de Canelones, viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al Monasterio de las Salesas para no salir nunca más.
De todos modos, Dios tenía para Agustina otros planes.
El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años. Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a las guerras por riqueza y por poder. Al hambre de los pueblos más pobres del planeta. A las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño. Cabía en su propio aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el reclinatorio. También había en lo alto de una de las paredes, una pequeña ventana enrejada, con vidrio fijo y postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un puntero, que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz.
De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicho percance. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un pedazo de cielo celeste. A veces dos estrellas y, alguna vez, hasta tres. Y por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa cuando era niña. Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura, le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos habitamos. Conociendo las dificultades de los más pobres por subsistir. Sufriendo sus carencias.  Las monjas renuncian al mundo y se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad, ¿y qué sabes tú, dime, qué sucede en el mundo en estos momentos...?
Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones, los padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta. Rodeada de oscuridad y silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también. Volar a su casa, a los suyos. El deseo de verlos a todos. Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días. 

Esa primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño, Agustina dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su casa. Toda la familia la esperaba. 
Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos habían cambiado mucho. Sólo  la abuela estaba igual, conversar con ella fue como volver a su niñez. En los primeros días estuvo a punto de regresar al convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños. Debido a su trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera, necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus hijos. 
El día que Agustina llegó a su casa el señor Leandro estaba allí comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona ideal a quien confiarle  sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le inspiraba gran confianza. Le rogó que aceptara su ofrecimiento pues estaba seguro que era perfecta para ese trabajo.
Agustina pensó que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el viejo mundo, se instaló en la casa.
No bien llegó a su nuevo hogar, Agustina se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios.
Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando. También encontró cambiada a Agustina. No parecía la monja retraída que había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese propósito. Y  pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que, realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara y le contestara a su vuelta.
El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano
Agustina se quedó  veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables.
Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de clausura de las Hermanas Salesas a continuar con su primitiva vocación de monja claustral, que abandonara a los veinte años.
Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos perpetuos.


Ada Vega -2012

miércoles, 30 de mayo de 2018

Martina

 

Capítulo XV, de la novela: "Detrás de los ojos de la mama vieja"

Un día de 1888, después de proclamada en Brasil la ley que abolía la esclavitud, Carmela le contó a Martina la verdadera historia de Eulalia y el motivo que tuvo para no decírselo antes. La morena, aunque amaba a su madre adoptiva, sintió una alegría que no pudo disimular. Carmela y Juan siguieron, por cierto, siendo para ella sus verdaderos padres; y Mauro y Dionisio sus hermanos muy queridos. De todos modos, desde entonces, al espíritu de Eulalia se encomendaba cada día.

Ramón y Martina conformaron un matrimonio unido por fuertes lazos. Tuvieron tres hijos en los primeros años de casados que le dieron firmeza y seguridad a la pareja. Martina aprendió pronto los quehaceres de una casa de campo. A ordeñar, elegir una buena gallina para el puchero, alimentar a los cerdos y a los pollos. Amasar el pan para el horno de barro y cultivar las flores en el jardincito de la entrada misma de las casas.

Fueron tal vez, diez, los años que vivió feliz en su casa de Caraguatá.

En 1897, Ramón marcha otra vez a la guerra. Queda sola, en medio del campo, con sus hijos y don Pedro, que pasó a ser su apoyo, su paño de lágrimas; presto siempre a escuchar sus dudas, sus miedos. Quien la contuvo en los largos días de angustia, en que no tuvo noticias de Ramón. Quien la ayudó a conservar la fortaleza, aún ante la adversidad, pues no debía olvidar que tenía tres hijos por quien luchar y seguir firme para criarlos y enseñarles el camino de la rectitud que guiaría sus pasos hacia sus vidas futuras. Martina escuchaba al viejo que la confortaba con palabras sencillas dichas con cariño y mesura. Cada día que pasaba agradecía su compañía pues, en los momentos en que se encontraba muy deprimida, sólo su voz apaciguadora lograba resarcirla de tanta desazón.

Mientras, se libraban las batallas de: Tres Árboles, Arbolito, Cerro Colorado y Cerros Blancos. En aquellos meses interminables Martina pasaba días y noches atisbando el campo que rodeaba la casa. Cansados los ojos y el alma de mirar a lo lejos y en todas direcciones, pues nunca se sabe de dónde o por dónde volverá un día, si vuelve, un soldado de la guerra.

Un atardecer, por fin, descubre por el camino a lo lejos, la silueta de Ramón en su alazán estrellero. Corre a través del campo, con el corazón golpeándole el pecho, hasta alcanzarlo y él la toma por la cintura y la sienta en la grupa. Martina, vuelta a la vida, llora de felicidad apoyando su mejilla en la espalda del hombre de regreso de una guerra, que no será la última.

Las primeras estrellas comienzan a asomarse en lo alto. Curiosas.

Durante los siguientes seis años vivieron una paz relativa. Los hijos fueron creciendo, el amor de ellos se afianzó, y el campo renacía en cada primavera.

En 1903 Aparicio Saravia volvió a levantarse en armas contra el presidente Batlle y Ordóñez. Ante el estallido de 1904 Ramón fue llamado a filas.

Martina esta vez decidió seguir a su hombre. No volvería a vivir los días y las noches de desasosiego que en 1897, estuvieron a punto de hacerle perder la razón. Quedó don Pedro encargado de la casa.

Dejó a sus hijos en Melo con su madre y, de botas, bombacha y sombrero a la cara, junto a otras mujeres, siguió al ejército de Batlle para cocinar, atender a los heridos y poder así estar cerca de Ramón.

Vivió en ese entonces, agónicos días de guerra y ratos de amor robados al cansancio y a la vigilia incierta. Acompañó a su marido en la batalla de Mansavillagra; estuvo presente, con él, en Fray Marcos. Y en Tupambaé vio en batalla caer a su Ramón.

Al imaginarlo herido dejó escapar un grito de su garganta, que acuchilló el aire espeso, mientras se lanzaba en medio del combate a rescatarlo. Metiéndose entre los hombres caídos y las patas de los caballos, las balas que silbaban y el chairar de los sables; entre el olor a pólvora y a sangre arrastró a su hombre hasta un claro, dándole ánimo con sus gritos destemplados. Él la dejaba hacer sin dejar de mirarla.

Martina lo recostó como pudo y con sus dos manos le abrió la chaqueta del uniforme. Ramón tenía el pecho destrozado. La seguía mirando desde muy lejos, tras una nube que enturbiaba su pupila, más allá del silencio.

De regreso, Martina fue a Melo en busca de sus hijos. Tenía entonces un embarazo de seis meses. Ya en su casa de Tacuarembó, cumplidos los nueve meses de gestación, dio a luz una niña a la que llamó Juana.

Tenía cumplidos treintainueve años de edad.

Eran los últimos días de 1904. Presidía la República José Batlle y Ordóñez.

Ese setiembre, para Aparicio Saravia, había pasado su Masoller.

Ada Vega, 2014