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viernes, 10 de agosto de 2018

Malena




Dicen que Malena cantaba bien. No sé. Cuando yo la conocí ya no cantaba. Más bien decía, con su voz ronca, las letras amargas y tristes de viejos tangos de un repertorio, que ella misma había elegido: Cruz de palo, La cieguita, Silencio. Con ellos recorría en las madrugadas los boliches del Centro. Cantaba a capela con las manos hundidas en los bolsillos de aquel tapado gris, viejo y gastado, que no  alcanzó nunca a proteger su cuerpo del frío que los inclementes inviernos fueron cargando sobre su espalda.  Alguien  una noche la bautizó: Malena. Y le agradó el nombre.
  Así la conoció la grey noctámbula que, por los setenta, a duras penas  sobrevivía el oscurantismo acodada en los boliches montevideanos. No fumaba. No aceptaba copas. Tal vez, sí, un café, un cortado largo, en alguna madrugada lluviosa en que venía de vuelta de sus conciertos a voluntad.  Entonces, por filantropía, aceptaba el convite y acompañaba al último parroquiano - bohemio que, como ella, andaba demorado.
 Una noche coincidimos en The Manchester. Yo había quedado solo en el mostrador. Afuera llovía con esa lluvia monótona que no se decide a seguir o  a parar. Los mozos comenzaron a levantar las sillas y Ceferino a contar la plata. Entonces entró  Malena. Ensopada.
 La vi venir por 18, bajo las marquesinas, y cruzar Convención esquivando los charcos. Sacó un pañuelo y se secó la cara y las manos. Debió haber sido una linda mujer. Tenía una edad indefinida. El cabello gris y los ojos oscuros e insondables como la vida, como la muerte.
 Le mandé una copa y prefirió un cortado, se lo dieron con una medialuna. No se sentó. Lo tomó, a mi lado, en el mostrador. Yo, que andaba en la mala, esa noche sentí su presencia como el cofrade de fierro que llega, antes de que amanezca, a  compartir el último café.
Me calentó el alma.
    Nunca le había dirigido la palabra. Ni ella a mí. Sin embargo esa noche al verla allí conmigo, oculta tras su silencio, le dije algo que siempre había pensado al oírla cantar. Frente a mi copa le hablé sin mirarla. Ella era como los gorriones que bajan de los árboles a picotear  por las veredas entre la gente que pasa: si siguen de largo continúan en lo suyo, si se detienen a mirarlos levantan vuelo y se van.
  —Por qué cantás temas tan tristes —le pregunté. Ella me miró y me contestó:
 —¿Tristes?  — la miré un segundo.
 —Tu repertorio es amargo ¿no te das cuenta? Por qué no cantás tangos del cuarenta.  Demoró un poco en contestarme.
 —No tengo voz  —me dijo. Su contestación me dio  entrada y seguimos conversando mirándonos a la cara.
 —¡Cómo no vas a tener voz! Cantá algún tema de De Angelis, de D’Agostino, de Anibal Troilo.
—Los tangos son todos tristes —afirmó—, traeme mañana la letra de un tango que no sea triste, y te lo canto. Acepté. Ella sonrió apenas, dejándome entrever su conmiseración. Se fue bajo la lluvia que no aflojaba. No le importó, dijo que vivía cerca.  Nunca encontré la letra de un tango que no fuera triste. Tal vez no puse demasiado empeño. O tal vez tenía razón. Se la quedé debiendo.
      Ceferino terminó de hacer la caja.
 —¿Quién es esta mujer? ¿Qué historia hay detrás de ella? —, le pregunté.
 —Una  historia común — me dijo. De todos los días. ¿Tenés  tiempo? 
 —Todo el tiempo.
 Era más de media noche. Paró un ropero y entraron dos soldados pidiendo documentos. Se demoraron mirando mi foto en la Cédula. 
  —Es amigo —les dijo Ceferino. Me la devolvieron y se fueron. Uno de ellos volvió con un termo y pidió agua caliente. Me miró de reojo con ganas de joderme la noche y llevarme igual, pero se contuvo. Los mozos empezaron a lavar el piso.
             —Yo conozco la vida de Malena  —comenzó a contar Ceferino—,  porque una noche, hace unos años, se encontró aquí con un asturiano amigo mío que vivió en su barrio. Se saludaron con mucho afecto y cuando ella se fue mi amigo me dijo que habían sido vecinos y compañeros de escuela. Malena se llama  María Isabel. Su familia pertenecía a la clase media. Se  casó, a los veinte años, con un abogado, un primo segundo de quien estuvo siempre muy enamorada. Con él tuvo un hijo. Un varón. La vida para María Isabel transcurría  sin ningún tipo de contratiempos.
      Un verano al edificio donde vivía se mudó Ariel, un muchacho joven y  soltero que había alquilado uno de los apartamentos del último piso. El joven no trató, en ningún momento, de disimular el impacto que la belleza de María Isabel  le había causado. Según parece el impacto fue mutuo. Comenzaron una relación inocente y el amor, como siempre entrometido, surgió como el resultado lógico.
 Al poco tiempo se convirtieron en amantes y  como tales se vieron casi tres años. El muchacho, enamorado de ella, le insistía para que se separara del esposo a fin de formalizar la relación entre los dos.  Sin embargo, ella nunca llegó a plantearle a su esposo el tema del divorcio. Después se supo el porqué: no deseaba la separación pues ella amaba a su marido. Sí, y también lo amaba a él, y no estaba dispuesta a perder a ninguno de los dos.
 Esta postura nunca la  llegó a comprender Ariel que  sufría, sin encontrar solución, el amor compartido de la muchacha. Un día el esposo  se enteró del doble juego. María Isabel, aunque reconoció el hecho,  le juró que a él lo seguía amando. Que amaba a los dos.  Eso dijo. El hombre creyó que estaba loca y  negándose a escuchar una  explicación que entendió innecesaria, abandonó el apartamento llevándose a su hijo.
    María Isabel estuvo un tiempo viviendo con Ariel, aunque siempre en la lucha por recobrar a su marido y su hijo. Nunca lo consiguió. Y un día Ariel, harto de la insostenible peripecia en que se había convertido su vida, la abandonó.
    Me contó mi amigo — continuó diciendo Ceferino —, que por esa época la dejó de ver. Aquella noche que se encontraron aquí hablaron mucho. Ella le contó que estaba sola. Al hijo a veces lo veía,  de su ex  marido supo que se había vuelto a casar y  de Ariel que  continuó su vida solo. De todos modos, seguía convencida  que de lo  ocurrido la culpa había sido  de sus dos hombres que se negaron rotundamente a aceptar que ella los amaba a ambos  y no quería renunciar a ninguno.
 Tendríamos que haber seguido como estábamos —le dijo—, yo  en mi casa con mi marido, criando a mi hijo, y viéndome con Ariel de vez en cuando en su departamento. Pero no aceptaron. Ni uno ni otro. 
 Esa noche se despidieron y cuando Malena se fue  mi amigo, me dijo convencido:
—  Pobre  muchacha, ¡está loca!
 — Ya te lo dije: la historia de Malena es una historia común. Más común de lo que la gente piensa. Aunque yo no creo, como afirma mi amigo, que esté loca. Creo, más bien, que es una mujer que está muy  sola y se rebusca cantando por los boliches. Pero loca,  loca no está.
 Todo  esto  me contó Ceferino,  aquella  madrugada  lluviosa  de  invierno,  en The Manchester. Malena  siguió cantando mucho tiempo por los boliches. La última vez  que la vi fue una madrugada,  estaba cantando en El  Pobre Marino. Yo estaba con un grupo de amigos, en un apartado que tenía el boliche.  Festejábamos la despedida de un compañero que se jubilaba. La saludé de lejos, no sé si me reconoció. Cantó a pedido: Gólgota, Infamia y Secreto. No la vi cuando se fue.
 Ceferino estaba equivocado. No quise discutir con él aquella noche: Malena estaba loca.  Suceden hechos en la vida que no se deben comentar ni  con  los más íntimos. Podemos, alguna vez,  enfrentarnos a situaciones antagónicas que al prójimo le costaría aceptar. Además,  lo  que es moneda corriente para el hombre, se sabe, que a  la mujer le está vedado.
       Hace mucho tiempo que abandoné los mostradores. Los boliches  montevideanos,  de los rezagados después de la medianoche, ya fueron para mí. A Malena no la volví a ver. De todos modos, no me olvidé de  su voz ronca diciendo tangos. Cada tanto siento venir  desde el fondo de mis recuerdos,  a aquella Malena que una noche  de malaria me calentó el alma y quisiera darle el abrazo de hermano que no le di nunca. Decirle que  yo conocí su historia  y  admiré el coraje que tuvo de jugarse por ella.
Aquella Malena de los tangos tristes. Aquella, de los ojos pardos y el tapado gris, que “cantaba el tango con voz de sombra  y  tenía  penas de bandoneón.”

Ada  Vega, edición 2007 -

miércoles, 8 de agosto de 2018

Pesadilla de una noche de verano


Todo ocurrió durante las fiestas de fin de año. Creo yo.
El 15 de diciembre, nos reunimos varios amigos para despedir el año en la casa de uno de ellos en La Floresta. El día estaba ideal. A las siete y media empezaron a llegar los primeros. Se instalaron junto al parrillero, comenzaron por prender el fuego, preparar el mate, destapar la primera botella de whisky  y  disponer el cordero en la parrilla.
        A las once de la mañana se había completado el cuadro. Algunos muchachos cantaban alrededor de un guitarrista improvisado, otros mentían enfrascados en un truco de seis, el dueño de casa aliñaba las ensaladas y el encargado de la parrilla, alardeaba de su condición de asador repartiendo picadas de chorizos, morcillas y chinchulines. Se habían abierto dos botellas de whisky y había entrado en escena la primera damajuana de tinto. 
       A las cinco de la tarde terminamos de comer. Algunos se fueron a  dormir un rato y otros a la playa a jugar al fútbol en la arena. Los demás continuamos. A las ocho de la noche, empezamos a comer otra vez el asado frío, el resto de las ensaladas, el helado, el vino y el whisky que habían sobrado del mediodía. A las diez de la noche, más alegres que nunca y próximos a un ataque al hígado, nos volvimos.
       Yo llegué a mi casa cerca de las doce de la noche, le di un beso a Daniela, y no sé si me saqué la ropa o me la sacó ella. Me dormí de un tirón, y allí empezó mi pesadilla. Me había convertido en un gato.     
      Parece que yo, o el gato, era un vagabundo que andaba  maullando por las calles de un barrio desconocido. Y  de pronto entre esas casas extrañas descubrí mi casa y traté de entrar. Busqué mi llave, pero no tenía llave, ni pantalón ni nada, sólo cuatro patas y una larga cola. Recordé entonces que la ventana de la cocina podría estar entornada, salté el muro con una agilidad que me desconcertó, entré y me dirigí al dormitorio donde mi esposa dormía. 
Subí a la cama y hecho un ovillo me acomodé en mi lugar. A la mañana siguiente cuando Daniela se despertó yo estaba en el fondo de la casa echado al sol. Cuando me vio se alegró: —¡Pero gatito! Qué hacés ahí echado al sol. Yo me acerqué  e intenté decirle quién era, pero sólo me salió un maullido. Entonces me tomó en sus brazos y me llevó a la cocina. Me dio leche tibia en un plato y me dijo: mi amor, no te podés quedar. Tenés que irte. A mi esposo no le gustan los gatos.
Me destrozó el corazón.                                                         
   De pronto como un ventarrón entró el Pelé y se me vino al humo ladrando como un desaforado. Pegué un salto y quedé parado encima de la heladera con el lomo arqueado y los pelos erizados. Daniela trató de calmar al perro, que al parecer él sí me había reconocido. Era evidente que  quería vengarse de mis malos tratos y de algún par de patadas que le había dado por echarse sobre la cama. Por fortuna el perro adora a mi mujer, le hizo caso y por el momento me dejó en paz.
         Y en eso estaba cuando sentí las caricias de Daniela. Me desperté transpirando y aterrado, pero agradecido de que todo aquello hubiese sido sólo un sueño. Entonces  al ver que estaba despierto me dijo mimosa: —Gatito, ¿con quién soñabas? La miré y la encontré tan  seductora, mientras me extendía los brazos, que me olvidé del bendito gato. Recordé que yo era un hombre, el hombre que ella estaba esperando…
        Desde el 16 de diciembre hasta Nochebuena no probé una gota de alcohol. En Nochebuena me tomé todo. Pasamos en casa, con un matrimonio amigo y mis cuñados con sus esposas. Comimos una cena fría preparada entre todas las mujeres. Empezamos temprano con los brindis, y terminamos en la tardecita de Navidad. Mi esposa y las esposas de mis cuñados limpiaron la casa. Cuando se fueron yo estaba muerto. Quedé dormido hecho piedra, en el sofá del living. Daniela, que no logró despertarme,  se fue a dormir sola y dejó que yo siguiera durmiendo tranquilo.
         Entonces volvió mi pesadilla. Esta vez yo andaba por los techos de las casas del barrio peleando con otros gatos. Los vecinos  tiraban piedras y los perros ladraban. Anduve corriendo por las calles, casi me pisa un auto. Hasta que al fin llegué a mi casa. Como ya sabía lo de la ventana de la cocina, entré por ahí. En mi plato en el suelo había leche, la tomé con gusto, fui al dormitorio y me ovillé junto a Daniela que me oyó y me dijo: 
—Gatito, y siguió durmiendo.  Me dormí ronroneando.
          Cuando el 26 de diciembre desperté, me sentí bien, ágil, despejado. Preparé el baño. Mientras me bañaba creí advertir que mis  uñas habían crecido demasiado y que el vello, que normalmente cubría mi cuerpo, era más oscuro y abundante. Tal vez eran figuraciones mías. No le di importancia, me sequé la cabeza  y  fui a la cama con Daniela que dormía voluptuosa. Esta vez la desperté yo.
        Daniela. Daniela es maravillosa. Es una muchacha buena, simple y crédula. Cree en cosas que ya nadie cree. En el mal de ojo, en la paletilla caída y en que todos somos iguales ante la ley. Cree que si sos  buena persona Dios te premia. Cree en Dios, en los políticos de su partido y en la garra charrúa. Cree  que un día vamos a vivir mejor y cree en los sueños. Por eso nunca le conté de mis sueños infernales. Con seguridad se hubiese puesto a rezar por la salvación de mi alma, que ella vería en peligro de perdición. Era preocuparla sin motivo. Aunque hoy no sé si no hubiese sido bueno contarle, por lo menos, lo del gato.
        Del  26  al 31 de diciembre, estuve un poco extraño, me daba por dormir de día y de noche tenía deseos de salir a caminar. El 31 pasamos en la casa de mis suegros. Éramos como treinta. Todos llevaron comida, asaron un lechón. Había de comer como si no fuésemos a comer nunca más. Y de tomar: dos boliches y medio. Llegamos a casa a las 10 de la mañana del 1º de enero, yo no sabía donde estaba ni quién era. Dormí todo el día, de noche me levanté sigilosamente, salí afuera, y desaparecí por los techos.
       Daniela desconcertada por mi desaparición, preguntó a mis amigos, a mis familiares y a los vecinos. Nadie pudo darle noticias sobre mi paradero. Por lo tanto esperó un par de días y empezó a llorar. Creyó que la había abandonado. Nunca la abandoné. El día que supuso que la había dejado, encontró echado en el fondo de casa un gato negro. Lo tomó en sus brazos le dio leche tibia y le dijo que tenía que irse porque su marido no quería gatos en la casa. Yo le dije  medio serio: —Mami, soy yo, tu marido, qué decís.
       Ella no entendió, me sacó para afuera y cerró la puerta.
Poco a poco fue dejando de esperar a su marido, convencida de que ya no volvería. Por lo tanto me fui quedando en casa, me daba leche tibia y carne cruda. No estaba mal y era abundante. Los primeros meses lloró mucho, salió a buscarme por los hospitales y las comisarías. Fue hasta la morgue. Y no me encontró, claro. De modo que al no encontrarme ni muerto, ni enfermo se puso como loca, al pensar  que me habría ido con otra mujer.
        Mientras tanto me hice dueño de casa. Mi mujer y yo teníamos una extraña relación. Desde mi condición de gato la seguía amando, me gustaba dormir en su regazo, le andaba detrás por la casa y le maullaba mimoso. Por su parte, ella me acariciaba, me acunaba en sus brazos, y volcaba en mí toda su ternura pues, en cierto  modo, creo que había reemplazado a su marido, al llenar en su afecto el espacio que él dejó.
Nuestra convivencia era casi perfecta. Por las noches yo la abandonaba y durante el día era su más ferviente adorador. Era un gato feliz. No necesitaba nada más. Y ella, bueno, yo creía que ella tampoco necesitaba nada más.
      Hasta  que un año después, cerca de la Navidad, vino a cenar un antiguo amigo mío. Cuando llegó el invitado ella me tomó en sus brazos me dijo:
—Gatito lindo, y me sacó para afuera.
Eran las leyes del juego. De todos modos la noche y su misterio me llaman. Recorro los techos, los tarros de basura. Los vecinos me tiran piedras y los perros me ladran. Anoche, después de una trifulca, volví a casa cansado y con el cuerpo dolorido. Tomé la leche que Daniela me deja siempre en la cocina y  fui al dormitorio a dormir con ella como todas las noches. Pero no pude. Mi lugar estaba ocupado.
Ada Vega, edición 2001

lunes, 30 de julio de 2018

Como las sirenas

                       
          La ventana del primer piso de la casa de enfrente tenía,  en invierno, los postigos siempre abiertos. Detrás de los cristales, entre las cortinas de hilo, una niña rubia nos miraba jugar. A veces, en verano, la abrían totalmente. Entonces la niña apoyaba sus brazos cruzados sobre el marco de la ventana y sus ojos claros recorrían la calle angosta. Sirena se llamaba. Como las sirenas de los cuentos marineros. La casa de Sirena tenía dos pisos, un jardín muy grande, un muro de ladrillos y un portón de hierro con candado.
Los niños del barrio nos reuníamos por las tardes a jugar. Los varones en la calle, las niñas en la vereda. Era aquel un barrio muy tranquilo por donde rara vez pasaba un auto. En aquel tiempo vivía con mi madre y mi hermano Carlos, en una casa de tres piezas y un fondo con parral.
De tanto ver a la niña que nos miraba desde su ventana, una tarde le pregunté a mi madre por qué Sirena no bajaba a jugar en la vereda. Mi madre me explicó que ella no jugaba con los niños del barrio. No entendí porqué no quería jugar con nosotras si éramos todos vecinos y vivíamos en la misma calle y se lo comenté a mi madre, que agregó:
 —Tal vez los padres no le permitan bajar a jugar porque son una familia bien, y no se dan con los vecinos del barrio.
—¿Qué es una familia bien, mamá?
—Una familia que tiene mucho dinero.
—¿Nosotros tenemos mucho dinero?
—No, mi amor, nosotros no tenemos dinero.
—¿No somos una familia bien ?—mi madre sonrió:
—Somos una familia bien, sin dinero.
 Recuerdo que quedé pensando que sería muy triste tener mucho dinero. Y aquellos niños fuimos creciendo. Los años se precipitaron. De los cinco años de pronto llegué a los ocho; tenía diez años cumplidos cuando una tarde observé a mi hermano que miraba fijo la ventana de la casa de enfrente y a Sirena que le sonreía. A partir de ahí, muchas veces los vi intercambiar miradas y sonrisas. Un día mi hermano, que ya había cumplido los catorce años y estaba en el liceo, decidió cruzar a la casa de la familia bien a conocer a la joven Sirena y se lo dijo a mi madre.
— ¡Hijo, cómo vas a ir a esa casa si no tenemos relación! Si apenas nos saludamos.
 —No importa —le contestó decidido—, yo quiero conocer a Sirena.
—Querido,  no te van a recibir —insistió.
De todos modos ese fin de semana mi hermano se acicaló un poco más que de costumbre, le dio un beso a mamá —que quedó angustiada—, cruzó la calle y por primera vez golpeó las manos frente al portón de la casa de enfrente. Una morena gritó desde una ventana.
—Qué desea.
—Hablar con la señora de la casa.
—Para qué —quiso saber la morena.
—Quiero conocer a Sirena.
La morena no contestó. Lo miró de arriba a abajo y entrecerró la ventana. Mi hermano permaneció incólume. Al poco rato volvió la morena, abrió el portón y lo condujo a una salita donde se encontraba la mamá de la joven. La señora le tendió la mano. Quiso saber como se llamaba.
—Carlos —le dijo.
 —Donde vivís, Carlos —le preguntó.
—Vivo enfrente, soy el hijo de la modista.
—Y por qué querés conocer a Sirena.
—Porque la veo siempre asomada a la ventana y quiero hablar con ella.
La señora, después de un momento, le pidió que la acompañara. Subieron una escalera, llamaron a una puerta y entraron. En una habitación llena de libros, muñecas, y osos de peluche, se encontraba Sirena. Se conocieron al fin.
—¡Es linda mamá! Linda, linda. ¡No sabés cuánto! Tiene el pelo rubio y largo, muy largo, y los ojos claros como tus ojos, mamá. Y una risa grande y unas manos blancas y suavecitas. La mamá me dijo que los sábados de tarde puedo ir a verla. ¡Cuando termine de estudiar y me reciba, voy a casarme con ella…! Mi madre lloró esa tarde abrazada a mi hermano, que a los catorce años había decidido que hacer con su futuro.
—No llores, mamá. Está todo bien. Yo la quiero y ella también me quiere, ¿entendés, mamá?
—Hijo, pero ella…
—No importa mamá, no importa.
Mamá entendía, cómo no iba a entender. Los años al pasar, la vida que se empeña siempre en mostrarnos todo lo bueno, todo lo malo, tendrían la última palabra. Mientras tanto mi hermano estaba de novio  con la hija de la familia bien, aquella niña rubia que asomada a la ventana nos miraba jugar.
 Pasaron seis años y una tarde de abril, se casaron en la parroquia del barrio. Todos los vecinos estaban allí.
Cuando sonaron los primeros acordes de la Marcha Nupcial y se  abrieron las puertas de la iglesia, entró Carlos con Sirena vestida de novia en los brazos. Atravesó la nave principal y la bajó frente al altar mayor. La sostuvo todo el tiempo, mientras el sacerdote los unía en matrimonio. Después, volvió a salir con ella en los brazos.
Las amigas, en una ronda, habían rodeado el auto que los esperaba.
 Antes de partir, Sirena arrojó al aire su ramo de novia.

Ada Vega, 2008

sábado, 28 de julio de 2018

El que primero se olvida



     
María Eugenia nació en primavera. Cuando los rosales florecían y los árboles en las aceras se llenaban de gorriones. Nació cuando nadie la esperaba. Su madre ya había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran adolescentes, y ella llegó una tarde como obsequio del buen Dios. María Eugenia era una mujer de antes. Criada a la antigua. Conocedora de todos los deberes de una mujer nacida para servir. Servir a sus padres, a sus hermanos y si se cuadraba, algún día, servir a su marido y por ende a sus hijos. Todos los deberes le habían enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con su vestidito a media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente, con blusitas de manga larga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su casa. Respetuosa.
Siempre supo que menstruar era un estigma. Una afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por haber comido una manzana del árbol prohibido, en los tiempos del Paraíso Terrenal. Que se debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el mismo pecado los hijos se paren con dolor y para llegar a parirlos, primero hay que casarse ante Dios y ante los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena de que el marido la repudie y quede, por ello, sola y cubierta de vergüenza para el resto de su vida.
Todo eso le habían enseñado. Todo eso sabía María Eugenia, y más. Sabía que jamás, una mujer decente, debe gozar el acto sexual. Del gozo si lo hubiese, sólo tiene derecho el hombre. Que el marido no tiene por qué verla sin ropas, pues sólo se desnudan para hacer el amor las mujeres de vida fácil. Y sabía también que perder la virginidad la noche de bodas era algo terrible de lo que por desgracia, no se podía evitar.
De todo estaba enterada así que cuando a los dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó casarse con él, aunque no le pareció mal, desde que la decisión le fue expresada el terror hizo presa de su pobre alma.
El futuro pretendiente de María Eugenia se llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo de un matrimonio chacarero, amigo de la familia, trabajaba la tierra con su padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron. Si se gustaron o no, no tenía la mayor importancia. El matrimonio ya estaba decretado así que se fijó la fecha para el mes siguiente. Él le servía a ella y ella le servía a él.

La madre del novio opinó que los recién casados deberían vivir con ellos en la chacra, pues había mucho lugar, el joven trabajaba allí mismo y ella —la futura suegra—, prefería tener en su casa una chica tan bien criada, antes que a la esposa de otro de sus hijos que también estaba para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada desde la mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba pantalones como un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había trabajado mucho en la vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo de la casa. De modo que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros, para tenerla cerca por si alguna vez la necesitaban. Los jóvenes se casaron al fin, en una boda sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia con su vestido blanco, mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que Germán le llevó y que él mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado de apuro para la ceremonia y camisa blanca con cuello palomita. Celebrada la boda, después de una pequeña reunión con familiares y amigos, los novios se fueron para la chacra manejando el muchacho el mismo camión en que llevaba los pollos al mercado.
La nueva señora, sola en su dormitorio, cambió su vestido de novia por un camisón de manga larga y cuello con festón; se acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuesta a soportar lo que viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y, aunque no sabía muy bien por donde empezar, se portó como todo un hombre. Esa noche perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que él le hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios apretados y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al comprobar que no era tan bravo el león como se lo habían pintado. A la mañana siguiente se levantaron al alba. Ella nerviosa a preparar el desayuno para todos. Él, contento como perro con dos colas, bebió su café sin dejar de mirarla, limpió las jaulas de los cardenales de la patria, y se fue al campo seguido de su perro, pisando fuerte y sacando pecho. Maravillado ante el descubrimiento del placer que significa hacer el amor con una mujer. Su propia mujer.
María Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer día. Estaba acostumbrada al trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido nunca le ocultó el haberse enamorado desde que la vio por primera vez, ella luchaba por desatar el nudo que se le había armado en el pecho entre el placer, los prejuicios y el amor. Y en esa ambigüedad de sentimientos se fueron sucediendo los días, el tiempo fue pasando, y aunque ambos los anhelaban los hijos no venían. Un día la mamá de María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara. La joven juntó un poco de ropa, dejó la chacra y volvió a su casa para cuidar a su madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego. Iba a verla como cuando era novios y conversaban mientras ella cocinaba.
Cansado de la situación el muchacho decidió, por su cuenta, buscar en el pueblo una casa para alquilar. Encontró una a su gusto. Con un dormitorio y fondo con aljibe. Trajo de la chacra los muebles del dormitorio, las jaulas de los cardenales de la patria, la cucha del perro y el perro. Compró algunos enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como estaba se la llevó. De delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina. La entró en la casa donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de asombro ante la ocurrencia de su marido.

Él le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El perro y los cardenales. La condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó por completo y por primera vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de la situación y ella sin nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y los ojos abiertos para no perderse nada. Y a los nueve meses exactos, María Eugenia tuvo su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos y que por nombre me puso Germán.
Cuando terminó de contarme esta historia, mi madre me dijo sonriendo que el dolor de parto es el dolor más grande, sí, pero es también... el que primero se olvida.



Ada Vega, edición 2004
 
 

viernes, 27 de julio de 2018

No es fácil

                          
                                    Bar Fun Fun


 Aquella tarde estaba sola en casa, había terminado de lavar los platos y me  disponía a tomar un café cuando llegó de visita mi amiga Cristina. Suele venir  seguido a verme, por lo general cuando tiene algo que contar.  No demoró nada.  Antes de sentarse a tomar su café me lo dijo como al pasar.
—¿Qué me contás lo de la madre de Camila?     
—No sé, ¿qué le pasó a la señora?
—Ayer me enteré que la mamá de Camila se casó con un señor que tiene un alto cargo en una multinacional, un 0K que ni te cuento y es como cinco años menor que ella. ¡¿Podrás creer?!
—No te  puedo creer. ¡Con lo destrozada que quedó hace un año, cuando enviudó!   ¿Y ya se volvió a casar?
-— Bueno, destrozada, destrozada que se diga, no quedó.
—Pero Cristina, no digas eso, ¡pobre mujer! Me contaron que en  el velorio del marido, abrazada al cajón, ¡era la viva imagen de La  Dolorosa!
—Eso era porque no podía encontrar la póliza de un Seguro de Vida,  que  el marido había hecho a su nombre, hace un par de años.
—¿No me digas? ¿Vos estás segura de lo que decís?
-—Estoy segura porque yo la vi. Mientras lloraba abrazada al cajón le daba  de puñetazos  y  le decía: ¡desgraciado! ¿Dónde diablos dejaste la póliza del  Seguro de Vida que  no puedo encontrarlo  por ningún lado?
— ¡Que patético! ¿Y al fin la encontró?
—Unos días después del entierro la encontró y empezó a reconstruirse. Se internó en una clínica de estética muy conocida, donde le sacaron las arrugas, treinta quilos y la plata del seguro de vida que le dejó el  marido. Una veinteañera, mirá.  Al plástico se le fue un poco la mano, te digo, parece la hermana más chica de sus propios  hijos. Fue cuando conoció al de la multi.
Yo no  conocía a la mamá de Camila, pero me la imaginé: rubia, alta, delgada. Vestida por Susana  Bernik  y peinada por Julio César Camacho.
De manera que le contesté a mi amiga:
 — ¡Que suerte, la gran siete! ¿Cómo hacen? Decime. ¿Dónde encuentran a  esos monumentos?
—Parece que se cruzaron en una exposición.
—Y sí, la cosa anda por ahí. A mí no se me cruza ni un gato negro. Pero claro, ¿ vos  me imaginás a mí, en una exposición? Desde que me separé de aquel anormal, tengo que lidiar sola con estas fieras. ¡Cómo para exposiciones estoy yo!
— Dicen que es muy buen mozo.
  —Acertó un pleno ¡que lo parió! Falta que me digas que es un morocho alto, de ojos claros, con voz ronca y manos suaves.
—No, fijate que no, creo que es un veterano canoso de ojos verdes.
—¡Canoso! ¡Bendito sea Dios! ¡Con la experiencia que dan las canas...!
  —Y todavía con un alto cargo en una multinacional. Ese no se va a quedar sin trabajo. ¡Ni al Seguro de Paro lo van a mandar!
—Y con ojos  verdes...
—Por eso te digo, Marisa, tenés que salir. No vas a encontrar un compañero entre las ollas y las sartenes. Tenés que cuidar el físico, a los hombres les gustan las flacas. Hacerte un buen corte de pelo y la tinta. La tinta es fundamental. ¡ Tenés que ser rubia! Lucir manos impecables y comprarte ropa,  buena ropa.
—Tendré que  hipotecar la casa. ¿Y qué más querida?
 —Y salir ir al teatro a culturizarte un poco de repente  quién te diga, no encuentres un intelectualoide perdido.  Al Mercado del Puerto, a tomar un medio y medio en Roldós  o a pasear un viernes por Bacacay. Caer por Fun Fun, una noche que haya pique, a tomar una uvita y a escuchar tangos.
—Como quién dice a tirar el anzuelo para que, con suerte, pique un  soltero empedernido  que busca una mujer “que  tenga lugar” para hacerle perder el tiempo, porque él prefiere el amor libre y sin ataduras  pues sabe que el matrimonio es la tumba del amor, que los hijos son un problema y que una sola mujer y para siempre es muy aburrido. Y escuchando esas sandeces tragás el café con edulcorante, mientras descubrís que el tipo es un tránfuga declarado que anda en busca de una mina en declive  dando los últimos manotazos, a fin de conseguir un pinta para meter en su cama antes que talle la parca.
—No, quién sabe, tal vez...
 —Permitime, mina que debe tener, si no no cuaja, una casa o departamento con todos los chiches donde pueda conchabarse, porque la vida, según dice, lo ha golpeado tanto que no tiene prácticamente donde caerse muerto. Aunque él te ofrece en cambio, en propiedad, su cuerpo de varón algo maltrecho, su experiencia de macho redivivo y su amor y su ternura decadente. Como verás me sé todas las letras.
—Bueno, pero hay que ser un poco más optimista. Podríamos empezar a salir las dos, quien te dice  no tengamos suerte y oigamos alguna letra nueva.
—¿Cómo salir las dos? ¿ vos no tenés pareja?
— Sí, pero ando en plan de recambio.
— ¿Qué pasó? ¿No se llevaban tan bien?
—Nos llevamos bien cuando nos vemos, pero él es ambulante. Cuando lo necesito, nunca está.
—Y vos querés un hombre, como el termofón en el baño: amurado en el dormitorio.
—Algo así, por eso creo que un casado con otra, no me sirve, en cambio, tal vez un divorciado...
—Un divorciado...Sí, claro que podés tener más suerte y enganchar un divorciado, un divorciado con hijos,  que no sabe qué hacer con su vida, que no tiene donde ir ni donde estar, porque los amigos ya no lo bancan y la madre se murió; y que le venís como anillo al dedo, para, mientras toman un café contarte su vida, su fracaso, decirte llorando que a su mujer ya no la ama, pero que extraña a sus hijos. Que está muy solo, que necesita una compañera que lo comprenda en quien pueda refugiarse, y de paso, cancheriando, te ruega que pagues  el café, porque justo hoy le llevó la pensión a su ex  y anda limpio y sin cambio chico. Si te sirve andá llevando.
— No sé si reírme de tus deducciones  o aprobarlas. Aunque creo que son un poco exageradas. Yo tengo una vecina que se casó con un viudo y se llevan de maravillas, el hombre es... 
—¡Un viudo!... ¿por qué no? Puede picar un viudo, sí,  un viudo sin compromisos porque sus hijos están casados. Que vive solo en una casita modesta pero propia y que es dueño de un Studebaker de los años cincuenta, que  todavía anda, y en el cual podrían dar la vuelta a la manzana a la luz de la luna, cada muerte de un obispo negro. Viudo él, que nunca antes había pensado en volver a casarse (mirá vos), pero que la soledad no es buena, que necesita una compañera (léase enfermera) con quien compartir sus últimos años.
— Pero vos sabés que hay romances otoñales que valen la pena porque...
—Claro que le dejaría en compensación  cuando se muera  ( son los que tenés que matar de un hachazo  si caés en la trampa) la casita, el Studebaker y la pensión. Casita de la que los hijos te van a sacar a patadas si llegás a enviudar, porque después de cuidarle al padre, mientras ellos la pasaban bomba, se dieron cuenta de que sos una viva y una aprovechada y que te casaste con “pobre papito” por interés.
— ¡Marisa!
-—Mientras, el Studebaker de los cincuenta, ni vendiéndolo como chatarra, ni pagando, te lo lleva un carrito de la puerta de tu casa. Pero eso sí, te quedaría la pensión, que como el viudo era patrón asciende a la suma de $2,50 y un cuarto de yerba. Y mientras el viudo te paga el café te comenta que es operado de próstata y que como su mujer “no habrá ninguna igual, no habrá ninguna”.
  —Marisa, Marisa,  sos tan sarcástica, que me amedrentás, te juro. Mirá que yo soy optimista, ¡pero vos me dejás contra el piso!
—Yo veo la realidad. Si pese a todo lo que digo, vos insistís en salir con la   caña, salimos, pero sin muchas expectativas.
Todavía no hemos salido de pesca con mi amiga, pero hace unos días conocí a la mamá de  Camila. Estábamos con mi amiga Cristina en la puerta del colegio esperando la salida de los chicos.
—Marisa, esa es la mamá de Camila.
—¿Esa?
—Sí.
—¿La que se casó con el...?
—Sí.
Recostada a una columna  conversaba animadamente una gordita retacona de mocasines, vestido floreado y el pelo a la que te criaste. Me desconcertó. ¿Cómo el canoso de ojos verdes se pudo casar con ésta mujer? Muy digna, no lo pongo en dudas. Pero, ¿cómo la gorda logró seducir al alto empleado de la multi?
      —Mirá, ahí viene el marido a buscarla.
—¡Qué cochazo! Era un Cero plateado con una marca ilegible.
Y bajó el susodicho: un gordito petiso y calvo, con una prominente barriga, un diente de oro y anteojos montados al aire. Besó feliz a la gorda y se fueron con los tres niños en el 0 K.
Ahora bien, tengo que reconocer que lo que me contó Cristina aquella tarde, era verdad: la mamá de Camila se casó con un señor que tiene un alto cargo en una multinacional, un Cero K y es menor que ella. Y se conocieron en una exposición... de la Rural del Prado, un día que la señora llevó a sus hijos a ver los perros de raza.
Lo demás: una mala jugada de mi imaginación. Créanme que los petisos, los gordos y los feos, podemos, si buscamos con cuidado, encontrar la felicidad. ¡Hay que ponerse!
Ada Vega, edición 2005 

jueves, 26 de julio de 2018

Fue a conciencia pura


Ramón Bustamante se llamaba el hombre. Y aunque siempre fue enemigo de llevar apodos, pues según decía, su nombre de pila y su apellido eran suficiente garantía de su persona, a la sordina en el barrio le decían Matarife porque de joven había sido friyero del Nacional, y desde entonces andaba siempre calzado con un naife largo y fino que daba chucho sólo de verlo.

Vivía en la Villa del Cerro, frente a la Plaza de los Inmigrantes, en una casa de dos patios y fondo con madreselvas que en años de bonanza sus padres levantaron. En esa casa había nacido cincuenta y tantos años atrás. De esa casa se fue un día engrillado y al volver diez años después, con el alma en jirones y sin apremio alguno de enfrentarse otra vez a la vida, la encontró vacía.
En esa época lo conocí yo. Todas las tardes arrancaba caminando, cruzaba el puente sobre el Pantanoso y se venía para La Teja a leer El Diario y a tomar copas en El 126, un café que hacía de largador del 126 de CUTCSA, cuando el recorrido era Aduana, Pantanoso - Pantanoso, Aduana, ubicado en la esquina de Camambú y la avenida Carlos María Ramírez.

El Matarife era un tipo flaco y alto, parco en el decir y lerdo en el andar. Tenía el pelo negro, que ya blanqueaba, largo y lacio cayéndole sobre los hombros y los ojos oscuros de mirada penetrante y fría. Lo recuerdo de lengue y gacho gris, de traje negro a rayas con pantalón bombilla y saco largo y entallado, de sus tiempos de tahura. Opinaban, los que la sabían lunga, que hombres de su laya iban quedando pocos.

De su vida y sus hazañas hubo mucha chamuyina. Que fue tallador de fuste, temido entre los martingaleros, y respetado en el ambiente gurda del escolazo, de aquel orgulloso Montevideo de los años cincuenta. Entrador con las mujeres, escabiador sin límite y pendenciero, supo, sin embargo, mantener la yuta a respetable distancia hasta el nefasto día aquel en que le fallaron todas las predicciones. De las historias que de él se han contado sólo sé con propiedad la que todo el barrio repetía y que lo llevó a cumplir una sentencia de diez años en el penal de Punta Carretas, de donde había salido libre, después de purgar su culpa con la sociedad, precisamente en esos días.

Hacía poco tiempo que yo frecuentaba El 126, pues tenía recién cumplidos los dieciocho años cuando el Matarife, después de la cana, volvió al café. Algunos parroquianos lo recordaban y se acercaron a saludarlo. Entró al bar con paso cansino, se acercó al mostrador y pidió una caña. Al reconocerlo el dueño le tendió una mano amistosa por encima del mármol y le dijo:

—¿Cómo anda eso Ramón? y él le contestó con su voz pausada:

—Acá andamos, patrón, en estas pocas, no más.

—Ésta va por la casa, le dijo el bolichero.

—Se agradece, contestó el hombre levantando apenas la copa.

Mientras conversaban lo miré a la cara y la mueca que dibujó su boca me pareció una sonrisa. Era un hombre que imponía. Hasta ese momento no sabía quién era. De todos modos, junto al murmullo que al entrar se levantó entre los parroquianos, oí clarito aquel cuchicheo que lo señalaba como: el Matarife. Recién entonces supe que era cierta la historia que durante años oí contar a mis vecinos de La Teja. El Matarife existía y estaba allí, de pie, tomando una caña con el patrón.

Desde esa tarde todas las tardes bajaba desde el Cerro y se quedaba hasta muy entrada la noche acodado al mostrador. Con el faso apretado entre los labios, a un costado de la boca, y la copa semivacía. Con la mirada extraviada. Cavilando. Que diez años es mucho tiempo de estar a la sombra. Y poco tiempo para olvidar. Algunas tardes se quedaba afuera, recostado en la ventana que daba sobre Carlos María Ramírez, mirando pasar los ómnibus que iban para el Cerro, mientras el sol se hundía lentamente en las aguas del Río de la Plata, y la luna, cómplice de fierro de la rantería bohemia, subía lento hasta el cenit.

A partir de su vuelta la gente del barrio resucitó la historia de amor y de muerte que el hombre protagonizara. Volvieron los comentarios y se agregaron a la historia hechos nuevos que muchos no conocíamos.

Cuando Ramón Bustamante vino al barrio por primera vez, era un facha leonero, laburante de día del Frigorífico Nacional y trashumante en la noche, entre copas y escolazo. Lo trajo de recalada la Carmencita, una piba que conoció una noche en un baile del club Colón, que vivía por la calle Laureles y trabajaba en La Mundial, una textil muy famosa que existía por aquellos años, en Nuevo Paris.

La Carmen era una rubita de ojos celestes, única hija de un matrimonio italiano que había llegado al país en la década del treinta. El tano, apenas llegó al barrio abrió un almacén y se hizo una casita económica, de aquellas que se hicieron en el país bajo la ley Serrato. Y allí vivió toda su vida con su familia. Dicen que dicen, los que llevan un registro en la memoria, que el Matarife se había agarrado con la piba una metida de mi flor. La seguía a sol y a sombra y por ella, empezó a parar en el boliche sólo para estar cerca de su casa. Según cuentan los veteranos que la conocieron, la Carmencita era una gurisa muy bonita y diquera, detalle que al hombre lo ponía como loco, porque siempre andaba algún moscón zumbándole alrededor. De manera que, cuando ya no pudo bancar más la situación de vivir lejos de la muchacha, alquiló una casa y se casó con ella.

Al principio el matrimonio marchaba como una seda. Desde el pique se supo que existía entre los dos terrible metejón, por lo que no se intuía, en las inmediaciones, nada que pudiese alterar la paz y la armonía de la pareja. Sin embargo, no demoró mucho en estallar la primera trifulca entrambos, causada por los celos de Ramón que comenzaron a poner nerviosa a su compañera.

Desde entonces, el matrimonio fue barranca abajo. De entrada, no más, decidió que no fuera más a trabajar a la fábrica para tenerla quieta en la casa. Y aunque él no la atendía de día, por su laburo en el frigorífico, ni de noche, por sus actividades de nochero empedernido, lograron a duras penas, por un tiempo, mantenerse unidos.

Fue un curda canero que una noche le batió la justa en un boliche del Centro. Le dijo entre caña y caña, que era muy noche p’andar tan lejos del barrio. Le tocó el orgullo al Matarife que le contestó de prepo:

—¿Qué andás queriendo decir?

—Que el que tiene tienda que la atienda —se atrevió el tipo. El Matarife lo agarró de la solapa y al curda se le aclaró la mente.

—Seguí hablando, ¿qué tenés que decirme? —le increpó con rudeza. Y el ortiba le tiró a la cara lo que las mentas batían. Que hacía un tiempo andaba un moreno joven, estibador de oficio y diestro cuchillero, rondando a la percanta —le dijo. —¿Y qué más?—lo obligó el ofendido.

—Hasta ahí te sé decir. Lo demás es cosa tuya. Y el Matarife, hecho una fiera, empezó a cuidar el nido.

Un día salió para el frigorífico y al poco rato pegó la vuelta. Se quedó, de botón, vigilando desde la esquina. El dolor y la furia le nublaron los ojos cuando vio al moreno salir de su casa. Apuró el paso y le pegó el grito al gavilán que al verlo manoteó su faca. El moreno, que era guapo y no conocía el achique, no esquivó el encuentro. Trató de enfrentar al rival que lo madrugó sin darle tiempo a nada. El Matarife de un hachazo se cobró la ofensa. Difunto quedó el moreno enfriándose en la vereda. A la malvada no quiso verla. Se volvió a la casita del Cerro, frente a la plaza de Los Inmigrantes, a despedirse de los viejos por si no los volvía a ver en esta vida. De allí se lo llevó la yuta. Diez años le costó la hombrada. La mina desapareció esa misma tarde. Por algún tiempo nadie supo de ella. Después, alguien dijo que estaba viviendo en el campo con unos tíos. Una tarde, unos meses después, regresó a la casa de sus padres con un niño en los brazos. Con ellos se quedó a vivir, crió a su hijo y cuidó a sus padres hasta que murieron. Cuentan los vecinos que se la veía muy poco. No volvió a casarse, ni se le conoció, jamás, hombre alguno. Y aunque parezca extraño, nunca se enteró el Matarife del hijo que tuvo la Carmen, pues a pesar de que todo el barrio lo sabía, nadie se atrevió a pasarle el dato. Al correr el tiempo otras vivencias dejaron el hecho dormido en el pasado. Hasta que una noche, siete años después de su vuelta, mientras conversaba con el patrón en el mostrador, llegó al bar un muchacho muy joven, alto y flaco. De pelo negro, largo y lacio, cayéndole sobre los hombros y de extraños ojos claros que no iban con su traza. Se paró al entrar y preguntó alto y fuerte para que todos oyeran:

—¿Quién es el Matarife? Ramón se dio vuelta despacio mientras contestaba:

—Yo soy. ¿Quién lo busca? Quedaron mirándose de frente.

—¡Ramón Bustamante, lo busca! —le contestó el muchacho. En el boliche no volaba una mosca, esperando los parroquianos la reacción del hombre. Toda la bravura del tahura que fue, se hizo añicos ante la presencia de aquel hombre joven que traía en sus ojos, los ojos de la mujer que amó tanto y cuyo recuerdo aún lo perseguía. El muchacho continuó:

—Mi madre antes de morir me pidió que lo buscara para que supiera, nada más, que tenía un hijo. Ella murió ayer. Vine a cumplir con la promesa. Dio media vuelta y se fue sin esperar respuesta.

Ni una sola palabra acertó a decir el Matarife. Era indudable que todo el pasado volvía a golpearlo con aquel muchacho que había venido a gritarle su paternidad. Un par de conocidos se acercaron a tomar con él en el mostrador.

A partir de esa noche lo comenzamos a ver nervioso, confundido. Conversaba con uno, con otro. Indagaba, quería saber más. Varios días estuvo Ramón hablando de aquel joven que decía ser su hijo. Le apenó la muerte de la que fuera su esposa, sin embargo, en el café nos dimos cuenta que enterarse de la existencia del hijo le había aligerado el corazón.

Una tarde lo encontramos más callado que nunca, abstraído en sus pensamientos. En el bar respetamos su silencio. La noche se había ido a baraja cuando pagó y salió caminando hacia la calle Laureles. Se detuvo frente a la casa de Carmencita. De entre los postigos de la ventana se filtraba, tenue, una luz. Alguien, al pasar, lo vio golpear la puerta de calle y esperar allí, confiado, el dictamen que, por segunda vez, le decretaba el destino.

Ada Vega, edición 2007
















miércoles, 25 de julio de 2018

Mis perros y yo



  
"el amo, con cariñosa firmeza, le puso el bozal, aquella enrejada  
máscara de cuero que Bauschan odia como pocas en el mundo..." 
de: Amo y perro. Tomás Mann.      

En el año 1919 Thomas Mann escribió una novela que tituló “Amo y Perro”. La novela consta de cinco capítulos donde, en una prosa romántica, el escritor se dedica casi con exclusividad a hablar de su perro. Yo era una joven estudiante cuando leí este relato y recuerdo que no dejó de llamarme la atención que alguien pudiese escribir más de dos páginas hablando de un perro. Pues, aparte de comentar cómo era su tamaño, el color de su pelo, la raza, su condición de cachorro o adulto, si era obediente o no, ¿qué otra cosa —pensaba entonces—  se puede decir de un perro? Tal vez que es una grata compañía, que nos provoca ternura. Exaltar su nobleza y lealtad.
De todos modos, para todo este relato, sólo nos bastaría una carilla. Sin embargo Mann dejó impresas en dicha narración  más de  cien  páginas.
Muchas lluvias han caído desde aquellos días en que fui estudiante. Los años agazapados, se fueron dejando huellas. Se acaba de morir una perra que fue mi amiga y  compañera durante doce años. La he llorado, no por ella  que ya no sufre su reuma ni su ceguera. La he llorado por mí. Porque no la tengo y la extraño. Porque he quedado sola y no sé qué  voy a hacer sin ella echada a mis pies, mientras escribo, o estirada junto a  mi cama. Tendré que aprender a vivir en completa soledad, pues no deseo más compañía de perros ni gatos. Estoy harta de llorar y enterrar mascotas y no sé cuánto  más me quedará por vivir, ni qué pueda ser de ellos si me voy y los dejo solos. Por ese motivo, al recordar a Thomas Mann en aquella novela que escribió hace casi un siglo, he decidido contar cómo llegaron a mí y cómo me abandonaron los perros que amé y me amaron, en estos porfiados  años que llevo vividos.
II
Cuando abrí los ojos por primera vez ya en mi casa había un perro. Un cachorro Fox Terrier que Antonia y Casio, unos amigos de mis padres, les obsequiaran en esos días de mi nacimiento. Mi madre le puso Terry  y crecimos juntos. Terry fue mi primer juguete, mi primer amigo. Mi recuerdo más lejano. Era un perro pequeño, de pelo corto, manchado en blanco y negro. Rabón. Con los ojos marrones, brillantes e inquietos. Un perro fuerte, veloz, inteligente. Ratonero de oficio. Lo recuerdo, a partir de mis tres años, apretado junto a mi pecho, mientras mi madre me decía que no lo fastidiara tanto que podía morderme. Nunca me mordió, a pesar de haber sido un perro genioso y obstinado. No le gustaban las caricias ni que lo tuvieran en brazos. Él era “muy perro”: no soportaba las zalamerías de la gente.
En aquellos días vivíamos en el barrio del Prado, sobre la calle Lucas Obes, en una casa quinta de paredes de piedra y techo de tejas azules que había sido de mis abuelos maternos. Mi madre era una mujer muy hermosa, dueña de un carácter afable y conciliador. Era quien realizaba  los quehaceres de la casa ayudada por Benigna, una señora, encargada de la cocina que vivía  con nosotros.  En los últimos años más que madre hija fuimos amigas a pesar de no haber sido todo lo sinceras que debimos la una con la otra. Nos quedaron muchos detalles sin aclarar y aunque éramos conscientes de ello nunca permitimos que los mismos  llegaran a perturbarnos.       
A mi padre lo recuerdo como un hombre apuesto, dinámico y benévolo que  a pesar de trabajar mucho y estar poco en casa, fue siempre un buen esposo y un padre protector. Durante cinco años fui única hija. Después nacieron Bernarda y Carolina con quienes, a pesar de la diferencia de edad, tuvimos siempre una buena relación. Mientras crecieron y estudiaron vivieron rodeadas de amigas y amigos que iban y venían por la casa entre voces y risas que perdimos cuando se casaron y se fueron.    
Durante  mi niñez,  todas las tardes,  mi madre me llevaba a pasear por el Prado. Allí nos encontrábamos con Antonia y Casio. Los tres paseaban por la rosaleda, mientras yo jugaba con Terry. Mantenían extensas y animadas conversaciones, pues tenían mucho en común: Casio era escultor y mi madre que había sido modelo de una escuela de pintores fue también, en una oportunidad, modelo suya. Sus charlas, por lo tanto, giraban sobre exposiciones y pinturas. Mi padre estaba exento de esas conversaciones. Era en aquellos días un fuerte comerciante de plaza y  no transaba mucho con el arte, opinando que éste era una vacuidad, algo que no merecía su atención ocupada en pagos, transacciones y recaudos.       
Una tarde cuando volvíamos del Prado tuve la impresión de que Casio, al despedirse, retenía demasiado  tiempo la mano de mi madre entre las suyas.                                                                 
III
El tiempo siguió su curso. En ese andar, también llegaron  los años de túnica blanca y moña azul. Había cumplido los seis años y esperaba llena de ansiedad el primer día de clase. No lo supe entonces. No me di cuenta. Pero en esos días comencé a separarme de mi amigo Terry. Entusiasmada con mi cartera nueva, los lápices de colores, la cartuchera con dibujos, lo fui apartando sin querer de mi lado. Él, que me seguía a todas partes, que dormía a los pies de mi cama,  no me acompañó en mi  primer día de escuela. Nunca me acompañó a la escuela. Se quedaba solo toda la tarde, sentado a la entrada del jardín, aguardando mi regreso. Cuando llegaba saltaba a mi alrededor, daba pequeñas corridas, ladraba, como hablándome. Quería jugar conmigo, pero yo venía cansada, no tenía deseos de jugar. Terry comenzó a ponerse triste. Mi madre se dio cuenta y me decía que jugara un poco con él. Que el pobre me extrañaba. Yo nunca lo rechacé, pero  los libros y los cuadernos me fueron apartando de Terry que dejó de esperarme, al volver de la escuela, sentado a la entrada del jardín.
Había terminado sexto grado cuando ese verano mi perro Terry, el amigo leal que me acompañara desde mi nacimiento, murió mientras dormía a los pies de mi cama.
Aquel Fox Terrier de mi infancia no pudo acompañarme en mi adolescencia. Cuando lo llamé y no se movió ni levantó la cabeza comprendí que se había ido. Lo levanté del suelo, donde yacía, y lo mantuve en mis brazos  mientras él me miraba con sus ojitos turbios. Él me había entregado su fidelidad y yo, en cierto modo, lo había traicionado. Lo había dejado a un lado de mi vida. Lloré tanto con él en mis brazos que sentía oprimido el pecho y apretada la garganta. Mi padre me lo quitó y lo llevó a la quinta para enterrarlo y yo me abracé a mi madre que lloró conmigo, la pérdida del primer perro que me acompañó en la vida.
Atravesé mi luto con un arraigado sentimiento de culpa. Desde entonces cada vez que me acuerdo de Terry, siento el dolor de no haber sido más buena con él. Con aquel pequeño amigo que me  enseñó que el amor no debe ser egoísta. Que debemos cuidar, proteger, no abandonar al ser que amamos.  A partir de su muerte comencé a comprender muchas cosas que hasta ese momento habían permanecido veladas  para mí. Con Terry se fue mi infancia y me enfrenté recelosa con la adolescencia.
Un atardecer de ese mismo verano antes de empezar el liceo, vi a mi madre besarse con Casio  en el claroscuro del comedor.
IV
Entrar al liceo significó una experiencia  asombrosa que me abrió caminos interiores. Siempre me gustó estudiar y las distintas  y nuevas materias despertaron en mí una gran expectativa. No fue así con mi actividad social: no hacía amistades. No me interesaba hacerlas.  Fui poco a poco convirtiéndome en una joven retraída. Encerrada en mí misma. 
Una tarde al volver a casa encontré un perro callejero. Al pasar junto a él  movió la cola, yo lo miré,  golpeé  mi pierna con la palma de mi mano y  me siguió. Era un perro de raza indefinida, de cruzas perdidas en el tiempo. Mediano de tamaño, de pelo negro, tenía los ojos tristes y las orejas caídas. Estaba sucio y con hambre.  Lo entré a mi  casa y en el fondo le  acerqué un balde con agua. Le  llevé de la cocina un plato con restos sobrantes del mediodía y fui  a buscar alguna ropa en desuso para hacerle una cucha donde pudiera echarse a dormir, pero cuando volví él ya estaba durmiendo, hecho un ovillo, junto a la casilla que fuera de Terry. Entonces entendí que a ese perro de la calle, sin dueño, que comía de la basura y dormía en cualquier parte, Terry lo había puesto en mi camino para que fuese mi compañero, para que me cuidara y yo lo cuidara, porque los dos estábamos solos y ambos nos necesitábamos.
Le conté a mi madre de mi nueva adopción. Ella lo aceptó, de nombre le puse Arapey  y  comenzó a acompañarme al liceo. Cuando yo entraba,  él se volvía a casa. A la salida andaba siempre merodeando mientras me esperaba para acompañarme en el trayecto de vuelta. Sin embargo, no dejó nunca de ser un perro solitario, independiente y callejero. 
Pese a  tener casa y comida, pasaba largas horas vagando por las calles. Regresaba cuando le parecía, entonces se dirigía hacia donde yo estaba estudiando y  se echaba a mi lado. Con él conocí otras facetas del amor. Arapey era reacio a las demostraciones exageradas de afecto. Él daba y recibía amor sin ostentación. Me enseñó a amar a la distancia. A confiar en lo que amamos. A no avasallar al ser amado.
Los años del liceo no cambiaron mi vida ni mi carácter. Tuve muchos compañeros, pero no hice amigos.                  
V
Aún no había decidido qué carrera seguir en la universidad, cuando se desató en el país un conjuro cívico que dio a los militares la oportunidad de implantar una nueva dictadura.
En mi casa no sufrimos los atropellos y violaciones que sufrieron muchas familias, que como nosotros, no estuvieron  implicadas. Pocas veces oí a mis padres hablar de política. A pesar de que ambos tenían ideas claras sobre la situación que vivía el país, nunca los oí explayarse sobre ellas. Sin embargo, un día mi madre gritó y lloró como nunca la había visto hacerlo. Mi padre, enojado,  trataba de calmarla. El motivo  era  que  la noche anterior los militares se habían llevado a Casio  de su casa y nadie sabía donde se encontraba. Mi padre no entendía por qué ese hecho la ponía tan fuera de sí. Sin embargo yo, aunque un poco confundida, creí  intuir el porqué.  Fue entonces que le oímos aquel comentario que destruyó a mi padre, que deshizo la familia y terminó de moldear mi vida de eremita. ¡Casio es el padre de Verónica! dijo. Yo llamé a gritos a mi perro y fui corriendo a encerrarme en mi cuarto. Y allí hubiese querido quedarme para siempre; sin comer,  sin oír,  sin saber. Morirme, hubiese querido.  Pero la vida es un río caudaloso que a nuestro pesar, nos arrastra y nos lleva en sus remolinos. Decidí seguir respirando.
Casio desapareció y la familia no volvió a saber de él. Mi padre, o el que creí mi padre por muchos años, se fue de casa esa misma noche. No obstante, siempre estuvo cuando lo necesitamos. Siempre nos apoyó y nos ayudó y a pesar de que nunca dejó de venir a vernos, a vivir con nosotras nunca volvió. 
Yo no quise, en aquel momento, que mi madre me explicara nada. La concepción que tenía yo de mi vida, dio esa noche un giro de campana. El que creí mi padre desde que tuve conciencia no era mi padre, mis hermanas eran medio hermanas y mi verdadero padre era un amigo de mi madre. Después, de a pedazos, fui yo misma reconstruyendo la historia: ellos se habían amado cuando mi madre era modelo y él un hombre casado. Nunca supe por qué no se separó de su mujer y se fue a vivir con ella, si es que de verdad la amaba. Lo que sí supe es que para mi madre él fue su gran amor. Después conoció a mi padre que se enamoró de ella y le ofreció matrimonio. Dejó de modelar y se casó. Pero Dios o el destino quiso que, un verano, viniera Casio a vivir al barrio con su familia y se volvieron a encontrar. Lo demás: el epílogo de una historia de  amor prohibido y yo su lógica consecuencia.
Cuando terminé el liceo fui a la universidad, allí conocí a Leandro, un joven del interior del país que había venido a estudiar a Montevideo. Fuimos primero amigos, compañeros de clase. Después, novios. Él alquilaba un departamento cerca de la facultad. Allí nos encontrábamos para estudiar y hacer el amor. Leandro se enamoró de mí y a mí me gustaba estar con él. No sé si realmente lo amé o si sólo apreciaba su compañía. Siempre fui muy introvertida, ni yo misma he llegado a conocer a fondo mis propios sentimientos. Lo cierto fue que, pasado un tiempo, se aburrió de mi ostracismo y una tarde decidió poner fin a nuestra relación ambivalente. No sentí pena, Leandro dejó en mí sólo el recuerdo de haber sido mi primer hombre.
VI
En quinto año de facultad estuve de novia con un joven de Montevideo que estaba terminando la carrera. Se llamaba Asdrúbal. Trabajaba  y estudiaba. Era unos años mayor que yo. Nos conocimos en la Biblioteca  y casi en seguida comenzamos a salir. Congeniábamos y teníamos buena química. Yo me esforzaba por mejorar mi carácter. Por ser más receptiva. Más confiada. Con la ayuda de Asdrúbal, con quien hablábamos mucho sobre mi personalidad, creo que lo hubiese conseguido.
Hasta que una noche, mientras tomábamos un café en un bar del Centro,  apareció una joven que según dijo era la prometida de Asdrúbal  y  le increpó duramente el estar en mi compañía. Yo no quise saber nada. Me levanté, me fui y  lo dejé a él que solucionara su problema de pareja. No quise volver a verlo. Creo que él tampoco lo intentó.
Un verano, dos años antes de recibirme de Doctora en Derecho, murió Arapey.
Hacía tiempo que estaba enfermo. Comenzó por abandonar sus correrías. Y de andar vagando por el barrio. Después fue dejando de comer. 
El veterinario lo había examinado sin encontrar nada grave. Una tomografía reveló, al final, la existencia de un tumor maligno en la cabeza. No existía una intervención quirúrgica que diera cierta seguridad de cura. Lo fuimos tratando con calmantes, hasta que un día dejaron de hacerle efecto. El veterinario aconsejó sacrificarlo. Lo inyectaron y yo me quedé junto a él, con una de sus manos entre mis manos, hasta que sus ojos quedaron fijos en la nada y su mano rígida entre las mías. No se quejó. Simplemente se fue apagando. No sé cuánto tiempo me quedé sola con él. Mi padre ya no estaba en casa, mi madre me  acompañó y yo misma lo enterré en el fondo de la quinta.
                                               VII
Unos meses después de recibir mi título en la Universidad de la República, mi padre se despidió de mí y de mis hermanas y se fue  a vivir a España. No lo volvimos a ver. Falleció en Barcelona cinco años después de haber llegado a la península.
El verano aquel, cuando terminé mis estudios de Derecho, mi madre colocó junto a la puerta de  entrada una chapa que decía: VERÓNICA CARABAJAL, ABOGADA. No se veía desde la calle. Las santarritas y las glicinas entrelazadas cubrían las vetustas paredes de la casa.
En esos días, con mi flamante título en la mano, comencé a trabajar en el estudio de un abogado muy respetado, amigo de mi padre. Allí trabajaba el hijo, también abogado, un poco mayor que yo. Se llamaba Guillermo, era soltero y buen mozo. Estaba de novio con la hija de un juez de la Suprema Corte de Justicia. De todos modos, simpatizamos en cuanto nos vimos y comenzamos a salir. Al pasar el tiempo, nuestra relación se afianzó y estuvimos juntos casi dos años. Entonces él anunció su matrimonio y, sin más, se casó con la novia hija del juez de la Corte. Siguió, sin embargo, afirmando que me amaba y me propuso continuar nuestra relación. Pero para mí, él ya no existía. Durante mucho tiempo intentó un acercamiento, tratando de explicarme hechos irreversibles que no tenían explicación. Jamás transé. Nunca me detuve a escucharlo. Él ya era en mi vida, una historia acabada.
Cuando el padre de Guillermo se jubiló, nos dejó el estudio a ambos. Fuimos socios varios años. En los últimos tiempos fui también la encargada de explicarle a su hijo, tercera generación de abogados de la familia, el funcionamiento del estudio. Hacía ya unos meses había decidido dejarle mi puesto al muchacho y retirarme. Tenía pensado  dedicar mi tiempo a escribir y así lo hice un fin de año, ante la sorpresa de Guillermo y la alegría del hijo.
Cuando murió Arapey decidí no tener más perro. Mi madre no estaba de acuerdo. Ella, como yo, era muy “perrera”. Cada pocos días me traía noticias de alguien que regalaba un “cachorro divino”. En esa época Bernarda y Carolina se pusieron de novias y se casaron ambas,  en el mismo año. Bernarda se casó con un joven argentino que conoció en La Pedrera donde, aún hoy, tenemos una cabaña que nos dejó mi padre junto con otros bienes. Se casó y se fue a vivir a Córdoba, en Argentina. Carolina se casó con un compañero de estudios, vecino del barrio. Con mala suerte pues, al poco tiempo de casados, el joven murió en un accidente  automovilístico donde ella salvó su vida de milagro. Cuando se recuperó se fue a vivir a Córdoba con Bernarda, que tuvo tres hijos. Allí,  hace unos años, volvió a casarse.        
VIII
Para entonces doña Benigna, la cocinera que vivió con nosotras tantos años, se había jubilado y se había ido a vivir con una hija. Nos quedamos solas, mi  madre y yo,  en aquella casa tan grande. Le propuse entonces  que podríamos mudarnos a una casa más chica, donde no tuviese que trajinar tanto todo el día y la manutención no fuera tan gravosa. Le pareció una buena idea y decidió vender la casona y comprar un apartamento en un barrio más céntrico, cerca de  mi trabajo. Al poco tiempo consiguió una transacción beneficiosa. Vendió la casona y  compró un departamento en el Centro, frente a la plaza de los Treinta y Tres Orientales.
En esos meses, antes de dejar la casa, entró una tarde de la calle muy alterada. Le pregunté que le sucedía y me contó una historia “enternecedora”. Según le contó una vecina, en el Miguelete algún desalmado había dejado, adentro de una caja, una perrita con cuatro cachorritos recién nacidos. 
—Es de raza — me decía—, que parece que se enamoró de un perro cualquiera y los dueños al ver esa camada sin pedigrí, la sacaron con su cría para la calle y la dejaron en el  arroyo. 
—Bueno mamá —le dije—,  qué vamos a hacer, no es asunto nuestro. 
—Vos sabés que son preciosos —me dijo—, mientras con sus manos alisaba las arrugas del mantel sobre la mesa. 
—Cómo sabés que son preciosos —pregunté. 
—Porque  fui a verlos —me contestó con un suspiro. 
—¡Mamá! ¿Fuiste hasta el arroyo?  
—¡Claro! Para ver si era cierto. Y es cierto, están allí. ¿No querés ir a verlos...? Alguna vez me pregunté por qué no me resistí. Por qué no dije: 
—¡No! ¡No quiero ir! Nos vamos a un departamento. ¡No hay lugar para un perro…! 
Los cachorros eran divinos. Dos de ellos todavía tenían los ojos cerrados y la madre, la joven expulsada de un hogar de humanos inhumanos,  una pequinesa de pelo dorado y nariz chata, que nos miraba suplicante con sus ojos redondos y lacrimosos. Demoramos un poco en mudarnos. Desmantelar aquella casa y preparar la mudanza nos llevó mucho tiempo.
La pequinesa es una de las razas más antiguas del mundo.  Alguien nos contó que estos perros fueron, durante siglos, venerados como propiedad exclusiva de las Cortes Imperiales de China. Volvimos con la caja, la madre, a la que llamamos Tarita y los cuatro cachorros. Le dije con firmeza a mi madre que los tendríamos hasta que nos mudáramos y ellos estuvieran, por lo menos, con los ojos abiertos. Fue un trato.
IX
Habían pasado dos meses y estaba todo pronto para hacer la mudanza. Como nos estábamos enamorando de los cachorros decidimos comenzar a regalarlos. También decidimos, de común acuerdo, quedarnos con uno.  De modo que nos acercamos a donde Tarita dormía con su cría y mi madre se inclinó para retirar un cachorro. Mamá y yo andábamos siempre con los perritos en los brazos,  porque eran preciosos y parecían de juguete. Sin embargo, parece que Tarita hubiese adivinado que le íbamos a quitar uno, pues se puso a llorar con hipos y todo, de tal manera, que no podíamos calmarla. Se había incorporado y parada en las  patitas de atrás se apoyó en mi madre que tenía el perrito en los brazos. Lloraba como una desaforada. Las lágrimas le caían por la cara hasta el piso. Así que le dije : ¡Por favor, devuélvele el hijo a esta escandalosa!
Ella se apresuró a dejarle el cachorro junto a los otros,  Tarita se echó con ellos y siguió llorando. Aunque más tranquila, de todos modos, siguió llorando. En una oportunidad le comenté al veterinario de “la lágrima siempre pronta”, en los ojos de Tarita. El facultativo me contó que los pequineses  suelen contraer una enfermedad que les deja los ojos lacrimosos, por lo que aparentan que lloran. Eso dijo el veterinario. Pero yo puedo asegurar que Tarita lloraba, y lloraba de verdad.
Dos días después nos mudamos al departamento frente a la Plaza de los Treinta y Tres Orientales, con  los cuatro cachorros bastardos  y  la pequinesa de lujo venerada en el imperio chino, metidos todos en un cajón de cebollas que el domingo anterior mi madre le había  comprado a un puestero de la feria.
X
El apartamento estaba en el octavo piso, tenía una terraza amplia al frente y otra al fondo, hacia donde se abría la puerta de la cocina. En esa terraza le hicimos  a Tarita y sus vástagos una cucha amplia donde pudiesen pasar el mayor tiempo posible. Los cachorros se aquerenciaron  en seguida a su nueva vivienda y recorrían olfateando y ensuciando toda la terraza: trabajo extra para mi madre.  En esos días contratamos a Onilda, una señora que ya conocíamos, que vino a vivir con nosotras pues el apartamento tenía habitación y baño de servicio. Los cachorros pasaban bien en la terraza. Jugaban y comían todo el día y de noche dormían y soñaban felices como niños.
Pero Tarita descubrió la puerta de la cocina el mismo día de la mudanza y cada tanto abandonaba la camada y se colaba al interior del departamento. Lo recorría, estaba un poco con nosotras y se volvía con sus hijos.
Después, el tiempo pasó, los chicos crecieron y ella un día no los toleró más. En realidad estaban grandes, comían solos, andaban por todos lados pero seguían chupando teta. Había llegado el momento de regalarlos. Tenían casi cuatro meses y se habían convertido en unos perritos preciosos. Entre los diez pisos del edificio quedaron los cuatro. Algunos vecinos que nos habían visto llegar con ellos, sabían que cuando crecieran los íbamos a regalar. No tardaron en venir a verlos y dejarlos encargados.
En una tarde se llevaron a los cuatro. Tarita ni se despidió de ellos. Tanto que lloró cuando le quisimos sacar uno y,  sin embargo, al ver  que se los llevaban a todos,  ni parpadeó. Ella quedó con nosotras. Eligió el mejor sofá donde apoltronarse y así recuperar su antigua jerarquía china. Verla allí,  recostada en los almohadones, daba la impresión de tener en casa una  diminuta y peluda emperatriz.
XI
Nos acostumbramos a vivir en el Centro antes de lo que creímos. El apartamento era muy cómodo, tenía una hermosa vista hacia la plaza y sabemos que en el centro de la ciudad todo queda cerca. Teníamos los cines, los teatros, las grandes tiendas, los restaurantes, todo a mano. Nunca fuimos tanto al cine y al teatro como en los primeros años de vivir en el apartamento. Mi madre estaba contenta. Todas las mañanas bajaba con Tarita a la plaza, se sentaba en un banco  y en seguida entablaba conversación con alguien, que como ella, no tuviese nada que hacer. De tarde bajaba a hacer compras o a mirar vidrieras. Mamá fue siempre muy sociable, le encantaba la gente. Conversaba con todo el mundo. Es indudable que no heredé su histrionismo. Yo salgo de mi casa para ir a un lugar determinado y regresar. Salir porque sí, a caminar o a sentarme en la plaza, nunca se me ocurriría.
Hacía tres años que vivíamos en el apartamento cuando me retiré del escritorio que compartía con Guillermo. A partir de  entonces quedarme en casa: levantarme más tarde, terminar con las corridas a los juzgados, los juicios, las sentencias, el papeleo, fue, para mí, un placer enorme.
De todos modos, nada en esta vida es perfecto ni gratuito. Mamá empezó con  arritmias y problemas en el corazón. Yo la cuidaba mucho y ella también se cuidabaLe habían diagnosticado insuficiencia cardiaca, dolencia que  llevó varios años. Hasta que sucedió un hecho que trastocó mi vida y aceleró el final de la suya.
Habían pasado ya seis años desde nuestra mudanza al Centro. Tarita estaba preciosa. La habíamos hecho socia de una veterinaria de la zona donde, aparte de darle las vacunas y alguna medicina que necesitara, la bañaban, tenía peluquería y corte de uñas. Mamá, frente a mi pedido de que no bajara todos los días, había dejado de llevarla a la plaza. Ese trabajo lo hacía Onilda.
Un atardecer que Onilda no se encontraba bajé  y crucé al quiosco  que estaba  en la esquina de la plaza, para comprar una revista. Mamá quedó arriba con Tarita que se puso a llorar y a ladrar, porque yo había bajado. Como no la pudo calmar, mamá la tomó en los brazos y bajó con ella a esperarme. Cuando bajaron yo estaba en la acera de enfrente esperando  que pasaran unos autos, para cruzar. Mamá me vio, dejó a Tarita en el suelo y se quedó en la vereda a esperarme. Tarita también me vio y cruzó la calle corriendo. En ese momento un auto que venía le pasó por arriba. Yo grité, mi madre se puso una mano en el corazón,  el auto siguió y Tarita salió corriendo de entre las ruedas de atrás hacia donde yo estaba y cayó muerta a mis pies.
XII
Fue tan cruel, tan injusta esa muerte que aún al recordarla siento dolor. Al principio no me di cuenta que estaba muerta. Mientras, algunas personas que vieron lo que sucedió se acercaron. Entonces yo me agaché  junto a ella y la llamé. A mí alrededor nadie hablaba. Un señor se acercó y me dijo: 
—El perrito está muerto señora. Me acuerdo que le dije: 
—No, si el auto no le hizo nada, ¿no vio que salió por la parte de atrás y vino corriendo? 
 — Sí señora —me contestó—, pero el auto lo golpeó, debe haberle golpeado la cabeza. Yo no podía conformarme, la tomé en los brazos y crucé con ella hasta donde mi madre se encontraba llorando.
Cuando llegamos al apartamento la dejé sobre los almohadones donde ella dormía. Tenía los ojos llorosos y abiertos. No tenía sangre ni marca de golpe alguno. Llamamos a la veterinaria que estaba de turno y vino un doctor que comprobó su fallecimiento y dijo lo mismo que me dijera el señor en la esquina de la plaza: el auto la había golpeado, ella salió y corrió ya sin  vida, porque el  sistema nervioso aún estaba activo o, tal vez, debido a que el corazón aún le latía. 
—Pero si el golpe que recibió en la cabeza la mató y corrió solamente por la acción del sistema nervioso o del corazón que aún le latía ¿por qué no corrió para otro lado? ¿Por qué corrió hacia mí? —le pregunté.  
—La ciencia aún no tiene explicación para esos casos extraños   —dijo el veterinario.
Nos llevó meses empezar a conformarnos de la pérdida de Tarita. A mí, aquello de verla caer a mis pies, me trajo infinidad de conflictos emocionales. Hasta hoy sigo buscando una explicación. A veces creo encontrarla. La explicación sería muy simple. Bastaría con creer en la existencia de Dios .
Ese día mamá empeoró de su deficiencia cardíaca. A la mañana siguiente le dio un infarto, se recuperó pero ya no fue la misma. Se levantaba de la cama y se sentaba en un sillón, junto al escritorio donde escribo y miraba para afuera. Pasaba horas en silencio, mientras yo escribía. A las cinco Onilda nos servía el té, yo dejaba de escribir o de leer, conversábamos un rato, hablábamos de mis hermanas, de los nietos que tenía en Córdoba, mirábamos juntas alguna película o alguna novela y cuando ella quería irse para su dormitorio y se acostaba, yo volvía a mi trabajo.
Una tarde  estábamos tomando el té y tocaron timbre. Nos llamó la atención, puesto que si es alguien que llama de afuera lo hace por el portero eléctrico. Onilda fue a abrir:
 —Es Guida, la nena del apartamento de arriba, anunció.
 —Que pase —le contesté.
Entró Guida con una perra doberman preciosa, con las orejas y el rabo cortado. Cuando entró, la niña le quitó la correa y la dejó sólo con el collar. Mi madre y yo no atinamos a decir una palabra. La perra entró y ni siquiera nos miró, dio unas vueltas por el living donde estábamos y se echó sobre la alfombra entre mi madre y yo, con el hocico apoyado en mi pie. Guida se había instalado en un sofá frente a nosotras. La perra, en lugar de quedarse junto a la niña se acomodó con nosotras, como si ella también fuese la dueña de casa y su dueña la visita.
Muchas veces las personas cuentan  lo que hacen sus mascotas y la gente no cree. Es necesario convivir, principalmente, con los perros para saber a qué grado de inteligencia han llegado esos animales, desde que conocieron al Hombre y se convirtieron en su sombra.
XIII
Guida comenzó hablando de su próximo viaje a la ciudad de Hamburgo. Allí se iba en los próximos días con sus padres y hermanos en un plan de dos años,  y perspectivas de quedarse del todo.
El padre de Guida era un ingeniero que había venido contratado al Uruguay, a dirigir una empresa naviera. En el transcurso de ese contrato conoció en Montevideo a la madre de Guida, descendiente de alemanes, se casó con ella y se estableció en Uruguay. En esos días volvía a su país a interiorizarse sobre ciertos trabajos realizados, en áreas del operativo portuario, en el  puerto de Hamburgo. El ingeniero se iba con toda su familia: esposa, hijos y perros. 
—Nos vamos dentro de dos día —dijo Guida—, y nos llevamos las dos perras, a Dagma, la madre, y Érika, la hija. Tuvimos que sacarles pasaportes a las dos. Pero hoy mi padre nos dijo que trajéramos a Érika para ustedes. Tiene seis meses, es muy dócil y muy buena. Será una buena compañía para ustedes que son mujeres solas. Que se queden con ella, que no se van a arrepentir — dijo.
Ni yo ni mi madre sabíamos qué decir. Era una perra demasiado grande para un departamento. ¿Cómo íbamos a manejarla? ¿Y un perro Doberman...? Yo pensaba en  aquella boca con semejantes colmillos cruzados y  le dije la verdad a la chica:
—Muchas gracias querida, pero no, no podemos aceptar. Yo no me animo a tenerla en casa. Ella no nos conoce. Y tú sabes que ésta es una raza con muy mala fama.
     —Si —dijo ella—, tienen mala fama, pero los perros son como uno los cría. Nosotros   siempre   tuvimos perros Doberman y nunca nos causaron problemas. Son vigilantes y muy compañeros
De acuerdo, le contesté, pero no creo que ella…y miro a la perra que, echada entre mi madre y yo...se había dormido. 
—¡Érika! —la llamé—, abrió un ojo y me miró. Ni levantó la cabeza. Se quedó un momento con el ojo abierto y como no dije  nada más, lo volvió a cerrar. Confundida miré a mi madre y  la vi reír. Cubrió su  boca con una mano y siguió riéndose. 
—¡Mamá! —dije emocionada, ¡hacía tanto que no la veía reír!
—¿Estás riéndote?  
—¡Sí! me contestó. Guida se puso de pie: 
—¿Se animan a quedarse con ella hasta mañana? Mañana de mañana vengo, si no se quedan con ella, me la llevo. Miré a mamá y me dijo que sí con la cabeza. Me puse de pie para acompañarla mientras pensaba en qué haría  la perra cuando viera que su dueña la dejaba y se iba sola. Comenzamos a caminar las tres hacia la puerta de entrada. Abrí la puerta, Guida se adelantó y salió al pasillo. Se despidió hasta el otro día y dejó la correa de Érika en mi mano. Yo seguía expectante esperando la reacción de la perra. Guida comenzó a caminar hacia el ascensor. Yo continuaba con la puerta abierta. Érika no esperó más, dio media vuelta y fue a echarse a los pies de mi madre…y  volvió a dormirse. Con los ojos húmedos mi madre me sonreía, ¿qué podía hacer yo?
Antes de irse al aeropuerto pasaron por casa todos los miembros de la familia de Guida. Menos la madre de Érika, a Dagma ya la habían embarcado. Nos dejaron la documentación de nuestra hija adoptiva: la partida de nacimiento con su ascendencia y nombre verdadero y su inscripción al Kennel  Club del Uruguay. Se despidieron de la joven doberman, que les movió un poco el rabo y se fueron.
XIV
Doce años vivió Érika conmigo. Nunca la oí ladrar. Fue la perra más limpia, más prolija y más educada  de cuantos perros tuve. Se adaptó con tanta facilidad a nosotras como nosotras a ella. A mí me había adoptado como madre. Donde yo iba, iba ella. Si entraba al baño se sentaba junto a la puerta a esperarme. Cuando me sentaba a escribir en mi escritorio se echaba a mis pies y allí permanecía las horas perdidas.
La llegada de Érika reavivó un poco el espíritu de mamá, pero siguió muy delicada de salud. En los días  en que ya no se levantaba, la doberman me abandonó para acompañarla. Se quedaba, echada de perfil, al costado de la cama día y noche. Cuando falleció, fue Érika la que anunció su deceso. Se puso a lloriquear y a dar vueltas, con la cabeza gacha,  entre el dormitorio y el living. Cuando llegué junto a la cama de mamá ella se fue a la cucha en la terraza, y por dos días no volví a verla. Mamá murió una noche de invierno de hace  cuatro años.
Después, la soledad sólo fue mi compañía. Qué hacer de mi vida sin mi madre, sin ella, mi compañera de todas las horas. Mi amiga. Todo lo que realmente me importaba. Todo lo que tenía, que tuve siempre. Me quedé sola. Entonces redescubrí a Érika. Mi sombra. Mi otro yo caminando a mi lado. El refugio de mi soledad y mi tristeza. Érika y yo, juntas en el apartamento frente a la plaza comunicándonos, cada día más, en una simbiosis perfecta. Donde yo estaba, estaba ella. Sentada con su cabeza sobre mi pierna; acostada con el hocico sobre mi pie. De pie las dos, tan pegada a mí que me empujaba casi. Sus ojos renegridos mirándome, mirándome siempre. Tan tristes al final. Tan tristes. ¿Sabía ella, como yo sabía, que se estaba yendo, que estaba abandonándome?

 Me quedé sin su mirada mansa, su hocico húmedo, sin su sombra junto a mi sombra. Y sigo, porque la vida es eso. Un continuo caminar.  Hoy he dado vuelta la hoja y cerrado el libro de los recuerdos. 
Comienzo a acostumbrarme al silencio. 
Algunas veces, al caer la tarde, me detengo a observar la plaza desde el ventanal  como lo hacía mi madre. 
Estos días he visto que, entre los jardines, anda un perro perdido. Debe tener hambre. 

Ada Vega, edición 2005