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lunes, 23 de julio de 2018

Siempre en domingo



    Después que murió mi padre, los sábados al cementerio y los domingos a la casa de la abuela eran todos nuestros paseos de fin de semana. Mamá tenía entonces treinta y pocos años. Cuando enterró a mi padre se recogió el cabello en un moño sobre la nuca, se vistió de negro de pie a cabeza y le arremetió a la vida para terminar de criar cuatro gurises, en un Montevideo inhóspito y desconocido. Hacía apenas cuatro años que conmigo en la panza, mi padre y mis tres hermanos, había llegado desde su Solís natal con la esperanza de encontrar en la gran ciudad un mejor futuro para todos. La suerte le dio la espalda. Papá murió en un accidente de trabajo y ella se quedó sin hombre hasta el fin de sus días. Creo que desde entonces prevalecieron sus obligaciones sobre sus escasas distracciones y nunca llegué a saber si visitar a la abuela los domingos, formaba parte de unas o de otras.
 La casa de la abuela estaba en una calle interna del Prado. Tenía un jardín al frente con plátanos y palmeras, mantenido por don Martín, un viejo jardinero que cuidaba con dedicación rosales, dalias y jazmines. No era una casa muy grande, tampoco lujosa. De líneas más bien severas, lo único que resaltaba era el pórtico con sus cuatro columnas de granito blanco. Hacia ese pórtico se abría una pesada puerta de roble oscuro, con un llamador en forma de aro. A ambos lados de la puerta, cuatro ventanas alargadas y enrejadas dejaban ver, tras los postigos siempre entornados, blancas cortinas de encaje hecho a mano. Bordeaba la casa una verja de hierro muy alta, con un portón de dos hojas cerrado por dentro con un candado. A pesar de ser una hermosa casa, a nosotros nos sobrecogía su austeridad. No nos gustaba ir, pero los domingos era obligatoria la visita a la abuela, para nosotros y para nuestros tíos y primos. Ese día mamá nos vestía con nuestras mejores galas, nos recitaba mil recomendaciones de buen comportamiento y a las tres de la tarde de cada domingo, estábamos junto al portón de la casa del Prado. Nelly, con las manos cruzadas sobre la falda, se miraba la punta de los zapatos; Walter ausente, con un libro bajo el brazo; Venus sacudiendo la reja o dándole de  patadas al portón; y yo, de la mano de mamá.
—Buenas tardes doña Paulina.
—Buenas tardes don Martín.
—Este viejo trabaja hasta los domingos...
—¡Cállense la boca! –mamá nos reboleaba los ojos, tras lo cual hacíamos nuestra
entrada triunfal en la casa de la abuela.
     Cuando entrábamos a la casona, después de la puerta cancel de vidrios tallados, quedábamos en la sala principal que era muy amplia. La pared frente a la entrada la sustituía un enorme vitral con una puerta de cada lado. Representaba una escena de la campiña italiana; con mucho cielo, árboles y hermosos niños rubios acompañados de perros blancos con hocicos finos, precioso pelaje y largas colas jugando sobre un verde prado. Ese paisaje me maravillaba.                             
     Una vez pregunté qué lugar era ese, donde había tanta belleza. Me dijeron: Italia.  Por años creí que Italia era algo así como el Paraíso. Después supe que no, que allá también hay niños pobres y cuzcos callejeros. Pero eso lo supe mucho después. La sala donde nos reuníamos los domingos tenía una mesa muy larga con doce sillas, un aparador y un cristalero enorme. Un juego de sala con sillones esterillados, almohadones rojos y varias mesitas distribuidas por los rincones.
    Sobre el piso de madera lustrado, alfombras y camineros, y a un costado, junto a una de las ventanas: el piano. Un piano negro y recto con su banqueta giratoria, donde mis tías solían sentarse a tocar llenando el aire con los acordes de Mantelito blanco, El pañuelito, o Desde el alma, o alguna de mis primas que empezaba a aporrearlo, le demostraba a la abuela su habilidad para ejecutar a la pobre Para Elisa. Mi madre no tocaba el piano. Gracias a Dios fue más práctica y aprendió a coser. No sé que hubiésemos hecho cuando murió papá si ella, en lugar de confeccionar  prendas para todo el barrio, nos hubiera tocado el piano. Nosotros tampoco estudiamos. Según mi madre, para defendernos en la vida, teníamos otras cosas que aprender antes que las fusas y las  corcheas.
    El vitral separaba la sala de entrada de un gran patio con claraboya y baldosas blancas y negras hacia donde desembocaban los dormitorios, un par de salitas y el baño principal, que era tan grande como toda nuestra casa de la Teja. El techo y las paredes estaban revestidos de baldosas blancas con flores multicolores en relieve. Y lo que me parece estar viendo todavía y aún me asombra, era la bañera. Una bañera redonda, apoyada en cuatro patas de león, de porcelana blanca y brillante donde uno podía, graciosamente, desnucarse.
     Siguiendo este patio había otro de baldosas rojas y hacia un costado la cocina, otro baño chico, despensa y alguna otra pieza más, para al fin llegar al fondo lleno de frutales, grandes macetones con plantas y un hermoso juego de patio en hierro, pintado de blanco. Y a la sombra, junto a su cucha, el Centella. Un perro frisón, feo como el Diablo, que se paseaba mostrando los dientes. Perro maldito al que no se podía mirar fijo, pues gruñía levantando el hocico y acercándose agazapado, dejaba ver sus terribles colmillos. Teníamos que ir al fondo acompañados de la tía Marina, una tía solterona que vivía con la abuela, de lo contrario abstenerse, so pena de terminar comidos por el mastín.  Pero como en todo hay excepciones, nunca supimos cómo, ni por qué, el bicho simpatizaba con Venus. Jugaba con mi hermano como un cachorro, le lamía las manos, le movía la cola y corría con él por el fondo. La tía Marina decía que mi hermano era como San Francisco de Asís, que tenía poder sobre las bestias. A lo que la abuela respondía: ¡Bah, bah, bah! No sé si dudaba de San Francisco, o del poder de mi hermano. Ella opinaba socarronamente, que tal vez los dos (mi hermano y el perro) habían venido del mismo planeta. A mi madre esto no le hacía gracia.
   Al entrar a la sala, Walter buscaba un lugar tranquilo y se sentaba a leer olvidándose del mundo y su mascarada. Nelly conversaba con mis primas más grandes, vaya a saber de qué, cuchicheando y tapándose la boca con la mano mientras reían. Venus se sacudía los abrazos recibidos, de un manotazo se limpiaba los besos y se iba al fondo a jugar con el perro. Y yo me aburría toda la tarde, sin saber qué hacer, sentada junto a mi madre.  A las cuatro se servía la merienda. En esto participaba toda la familia. Mamá llevaba una rosca con pasas y nueces que le quedaba riquísima y mis tías, torta de manzanas y de chocolate. Mientras, circulaba el mate dulce para las señoras y el amargo para los caballeros que por lo general cebaba mi tío Juan. A los niños nos daban chocolate en unas tacitas muy lindas con dibujitos chinos: para nuestro gusto demasiado chicas. Pasada la merienda los primeros en irnos éramos nosotros porque Venus venía del fondo, se paraba en la puerta y decía:
—Y má, ¿cuándo nos vamos? Y al poco rato volvía a insistir.
         —Má, ¿nos vamos a quedar pa’siempre acá?
      Entonces mamá al ver que la abuela ya no toleraba más a ese muchacho mal educado, se ponía de pie y se despedía. Nosotros, de inmediato, nos alineábamos junto a ella. Nos volvían a besar y salíamos. Walter adelante, Nelly después, Venus pateando todo lo que encontraba y yo de la mano de mamá. Habíamos cumplido con la visita de los domingos y volvíamos felices a nuestra casa de La Teja.
     Cuando falleció la abuela la tía Marina volvió al campo y dejamos de ir a la casona, poniéndole fin a la Odisea de los domingos en el Prado. Papá nos dejó demasiado pronto y los cuatro junto a mamá crecimos y nos casamos en La Teja. Después, la vida nos condujo por distintos senderos y abandonamos el viejo barrio.  
  Obstinados, fueron pasaron los años. Y un día, de paseo con mis nietos por el barrio del Prado, pasé por la casona de la abuela. Me detuve un momento.  No era la misma: estaba abandonada. Sin jardín, sin rosales, ni dalias. Una maraña de plantas y yuyos lo cubría todo. Las ventanas estaban rotas y las columnas grises y cubiertas de musgo. ¿Qué había pasado con la casa? ¿por qué estaba abandonada? No quise saber, no me interesó despertar fantasmas. Recordé el pasado y por un instante volví a ver aquellos cuatro niños de la mano de mamá, junto al portón de la antigua reja, a las tres de la tarde...
-—Buenas tardes don Martín.
-—Buenas tardes doña Paulina.
          -—Este viejo trabaja hasta los domingos.
          -—¡Callate la boca, no seas atrevida!
...siempre en domingo.

Ada Vega, edición 1998 

jueves, 19 de julio de 2018

Añoranzas


                 De un tirón firme en la chaura dejó al trompo bailando sobre la cuadriculada vereda gris. Permaneció un momento observando sus giros y balanceos luego se arrodilló, arrimó su mano con el dorso hacia abajo hasta lograr que el trompo subiera entre los dedos y se durmiera bailando en la palma de su mano. Entonces se puso de pie  levantó la mano a la altura de los ojos mostrando, a los otros chiquilines que lo rodeaban, su pericia en el arte de dominar aquel pequeño trozo cónico de madera que seguía bailando frenéticamente  ante su cara risueña.

   Erguido como un rey ante sus súbditos, mostrando su trofeo. Orgulloso como un dios pagano allí estaba de pie, con sus nueve años avasallantes, sus pantalones cortos y la honda en el bolsillo de atrás; riéndose con su cara toda, su boca de dientes pequeños, sus ojos  verdosos y  aquel mechón de pelo rebelde que le caía sobre la frente. Era un capo entre los botijas del barrio. El que remontaba más alto las  cometas.  El que mejor jugaba al fútbol. Había que verlo pelear a la salida de la escuela, cuando cortaba en el recreo con  alguno de sexto. Era inteligente, pero muy diablo. Aquel año no terminó quinto. Un día que por segunda vez no llevó los deberes,  la maestra le dijo imbécil y él  le tiró con un tintero. Lo expulsaron.
  Dijo la señora Directora que era un niño muy díscolo. Que su comportamiento era un mal ejemplo para sus condiscípulos. Que perdone señora, pero su chico necesita un colegio especial donde lo puedan  reeducar. Que era un niño muy malo y usted no va a poder con su vida. Adiós señora  y que Dios la ayude, lo va a necesitar. La mamá no le contestó, ella sabía que no era malo. Era bandido. Callejero. Pero no era malo.
   Se fueron juntos de la escuela, callados los dos. Ella cada tanto suspiraba, él la miraba a hurtadillas queriendo abrazarla y decirle cosas como: mamá te quiero mucho no te pongas triste, yo, yo a veces no sé por qué  me porto mal, no sé, yo quisiera ser el mejor de la clase, el mejor del mundo para que vos estés contenta, pero no sé que me pasa mamá, de repente me entra como una viaraza... ¿me vas a poner en un  colegio especial?¿qué es un colegio especial, mamá?
    Todo eso hubiera querido decirle a la madre, pero caminaba callado con la moña desatada y la cartera colgada al hombro. Cuando llegaron a la casa  la madre le acarició la cabeza y le dijo: andá,  sacate el guardapolvo y lavate la cara y las manos que vamos a comer. Hice un guiso con dedalitos y le puse choclos,  como a vos te gusta, andá. Y él se puso a llorar. La madre mientras ponía la mesa pensó en voz alta: ¡pobre señora directora, sabrá mucho de alumnos, pero de hijos no sabe nada!
  Empezó a repartir diarios porque no tenía edad para entrar  a la fábrica. Recorría las calles al grito de: ¡Acción, Plata, Diariooo! Pero al año siguiente la madre lo puso en la escuela de varones, porque la escuela hay que terminarla, para no ser un burro, sabés. Hizo quinto y sexto. Cuando estaba en sexto una tarde lo llevaron preso. Estaba jugando al fútbol en la calle  con otros gurises, algún vecino rasqueta llamó a la policía y vino un guardia civil en una moto con sidecar. Lo encontró justo  a él con la pelota en la mano.
    Cuando la madre se enteró y llegó a la comisaría  ya lo habían pasado para el asilo. Ella le preguntó al comisario si los milicos de esa comisaría no tenían  más nada que hacer, habiendo tantos ladrones sueltos, que  llevar preso a un menor que iba a la escuela de mañana y vendía diarios de tarde. El comisario pasó por alto el comentario y le dijo que fuese a buscarlo al asilo, que un policía la iba a acompañar. Ella desde su dignidad le  dijo: no se moleste, yo voy sola, no necesito acompañamiento.
    El tranvía la dejó ante la puerta donde se leía: “Mi padre y mi madre me arrojan de sí, la piedad cristiana me recoge aquí”. Habló con el director  y sin darle tiempo a solucionar el problema, salió nerviosa de su oficina, cruzó un patio embaldosado, buscó al hijo con premura y cuando lo encontró lo tomó de un brazo y lo sacó en vilo, ¡manga de energúmenos! murmuró al pasar, pero al llegar a la puerta de salida se dio cuenta que el personal del asilo no tenía nada que ver y antes  de salir le dijo al director: disculpe, estoy muy nerviosa. Vaya señora, vaya, le dijo el director, y  a él: portate bien.
  Se volvieron en el tranvía, la madre preocupada porque tenía que terminar un vestido para el día siguiente y él abrazado a ella  prometiéndole el oro y el moro y  antes de llegar, recostado a su hombro, se quedó dormido. 
 Una tarde de ese verano, mientras le probaba una blusa a una clienta  él entró de la calle por la puerta del fondo, llegó al comedor y le dijo a  la madre: mamá, y cayó desmayado. Traía un brazo chorreando sangre y un hueso blanqueando salido para afuera. Se había caído jugando al fútbol en el campito y así se vino  agarrándose el brazo y perdiendo sangre por el camino.
    Cuatro cuadras corrió la madre hasta el teléfono más próximo para pedir una ambulancia. Esa noche lo operaron de urgencia. Lleva desde entonces una cicatriz con forma de T en su brazo izquierdo. Siguió jugando al fútbol por todos los barrios de Montevideo y también  en el interior.  La madre quería que estudiara, hay que prepararse para el futuro. Lo anotó en la Escuela Industrial. Pero él era wing derecho. ¡Qué sacrificio  Dios mío! ¿Qué voy a hacer con este muchacho? ¿Qué te va a dar el fútbol me querés decir? ¡Te vas a morir de hambre, yo no voy a vivir para siempre!
   Una tarde paró un auto frente a la casa, golpearon a la puerta y un señor le entregó a la madre una tarjeta con el escudo de Peñarol. Lo habían visto jugar y lo esperaban para practicar el jueves de mañana. Ella no entendía ni quería saber  de cuadros de fútbol. Le bastaba con saber que debido a ello, el hijo había estado preso, se había quebrado un brazo, y vaya a saber cuantas cosas más que mejor que ella ignorara.
   Cuando llegó el muchacho la madre le dio la tarjeta y le comunicó lo que había dejado dicho el hombre. Que hiciera lo que a él le pareciera. El miró la tarjeta amarilla y negra y dijo: ¡ta  loco! ¿A Peñarol voy a ir  a practicar?  ¡Ta loco!  Y la tiró a un costado. La madre no opinó. ¿Qué te va a dar el fútbol, qué te va a dar...?
             De los cuatro hermanos eras el más arraigado al barrio, el más madrero, el que tuvo siempre más amigos. Y el predilecto de mamá.
Sin embargo un día fuimos todos a despedirte al aeropuerto. Un pájaro enorme  te llevó al otro lado del mundo. Aquí se quedaron tus Cancioneras de Gardel, y las fotos de Atilio García. Y tu niñez y mi niñez, y tu adolescencia y mi adolescencia, y nuestra casa en el viejo barrio. Y allí estás, rodeado de chiquilines, con tus nueve años y el trompo de madera bailando en tu mano. Yo también estaba con ellos. Y me sentía orgullosa de mi hermano. ¡Qué  inteligente! Qué hábil. Qué alto remontaba las cometas .Qué bien jugaba al fútbol.
¡Qué lejos te fuiste un día...!
 Y hoy, que aquella  niñez se ha perdido en el tiempo, que la juventud nos ha dejado de lado y disfrutamos ambos la alegría de ser abuelos, recuerdo tu primer pantalón largo y como tosías aprendiendo a fumar, escondido tras los transparentes del fondo.
Hubiese querido que envejeciéramos juntos. Pero sabés, la vida no logró separarnos, siempre fuiste mi ídolo, mi compinche... mi hermano.  

Ada Vega - edición 1995

martes, 17 de julio de 2018

Misivas de ida y vuelta





15 de junio de 1998 - Sra. de García:

  Le ruego a Ud. Pase a la brevedad por la escuela donde concurre su hija Juanita, por asunto de su interés.
                                              Atte. La maestra Irene.

16 de junio de 1998 - Señorita maestra Irene:
                          Yo no sé si usted se piensa que yo no tengo más   nada que hacer que pasar por la escuela a la brevedad por asunto de mi interés.  Los asuntos de mi interés están acá en mi casa no ahí en la escuela  que para eso está usted. Que al final este año entre la Juanita y el Maxi ya me han traído como veinte cartitas pidiéndome que pase por la escuela y yo pierdo de trabajar para ir y resulta que es para oír sonceras y cosas que a mí ni me van ni me vienen y que no son de mi interés, como ser donar ropa para los pobres como si nosotros fuésemos ricos ¡vea usted! o cosas como organizar quermeses para ayudar a los niños carenciados. Mire maestra yo no sé muy bien qué son niños carenciados, lo que sí sé es que a los míos apenas puedo vestirlos y de comer mejor ni le cuento que las más de las veces para que ellos coman mi marido y yo pasamos a mate y mate, pues yo no sé si usted está enterada de que a mi marido que trabajó como veinte años en una empresa, hace un año lo mandaron al seguro de paro y  cuando volvió lo echaron  ¿qué me cuenta?  a él que nunca robó ni llegó tarde lo dejaron en la calle así como así   y  ahora mi marido con cuarenta y cinco años que tiene no hay diablo que le dé un trabajo que a gatas agarra alguna changa con el Ernesto que trabaja en la construcción  y que hasta tengo miedo que él, que nunca se subió a una escalera, un día se caiga de algún andamio y me lo traigan lleno de quebraduras y hecho un inservible que para eso mejor sería Dios me perdone que se muriera porque yo no  estoy le puedo garantir con tres limpiezas que tengo, la casa y los tres gurises como para andar lidiando con un lisiado por más que sea mi marido y el padre legítimo de mis hijos, porque para mí sería tremendo le juro tener que darle de comer en la boca a un hombre grande como mi marido que sano no hay comida que le venga bien de tan impertinente que ha sido siempre, así que enfermo figúrese usted, no ha de  haber cristiano que lo aguante y menos yo. Por lo que no quiero ni pensar el tener que andar cinchando con él con mis cuarentaidos quilos que peso últimamente de tan flaca y anémica que estoy así que... espere...  acá me acota mi hija la Juani  que mi concurrencia a la escuela es para pedirme una colaboración para ayudar a los damnificados de las inundaciones. Dígame una cosa señorita maestra Irene ¿usted vio la cañadita esa que pasa por atrás de la escuela  que empieza por la casa de doña Gertrudiz como una canaleta que hicieron los vecinos para que corriera el agua? Bueno, resulta que cuando llega por acá ya parece un arroyo y al pasar por mi casa va arrastrando latas, bolsas y todo tipo de mugre que tiran los vecinos y cada vez que llueve un poquito no más se desborda y mi casa se llena de agua, mugre y bichos muertos, a nosotros que   somos inundados permanentes nadie nos ayudó nunca ni a nosotros ni a ninguno de la cuadra  ¿y a usted le parece que yo puedo ayudar a los damnificados que se quedaron sin techo? vea señorita Irene , ellos se quedaron sin techo pero acá en el “cante ” la mayoría nace sin techo – mi hija me corrige – me dice que no se dice más “cante” que ahora se dice    “asentamiento” como si cambiar el nombre a los rancheríos y a la miseria mejorara la situación. Y no crea maestra que no tengo sentimientos, a mí me duele el hambre y el frío de los que tienen menos que yo pero me siento impotente no puedo dar lo que no tengo, me supera. Le puedo asegurar maestra que hay días en que me siento muy cansada y no es de trabajar le aseguro sino de no percibir un futuro mejor por más que lo busco, entonces sabe,  miro a mis hijos que están sanos que comen y van a la escuela y sigo tirando. Por todo esto que le digo y le cuento y que es la pura verdad le pido encarecidamente que la termine con las cartitas, que yo no pienso ir más a la escuela que de tanto ir parezco más alumna yo que mis hijos así que déjeme tranquila y pídale a los que tienen y no a nosotros que cada día tenemos menos, usted mejor dedíquese a enseñar que para eso está en la escuela de maestra que para andar pidiendo ya hay demasiada gente en la calle, porque últimamente se les ha hecho costumbre a los uruguayos vivir de la manga y le sacan a un santo para vestir a otro y así nos piden ropa, comida, muebles, chapas, sangre y como les parece poco  ahora también nos piden los órganos vitales, ni muertos dejan de mangarnos. En fin espero que yo haya sido lo suficientemente explícita y que usted haya entendido por qué no voy a la escuela por asunto de mi interés, cuando tenga algo importante que comunicarme como ser que mis hijos estudian o no estudian o arman relajo en la escuela  me lo hace saber de lo contrario no se moleste que yo no quiero saber qué les pasa a los demás que con lo que me pasa a mí es más que suficiente pues habrá visto que yo a duras penas voy llevando la economía de mi casa que es más que precaria.
 Espero sea usted muy feliz y los maestros consigan algún aumentito pese a los apremios del Fondo Monetario Internacional, el quiebre de la Argentina, los problemas del Brasil la aftosa.                                                            Atte. La mamá de Juanita

P.D. Perdone si la misiva me salió un poco larga, lo que pasa es que no sé por qué, pero últimamente ando medio nerviosa. 

Ada Vega, edición 1998 

lunes, 16 de julio de 2018

Encadenada


      Eunice y Jaime crecieron juntos en Montevideo en una calle hermosa que baja hacia el mar entre el Cementerio del Buceo y la Plaza de los Olímpicos. Una calle que lleva el nombre del Mariscal paraguayo que 
en 1870 murió peleando contra Brasil, Uruguay y Argentina , en la llamada Guerra de la Triple Alianza.
Vivían en la misma cuadra, en un barrio por entonces más despoblado, de casas  arboladas y grandes jardines. Las familias de ambos eran numerosas y amigas, y los niños acostumbraban a jugar juntos todo el día. Desde que Jaime aprendió a caminar vivió prendido a las faldas de Eunice. Y para la niña no comenzaba el día, hasta no verlo atravesar el portón de la entrada de su casa.
            Cuando nació Eunice cada una de las abuelas le regaló una cadena de plata con una medalla. Una de ellas con la imagen de Jesús mostrando su  Sagrado Corazón, y la otra con la  imagen de la  Inmaculada  flotando sobre una nube en su Asunción  a los cielos en cuerpo y alma.
Nunca, mientras se amaron,  las quitó Eunice de su cuello.
La infancia la pasaron  juntos correteando con  los perros, trepando  a los árboles, bajando a la playa. Fueron  juntos a la escuela y en la adolescencia, perdieron juntos la virginidad. Se amaron desde entonces bajo el sol y bajo la luna y no existió para ellos otro universo que el de sus miradas ávidas. El amor los había unido el mismo día en que nacieron. Estaban, por lo tanto,  destinados el uno al otro. Así lo aceptaron siempre los amigos y las familias de los dos.
Sin embargo un día Jaime se compró una moto, se adosó una mochila  y se fue a recorrer el mundo. Y Eunice, deshecha en lágrimas,  se compró  una botella de un vino rojo y dulce, muy rojo y muy dulce, y se emborrachó decidida a dejarse morir ese mismo día, si fuese posible.
 Entre tanto Jaime cruzaba a la Argentina, de la Argentina al Paraguay, del Paraguay  a Bolivia, y en Bolivia se internó en Brasil y en el Mato Groso estuvo perdido cinco años. Reapareció en Venezuela, cruzó a Colombia y de allí a Panamá y a la América Central. Le costó dejar al gran México a su espalda, pero llegando a Matamoros, sobre el Golfo de México, cruzó el Río Grande y entró en los Estados Unidos. Atravesarlos  para entrar a Canadá le llevó  cinco años más. Vivió dos años en Montreal y después de visitar Toronto decidió volver al Uruguay.                      
 Entre la ida  y la venida habían pasado algo más de  veinte años, desde el día que se fue a recorrer el mundo, cuando una  noche estacionó una en una cuatro, al frente  de una mansión en  José Ignacio, donde unos amigos brasileños ofrecían una recepción.
Mientras tanto Eunice, después de emborracharse con aquel vino dulce y rojo y llorar amargamente durante días y días, decidió seguir viviendo porque al fin entendió que tras la tormenta siempre el sol vuelve a salir. Terminó sus estudios y un día conoció a un joven contador que vivía por la playa de los Ingleses, que se enamoró de ella y le propuso matrimonio.
 Jaime hacía diez años que se había ido. No escribió,  ni nadie supo nunca de su vida. No tenía porqué seguir esperando. Lo más seguro era pensar que se habría casado mientras andaba de turista por esos caminos de Dios. De manera que, pese a  no poder olvidar aquel amor  juvenil, aceptó al contador que resultó un hombre de fortuna y un verano se casó dispuesta a ser feliz.
 Eunice conservaba en su cuello las dos cadenas con las medallas que le regalaran las abuelas el día que nació. Nunca se las quitó,  porque a Jaime le excitaba el roce de las medallas sobre su rostro y sobre su pecho cada vez que se amaban. Se las quitó, sin embargo, la misma noche de su boda pues a su marido, según le dijo,  el roce de las medallas y su tintineo lo desconcentraban.
La noche que Jaime  llegó a la fiesta de José Ignacio se encontraba Eunice, que había concurrido con su marido,  conversando con una amiga en uno de los salones. Jaime la vio en cuanto entró. Se dirigió a ella y sin preámbulo le preguntó:
 —Qué pasó con las cadenas y las medallas de plata.
Al reconocerlo, Eunice quedó pensando que aquel hombre que la interpelaba no era el Jaime de su niñez, ni el de su amor primero, ni el que un día la abandonó. Aquel hombre era un extraño. De todos modos, sintió que su corazón se regocijaba.
—A mi esposo lo desconcentran —le contestó.             
Esa noche no tuvieron oportunidad de reanudar la conversación. Sólo supo Jaime que ella estaba casada, tenía dos hijos  y era feliz. Ella  supo de él  que continuaba soltero y sin hijos. Cuando volvió, Eunice puso la casa patas arriba buscando las benditas cadenas, hasta que al fin dio con ellas. A la mañana siguiente su marido la encontró preparando el desayuno con las cadenas al cuello.
—Y esas cadenas —le preguntó. —Son mías —le dijo ella. —¡Pero son viejas! —se quejó el hombre. —Sí, pero volvieron a estar de moda —contestó y cambió de tema. Los dos volvieron a encontrarse, un medio día, en una comida campestre. Jaime, como la vez del reencuentro,  la vio al entrar. Eunice lucía sobre su pecho las cadenas de plata. Fue hacia ella la tomó de una mano y la llevó a un aparte.
—Necesito hablar contigo —le dijo. Caminaron hasta la cuatro por cuatro, subieron y  desaparecieron por la ruta. En el cuarto de un hotel reiniciaron aquel amor de la niñez, la pasión de adolescentes. El amor interrumpido de los veinte años. Jaime volvió sentir sobre su cara y sobre su pecho el roce de las cadenas de plata, el tintinear de las medallas que siempre lo excitaron. Él había vuelto y ella estaba allí. Todo volvería a ser como fue desde un principio. Eunice había sido solamente suya. Ahora volvería a serlo. Siempre supieron ambos que habían nacido el uno para el otro.
            Eunice vuelve feliz a la fiesta. Se ha quitado las cadenas del cuello y las a arrojado por la ventanilla de la cuatro por cuatro. Ha borrado, por fin, de su mente y de su corazón el recuerdo de aquel amor primero. Este Jaime con quien estuvo no es aquel  Jaime de los veinte años que un día la dejó para ir  a recorrer el mundo. Lo que acaba de vivir es un mal dibujo de un pasado que ya no existe y que, equivocada, guardaba todavía en un rincón del corazón. La vida en su trascurrir todo lo altera. Y la memoria no es tan fiel como creemos.
          Sentado al extremo del salón, de charla con amigos está su  esposo. Eunice se acerca y sienta a  su lado. El hombre le pasa un brazo por los hombros y mientras la atrae hacia sí, le pregunta: —No tenías puestas las cadenas cuando vinimos.
—Sí —le contesta ella—, pero me las quité porque ya pasaron de moda.
—Estás segura de que pasaron de moda. ¿Nunca más te veré encadenada?
 —Muy segura —afirma ella. —¡Nunca más! 
Ada Vega, edición 2011

viernes, 13 de julio de 2018

Madame Colette



         Fue en los años de macetas con malvones, de madreselvas y campanillas azules enredadas en los tejidos de alambre. De casillas de lata, veredas angostas y calles cortadas. Cuando Montevideo paría barrios orilleros que levantaban chimeneas. Y en los frigoríficos y lavaderos, barracas y fábricas, los obreros se turnaban de 6 a 2, de 2 a 10, de 10 a 6.
       En aquel entonces, al oeste de la ciudad y junto a la desembocadura del Miguelete, crecía el Pueblo Victoria. Barrio fundado por el ingles Samuel Lafone en 1842, y que lleva su nombre en honor a la Reina Victoria de Inglaterra. Enquistado en él, habitando unas pocas cuadras, reinaba lo más selecto del hampa montevideana. 
       Tahúres y cafishios, paicas y grelas del más rancio sabalaje, se habían aquerenciado en el barrio. Fueron famosas las casas con luces rojas regentadas por mujeres que hacían la vida más llevadera, prodigándose junto a sus pupilas para servir a su numerosa clientela. Aún hoy, los más veteranos del barrio, recuerdan nombres, rostros y virtudes de aquellas matronas que los iniciaron en el arte del amor. 
       Una de esas casas era gobernada por Colette, una francesa muy bonita de comentada fama, que con poco más de veinte años se vino un día del parisino barrio de Montparnasse.  Desembarcó en nuestro puerto con un  par de baúles, vestida como un figurín, y con el pelo cortado a la garzón. Ya experta en su oficio llegó a  Montevideo atraída por los comentarios en el viejo mundo, de que el oro en la joven América se encontraba tirado en la calle. Pronto se dio cuenta la francesita de que, o bien se había equivocado de puerto, o alguien exageró sobre nuestras uruguayísimas riquezas. 
     De todos modos ya estaba aquí, por lo que sin amedrentarse se dedicó a dictar cátedra de amor incorporando a nuestros conocimientos en la materia, los últimos adelantos en técnicas y afines, directamente importados desde su país de origen.  Recién llegada se instaló en un hotelito de la Ciudad Vieja. Observó el ambiente, recorrió los bares de la Aduana, el bajo del Tajo y la Puñalada y puso sus bellos ojos en el Pueblo Victoria. No obstante, comenzó su actividad en un bar de coperas  por la zona portuaria. 
    Enredada en un castellano afrancesado y  decidida a  conocer mejor nuestra idiosincrasia  pasó allí un período de adaptación. Pero su destino en estas tierras era otro. No había venido desde la lejana Europa para, con su desgaste, enriquecer a un macró latino.  Dueña de un pequeño capital, pretendía abrir su propio negocio. Por la Aduana consideró que no era factible. Demasiada competencia. Así que un día cargó con sus baúles, y se despidió de  la Ciudad Vieja. Alquiló una casa de inquilinato en el Pueblo Victoria y se instaló con una bahiana que conoció en el bajo del puerto y dos sirvientitas con cama cansadas de trabajar gratis para los hombres de la casa. Y al poco tiempo multiplicó su personal y su fama.
        El día que Colette llegó al barrio encandiló a los vecinos con su belleza y conquistó al malevaje que quedó rendido a sus pies pa’ lo que guste mandar. Y aunque algún tahura lo negó, era bien sabido que más de cuatro se hubiesen enfrentado a cuchillo, por ser el primero en la lista de sus hombres. 
      Muchos se equivocaron al conocer a Colette y verla tan frágil y delicada. Sin embargo, no tuvieron que esperar mucho tiempo para descubrir que tras su carita de niña buena, la francesita escondía un temperamento firme y aguerrido. Nunca dudó, para mantener su establecimiento en orden, en sacar a un matón a empellones a la calle o partirle una botella en la cabeza, si se cuadraba, a quien se pasara de listo por más guapo que fuera. 
       Usaba el puñal sin asco y con destreza si era necesario, y tenía por las dudas siempre a mano, una pistola con cachas de nácar que un turista árabe – libanés le obsequiara en sus tiempos por la Ciudad Vieja. Árabe que  zarpó un invierno de Beirut y que al llegar a Uruguay, no bien tocó puerto conoció a la francesa que lo cautivó.  
       Durante años el asiático fue y vino por el mundo tan sólo para estar con ella. A Colette no le era indiferente su amante árabe, bello ejemplar de varón de cabello enrulado y ojos negros y fríos como dagas, a quien ella llamaba: el Jeque. Y fue tal vez el Jeque uno de los hombres que más amó. Pero no el único. 
      En sus años del Pueblo Victoria despertó tremendas pasiones. En ambientes de avería y también entre santos varones no confesos. Rondando el convento y esclavo de la madame, campaneaba el Porteño. Un busca pintún, rubio de ojos claros, que se vino un día disparando de Buenos Aires tras dejar en Almagro terrible prontuario por fullero y batidor. Como tenía la vuelta prohibida entre el bramaje de su ciudad se afincó en Montevideo donde vivió a salto de mata, rebuscándose entre timba y fiolería. 
     Hasta el aciago día en que conoció a la francesita. La muchacha le dio vuelta la cabeza, el corazón y el alma. Y hubiese sido capaz, si ella se lo hubiera pedido, de apartarse del malandrinaje y, haciendo un supremo esfuerzo, hasta de ponerse a trabajar. Claro que para tranquilidad de su conciencia ella nunca le pidió tamaño sacrificio. Pese a que hay que reconocer que Colette miraba con muy buenos ojos al argentino, con quien compartía un pedacito de su apasionado corazón.
        Pero fue un muchacho del Pueblo Victoria, hijo de emigrantes italianos, quien conquistó por entero el corazón de la francesita. Un joven seminarista, que fue su asiduo cliente durante casi todo un año y con el cual  vivió un tórrido romance. Colette hubiese dejado todo por él;  la mitad de su vida habría dado por borrar su pasado y su presente y ser  solamente una simple muchachita para merecerlo. Pero el joven no le pidió ni le ofreció nada. Y un día vino por última vez se despidió de ella y se fue para seguir su carrera sacerdotal.  
       Ese fue un año fatal para la francesa pues también perdió al árabe, al que en el Líbano sentenciaron: se quedaba allí y mantenía a sus esposas, como  mandaba la ley, o corría el riesgo de perder su cabeza. A pesar de amarla desesperadamente, el  Jeque no tuvo opción. Decidió pues conservar su hermosa cabeza sobre sus hombros, y no volvió a aparecer por  la casa de inquilinato.
       De sus amores más arraigados sólo quedaba el Porteño que una noche, por sacar la cara por ella, quedó tendido en la calle en un duelo a cuchillo con un taita matón. La pérdida cruel e injusta de su rubio amor argentino le puso un lacre a su corazón. Durante mucho tiempo otros varones trataron inútilmente de conquistar a Colette, pero la francesita se había cansado de amar. Y fue en esos meses que para asombro del vecindario,  vieron que la madame estaba esperando un hijo.       
       Pasó el tiempo y nunca dijo quien era el padre del varón que nació un diciembre. Tendría el niño unos cuatro años cuando traspasó su negocio y se fue del barrio con su hijo y una valija con dinero suficiente como para iniciar una nueva vida. Atrás quedarían para siempre sus años de madame, dueña de un prostíbulo cuya fama comentaría el hampa por mucho tiempo. Atrás quedaría aquel Pueblo Victoria que la amó y a quién ella amara. Atrás sus trágicos amores, los sueños que trajo un día de allende el mar. Y también Colette, atrás y perdida para siempre.
       Cuando se fue del Pueblo Victoria se instaló en un apartamento en el último piso de un edificio en Reconquista y la Rambla con un enorme ventanal que daba al río. Abrió allí una casa de Alta Costura para las damas de la sociedad, que llegaron a adorarla por su sobriedad y buen gusto. Entonces se llamaba “Marie Stephanie Fournier de Binoche. Viuda de Jules Binoche, que había muerto en París  dejándola sola con un niño de pocos años con quien había venido a Montevideo en busca de olvido y consuelo”.
       Puso a su hijo en el mejor colegio que encontró y vivió con gran decoro. Fue aceptada de inmediato por las damas de la sociedad montevideana y respetada por los hombres. No hacía vida social, concurriendo muy esporádicamente a las galas del Solís o alguna velada en el club Uruguay. Fue allí precisamente que una noche volvió a encontrar al seminarista.
       El club Uruguay lucía espléndido. Las arañas de cristal brillaban como joyas. Las damas ataviadas con finísimos vestidos de fiesta eran escoltadas por caballeros de riguroso smoking. Esa noche Marie Stephanie, que con los años había acentuado su belleza, llegó al Club del brazo de su hijo Guy Binoche Fournier, que acababa de recibir su título de Ingeniero Civil, acompañados ambos de un alto jerarca gubernamental y su señora esposa.
  Junto a los balcones sobre la calle Sarandí, Monseñor Mazzetti conversaba con un diplomático. Al pasar junto a ellos, la señora que la acompañaba se detuvo para saludar al Prelado y a su vez presentarle a Marie Stephanie.
  Los dos se reconocieron. La señora, ajena a la situación, los presentó:
 - Monseñor Mazzetti, la señora Marie Stephanie Fournier de Binoche.
 - Señora.
 - Un placer Monseñor.
 - Y su hijo, Guy Binoche Fournier.
 - Joven...
 - Mucho gusto.
       Monseñor sintió que el corazón se le desbocaba. Había reconocido a Colette. Pero ¿quién era ese joven tan parecido a él? La misma cara, los mismos ojos, el mismo porte. Así era él años atrás, cuando tuvo que elegir entre la dulce Colette y su apostolado. Las fechas coincidían. ¿Podría ser su hijo? Necesitaba hablar con Colette. Preguntarle. Pero ella lo saludó inclinando la cabeza y se fue del brazo de su hijo.
     También para Marie Stephanie el encuentro fue inesperado. Era el pasado que volvía inquisitivo. Los ojos de Monseñor le gritaban una pregunta que ella no quería responder. Era indudable que se había reconocido en el hijo. Se retiró temprano de la recepción y no se volvieron a ver. Dicen que un tiempo después Marie Stephanie cerró la casa de modas y argumentando su deseo de volver a Francia se fue con su hijo. Y nunca volvió.
     Supo sin embargo, antes de irse, que Monseñor trataba de contactarla. De modo que el día que se fue dejó en el Correo una carta para él. Cuando Monseñor la recibió, ella y su hijo ya estaban en París. Monseñor Mazzetti llevaría desde entonces en su pecho, la dulce herida que le dejara la francesita.
    Tembló la hoja en las manos de aquel seminarista, cuando leyó en grandes caracteres una sola palabra que resumía una lejana historia de amor:  SÍ.

Ada Vega, edición 2003-

miércoles, 11 de julio de 2018

Aquella retirada

                                        


    Era enero del 59 y los Diablos Verdes ensayaban en el Club Tellier. El coro afinaba atento, el director daba los tonos, atrás la batería: bombo, platillo y redoblante. Ese año mataron. Fueron, por primera vez, primer premio. Cantaban aquella retirada:

“Dejando un grato recuerdo a tan amable reunión
se marchan los Diablos Verdes y al ofrecerles esta canción
tras de la farsa cantada viene evocada nuestra niñez.
Murga que fue de pibes y hoy sigue firme
tras los principios de su niñez”.

Era la murga del barrio. La murga de La Teja. Entonces nosotros éramos botijas y acompañábamos los ensayos desde la primera noche. Era emocionante, era grandioso; soñábamos con ser grandes y entrar a la murga y cantar y movernos como aquellos muchachos murgueros. Yo era amigo de todos los botijas del barrio, pero con el que más me daba era con el Mingo.
Entonces vivía por Agustín Muñoz y él a la vuelta de mi casa, por Dionisio Coronel. El Mingo era mi amigo. No hablábamos mucho, creo que no hablábamos casi. Pero estábamos siempre juntos. Ibamos a la escuela Cabrera, jugábamos al fútbol, en setiembre remontábamos cometas y, antes de empezar el Carnaval, íbamos a ver ensayar la murga. No faltábamos a ningún ensayo. Nos aprendíamos las letras de memoria, festejando de antemano la llegada del Dios Momo.

Una noche, mientras los Diablos cantaban la retirada, vinieron a buscar al Mingo. La madre se había enfermado y estaba en el hospital. Al otro día no fue a la escuela y la maestra nos dijo que la madre había muerto. Cuando salí de la escuela fui a buscarlo a la casa. Estaba sentado en la cocina. Yo no le dije nada, pero me senté a su lado. Entonces se puso a llorar y yo me puse a llorar con él. Al rato mi vieja vino a buscarnos y nos fuimos los dos para mi casa. Comimos puchero y la vieja, aunque no era domingo, nos hizo un postre. De tarde vino el hermano a buscarlo para que se fuera a despedir. Fuimos los dos. La casa estaba llena de gente: el olor de las flores me mareó y me sentí muy mal.
El padre tuvo que levantarlo un poco, porque no llegaba para besar a la madre. El Mingo la besó y le dijo bajito: “mamá, hice todos los deberes”.

Esa noche se quedó en mi casa, se acostó conmigo y como se puso a llorar busqué entre mis cuadernos una figurita difícil, una sellada que le había ganado a un botija de sexto, y se la di. Pero no la quiso. Yo pensé en mi vieja y tuve miedo de que ella también se muriera. Nos dormimos llorando los dos.

El Mingo era de poco hablar, pero después que murió la madre hablaba menos. Pero yo lo entendía, a mí no necesitaba decirme nada. Entramos a la VIDPLAN el mismo año. Íbamos al cine Belvedere, a la playa del Cerro y en la “chiva” a pasear por el Prado. Tan amigos que éramos y un día nos separaron las ideas. Cuando al fin yo comprendí muchas cosas, él ya estaba en el Penal de Libertad. El padre y el hermano iban siempre a verlo.
Un día le dí al padre la figurita difícil, aquella sellada que una noche le regalé para que no llorara y que él no quiso. Le dije al padre que se la diera sin decirle nada, que él iba a entender. Cuando volvieron, el padre puso en mi mano una hojilla de cigarro en blanco. Me la mandaba el Mingo. ¡Fue la carta más linda que he recibido! Estaba todo dicho entre los dos. En esa hojilla en blanco estaba escrito todo lo que no me dijo antes, ni me quiso decir después.

Nunca pude ir a verlo, pero siempre esperé su vuelta. Y una noche de enero del 81 en que yo estaba solo en el fondo de mi casa, fumando, tomando mate y escuchando a Gardel, él entró por el costado de la casa como cuando éramos pibes, como si nos hubiésemos dejado de ver el día anterior, como si se hubiese ido ayer. Se paró bajo el parral y me dijo: —¿Qué hacés? ¿ No vas a ver la murga? Yo dejé el mate, levanté la cabeza y lo miré. Sentí como si el corazón se me cayera. —¡Mingo!, y fue una alegría y unas ganas de abrazarlo, Pero él ya me daba la espalda y salía. —Dale, vamos —me dijo—, ¡Que la murga está cantando !

“Cuántos habrá que desde su lugar por nuestros sueños bregan
cuántos habrá anónimos quizá soñando una quimera
Cuántos habrá que brindan con amor toda su vida entera
y con fervor se entregan por el bien, y nadie lo sabrá

(De la retirada de los Diablos Verdes 1er. Premio 1981)

Ada Vega, edición 1996

domingo, 8 de julio de 2018

A contramano


    "...Conquistarán  nuestra tierra,con risa pura , los negros;
     con risa que es solo risa, Dios les aguarda riendo; 
magia de risa les cría, negra noche, Dios sin ceño...
Dichosos los que se ríen, que dormirán si ensueños!"
          Miguel de Unamuno a Nicolás Guillén - Madrid 1932


El Wáshington Souza era un negro "usted" ¡Que digo "usted" era más que "usted" se había pasado para el otro lado. Era un negro racista. Pero no de los negros que le tienen bronca a los blancos, no. Él era racista en contra: le tenía bronca a los negros. Fijate lo que te digo,  ¡no bancaba a los negros! En su fuero más íntimo él era blanco, un blanco negro o un negro blanco ¿vas agarrando?
    El color de su piel era un detalle  sin importancia, un simple error de impresión, nada más. El Wáshington tenía un corso a contra mano. Siempre le fastidiaron los negros que tomaban vino y tocaban el tambor.
El padre nada que ver, don Souza era un tipo bárbaro, le decían "el negro jefe” porque era igual  a Obdulio Varela. Trabajaba en una barraca de lana de la calle Rondeau, ¡flor de laburante! Le había conseguido laburo a los hermanos más grandes y el Wáshington, viéndosela venir, le dijo  un día que él a hombrear bolsas no iba, que tenía otras aspiraciones y pretendía otro tipo de trabajo.
        El padre lo mandó al diablo y él se puso a estudiar no sabemos bien qué; pero andaba siempre con libros bajo el brazo. Se había comprado un traje y un par de camisas de segunda mano y empilchado y con los libros, se las tomaba todos los días pa’l centro. Un día lo vimos con un guardapolvo blanco y dijimos: ¡pa! estudia en serio. El no daba explicaciones, pero dejaba flotando en el aire que sus estudios lo iban a llevar lejos.
   En aquella época paraba en la barra el negro Leo ¿te acordás? un botija macanudo ¡gran  amigo! Jugaba en el Banfield de entreala, una gloria verlo jugar, ¡un dominio de la pelota y una seguridad! Llegó a jugar una temporada en el Tellier, pero no tuvo suerte, se quebró dos o tres veces y no jugó más.
  En una final,  jugando en el Tellier en la cancha que tenían en  José Luis de la Peña, en una trancada, un back del Marconi que era grande como un ropero, lo dejó tirado con doble fractura. Que atrás de ese foul, se armó flor de gresca, porque vos te acordás que el Marconi con el Tellier se tenían cierta inquina. Y bueno,  al pobre Leo le costó meses recuperarse.
   Una tardecita en que estábamos tomando mate con el Rana, el Santiago, el Venus y el Pocho Linares, pasa el Wáshington de traje y corbata, con su guardapolvo en el brazo y sus libros. Ve al Leo con la pata enyesada sobre una silla y sin pararse le dice:
—Otra vez quebrado vos. ¡Canilla de negro!
El Leo lo quería pelear.
—¡Negro barato! –le gritó.
Nosotros lo corrimos y se la juramos:
—¡Por acá no pasás más! ¡La próxima te desfiguramos! ¡Qué vas a ser hijo del “negro jefe” qué vas a ser! ¡Doctorcito hijo de puta!
   El más chico de los Silva, aquellos que vivían por Rivera Indarte, trajo un día la noticia. Una mañana se fue a sacar la Cédula de Identidad para entrar al liceo, y lo vio al Wáshington por la Ciudad Vieja, de guardapolvo blanco, en una bicicleta llevando encargos de una farmacia. ¡Mirá el doctor! ¡Repartidor de farmacia! Te podrás imaginar que lo gastamos al negro usted. El se ofendió, nos borró de su agenda y los negros y los blancos del barrio fuimos historia.
   Pero La Teja no era para el Wáshington, y un día se fue, desapareció del barrio. Y nunca más supimos de él. Por eso cuando el otro día lo encontré y nos reconocimos, nos abrazamos. Cuando pasan los años uno se asienta, recapacita, corrige errores, se ven las cosas desde otra óptica: viviendo se aprende a vivir. Y yo, te juro que me alegré de volver a encontrarlo después de tantos años.
 Lo vi bien, pero me contó que fue difícil para él, que lo agotaron sus problemas de identidad. Que los negros no lo aceptaban porque él se sentía un blanco, y los blancos no lo querían porque él era negro. Tuvo que lucharla. Y fue duro. De trabajo andaba bien. Hacía años que era conserje de un edificio en Pocitos, donde tenía un pequeño departamento. Se había casado con una mujer blanca y tenía tres hijos ni negros ni blancos, mulatos. Buenos gurises, que estudiaban en serio. Me dijo que añoraba el barrio pero que no había vuelto, que no tenía a quien visitar.
   Yo le dije que nunca me fui de La Teja, que también me casé, que soy abuelo, que La Teja está linda, que el Rana ya no está, que el Pocho tampoco,  que el Santiago se había ido, pero que volvió al barrio, que el Venus se fue para Australia y nunca más volvió. Que el Leo se jubiló de la Ancap y que tiene un hijo doctor. Le dije que viniera un día a la cantina del Banfield, que siempre es bueno volver al barrio. Que todavía quedaban muchos amigos de antes a quienes tal vez querría ver. Me dejó hablar sin interrumpirme, me escuchó como emocionado, casi te diría que como aceptando la invitación. Después me puso una mano en el hombro y como perdonándome la vida me dijo que vendría, sí, pero que no, que en La Teja...¡ hay muchos negros "che"!
Decime, ¿no es pa’ matarlo…?

Ada Vega, edición 1995